Filosofía práctica
Por Federico Bello
Landrove
¡Cuántos disparates se habrán cometido durante la adolescencia –y fuera
de ella- por inadvertencia o ligereza! Pero también ha habido no pocos por todo
lo contrario, con la inestimable ayuda de padres y profesores bien
intencionados. El presente relato acoge un caso de estos últimos y sus
consecuencias, graves y persistentes en bastantes ocasiones.
1. El Bikini
Había sido un
prometedor filósofo allá por los años de la Segunda República. Luego, la fuga
de cerebros y la represión ideológica lo habían confinado en Castellar, como
mero y modesto profesor de Instituto. Cierto que su liberalismo no era tan
drástico y notorio, como para haberle impedido acceder a la cátedra, pero de
ahí no había pasado. Un par de monografías y algunos artículos de revista –la
mayoría, datados en los años treinta- eran todo su bagaje curricular, hasta
llegar a su libro de texto, los Principios
de Filosofía, con los que venía ilustrando a sucesivas generaciones de
alumnos, durante casi treinta años.
Como toda la
Promoción del 64, yo lo conocí en vísperas de su jubilación. Para entonces
había perdido gran parte del carácter, aunque no de la lucidez ni la didáctica.
Como consecuencia de lo primero, sus clases no eran lo que se dice un modelo de
seriedad ni de silencio. Gracias a lo segundo, los pocos estudiantes que
decidían seguir las explicaciones, encontraban un claro mentor en la búsqueda
de la sapiencia, lo que, después de todo, dicen que es el objeto de la
Filosofía.
Pero vamos con lo
de El Bikini. El bueno de don Isaías
detestaba cordialmente la enseñanza erudita y libresca de su asignatura, de
modo que divulgaba la Lógica, daba un pasavolante a la Metafísica y se
centraba, del modo más práctico y atractivo posible, en la Ética y la
Psicología. Semejante forma de abordar el conocimiento filosófico no le había
jugado ninguna mala pasada a él y había procurado algún bien a sus alumnos. Y
así fue, hasta que en mala hora los Planes de estudio crearon un apéndice del
Bachillerato, con presunta vocación de acceso a la Enseñanza Superior, llamado
sucesivamente Preuniversitario y Curso de Orientación Universitaria. Ello
suponía tener que pasar un año entre Tales y Heidegger, aprendiendo sin
entender y repitiendo de memoria teorías filosóficas y nombres de textos
señeros, sin otro objetivo que no suspender un examen, cuyos correctores eran
profesores de Universidad. Don Isaías decidió asumir el reto de la forma que
siempre lo había hecho, es decir, al servicio de la inteligencia, y expuso el
programa en torno a diez grandes preguntas que la Humanidad se había formulado
y las respuestas que los más grandes pensadores les habían ido dando a lo largo
de la Historia: en suma, pura aplicación del método heurístico.
La debacle del
alumnado del Instituto Masculino Ochoa
fue de las que hacen época: Suspenso general, en el que incurrieron hasta las
lumbreras del curso. La cosa fue tan notoria y alarmante que se abordó en
Consejo de Dirección, el cual tiró de las orejas a don Isaías, quien bajó las
mismas y ofreció un firme propósito de enmienda. De todo ello, solo trascendió
una frase jocosa del Secretario, maliciosamente divulgada por la Jefa de
Estudios, entre la hipocresía y el escándalo:
-
Este
Isaías es como el bikini, que enseña todo, menos lo esencial.
Así que don Isaías con El Bikini se quedó.
Valga lo que
antecede, como presentación del profesor sin el cual este relato no habría
tenido su causa. Por lo demás, mi historia no surge del Preu, sino del curso anterior, el último de nuestro bachillerato
que, en el mejor de los casos, empezábamos con quince años y nos despedía con uno
más. Y es que, en efecto, yo también tuve tan poética edad y, conmigo, otros
cuarenta vociferantes adolescentes, Gabriel Lafuente entre ellos. Claro que él
era de los menos efusivos y, desde
luego, contaba entre los menos proclives a protagonizar incidentes, como aquel
en que el Guti, sin que viniera en
absoluto a cuento, en medio de la explicación se puso en pie, hizo el saludo
fascista y prorrumpió en un alarido frecuente en años anteriores:
-
¡Franco,
Franco, Franco!
A lo que, ante
nuestro farisaico silencio expectante, don Isaías sonrió y dulcemente repuso:
-
Menos
Franco y más pan blanco.
Verdaderamente,
una salida nutritiva y bastante equilibrada, dadas las circunstancias.
2. Lafuente de ciencia
Gabriel, Gabi para sus amigos, era de lo
mejorcito del Curso. Lo sostengo yo, que fui íntimo suyo, pero lo habrían
afirmado sin vacilar casi todos nuestros condiscípulos. Era inteligente, sin
vanidad; estudioso, sin resultar empollón;
serio pero comunicativo, y hasta bromista en ocasiones; generalmente frío, pero
capaz de indignación y de entusiasmo. Yo lo habría juzgado perfecto, de no ser
por una circunstancia gravísima a nuestra edad de entonces: Gabi era muy tímido
con las chicas. Se le daba fatal ligarlas con las tácticas y técnicas necesarias
para ello a la sazón. Era acercarnos a unas chicas desconocidas y perder él el
habla y hasta la compostura. Yo lo soportaba, por intimidad y por respeto, pero
el resto de la pandilla perdía la paciencia y lo agobiaba con sus pullas. Y la
cosa no iba mucho mejor en los guateques,
en que el amor propio de Gabi y su hondo sentido del ridículo le apartaban de
la sala, al segundo o tercer baile.
Un día, sin
proponérmelo, di con el hilo de Ariadna, que me llevaría a la recóndita morada
de los sentimientos negativos de mi amigo. La cosa fue, más o menos, así:
-
Pero,
hombre, Gabi, no me digas que no te gusta esa chavala. ¿Es que no merece que te
esfuerces un poco y hagas por romper el hielo?
-
No,
si no está nada mal, pero ¿qué tiene ella de particular que no posean otras
quince o veinte del Paseo en este mismo instante?
-
¡Caramba!,
no dejas de tener razón, mas no pretenderás que nos liguemos a todas. Algo
habrá que dejar para los demás, no seas ansioso.
-
¿Qué
quieres que te diga, Toño? A mí, el palmito de las mozas me atrae –no lo voy a
negar-, pero no me inspira.
Así que ese era el
meollo del asunto. Gabi dedicó los siguientes diez minutos a explicarme que era
lo interior aquello que nos hacía diferentes e irrepetibles y que, sin
estar seguro de que una chica merecía la pena en todos los sentidos, él no
experimentaba la fuerza ni la necesidad
de hacer el ridículo y exponerse al
rechazo –palabras textuales de mi amigo, que todavía recuerdo-.
Yo no era tan
listo como él pero se conoce que el haber pedido de vista a mi objetivo por culpa de su perorata, me
afiló el ingenio. Le repliqué:
-
Según
eso, no te acercarás a una chica hasta que la conozcas a fondo y sepas que vale
la pena. Pero, por otro lado, no sabrás cómo es ella por dentro, si no te la
ligas primero. O sea, un círculo vicioso de primera magnitud, como diría El Bikini.
-
Bueno,
eso solo será cierto si no conoces a la chica por alguna otra razón, que no sea
la de que la veas por el Paseo. Naturalmente, así se limita mucho las
posibilidades de elección, sobre todo, en esta España en que vivimos, donde la
coeducación y las pandillas mixtas brillan por su ausencia.
-
Sí,
en efecto, la elección queda muy reducida. Así que, si no te parece mal, yo
pienso seguir arrimándome a las chicas guapas desconocidas, que tiempo habrá de
comprobar si son tontas o majas.
Recuerdo que esa
misma tarde, o en algún otro día sucesivo, se me vino un poco abajo Gabi del
pedestal en que lo tenía instalado. Tal vez por ello, recordé el juego de
palabras de la profesora de Historia cuando, después de una de esas
exposiciones magistrales a que mi amigo nos tenía acostumbrados en tal materia,
concluyó:
-
Señores,
de ciertas personas se dice que son un pozo de ciencia. De su compañero habrá
que reconocer que es La-fuente.
Pues será en Historia, que lo que es para
otras cosas…, musité. Y es que, dígase lo que se quiera, no he conocido en
mi vida a nadie que verdaderamente sirva para todo.
3. Una penetrante
mirada
Dice el refrán que
a veces se junta el hambre con las ganas
de comer. Valga la sentencia para lo que acaeció en clase de Filosofía, un
mes más tarde de mi susodicho diálogo con Gabriel, a propósito de la
importancia de interiorizar en las mozas –y ustedes no me malinterpreten-.
Por lo que
recuerdo, con la ayuda del libro de los Principios
–que sigue presente en mi biblioteca, pese a las mudanzas-, se trataba de
aplicar los principios psicológicos al conocimiento y comprensión del prójimo.
La tesis de don Isaías era que había que despojarse de prejuicios y, superando
las apariencias, llegar hasta lo más profundo del ser de las personas. El
hombre trató de ilustrarlo con un ejemplo –tal vez, poco afortunado- que
concitara nuestro interés:
-
No
me negaréis que pocos de vosotros comprendéis a las chicas… Sin embargo, ¿tratáis
de conocerlas a fondo, u os limitáis a contemplar su indudable belleza
exterior?
Superado el
jolgorio y las procacidades que siguieron a su pregunta retórica, el profesor
prosiguió, cantando las excelencias del acercamiento al otro (o a la otra) a
través de la mente y el espíritu. Paulatinamente, la mayoría del auditorio
perdió su prístino interés por el tema, obligando a don Isaías a abreviar. Con
todo, el final de su disertación fue un tanto elevado, como tuvimos ocasión de
apreciar los pocos aún apegados a sus palabras:
-
No
os sugiero dar de lado la belleza del cuerpo. Os digo que, con mirada más
penetrante y comprensiva, tratéis de captar la esencia de las cosas y la
individualidad de las personas. Solo así tendréis la oportunidad de conocer y
de conoceros. Solo así habréis alcanzado el derecho de pedir al prójimo que no
se esconda a vuestros ojos y que se os manifieste tal cual es.
Algo me decía que
aquel mensaje estaría calando hondo en Gabriel, pues correspondía con su forma
de entender las cosas. Me volví hacia él y lo vi enfrascado en tomar apuntes,
costumbre proverbial suya desde los primeros cursos de Instituto. Al terminar
la clase, le pregunté:
-
¿Qué
te ha parecido?
-
Tengo
que reflexionar en detalle sobre todo ello –me contestó abstraído-.
Yo pasé página.
Gabi, por el contrario, cumplió con su compromiso reflexivo.
***
Tardé algún tiempo
en percatarme de que mi amigo había puesto en marcha su plan de Captación psicológica de féminas. El
primer indicio fue el de ir al Paseo pertrechado siempre de un pequeño bloc de
bolsillo, con las iniciales C.P.F. en
la cubierta. Empezó a ser un poco incómodo acompañarlo, aun para un chaval
bastante caradura, como un servidor entonces. Frente a su precedente actitud de
mirar de soslayo a las chicas más interesantes, ahora Gabriel se quedaba
contemplándolas con el mayor descaro, cada vez que nos las cruzábamos al
transitar, arriba y abajo, por la calle Santiago o la Acera de Teatinos. No se
le escapaba el menor detalle, que apuntaba rápidamente en el cuadernillo C.P.F. Y, donde no llegara su mirada
escrutadora, me asaetaba a preguntas:
-
Toño,
¿eran ojeras naturales o lápiz de ojos?
-
¿Cuántos
centímetros crees que llevaba la falda por encima de la rodilla?
-
¿Qué
te ha parecido su timbre de voz? ¿Y los ademanes?
Como es natural,
en dos fines de semana de ese tenor, perdí la paciencia:
-
Vamos
a ver, Gaby -gruñí-. Me parece que habíamos quedado en que lo de fuera no era
importante. ¿A qué viene, entonces, tanta atención por las apariencias?
-
Te
equivocas. Solo me fijo en lo que puede tener una influencia psicológica. De ahí, saco mis deducciones y puntúo.
-
¿Cómo?
-
Sí,
hombre, sí. Puntúo cada concepto de uno a diez; multiplico tales puntuaciones
por uno, dos o tres, según la importancia de los datos. Finalmente, divido por
el número de factores contemplados y hago así la media aritmética.
Casi le arranqué
la libreta de las manos. En efecto: en cada hoja, encabezados por el nombre o
las señas identificativas de cada chica, figuraban las notas numéricas,
correspondientes a materias tales, como maquillaje,
expresión corporal, efusión gestual y otros varios que ya no
recuerdo. ¡Ah!, y andares, que se me
olvidaba. Todo, seguido de la puntuación merecida y, al final, enmarcado con
tintas diversas según la calificación, las letras S, A, N o SS, seguidas de
un guarismo entre paréntesis, con aproximación hasta centésimas.
Picado de la
curiosidad, pasé rápidamente las alrededor de treinta hojas ya rellenadas, con
vistas a comprobar cuál era hasta entonces la calificación más alta. Había un
par de SS, siendo 9,37 el récord de perfección. Medio en broma,
inquirí:
-
Vaya,
¿no hay ninguna que merezca la matrícula
de honor?
-
Aún
no, pero no pierdo la esperanza. Voy a llegar hasta las cincuenta.
-
Y
cuándo hayas acabado, ¿qué piensas hacer con todo el material?
-
Seleccionaré
a las diez mejores y, por orden de puntuación, me presentaré a ellas y trataré
de conocerlas a fondo. Ya comprenderás que lo de ahora es solo una primera
parte del plan.
-
Pues
avísame cuando pases a la segunda y resérvame alguna de las mozas que te manden
a freír espárragos, repliqué airadamente.
Yo era por aquel
entonces muy irritable, pero Gaby no dejaba de ser mi amigo, por raro que
fuese. De todas formas, empecé a frecuentarlo menos y siempre trataba de
incorporar a nuestras citas a otros compañeros de pandilla, para forzarle a la
prudencia. En efecto, en tales circunstancias él era mucho más circunspecto,
aunque, de reojo, me daba cuenta de que seguía a lo suyo y, como en un vuelo,
sacaba el bloc y hacía sus apuntaciones.
Los exámenes
finales y la Reválida se nos vinieron encima, antes de que Gabriel llegase a
las cincuenta. Luego, fui a pasar las vacaciones a casa de mis abuelos, en
Villafranca, y no tuve ocasión de seguir de cerca la segunda fase del plan de
mi escrupuloso amigo. El día que fuimos al Instituto a recoger las notas del
curso, antes de encerrarnos en casa a preparar los exámenes de conjunto,
cruzamos unas palabras:
-
¿Qué,
Gaby, cuántas matrículas de honor?
-
Siete.
-
¡Qué
bárbaro! Y las mozas, ¿han sacado alguna?
Aunque bastante
sincero, esta vez me salió por la tangente:
-
Lo
importante es sacar matrícula en la Reválida.
Ahora que lo
pienso, a lo mejor Gabi sí que contestó a mi pregunta, solo que yo no capté el
doble sentido.
4. La Reválida
Pasaron los años
y, en el funeral de don Isaías coincidí con un grupo de antiguos alumnos, a los
que apenas veía desde que la Universidad y los noviazgos nos fueron
distanciando. Desde luego, entre ellos no estaba Gabriel Lafuente, ausente
hacía tiempo de Castellar por motivos profesionales. Al concluir la ceremonia
religiosa, nuestro común amigo Carmelo y un servidor entramos en una cafetería
cercana a quitarnos el frío del templo en pleno invierno. Los recuerdos dieron paso
a las anécdotas y se me ocurrió comentar lo de la Filosofía práctica y su
influjo en Gabi. Total, tanto tiempo después y con él in partibus
infidelibus, ¿qué más daba? Mi sorpresa fue mayúscula cuando Carmelo adoptó
un aire adusto y me espetó:
-
Pues
maldita la gracia que tuvo la ocurrencia. Por lo menos, mi hermana María Jesús
quedó con muy pocas ganas de reírse.
-
¿Tu
hermana Chus? No me digas que...
-
Pues
sí, en efecto. Ella fue la elegida –vamos, una de ellas- de ese tontaina con
apariencia de genio. Pero no tengo ganas de seguir hablando del tema. Perdona
el exabrupto y pasemos a otra cosa. ¿Qué tal te va con la farmacia?
Soy naturalmente
curioso; de modo que Carmelo podía pasar a otra cosa, pero yo no. Total,
Castellar era entonces la mitad que ahora y nos conocíamos casi todos. Un par
de semanas después, tenía a Geli al otro lado del mostrador, en busca de
su consabida fórmula magistral contra la alopecia. Geli, Angela
Valverde, había sido muy amiga de Chus y seguro que estaba al tanto de lo
sucedido. Le tiré de la lengua de manera descarada, aprovechando que estábamos
solos en la farmacia, pero la charla prometía ser prolongada. Dejé, pues, al mancebo
la atención de la clientela y pasé con Geli a la rebotica. Sentados ante una
camilla, con una cafetera a nuestra disposición, mi confidente se explayó a
modo. Naturalmente, lo resumiré:
-
En
un principio –me comentó-, ni Chus ni yo teníamos idea del famoso experimento
relacionado con el profesor de Filosofía. Solo que, de repente, Gabi empezó a
interesarse por ella, de una forma tan insistente, que a mí me resultó algo
extraña. Total, la conocía desde niña, como hermana de su amigo Carmelo, y no
le había prestado atención ninguna. O eso creía yo...
-
Él
era entonces muy tímido. Es posible que tratase al principio de ocultar sus
sentimientos –apunté-.
-
¿Quién
sabe? Lo cierto es que Chus quedó encantada de tan fulminante transformación. Y
no te creas, que ella no era nada lanzada y, en algún sentido, valía tanto o
más que él. Bien mirado y en vista de cómo fueron las cosas al principio,
cuando los veíamos tan unidos, decíamos en la pandilla: están hechos el uno
para el otro.
-
Tienes
razón. Aunque Gabi y yo nos distanciamos a raíz del experimento, los
tengo vistos por el Paseo y en el cine, o en la cafetería. La experiencia parecía
sentarles muy bien.
-
Pero
eso fue por poco tiempo, unos meses. A toro pasado, Chus me contó que la
relación con Gabi era todo, menos fácil. Esa seriedad, esa perfección suya para
todas las cosas, su agobiante exclusivismo y la tendencia a cortar a las
personas por su propio patrón...
-
Mujer,
no hay para tanto. Podría ser un chico modelo, pero no alardeaba de
ello, ni se entrometía en las vidas ajenas.
-
Eso
sería con los amigos varones. Lo que es, con las chicas que le interesaban... Y
aquella falta de sensibilidad y de ternura. ¡Claro!, ahora que lo pienso, era
muy amigo tuyo...
-
Y
Chus tuya; así que estamos en las mismas condiciones para no ser objetivos.
Pero vamos al grano: ¿por qué rompieron tan pronto?
-
Tan
pronto y tan rápido. Un día, recibió Chus el soplo de que, poco antes de salir
con ella, Gabi había tratado de ligar con una chica de las Jesuitinas. Habían
salido un par de veces, pero ella le dio en seguida calabazas. Mi amiga se
disgustó, no tanto por el hecho en sí, como la rapidez de la sustitución.
¿Y si se trataba de un bulo malintencionado? Después de pensarlo un tiempo,
resolvió planteárselo directamente.
-
¿Y
estaba en lo cierto?
-
¡Vamos
que si lo estaba! En eso sí que no hay que reprochar nada a tu amigo. Se
sentaron en un banco del parque y, ce por be, le soltó toda la historia, con
tal lujo de detalles, que casi parecía más cruel que sincero.
-
O
sea, lo de El Bikini, la libreta de apuntes y toda la pesca.
-
Exacto. ¿Así que tú también estabas al tanto,
pillín? Bien, así es. Resultó que Chus había quedado clasificada en tercer
lugar en las preliminares. En la final, la número uno había sido la jesuitina
de las calabazas y la número dos, una muchacha, que resultó inidentificable con
los escasos datos recogidos. Así que el mozo pasó a la número tres quien, tonta
de ella, le recibió como a la saeta de Cupido, cuando en realidad era una
hechura de El Bikini.
-
Y ahí acabo todo, supongo.
-
Cierto. Hubo algún intento fallido por parte de
Gabriel, pero Chus no era chica con la que pudiera jugarse. Poco después, se le
vio con otra niña;
seguramente, la número cuatro. Luego, aunque lo fuimos perdiendo de vista,
pareció permanecer sin compromiso.
-
O se le acabaron las candidatas; o –lo que sería
más plausible- recuperó el sentido común.
Geli torció el gesto:
-
Puede que él asesara todavía a tiempo, pero a Chus
la dejó fastidiada para los restos.
Caía la tarde y la cafetera estaba en los
posos. No obstante, decidí llegar hasta el final de la historia. Mi
interlocutora me lo puso fácil, aunque abrevió, como aquel que sufre al contar
una historia.
-
Ignoro lo que habrá sido de tu amigo, desde hace la
tira de años, pero a Chus no la he perdido de vista. Quedó tan frustrada con el
galán modelo de cultura y urbanidad, que le dio por pasarse a una vida más
bohemia y unos amigos menos recomendables. Ya sabes, nada exagerado, que los
tiempos –y su propia conciencia- no estaban para esos bollos. Lo cierto es que,
en otro sentido, fortaleció su carácter y se erigió en dominadora de los
hombres que le gustaban. Como suele suceder en estos casos, vino a caer,
después de mucho insistir él, en brazos de un tipo bastante extraño, poco
aparente y que no le iba en absoluto. Su familia y sus amigas le hicimos las
advertencias de costumbre, con el resultado habitual. Quiere decirse que se
casó antes de acabar la Carrera y abandonó toda expectativa de trabajo fuera de
casa, para cuidar del marido y las dos niñas que tuvieron.
-
Te veo venir, Geli, y salgo al paso del tópico. No
me digas que Gabi tuvo la culpa del fracaso matrimonial que vas a contarme. De
los disparates y errores juveniles hay que sacar experiencia, no
irresponsabilidad.
-
Allá tú con tus opiniones. Yo tengo para mí que de
los errores de Gabi vinieron las desgracias de su antigua novia. Porque de
auténticas desgracias hay que hablar. Pero, claro, eso a ti ni te va ni te
viene. Eso afecta solo a Chus y tu amigo debe quedar completamente al margen.
-
Tú te lo dices todo, amiga Geli. De todos modos,
los problemas de tu amiga puedo conocerlos preguntando a un montón de
gente en esta ciudad. En cambio, lo que me has contado no era fácil que lo
conocieseis más que sus íntimos. Así que gracias y, por favor, no veas en mí la
imagen de Gabi. Por suerte o por desgracia, éramos muy distintos y supongo que
así seguirá siendo.
Geli sonrió, levantándose:
-
Me consta, boticario. Seguro que tú no la habrías
dejado escapar.
En fin, nos despedimos en buenos términos,
con cordialidad. Sin embargo, no volvió por la farmacia. Al año siguiente, me
la crucé en los soportales e hizo como si no me viese. De modo que fui
alcanzado nuevamente por la maldición del bloc de bolsillo. De una forma u
otra, la Captación psicológica de féminas me había granjeado el
distanciamiento de dos buenos amigos.
5. Las bodas de plata
Aproximadamente un lustro después de mi
amplia conversación con Geli, se celebraron con la solemnidad acostumbrada las
bodas de plata de la Promoción del 64 del Instituto Ochoa. No creo que
les interese la crónica de los actos, desde la misa por los profesores y alumnos
fallecidos (entre otros, el bueno de don Isaías), hasta la cena de media gala
para los componentes de aquella excelente añada y sus esposas. No les ocultaré
que, por razones evidentes, busqué ansiosamente entre los asistentes a Gabriel
Lafuente y señora. Me llevé un chasco parcial, pues mi condiscípulo asistió
solo al evento, siquiera en muy lucida posición: los organizadores le otorgaron
el honor de pronunciar la laudatio de la promoción, encargo que cumplió
con la labia y solvencia acostumbradas.
Como venía de La Coruña y se encontraba
solo, no me fue nada difícil invitarle a tomar café, para así presentarle a mi
familia y ofrecerle mi casa. Durante la sesión conjunta con mi esposa,
ya me quedó claro que la soledad de Lafuente era meramente coyuntural, dado que
su mujer había preferido quedarse con los chicos en tierras gallegas. Luego,
conforme a lo previamente acordado, mi señora hubo de ausentarse para la
peluquería y nos dejó solos. Era el momento que llevaba esperando cinco años, a
fin de cerrar por completo la historia. Pareció memorizar con algún esfuerzo:
-
Me acuerdo
vagamente –concedió-. Aunque nos creyéramos unos tíos con toda la barba, no
dejábamos de ser unos pipiolos. El Bikini… ¡Qué buen profesor era! ¿El
bloc G.P.F.? ¡Vaya memoria que te gastas, Toño! ¡A lo que teníamos que
apelar para estimularnos y ligar a las chicas!
-
Bueno, otros preferíamos métodos menos
sofisticados… Cuando llegó el tiempo de la Reválida, todavía no habías hecho la
selección definitiva. ¿Qué? ¿Seguiste el protocolo?
Gabi se ruborizó levemente y fijó los ojos
en la alfombra. Algo me decía que no iba a ser del todo veraz, si es que me
contestaba.
-
Hube de dejarlo. Se cruzó por medio una chica y, ya
sabes, a ciertas edades el flechazo se impone a la filosofía.
-
¡No me digas! Pues menudo bombón debía ser. ¿La
conocía yo?
-
Supongo que sí, porque era hermana de uno de los de
la pandilla. ¿Cómo se llamaba? Espera que piense: Carmelo. Eso, Carmelo. Pues
era su hermana pequeña.
-
¡Ah, ya! Sí que fue una casualidad. Tanto buscar
por todo Castellar y tenías el amor a la vuelta de la esquina, como quien dice.
-
…
-
Por cierto, ¿te casaste con ella o no llegasteis a
puerto?
-
Lo dejamos. Mi mujer es gallega. La conocí cuando
me destinaron a Coruña.
-
Claro, una galleguiña. Pues te auguro que no
vas a moverte de aquella tierra hasta que celebremos las bodas de oro, si
llegamos allá.
Sonrió; susurró un claro que llegaremos
y se me quedó mirando con gesto pensativo y un poco ausente. Finalmente, se
atrevió, o dio muestra de debilidad.
-
No sabrás qué ha sido de ella, inquirió.
-
¿De quién?
-
Pues de la hermana de Carmelo. Hace siglos que le
he perdido la pista.
¿Qué necesidad había de crearle mala
conciencia? Ni ¿qué derecho tenía yo de utilizar mis malévolas averiguaciones
en contra de quien había sido mi amigo? Estábamos de fiesta ¡y habían pasado
veinticinco años de aquello! Respondí con aplomo:
-
Ni idea, chico. Castellar se ha vuelto muy grande.
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