La gallina
expiatoria
Por Federico Bello
Landrove
Algo tan corriente y vulgar, como la
reforma de una casa, me lleva de la mano al mundo de los recuerdos y de la
pérdida de las raíces. ¿Hasta qué punto queda algo de nosotros en las viviendas
que abandonamos? ¿Tiene sentido modernizar y acicalar nuestra morada, hasta el
extremo de cambiarle la fisonomía, y tirar, como bártulos inservibles, libros,
adornos o muebles? Que cada cual responda en conciencia. Yo contesto con este
breve relato.
Poseo la
envidiable cualidad de apreciar los edificios. Estimo sus medidas; valoro sus
logros estéticos; me fijo en su distribución y en sus fachadas y hasta, sin
tener nada que ver con arquitectos ni alarifes, me permito juzgar sobre
funcionalidad y época. Claro que ello tiene –al menos, en mí- una poco grata
contrapartida: me duele mucho separarme de donde he vivido –aunque sea la
habitación de un hotel- y lo siento como una pérdida de la memoria, de un lugar
acogedor al que seguramente ya no he de volver. Así que figúrense la de
sofocones que habré tenido, al soportar no menos de diez mudanzas a todo lo
largo de mi vida. Y eso que no soy un culo
de mal asiento, sino la víctima de avatares familiares y profesionales
diversos.
Particularmente
doloroso me fue el desalojo de la casa familiar, en que pasé los quince años
que exactamente invertí en estudiar bachiller, carrera y oposición. En su
espacio vacío dejaba indudablemente los mejores años de mi vida, el engarce de
mi persona con los antepasados y, como remate y vendidos al peso, docenas de
libros y publicaciones que materialmente no cabían en nuestro nuevo destino.
Tengo como uno de mis mayores timbres de gloria el haberme negado a que la
almoneda incluyese los textos con antigüedad de más de cien años. No eran
muchos, pero sí pesados y voluminosos. Mis padres me los confiaron para los
restos, desde el acarreo al nuevo hogar, hasta su cuidado de por vida. Y en
ello sigo, con la esperanza de que manos sensibles tomen en su día el relevo.
Hasta aquí, nada
que merezca ser contado –como ahora se dice- negro sobre blanco. La anécdota curiosa y reseñable corrió a cargo
de una benemérita prima de mi padre que, tan pronto nos supo instalados en el
nuevo domicilio, se presentó en casa con una gallina viva en el capazo,
dispuesta a cumplir con un rito inmemorial, que seguramente aprendiera de sus
padres o abuelos.
Agradecieron mis
padres el gesto, malinterpretándolo como un regalo culinario, pero la prima
Filo protestó:
-
No,
no se trata de eso, que también. La finalidad es que, matando la gallina, no se
cumpla el mal fario de las casas nuevas.
-
¿Ah,
sí? ¿Qué destino nos aguarda?
-
Sabido
es –agregó- que toda casa estrenada reclama una víctima a cambio de la vida
nueva que en ella va a iniciarse… y no es cosa de que tenga que morir uno de
vosotros.
Así que dicho y
hecho. Acogotó al pobre animal emplumado, al tiempo que apostillaba:
-
Muriendo
la gallina, ahorramos la vida de uno de la familia, por lo menos, hasta que por
ley natural le toque.
No recuerdo si llegamos
almorzar el ave, ni el estado de ánimo en que lo hiciésemos. Sí me consta que
Filo abandonó el cadáver en la mesa de la cocina y marchó, contenta de haber
realizado una bonísima obra. Desde luego, su acción fue la comidilla jocosa de
todos nosotros pues, quien más, quien menos, habíamos oído acerca de chivos
expiatorios, pero nunca de gallinas.
***
Platicaba de todo
esto con mi amiga C., poseedora de un cerebro menos espacial que el mío, pero igualmente sensible a la pérdida de las
raíces y del calor de los ancestros. También ella me consta que ha pasado por
mudanzas traumáticas y despedidas entrañables de cachivaches que no cabían en
la nueva morada. Tal vez por ello, en lugar de reír la ocurrencia de mi prima
Filo, noté que se ponía seria y, por encima de mí, parecía mirar a su pasado.
En consecuencia, resolví dar un giro práctico a la cuestión:
-
Bueno,
argüí, cuando menos una mudanza es todo un ejercicio de minimalismo. Como dice
mi mujer: es la mejor forma de comprobar que nos sobran muchas de las cosas que
poseemos y guardamos, en clara muestra de innecesaria prudencia.
-
Habría
mucho que hablar al respecto pero, volviendo a la gallina…
-
Mujer,
por lo que yo recuerdo de la mudanza que te conocí, ha muchos años, no os fue
precisa ninguna vida para mantener las vuestras. Ya sabes, me refiero a tu
traslado, desde la cueva de Montesinos
[1], a aquella monada de noveno piso con vistas a la Catedral. Ni
tampoco cuando marchaste de esta, allende el mar.
Como si hiciese un
ejercicio de transmisión del pensamiento, C. concentró en mí todo el fulgor de
sus ojos, hasta entonces perdidos en el vacío. Luego, con afectada lentitud,
replicó:
-
¿Qué
no murió nadie? ¿Estás completamente seguro?... Hay muchas formas de morir.
[1] Mi amiga C. suele llamar así a la casa en que
nació, por lo oscura, irregular y siniestra que dice le parecía antaño. Yo creo
que exagera pero, en fin, siempre es bueno recordar el Quijote.
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