Nefelibata (Vivir en
las nubes)
Por Federico Bello
Landrove
Las nubes y su vecindad sirven de alegoría para muchas cosas: la
fortaleza y la fantasía, el amor y la nostalgia, la dependencia y la ternura.
Después de todo, es probable que tengan razón quienes afirman que lo malo no es
vivir en las nubes, sino tener que bajarse de ellas de cuando en cuando.
La profesora
Alcántara –de quien ustedes seguramente habrán oído hablar- dejó perder su
mirada más allá de los límites del inmenso salón amueblado a la europea, por
entre las orquídeas y bromelias que se asomaban al gran ventanal, hasta casi
besar sus vidrieras. Poco más allá, el blanco rutilante de las acanaladas
columnillas de capiteles compuestos ponía una nota geométrica entre las ramas
de la gran ceiba, que enlazaba con el ajedrezado transversal de la celosía que
cerraba aquel pequeño paraíso vegetal. De fondo, no hacía falta mucha
imaginación para escuchar el batir de las olas en la escollera. El sol del
atardecer, aún alto, hizo intención de leer las últimas líneas del capítulo que
nuestra amiga iba terminando, pero ella no se lo permitió: expulsó los rayos
con un vigoroso tirón de la cadena del estor ceniza. Helios se quedó con las ganas, pero nosotros hemos tenido mejor
suerte:
Superando el vértigo y el cansancio, Manuela
alcanzó el pináculo de la torre y asió la férrea barandilla, entreabriendo apenas
los ojos. Poco a poco, toleró que el viento agitase su corta melena. La neblina
se acercaba lentamente, entenebreciendo a jirones el paisaje. Fue para ella al
principio una caricia, un llanto suave más tarde, una oscuridad algodonosa finalmente, que la rodeó,
dejándola a solas con el vapor y el silencio. Aflojó los dedos, hasta entonces
engarfiados, y se entregó a la locura de apresar las nubes, de extender sus
brazos como si quisiera dejarse llevar en ellas. El tiempo se detuvo pero, muy
pronto, la claridad creciente puso en marcha de nuevo el reloj y su conciencia.
Fueron reapareciendo el enlosado de la iglesia, los tejados del barrio, los oteros
sepia que habían cerrado hasta entonces su paisaje. Hasta entonces… Ahora, ya
nada ni nadie, ni montes ni río, ni padres ni enamorados, ni dolor ni miedo, absolutamente
nada le quitaría la ilusión de ser ella, ni le regalaría lo que habría de ganar
por sí misma, la vocación y la libertad.
A juzgar por el
vistazo que arroja sobre lo recién escrito, cuando retorna al sillón frente al
ordenador, no le agrada la forma o el fondo: Esa parábola tan poco sutil, el
vocabulario pretenciosamente poético o, tal vez, elegir como escenario la torre
de una iglesia, como si hubiese en la toma de conciencia de su heroína algo de
sobrenatural. Pero está cansada. Encógese de hombros y se retrepa, frotándose
los lagrimales. Decide tomar aliento, antes de cortar el párrafo entero, como ha sido su primera intención. ¿Es, al
menos, necesario? ¿Responde a la realidad de lo sucedido? ¿Está siendo justa y
sincera?
Le hastía volver, una y otra vez, a sumergirse
en su excelente memoria pues, a fin de cuentas, es la novela de su vida, esa
que ha ido preparando en otros libros con las visiones parciales de ciertos
episodios, contados tal cual sucedieron, fragmentados, de forma abierta, sin
apenas fabular. Ahora es en el fondo igual, pero no debe ser lo mismo. La fantasía
reclama su parte y todo lo importante está pugnando por salir. No le cabe duda
de la razón ni del momento de su adiós a la condescendencia y la fragilidad.
Fue al iniciar la adolescencia, todavía en su tierra natal, mucho antes de que
el desamor, la incomprensión y la enfermedad convirtiesen su existencia en un
infierno, aunque alguna bienintencionada la calificase de novela. ¡Qué paradoja! Ahora que la vida se había estabilizado y la
íntima satisfacción parecía embargarla, es cuando se empeñaba en recordar,
sublimar y transfigurar, con sangre, sudor y lágrimas de escritora exigente y
ambiciosa.
¿Por qué las
nubes? ¿A qué el ascenso a la torre de la iglesia[1]? No es que le importe
mucho indagar en los orígenes del símil, que juzga acertado en lo básico y no
está dispuesta a destruir, sino a retocar. Las nubes, las nubes… Como fogonazos
de coincidente sinestesia, imágenes con la lozanía del ayer deslizan en sus
oídos un aura monótona:
-
Pilar,
chica, estás en las nubes. ¿No te has dado cuenta de cómo te mira?
-
Hija
mía, baja de las nubes. ¿Dónde vas a encontrar un chico como este?
-
No
pretendas que un príncipe cabalgue por las nubes, contigo a la grupa.
-
Por
tu cariño, sería capaz de hacer de las nubes cendal para tu seno.
Y ella, arrebolada
e incómoda, calla y se escabulle, agradeciendo el cariño y el consejo, pero
cada vez más hastiada:
-
Las
nubes, las nubes. ¡Qué juego de comparaciones, qué sinsentidos!
Un día, estalló
(o, tal vez, gritó para sí):
-
Gabriel,
eres un nefelibata. No me interesa tu mundo cerebral y sofisticado. Rechazo las
nubes que me ofreces. Si algún día me interesaren, yo misma habré de ascender a
ellas. Hasta entonces, quiero ser yo misma y decidir, con los pies en la tierra
y sin ningún Pigmalión que me rehaga.
Así que –pensó-
ahí estaba el origen del símil, la fuente de su independencia y el nacimiento
–para bien y para mal- a la vida adulta. Atrás, muy atrás, quedaron aquellos
tiempos, la Ítaca de sus anhelos, el
Gabriel Lafuente de sus primeros ardores. ¿Había él bajado de las nubes o seguiría
pretendiendo subir hasta tan elevado estrado a las mozas de su corazón? Tanto
le daba, puesto que, con el capítulo que estaba acabando, concluía la
participación en la novela de aquella borrosa figura de su juventud.
Pilar se levanta a
la cocina, para servirse el café bien cargado de la tarde, con algún polvorón
de los que recibió de España en la pasada Navidad. De camino comprende que no
debe engañarse a sí misma, que el tal Gabriel, tantos años perdido, ha
retornado a su vida o, por mejor decir, a su correo electrónico. Se conoce que
la cercanía de la senectud sublima recuerdos y reverdece raíces. Si a ella
también la pasa lo mismo… Es verdad que no se ha dejado llevar a ese juego: es
mucho el dolor que brotó de aquel amor nuboso
y mal correspondido; o, quizá, no esté totalmente segura de entenderle a él
y de refrenarse a sí misma. Regresa, con la taza humeante en la mano y busca
entre los últimos correos archivados aquel en que Gabriel la felicitó por su
cumpleaños. Ahí está. Nuestra literata rompe a reír: la nube del café caliente
apenas le deja ver la nube virtual del verbo, exquisito en exceso, de su
corresponsal:
Ya puedes comprender el placer que tendría
si pudiera trasladarme por ensalmo hasta ti para desearte toda la felicidad que
mereces. De cualquier modo, al atardecer de tu día, asómate a la terraza y
contempla el cielo por oriente pues, tal vez, alguna nube en forma de corazón
habrá de recordarte mi afecto y hacerte llegar el testimonio de mi más sincera
y profunda amistad.
¡Las nubes!
¡Siempre las nubes! Y, con todo, al atardecer –como en este mismo momento en
que estamos-, la famosa escritora sale a la terraza, enciende un cigarrillo y
mira de reojo las nubes, rojizas y cárdenas, del crepúsculo. Las hay de todas
las formas posibles y no es extraño –se dice- que alguna tenga forma de
corazón. Absorbe el humo del pitillo y lo expulsa muy lentamente, creando una
mínima nube que eleva hacia el éter su alma de niña.
[1] Como es natural, ni hemos preguntado a la
profesora Alcántara a este respecto, ni es probable que conozca la similitud,
viviendo tan lejos de España. Pero para mí, es llamativo el parecido con el de
una secuencia en flash-back de la
película de dibujos animados, Arrugas (Ignacio
Ferreras, 2011), derivada del ingenio y sensibilidad de Paco Roca, autor del cómic en que aquella se basa.
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