La
fierecilla indomada
Por
Federico Bello Landrove
El
espíritu, más que la letra, de la shakesperiana Fierecilla domada sirve de pie para un cuento de viaje –en
tren, por supuesto-. Una mujer indomable y un hombre domado (hasta
cierto punto) intercambian historias supuestamente ajenas, que acaban
resultando muy personales y les acercan a aquellos momentos, ya lejanos, en que
pudieron haber cimentado un amor para toda la vida.
1. Un tren y un libro
El rápido Hendaya-Madrid arrancaba de la estación de Donostia-San
Sebastián, a primera hora de la tarde de aquel 16 de mayo de 2000. A la pareja
femenina que desde el principio del viaje ocupaba uno de los compartimentos de primera
clase, se agregó en Donostia un caballero ligero de equipaje que se sentó junto
a la ventana, tras un breve saludo. Las damas (pues, cuando menos, su edad y
apariencia les hacían acreedoras del apelativo) respondieron sin mirarle, de
forma meramente gestual y continuaron con su conversación en francés.
El paisaje de ventanilla dio poco de sí al
doctor Pedro Lafuente. Otro tanto acaeció con la charla para las señoras. La
más cercana a la puerta del departamento pasó a dedicar su atención a un
ordenador portátil. La que quedaba en oblicuo y más próxima al doctor, tomó de
su bolso un libro, se puso las gafas de
cerca y, aparentemente, se sumergió en la lectura. El doctor hizo un breve
esfuerzo para captar el título del tomito en rústica: La fierecilla domada.
La dama del libro era, en verdad, hermosa y con estilo, lo que llamó la atención de D. Pedro, pues su edad
rondaría el medio siglo; desde luego, año arriba año abajo, como la de él.
Pensó que era de agradecer tan buen palmito en una señora de su generación. Con
todo, lo más llamativo es que la lectora tenía para el doctor un aire
ligeramente familiar: sobre todo, esos ojos pardos… y la grata sonrisa que le
dedicó cuando levantó la vista del libro y se produjo un cruce de miradas.
El doctor se sintió halagado por el aparente interés visual de la señora y, no muy dispuesto
a seguir mirando el paisaje durante varias horas, se atrevió a iniciar la
conversación en español:
-
Genial
esa comedia. Aunque ha llovido mucho desde entonces.
La dama dio un respingo, a duras penas disimulado, al oír la voz del
doctor. Se quitó las gafas, posó el libro en el asiento y dedicó a su interlocutor
una atención inusitada. Tanto, que este se sintió un poco incómodo y, por un
momento, temió haber empleado el idioma equivocado o resultar molesto. Nada de
eso aconteció, pues fue respondido con toda cortesía:
-
Ciertamente
no está en el top ten de las
librerías, pero es un libro magnífico. Lo tengo un poco desencuadernado de
tanto leerlo.
La voz acompañaba al palmito,
aunque tuviera el tono grave y ligeramente velado de quien la ha usado mucho,
por la edad o por la profesión. La señora pareció escrutar el efecto de sus
palabras en el rostro de D. Pedro, quien, un poco en tensión al sentirse
observado, decidió dar un giro más educado al coloquio:
-
¡Oh,
perdone que no me haya presentado! Pedro Lafuente, médico en Madrid, a donde
ahora me dirijo tras haber dado una conferencia en San Sebastián.
-
Catalina,
y esta es mi secretaria, Josette. Venimos de París y, por lo que me dice, con
el mismo destino que usted.
Josette esbozó un enchantée y
volvió a su inseparable ordenador. Pedro no pudo menos de mostrar cierta
sorpresa o interés ante el nombre de madame.
Esta, como si se hubiera quitado un peso de encima, pareció relajarse y cambió
de posición, colocándose frente por frente con el doctor. Parecía el preludio
de una extensa y amistosa conversación. No obstante, agotados con rapidez los
temas tópicos entre desconocidos, la charla languideció, entre miradas y
silencios. Al doctor Lafuente no le resultó extraño, aunque sí un poco
embarazoso: la verdad es que él no era locuaz y, por si no fuera esto
suficiente, los ojos se le iban tras del rostro y el busto de la señora con
creciente atención. Esta parecía no tener dificultad para hablar por los codos, pero no pasaba de sacar todo el jugo posible
a temas triviales, como si ocultara algo.
Por fin, de tanto avanzar en círculos, la conversación vino a recaer en
la famosa Fierecilla. El doctor (que
tenía una notable cultura a nivel de bachillerato) captó enseguida que Catalina
le daba cien vueltas en esto de la literatura. Así que, remontándose al terreno
filosófico, D. Pedro especuló:
-
Hay
algo en esa obra con lo que estoy en absoluto desacuerdo. La forma de domar a los bravíos no puede ser una violencia mayor aún. Yo creo que las
personas, como las imágenes de los espejos planos, acaban siendo un fiel
reflejo de la forma en que se las trata: duras, si es con severidad, y blandas,
si con ternura.
-
¿Usted
cree, amigo mío? Yo creo que, incluso en estos tiempos, conseguir un espacio de
libertad y ser uno mismo sigue siendo cuestión de resistir y de enfrentarse; al
menos, en muchas ocasiones y con casi todas las personas.
-
¿No
cree, entonces, en el valor del ejemplo y de la dulzura?
-
Claro
que sí, doctor, en muy contados casos. Pero como actitud general, es preferible
estar a la defensiva y recelar. Tiempo habrá de abrirse y confiar, cuando
hayamos probado y comprobado las intenciones y las obras de los demás.
-
¿Incluso
con los íntimos y en el amor?
-
En
esos casos, más que nunca, pues nos jugamos casi todo y podemos sufrir mucho
más.
El doctor no se atrevió a seguir por tan hondos derroteros. Fue la
señora quien, tras unos instantes de vacilación y mirada perdida, dijo:
-
Verá
usted, señor Lafuente, voy a proponerle una especie de juego, estilo Decamerón. Puesto que tenemos cinco
horas por delante, si usted quiere, contaremos sucesivamente un cuento cada
uno, en apoyo de nuestras tesis sobre la forma de entender la vida. Sólo que el
cuento habrá de basarse fielmente en una historia real que conozcamos muy bien,
sin más excesos o alteraciones que los indispensables para resultar más
expresivo. ¿Acepta usted?
-
Por
supuesto –el doctor estaba embriagado por aquellos ojos y un tanto picado porque le llevaran la contraria-.
¿Quién empieza?
-
Ya
que le he propuesto el juego y creo tener más experiencia literaria, empezaré
yo, si no le importa. Ya ve –ironizó-, estoy a la defensiva, pero aún concedo
ventajas.
2. El cuento de Catalina
Tengo una amiga de toda la vida que, a lo
largo de ella, ha tenido tres grandes amores, y todos tres tuvo que
sacrificarlos, más tarde o más temprano, en aras de su libertad y su dignidad:
vamos, de poder ser ella misma. Su primer amor, breve en el tiempo pero largo
en promesas de felicidad, cayó en el terreno pedregoso de las influencias y
mediatizaciones familiares. Ya sabe usted lo que era aquello hace casi cuarenta
años. Lo cierto es que a ella parecía tocarle el camino de rosas del apoyo
entusiasta y las facilidades por parte de su familia. Se habría dicho que el
muchacho era el novio de toda la parentela femenina: tanta era la admiración
que sentían hacia él y tan poco el respeto por los sentimientos, aún
dubitativos, de mi amiga, una niña casi. Al fin, el patito feo rechazó al cisne
y, con ello se ganó una plétora de críticas y ridiculizaciones de todos sus
deudos, empezando por su madre. Tal vez, perdió la felicidad, pero mi amiga se
hizo una joven de carácter y alcanzó su cuota de libertad.
A veces esa libertad nos embriaga, o llega demasiado pronto. Lo cierto
es que el segundo amor de mi amiga fue acaso una mala consecuencia del primero.
Donde antes hubo inocencia y platonismo,
prevaleció, no mucho después, el fuego del deseo. No afirmaré que se tratase de
una elección a la ligera: de hecho se sintió enamorada. Pero lo cierto es que
el elegido era un extranjero, con muy poco en común para compartir con la
joven. ¿Deseos de volar lejos del nido y de los padres? ¿Nuevo canto a la
libertad y la autoafirmación? Sea como fuere, mi amiga se casó, marchó lejos de
España… y se estrelló con la realidad de un marido no bien conocido, celoso y
violento, que quiso hacer de ella su posesión, para dominarla y maltratarla en
casa, y lucirla fuera. Y todo ello, con dos hijos comunes, en tierra extraña y
sin medios económicos ni profesionales en que basar una eventual rebelión. Sin
embargo, la mujer se enfrentó. Agotado su margen de paciencia en pro de los
hijos, rompió con el marido, buscó trabajo adecuado a sus excelentes cualidades,
sacó adelante a sus muchachos (no siempre con la comprensión de estos) y rompió
el cerco de una sociedad que la motejaba de extranjera.
Su tercer amor fue el tributo que mi amiga pagó a la improvisación y al
imposible, aunque nunca lo ha lamentado, como nunca se lamenta el amor de nuestra vida. Nada permitía
suponer que aquello fuese a durar: los compromisos familiares de ambos; el
narcisismo y la debilidad de carácter de él; el complejo de superioridad
intelectual del amante. Todo fue, sin embargo, superado durante algún tiempo
por un inmenso resplandor de brillantez, ternura y sexo. Y todo se vino abajo,
en un momento terrible, cuando la pareja fue probada por una gravísima
enfermedad de mi amiga, que se cebó de modo indeleble en su cuerpo y la puso en
la lista de una muerte próxima. Pero la mujer era ya, no una indomada, sino una indomable. Sola,
rota, sin esperanzas, se enfrentó a todo y de casi todo salió victoriosa,
aunque no indemne. Hasta la muerte pareció rendirse a su valor y su esfuerzo. Y
ahí sigue, firme, fuerte, dominadora, dueña de su destino, aun sin saber qué ha
de depararle todavía éste, ni durante cuánto tiempo.
Podría seguir el cuento, narrando su brillante reconversión profesional,
sus éxitos sociales, los retornos periódicos y agridulces a lo que ella llama
“sus raíces”. Precisamente ahora está en uno de esos momentos. Un momento de
gloria, aunque todavía no -¡nunca!- de paz.
Catalina calló y el silencio se mantuvo durante cierto tiempo. Pedro
parecía reflexionar, entre sobrecogido y receloso. Finalmente, debiendo cumplir
con su compromiso, habló.
3. El cuento de Pedro
No negaré, Catalina, que su cuento me ha impresionado vivamente. Es un
notable ejemplo de cómo la lucha por la libertad exige cuantiosos sacrificios.
Tal vez, el más duro de todos sea la soledad. Mas no siempre la vida nos impone
la lucha constante, ni libertad es sinónimo de felicidad. Mi amigo, al menos,
buscó la dicha por caminos de mayor conformidad. Es curioso que también pueda
reducirse su historia a tres amores ejemplares (aunque hubo algún otro en su
vida) y a ciertos aspectos profesionales. Tal vez por mi torpeza, o por el
carácter del protagonista, no alcanzará mi historia el vigor y la precisión de
la de suya.
Es curioso que el primer amor de N. (llamémoslo así) tenga muchos
parecidos con el de su amiga. Diríanse complementarios, si no fuera por un dato clave
antitético: N. sufrió por parte de su familia toda clase de intromisiones y mandatos
de que dejara para más adelante su amor y sus ardores. Usted misma ha recordado
lo que significaba la presión familiar hace tantísimos años. No digamos con un
padre autoritario e inflexible. La voluntad del hijo no contaba; las buenas cualidades de su amada, tampoco. Pero
N., contrariamente a su amiga, no se rebeló. Prefirió no sufrir y vivir las
delicias de la juventud de forma más ligera. El tiempo y el trabajo
universitario implacable hicieron el resto. No quiere ello decir que no se
sintiera triste y descontento consigo mismo, por no decir culpable. Tampoco,
que no haya soñado en muchas ocasiones con su primer amor e imaginado una vida
en común con ella. N. me dice frecuentemente lo mismo: “Siempre he creído que
pudimos haber sido felices juntos”.
Ya que he aludido al trabajo universitario, le adelantaré que también en
su profesión influyeron decisivamente los padres. N. era un vocacional de la
enseñanza y de la historia (en especial, del arte). Pero “aquello no daba de
comer”. Su padre –una vez más- fue inexorable: o Medicina, o Derecho; hazte un
lugar profesional importante; luego, dedícate a estudiar lo que quieras. Ni que
decir tiene, que N. nunca ha sido historiador, pero poco a poco su profesión de
médico (es colega mío en el Clínico) ha llenado su vida personal y su labor
social.
Si no hubiera sido por sus renunciaciones, N. no hubiera conocido a su
primera mujer, madre de sus tres hijos, ni hubiera gozado de la libertad de
salir de su pequeña ciudad rodeada de aridez, para vivir en plenitud el amor, y
la gloria de una naturaleza feraz y diversa. Fueron, sin duda, los mejores años
de su vida. N. no encuentra otra definición que esta: “El paraíso, junto a la
mujer más perfecta que haya conocido nunca”. Todo se vino abajo en un momento,
cuando él no había llegado a la mitad del probable camino de su existencia. La
enfermedad acabó con su esposa, tras dos años de batallar contra un mal, que
los unió tanto o más que toda su vida anterior. En este caso, de nada sirvió la
lucha: como usted bien sabe, luchar es una opción; vencer, una mera
posibilidad.
El tercer amor de N. representa para mí, mejor que ningún otro, la tesis
que ahora mantengo: que la dulzura engendra dulzura y el rigor, violencia y
odio. Bastantes años después de fallecida su primera mujer, mi amigo decidió
volverse a casar. No quería soledad, sino compañía. Es posible que cometiera un
grave error: casarse por conveniencia, no por amor. Después de todo –dicho con
franqueza- viudo, maduro y con tres niños, no tenía mucho donde elegir. Buscó una
mujer adecuada para él y para sus
hijos. La encontró dentro de su propia familia y ambos apostaron por un
presente difícil y un futuro esperanzador. Por lo que yo sé, mi amigo N. y su
esposa han ganado la partida. Los hijos se van marchando y ellos dos afrontan
un porvenir razonable. Ella ha
cumplido su parte, con dedicación y cariño. Él corresponderá de la misma forma.
Es lo que le dije antes: ternura por ternura, entrega por entrega. Vamos, lo
contrario de lo que parece proponer Shakespeare.
Para concluir el cuento: Mi amigo N. me parece un hombre hábil para
buscar la felicidad o, al menos, para sacar buen partido de una situación,
cualquiera que esta sea. No creo que la libertad y la autenticidad le importen
mucho. Aunque tengo que reconocer que su vida ha resultado menos áspera y
dramática que la de la amiga de usted.
4. Final de trayecto
El final del cuento de Pedro coincidió con la llegada del convoy a
Burgos. Una pareja joven ocupó dos de los sitios libres en el departamento. De
mutuo y tácito acuerdo, Catalina y el doctor se levantaron y decidieron ir a
continuar la conversación en el vagón-cafetería. Aunque la presencia de
terceros quitase intimidad al encuentro, ambos se expresaron amistosa y
sinceramente en los más variados temas de conversación. Contra lo que era su
costumbre, Lafuente rozaba, y aun acariciaba suavemente, las manos, el
antebrazo más próximo, el espléndido cabello de Catalina, que continuaba
hablando y hablando, como si temiera el silencio o la falta de tiempo. Pedro
sentía cada vez más todo aquello como un déjà
vu y Catalina sentía que el pasado volvía, y la ternura y la amistad
inflamaban su corazón. En un momento dado, estuvo a punto de traicionarse,
cuando el sol del atardecer dio un brillo especial a una pequeña cicatriz que
Pedro tenía en la parte derecha del cuello. Lo probó:
-
¿Y
esa cicatriz?
-
Me
la hice escalando una valla de alambre de espino, para coger una rosa.
-
Caramba,
doctor, ¿y quién fue la afortunada?
-
Alguien
que tenía tu mismo nombre y era tan bella como tú, aunque un poco más niña.
La señora tuvo que reconocer que el doctor era todo un caballero.
A la altura de Arévalo (es un decir), fue Pedro quien sacó la vena
médica y preguntó:
-
¿Qué
enfermedad es la que tuvo tu amiga del cuento?
-
Cáncer
de mama. Tuvieron que amputarle un pecho.
-
¿El
derecho o el izquierdo?
-
El
izquierdo, creo.
Pedro miró de reojo a su alrededor y luego posó suavemente la mano sobre
el vestido de Catalina a la altura de la falsa turgencia, durante un tiempo que
a ella le pareció eterno. La mirada del atrevido abrasaba, pero su sonrisa era
tan inocente como la de un ángel. Nadie dijo nada. Ambos habían comprendido que
Catalina y su amiga eran la misma persona.
Regresaron al departamento sólo cuando el tren detuvo su marcha en la
estación de Chamartín. Josette había colocado ya en el suelo todos los bultos.
Pedro, aparentando dominio de la situación, sacó una tarjeta y la entregó a
Catalina:
-
Toma,
por si necesitas asistencia médica o un guía de Madrid.
-
Seguro
que no. Estaremos sólo un par de días –la fierecilla indomada también había
recuperado el dominio-. Pararemos en el hotel Majestic.
Pedro tomó su maletín, robó un beso a Catalina y salió escopetado. Luego, desde el andén, sopló
suavemente otro beso en dirección suya.
-
Este
Pedro sigue siendo el mismo. Huye de las situaciones difíciles –musitó la
señora, devolviendo el beso de la misma forma-.
5. Páginas de papel y sueños
Esa misma noche, en la habitación del
hotel, Catalina escribió en su diario:
“¡Dios mío, no llegó a reconocerme! Quizá tampoco lo hubiera conseguido
yo, si no hubiera tenido esta memoria de elefante, heredada de mamá. Pero tal
vez así sea más valioso lo que hoy él y yo hemos vivido. Éramos desconocidos y
nos hemos sentido próximos. El pasado sólo significaba recuerdos, pero el presente
ha tenido vida y sentimiento. Me da miedo por él: sigue siendo el mismo loco
frágil de siempre, cerebral y romántico, inteligente y torpe, enamorado y
cobarde, veleidoso y pertinaz. Señor, qué maravilloso cúmulo de
contradicciones, hechas para entusiasmar, mas no para amar eternamente. Pero,
¿tengo yo algún derecho de criticarlo? ¿No me ha querido más de lo que yo le
aprecio? ¿No soy yo también contradictoria, aunque me sienta fuerte? ¿No me
considero la fierecilla indomada, pero desearía, más que nada en la vida, hallar
a alguien capaz, no de domarme, pero sí de hacer que no vacilara en entregarle espontáneamente
mi libertad? En fin, preguntas; a fin de cuentas, palabras entre signos de
interrogación. De cualquier forma, bendito encuentro. Gracias, Pedro, mi primer
amor”.
El doctor Lafuente pasó todo el día siguiente preparando sus clases y
corrigiendo exámenes. Le parecía el día ideal para actividades rutinarias y
hasta alienantes. Su mujer le encontró más raro
que de costumbre: tan pronto charlatán como silencioso, cariñoso como
severo. Era evidente que la señora del viaje le había marcado profundamente,
despertando algunos acordes dormidos en su corazón.
Al día siguiente, le tocaba quirófano. Seis operaciones. A eso de las
tres y media de la tarde, pudo al fin vestirse de calle. No era cosa de ir a
comer a casa tan a deshora. Subió a la cafetería del personal sanitario, pidió
el consabido sándwich mixto con huevo y tomó prestado el periódico a un colega.
Lo hojeó y estuvo a punto de caer redondo.
En la página 47, con una foto de su compañera de viaje, una nota de cultura
decía:
“A las siete de la tarde del día de ayer, en los locales de… se celebró
la anunciada conferencia de la profesora y novelista española, residente en
París, Catalina Alvarado, sobre El periodismo satírico en la España del Romanticismo.
El acto estuvo muy concurrido, contando con la asistencia, entre otras
personalidades, de la Ministro de Cultura, quien impuso a la notable literata el
lazo de Isabel la Católica ,
por su gran aportación al fomento de la cultura española en Francia…”
Unos quince minutos más tarde, el doctor Lafuente (a quien finalmente se
le había caído la venda de los ojos) se encontraba en la recepción del hotel Majestic. Lamentablemente, las señoras habían adelantado el viaje de
regreso, cancelando la reserva que tenían para dos fechas más. Ese mismo día, hacia
las once de la mañana, abandonaron el hotel y pidieron un taxi para el
aeropuerto. Pero la señora Alvarado había dejado una carta para un caballero,
si se presentaba a recogerla. “¿Podría decirme su nombre por si…? Efectivamente, señor, es para usted; aquí la
tiene... De nada”.
El doctor sólo se dio tiempo para tomar asiento en un sillón recatado
del mismo vestíbulo. El sobre y la carta estaban escritos a mano, con una letra
clara y cursiva, que fue incapaz de reconocer, pero que sin duda era de la mano
de Catalina. Decía así:
“Querido Pedro: El destino nos reunió por casualidad y debemos respetar
sus reglas. Yo te reconocí y fui feliz volviéndote a ver, sabiendo de ti y
teniéndote tan cerca, en todos los sentidos. Tú no me reconociste y no importó:
te emocionaste y me supiste tratar, como siempre me decías, con muchos mimos y algunos azotitos. Veo muy difícil que llegues a ser una fierecilla
indómita: estás perfectamente instalado en tu vida y todo debe seguir así. En
cambio, yo no estoy tan segura de mí, de que la soledad y el tiempo no me
conviertan en carne de jaula, egoísta
y acomodaticia. Antes de que eso pueda pasar, prefiero alejarme, haciéndote el
menor daño posible. ¡No sabes lo que daría, por tu bien, porque el día 16 de
mayo no hubiera existido! Pero, ya que no se pueden cambiar, ni el pasado, ni
el presente, dejémoslo todo aquí y procuremos olvidar lo que pudo haber sido y
no fue. No me llames ni me busques; no arruines las vidas de otros ni las
nuestras; no eches a perder los bellos recuerdos. Tu amiga por siempre,
Catalina.”
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