Las mujeres de la
Casa
Por Federico Bello
Landrove
Un escritor y su biógrafo; cinco mujeres
en estado de cuerpos astrales; un modesto misterio de provincias y el policía
llamado para desentrañarlo. ¿Todo fantasía? Para ustedes, tal vez. Para mí, en absoluto,
pero los espíritus y sus descendientes me imponen ciertas pautas de discreción.
1.
El misterio de la Casa del Poeta
La calle de la
Ceniza tiende su estrecho arco entre el antiguo Hospital de Orates y la esbelta
torre de la Catedral de N., la pulcra y gélida ciudad mesetaria que, en aquella
noche de mediados de octubre, ya empezaba a adornarse de niebla y cierzo. Apostado
en la penumbra, al resguardo de un acceso de vehículos, un caballero no quitaba
ojo a la entrada de la casa de enfrente, un inmueble de planta y piso, con el
empaque de grandes herrajes de forja, prolongada por un muro enlucido, al que
se abría solemne portón de madera, enmarcado por un ancho medio punto de blanca
sillería. Sobre la tapia, esta escueta leyenda: Casa de Morilla. Sí, de Morilla, sin más precisiones. Y es que en N.
todo el mundo sabe –o sabía, hasta hace no mucho- que Maximiano Morilla es la
gran figura literaria de la que la ciudad se enorgullece, el símbolo de su
genio dramático, el poeta por antonomasia.
Decía que, en la acera opuesta a la
casa-museo, un señor parece montar guardia. No nos equivocamos: en eso consiste
su oficio y su misión. Se trata del inspector de policía Ricardo Alpuente, de
cincuenta y cuatro años de edad, divorciado, veterano en la plantilla de la
localidad y hombre de confianza del comisario jefe Casares. Un par de meses
atrás, tomando el vermú no lejos de su actual apostadero, Alpuente había metido
la pata por tomarse las cosas demasiado en serio:
-
¿Visteis
ayer noche la televisión?, preguntó erga
omnes un colega. Volvieron a dar la matraca con los fenómenos paranormales
de la Casa del Poeta.
-
¡Qué
ganas tienen de hacerse publicidad!, comentó otro. Con esa historia de los
espíritus, están teniendo más visitantes que nunca.
-
No
sé, no sé, gruñó nuestro inspector. Algo debe haber. De otro modo, no creo que
las propias empleadas de la Casa reconozcan que pasan cosas extrañas. Y,
además, dicen tomarlo como un gaje del oficio o un entretenimiento más. No
parecen nerviosas ni, menos aún, atemorizadas.
Por aquella vez,
las cosas no pasaron de ahí, pero la conversación quedó archivada en la mente
del comisario. Lo digo porque, un mes más tarde, este llamó a Alpuente a su
despacho:
-
Ricardo,
el fantasma de la Casa del Poeta ha vuelto a hacer de las suyas.
-
¿Y?
-
Solo
que esta vez, se ha pasado de la raya. Ha hecho trizas un espejo del siglo XIX,
que valía una pasta. Vamos a tener que hacer algo. La directora del museo ha
venido a verme un poco preocupada.
-
No
pretenderá que detengamos al espíritu que, por más señas, dicen que es la
abuela del poeta.
-
No,
hombre, claro que no. La cuestión es que, bajo apariencia de magia o de
espiritismo, no ande por ahí algún gracioso alterando el normal funcionamiento
de la casa, o se nos cuele algún ratero. Hay cosas de mucho valor y conviene
cerciorarse.
-
Vamos,
que ya no están tan seguros de que sea una inquilina del más allá.
-
Eso
es lo que tendrás que averiguar. Actúa con la máxima discreción y me haces un
informe.
-
¿Y
si, a la postre, resulta que se trata de un fantasma juguetón?
-
Ricardo,
seriedad, que ya somos mayorcitos y tenemos que evitar, por encima de todo, hacer
el ridículo.
***
En su larga trayectoria profesional, Ricardo había visto de
todo. Por tanto, no era hombre que descartase de entrada la hipótesis más
aceptada para un misterio, por el hecho de que resultara ridícula para los
racionalistas. En consecuencia, decidió dar carrete a los trabajadores de la Casa,
dando por bueno que se tratara de probables fechorías de una señora de
alrededor de doscientos años de edad. Gracias a tal apertura mental, se llevó
una sorpresa de aúpa:
-
¡Pero
si no es una cosa nueva!, protestó la directora. El propio poeta lo cuenta en
sus Memorias. Tome, cerciórese por usted mismo.
Se levantó y echó
mano en la estantería a un voluminoso infolio cargado de años, de fatigada
encuadernación en piel burdeos. Lo abrió por las primeras páginas y lo tendió a
Ricardo. Este echó un vistazo y volvió a cerrar el volumen:
-
Si
no le importa, me lo quedaré para leerlo con detenimiento.
-
En
ese caso –respondió la directora-, le facilitaré una edición más moderna y
manejable, en dos tomos. Bastará con que lea lo relativo a la infancia y
adolescencia del autor.
Lo que el
inspector Alpuente aprendió resultaba altamente instructivo. Cuando el poeta
contaba cinco o seis años de edad, había tenido un amable y vívido encuentro
con su abuela paterna, doña Liberata, en la habitación que le había servido de
alcoba años atrás. La señora había abrazado tiernamente a su nieto, lo había
sentado en el regazo y le había hecho toda clase de dulces consideraciones.
Muchos años después, el poeta recordaba apenas un par de ideas:
Me encareció fuera muy bueno y que la
recordase con cariño. Estaré siempre a tu lado, no lo olvides, niño mío –dijo-.
Emocionado, me desprendí de su abrazo y corrí a contárselo a mi madre. Esta se
sorprendió mucho y, al punto, me tomó de la mano y corrió a la habitación donde
le dije se había producido el encuentro. La amable anciana había desaparecido.
Al llegar padre a casa, mi madre le refirió el suceso. Él se enfadó mucho y
ordenó cerrar la pieza con llave, prohibiéndome con severidad que volviese a
entrar solo en ella.
Llevando la
lectura adelante, Ricardo había encontrado la explicación a la sorpresa de la
madre y al enfado paterno: Y es que aquel
dormitorio, a la sazón destinado a los huéspedes, había estado ocupado por mi
abuela paterna hasta que esta falleciera, a las pocas semanas de nacer yo.
Y dos capítulos más allá, el poeta acababa de perfilar lo insólito
del suceso: Nunca he dudado de que padecí
una alucinación infantil, mas no por ello he de ocultar que, rebuscando en el
desván de la casa natal de mi padre en Osorno, di con un par de lienzos
enrollados. Al extender uno de ellos, me encontré con la descomunal sorpresa de
que se trataba de un retrato de la señora de la visión, vestida con la mismas
ropas con que se me había presentado. Sin entrar en explicaciones, pregunté a
mi padre por la identidad de la retratada y me respondió: Es tu abuela materna.
Por ahí andará el cuadro gemelo de mi padre, don Antonio.
Intrigado por todo
aquel episodio, el inspector decidió rebasar los límites aconsejados por la
directora y leer –o, al menos, hojear- el íntegro contenido de las Memorias. Se
trataba de dar respuesta al doble interrogante que brotaba de los hechos, a
poco que se tomaran los mismos en serio: ¿Qué sentido tenía que doña Liberata
se tomase la molestia de visitar y mimar a su nieto, aunque solo hubiera sido
por una vez? Y, si era una simple alucinación del niño, ¿por qué, precisamente,
esa fijación en la desconocida abuela paterna, cuando tenía a la materna, viva
y relativamente próxima?
Leída la
autobiografía, Ricardo aplicó a las claves de aquella una pequeña dosis de
sensibilidad e imaginación. Un padre áspero, hasta límites de rigor e
incomprensión hacia su hijo, a todo lo
largo de su vida en común en este mundo; una abuela, imposibilitada por la
muerte de suavizar la conducta de su hijo y endulzar la vida de su pequeño
nieto; un niño perdido en los vericuetos de un mundo de adultos, en una casa
enorme para sus medidas infantiles, con la fantasía desbordante como vía de
escape y de comprensión. Alpuente se dejó llevar por un ilimitado y absurdo
deseo de saber. Una noche se dejó caer a eso de las doce y engañó al vigilante:
-
Pasaba
casualmente por aquí y me ha parecido oír un ruido en el jardín.
Mientras el agente
se perdía, linterna en mano, entre los cipreses, nuestro inspector subió de dos
en dos los peldaños de la escalera interior y se deslizó a oscuras en la
habitación de la aparecida. Sacó un sobre y lo depositó bajo la almohada de la
cama. Luego, volvió a bajar y esperó el retorno del vigilante:
-
¿Nada,
eh? Falsa alarma. Acabaremos por ver todo un aquelarre en la rosaleda.
El guarda jurado se echó a reír,
aunque maldito si sabía lo que era un aquelarre.
Menos mal que
nosotros sí estamos en condición de saber, no solo el significado de las palabras, sino el contenido
misterioso de la misiva alpontina. El
sobre iba dirigido, nada menos, a doña Liberata Caballero. La esquela del
interior decía así:
Estimada señora: Aprecio tanto como el que
más su cariñoso gesto de otro tiempo, que seguramente dotó a su nieto Maximiano
del calor humano y la inventiva, que luego habrían de convertirlo en hombre de
bien y escritor de talento. Mi deber, como policía, es custodiar y preservar el
legado del gran poeta en esta su casa-museo. Me dicen que la presencia de usted
está perturbando–seguramente, de modo involuntario- la quietud del lugar y provocando una insana
afluencia de curiosos y malintencionados. Le ruego me conceda una cita, para
poder platicar con usted acerca de todos estos extremos. Dadas las
circunstancias, me permitiré ser yo quien concierte día y hora para vernos,
pues el lugar parece obligado sea en esta su casa. De modo que…
En fin, he ahí el
motivo de que, llegado el día de autos,
Ricardo Alpuente estuviera de vigilancia. Para mayor intimidad –y muestra
insólita de confianza en sí mismo-, había ordenado al vigilante:
-
Esta
noche, te quedas todo el tiempo en la biblioteca, hasta que yo te avise. Como
se te ocurra husmear por la casa y echarme a perder el soplo que me han dado,
hago que te despidan.
Y aquí estamos.
2. Una reunión muy particular
A eso de las dos de la mañana, una figura menuda, cubierta de una larga
capa oscura que parecía flotar con el relente nocturno, arrimose al gran portón
del jardín de la casa. Se detuvo un momento mirando en su torno, como si
buscase algo o a alguien. Luego, sin que se hubiese apreciado que abriese la
puerta, desapareció tras ella.
El inspector Alpuente no podía estar seguro de que aquella fuese la
persona que esperaba. No obstante, comoquiera que la probabilidad jugaba a su
favor, corrió hasta la tapia, abrió con su llave y entró. La persona que lo
había precedido se hallaba aún en el jardín, junto al arriate de yedra que
trepaba hasta las ventanas de la planta noble. Tragó saliva, se armó de valor y
susurró:
-
Doña Liberata, doña Liberata.
La figura volviose hacia él y le hizo ademán de seguirla. Entraron
sucesivamente en la casa y fueron a encontrarse en la cocina, cuya luz se
encendió a un leve toque de la señora. Esta se sentó en el escaño y se quedó
mirando con afecto al policía que había osado interrumpir su tranquilo regreso
de la vigilia catedralicia de las Marías
de los Sagrarios. Entre tanto, Ricardo permanecía en pie, contemplando
aquella cara de leve sonrisa, que parecía brotar del cuello de encaje de una
blusa color avellana, que una falda verde prolongaba hasta los chapines negros.
La capa parda que hasta entonces le había servido como sobretodo, yacía junto a
ella, perfectamente plegada. Tras aceptar el visual escudriño policial durante
unos segundos, doña Liberata rompió el silencio:
-
Como verá, no he cambiado mucho desde el día en que
acuné a mi nieto entre mis brazos. Si acaso, he reemplazado la blusa blanca que
él recordaba por otra más acorde con los gustos actuales. O, tal vez, haya tenido
que sustituirla por el uso.
Dijo esto último con irónico retintín. Alpuente decidió seguirla por el
mismo camino:
-
Comprenderá, señora, que el color de su blusa no es
de las cosas que más me admiran de usted en este momento.
La abuela del poeta cambió de registro. Invitó a su interlocutor a
sentarse en una silla de anea con torneado respaldo, y habló así:
-
Caballero, es usted, a un tiempo, hombre de fe y de
rectas intenciones. Digo esto porque solo a quienes reúnen esas dos condiciones
les es dado entrar en contacto con las almas que ya pasaron a la vida eterna.
De su fe me cabía poca duda, desde el momento en que leí su carta. De sus
buenos propósitos, tengo alguna noticia por mi presencia en esta casa, pero
habrá de ser usted mismo quien me ponga plenamente al corriente de ellos.
-
Señora, como sin duda sabe, su estancia en esta casa
está siendo motivo de escándalo y perturbación. Las personas más nobles
entienden su presencia como muestra de fidelidad y apego al pasado, pero los
más la aprovechan para chancearse al respecto, o hacer una publicidad
escandalosa e interesada de este lugar. Mis superiores han llegado a temer que,
so capa de historias de fantasmas, los ladronzuelos y gentes de baja estofa
tomen la casa de su familia por fuente de botín o sede de francachelas. Evitar
esto es el motivo de mi presencia aquí aunque, en realidad, había un previo
objetivo de indagación de la verdad, que su amable manifestación ha aclarado en
toda su integridad.
-
¿Está seguro de esto, señor policía? Tal vez resulte
difícil de digerir su visión para quienes sean menos sencillos y abiertos que
usía. Recuerde la parábola de Nuestro Señor, que tanto viene al caso: si no hacen caso a Moisés y a los profetas,
no se dejarán convencer aunque resucite un muerto.
-
No me cabe duda, doña Liberata, pero deje al
comisario de mi cuenta. Lo que necesito vehementemente es que usted…
-
Sé lo que necesita y estoy dispuesta a concedérselo.
Obraré con prudencia, llevaré una vida nocturna y procuraré no tropezar con los
espejos, ni dejar los cajones abiertos por inadvertencia. Pero espero no
pretenda que me aleje de esta casa, donde conseguí del Señor que me pusiera, para
cuidar de mi querido nieto y de sus inspiradas y buenas obras.
-
Lejos de mí importunar a quien tiene más derecho de
permanecer en este lugar que cualquiera de nosotros. No obstante, se me hace
extraño que se prolongue esa tarea, cuando va para ciento veinte años que el
Poeta pasó a mejor vida.
-
¿Tánto? Jesús, cómo corre la terrena existencia.
Claro, ya comprenderá que nosotros, cuerpos ultraterrenos, estamos fuera del
tiempo y tan solo tomamos un momento en consideración: aquel en que seamos
convocados al Juicio Final, para recibir el premio o el castigo eternos. En
fin, hace los años que usted sabrá, recibí la autorización y el encargo que le
he dicho. Poner fin a mi presencia en esta casa y su entorno es algo que no me
corresponde decidir: he de aguardar la divina contraorden.
***
Disponíase tan extraña pareja a despedirse, cuando del primer piso llegó
el sonido ruidoso y distinto de correr unas sillas. Atónito, pero fiel
cumplidor de su deber, el inspector se levantó e inició la salida de la cocina.
Doña Liberata se puso como por ensalmo delante de él y frenó su ímpetu:
-
Sosegaos, que nada hay de extraño en cuanto habéis
oído y aún habréis de contemplar. No recordaba que hoy es último viernes de
octubre y, como cada año, tenemos en el salón de esta casa una pequeña reunión.
¿Seréis capaz de guardar un secreto y de asumir una grave responsabilidad?
-
Señora, si he llegado hasta aquí, bien puedo pasar
adelante. El destino ha querido que nuestra cita fuera en este día. Cuente,
pues, con mi discreción y vamos arriba.
El salón del piso principal lucía toda su iluminación, que refulgía en
los pulimentos de espejos, mármoles y maderas nobles. Rompiendo la habitual
uniformidad de la sala, que dejaba despejado su centro para el paso
inmisericorde de los rebaños de visitantes, varias sillas isabelinas ocupaban
ahora el núcleo del ámbito, como si esperasen el momento de ser ocupadas para
una charla coloquial. Dos mujeres recomponían el tocado ante el espejo; otra
acariciaba el bastidor dorado de un arpa; una cuarta, sentada al piano, parecía
improvisar unos acordes como digitación.
Al ver llegar a Liberata y su terrenal acompañante, no parecieron sufrir
ninguna perturbación. Nada hacía suponer que este fuese capaz de verlas, ni de
percatarse de su presencia, como no fuese por las alteraciones de la materia.
En consecuencia, solo la pianista cesó en su fraseo musical. Las otras tres,
fueron hacia Liberata con expresión y ademán de cariñoso saludo. La recién
llegada hubo, pues, de explicarse:
-
Mis queridas amigas, permitid que os presente a don
Ricardo Alpuente. Don Ricardo es el ángel
de la guarda de esta casa y ha obtenido la gracia de comunicarse con
nosotras esta noche.
Las cuatro invitadas parecieron titubear durante unos momentos.
Seguidamente, de modo ceremonioso pero nada afectado, fueron haciendo una
inclinación de cabeza, según Liberata las iba nombrando y, a una señal de esta,
tomaron asiento en el corro. Ricardo acercó una silla más y se sentó un poco
retirado, a fin de contemplar simultáneamente y a su sazón al quinteto.
Haciendo de anfitriona, la abuela del Poeta, explicó:
-
Estimado amigo, aunque las presentaciones habrán
dejado clara la vinculación de estas almas con la casa en que nos encontramos,
forzoso me será exponer que hay algo más que relación familiar o sentimental
con los grandes hombres a quienes honra este museo: mi nieto, el gran escritor,
y su mayor y más generoso biógrafo. Grandes hombres, repito, pero que poco o nada
habrían sido, sin apoyarse en las mujeres que, generosamente, les abrieron su
corazón. Preste, pues, atención a cuanto ellas quieran confesarle y juzgue por
sí mismo si es razonable y justo que nos visiten, al menos, una vez al año, en
amor y compañía.
Ricardo, aunque mediano conocedor de la historia de aquella casa embrujada, prestó la mayor atención a lo
que aquellas señoras tuvieran a bien revelarle, sin entrar en discriminaciones
acerca de lo arcano o lo conocido que para él fuera. Tomó, pues, la palabra la
primera mujer del Poeta, la cual se expresó así:
-
Yo soy Florencia, la primera esposa a quien
Maximiano, muy joven y aún poco conocido, llevó viuda al tálamo y al altar. He
de decirlo por ese orden pues, siendo yo la madre de su mejor amigo, me sedujo
y amó hasta tal punto, que me entregué a él y quedé embarazada. Dieciséis años
le llevaba y no era yo especialmente agraciada. Con todo, tuvo mi amante el
valor y la generosidad de despreciar la severa opinión paterna y hacerme su
esposa. Para nuestra desgracia, el fruto de nuestros amores non sanctos murió a los tres meses de
nacida. Ello y la terrible inquina de mi hijo envenenó unas relaciones que,
poco a poco, fueron tormento para nosotros. Huyó él y dicen que yo lo perseguí.
Digan más bien que durante más de veinte años no fui ni casada ni viuda, sino
abandonada y coronada con las espinas de toda clase de infidelidades. Bien, él
pasó a la gloria de este mundo y yo al purgatorio que sin duda me espera, para
el caso de que Dios misericordioso no decida prolongar en la vida eterna el
infierno que sufrí en la terrena.
Un angustioso sollozo puso fin a la exposición de doña Florencia, que a
todos dejó entristecidos. Pasados unos momentos, la bella joven que se sentaba
a su izquierda tomó y besó su mano, en señal de solidaridad y respeto. Su
rostro parecía blanco como el mármol, pero sus ojos abrasaban y el revoloteo de
sus manos y su cabello tenía algo de teatral:
-
Heme aquí, Patricia, la segunda esposa del Poeta. Yo
fui, según dicen, gloria juvenil de la escena española y bella entre las
bellas, pues así plugo a Nuestro Señor. Maximiano se prendó de mí, al verme en
el teatro representando sus obras, y yo de él, cubriendo cada arruga suya con
un verso y cada década de demasía con un drama. Más de treinta años me llevaba
de edad y, con todo, fui feliz con él, le di la hija que antes se le malograra
y estuve a su lado en los buenos y malos momentos de su ancianidad. Tan inicuo
es el oficio de escribir, que hube de atenderlo con mis ganancias de actriz,
antes que él a mí con los honorarios de su talento. Amo esta casa, que yo no
conocí junto a él, pero a la que entregué parte de su ajuar y sus recuerdos,
cuando sus conciudadanos resolvieron rescatarla para honrarse honrándolo. Los
ultrajes del tiempo y la incuria de los próceres han dejado ruinas y
cicatrices, pero hoy luce gloriosa y bien merece que usía la guarde y proteja,
y que en el estío resuene en su jardín el eco del torrente de sus versos,
declamados con el corazón, tanto y más que con los labios.
Tocaba el turno a la señora de negro, un tanto rebozada en toquilla de
lana de tiempos de nuestras abuelas. Todas sus compañeras volvían la vista
hacia ella, dulcemente, sin decir nada, como dando ánimos más que órdenes.
Tosió, balbuceó una disculpa y, de forma un tanto inconexa, musitó, con los
ojos fijos en los rojos ladrillos del pavimento:
-
Yo no soy nadie, no era nadie, una pobre mujer viuda
de junto al Caño Arenales. En mis tiempos cosía, lavaba y planchaba, lo que
fuera preciso para sacar adelante a mis hijos. Él me vería alguna vez que
trabajé para su casa, o en la iglesia, o quién sabe dónde. Se fijó en mí. Decía
que le gustaba mi voz y mi manera de afanarme. Estaba también viudo, ¿sabe
usted? El caso es que me dijo: Manuela,
¿podría ir algún día a cenar a tu casa? Fíjese, a cenar, nosotros que todas
las noches, pues sopas de ajo o las sobras del cocido. Tuve que comprar dos
rajas de merluza y algo de vino, aunque luego resultó que no bebía. Claro, me
da vergüenza. Cenaba, leía –me leía- algo. Una noche me dijo: Manoli, mete a tus hijos en la cama antes de
que yo llegue. Esa noche fue la primera. Era como si fuera un rey, fíjese,
un señor tan importante en mi cama. Siempre tan pulcro y tan puntual. ¿Qué
vería en mí, Señor? No, si no duró mucho. Por mí, lo que hubiera sido, y aunque
no hubiera sido tan cumplido. No se crea, para la cena, algún regalo y poco
más. Bueno, una beca para mi Ignacio, que era muy torpe el pobre y de poco le
sirvió. Luego, vino la República…; miento, fue antes, ya no sé lo que me digo.
¡Qué casualidades tiene la vida! Aquí, doña Liberata dice que, en los años en
que teníamos relaciones, don Jacinto escribía y escribía como un loco sobre su
nieto, y todo eso. Bueno, pues, que Dios me perdone: ni hablamos de casorio,
pero fue todo limpio y hermoso. Y que esta señorita también me perdone, que la
pobre, cuando supo lo de su padre conmigo, le dio un vahído.
La señorita sonrió
tristemente. Vestía al modo casi actual, que dejaba traslucir una silueta
atractiva. Su rostro tenía la nobleza de la entrega, pero resultaba abotagado e
inexpresivo, con una nariz aquilina como seña de identidad. Fijó su mirada en
Ricardo y le preguntó:
-
¿No habrá sido alumno mío? Por la edad, podría ser.
Yo daba clase, precisamente, en el Instituto Morilla, donde la Plaza de Palacio.
-
Lo siento,
señora, yo hice el bachiller en Zaragoza.
-
Casi mejor –sonrió ella-. Mis clases no eran lo que
se dice muy plácidas. En fin, si no me conoce, le reitero que soy –o mejor,
fui- hija de ese señor al que se acaba de aludir, de un modo que, si no fuera
por la imposibilidad de mentir en que estamos, diría que no puede ser el mismo
que yo conocí… Por más que, aquel hombre, grande y bueno, estudioso y tan
generoso con esta casa, aquel hombre –digo- arruinó mi vida y la puso a su
servicio. No hace mucho que pasé a mejor vida, no mucho más tarde que él, por
lo que mis expresiones pueden tener la viveza de lo inmediato. Pero tengo claro
que viví la vida que él quiso para mí y no la que yo habría deseado. No ha
tenido la oportunidad de escucharme ante el piano, pero puedo asegurarle que
esa era mi vocación y mi mayor aptitud. Es verdad que la carrera de concertista
era ardua y larga, pero ningún sentido tenía cortarla en plena juventud, para
sepultarme en una adjuntía de francés, ayuna para ello de interés y de
carácter. La falta de ambos cegó la carrera profesoral que mi padre me tenía
reservada. Su viudez y el egoísmo de mis hermanos hicieron el resto. Yo, patito
feo, sin talento, modosita y cariñosa, habría de ser el ama en aquella
siniestra casona, que acabé por ver como una cárcel. Alguna gracia había de
poseer, puesto que tuve pretendientes. La Guerra y la familia acabaron por
espantarlos. Sin duda yo también tuve la culpa, por ser selecta sin convicción,
puritana sin modestia, fría por torpeza. De la calle de la Cárcava pasé a la
del Puente; de la juventud, a la madurez; de la indignación, a la indiferencia.
Hija, cuánto he abusado de tu altruismo, me
dijo demasiado tarde. Pero, de cara al pueblo, a sus amigos, a sus alumnos, el
generoso, el entregado, el altruista
era él. Aquí abajo está la muestra: una biblioteca, la suya, que es la joya de
la casa. Bueno, digámoslo así. Yo bien sé que la joya son las obras del Poeta…
y las mujeres que, en leyéndolas, vivan para ellas mismas y para el Amor, como
nosotras ahora. Mas ¡qué hermoso habría sido tener un anticipo del Amor en este
tu mundo, policía que me escuchas!
3. Epílogo
Fuese por el fresco de una noche sin calefacción, fuera por cuanto
acababa de escuchar, Ricardo estaba un poco sobrecogido. Y eso que aún le
faltaba lo más amenazador. Le llegó de quien menos lo esperaba: de doña
Liberata, que le había llamado estimado
amigo. Dando por terminada la reunión, se dirigió a él y mirándolo con
fijeza, le espetó:
-
Quedamos en que no habrá de salir de su boca, ni de
su pluma, una palabra de cuanto en esta sala ha oído. Sus conocimientos y sus
enseñanzas quedarán en su corazón como…
-
Como un privilegio, acertó a completar Alpuente.
-
No tan privilegio, como usted piensa –rectificó
Liberata-. Hay un grave riesgo para quienes entran en comunicación con los
espíritus o fantasmas, como en el mundo suele llamársenos. Es tal la sensación
de realidad e intimidad que se establece entre vosotros y nosotros, que resulta
muy frecuente la creación de vínculos de dependencia, afecto y aún amor por
parte de los vivos, como usted, hacia los que han pasado el río de la muerte.
¿Se imagina? No depender del espacio ni del tiempo; amar a cualquier persona,
más allá de límites de época; conocer a cuantos grandes en el mundo han sido;
saber del más allá, sin haber tenido que fallecer. En suma, un trampantojo,
hecho de humo y sueños. ¡Huya de él, mi buen amigo! Confórmese con su visión de
hoy y siéntase afortunado. Para el futuro, que le basten Dios y su propia
valía. Y, si nuestro recuerdo lo reconforta, que sea para anhelar la vida
eterna, no la algarabía de los cuerpos astrales y de la comunicación con ellos,
ominosa o aberrante.
Ricardo asintió y se retiraba pensativo. Liberata tuvo un pálpito:
-
Apague la luz según sale. Bien mirado, nosotras no
la necesitamos.
Al pie de la escalera, lo esperaba, linterna en mano, el guarda jurado:
-
Perdone que le haya desobedecido, inspector, pero me
pareció ver luz en el salón y como si usted hablase con alguien.
-
Claro que sí, mi indisciplinado vigilante: conmigo
mismo. ¿O es que usted no hace lo propio, cuando está montando guardia o
haciendo la ronda?
Y, dicho esto, se encaminó a la biblioteca. Esta vez, sí que mantenía un
soliloquio:
-
A ver como rábanos le cuento yo todo esto al
comisario, sin que me tome por loco.
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