Entre bribones anda el juego
Por Federico Bello Landrove
Hacia 1995, en un
país cualquiera, está a punto de destaparse un escándalo que puede afectar gravemente
a un individuo muy poderoso. He aquí el relato de mucho de lo que se hizo por ocultar
el embrollo, pese a la buena voluntad de un inspector de policía, bastante más
imaginario que los bribones que dan título a la presente historia.
1.
Los reiterados asaltos de Villa Esmeralda
El inspector de
policía Arístides Salmerón se desayunó con una noticia de la primera página de El
Globo. El titular rezaba así: Esmeralda Duque, indignada por la
inoperancia policial. El texto del suelto decía como sigue:
La famosa
actriz y vedete Esmeralda Duque dio ayer una rueda de prensa en su chalé de Colmenilla
del Molar, en el curso de la cual se mostró muy ofendida porque, tras haber
presentado tres denuncias por allanamiento de su mansión, ni los autores de
tales asaltos han sido identificados, ni la policía ha montado un servicio de
vigilancia y protección de su domicilio, en el que vive en unión de sus dos
hijos menores de edad, y de un matrimonio del servicio.
Esmeralda Duque
está convencida de que esa presunta ineficacia policial se debe a que quienes
entran en su casa no son vulgares ladrones, sino personas que buscan objetos
personales que podrían comprometer a personas importantes de este país.
(Continúa en la
página 5)
Lejos de aceptar
la sugerencia de empaparse con el relato de las cuitas de la Duque,
Arístides dejó el diario a un lado de la mesa de la cocina y pasó a prestar
toda su atención a los huevos con jamón que acababa de prepararse. Incluso,
mostró su disgusto por la dedicación a tan nimia y dudosa noticia de un
recuadro en la primera página del periódico. Hablando solo -costumbre muy
necesaria para quien vivía así-, mostró su disconformidad en estos términos:
-
El Globo y sus
campañas… Acabará por hacer competencia a las revistas del corazón.
No seré yo quien
desautorice al inspector Salmerón y niegue que El Globo, a diferencia de
los demás medios capitalinos, prestaba demasiada atención a ciertos rumores
poco edificantes, que salpicaban a personas importantes del país -como
ambiguamente eran aludidas en el suelto antes transcrito-. Pero haría bien
Salmerón en ponerse al día de lo que sus compañeros en la Comisaría estaban
cansados de saber. ¿Es que nuestro inspector miraba para otro lado, o es que
sus colegas lo trataban como a un apestado? ¡Nada más lejos de la verdad! Lo
que sucedía era que, desde hacía año y medio, le habían endilgado la jefatura
de la así llamada Unidad de Policía Judicial Adscrita a los Juzgados de
Instrucción de la Capital. Y ello suponía, entre otras cosas, tener la
oficina en el edificio de los Juzgados y ponerse a las órdenes inmediatas de
los magistrados de guardia o que llevasen asuntos penales de particular
importancia o dificultad. Total, estar en dos sillas y mal sentado; con más independencia
y nivel científico, si se quiere; pero alejado del día a día de sus compañeros de
las comisarías. Eso tenía su coste como, por ejemplo, estar casi in albis de lo
que se cocía y hablaba en los mentideros policiales. Lo acabamos de ver con las
cuitas de Esmeralda Duque. Claro que lo que le sucediera a la diva tampoco
era cosa que interesase mucho a Arístides… ¿O sí? Pronto tendría la respuesta.
***
Aquella misma
mañana, nada más llegar a la oficina, Salmerón recibió el aviso, por conducto
de un compañero:
-
Aris, hace veinte
minutos que te ha llamado el juez del número 37: Que vayas a verlo inmediatamente.
-
¿Hace
veinte minutos, dices?, bromeó el avisado. Pues será que el magistrado ha
tenido insomnio esta noche.
Ricardo Bañuelos,
el magistrado del juzgado de instrucción número 37, era uno de esos jueces que,
aunque de carácter razonable, tenía unos prontos frecuentes y temibles. El
inspector jefe, que lo conocía bastante bien, notó nada más entrar en el
despacho la señal inequívoca que barruntaba tormenta: Don Ricardo iba bastante
despeinado aquella mañana.
-
¿Ha
leído usted los periódicos?, inquirió el magistrado a Arístides, nada más
entrar este.
-
Alguno
he hojeado, sí, señor.
-
¿No
sería El Globo, por un casual?
-
En
efecto. Hoy le tocaba ser el primero -no quería el inspector ser catalogado ideológicamente
por su preferencia informativa-.
-
Entonces
estará al corriente de la jugada de sus compañeros para con este juzgado…
Comoquiera que Arístides
callase mostrando un semblante de completa ignorancia, Don Ricardo le dio una
pista:
-
Sí, hombre… Me refiero a lo de la vedete esa a
la que han convertido su casa en la de tócame Roque.
-
¡Ah,
ya! Perdone, no había caído… Me da la impresión de que la señora tiene una notable
inventiva o, cuando menos, exagera mucho.
-
Es
posible, inspector -aceptó el juez, con sorna-, pero quien tiene que decidir
sobre eso es este humilde magistrado, no el primer comisario al que se
le ocurra convertirse en juez y tirar las denuncias a la papelera, por propia
iniciativa, o por inducción de los de arriba.
Íntimamente, dadas las
circunstancias, el inspector Salmerón intuyó que Don Ricardo podía tener mucha
razón, pero optó por echar un cable a la decencia de sus superiores:
-
Lo
más probable es que las denuncias de la señora Duque hayan ido a parar a
diversos juzgados distintos de este. ¿Quiere usted que me informe?
-
Lo
estoy deseando, inspector -contestó el magistrado-, y no por simple curiosidad
-no vaya usted a creer-, sino porque, conforme a las normas de reparto que la
Policía conoce perfectamente, corresponde a este juzgado el conocer y decidir
sobre tales denuncias. ¿No leyó en El Globo que el primer allanamiento
de morada se produjo en la noche del 24 al 25 de mayo del corriente año?... Pues
ese día yo estaba de guardia. Y, si me toca el primer hecho, lógico es que, por
conexidad, me corresponda instruir también lo relativo a los otros dos, que
-así, de memoria- creo recordar que fueron los días 1 y 13 de junio.
Arístides tomó
nota de las fechas y prometió al magistrado:
-
Comprobaré
en los libros generales de entrada de denuncias del Decanato y, si no aparecen,
preguntaré a los compañeros de Colmenilla del Molar… Pasaré a informarle tan
pronto sepa algo.
-
Cuanto
antes, inspector… Y, si se encuentra con alguna obstrucción, o le dan largas,
diga a quien corresponda que estoy dispuesto a llevar esto hasta sus
últimas consecuencias, aunque tenga que empurar al lucero del alba.
¿Entendido?
-
Descuide
usted -concluyó el inspector, despidiéndose-. Soy el primer interesado en aclarar
lo que puede que solo sea un malentendido.
El magistrado, al
oír esto, dudó entre echarse a reír o tirar a Arístides su pisapapeles de basalto.
Lo dejó en un civilizado término medio:
-
Salmerón,
¿me está contando un chiste o es que es usted un completo memo?
***
Las denuncias presentadas
por Esmeralda Duque no tuvieron que ser sacadas de la papelera, pero sí
de uno de los cajones del buró del comisario jefe de la policía judicial
capitalina, Filemón Suárez. Con la cara de circunstancias propia de ser pillado
en falta de manera flagrante, interpeló a su subordinado, Arístides Salmerón,
con voz lastimera:
-
Pero,
vamos a ver, Aris: ¿Cómo puede haber un magistrado tan crédulo y con tan
poco trabajo, que se preocupe de las fantasías de una folklórica ligera de
cascos?
Salmerón, aunque
compartía el fondo de la queja, optó por romper una lanza en favor de aquel
juez al que, desde luego, si algo le faltaba, no era trabajo precisamente:
-
Yo
creo que no se trata de que Su Señoría conceda mucha credibilidad a la Duque,
sino que le ha sentado mal que las denuncias se hayan quedado en poder de la
Policía, en vez de hacérselas llegar, como es de ley.
-
¡De
ley, de ley!, gruñó Filemón. Lo que le pasa a Tu Señoría es que le gusta
meter el dedo en el ojo de los que mandan ahora, más que una chocolatina a un
crío. Si lo sabré yo, que lo conozco desde hace años. ¿No te acuerdas de…?
A Arístides no le
gustaba nada eso de buscar malos motivos a las buenas acciones. Lo exigido por
el juez era lo correcto y todo lo demás eran ganas de desprestigiar a su
persona. Así que escuchó de mala gana aquella historia de tiempos pasados, y
volvió al presente:
-
En
resumidas cuentas, jefe, ¿me das las denuncias para que las lleve en mano, o
las enviáis inmediatamente a los juzgados, con el pertinente oficio, diciendo
que se han realizado laboriosas investigaciones que, hasta ahora, no han dado resultado
positivo?
-
¡Calma,
calma, que no se le está quemando el chalé a la piculina esa! Espera a
que antes informe de este pitote judicial a los interesados, para que
tomen las resoluciones que estimen oportunas.
Arístides empezaba
a comprender:
-
Así
que -dedujo- tiene razón la tal Esmeralda en lo de que hay personas
importantes metidas en el ajo.
-
Cuanto
menos sepas de estos enjuagues, mejor para ti, replicó Filemón. Te basta con conocer
que no somos nosotros quienes estamos detrás de este embrollo, no te vayas a
creer… De todas formas, tenme al corriente de las ocurrencias de ese sabueso
con toga pues, por mucho que pertenezcas a una Unidad adscrita a los juzgados, sigues
siendo antes que nada un policía y me debes obediencia y lealtad.
¡Ya había salido
aquello que tanto molestaba a Salmerón y que el mismo Evangelio reputaba
imposible: servir a dos señores! Pero, en fin, mientras solo le pidieran que
informase, no que torciese la investigación… Aris, de todos modos, opinó
que el comisario ponía le venda antes de la herida:
-
Tranquilo,
Filemón, dijo. Por ahora sois vosotros los que investigáis -o no investigáis-
lo denunciado. Yo solo he venido como intermediario.
Es posible que nuestro
inspector fuese bastante listo, pero, en ocasiones, mostraba una miopía mental
de tomo y lomo. Tan pronto como, una semana después, Don Ricardo Bañuelos
recibió, por fin, las denuncias, con la coletilla de que proseguimos la
investigación, de cuyo resultado se informará a Su Señoría, el magistrado llamó
a su despacho a Arístides para confiarle la dirección personal y exclusiva de
la investigación. Previamente, se había dado el gustazo de comunicar por
escrito al comisario Suárez que él no se chupaba el dedo y que era quien tenía
la sartén por el mango. El oficio que le remitió decía así:
… Dadas las
circunstancias del caso, en el ejercicio de mis funciones como juez competente
para su instrucción, he decidido encargar la investigación policial
del mismo a la Unidad adscrita a los Juzgados de esta Capital, a mis órdenes
directas. En consecuencia, se abstendrá usted de continuar con las
investigaciones, salvo en el caso de recibir de mi parte expreso requerimiento
en tal sentido.
2.
En las cloacas del poder
La reunión en el despacho
oficial del jefe de los espías -es decir, el Director del Centro de Inteligencia
e Información- estaba resultando más tensa de lo esperado. El citado
Director, Emilio Vizmanos, había optado por dejar hablar y desahogarse a sus
interlocutores durante diez minutos de reloj, cuyo paso lento comprobaba a cada
poco en el Omega de su muñeca. Entre tanto, había estallado la tormenta
y el cruce de reproches era cada vez más vivo, entre el Jefe de Operaciones
Especiales -para los íntimos, el Joé- y su díscolo segundo de a bordo,
que compensaba su inferioridad administrativa con la portavocía de los agentes
que estaban metidos en el ajo: el ajo de Esmeralda Duque,
naturalmente.
Don Emilio, sin
dejar de mirar las agujas de su cronómetro, se maldecía internamente por haber causado
todo aquel guirigay; pero es que la llamada del comisario Suárez le había
provocado una molesta e imprevista desazón, que cometió el error de transmitir
a sus subordinados:
-
Así
que seguimos sin encontrar nada -resumió, quejoso-. Pues ya podéis ir
consiguiendo resultados porque acaba de llamarme Filemón Suárez, el comisario
de la Policía Judicial de la Capital, para decirme que un magistrado peligroso
está dispuesto a tomarse en serio las denuncias de la Duque.
-
¡Lo
que nos faltaba!, exclamó el Joé. Por si fuera poco lista esa tía, que
ahora vengan los de la toga a echarle una manita.
-
¡Ah,
eso sí que no!, zanjó el díscolo. Si mis hombres no van a poder trabajar con seguridad,
nos abrimos y que la mierda del Poderoso la recoja Rita la churrera.
Joé, aunque
en el fondo estaba de acuerdo con su segundo, se ofendió con la iniciativa y
decisión que este mostraba. Dejó caer lo que más podía molestarlo:
-
Ya
habéis estado dentro tres veces y no habéis pillado ni una maldita cinta,
de las cinco que se supone que guarda la Duque. ¿No será que estáis
pasando por alto algunos escondrijos?
Allí fue Troya.
Pese al respeto debido al más alto despacho de la Casa -como, en el
argot, llamaban al Centro-, Joé y su segundo se enredaron en una cadena
de reproches y expresiones groseras, entre las que se deslizaron algunas
alusiones dignas de interés, que Vizmanos trataba de entresacar y retener, en
medio de tanta escatología. Por ejemplo, cuando el díscolo aludió a una
complicación añadida, la última antes de la que acababa de transmitirles el
Director:
-
¡Y,
por si fuéramos pocos, ahora van y abren en plena calle de Henares La
boutique del espía, que ríete tú de las maravillas que tienen en materia de
alarmas y cámaras de vídeo! ¡Mejores que lo que usamos nosotros! Le ha faltado
tiempo a la Duque para convertirse en la mejor de sus clientas.
¡Tiempo!, exclamó
Vizmanos, provocando el sorprendido silencio de sus visitantes. Y, antes de que
reaccionasen, agregó: Ahora voy a hablar yo y me vais a escuchar muy
atentamente. Ajustó el puente de sus gafas a su generoso apéndice nasal,
echó el tronco hacia adelante y carraspeó, antes de empezar a hablar. Todo el
personal de la Casa sabía que eso era preámbulo de un “ordeno y mando”
tajante e inapelable:
-
Vamos
a ver si nos aclaramos -recalcó-. Haremos una última visita a Villa
Esmeralda, lo antes posible y a fondo. Quiero decir, con todo el
personal y contando con unas cuantas horas. Tendrá que ser en la primera ocasión
en que Esmeralda y sus hijos salgan de la Capital, lo que sabemos que es
muy frecuente. En cuanto al matrimonio del servicio, en cuanto aprovechen la
ausencia de su patrona para irse de juerga, que los sigan y, si hace falta, se
les retenga finamente hasta que se dé el quedo a los de dentro, y puedan
acabar y dejar el chalé con seguridad. Y, por si acaso falla algo, o ese juez
entrometido nos busca las vueltas, que vaya con vosotros El Panoli, como
teníamos previsto.
Sus interlocutores
intercambiaron una mirada e hicieron un gesto de asentimiento. El Director
recalcó:
-
Será
nuestra última oportunidad; así que echad el resto.
Joé y su
adjunto se levantaron. El primero se atrevió a preguntar:
-
Un
suponer, jefe. Si no damos con las cintas, ¿hay pensado algo?
Vizmanos contestó
con ambigüedad calculada:
-
Si
fallamos -lo que espero no suceda-, que llamen a la Marina.
El que hemos
calificado de díscolo no entendió la indirecta y la tomó por una facecia:
-
O
al Séptimo de Caballería, replicó, riendo la supuesta gracieta.
***
Las cosas no
pintaban mal en la cuarta -y última- entrada de los agentes secretos. Tras
revolver Roma con Santiago, habían hallado en la depuradora de la piscina una
de las cintas que buscaban y, al parecer, otra estaba a punto de caer en sus
manos, camuflada entre las Obras Completas del Destape. Por su parte,
conforme al objetivo de su misión, El Panoli estampó sus huellas
digitales por media docena de lugares estratégicos de la casa y echó a su bolsa
de deporte un reloj de oro de señora, media docena de cachivaches de plata y
una estola de zorro blanco siberiano, para así encubrir la verdadera finalidad
del allanamiento. Y, en esas estaban, cuando llegó a la zona un coche de Policía
camuflado, pero haciendo sonar la sirena a todo trapo. Advertidos del interés
que tenía en ellos el magistrado Bañuelos, los asaltantes recogieron a toda
prisa los bártulos y tuvieron el tiempo justo de montarse en el par de
vehículos que habían estacionado unos chalés más arriba. No tuvieron problemas
para sortear a sus colegas de la Nacional, pese a que se aproximaban por
la misma calle por la que ellos escapaban. Nada hicieron por cortarles el paso.
Si retrocedemos un
poco en el tiempo, comprenderemos mejor lo sucedido. A raíz de las indicaciones
del juez, el inspector jefe Salmerón había montado una discreta vigilancia en
la zona de Villa Esmeralda, que se estrechaba cuando se ausentaban del
chalé todos sus moradores. Fueron los compañeros de guardia los que avisaron
esa noche a Arístides:
-
Aris, que acaban
de entrar los del Centro.
-
Les
concederemos un buen rato, para que no digan. No os mováis hasta que llegue yo,
salvo que prendan fuego a la casa.
Un par de horas
más tarde, el comprensivo y precavido inspector, junto a otros dos colegas de
la Unidad adscrita, cogió el coche rumbo al chalé de la Duque y…
ya conocemos las primeras consecuencias.
Una hora más
tarde, cuando llegó el matrimonio del servicio, la casa parecía un hervidero de
policías. Media Unidad, a las órdenes de Arístides, recogía evidencias,
tomaba huellas, levantaba croquis… El inspector jefe mandó recibir declaración
allí mismo a la citada pareja, a fin de precisar en lo posible la desaparición
o desperfectos en el ajuar y el mobiliario. Estuvo tentado de telefonear a Don
Ricardo, pese a lo avanzado de la madrugada[1],
pero optó por llevarle un adelanto del atestado a primera hora al juzgado. Antes
de autorizar que se arreglara en lo posible el desorden en que los ladrones habían
dejado la casa, le dio por imaginar al inspector Salmerón que sus predecesores
en el lugar hubiesen estado a punto de encontrar alguna de las cintas deseadas.
Echó un vistazo al género y ordenó a los compañeros:
-
Recoged
todas esas cintas que están sobre el sofá y por el suelo, a ver si encontramos
algo.
Los colegas se
desternillaban de risa, al ver las imágenes y títulos de las carátulas. Uno de
ellos se atrevió a gastarle una broma:
-
¡Menudo
fin de semana te vas a pasar con todas estas chorbas en pelota brava!
A Salmerón no le
gustaba el cachondeo cuando se estaba trabajando:
-
Mira
tú por dónde, estaba pensando que era demasiado trabajo para mí; de modo que repartiremos
el ganado. A ti te tocará visionar las cintas pares…, y de cabo a rabo
-con perdón-.
No es que Aris fuera
un sádico, sino que las partes más interesantes y escabrosas del material
podían estar disimuladas entre fragmentos del cumpleaños del niño o de la
celebración del Día de la Madre. De hecho, cuando por fin dio con lo que estaba
buscando, la orgía del Poderoso con Esmeralda Duque empezaba con diez
minutos de imágenes de la ofrenda floral a la Virgen durante las Fallas de
Valencia. Claro que, como dice el otro, el que avisa no es traidor: la funda
de la susodicha cinta de video doméstico correspondía a la famosa película La
escopeta nacional[2],
que algo tenía que ver con la corrupción de los políticos y el juego que
puede dar el sexo como ascensor para la escala social.
La verdad es que la
parte caliente de la citada cinta era un dechado de estupidez por parte
de quien, como una máxima autoridad de la nación, se prestaba -o, al menos,
daba la oportunidad- a que le grabaran haciendo el salto del tigre, o contando
interioridades de un golpe de estado, o de su última pelotera con un capitoste
del Gobierno. Arístides se hacía cruces, no por lo subido de tono de la
película, sino por la perfección técnica de un material de aficionados. Se
decía:
-
Las
tomas son tan precisas y enfocadas, que me resulta duro de creer que se trate
de una cámara fija escondida en la tele o en un osito de peluche… Para mí que
hay alguien oculto manejándola; pero ¿quién? ¿Quizá el tipo dominicano ese, que
hace labores de jardinero y de limpieza?... Tendría que preguntar a algún
técnico, pero, en estas circunstancias, ya no me fío ni de mi sombra.
Entre unas cosas y
otras, el inspector invirtió diez días en localizar lo que los asaltantes habían
estado buscando. Una decena apenas es nada en la marcha parsimoniosa e
inexorable de la justicia. Que en aquella ocasión fuese un tiempo demasiado prolongado
nos indica que aquel asunto tenía muy poco que ver con aquella virtud cardinal,
como tendremos ocasión de comprobar en el capítulo tercero de esta ejemplar
historia.
***
Y, mientras tanto,
en el Centro que se decía de inteligencia, las cosas estaban candentes.
La advertencia de que el magistrado Bañuelos se había puesto en plan sabueso y
la aparición en plena faena de los policías de la Unidad, habían hecho
saltar las alarmas entre los hombres de operaciones especiales. La vulgaridad y
la desvergüenza que rezumaba la cinta intervenida por ellos acabaron por
ponerlos de uñas: ¡Pasar tantos trabajos y riesgos por semejante truhan! De
entrada, estaban dispuestos a retener la cinta descubierta, hasta tanto les
aseguraban, documentos a la vista, que las denuncias de la Duque
eran sobreseídas de inmediato. El más listillo -que recordaba algo de Derecho
procesal de cuando lo estudió- matizó la exigencia:
-
Y
nada de un archivo provisional por falta de responsables conocidos, que puede
rectificarse en cualquier momento: ¡Sobreseimiento libre por no haber indicios
de haberse cometido los hechos denunciados! Eso sí que va a Misa y no lo mueve
ni…
-
Pero,
hombre -advirtió el Joé-, con todo el pandemonio que habría en el chalé
cuando llegaron los policías, ¿qué juez se va a tragar lo de que no ha habido
indicios?... Sed sensatos, chicos: Dadme esa cinta y, para el caso de que
vengan mal dadas, el Panoli se comerá el marrón. A estas horas, seguro
que los de la Nacional ya han descubierto sus huellas.
-
¿Y
si las archivan como anónimas? -objetó uno-. El chico no ha estado fichado en
su vida.
-
Ya
le dejaré yo caer al comisario Suárez que puede tratarse de alguien sin
antecedentes, y que coteje con los ficheros de huellas para el DNI[3].
-
¿Y
si el Panoli se acoquina o se viene abajo, y enciende el ventilador
sobre toda esta mierda?, replicó el Jefe adjunto. Yo estoy con los muchachos:
Nos quedamos con la cinta, como si no hubiésemos encontrado nada, y, si intentan
jodernos, tiramos de la manta.
Bien, no sigamos escuchando, sino
atengámonos a los hechos. Tras arduas discusiones, se logró una cuadratura del
círculo, bastante sencilla por otra parte. El honor de los eficaces agentes de operaciones
especiales quedó a salvo con la entrega al Director Vizmanos de la única
cinta descubierta, tras cuatro laboriosos intentos. Y la impunidad de aquellos esforzados
exploradores quedaría garantizada mediante la conservación clandestina en
sus manos de una copia de la grabación comprometedora. Claro que el agente
encargado de hacer la copia prefirió quedarse él con el original. El tal debía
de ser persona creyente, pues alguien le oyó decir: A quien de otro se fía,
válganle Dios y Santa María.
3.
La vara de la justicia
Aunque muy pocos
lo supieran, la enérgica acción judicial empezó a torcerse al día siguiente de
la última entrada de los agentes no tan secretos en Villa Esmeralda. En
vista de las desfavorables circunstancias, el Director Vizmanos se puso en
contacto con la Marina, como estaba previsto en caso de apuro. Al otro
lado del teléfono estaba Manolo Almirante -de apellido-, el chico para
todo del Poderoso:
-
Almirante,
lo de ayer fue como en Santiago de Cuba.
-
¿No
se logró hundir ningún barco?
-
Apenas
un destructor, y eso a riesgo de sufrir un naufragio.
-
¿No
es posible intentar nuevamente salir del puerto?
-
Imposible.
La escuadra americana mantiene un férreo bloqueo.
-
¿Entonces?
-
Allá
usted, Almirante, pero mi consejo es que firmen el Tratado de París.
-
Gracias
por su cooperación. Informaré a Sagasta.
Aunque ustedes no
sepan mucho de la Guerra de Cuba, ni del descifrado de mensajes en clave,
seguro que han captado el sentido de ese galimatías: Ante el fracaso de los agentes
del Centro, se imponía pasar al Plan B, si se quería neutralizar las
amenazas de Esmeralda. Manolo Almirante -que la conocía bien, por
similares gestiones hechas con anterioridad- decidió que lo mejor era no
andarse con engaños ni medias tintas. Tras previa llamada telefónica, la diva
recibió a Manolo en su chalé, con la pertinente reserva. Naturalmente, yo no
estuve presente en la conversación, ni estaba conectado a ningún micrófono,
pero doy por seguro que la charla se desarrollaría en los siguientes términos:
-
Esmeralda,
esto no nos beneficia, ni a ti, ni a nosotros. Así que Don Alfonso Víctor
-nombres del Poderoso- me ha mandado a hacer las paces. Desde ahora, nada de
agentes secretos, micrófonos en los cortinajes ni alarmas desactivadas. Pero tienes
que venirte a razones: Has de entregarnos todas las cintas comprometedoras que tengas
y darnos seguridades de que no seguirás insinuando por ahí que tienes al
Poderoso cogido… por donde tú sabes.
-
Manolo,
ya hemos hablado sobre esto varias veces y siempre me he colocado en mi puesto.
Soy una mujer de palabra; aprecio a Fonsi y no tengo ninguna gana de
perjudicarlo. Pero estoy arruinada y él tiene más millones que el Banco
Nacional; de modo que es justo que me eche una mano, por los muchos años de compañía
que le dediqué…, y que, por cierto, fue él quien cortó, sin despedirse
siquiera; total, porque habrá encontrado alguna pelandusca por ahí más
joven que yo y que, de seguro, no me llegará ni a la suela de los zapatos.
-
Ya
sabes que Don Alfonso Carlos es generoso y también te aprecia, pero, mujer,
tienes que comprender que tiene muchos gastos y que necesita ahorrar por si, en
el futuro, le vienen mal dadas. Y, la verdad, lo que pides es un disparate.
-
No
me vengas con esas, que hasta os he dado la posibilidad de pagar parte de la
cantidad total en plazos mensuales, que soy un poco manirrota y me ciego en
cuanto veo un buen fajo de billetes. Y estoy dispuesta a ser comprensiva, si se
me da lo que me quitasteis cuando Fonsi se cansó de mí el año pasado: un
programa de fin de semana en la primera cadena de la televisión pública. Esta
vez, me limitaré a presentar, que ya me van pesando las carnes y he perdido
bastante voz.
-
Entonces,
¿no rebajas nada?
-
Lo
dicho: 50 millones en mano, para empezar, y luego un millón al mes durante
cinco años, que fue el tiempo que yo le dediqué a Fonsi, estando a su
disposición siempre que quiso.
Viendo que no hay
nada que rascar en lo económico, Almirante insiste en lo de las grabaciones
secretas:
-
Supongo
que, a cambio, me entregarás todas las cintas que tengas con el Poderoso.
Esmeralda se
echa a reír, con cierta amargura en el gesto:
-
Parecéis
idiotas. ¿No veis que puedo haber sacado cuantas copias me haya dado la gana?
De hecho, tengo más de un ejemplar de cada una, y en distintas manos de mi
confianza, para que las lancen a los medios en cuanto se nos amenace o nos pase
algo, a mí o a los niños… Que Fonsi y sus esbirros pierdan cuidado: Yo
no le haré daño, mientras hagáis lo que os he dicho. Podré ser una cualquiera,
pero tengo palabra y sé bien dónde me aprieta el zapato, que por ahora es en la
cuenta del banco.
-
Si
no gastases tanto y dejaras de ir por los casinos…
-
Cada
cual vive la vida como quiere…, o como puede. ¡Anda que estáis vosotros como
para dar lecciones! Vamos, vamos, mamporrero, empieza ya a buscar la guita,
que os doy de plazo hasta el lunes. ¡Ni un día más!
Así podría haber sido Villa Esmeralda
***
Las gestiones
debieron de llegar a buen puerto y dentro del brevísimo plazo concedido. Digo
esto porque, cuando Don Ricardo tomó declaración en el sumario a Esmeralda -¡perdón!,
a Margarita López- se llevó una sorpresa mayúscula. Lejos de mantener las
sospechas e insinuaciones que había aireado días atrás ante la prensa, la
vedete no se avenía ahora a afirmar otra cosa que haber sido víctima de varios
intentos de robo en su chalé de Colmenilla del Molar. Lo único sospechoso que
reconocía era el que los asaltos habían sido varios y bastante seguidos, pero
para ello tenía una explicación:
-
Las
primeras veces, los ladrones debían de ser unos principiantes, o temieron ser
sorprendidos por mis sirvientes, porque huyeron sin llevarse nada, que yo me
percatara. Ha sido el otro día cuando, por fin, me robaron algo que mereciese
la pena…
-
¿Lo
qué, lo qué?, inquirió el magistrado. ¿Eso tan misterioso de lo que
usted ha hablado a la prensa?
-
Para
facilitarle el trabajo a Su Señoría -prosiguió Margarita, impertérrita-, aquí
traigo una lista de lo que he echado en falta. Le leo: Un reloj Bulgari de
oro; dos piezas de un juego de café en plata; una pareja de pavos reales,
también de plata, que había en un velador del vestíbulo; una estola blanca de
zorro siberiano; un…
-
¡No
siga!, gruñó el magistrado. Deme esa lista para incorporarla a su declaración…
Pero, a lo que íbamos: De que se siente usted amenazada, o de que estén detrás
de las entradas en su casa sujetos mandados por alguien muy importante, ¿hay
algo o no?
-
¡Huy,
señor juez! -arguyó la testigo con su mejor sonrisa-, no sabe usted las tretas
de que una tiene que valerse para que le hagan un hueco en primera página y la
tome en serio la Policía. Pero, ahora, en el juzgado y por lo criminal, están
de más las simples sospechas y las ligerezas: la pura verdad y nada más.
El magistrado
Bañuelos no parecía dispuesto aún a tirar la toalla, pero el fiscal que asistía
a la declaración terció, con una respetuosidad claramente impostada:
-
Señoría,
quizá sea mejor no insistir más a la testigo en este punto, no sea que la lleve
a un terreno perjudicial para ella. Observe que viene sin abogado…
El juez instructor
vaciló unos momentos y decidió tomarse un punto de choteo, mientras repasaba la
lista de objetos sustraídos:
-
Ese
reloj de oro que dice usted que le ha desaparecido, ¿está segura de que es de
oro macizo? ¿No será simplemente chapado, como los de los chinos?
Margarita creyó
que el juez preguntaba en serio y estuvo a punto de liarla:
-
¡No
señor!; como que fue un regalo de Fonsi…, un primo mío que vive en
Italia, ¿sabe usted?
Todavía le duraba
a Su Señoría el enfado por su fiasco con Margarita, cuando llamó a Arístides,
para tratar de salvar algo de aquel fallido escándalo del Poderoso, que él
estaba deseando destapar.
-
¿Querrá
creer, Salmerón, que la tal Esmeralda ahora presenta el asunto como un
robo común y corriente? ¡Con el escándalo que había formado!
Un sexto sentido
advirtió al inspector de que, por ahora, no era momento de sacar a colación lo
de la cinta que había logrado descubrir. En consecuencia, divagó:
-
Ya
sabe cómo son esas señoras.
-
Pues
no, no lo sé -gruñó el magistrado-. Seguro que usted conoce mejor el paño; así
que voy a pedirle un favor, que supongo no le desagradará: Hable con la tal
Margarita y procure animarla a que nos cuente toda la verdad, asegurándole toda la
protección y ayuda que necesite. Y, aunque no se le abra, procure sonsacarle
los motivos por los que, donde dijo digo, ahora dice Diego.
-
Haré
lo que pueda, respondió de no muy buena gana Arístides.
***
-
Estoy
más solicitado que la Esmeralda Duque, pensó el inspector cuando, al
volver a su despacho de la entrevista con Don Ricardo, le espetó un colega de
la Unidad:
-
Que,
en cuanto puedas, pases a ver al fiscal Bocanegra.
Aunque Arístides
no había estado presente en la declaración de Margarita López, no hacía falta
ser muy listo para adivinar lo que pretendía Amador Bocanegra, el fiscal del
juzgado número 37: justo lo contrario de lo que le acababa de encargarle el
juez.
-
¿Qué
tal va la investigación del caso de Esmeralda Duque?, le preguntó el fiscal,
nada más verlo entrar en su despacho.
-
Vamos
avanzando -respondió ambiguamente Salmerón-. De hecho, si no fuera por…
Arístides se
mordió la lengua, pero es que venía muy quemado de la pesadez y los prejuicios
de Don Ricardo.
-
Comprendo
lo que quiere decir -aseveró Bocanegra-. Hay jueces que no dejan trabajar
tranquila a la Policía; y lo malo es que algunos ven gigantes donde solo
hay molinos.
Arístides se puso
a la defensiva, pues no quería hablar mal de un buen magistrado y, menos aún, con
alguien que luego pudiese soplárselo:
-
Yo
creo que la culpa es de esa señora, que ha salido en la prensa propalando toda
clase de bulos.
-
…
Y también de los que le dan pábulo y se empeñan en hurgar en la basura, incluso
cuando la propia difamadora ha rectificado.
El inspector optó
por callarse y poner cara de póquer. Bocanegra insistió en sus infundios,
haciendo honor a su apellido:
-
Yo
que usted, no le haría el juego al Señor Bañuelos. Es un buen juez pero, en
ocasiones, le pierden sus antecedentes.
-
¿Penales?,
completó Arístides, por la fuerza de la costumbre. El fiscal se echó a reír:
-
¡No,
hombre, tanto como eso no! Me refiero a que su familia era muy de la situación
política anterior y, en el fondo, tampoco él le perdona al Poderoso que cambiase
de chaqueta y permitiera que nuestro país pegase un cambio que, como dicen los
castizos, no lo conoce ni la madre que lo parió.
Arístides tomó
buena nota, pero siguió mudo. A fin de cuentas, el Fiscal podía estar
exagerando en su crítica. Este decidió asestar el golpe de gracia:
-
Por
cierto, se comenta que a Bañuelos le queda muy poco de estar en el número 37.
¿No ha oído usted la noticia en el juzgado?... Pues resulta que tenía pedida
desde hacía tiempo una plaza en el Tribunal Superior y parece que, por fin, le
ha tocado que lo nombren.
El inspector
estuvo a punto de hacer algún comentario sobre la oportunidad de que quitasen
de en medio a Bañuelos en este preciso momento, pero permaneció silente. Así
que el Fiscal concluyó cuanto tenía que decirle:
-
Como
ve, Salmerón, es una razón más para atenerse a los hechos y a las pautas
ordinarias de investigación… Claro que estoy seguro de que es lo que pensaba
usted hacer, sin necesidad de que, ni unos ni otros, interfiramos en su actuación.
***
El fiscal
Bocanegra podría ser malicioso en extremo, pero estaba bien informado. Tres
días después, aparecía en el Diario Oficial el nombramiento de Don
Ricardo Bañuelos para presidir una las secciones del Tribunal Superior de la
Capital. ¡Qué prisa se han dado!, se dijo Arístides, sin duda contagiado
por la miasma de la suspicacia.
Como jefe de la Unidad
adscrita, acudió a la comida de despedida que ofreció al magistrado el
personal de su juzgado. Es posible que en ella se comiera y bebiera en exceso,
algo que suele favorecer las confidencias. Por primera vez en la vida, Don
Ricardo tuteó al inspector cuando este, al final del ágape, se acercó a
lamentar su partida y a desearle suerte en su nuevo destino. El juez Bañuelos,
con los ojos brillantes y la vocalización bastante más confusa que de
costumbre, lo abrazó y le dijo al oído:
-
Arístides,
hombre justo, no te dejes dominar por la rutina y dales caña. Lo que siento es
no poder seguir ayudándote, que lo vas a necesitar.
Salmerón recibió
con sorpresa y gratitud el epíteto que Bañuelos acababa de atribuirle. Si
hubiese estado familiarizado con la historia de Grecia, lo habría comprendido
mejor[4].
4.
La situación da un vuelco
El garaje de Deep Throat (asunto
Watergate)
Para reemplazar
temporalmente al magistrado Bañuelos, nombraron a su colega del juzgado 26, que
tenía un apellido bastante significativo de su actitud ante la superioridad. Se
llamaba Valentín Servidor. Cuando, por cortesía, Arístides fue a darle cuenta
de los asuntos del número 37 que la Unidad llevaba directamente, Don
Valentín echó balones fuera:
-
Con
el trabajo que ya tengo y lo poco que durará esta prórroga de jurisdicción, no
merece la pena que despache conmigo sobre los temas problemáticos. Entiéndase
con el fiscal Bocanegra, hasta que se incorpore el magistrado al que nombren
para cubrir en propiedad la plaza que fue de Bañuelos.
Con eso, estaba
dicho todo. No obstante, decidió hacer un último intento en la línea de la
investigación comprometida. El fiscal se mostró contrario:
-
¿No
dice que había por la casa un montón de huellas de la misma persona y que esta
nada tiene que ver con los que viven en ella?
-
Bueno
-matizó el inspector-, sabemos que no son de los moradores, pero todavía
ignoramos la identidad. Lo mismo pueden ser de uno de los ladrones, como
de un amigo, o de alguien que entrase a hacer alguna reparación o servicio.
Como usted se figurará, en ese chalé había muchos y muy variados visitantes.
-
Pues,
entonces, inspector, la pauta está muy clara: identificar las huellas;
localizar y detener al que las puso; ocuparle todo lo que sustrajo, y obtener
su confesión. No le demos más vueltas a la noria, ni hagamos el caldo gordo a
los calumniadores ni a los creadores de escándalos.
Salmerón evitó discutir
las indicaciones de Bocanegra. En el fondo, eran coincidentes con el protocolo
policial a seguir… y con el sano propósito de no buscarse complicaciones. Solo
que, para ese viaje, sobraban las alforjas de la cinta comprometedora y
del tercer grado a Esmeralda Duque. Así que volvió a la oficina y
telefoneó desde allí a su jefe inmediato, el comisario Filemón Suárez, al que
ya hemos citado antes:
-
¿Qué
tal, comisario? ¿Se sabe ya algo de las huellas en el chalé de la Duque?
El fiscal está muy interesado en acabar la investigación cuanto antes.
-
Lo
veo muy natural, y tengo buenas noticias para ti. Conforme a los archivos de
huellas del DNI, las del chalé pertenecen a un tal Vicente Recuenco Tardón,
cuyo último domicilio conocido es aquí, en la Capital, en el barrio de Fuente
Amarga… No, no tiene antecedentes, ni lo hemos fichado por ninguna infracción…
¿Quieres que lo detengamos nosotros?... Bueno, hombre, solo te lo sugería por
ayudar… Y ya sabes, si hay novedades, me las comunicas inmediatamente.
Apenas cuarenta y
ocho horas más tarde, Vicente Recuenco había sido detenido, se habían
encontrado en su domicilio todos los objetos sustraídos en Villa Esmeralda
y había reconocido ser el autor -el único autor, matizó- del robo.
Cuando le preguntaron por detalles básicos -entre otros, la forma en que había
entrado al domicilio y burlado las alarmas-, se encerró en el mutismo, tras afirmar:
-
Solo
responderé a eso en el juzgado, una vez esté asistido y asesorado por un
abogado de mi elección, que designaré al efecto.
***
Es probable que el
inspector Salmerón no hubiese prestado atención a la personalidad de Vicente
Recuenco -el Panoli, para los agentes del Centro de Inteligencia-, de no
haber sido por la respuesta de uno de sus hombres que fue a detenerlo:
-
¿Lo
pillasteis en su casa?, inquirió Arístides.
-
No.
Fue en la calle Valmojado, cuando salía de la Academia Juspol -le
contestó-.
Se quedó de piedra:
Era una academia de formación para aspirantes a policía, en la que él había
estudiado un montón de años atrás. Según eso, o el tal Recuenco estaba de
visita, o es que era alumno de dicho centro. Siguió dándole vueltas al asunto y
acabó por sacar del baúl de su memoria un vago recuerdo de la época en que,
cada lunes y cada martes, los terroristas se cargaban a alguien uniformado. Fue
hasta la estantería y sacó un libro que enumeraba a las víctimas, con toda
clase de detalles. Allí encontró a un Basilio Recuenco, policía de 32 años,
casado y con dos hijos, asesinado con una bomba-lapa, hacía ya diecisiete años.
¿Podría ser el padre de aquel individuo tan torpe, como para guardar todo el
botín de un robo en el armario de su habitación, en una casa de huéspedes?
La forma más
directa de saberlo era preguntárselo al detenido quien, por cierto, había
pasado de los calabozos de la comisaría a la cárcel, en situación de prisión
preventiva, pese a que el delito no era especialmente grave y el inculpado
había confesado lisa y llanamente su fechoría. No tuvo, pues, más remedio
Arístides que tomar el camino de la trena y solicitar entrevista con el
preso, aduciendo que tenía que aclarar algunas cuestiones para completar la
instrucción del caso.
Vicente Recuenco
resultó ser tan echao p’alante como hacían presagiar su joven edad y su musculosa
complexión. Parecía que no le hubiese afectado en nada el ominoso lugar en que
se encontraba desde hacía ya diez días. Con cierta chulería para estarse
dirigiendo a un inspector jefe ya cuarentón, dejó caer el motivo de su
impasibilidad:
-
Mi
defensor me ha dicho que, por lo pronto, han tenido que tratarme con dureza
para acallar el escándalo de la prensa con este caso, pero que, en una semana,
estaré fuera.
-
Dios
te oiga, chaval, repuso Arístides. De todas formas, la investigación está
prácticamente acabada y el juicio, siendo de conformidad, saldrá enseguida. La
cuestión es lo que venga después.
-
¡Bah!
-alardeó Recuenco-, me echarán un año, como mucho, y a la calle, con la
suspensión de condena.
Arístides estaba
empezando a creer que aquel joven, no solo estaba protagonizando una simulación
para encubrir a los agentes del Centro, sino que lo hacía engañado, fiando
en las buenas palabras que a saber quién podría haberle susurrado al oído. Pero,
si se lo preguntaba por derecho, le iba a salir por peteneras. Así pues, le
espetó:
-
Tu
eres hijo del agente Recuenco, al que mataron por el Norte, ¿no?
Instantáneamente,
el interpelado perdió buena parte de su aplomo y se puso a la defensiva:
-
Sí
que lo soy. ¿Y qué? ¿Conoció a mi padre?
-
Podría
ser, aunque no lo recuerdo. Yo también andaba por allí arriba en
aquellas fechas.
Una posibilidad le
cruzó la mente a Arístides, como un relámpago:
-
Aspirante
a policía e hijo de uno del Cuerpo, muerto en acto de servicio: ¿No te habrán cogido
por eso para encubrir la operación cintas guarras? Serías un tipo de
fiar y ya se sabe que donde hay confianza, da gusto…, o asco, según quién se la
juegue a quién.
Recuenco se
levantó de un bote y exclamó:
-
¡Váyase
a tomar por el saco, inspector! ¡¿Es que quiere dejarnos con el culo al aire?!
Más claro, agua. La
intervención de Recuenco había sido un montaje, preparado para el caso de que
-como sucedió, en efecto- los agentes secretos y su operación estuvieran en
peligro. Un tonto útil y unas vagas promesas sin mucha intención de
cumplirlas, completaban el cuadro. Fue algo que Arístides intuyó y que acabó
por confirmarle Facundo Villacieros, su compañero de promoción y ahora director
de la Academia Juspol:
-
¡Pobre
chaval! -lamentó, aludiendo a Vicente Recuenco-. Se lo ganaron pretextando que
se trataba de combatir una operación de descrédito del Poderoso, preparada por
los mismos terroristas que habían acabado con su padre. Pero, como sabes, ha
acabado inmolándose por librar a un sinvergüenza de un escándalo de
bragueta y lengua suelta. En principio, le habían prometido plaza segura en las
oposiciones a subinspector, pero lo que es ahora… A lo más que puede aspirar es
a que el fiscal no sea duro con él y a que los beneficiados por su sacrificio
le busquen algún trabajo de los que ellos controlan.
Salmerón no era un
blando, pero tenía buen corazón. Se le ocurrió que, tal vez, podría hacer algo
por Recuenco: al menos, desengañarlo y darle algún buen consejo. Eso, si el
joven se dejaba ayudar, porque no parecía que la ductilidad fuese la mayor de
sus cualidades…
***
Una vez retirado
de la escena el magistrado Bañuelos, no tenía ningún sentido que Arístides
cumpliera con su deber de sonsacar a Esmeralda, a ver si revelaba
los verdaderos motivos por los que habían asaltado repetidas veces su chalé. Con
todo, el inspector estaba moralmente comprometido con que resplandeciera la
justicia, aunque solo fuese para aliviar la carga penal del joven Recuenco. Aprovechó
para ello la circunstancia de ir a devolver a la vedete sus recuperados efectos
personales, reclamándole así mismo las facturas u otros documentos de
adquisición de los mismos. Esmeralda se partía de risa:
-
Así
que justificantes de compra, ¿eh? Pero, hombre, cómo cree que he
adquirido todo eso y lo demás que tengo en el chalé. ¡Como no le muestre el Kama-sutra
ilustrado…!
Salmerón se sintió
obligado a explicarle los motivos de su peregrina solicitud:
-
Verá,
Margarita, es que, según cuál sea el valor de los objetos robados, así será la
gravedad de la pena. En este caso, es importante conocer si supera o no los
treinta mil machacantes.
-
Ni
lo dude, inspector. Ahora que, si quiere que se los tase en menos… No me sabe
bien que ese muchacho vaya a la cárcel en el lugar de los auténticos culpables.
-
Yo
participo de ese mismo resquemor, pero, si hay que practicar una tasación, tendrá
que hacerla un perito objetivo.
Arístides dejó
pasar unos momentos en silencio, antes de sugerir:
-
Ahora
que, si quiere echar una buena mano al chico, podría usted admitir nuevamente
lo de las cintas con el Poderoso. Yo apoyaría su versión con cosas y
datos que he ido recogiendo durante la investigación…
Esmeralda se
cerró en banda:
-
Me
cae usted bien y le agradezco que tomase en serio mis denuncias y me librase
del calvario por el que estaba pasando, pero una es como es y tiene que vivir de
lo que Dios le ha dado.
-
No
meta a Dios en este quilombo -gruñó Arístides-. Supongo que sus donantes serán
el Poderoso y otros tales, tan salidos como él.
Esmeralda replicó
al exabrupto con una confidencia:
-
¡Qué
ingenuo! ¿Acaso cree que la pastizara que va a mantener mi boca cerrada
sale de las cuentas de Fonsi? Sí, sí, bueno es él para estas cosas… Y no
será porque no le sobre el parné, que parece una máquina de hacer dinero.
El inspector se
hizo el tonto:
-
Entonces,
¿quién va a financiar sus caprichos, a cambio de su discreción?
Esmeralda se
encogió de hombros y contestó dubitativamente:
-
¡Qué
sé yo! Saldrá de los fondos reservados, o de los de reptiles, o de ciertos
amigos que le bailan el agua… Yo me libro muy mucho de preguntar, pero como él
es tan bocazas…
***
Pocos días más
tarde, Arístides se enteró de que el fiscal Bocanegra había formulado el
escrito de acusación contra Recuenco, pidiéndole cuatro años de prisión. Era
una pena lo bastante grave como para no admitir la condena condicional; es
decir, que el joven tendría que pasar una buena temporada en la cárcel. Evitando
volver a entrevistarse con él en la penitenciaría, el inspector se hizo el
encontradizo con el abogado defensor. Este comprendió al momento lo que
Arístides pretendía saber, por lo que le dijo:
-
Es
inútil. Ese chaval es un cabezota y aceptará sin rechistar la pena que le
pongan. En fin, después de todo, quizá le vaya mejor conformándose que armando
un escándalo…
-
¿A
qué escándalo se refiere?, preguntó el inspector, haciéndose de nuevas.
-
Lo
sabe usted tan bien como yo -replicó el abogado, con una sonrisa cómplice-. De
hecho, mi cliente me contó lo de su visita a la cárcel y la sugerencia que le
hizo de que faltase a su palabra.
Arístides se
sulfuró al verse poco menos que tildado de inductor de una inmoralidad. Levantó
la voz y le vomitó:
-
¡Lástima
que cifre su honor en servir a tan mala causa!
5.
Una grabación viajera
Gentileza de www.tebeosfera.com (autor: Manuel Vázquez, año 1964)
Me lo comentaba mi
amigo, Arístides Salmerón, lo menos veinte años después de sucedido y, por
supuesto, estando ya jubilado de policía:
-
Mira,
Fede, si no hubiera sido por lo que me contó Esmeralda Duque, lo
más probable es que hubiese guardado la cinta escabrosa en el fondo de un
armario y, con el tiempo, se la hubiera regalado a algún historiador conocido,
o la hubiese subastado por Internet, solo por darme el gustazo de saber en
cuanto valoraban nuestros conciudadanos las partes y las palabrotas del
Poderoso. Pero aquello de que tuviéramos que pagar aquellos excesos entre todos
-yo incluido-, me cabreó de tal manera, que me llevó a poner en circulación la cinta,
con el sorprendente resultado que ya conoces.
¡Y tanto que había
sido sorprendente, y hasta rocambolesco! Yo diría que es una brillante manera
de concluir esta historia, que en cierto modo es la de la frustración de un
policía que quiso comportarse como tal. Bien, fuera preámbulos y sigamos la ruta
de aquella grabación con apariencia de La escopeta nacional.
Si recuerdan lo
que les indiqué al comienzo, dentro de la pudibundez y la cobardía generales de
nuestra prensa respetable, el diario El Globo se atrevía a
bastante más que sus colegas, y hasta mantenía una moderada atención sobre
aquel tema escandaloso, hasta el punto de que sus lectores se figuraban que
acabaría por tirar de la manta, abandonando circunloquios y medias tintas. Uno
de esos lectores era Arístides, como sabemos, y ello le inspiró la idea genial.
Basándose, al
parecer, en el Garganta Profunda del caso Watergate[5],
Arístides se puso en contacto telefónico con el periodista de El Globo,
que conocidamente estaba al frente de la labor de investigación sobre los excesos
lascivos del Poderoso. Como en su modelo norteamericano, policía y redactor
quedaron citados de noche, en un enorme garaje-aparcamiento de las afueras de
la Capital. Evitando mostrarse a la luz, y con ciertos artificios para
disimular su fisonomía, Arístides ofreció la entrega de un video muy
comprometedor, que permitiría poner en la picota a aquel rijoso prócer. Solo
ponía una condición: el compromiso del periódico de hacer uso de la cinta para probar
ante todo el país lo que a sus ciudadanos se les estaba ocultando por parte de gobiernos
y medios informativos. El periodista le aseguró inmediatamente que destaparía
el escándalo, pero nuestro inspector le exigió que consultase la decisión con la
dirección del diario. La forma de conocer su aquiescencia sería la publicación de
un determinado anuncio por palabras, en un número de las siguientes dos
semanas.
En efecto, el pactado
aviso apareció, al cabo de cuatro días, lo que impresionó a Salmerón como una
muestra de interés e inexistencia de obstáculos. Así pues, nuevo telefonazo,
indicando el lugar en que el periodista podría recoger la cinta de video: remetida
entre la pared y la tubería de aireación, a la altura de una determinada plaza
del garaje de la entrevista. Como precauciones obvias, Arístides telefoneó esta
vez desde la recepción de un gran hotel, pero solo después de haber depositado
previamente el tesoro en el escondite convenido.
Mi amigo me contaba
lo que pasó después como si hubiese sido lo más natural del mundo; como algo
que él debería haber imaginado, teniendo en cuenta el pelaje de los sujetos implicados,
de una forma u otra, en aquella basura -como él la llamaba-.
-
Quiero
creer en la bondad relativa de la gente, aunque me cueste -me decía-. Es muy
probable que en el periódico se volvieran atrás, al visionar la cinta, o porque
recibiesen algún toque de las alturas. Según eso, mi Bob Woodward[6],
tendría entre manos una cinta que era dinamita y con la que no sabría qué
hacer, ni a quién devolverla, supuesto que esa fuese su intención… Pero también
cabe que, antes de llevarla al periódico, se le ocurriese no meterse en líos y,
de paso, ganar un buen dinero pasándosela a alguien muy rico, que pudiera estar
interesado en ella.
-
Bueno,
Arístides, todo eso son imaginaciones tuyas -le chinché-. Lo único cierto es
que El Globo no llegó nunca a hacer uso del caramelo que le
habías puesto en la boca.
-
Tú
sí que habrías hecho un buen policía -ironizó-: Exiges probar y demostrar todo
al ciento por ciento. Pero ya me dirás cómo explicar que una cinta escabrosa de
las de Esmeralda apareciese poco después en poder de aquel banquero
metido a político, a quien el Poderoso y el Gobierno habían dejado tirado, en
manos de la justicia, por mezclar las estafas a gran escala -que casi todos los
de su ralea cometen-, con la alta política -que es algo en que los banqueros no
deben zambullirse, sino limitarse a mover los hilos de los títeres-.
-
Me
parece que te he pillado en un sofisma, amigo Aris -alegué complacido-. De
muy poco le valieron a aquel ambicioso sus malas artes, puesto que acabó en la
cárcel y, aparentemente, fuera de juego y muy malparado económicamente.
-
No
andas muy bien de memoria, Fede. Si hicieras por recordar, observarías
que a aquel ambicioso le cayeron veinte años de reclusión, de los que cumplió
solo cuatro.
Vació el vaso de
vermú y puso fin a nuestra charla, rememorando algo que aún le reconcomía, pese
al tiempo transcurrido:
-
¡Cuatro
años!... Lo mismo que a Vicente Recuenco. ¿Qué te parece?
Zorro siberiano (antes de convertirse
en estola)
[1]
Nótese que los hechos narrados están ambientados alrededor del año 1995, cuando
casi todas las actuales maravillas de la telefonía móvil estaban por inventar.
[2] Película
del año 1978, dirigida por Luis García Berlanga.
[3]
Es decir, el Documento Nacional de Identidad de todos los ciudadanos, para
cuya expedición han de tomarse las impresiones digitales de los solicitantes.
[4]
Alusión al famoso Aristides, hijo de Lisímaco (530-468), notable
estadista de Atenas, a quien sus conciudadanos apodaron El Justo por sus
virtudes cívicas. El relato da a entender que Bañuelos tildó de justo a
Salmerón, por el mero hecho de coincidir su nombre con el del político
ateniense.
[5]
No pretendo explicar lo complejo y sobradamente conocido. Simplemente, por
curiosidad, indicaré que Deep Throat (o Garganta Profunda) fue el
seudónimo de William Mark Felt (1913-2008), subdirector asociado del FBI, quien
no reveló su relación con el periodista Bob Woodward para desentrañar el asunto Watergate
(1972-1974) hasta el año 2005, en que lo confesó a la revista Vanity Fair.
[6] Véase la
nota 5.
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