La novia del torero
Por Federico Bello
Landrove
Un paseo por el Madrid de 1959, de la mano
de un joven aspirante a juez y una atractiva y experimentada señora. Por
diversas razones, el día de su coincidencia resultará muy significativo para
ambos. El joven puede ser imaginario, pero la dama es completamente real. A
ustedes cumple averiguar su identidad, si les gusta participar en el juego de
claves[1].
1. Una dama en apuros
En el día de hoy, uno de tantos de 2004, el excelentísimo
señor don Adrián Molpeceres Ibáñez ha cesado como magistrado del Tribunal
Supremo para convertirse, a tiempo completo, en un ciudadano de a pie. Quiere decirse que, después del solemne
almuerzo homenaje en el Casino de Madrid, ha dejado de ser Su Excelentísima
Señoría –o viceversa-, para transformarse en don Adrián, a secas. Claro que él
nunca ha sido –o se considera- un juez estirado, de esos que parece que se
hubieran tragado la vara de la justicia. Además, su autoestima debió quedar muy
debilitada, después de escuchar la salutación por teléfono de su nieto –Adrián,
por supuesto-, la noche anterior:
-
¡Felicidades,
abuelo! A partir de mañana te convertirás en un jubilata y, ¡hale!, a darte la gran vida.
No seré yo quien
dude de que don Adrián está en condiciones físicas y mentales que parecen
permitirle un razonable disfrute de la condición de pensionista. Lleva la
setentena con buenas piernas y mejor cabeza. Aunque cada vez se planta con
menos decisión ante el espejo y detesta posar para las fotos, él sigue creyendo
que lo que pesa no son los años, sino los kilos, y contempla de soslayo las
bellezas del sexo opuesto, con un interés inverso a su edad. No lo digo como
reproche: la admiración no sale de su fuero interno y, viudo veterano, no tiene
que dar cuentas a nadie. Pasa revisión médica cada semestre y, como él dice, las goteras no han arruinado todavía el
edificio.
Aunque ha
rechazado con firmeza la oferta de convertirse, por dos años más, en magistrado
emérito, no parece entender su retiro al modo ocioso que le sugería su
irrespetuoso descendiente. En el discurso de despedida recalcó:
-
No
me siento jubilado, como exagerada y pomposamente me llamarán en España, ni
tampoco aposentado, cual dirían los
portugueses. Creo hallarme en un término medio: alegre por haber alcanzado el
final de mi andadura profesional y dispuesto a seguir haciendo cosas, pero con
calma. Mi última tarea urgente y apresurada será la de poner fin a esta
perorata, que vosotros, amigos míos, estáis escuchando con tan benevolente
atención.
Lavándose los
dientes en uno de los cuatro lavabos de su enorme y solitario caserón, viene en
recordar que todavía tiene bastantes cosas que hacer con cierta premura, como
corresponde a quien pretenda cobrar la primera mensualidad de pensión y recibir
inmediata asistencia médica y farmacéutica, en concepto de jubilado. Pero,
antes de nada,…
-
Mañana,
sin falta, cojo un taxi y me planto en el cementerio de Hortaleza, a rendir
cuentas a Antonia.
¿Antonia?
¿Tal vez su difunta mujer, o alguna amante abandonada, o quizás una acreedora
que se fue a la tumba sin cobrar una deuda? Déjenlo. Por mucho que elucubren,
no alcanzarán a encontrar la respuesta correcta; ni siquiera escuchando tras la
puerta del dormitorio a don Adrián quien, como de costumbre, murmura sus
reflexiones hasta que lo vence el sueño:
-
¡Qué
día aquel! Veinticuatro horas, sin duda, pero tan bien aprovechadas…
Aquel
día fue el domingo, 13 de septiembre de 1959. Un día muy especial en la
vida de Adrián Molpeceres. Si deciden seguirme, sabrán el porqué.
***
La oposición, recién superada con éxito,
había hecho madrugador a Adrián. A las ocho y media en punto, salía al aire
fresco del Paseo de Rosales, en busca del templo recomendado por su patrona:
-
Le
aconsejo que oiga misa de nueve en los Claretianos. La iglesia es muy amplia y
siempre hay confesores.
Afortunadamente, iba vestido de domingo, con su chaqueta de paño,
camisa y corbata, pues la mañana era fresca y el pavimento aún tenía charcos a
resultas de la tormenta nocturna. Encontró sin dificultad el gran edificio de
ladrillo, cuya torre apuntaba a un cielo todavía nublado, y entró en la
iglesia, al tiempo que sacaba de un bolso el misal abreviado que, en aquel
entonces, permitía seguir la misa a quienes no dominaran la lengua de Virgilio.
Una anciana le ofreció agua bendita con la punta de los dedos. Adrián pensó:
-
Acaban
de darme la bienvenida a esta nueva comunidad. Esperemos que la estancia curse
sin problemas.
Y es que, como provinciano, Madrid le
producía un incómodo desasosiego.
Terminada la ceremonia, regresaba a casa,
dispuesto a dar buena cuenta del desayuno, cuando una modesta churrería
despertó su olfato con el entrañable aroma de las porras. Pensó en tener una
atención con doña Asunción y compró media docena de esos gruesos cohombros,
gloria de los Madriles: suficiente
para obsequiar a su patrona y saciar su propio apetito. Tuvo, por su bisoñez en
el nuevo alojamiento, que confirmar la placa numérica del portal: el 62. Entró
y observó junto a uno de los ascensores a una señora, aún joven, elegantemente
vestida de negro. Saludó y, al llegar el aparato, preguntó:
-
¿Puedo?
La dama lo miró de arriba abajo y sonrió:
-
Naturalmente.
¿A qué piso va usted?
Resultó que iban a dos consecutivos. La
señora aspiró forzadamente el tufillo de las porras e iba a hacer algún
comentario jocoso, cuando se le nublaron los ojos, dobláronsele las piernas y
hubo de agarrase a Adrián para no caerse. Este arrojó instintivamente el
paquete y la sujetó con ambas manos. En ese crítico momento, el ascensor se
detuvo con cierta brusquedad, a la altura del piso de la señora, y ambos
pasajeros dieron de rodillas en el suelo. Afortunadamente, el habitáculo no
permitía mayores derrumbamientos.
El joven tiró de su acompañante hasta
erguirla, abrió como pudo las puertas del ascensor y la sentó en el asiento de
rincón del descansillo. A falta de mejor medio, se quitó la chaqueta y abanicó
con ella a la dama, que recobró fuerzas. Abrió su bolso, sacó una llave y le
rogó:
-
Por
favor, ábrame la puerta, que tengo la vista todavía un poco nublada.
Adrián hizo lo solicitado. Tomó del brazo
a la convaleciente, quien reposó en una góndola
del vestíbulo. El joven permaneció en pie, con la puerta aún abierta y sin
saber qué hacer. Ya más recuperada, la señora le advirtió:
-
¡Los
churros! Vaya por ellos, no sea que llamen el ascensor y se los birlen.
Recuperó indemnes sus porras y retornó,
quedándose en el umbral. La mujer, ya de pie, le conminó:
-
Pero
entre, hombre de Dios. Tal vez su gentileza llegue hasta el extremo de
compartir conmigo sus tejeringos.
Adrián no había oído nunca llamar a los
churros con esa palabra. Recompuso la envuelta y se los entregó en señal de
aceptación. La señora ordenó:
-
Siéntese en el comedor. Voy a calentar el
chocolate en un santiamén.
En efecto, debía tener ya hecho el brebaje,
pues apenas tuvo tiempo Adrián de admirar los objetos de plata y el bodegón,
que ornaban la amplia estancia. La voz cantarina de su anfitriona le llegó por
el pasillo:
-
¿Le
importa que pasemos al office? He
dado vacación a la criada este fin de semana y parece que no me encuentro
todavía muy firme.
2. Confidencias bajo los pinos
-
Bien,
ya que vamos a compartir mesa y mantel, conviene que nos presentemos antes. Me
llamo Antonia y, como ve, soy su doliente vecina de abajo.
-
Adrián
Molpeceres. Estoy de patrona en el piso superior, en tanto dure el curso de
ingreso en la Escuela Judicial.
-
¡Córcholis!
Las vueltas que da el mundo. Esa bruja de arriba teniendo que recibir
huéspedes.
-
Bueno,
estoy yo solo y porque he venido recomendado.
Antonia –Antoñita o Toñi para los
conocidos- le explicó al punto las razones de su sorpresa. La bruja era viuda de un teniente coronel de Intendencia, que había
hecho un capitalito traficando con comestibles del ejército en los tiempos del
estraperlo. Con parte de lo mal adquirido habían comprado el estupendo piso en
que vivían, a precio de saldo, pues había pertenecido a una familia
represaliada después de la Guerra. En fin, que…:
-
Habrás
notado que no la trago y mis buenas razones tengo, pues ha llegado a mis oídos
que me anda poniendo verde entre la vecindad, cotilleando de todo lo que digo o
hago. ¿No te ha hablado ya de mí?
-
Pues
no. Como solo llevo aquí un par de días…
-
Menos
mal. Así me conocerás sin prejuicios.
Adrián se dijo que, por malo que fuese el
concepto que de Antonia tuviese su casera, la enjuiciada tenía excelentes
argumentos a su favor. Su cabello azabache, corto y con perfecta permanente,
enmarcaba un rostro ovalado, de facciones amplias, en el que resaltaban sus
grandes ojos verdes y una amplia boca de fácil sonrisa. De armoniosas
proporciones, su cuerpo era menudo sin resultar pequeño, de mórbida curvatura,
ágil, incluso en su vacilante estado actual. El alevín de juez admiraba
aquellos pómulos de estrella de cine
y su charla, constante y graciosa, propia de quien posee el dominio de la
situación; algo que él admiraba, tímido y poco sociable como se creía, y
despertaba en su mente apertura y humorismo, hasta donde era capaz.
Es posible que la señora se diera cuenta
de la inspección ocular, pues retocó
su melenita y pasó los dedos por entre las perlas del collar. Luego, decidió
atacar las porras, sin dejar por ello de hablar hasta por los codos:
-
No
sé si hago bien tuteándote, cuando estás a punto de convertirte en todo un
juez, pero es que eres tan joven…
-
Te
lo ruego. En cambio, a mí me cuesta algún trabajo hacer lo mismo.
-
¡Oye,
oye!, que no soy un carcamal. Acabo de cumplir los treinta y nueve[2].
-
No
es por la edad; es que te veo tan… tan por encima…
Antonia hubo de taparse la boca con la
servilleta para no proyectar el bocado de porra hacia Adrián, de la sonora
carcajada:
-
Chico
–dijo al fin-, qué ocurrencias tienes. Como supongo que no aludirás a mi
estatura, he de confesarte que mis padres eran labradores y que sus nueve hijos
tuvimos que salir adelante como pudimos. Claro que eran peores tiempos, con la
guerra y lo que vino después. Ni estudios nos dieron. En cambio, tú, todo un señor
juez. Verás cómo, dentro de nada, serás quien me mire por encima del hombro.
-
De
ninguna forma, replicó Adrián enfáticamente. Siempre he tenido muy claro que
las profesiones no hacen las categorías, sino la forma de desempeñarlas.
-
Muy
bonito, contestó Antonia, con evidente retintín. Eso es lo que ahora crees,
pero deja pasar los años y verás. El día que te jubiles, vienes y me cuentas lo
que ha quedado de tan noble actitud.
Hubo un silencio tenso, que los comensales
aprovecharon para acabar su desayuno. Adrián se levantó a continuación y, en un
santiamén, retiró los servicios y se puso a fregarlos, con chaqueta y todo.
Antonia protestaba, entre agarrones y risas:
-
¡Pero
si ya estoy bien!... ¡Deja, deja, que ya lo hará Nati a la noche!... ¡Qué joya
para la chica te cace!
A esto último replicó el joven, sin
abandonar el estropajo:
-
No
todas piensan lo mismo.
-
¡Huy,
que emocionante! Fracaso amoroso tenemos. Cuenta, cuenta, que en eso soy toda
una experta.
De lo que menos ganas tenía Adrián era de
exponer sus hondas cuitas a una desconocida, aunque fuese atractiva y hubiera
cogido un trapo para ayudarle con el secado. Salió por la tangente:
-
Aunque
parece que ya estás repuesta, no quiero dejarte sola aún. ¿Podría telefonear a
doña Asunción para indicarle que no me espere a desayunar?
-
Por
supuesto, pero no se te ocurra decirle que estás aquí: podría darle un síncope,
o echarte de casa a tu regreso.
***
El día avanzaba, despejado y suave.
Antoñita sugirió:
-
Ya
que hemos terminado con el fregado y veo que no voy a poder librarme de ti,
¿qué te parece si salimos a dar un paseo por el parque? Seguro que la bruja ni ver los árboles te deja.
-
¡Claro!
Me ha alquilado una habitación interior, grande pero con vistas a la colada del
vecino de enfrente. Tampoco puedo permitirme más, con tres mil pesetas de sueldo
al mes. Cuando me destinen, lo subirán a cinco mil.
-
No
es mucho, no, pero todos andamos un poco de capa caída. Anda, pasa al salón y
pon algo de música mientras me cambio.
Adrián quedó deslumbrado por el tamaño de
la pieza, casi cuadrada y con dos balcones abiertos a una enorme terraza sobre
el Paseo. Por lo demás, no quiso confesar a Toñi su total ignorancia acerca del
funcionamiento del tocadiscos aludido por su anfitriona. Así que, tan pronto
hizo esta mutis por el pasillo, empezó a curiosear sobre los mil y un adornos y
cachivaches que poblaban mesas, vitrinas y aparadores. Cuando estaba a punto de
coger una japonesa de porcelana, le sobresaltó la voz, potente y lejana de
Antonia:
-
¡Ponte
una copa, si quieres!
El chico consultó el reloj. Las once menos
cuarto. ¡Vaya hora para tomar! No respondió y pasó revista a las fotografías,
casi todas de una Antonia bastante más joven, bellísima, de melena rizada al
viento, en compañía de personas que le resultaban familiares, pero que su
escasa afición por las revistas le impedía identificar. Algunas instantáneas le
llamaron la atención y lo movieron a preguntar a la dama, cuando reapareció
rutilante, al cabo de más de media hora, enfundada en un traje sastre de tweed, con blusa beis:
-
¿Te
has dedicado al cine? Lo digo por las fotos.
-
En
efecto, querido, al cine y un poco al espectáculo, en general. Pero eso ya
pasó. Ahora estoy tratando de sentar la cabeza.
Dijo esto último con tal ironía, que
Adrián no pudo menos que sospechar que lo estaba embromando. Se encogió
levemente de hombros y filosofó:
-
A
unos les conviene asentarse. Otros tal vez necesitaríamos un poco más de
movimiento.
-
¿Más
Movimiento aún? ¿No crees que ya
tenemos bastante en España desde hace veinte años?
Ambos rompieron a reír con el juego de
palabras, mientras se dirigían a la salida.
***
Antonia caminaba con alguna inseguridad
pero, por respeto al qué dirán, no se asió del brazo de Adrián hasta perder de
vista su casa. Este, aunque gratamente sorprendido, continuó impasible con la
conversación que llevaban:
-
Por
tu forma de hablar del Movimiento, colijo que no eres muy afín al mismo.
-
No
debería hablar de estas cosas con un juez pero, efectivamente, mi familia era
de izquierdas y, lo que es yo, me he bandeado bien, pero nada tengo que
agradecer al Régimen.
-
Pues
los míos sufrieron lo suyo cuando la Guerra, pero nunca han querido hablarme
detalladamente del tema. A mí me tiene sin cuidado la política pero tuve bastante
miedo de que no me dejaran presentarme a la oposición.
-
Estoy
segura de que la habrás sacado con facilidad. No hay más que ver lo joven y
despierto que eres.
-
No
creas. Me ha llevado tres años, con lo que he cumplido los veinticinco. Eso sí,
con buen número, lo que me permitirá elegir algún juzgado decente.
-
Pues,
si te toca Pastrana[3],
me avisas, que te daré algunas indicaciones.
Adrián se sentía cada vez más caballero.
Preguntó:
-
¿Qué
tal vas encontrándote? Si te cansas…
-
Gracias,
querido. Estoy cada vez mejor. No obstante, vamos a sentarnos. No andamos lejos
de mi lugar favorito.
Doblaron por el paseo de Moret y Antonia lo
guió por entre los árboles, hasta una glorieta enarenada bordeada de bancos. Se
sentaron de espaldas a la avenida, como queriendo otear desde allí la vaguada
que apenas dejaba ver el follaje. La señora sacó del bolso una pitillera y le
ofreció:
-
¿Fumas?
¿No? ¡Qué suerte tienes de no haberte enviciado! Yo ya he empezado con las
toses mañaneras.
Prendió el pitillo con la habilidad de la
experiencia. A Adrián le molestaba el humo, pero no quería manifestarlo. Se
levantó con un sutil pretexto:
-
¡Caramba,
si son pinos piñoneros! El suelo está lleno de piñones.
Y se puso a la faena de recoger las
semillas, hasta conseguir un puñado de ellas y tiznarse las manos. Su
acompañante, divertida, preguntó:
-
¿Tanto
te gustan? Por mi tierra hay muchos pinos, pero no son de esta clase.
-
Pues
en la mía la recogida es el deporte local. Luego, se coge un par de piedras
planas y a cascar se ha dicho.
Se puso manos a la obra y fue repartiendo
con exactitud matemática los dulces piñones. Antonia lo contemplaba con sorna:
-
¿Y
si resultan impares? ¿Vencerá la cortesía o el egoísmo?
-
Se
hará un sorteo ante notario, replicó muy serio el togado.
Concluida la frugal colación, Antonia le
preguntó:
-
¿Dónde
quiere comer el señor? Porque, tras las porras y los piñones, ¡qué menos que
invitarte a comer!
Adrián enmudeció. Ella prosiguió:
-
Si
solo llevas unos días en Madrid, todo te resultará nuevo. Buscaremos un sitio
que valga por el ambiente tanto y más que por la comida. ¿Qué tal Chicote?
-
Lo
dejo en tus manos y te agradezco mucho la invitación.
-
¡Bah!,
no es nada. Comer en Chicote es como
si lo hiciéramos en mi propia casa. Solo que habremos de coger un taxi. ¡Mira
que es mala suerte! Podría haberte llevado en mi soberbio descapotable: ¡un
bólido americano! Pero un amigo me lo estampó el otro día y lo tengo reparando
en el taller.
-
¿Ibas
tú dentro, cuando el accidente?
Antonia se puso repentinamente de pie,
como sacudida por un latigazo. Dio un gritito y volvió a sentarse. Sus ojos
tenían un brillo especial:
-
¡Pues
claro! ¡Qué tonta soy! El golpetazo, el dolor de cabeza, los mareos…
El joven no sabía a qué carta quedarse y
esperó la explicación, que no tardó en producirse, como si su interlocutora
hablase, más bien, para sí misma:
-
Un
amigo, un buen amigo, ¿sabes? Arturo, un actor joven, brillante y
simpatiquísimo. Claro que, conduciendo, un desastre. Se empeñó en poner el coche
al máximo y ¡pumba! Para ahorrar escándalo, no fuimos a revisión médica, pero
la cabeza… El caso es que ya han pasado seis días. A lo mejor no tiene nada que
ver lo uno con lo otro…
Adrián empezaba a comprender:
-
Por
si sí o por si no, debes consultarlo. Creo que no estamos lejos de la Clínica
de la Concepción. ¿Quieres que vayamos ahora mismo?
-
¡Oh,
no, querido! En domingo y por algo tan nimio… Mañana o, mejor, esta noche
llamaré a mi médico de cabecera y me someteré a revisión. ¡Cuánto siento haberte
inquietado! Anda, arriba. Vamos a buscar un taxi.
Él, al levantarse, la miró de hito en
hito, con esa fijeza suya que solía impresionar a las chicas. También Antonia
lo acusó:
-
¿Te
pasa algo, querido? ¿Algo va mal?
-
Nada.
Solo que, para la primera amiga que hago en Madrid, me sabría muy mal que le
sucediera algo.
La dama volvió a asirse de su brazo y lo
apretó cariñosamente:
-
A
lo mejor has equivocado tu vocación. Harías un médico estupendo, para el cuerpo
y, también, para el espíritu.
-
Por
lo pronto, gentil señora, quien nos hace falta es un taxista.
3. Sesión de tarde
En efecto, Chicote parecía la segunda casa de Antonia. Todo eran saludos y
zalemas por parte de los camareros. Pero ella parecía necesitar a alguien de
más nivel:
-
¿No
está Perico por aquí?, preguntó a un veterano empleado, que los seguía
obsequioso.
-
Ha
ido a Chamartín para supervisar el
ágape que Bernabéu ofrece a los directivos del Betis[4]. Puede que tarde en
regresar.
-
Bien.
Vengo a comer con este amigo, que aún no conoce la casa. Así que tomaremos unos cócteles y ábrenos el museo de
bebidas, para que podamos visitarlo.
Se sentaron a la barra, por el momento, y
Antonia preguntó a Adrián por sus gustos alcohólicos. Este descartó del todo el
vermú, manifestando estar abierto a cualquier otra pócima especialidad del local, que no fuera muy fuerte. La señora
sentenció:
-
Un
aviación para mí y un yacaré poco cargado para el señor[5].
La hora siguiente pasó sin sentir, entre
repaso de fotografías y, según iba llenándose de público la sala, un recorrido
por el sótano, donde se apilaban ordenadamente miles de botellas. Aunque le
afirmaran que era la mayor exposición del mundo en su género y que había algún
ejemplar que perteneció a Napoleón, el joven no mostraba gran interés.
Seguramente, el estómago ya vacío y su poca asiduidad con la bebida le estaban
provocando un mareo incipiente. Antonia se percató de ello y cortó el
recorrido, con un tajante: gracias, Paco,
es suficiente; pasemos a la comida.
Ya en la planta baja y de regreso de un
fugaz viaje a los lavabos, Adrián dejó correr la mirada por las compactas
hileras de instantáneas enmarcadas y creyó reconocer en varias de ellas a
Antonia. Una, en particular, le llamó la atención: ella estaba junto a otra
señora y dos caballeros. El más joven le trajo a la mente la imagen, rojo y
sepia, de los periódicos de su adolescencia recién estrenada.
Al volver junto a Antonia, el gentil y
oficioso Paco parecía seguir aún entre las vitrinas del museo:
-
…
Y ya es un poco exagerado, a mi parecer. ¿Querrá creer que, hace unos días,
celebraron abajo un acto de propaganda del caldo Gallina Blanca? Y el propio don Pedro estaba allí, de anfitrión y
bromeando con la premiada[6]. Esto ya no es lo que era.
-
Hombre,
Paco, ni nosotros tampoco. Anda que no ha llovido desde que nos conocimos,
antes de la Guerra.
-
La
señora era entonces casi una niña. Fíjese lo guapa que está veinte años
después.
-
Y
lo que he corrido, Paco. ¡Cuánto habría dado por nacer unos cuantos años más
tarde! No saben la suerte que tienen estos pipiolos
–concluyó como al desgaire, al percatase de que Adrián ya estaba de vuelta-.
***
Una de las faltas más notables de Adrián
era la de no compatibilizar la comida con la conversación. Devoraba a toda
velocidad aquellos exquisitos manjares, como si todavía tuviera que recitar
temas a las cuatro de la tarde, ante su preparador de oposiciones. Salía del
paso sugiriendo amplias materias a los demás, mediante preguntas directas. Así,
tomando pie del diálogo con Paco, inquirió a Antoñita:
-
Veinte
años viniendo por aquí. ¿Abrieron Chicote
nada más acabar la Guerra?
-
Nada
de eso, chico. La inauguración coincidió con la República. Como se codea con el
Caudillo y demás gente importante, suele creerse que Perico era un don nadie,
de camisa azul y brazo levantado. Pues nada de eso. Se fogueó en el Hotel Ritz y en la guerra de Marruecos.
Besteiro le nombró encargado del bar del Congreso de los Diputados y por aquí
venían artistas de todas las ideologías. Bueno, después de la guerra civil, la
cosa se volvió más monótona en ese sentido. Menos mal que la animaban -¡y de
qué manera!- contrabandistas, extranjeros, estraperlistas y, por supuesto, las
famosas chicas de Chicote.
Adrián estaba ya acabando la ensalada
César y lo desconocía todo acerca de esas famosas
chicas:
-
¿Chicas Chicote?
-
Sí,
hombre: las jovencitas –y no tan jóvenes-, que veníamos por aquí en busca de…
emociones. Ya comprendes, desde las que querían codearse con los famosos, hasta
las chicas de alterne. Eso sí, por lo general, guapas, bien vestidas y un poco lanzadas.
Nuestro alevín de juez engullía y
escuchaba. Toñi continuó con la historia:
-
Para
evitar enojosas confusiones, se fue generalizando un lenguaje común. Quiero
decir que, según a qué horas y en qué mesas, los caballeros tenían claro lo que
podían esperar de las chicas y hasta
dónde estarían ellas dispuestas a llegar. No exagero si te digo que, en los
primeros años de posguerra, contaba el hambre más que la moralidad. Luego
vinieron las topolinos, que lo eran
por pose y progresía: vamos, un poco las feministas de entonces. Pero aquello
yo ya lo viví poco, porque me comprometí.
-
¿Con
ese señor tan delgado que sale en la foto del pasillo?
Antonia se ruborizó y eludió contestar.
Adrián se disculpó de su involuntaria falta:
-
Lo
siento. No he debido preguntar.
-
¡Bah!
Ya supondrás que, a mi edad y en mi ambiente, ha habido unos cuantos hombres,
más o menos en serio y con mejor o peor suerte. Ya te irás dando cuenta de que
hay mujeres que parece que hemos de tener a alguien al lado, sin que ello nos
haga más perversas ni menos independientes.
Adrián asintió por cortesía. Acababa de
llegar a la mesa la merluza a la vasca.
-
Ahora
te toca a ti, pimpollo. ¿Cómo te va con las niñas?
El interpelado aprendía a ojos vistas:
-
Pues
no muy bien. Eso que ahora, con la mundología que da Madrid y los consejos de
algunas buenas amigas, espero progresar ampliamente.
Antonia suspiró. Estaba visto que le
tocaba a ella monopolizar la charla. Además, el joven mantenía una feroz contienda
con las espinas de su pescado. Cambió de tercio y le preguntó:
-
Además
de estudiar, ¿a qué te has dedicado en estos años? ¿Cuáles son tus aficiones?
-
Poca
cosa. El cine, los domingos. En el buen tiempo, algunas excursiones…
-
Creo
haberte dicho ya que yo hice algo de cine. Ahora estoy retirada, aunque
mantengo buenas relaciones con mucha gente de los estudios.
-
Como
ese galán, tan torpe conduciendo.
Nuevo frenazo de Antoñita y segunda
disculpa del comedor de merluza. Esta vez, fue más contundente:
-
Disculpa,
soy un merluzo. ¿Quieres que vayamos
al cine esta tarde? Eso sí: la invitación corre de mi cuenta.
***
Un corto paseo, apenas suficiente para bajar la comida, los llevó al Bellas Artes, que tenía la ventaja de
sesión continua desde la cinco, en vez de tener que esperar a las siete, como
era habitual en los cines de estreno. Esa era, ya digo, una ventaja. Otra, no
despreciable, la película que proyectaban: De
entre los muertos, de Hitchcock.
Apenas se apagaron las luces, Antonia
volvió a notar los síntomas de mareo de la mañana. Suponiendo pudiera tratarse
de los efectos de un exceso de bebida, o de comida copiosa, cerró los ojos y,
en ademán de asegurarse, volvió a tomar el brazo de su acompañante. Este, correspondiendo
cariñosamente, puso su mano derecha sobre la izquierda de la dama y así se pasó
toda la película, pese al hormigueo de postura tan prolongada. Años después,
don Adrián, ya magistrado, volvió a ver la misma cinta en una reposición con honores de estreno. Para
entonces, el título había mudado a Vértigo
y el complejo argumento le resultó tan novedoso, como si no la hubiese visto
antes. Lo que, en cierto modo, así era.
Mal que bien, la señora soportó toda la
sesión. Incluso, al salir al aire fresco de la Gran Vía, recobró su plena
lucidez. No obstante, sin explicarse mucho, resolvió:
-
Estoy
un poco cansada. Regresemos a casa.
Ya en el ascensor, Antonia se impuso:
-
Nada
de acompañarme. Seguro que está ya Nati de vuelta. Así que continúa viaje, que la bruja estará extrañada de tu
tardanza.
Lo
besó en la mejilla, añadió un gracias por
todo y cerró con vehemencia las puertas del ascensor. En la retina de
Adrián se produjo un fundido de la figura de Antoñita con la imagen de Kim
Novak. Es lo que tiene el buen cine.
4. Final y principio
Alrededor de las nueve de la noche, Adrián
reposaba sobre la cama, vestido ya de casa, recordando los sucesos del día.
Hechos de poca monta –es la verdad- pero que en él habían producido una honda
impresión. Sonreía: el mismo de siempre. Hasta
intentaba imaginar que habría sido de aquel día, si Antonia hubiera tenido
quince años menos. Lo contrario, él como hombre maduro, le resultaba más
difícil de suponer.
Del patio le llegaron repentinamente unos
gritos de mujer, de contenido ininteligible. Abrió ligeramente la ventana y
escucho una palabra, repetida y nítida: ¡señorita,
señorita! Las voces parecían venir de abajo. Se alarmó; calzó zapatos y
salió al pasillo, en busca de noticias. Doña Asun, más decidida, había abierto
ya la puerta de la escalera, desde donde seguían llegando lamentos
desgarradores. Otros vecinos abrían también sus puertas y se escuchaban ruidos
de pasos, bajando los peldaños. Adrián se asomó por la barandilla y confirmó
sus sospechas: una mujer de mediana edad –seguramente, la tal Nati- pedía
socorro a gritos desde la puerta del piso de Antonia.
Un vecino, que dijo ser médico, tomó la
dirección de las operaciones.
Pertrechado de un maletín de primeros auxilios, entró en la vivienda, seguido
de algunas otras personas decididas, y realizó la pertinente comprobación.
Pronto llegó el resultado de la misma, de boca en boca: la señora está muerta. Luego, una petición: avisar al médico del Registro Civil. Adrián dedujo de ello que no
se trataba de una muerte criminal, sino simplemente de causalidad dudosa.
Esperó en un segundo plano.
Un par de horas después, todo el
vecindario estaba enterado de lo fundamental. A eso de las nueve, al regresar
del permiso de fin de semana, la criada había encontrado a Antonia en el baño,
con la luz encendida, sin dar señales de vida. Nada indicaba que hubiera
mediado violencia o ahogamiento. Adrián acertó a oír el diagnóstico que el
médico oficial comunicaba a su colega, el vecino: un derrame cerebral. El otro asintió, agregando:
-
Era
joven todavía, pero se cuidaba poco, por así decirlo.
Como en un vacío, Adrián emprendió la
subida a su departamento. Le invadía una sensación de angustia, cercana al
sollozo, pero, por encima de todo, el deseo de no verse complicado, de que
nadie lo relacionase con el último día de Antonia. Haciendo de tripas corazón,
apareció por el comedor cuando lo llamó a cenar doña Asun. Esta, lógicamente,
tenía ganas de hablar con alguien. Y así, se dirigió a su pupilo con estas
palabras:
-
Ya
me maliciaba yo que esa iba a acabar
mal, con la vida que llevaba: juergas, borracheras, ¡drogas! Así no hay quien
resista.
-
¿Quién
era?, preguntó Adrián, con cobardía manifiesta.
-
Una
cualquiera. ¡La novia del torero!
***
Al día siguiente, Adrián salió temprano a
telefonear al magistrado que lo había preparado para las oposiciones. No quería
que su patrona escuchara la comunicación:
-
¡Adrián!,
¿qué tal? ¿Cómo? ¿Muerta en el baño? ¿Un accidente, días antes? ¿Cómo lo sabes?
¡Ah, los periódicos! ¿Qué conducía quién? ¡Cáspita, Arturo F.! El médico del
Registro ha certificado… Ya. ¿Hay pruebas de que tuviera síntomas o sufriera
mareos en los últimos días? Si, entiendo, cotilleos de vecindad. Y, por lo que
me dices, y se comentó en tiempos, una señora de vida poco recomendable. ¿Que
qué te aconsejo? Pues que no te metas en camisas de once varas. No hay nada
sólido y ese actor es famoso y tiene una gran carrera por delante. Claro,
trabajo perdido. Tú a lo tuyo. Mañana, a la Apertura de Tribunales. No dejes de dar mis saludos a
Ruiz-Jarabo[7].
De nada. Un abrazo.
***
Año y pico más tarde, el Juez de Entrada,
don Adrián Molpeceres, tomaba posesión de su primer destino, como titular del
Juzgado de Pastrana. No lo hizo mal, a pesar de no contar con las indicaciones
de Antonia. Luego, Pola de Siero, Ponferrada, Soria… En fin, dejémoslo dormir,
que mañana tiene que ir a rendir cuentas al cementerio de Hortaleza.
Y ahora ya sabemos, más o menos, el
porqué.
[1] De todas formas, no quiero provocarles
insomnio. Por tanto, procuraré contestar a cuantos mensajes me remitan,
solicitando privadamente el nombre y apellidos del personaje femenino real.
[2] Una edad de conveniencia, que Antonia debía
utilizar habitualmente, pues incluso se dio por cierta en notas de prensa. Lo
cierto es que ya había alcanzado los cuarenta y dos años.
[3] El partido judicial de Pastrana desapareció
en la reforma de la planta judicial de noviembre de 1965.
[4] Lo cortés no quita lo valiente. Aquella
tarde, el Real Madrid endosó un 7-1 al equipo sevillano…, y eso que no jugó Di
Stéfano.
[5] Son ingredientes del primero, ginebra, zumo
de limón y marrasquino; del segundo, curaçao, cherry brandy y ginebra. Queden
las proporciones para los expertos.
[6] Referencia escrita y gráfica al
acontecimiento, en Blanco y Negro,
12/09/1959, páginas 48 y 49.
[7] Francisco Ruiz-Jarabo y Baquero (1901-1990),
a la sazón, Presidente de Sala del Tribunal Supremo. Posteriormente, alcanzó la
presidencia de dicho Tribunal (1968-1973) y terminó su amplia carrera política
como Ministro de Justicia (1973-1975).
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