Amor en tiempos de
cólera
Por Federico Bello
Landrove
Este relato tenía que haber aparecido a raíz de su invención, hace unos
tres años, cuando el malhadado tema de la “memoria histórica” estaba en todo su
interesado esplendor. Algunos amigos me lo desaconsejaron, para evitarme las
tachas de oportunista, aguafiestas, traidorzuelo y otros apelativos semejantes.
Bien: ahora que la marea ha iniciado el reflujo, tal vez sea el momento de
darlo a la luz, contando con el generoso permiso de los aludidos. Gracias a
ellos y, a los demás, perdonen si molesto.
1. De memoria histórica y otros padecimientos
La memoria
histórica puede también tener cosas buenas, pero a Fernando le trajo un
ataque agudo de pasaditis, que dio
con sus huesos en el primer amor. Bueno, no es que a mi amigo se le hubiera
olvidado del todo el romanticismo, pero el tiempo y las demás mujeres le habían
aliviado mucho. Tampoco quiero echar toda la culpa a los memorialistas. Si Fernando no hubiera quedado viudo joven de una
esposa con la que formaba un matrimonio perfecto, viéndose impulsado al típico
connubio razonable o de conveniencia; si Aurora no se hubiera divorciado y
sufrido en tierra extranjera toda clase de tristes avatares; en fin, si los
amigos comunes e internet no hubieran traído hasta España los ecos de Panamá,
Fernando no hubiese recaído. Podemos, pues, convenir en que la dichosa memoria fue condición necesaria, aunque
no suficiente.
La cosa llegó a ser tan obsesiva y
acuciante que, tras consejo de amistades, fui comisionado para llevar a
Fernando –“aunque sea atado con una cuerda”- a visitar a la psicóloga de
referencia para traumas históricos, que atendía gratuitamente consulta en la
ciudad castellana de S. No tuve necesidad de emplear cuerda, aunque sí me costó
convencer al paciente y, desde luego, decidí acompañarle, por si se volvía
atrás en el último instante. Pero, en cuanto conocimos a la psicóloga, la cosa
cambió radicalmente. Morena, metidita en carnes, unos diez años más joven que
nosotros, dulce de voz y suave de gesto, Sinforosa Restán encandiló al enfermo a
primera vista; y más, cuando dijo:
-
Fernando,
tenía muchas ganas de conocerte, como nieto y sobrino de aquellos mártires de
V., y como profesional de valía y honestidad reconocidas. En fin, cuéntame.
Fernando se explayó, yo le hice ciertas
apostillas y Sinforosa completó los datos con algunas preguntas. Finalmente, la
atractiva profesional diagnosticó:
-
Querido,
el tuyo es un caso claro de amor en tiempos de cólera. Naturalmente, no en el
sentido de la famosa novela, sino de los cariños fraguados en torno a la guerra
civil.
-
Pero
Sinforosa –me atreví a objetar por Fernando-, estamos hablando de un amor
incubado en los años sesenta…
-
Amigo
Enrique, nosotros no hablamos en términos de años, sino de generaciones. Según
los psiquiatras, los efectos de una gran guerra civil no se apagan hasta la
cuarta generación, es decir, hasta los bisnietos de los que la sufrieron
directamente. Fernando y su amada Aurora (a cuya familia conozco de referencias)
forman parte de la segunda o, como mucho, de la tercera. Así que están
totalmente dentro del círculo de la guerra, y por partida doble, que es lo que
hace este caso más peligroso.
-
¿Partida
doble? - inquirió Fernando.
-
Claro,
Aurora y tú, o lo que es lo mismo,
Alvarados y Lafuentes. Vamos, como los Capuletos y los Montescos, pero a la
inversa. Familias del mismo bando, unidas por la política y la amistad hasta la
muerte. Anhelos y esperanzas renacidos,
que vuestra ruptura frustró a nivel personal, pero también general. ¡Cómo no va
a ser terrible el caso!
-
Mujer,
Sinfo, no será para tanto. Después de todo hemos vivido con ello cuarenta años…
-
Sobrevivido, querrás decir, Fernando. Pero la
enfermedad ha rebrotado y la cercanía de la vejez la hace aún más peligrosa.
Hay que ponerle remedio inmediato.
-
¿Y
qué me aconsejas? ¿Qué recomendáis para casos así?
-
Lo
primero de todo, conocer y aceptar la existencia del morbo. A partir de ahí,
cada uno hace lo que puede, en función de su situación y personalidad. Hay
quien retorna al pasado, reanudando las relaciones rotas. Otros subliman sus
sentimientos, en forma de compromiso de ayuda y amistad hasta la muerte.
Algunos no se atreven a más que reunirse periódicamente, o escribirse, para
recordar y sentir en común. Desde luego, lo que yo desaconsejo radicalmente es
que mantengáis la actual situación de comportaros como perfectos desconocidos,
sabiendo el uno de la otra, y viceversa, por medios indirectos.
-
Ya.
Y si Aurora –como hasta el momento- no acepta forma alguna de relación conmigo,
¿qué demonios puedo hacer?
-
Lo
primero, Fernando, decidir tú mismo lo que quieres hacer o hasta dónde estás
dispuesto a llegar. Seguidamente, trata de hablar francamente con ella en
alguno de sus viajes acá; bien entendido que la franqueza no significa agobio
ni precipitación. ¿Quieres que yo haga alguna gestión informal cerca de su
familia, a través de nuestra delegación en V.?
-
No,
muchas gracias, Sinfo. Mantengo con ellos la suficiente relación, como para
hacerla yo mismo, aunque pienso que sería contraproducente, si Aurora llegara a
enterarse.
-
De
acuerdo, Fernando. Mucha suerte y, ante cualquier agravación del problema, no
dudes en contactar conmigo. Ya sabes dónde me tienes.
Salimos a la calle. Yo estaba disgustado
con el desarrollo de la consulta y opinaba
para mí de la tal Sinfo en términos de politizada y de alarmista. Incluso
maldecía mentalmente la decisión de haber forzado a Fernando para que acudiera
a ella. Aunque sin ánimo de crear confusión a mi amigo, no pude por menos de
decirle:
-
Fernando,
¿no te ha parecido un poco exagerada la tal Sinforosa?
-
¡Qué
va! Para mí todo lo que ha dicho, por duro que sea, va a misa.
-
¿Y
qué te hace estar tan seguro de su acierto?
-
Lo
que sé de mis padres y de los de Aurora. Mientras veía nuestro caso en
solitario, no me hacía idea exacta, no tenía perspectiva. Pero ahora estoy en
condiciones –y no es poco- de ver claro en mi primer amor y, sobre todo, en su
permanencia.
-
Bueno,
Fernando, si tú lo dices. Pero yo sigo creyendo que Sinfo se pasa en lo de la
gravedad, el efecto a largo plazo de la guerra civil y todo eso.
-
Que
no, Enrique, y te lo voy a demostrar. Voy a poner en limpio en los próximos
días un resumen de los casos de
nuestros padres y del mío con Aurora. Te los daré a leer y luego, juzga.
Mi amigo Fernando es una locomotora
escribiendo. Así que, una semana después de la entrevista sinfórica, tenía en mi poder una copia de sus prometidas notas. Ya
les adelanto que a mí no me hicieron cambiar de opinión, aunque les reconozca
una cierta verosimilitud. Pero son ustedes (para quienes escribo) los que
tienen la última palabra, una vez hayan leído los tres capítulos siguientes,
que incluyen la exacta transcripción de las notas de mi amigo.
2. La devoción y el amor
Cuando estalló la guerra, mis padres
tenían dieciséis años ambos. Eran condiscípulos en el Instituto y llevaban
cuatro años de relaciones. Estaban unidos por afinidades ideológicas (la FUE y
todo eso), por más que mi padre estuviera mucho más implicado, como varón y
como proletario que estudiaba gracias a una beca del Ayuntamiento socialista. A
mi madre, por lo que yo sé, le bastaba con ser una Lafuente, hija y hermana de
los prohombres izquierdistas que destacaban en el PSOE local. Como se sabe, la
guerra destrozó a la familia de mi madre. A mi padre, por suerte, le pilló de
veraneo en el País Vasco y, aunque con mucha suerte, logró salvar la vida en
los campos de batalla y en las represiones subsiguientes. Terminada la
contienda, reanudaron su relación, reconstruyeron sus vidas en torno al magisterio
y se casaron a los veintiséis años. El resto es biografía doméstica, hasta que
la muerte de mi madre puso fin a cincuenta años de matrimonio. Mi padre frisa
actualmente los noventa y simultanea sus sempiternos recuerdos con el cuidado
de los inevitables achaques de una vejez tan avanzada.
Yo creo que, con la guerra o sin la
guerra, mi padre hubiera conseguido ser marido de mi madre. Es una fuerza de la
naturaleza, firme, maduro, valiente y con una inteligencia que le hubiera
llevado lejos. Por lo demás, no sería fácil encontrar dos personas tan
distintas en el carácter, aunque parecidas en sus intereses y moral. Pienso que
pudo haberle venido bien a mi madre ser ella la Lafuente, para atesorar un
caudal de mito y de respetabilidad, ante la fuerza y el carácter de mi padre. Y
a eso es a lo que voy, a la sensación constante que daba mi padre de cuidar,
mimar y llevar en volandas a mi madre, como si temiera su rotura, física o
espiritual; como si se sintiera depositario del tesoro de un pasado irrepetible
y de final horrendo, que él tenía el deber de guardar.
El caso de los padres de Aurora lo conozco
mucho peor, como es natural. En el 36, él tenía trece años y ella ocho. Del
destrozo familiar de los Alvarado, poco he de decir, pues libros bien recientes
lo han dejado escrito. Nada sé de la familia de él, aunque sospecho que fueran
apolíticos o derechistas poco significados, de clase media baja. Aurora misma
ha contado algo de su encuentro que –en este caso, sí- tengo la sospecha de que
no se hubiera producido jamás, de no estar la posguerra de por medio. Y lo digo
porque, por excelentes que fueran las prendas físicas y morales del padre, la
madre era un portento de belleza, exquisitez y talento, a la que la contienda
cerró el paso todavía en la niñez. Pero, en fin, son meras hipótesis. Lo cierto
es que, a diferencia de mis padres, los de Aurora eran más parecidos en las
formas que en el fondo. El negocio familiar y los hijos los unieron, pero yo
siempre los vi como dos mundos distintos y de valores contrapuestos.
Pero a lo que voy. Pareja tan diversa de
mis padres sería difícil de encontrar y, sin embargo, había la misma sensación
–evidente y perpetua- de que él la adoraba a ella, como a una deidad caída en
sus manos por un azar irrepetible, a condición de que fuera su sacerdote y
protector. Amor sagrado, de imposible correspondencia en sus mismos términos,
nutrido de gratitud ante la dádiva inmensa y de deseo de compensarla y hacerle
olvidar el trágico pasado. El tiempo, claro, todo lo mezcla y lo iguala, pero
yo los conocí aún jóvenes. Y todavía hoy –Aurora ha escrito percibirlo-, en su
convivencia senil, hay un punto de admiración y de protección en el amor de su
padre, completamente asimétrico y, por supuesto, poco o nada correspondido. Que
Dios les dé larga vida a ambos, pues al momento de escribir estas líneas siguen
vivos y razonablemente sanos, tras más de sesenta años de matrimonio.
En resumen, en ambas parejas la guerra
civil dejó su huella indeleble y en el mismo sentido. Yo la llamaría
“devoción”, pues tiene mucho de religioso o, al menos, de sobrenatural. Algo
que unió a quienes, sin aquel dolor, tal vez nunca se hubieran casado, ni
siquiera conocido. Y algo que, más allá del amor, les ha seguido ligando hasta
la muerte de una manera, peculiar y profunda, que sólo los que la hemos
conocido somos capaces de captar, aunque seguramente no la sepamos explicar.
3. El amor por un nombre, que encierra un mundo
Y vamos con mi caso. Soy políticamente
tibio, familiarmente frío y sentimentalmente ecléctico. Durante mucho tiempo no
creí en todo eso de la mujer de mi vida
y me fastidió que me identificaran como “un Lafuente”, en vez de como Fernando.
Conocí a Aurora a mis trece años, cuando me integré un poco forzadamente en su
ambiente familiar. No la amé hasta los dieciséis, lo que hace suponer que había
llegado a estimarla por su forma de ser y de crecer, y no porque fuera una
Alvarado. No fui consciente de presión previa alguna, positiva o negativa, de
nuestras familias para que me fijara en ella; de hecho, su hermano –mi amigo-
le mostraba una indiferencia, o displicencia, que creo llegó a molestarme.
Ambas familias –cada una, a su modo- asfixiaron nuestra incipiente relación
amorosa, sin consideración alguna a nuestra personalidad y capacidad decisoria.
En suma, en aquellos breves meses y en los años que inmediatamente les
siguieron, si algo debo a la conjunción Lafuente-Alvarado, fue fracaso e
infelicidad. No niego mi culpa, por acción y por omisión. Digo que provocaron y
fomentaron la ruptura de manera muy eficaz, cualesquiera que fueran sus
objetivos últimos y sus recónditas intenciones.
¿Por qué olvidé a Aurora durante muchos años de mi vida? Tengo la cosa todo
lo clara que es posible en estas cuestiones. Primero, ella se casó y se marchó
a lejanas tierras. Segundo, yo también me casé, lejos de nuestra ciudad de V.,
con una mujer maravillosa y criamos tres hijos. Tercero, yo era joven, quería
vivir lo más feliz y tranquilo posible y me proveí de la filosofía necesaria
para neutralizar el esfuerzo y la fidelidad: la de la fungibilidad del amor, es
decir, cualquier mujer atractiva, buena y con formación intelectual puede
sustituir a la anterior, si hay necesidad de ello.
¿Por qué volví a Aurora, alrededor de mis cuarenta años y cada vez con más
frecuencia e intensidad? También tengo mi análisis. Primero, me quedé viudo;
durante años, no pensé más que en cuidar de mis hijos, pero llegó un momento en
que estos crecieron y yo empecé a sentirme solo; tanteé la posibilidad de
Aurora –luego diré por qué-, pero ni siquiera se dignó contestarme; me casé
nuevamente, mas las cosas no fueron como la primera vez (claro, la perfección
es un valor muy escaso y las cosas nunca son como la vez anterior). Segundo,
Aurora fue infeliz, se divorció, con sus hijos mayorcitos, y yo me enteré del
caso por una familiar de ella que
–esta vez sí- pretendió ayudarnos a ambos, por
ser vos quien sois. Tercero, por un cúmulo de circunstancias, que me han
hecho pensar en que Sinforosa está en lo cierto. Trataré de exponerlas con
claridad.
En la distancia, veo a Aurora como un
mito. No sólo superó con eficacia su grave problema matrimonial, sino que
plantó cara sola a una enfermedad muy grave y se ha convertido en una notable
profesora y literata, se ha integrado en su patria de adopción y salta de una
orilla a otra del océano con fluidez y respeto ajeno. El capullo que yo conocí
se ha convertido en una de las flores más espléndidas y resistentes de su
especie. Claro, todo eso lo sé por terceras personas o por los propios libros
escritos por ella, pero lo acepto como exacto, me admira y me emociona. Y sigue
sola y piensa regresar a España: ¿no es esa la ocasión de remediar tantas cosas
que, de alguna manera, antaño provoqué y por las que me sigo sintiendo
culpable?
La vida no ha corregido muchos de mis
defectos filosóficos, como el de creer que las personas apenas cambian, pero sí
me ha hecho olvidar la teoría de la fungibilidad del amor, antes expuesta. No
es que me haya transformado en un converso de su opuesta, la de la mujer de mi
vida, pero, en mi caso (como en el de sus padres y el de los míos), tengo
clarísimo que el destino nos había trazado una hermosa vida juntos y, por
tanto, que lo lógico (después de los reveses y los fracasos) es tratar de
unirnos mientras haya tiempo, en vez de seguir de espaldas a los hados y a la
búsqueda de nuestra propia felicidad.
Finalmente, entra la memoria histórica, por emplear esa expresión, que en su significado
político detesto, por muy Lafuente que sea (o precisamente por eso). La misma
Aurora ha escrito páginas muy bellas -¡y con fotografías!- sobre su familia, y
los Lafuente también forman parte de ese mundo y de esas vivencias. Los
movimientos sociales absorben, como los remolinos, y también yo he acabado por
los archivos y las hemerotecas, buscando datos y detalles pretéritos,
familiares o no. Una vez más, Alvarados y Lafuentes, unidos hasta el
sacrificio, citados hasta la saciedad. ¿Y Aurora y yo? ¿Cuentan la genética, la
historia, el pasado feliz segado en agraz? Pues bien, rindámonos a la moda, al
pasado perenne, a la magia del apellido. Es ya tarde, ¡ay!, muy tarde,
¿demasiado tarde?, pero aún es hora para un gesto, un intento, una apuesta en
común ante la vejez y la muerte. Que no nos sorprenda esta, sin haber puesto
los corazones al ritmo común de nuestro destino.
4. Aurora y su círculo
Como es natural, nadie mejor que Aurora
para hablar de su caso, pero ¡cualquiera le manda por correo electrónico mi
borrador para que lo corrija y complete! Espero que algún día rompa su silencio
y se digne reanudar una buena amistad.
Quiero creer que ese sentimiento existe, sólo que no quiere complicarse la
vida, ni complicármela a mí. Otras veces, me dan ganas de llamarla injusta y
desequilibrada. Hombre, hay términos medios, aun para tratar con corazones un
poquito desbocados. En fin, voy al grano.
El grano me lo proporcionó una reciente
colaboración de Aurora en “La Gaceta”, uno de esos artículos un tanto eruditos
que publica semanalmente. Trataba de su próxima visita a España, y en él decía
sentirse émula de Ulises y su nosos,
es decir, su manía por regresar a Ítaca. Claro, para ella, Ítaca está en V.
Luego, se remontaba a lo filosófico y decía entender su vida como un círculo,
que ha de cerrarse en el punto de inicio; de tal forma que lo que contaba era
lo amplio, variado y fecundo de la línea trazada y de la superficie definida,
pero sabiendo que, por lejos que se hubiera llegado, menester era regresar.
Vamos, en román paladino, que nuestra literata in partibus infidelibus no tiene otra mira que la de volver a esta
Castilla mesetaria, tan pronto pueda disfrutar de la bien merecida jubilación.
¡Y yo que lo vea!
Pues bien, además de una bien fundada
esperanza en arreglar nuestras cosas
–pues en ese retorno pocas personas habrá más esenciales y significativas que
yo-, de tal geometría vital infiero que también Aurora (quizá más que yo, al
estar más lejos) está imbuida del miasma histórico al que se refería Sinfo. Venera
a sus padres; escribe libros sobre la familia; rebusca y atesora papeles del
abuelo –me consta, de buena fuente-; juega con su apellido (Alvarado de la
Fonfría, ha llegado a escribir en alguna ocasión, desenterrando ejecutorias del
siglo XVIII). ¡Y eso, sin dejar de manifestar la más plena autoafirmación de la
individualidad, incluso –principalmente- frente a la familia y dejando a su
primer amor, un Lafuente de pro, en el limbo! En fin, dejemos de respirar por
la herida y volvamos al asunto, pues ya es sabido que en las cosas personales y
del querer no es la coherencia el valor más frecuente. Por otra parte, yo no
tengo más que unos pocos datos en la mano y me pueden faltar otros
fundamentales.
Bien, el asunto, es este. Aurora es memorialista.
Yo me lo estoy haciendo. Nuestros apellidos vuelven a cotizarse y a marcar
diferencias -¡quiera Dios que para bien!-. El pasado se vuelve presente y los
hijos pródigos retornan a la casa familiar. Y, por encima y más allá de todo
eso, que es polvo y humo y nada, aparece el dedo de la divinidad, o la doble
hélice de la genética, o la llamada del destino a la puerta. ¿Qué hacer? ¿Hasta
dónde estoy dispuesto a llegar –como decía Sinfo-, o a luchar y a sufrir –como
se teme Enrique, aunque no lo diga tan claro-? La verdad es que ya he hecho
bastante en una semana con poner todas estas cosas en claro. El futuro habrá
que pensárselo. Sólo algo creo tener diáfano en este momento y es que el pasado
se me ha venido encima y ya no voy a poder, ni a querer, darlo de lado. También
tengo bastante asumido que voy a hablar con Aurora de nosotros y de nuestro
futuro. Lo demás, sólo el cielo lo sabe,
como en aquel excelente melodrama de los años cincuenta. Por cierto, ¿seguirá
Aurora siendo tan aficionada al cine?
5. Punto y seguido
Como buen amigo de Fernando, soy un poco
presuntuoso. Pretendo tener en esta historia casi tanta importancia, como la
que él presume va a alcanzar en el retorno de Aurora a su Ítaca mesetaria.
Amistad y presunción me dan derecho a decir la última palabra de este relato
que, después de todo, es idea mía. Y esa palabra
no puede ser sino de admiración por la capacidad analítica del Lafuente y de
mis mejores deseos para que la Alvarado sepa entenderlo, valorarlo y, tal vez,
seguirle un poco la corriente.
Lo demás –las respuestas- está en el viento
de un futuro que, o tiene mucho del pasado, o privará a la historia de Fernando
y Aurora de cualquier interés, convirtiéndola en una manida tragicomedia de
fracaso sentimental.
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