El esguince
Por Federico Bello Landrove
Como
modesto anticipo de mis Memorias
de un chico de quince años, que afortunadamente nunca verán la luz, traigo a
la vida en común del blog este episodio. Una vez más se constata que es
mucho lo que pudo ser y no fue, tal vez por ventura.
Tenía yo quince años. La laureada ciudad de Castellar, obviamente, tenía
muchos más, pero lucía a la sazón un adolescente sarpullido de modernidad en
sus aceras. El número de vehículos que transitaban por las calles céntricas
aconsejaba hacerles sitio, aunque fuese a costa de los peatones, indudablemente
muchos más, pero menos ruidosos y progresistas. El alcalde sentenció:
reducción del ancho de los ánditos. Ni que decir tiene que el primer edil fue
conocido en adelante con el apodo de Señor Bordillo. Se lo tenía
merecido.
He aquí, pues, los dos primeros ingredientes de la historia: un chaval
de Castellar y las aceras de su pueblo. El tercero es mucho más prometedor, sin
duda. Se trataba de una jovencita, hija de padres españoles en el exilio
venezolano, en su primera visita a la ciudad de que era oriunda su familia
materna. He escrito jovencita con mi cuenta y razón pues, siendo una
adolescente por edad, presentaba una soltura y unas formas sugeridoras de
madurez superior a su edad. ¡Las cosas de la zona tórrida!
Ni que decir tiene que, al coincidir ambas familias en cariñosa visita
de salutación, se cruzaron las miradas de la belleza caraqueña y el mozo
castellarense y, aun sin palabras, fue evidente el mutuo interés. Bueno, eso es
lo que yo creo –o quiero- entender. En cualquier caso, yo sí que sentí una
inusitada atención hacía la muchacha y empecé a hacer planes sobre cómo
aprovechar las oportunidades que podía brindar la semana de estancia entre
nosotros de Inesita (que era su gracia). Ya se sabe, paseo turístico, excursión
al Pinar, ejercicio natatorio en las piscinas y quién sabe si alguna película tolerada
en el Roxy o el Avenida.
Dicen que todo Edén tiene su serpiente. Sin llevar la comparanza hasta
el extremo, el ofidio se llamaba aquí César y era el hermano menor de mi Eva,
revoltoso, malhablado y movido hasta dejarlo de sobra. Entonces se empleaba
para niños así la expresión de la piel del diablo. No es mala imagen
para un molesto intruso en el paraíso.
Caía la tarde y las dos familias, dando por terminada la visita, se
encaminaron en comitiva hacia un bar en las inmediaciones de la Plaza Mayor,
donde habían quedado en verse con los miembros de una tercera parentela, íntima
de ambas. Se formaron los grupitos consiguientes, a tenor de las dimensiones
medias de las aceras. Ni que decir tiene que la bella forastera y un servidor
pasamos a integrar uno de ellos, al que se sumó el rebelde y deslenguado
hermano de la primera.
No habían pasado cinco minutos, ni cruzádose cinco frases, cuando
sobrevino lo que, bien mirado, era de esperar. Un empujón de César, un
estrechamiento del paso y hete aquí que mi pie izquierdo fue a parar en mala
postura a donde el bordillo acababa. Todo el modesto peso del cuerpo gravitó
sobre la articulación y el tobillo sufrió un esguince de cierto nivel.
Adiós, pues, al paseo y los amables coloquios. Hube de regresar a toda
prisa –es un decir- a mi casa y aguardar, pierna en la horizontal, la llegada
del venerable doctor Laguna, médico de la familia en los últimos cincuenta
años. El dolor apretaba, pero todavía podía ganarse la guerra, pese a haber
perdido la primera batalla.
Desgraciadamente, no hubo lugar a nuevas lides. La prescripción del
galeno fue rotunda y su cumplimiento, inflexible: Un vendaje firme y a la cama durante una semana. De otro modo, temo que el tobillo quede resentido
permanentemente.
¿Hará falta que les asegure que mi tobillo izquierdo ha funcionado
perfectamente desde entonces? Pues doy fe de ello, como de que leí por primera
vez en mi vida íntegro el Quijote.
Podríamos, pues, aseverar que no hay mal
que por bien no venga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario