El valor de la
palabra
Por Federico Bello
Landrove
In memoriam, Pablo Rodriguez Martín (Blas Pajarero), 1926-1991
Una vez más en mis relatos, el enlace
entre textos literarios o letras de canciones es el catalizador de reflexiones
morales. En este caso, se trata del valor de la palabra, como medio de llegar
al corazón de las personas, de manera completamente íntima e individual. Fértil
pensamiento para quienes creemos ser hábiles con el lenguaje o, simplemente, no
tenemos nada más para convencer y para provocar.
1. Introducción
Fue el año en que
dimos tierra a Blas[1].
En nuestra tertulia de los jueves, salió a relucir 1968, el del Mayo parisino y
la aparición en libro de los Retazos de
Torozos, dedicado a los muertos de aquella comarca, que todos entendimos
muy bien a qué muertos se refería. Los ojos del alma se me fueron a aquella
casucha corcovada, cabe la Catedral, cuya desvencijada escalera subí más de una
vez, con mente abierta y corazón alegre. No les diré cómo la bajábamos Marcos,
María Jesús, Miguel y los demás, embriagados de lecturas de Ruedo Ibérico y canciones de Paco Ibáñez
o Brassens. Si la euforia pudo tener en ocasiones otro origen, es cuestión
sobre la que he de correr un estúpido
velo, y nunca mejor dicho.
Cualquiera habría
hecho de profeta entonces, pronosticando que Luis sería el escritor de la
promoción. Al menos, siempre he admirado su dominio del lenguaje y su vena
poética, yo que me he bandeado desde entonces en los terrenos grises y
cotidianos de la prosa. Con todo, aquella tarde del 91, me sentí ofendido con
la pulla que clavó en mi amor propio Joserra Cendrero, cuyo contexto he
olvidado, pero de la que recuerdo las palabras de modo literal:
-
Hablamos
y hablamos. Fede, hasta escribe. Pero no hay torrente de palabras que pueda
ahogar un dolor profundo, ni revivir un amor que se extingue.
A esas alturas de la vida, yo suscribía
casi del todo las palabras de mi amigo, pero me dolía reconocer la inutilidad
de mis quehaceres literarios y me quemaba la suficiencia –casi el desprecio- de
la forma por él empleada. Así que lo reté:
-
Conque
inutilidad, ¿eh? ¿Qué dirías si, para el jueves que viene, os traigo por
escrito un ejemplo de lo contrario?
-
¡Excelente!,
jaleó Medero. Nada mejor que un buen cuento para desmentir una mala realidad.
¡Quedas emplazado!
Una vez en casa, me puse a los mandos de
mi inseparable máquina Triumph. No
tenía miedo de no estar a la altura. Entre las paredes de aquella vetusta casa
de la calle Cascajares tenía el argumento. La música y la letra dormían en los
ya ajados álbumes de discos de vinilo, sucesivamente arrumbados por las cintas
magnéticas y los entonces recién nacidos cedés.
De modo que manos a la obra. Así tendrán ustedes la ventura de conocer el
relato antes que mis escépticos colegas de café y copa. Que se diviertan.
2. Me queda la palabra
A su abuelo
paterno, Román Cifuentes [2], le habían dado tierra en
algún lugar de la carretera de Castromonte a La Santa Espina, un 9 de agosto,
precisamente el día de su santo. No es probable que fuese una coincidencia
buscada por los falangistas que hicieron la saca en La Mudarra, en plenos Torozos,
pero lo cierto es que era su día. Claro que, en aquella Castilla amasada con
esfuerzo y saña, las onomásticas no se celebraban, sino los cumpleaños. Habría
hecho cuarenta y dos para San Lucas, pero no hubo lugar. Su mujer, tras cumplir
con las multas e indemnizaciones a la patria exigidas por la ley, malvendió
casa y tierras y se vino a Castellar, a una casita del barrio de San Andrés,
que por similares motivos había dejado desocupada una familia de ferroviarios.
Como ella decía:
-
¿Qué
hago yo con la labranza? Mis hijos aún no tienen edad y algunos ambicionan nuestras tierras. Además, está Vicente…
Vicente era el hijo mayor, el padre de
nuestro protagonista, quien, a sus quince años, estaba acabando el bachiller
como becario, con las mejores calificaciones. Un esfuerzo más y el chico podría
concluir los estudios, colocarse y sacar adelante a sus hermanos. Claro que
tenía que ser trabajando, pues las ayudas oficiales no eran para los de
izquierdas. Así que la madre, a servir y él, a trabajar por las tardes en
la carbonería del señor Pedro. Las cuatro perras de las fincas complementaban
la economía familiar, que eran cinco bocas a alimentar.
La Guerra acabó, justo cuando iban a
llamarlo a filas. Hizo una larguísima mili
cuartelera en Granada y allí se arregló para empezar Derecho por libre, de
uniforme y donde no lo conocía nadie. Acabó la carrera, ya en Castellar, y
buscó un rápido acomodo. Don Emilio, el catedrático de Procesal, lo riñó:
-
Señor
Cifuentes, no eche a perder todo lo que vale. Haga una oposición fuerte.
-
Tal
vez, más adelante. Ahora tengo que devolver a mi madre lo mucho que ha hecho
por mí en estos años.
Avalado por su buen expediente académico,
se colocó en una notaría de Medina de Rioseco. El titular no se dejaba ver
mucho por el despacho y pagaba bien a los empleados de confianza. Vicente se
contó en seguida entre ellos y, a mayores, logró un buen sobresueldo. Un día apareció por la oficina una señorita para hacer
una escritura de compraventa de fincas. El oficial le guiñó el ojo a Vicente y
susurró:
-
Es
la única hija de Marcial de la Cruz, uno de los terratenientes fuertes de por
aquí. Aunque es feílla, yo que tú no la dejaba escapar.
Es posible que, de haber sido guapa, no se
hubiese atrevido. El caso es que la atendió cortés y pacientemente. Marcela
–que era su gracia- estaba apoderada por su padre para los actos notariales, al
estar él baldado en cama. No era
menuda casualidad la de que, quien se había hecho rico durante la guerra civil
con malas artes, acabase partiéndose el
espinazo al caerse de un caballo. Como bromeaba Silverio, el oficial, los fantasmas del pasado le habían salido al
encuentro en el camino de Damasco. Vicente se preguntaba alguna vez si,
entre esos espíritus, estaría el de su padre.
En fin, que Marcela y el frustrado opositor fuerte formalizaron relaciones
y acabaron por casarse, en contra del parecer del padre de ella, que pretendía
un matrimonio más conveniente. Pero
la joven fue inflexible: aquel señorito de carrera, culto y de tez pálida,
valía más que todos los gañanes de la
comarca. Y, donde no, estaba dispuesta a abandonar a su padre, lisiado y todo.
Con lo que Marcial dio su brazo a torcer y la boda se celebró. Vicente solo
puso una condición:
-
Yo
no quiero saber nada de tus tierras. Seguiré trabajando en la notaría, como
hasta ahora.
Marcela lo miró con ternura y accedió. Le
gustaba ese prurito de independencia económica. Más adelante, cuando su padre
cerrara el ojo y hubiese herederos de su sangre, seguro que Vicente cambiaría
de criterio y se desviviría por ayudarla, como siempre.
Y así fue, aunque por poco tiempo. Un
cáncer se lo llevó, todavía joven. Su único hijo, nuestro Román, apenas tenía
nueve años. No es nada probable que, de vivir su padre, este le hubiera contado
cosas del pasado. Pero lo que es
muerto, menos aún. O eso es lo que podría creerse. Lo cierto es que Marcela era
un pozo de sorpresas. Pasito a pasito, sin muchos detalles y sin acrimonia, le
fue abriendo a Román los ojos y la memoria. También la abuela ayudaba, cuando
el muchacho iba a Castellar de vacaciones, o a examinarse del bachiller. Y así
fue creciendo en la contradicción de dos familias, otrora enemigas, y de unos
ideales de libertad y cultura, sostenidos por una riqueza mal ganada y amordazados
por el Gobierno imperante. Un día, el chico tendría que decidirse y ese día
llegó cuando vino a estudiar a Castellar -¡cómo no!- la carrera de Derecho.
Pero no quiso hacerlo como huésped de su abuela o sus tías, sino que se colocó
de pensión en casa de doña Aurelia, amiga de juventud de su madre. Era en un
primer piso de la casa corcovada de la calle Cascajares, con vistas al atrio
catedralicio. Ya les he hablado de ella. Ahora toca que les hable de Román, tal
como yo lo conocí y traté, en los tiempos en que fuimos condiscípulos.
***
En
los dos primeros cursos, entre que aún nos conocíamos poco y que no había
llegado la concienciación, Román fue
para mí un compañero más, de los de tomar una caña o cambiarse apuntes. Los
fines de semana, cuando yo me iba con la sola compañía de un bocadillo a la
sesión de tarde, coincidíamos a veces en el cine. Él estaba muy bien
acompañado, de una mocita esbelta, minifaldera
y con melena lisa, graciosa reproducción de las chicas yeyé, que poblaban a la
sazón las pantallas de televisión en blanco y negro. Si la envidia hubiera sido
tiña, seguro que habría tenido que rascarme, pero yo entonces convalecía de
heridas del corazón y no me sentía dispuesto a reincidir, como decíamos los alevines de penalista. Pero hoy no
toca hablar del autor, sino de su involuntario personaje.
Como si de una epidemia se tratara, a
muchos nos llegó en tercer curso la plaga del materialismo histórico y a
bastantes los infectaron los miasmas del PeCé.
De repente parecía como si aquellos niños –y niñas- de papá (mayoría entre los
universitarios de entonces) nos convirtiésemos en atormentados intelectuales,
víctimas de una opresión asfixiante y llamados a desplazar muy hacia el oeste
las sólidas y macizas fronteras que perfilaba el Telón de Acero.
La afinidad ideológica acabó por definir
los grupos de amigos dentro del curso. Yo era un miembro periférico y
descomprometido de uno de ellos, al que me ligaba la admiración por algunos de
sus componentes (y el atractivo de ciertas de sus componentas) y el nivel intelectual, dicho sin falsa modestia. Pero
Román era un converso apasionado de esa religión confusa, mezcla de
existencialismo, acracia y solidaridad universal, que se hacía perdonar la
bohemia y las jugosas subvenciones paternas, corriendo delante de los grises y ostentando en la estantería de
la alcoba la edición mejicana de El
Capital.
La radicalidad de Román –así lo he creído
siempre- hundía sus raíces en los Torozos, vale decir, en la sangre de los
Cifuentes, impiadosamente derramada dos generaciones atrás y anulada
intelectualmente en la persona de su padre. Una vez le oí decir que este no
había muerto de cáncer al cerebro, como los médicos afirmaban, sino de
estallido de las ideas que infructuosamente pugnaban por brotar de él. Hermosa
alegoría, sin duda ninguna, que evidencia cómo todo sirve a nutrir los tópicos de los fanáticos, hasta la forma de morir de sus padres.
Y así, por vía de herencia o de creencia,
Román Cifuentes abominó de su prehistoria de adolescente abierto y
despreocupado y se convirtió en un activista con hechuras de conspirador. Y
conste que no exagero: una guerra civil perpetuada, la falta de libertades y la
rebeldía de los veinte años, pueden tener esas cosas. Recuerdo a otros tantos
que cojearon del mismo pie (del izquierdo, casi todos); como también hago
constar, aquí y ahora, mi simpatía y hasta mi admiración por ellos, sobre todo,
por los pocos que han sido coherentes a largo plazo, sin cinismo y sin
violencia.
El servicio militar, obligatorio entonces,
me apartó bruscamente de Román y de los demás del grupo. Los veía de vez en
cuando, pero el lazo místico se había roto y tampoco era cosa de que un
estudiante bajo disciplina castrense se mezclara en ciertos conflictos. La
última vez que hablé largo y tendido con él fue poco antes de los exámenes de
cuarto. Román cantaba las excelencias del Mayo francés del 68 y hacía cábalas
acerca de la posibilidad de colarse en
el país vecino, tan pronto nos dieran las notas. Llevaba barba poblada y lo
acompañaba una chica de Filosofía, con cierto aire a Françoise Hardy. Pasó mayo
y otras muchas primaveras. En las bodas de plata de la promoción me dijo que
ejercía de notario por Cataluña. Iba con él una señora que no tenía ningún
parecido con la susodicha cantante. Claro que, veinticinco años después, no
creo que ninguno de nosotros nos pareciéramos mucho a la imagen que guardábamos
de nuestra juventud.
***
¿Y dónde queda, dentro de la historia de
Román, el valor de la palabra? Para responder, he de imaginarme una noche de
1967, en su habitación, entre amigos. Luis ha llevado un disco nuevo, que
coloca parsimoniosamente sobre la plataforma giratoria, diciendo estas
palabras: Paco Ibáñez 2. Insuperable [3]. Los poemas hechos canción
van desgranándose, a la voz uniforme y emotiva del cantautor. Al fin:
Si he perdido la vida, el tiempo,
todo
lo que tiré, como un anillo, al agua…
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada…
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria…
Me queda la palabra.
Allí estaba cuajada la sangre de nuestros
abuelos; cristalizada, la opresión de nuestro padres; tal vez, también, los
anhelos de nuestra joven generación, que empezaba a germinar y crecer, aún
entre sombras. No sé por qué, miré hacia Román, a su rostro en penumbra, a su
cabeza reclinada contra el testero de la cama. Por casualidad, me devolvió la
mirada y trató de sonreír, sin conseguirlo. Por impropio, por absurdo, por
ridículo, incluso, que resultara, en él había de cumplirse el poema. No es que
captara la belleza del lenguaje, como Luis, ni la ronca armonía de la música,
como yo mismo. Ni es que quisiera ser, o que se sintiera. Él era la
palabra.
Y tengo para mí que fue, a partir de
entonces, cuando cambió.
3. No tengo nada más
Vivía en la calle Regalado, cerca de la
trasera del Zorrilla y con la torre del Salvador al fondo. Junto a
la puerta de la calle y sobre la de entrada a su casa, la placa de su padre: Doctor Alberto Dorado, médico de niños. Ella
era poco mayor que uno de estos y estudiaba en Las Francesas. Su uniforme azul alegraba los billares del Pasaje,
cuando iba en busca de su hermano, por instigación de la madre, a fin de evitar
la tormenta paterna. Creo que fue allí donde nos vimos por vez primera, aunque
eso tuvo que revelármelo ella, pues soy mal fisonomista y el rey de los juegos[4] reclamaba toda mi
concentración.
Tenía hechuras de niña bien y
temperamento rebelde y despierto. Dicen que frecuentaba los guateques y hubo de
ser en uno de ellos donde conociera a su chico. Creo que era su primer amor,
aunque ella se empeñara en no reconocerlo así. El mozo estudiaba Derecho y le
llevaba un par de años. Vivía de patrona, como tantos estudiantes de entonces,
que no se estilaba formar comunas de
ambos sexos en los pisos, como ahora. A propósito de ello, entablaron cierto
día una discusión:
-
¿Por
qué no te vas a un Colegio Mayor? Estarías mucho mejor atendido y tendrías unos
horarios más razonables.
-
¿Y
tú, Lorena, por qué no dejas a esas meapilas con toca y te matriculas en el
Instituto?
Con lo que implícitos quedan los tremendos motivos de discrepancia entre
ellos.
Año y medio de relaciones dieron de sí lo
suficiente, como para calificar aquellas de noviazgo, tanto en lo sentimental,
cuanto en lo sociológico, tan importante a la sazón. No es que yo estuviera al
corriente de sus progresos, pero la Facultad era un pañuelo en aquel tiempo y
nos conocíamos de vista todos. Además, ahora que me acuerdo, la chica se
matriculó en Químicas, con lo que, al compartir edificio, era facilísimo para
una pareja quedar citados y esperarse. Ella lo hacía con frecuencia y ¡cuántas
veces la miré de reojo al pasar, admirando su lozanía! Acabé por saludarla, a
raíz de que me preguntara en un par de ocasiones si su novio había salido ya de
clase. Habría sido de mal tono en una chica mostrar un mayor interés e ir a
buscarlo al aula.
***
La timidez ha solido ahorrarme el defecto
de la intromisión. Con todo, un día de primavera en que me pareció que estaba
esperando a alguien en el enlosado de la fachada universitaria, me acerqué a
Lorena y le dije:
-
Hoy
no ha venido por clase. Creo que han ido a una manifestación.
Se puso roja como un tomate, balbuceó un gracias y cruzó hacia los jardines, a
toda prisa. Un par de días más tarde, tuve la explicación, de labios de mi
compañera Pili:
-
Creo
que lo han dejado. La chica no hacía más que discutir con él a propósito de sus
actividades políticas. Parece que la familia de ella es muy facha y han influido en el asunto.
Total, que él la ha mandado a paseo.
Entraría en el terreno resbaladizo de la
introspección, preguntándome si ejercí de caballero andante o de mercader de
oportunidades. Lo cierto es que me hice el encontradizo con Lorena, me disculpé
por el planchazo de días atrás y la
invité a tomar un café en el Moka.
Ella aceptó cortésmente, pero me pareció que se ponía en guardia. ¡Claro!,
pensé, no dejo de ser un condiscípulo de quien le dio calabazas.
La chica estuvo superior. No vaciló en
admitir que había sido su novio quien rompiera, ni negó que su rival no había
sido nadie con faldas, sino la maldita
política. No echó la culpa a las interferencias familiares, y reconoció:
-
No
estoy deshecha, como dices, pero sí
muy desilusionada. Ha sido todo muy repentino y puedes estar seguro de que hice
todo lo posible por evitar la ruptura. Todo, incluso llamarlo y hasta buscarlo.
Ahí fue donde tú me sorprendiste ¡y menuda vergüenza pasé!
¿Qué corazón de pedernal no se
enternecería después de estas palabras? El mío, no, desde luego. Así que me
dejé caer, de la manera más expresiva que pude:
-
¿Te
apetece ir al cine este domingo? Ponen una película estupenda en el Roxy.
Lorena me miró, como lo hacía mi madre
cuando descubría milagrosamente mi lado más oscuro:
-
Muchas
gracias, Fede, pero necesito estar sin ir al cine una buena temporada.
Esta vez el corrido fue un servidor. Volviendo a mi psicoanálisis, vaya usted a
saber si fue por demasiada inconstancia o por excesivo amor propio. El caso es
que Lorena entró aquella tarde en su portal y salió de mi vida. Frase tan
ridícula, como los rasgos de mi carácter que hicieron posible tal cosa.
***
Repitamos ahora la pregunta. ¿Dónde queda,
dentro de la historia de Lorena, el valor de la palabra? Pues, por esta vez,
tuve que esperar para tener la respuesta. Tanto, como los años que tardé en
hacerme con un viejo disco EP de la ilustre cantante Rosalía[5]. Resulta que, por bien
justificadas razones, soy coleccionista de canciones y piezas musicales que
lleven en su título el vocablo palabra
o palabras. En una feria de vinilos usados y de ocasión, conseguí
ese interesante ejemplar, a buen precio para la calidad del contenido.
Sorprendido, aprecié que el dorso de la cubierta tenía una dedicatoria a un
innominado destinatario. Para ella, se había aprovechado parte del texto en
español de la canción Palabras:
Tal vez podamos proseguir
lo que se queda atrás.
Palabras son,
que digo con amor:
no tengo nada más.
Castellar, Navidad de 1968
Lorena
El corazón me dio un vuelco. No me cabía
la menor duda de que aquella Lorena
era la chica yeyé, defenestrada por
la política hasta el punto trágico de encontrarse retazos de su vida en
almoneda. ¡Ya fue mal gusto el del despectivo galán!
Ni que decir tiene que este pequeño
obsequio ocupa un lugar de honor en mi discoteca, hasta que encuentre la
oportunidad de devolvérselo a la donante…, si es que alguna vez me atrevo.[6]
4. Epílogo
Al jueves siguiente del reto del café, leí
a mis contertulios una versión abreviada del relato que están ustedes acabando.
Como es lógico, cada cual mantuvo su punto de vista sobre el valor de las
palabras, pero yo quedé bastante bien como abogado defensor de las mismas –todo
hay que decirlo-. Solo recibí una queja en regla, de Jenaro, el profesor de
matemáticas. Verán ustedes que, en principio, era completamente lógica:
-
Pero
vamos a ver, Fede, ¿no nos habías ofrecido un cuento?
-
Desde
luego.
-
Entonces,
¿por qué nos lees dos?
Pocas veces he disfrutado tanto, poniendo
a un listillo en su sitio:
-
¿Cómo
que dos? ¿Aún no has caído en la cuenta de que el desdeñoso novio de Lorena no
era otro que mi condiscípulo, Román Cifuentes?
[1] Blas Pajarero, seudónimo de Pablo Rodríguez Martín (Santander,
1926-Valladolid, 1991). Su obra más conocida es Retazos de Torozos, compilación de artículos periodísticos
aparecidos semanalmente en el vallisoletano Diario
Regional. La primera edición data de 1968 (edit. Ceres). Posteriormente, el
libro ha sido reeditado en 1980 (Gráficas Andrés Martín) y 2002 (edit. Fuente
de la Fama).
[2] Nadie busque identidades reales bajo los
nombres empleados en el relato, salvo el del autor y los personajes de
relevancia pública citados por el mismo.
[3] Paco Ibáñez, 2 (1967),
de la colección España de hoy y de
siempre. En él figura musicalizado e interpretado por este famoso cantautor
el poema En el principio, de Blas de
Otero (1916-1979), aludido en el texto. Está constituido por tres estrofas de
cuatro versos, el último de los cuales es, en todas ellas, me queda la palabra.
[4] Me permito opinar, calificando de tal el
billar, en todas sus formas. ¿Y el ajedrez? ¡Ah!, ese es un arte.
[5] Rosalía Garrido Muñoz
(Madrid, 1944). El susodicho microsurco, del sello Zafiro, apareció en el otoño de 1968, con las canciones Un amor eterno y Palabras.
[6] Para los adictos a las curiosidades, añado
que, tanto la versión original inglesa, Words,
de los Bee Gees, como la citada Palabras, aparecieron en 1968. En cuanto
a texto y calidad interpretativa, cada cual tendrá sus gustos. Eso sí, la de
los Bee Gees de madurez (Las Vegas,
1997) es indiscutiblemente mejor que la de su juventud. En YouTube tienen, por supuesto, las diversas versiones.
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