Sueños del ring
Por Federico Bello
Landrove
A la memoria de Walker Smith Jr. (1921-1989)
Algunos me reprochan
ser propenso a utilizar los sueños como recurso narrativo. Pero, a veces, la
realidad supera la fantasía o –dicho de otro modo- la naturaleza imita al arte.
He aquí un impresionante ejemplo, tomado de la vida del declarado mejor boxeador de la Historia, libra
a libra: el conocido como Sugar Ray Robinson, aunque nacido con el nombre
que en mi dedicatoria reflejo.
1. Los sueños de
un campeón
El viaje por
ferrocarril de Nueva York a Cleveland es lo suficientemente largo, como para
que un viajero, por muy locuaz y acompañado que vaya, desee descabezar un sueño
o quedarse a solas con sus pensamientos. Y, si el viaje era nocturno y se producía
en 1947, pues razón de más. Además, pasado mañana, 24 de junio[1], hay que poner en juego el
título mundial de los medios ante un rival bastante asequible, pero que dista
de ser un paquete. Así que el manager sentencia: a la cama. Ray se deja llevar, casi a empujones, pasillo adelante,
hasta su cabina individual. Atrás van quedando sus acompañantes. No tantos,
empero, como bromearía la revista especializada The Ring, en su número de diciembre de 1949:
En sus giras se mueve siempre rodeado de una
corte de secretaria, barbero, masajista, peluquero, instructor de golf,
profesor de canto, chicas guapas y un par de tipos que le hagan reír. Entre
tanta gente, no le será fácil encontrar a su manager y al entrenador de toda la
vida.
-
Toda la vida: qué pronto se escribe eso. ¿Se
habrán parado a pensar que boxeo desde los ocho años? Claro que, para
ingenuidad, la de mi pobre madre, llevándome al gimnasio de la iglesia
metodista para hacerme un hombrecito y sacarme de las calles. Lo que hizo fue
meterme de lleno en este mundo del boxeo, el más sucio y duro al que pudo
predestinarme.
Sugar, sin duda, exagera. Es verdad que un
entrenamiento tan temprano hizo de él el púgil completo, armonioso y demoledor
que luego ha llegado a ser; mas los cristianos promotores de aquel club de
boxeo de Salem inculcaron en él más, mucho más: la reflexión concienzuda que
genera estrategia; el juego limpio y la amabilidad hacia los contrincantes; esa
indefinible mezcla de valor, ilusión y ansias de mejora, que él un día llamaría
corazón.
-
¡Y
un cuerno, narrador! Yo fui y seré escoria de las calles, un negro al que sacar
el jugo y tirar luego a la basura. ¿Sabes que, en tres años de boxeador amateur celebré ochenta y cinco
combates, engañé con mi edad, me apoderé de un nombre falso y me casé a los
dieciséis años, erradamente y de penalti?
Si él lo dice…
Claro que pocos se hacen profesionales del mamporro por amor al arte. Sin
embargo, algo tiene este Ray Robinson que engancha. Chicos y chicas de todo el
país lo adoran y lo tienen por el más atractivo y apuesto de su raza. Él hace
lo que puede por mantener ese carisma y a fe que, entre lo que la naturaleza le
dio y lo que los dólares a manos llenas le procuran, el ídolo se deja admirar y
querer.
-
¡Vaya,
hombre! Seguro que vas a hablar del diamante
Hope de Harlem[2]
o de mi grupo de empresas, Ray Robinson.
No soy un estúpido que piense que esto vaya a durar siempre –afortunadamente-,
pero tampoco un ratón de gimnasio, que no goce de la vida. Y a quien no le
guste, ya sabes.
-
Me
parece, Ray, que te he entrado mal, aun con mi mejor voluntad. Te considero un
tipo muy superior a la mayoría de tus colegas. Para empezar, te has constituido
en ejemplo y modelo de un nuevo deportista negro, concienciado para no aceptar
ningún tipo de discriminación, como la que quisieron imponerte en el ejército
durante la Guerra. Ya sabes a que me refiero.
-
No
sé si estoy hablando conmigo mismo o si eres real. En fin, claro que sé de qué
hablas. Me negué a dar combates de exhibición en donde los soldados negros no
pudieran entrar junto con los blancos. Una nadería, una gota en el mar, mas
corrí el riesgo de que se les hincharan las narices y me mandaran a liquidar japoneses.
Pero no estoy especialmente orgulloso de eso, sino de algo que tú, como
picapleitos que pareces ser, estarás al cabo de la calle.
-
Supongo
que te referirás a la Mafia.
-
En
efecto, tío, a esos italianos bolas de grasa, que te meten en sus chanchullos
de apuestas y combates amañados y, o pasas por el aro, o no hay campeonato
mundial[3]. A mí, aquí me tienes, con
el cinturón de los welters, después
de setenta y cinco peleas como profesional, con una sola derrota, precisamente
contra el pobre La Motta que, aun siendo italiano, anda todavía por ahí,
suplicando un combate por el título de los medios, que no conseguirá hasta que obedezca.
-
Bueno,
amigo Ray, llegaste a la cima con veinticinco años. Todavía te quedan muchas
peleas por delante, con buenas bolsas. Sin ir más lejos, la de pasado mañana…
-
Ya,
ya, no puedo ocultarte nada: veinticinco mil pavos[4]
y el cuarenta por ciento de las ganancias. Poco va a quedar para el
californiano pero, al menos, él tendrá su oportunidad siendo aún un chiquillo.
-
Vale,
Ray, gracias. No quiero entretenerte más, que tienes que dormir y relajarte.
-
No
sé como rayos has entrado aquí pero, en fin, visión o real, cierra la puerta al
salir.
2. El niño que peleaba como un hombre
El trimotor de línea que cubre el
trayecto Los Ángeles-Cleveland consume sus últimas horas, que coinciden con las
del amanecer del 23 de junio de 1947. Acunado con la nana de su ronroneo, el
aspirante al título, Jimmy Doyle, duerme plácidamente. A su lado, el manager
Palazzola intenta concentrarse en una novelucha para entretener el
insomnio, pero es en vano. Le remuerde la conciencia.
- Precisamente en Cleveland
–piensa-, como la otra vez. Y es que el niño no ha vuelto a ser el mismo
desde entonces: aquella alegría tumultuaria, casi de colegial; aquellos bailes
hasta las tantas... Ya no disfruta en el gimnasio; se pasa horas leyendo.
Diríase que sube al ring como quien entra en una oficina para ganarse el
jornal. Claro, ya ha cumplido los veintidós y es hora de que el niño, no solo
pelee como un hombre, sino que lo sea en su integridad. Lo cierto es que, ni a
él, ni a mí se nos olvidarán nunca esos quince minutos eternos que estuvo sin
conocimiento después del combate con Levine[5].
Eso ha tenido que dejar secuelas importantes, aunque no lo parezca. Pero ha
sido él, no yo, quien decidió volver a pelear y me pidió concertar el ciclo de luchas
que nos ha traído hasta aquí. ¡Quién iba a pensar que las ganaría todas, hasta
convertirlo en aspirante al título! No, si ya lo sé: posibilidades, pocas. Sugar Ray es superior a Jimmy, y casi
mejor así, para que se replantee su continuidad en el oficio. ¡Es un chiquillo:
no sabe lo que quiere! Tan pronto dice que esta pelea será la última, como que
no va a enterrarse en vida a sus años. Unas veces, quiere comprar con los
beneficios un gimnasio y dedicarse a entrenar. Otras, se trata de que su madre
tenga una casa de su propiedad. El caso es aducir disculpas, para no reconocer
que, en el fondo, lo que quiere es ponerse a prueba, superar el miedo, ver
hasta qué punto ha perdido facultades o puede llegar todavía a ser algo grande
en el boxeo. ¡Ahí está la madre del cordero! Y yo, rezando a todos los santos
para que no lo peguen duro, para que no sea tan gallito y se cubra o se tire,
sin importarle el qué dirán. Mira cómo duerme, como un bebé, mientras yo no
paro de darle vueltas al asunto, de preocuparme como si fuera su padre... Amanece.
A ver si en el hotel puedo echar una cabezada, antes de atender a la prensa.
***
Horas más tarde, ya ambos contendientes en su destino, coinciden en el
pesaje. Doyle sonríe ilusionado a su gran rival, que lo abraza. Estaturas
espigadas, planta juvenil, peso casi idéntico (146 libras, Ray; 147, Doyle).
Bromean unos momentos y se despiden deseándose suerte. Pero ¿qué sabe cada uno
de la vida íntima del otro, de sus sueños, de las miserias y tristezas de sus
caminos? Mejor que sepan poco o nada, como efectivamente sucede. Ya es bastante
duro el oficio, como para aplicarle sensibilidad y consciencia. Golpear y no
ser golpeado: eso es lo único importante. Dejémonos de pamplinas y aparquemos
los buenos modales a la puerta de la Arena
de Cleveland.
Con todo, esa noche, en la gran cama de la gran suite del gran hotel, el
gran campeón tiene un sueño, que podrá recordar al despertar inmediatamente,
empapado en sudor. ¿Soñó también el pequeño aspirante? Sin duda, pero su
contenido no ha quedado para los pequeños anales de su pequeña historia.
3. A veces, los sueños se cumplen
No es hombre Smittie, el campeón, que guarde para sí sus
preocupaciones. Años después recordaba su revelación del sueño, gracias a la
cual este relato es poco más que una historia totalmente verídica:
Apenas acababa de soñar, cuando me desperté
empapado en sudor frío. En mis sueños noqueaba a Doyle y lo veía morir. Estaba
aterrorizado. A la mañana siguiente conté a todo el mundo que había tenido la
premonición de que algo horrible iba a suceder. Se lo conté a la prensa, al
público y a las autoridades del boxeo.
Claro que, entre
los informados, no parece que se encontrara su onírica víctima. Suele darse por
cierto que, en cambio, Ray pidió el consejo espiritual de algunos hombres de
iglesia, quienes le invitaron a dejar de lado los ominosos presagios y cumplir
con su deber profesional, en vez de suspender el combate por tan nimios
motivos. Yo creo que la cosa no
llegaría a tanto, y no porque se obviara el lenitivo del consejo espiritual,
sino porque Sugar era demasiado
profesional como para no presentarse a un combate con el título en juego, con
una disculpa tan ridícula. Me pregunto cuántas veces más no habría tenido el
púgil sueños de muerte, propia o ajena, sin repercusión ni realidad ningunas.
Nat Fleischer, en
un artículo de la revista El Ring[6],
sí que nos pone sobre la pista de una reacción eficaz y más sensata del
campeón, ante su tremendo sueño. Recuerda así el combate de la noche del 24 de
junio de 1947:
Fue una pelea buena y limpia, en la que
Robinson llevó ventaja en todos los asaltos, salvo el sexto (cuando Sugar Ray se tambaleó por dos veces ante los
golpes recibidos). Un solo gancho de izquierda puso fin a un combate, en el que
Doyle no había pasado por dificultades reseñables hasta entonces…
¿Era tan capaz
Doyle, o el campeón se estaba reservando? En cualquier caso, un buen gancho de
Ray era suficiente para poner fin a una pelea. En este caso…
… El golpe dejó en el acto a Jimmy rígido y
sin conocimiento. Cayó hacia atrás como una masa inerte y se golpeó de lleno la
cabeza contra la lona. El árbitro empezó la cuenta pero, al llegar a nueve,
sonó la campana del final del octavo asalto. Los segundos de Doyle pidieron el
final del combate y el púgil, inconsciente, fue trasladado al Hospital de la
Caridad de San Vicente donde, tras ser intervenido quirúrgicamente, falleció
diecisiete horas después. Era el mismo hospital al que Doyle había sido
llevado, un año antes, tras su pelea ante Levine.
El campeón
Robinson apostillaba:
Sucedió justo como en mi sueño.
***
Hasta aquí, el
cumplimiento del sueño de Sugar Ray.
En lo que sigue, el del aspirante. Refieren las crónicas:
Robinson entregó el montante de las bolsas
de sus siguientes cuatro combates a los padres de Doyle, con lo que pudieron
cumplir la voluntad de su hijo de adquirir una casa más acondicionada y capaz.
Además, instituyó un fondo en favor la madre del boxeador fallecido[7],
pagadero mensualmente durante los siguientes diez años.
***
De modo que, si
los luchadores sueñan, ¿por qué no hemos de hacerlo los escritores, sin que
ello se tache de artificio estilístico?
[1] Más que un sueño, esto es
una pesadilla. Las fuentes escritas
consultadas por mí dan unánimemente esa fecha: 24 de junio de 1947. Pero he
visto un pasquín anunciador y una entrada para el combate, que señalan la fecha
del viernes, 30 de mayo de 1947. No creo que ello importe mucho para el relato,
pero me veo obligado a evidenciar mi perplejidad.
[2] La fotografía que encabeza este relato
muestra el soberbio descapotable al que Ray llamaba así. Tengo poderosas
razones para suponer que ese automóvil no se adquirió hasta 1949, fecha en que
el auténtico diamante Hope adquirió
efímera notoriedad en los Estados Unidos.
[3] Dime de
qué alardeas y te diré de lo que careces. Ray Robinson estaba lejos de la
pureza, aunque sí es cierto que se había enfrentado a la Mafia en ocasiones.
Ver Fuego cruzado, de Sam y Chuck
Giancana, edit. Grijalbo, Barcelona, 1992, página 230.
[4]
Equivalencia aproximada del dólar de 1947, comparado con el actual (2012): un
poder adquisitivo doce veces mayor.
[5] El combate aludido, entre Jimmy Doyle y Artie
Levine se celebró en Cleveland, el 11 de marzo de 1946, y en él el primero fue
severamente noqueado, con obvias secuelas cerebrales.
[6]
Número de septiembre de 1947.
[7] El fondo era de 50 dólares mensuales,
equivalentes a unos 600 de este año de gracia de 2012.
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