En el mundo del arte (I). Una
Inmaculada de atribución incierta
Por Federico Bello Landrove
El presente relato
es casi completamente
imaginario, aunque se centre con bastante verosimilitud en un mundo real, hecho
de cuadros antiguos y de tristezas de todos los tiempos. Tal vez, al
concluirlo, tengan mis lectores la misma impresión que yo he sentido: Que,
entre la realidad y la ficción, apenas existe la delgada línea, a veces
imperceptible, que separa la verdad de lo meramente posible[1].
Inmaculada de Antolínez (Museo del
Prado), con manos juntas en actitud orante
1.
Un profesor en camino a lejanas tierras
Todo había
empezado por la pretenciosa ambición de llegar a catedrático de Universidad.
Como casi siempre, fue su hermana Rita la que dio en el clavo:
-
Te
estás dejando los mejores años de la vida persiguiendo Vírgenes. Mejor harías
en olvidarla y buscarte una mujer de carne y hueso antes de que se te
pase el arroz.
No crean que la
persona a olvidar fuese un espíritu celestial, sino la famosa Lucía Encabo, una
conocida de la Facultad de quien se había enamorado con la ilusión de un
primerizo, desde que la muchacha había empezado a ir por su seminario para hacer
la tesina de fin de carrera. Él, Dámaso Cifuentes, era para entonces un
profesor adjunto, concienzudo, pero poco brillante, a quien los alumnos -tan
dados ellos en poner motes alusivos a las cualidades menos gratas de cada
docente- habían apodado Exactus[2];
según unos, por su puntualidad en empezar las clases y, en opinión de
otros, por la muletilla de responder “exacto” cuando alguien le hacía una
pregunta cuya respuesta fuese positiva. El caso es que Exactus, poco
habituado a que lo escogieran para dirigir una tesina -y más, una chica tan
lucida como la Encabo- extremó su exactitud y se empleó a fondo en su cometido;
tanto que, seis meses más tarde, la joven superaba con la máxima calificación
la defensa de su trabajo -que de suyo tenía poco más que el nombre de la
autora- y el profesor y su alumna paseaban por las recoletas sendas de la
Alameda cogidos de la mano, arrullándose. Luego, pasó lo que era de esperar de
la relación entre dos personas que no tenían mucho más en común que una tarea
absorbente que cumplir durante un corto tiempo: Lucía no se atrevió con la
preparación de oposiciones que Dámaso le sugería; optó por emplearse en un
colegio bastante acreditado de Madrid, donde el apellido Encabo tenía
influencias, y en Salamanca quedó chasqueado el bueno de Exactus,
reemplazado a los pocos meses por un galán de los Madriles, que superaba
tanto a Dámaso a primera vista,
que un colega de este lo tuvo fácil, al improvisar un comentario jocoso sobre
la preterición del modesto profesor de Historia del Arte:
-
¿Qué
chica no cambiaría un Exactus por un Rolex?
De aquel trueque
de relojes habían pasado cuatro años; un tiempo que Dámaso empleó en
encajar el golpe y mejorar su currículum. Esto último había arrancado de
un consejo del profesor Pérez, que no tenía en mucho el sistema de selección
española de los catedráticos:
-
Créame,
amigo, que yo empecé desde abajo, siendo un chico para todo en un Museo. Escriba
un libro importante sobre un tema, cuanto más notorio y original, mejor; luego,
mucho rendibú y, cuando llegue arriba, a vivir de las rentas.
Les puede parecer
mentira, pero todo lo que voy a contarles comenzó así. Después de varios días
dando vueltas a la cuestión que escogería, se lio la manta a la cabeza; abrió
el Angulo[3]
al azar y se dio de manos a boca con una espléndida Inmaculada que le resultó
vagamente conocida. Al pie, podía leerse: José Antolínez, Inmaculada
Concepción (Museo del Prado), c. 1665. El autor era un pintor del que se
había escrito poco y bastante superficial[4]:
pintor de Inmaculadas, se le llamaba de manera irónica, aunque tal vez
hubiese sido víctima de los gustos reiterativos de su época. Lo cierto es que, redondeando,
se le atribuían unos veinte cuadros con ese mismo tema[5].
Fue una coincidencia que inmediatamente atrajo a Dámaso, quien, no solo era
bastante espiritual en su sentir, sino exhaustivo en sus ansias de
conocimiento. ¡Qué mejor que seguir, monográficamente y hasta la saciedad, el
proceso por el que un pintor ilustre agota un tema, dentro de las
circunstancias y cualidades que Dios le ha dado! Dicho y hecho. En apenas unas
horas, se había empapado de su objeto y tenía la abrumadora lista de pinturas a
estudiar.
Tres años y ocho
meses más tarde -cuando su impertinente hermana le ha apostrofado de la forma
que ha quedado dicha-, Dámaso Cifuentes, está a punto de dar cima al mayor
anhelo de su vida: visitar, conocer, intimar y admirar todas y cada una de las Inmaculadas
de Antolínez. Tan solo le falta una de las Concepciones que tiene
censadas que, por cierto, no es de autoría cierta. La ha ido dejando para el
final porque no resulta cómodo ni barato coger un avión y plantarse en Panamá[6],
por más que le hayan hablado bien del país y hasta un posgraduado panameño se
haya ofrecido a hacerle los honores cuando llegue a su capital. ¡Pero es que ni
siquiera es en Ciudad de Panamá! Tenía que habérseles ocurrido a las lumbreras
de la Orden benedictina del siglo XVII el fundar un convento de monjas en
Buenaventura de Tabasará, a ocho mil kilómetros de España. En fin, el profesor Cifuentes
ya ha hecho cálculos, con su precisión acostumbrada, y ha llegado a la
conclusión de que, si encuentra un vuelo chárter a Panama City y reduce su
estancia a quince días en una pensión de tarifa conveniente, puede que solo
le cueste la mitad de sus ahorros. ¡Si no le hubiese dado por ir de rumboso con
la boda de su hermana pequeña! Claro que un padrino es un padrino y, quien más
quien menos, cree que un modesto profesor de Universidad gana tanto como un
director general.
Habrá, pues, que
apretarse el cinturón y esperar mejores tiempos: Cuando se ponga a la venta su
gran libro, por ejemplo. Ya ha comprometido la edición con un Instituto religioso
de campanillas, que le pagará un buen fijo, a mayores del porcentaje por
ejemplar vendido, siempre que se avenga a que la obra sea prologada por el
Presidente de la Conferencia Episcopal y que él mismo haga una devota
introducción sobre el dogma de la Inmaculada Concepción y su extraordinaria
presencia en la Historia del Arte español[7].
-
De
esa forma, la obra va a quedar muy enriquecida, le ha asegurado el Rector
Cañizares. Solo tendrás que aligerar el original de un centenar de páginas,
cosa muy conveniente para no espantar al lector no especializado.
-
¿Y
quién, si no es un profesional, o alguien muy interesado, va a comprar un libro
titulado La Inmaculada Concepción en la producción de José Antolínez?,
pregunta malévolamente Dámaso, que ya se ve podando su obra de los sutiles
matices y detalles que podrían hacerla imperecedera.
-
Quizás
haya que empezar por retocar el rótulo, sugiere el prócer. Algo más espiritual
y menos…
-
¿Exacto?
-
No
sé qué decirte -duda Cañizares-. La verdad es que no resulta fácil hacer
atractivo el título. ¡Mira que apellidarse Antolínez[8]!
-
Tiene
usted razón, concede Cifuentes. Velázquez, Murillo, o Pereda, sin ir más lejos,
quedan mucho más aparentes.
Verdaderamente, para
aspirar con fundamento a una cátedra, hacen falta buenas tragaderas. Dámaso
bajó las escaleras desde el despacho del rector no sabiendo si reír o echar
venablos. Velázquez, Murillo, Pereda; Velázquez, Murillo, Pereda: Con
esa cantinela rítmica iba bajando los escalones, a pintor por peldaño. Siguió
salmodiando y marcando el paso por el claustro y el zaguán. Solo al dejar atrás
el portón y salir a la plaza, se atrevió a mascullar: ¡Valiente tiracantos
está hecho el tal Cañizares!
***
Dámaso había
procedido como acostumbraba cuando la Inmaculada a estudiar moraba en
algún museo abierto al público, es decir, acreditándose como investigador y
profesor de Arte, indicando la razón de su interés por el cuadro y, finalmente,
solicitando de la solidaridad y benevolencia de su dirección las necesarias
facilidades y ayudas para culminar la tarea. La verdad es que -como también
había acontecido con las Inmaculadas en colecciones particulares- había
habido de todo: desde la más afectuosa y desprendida colaboración, hasta lo que
nuestro profesor calificaba con alguna hipérbole de portazo en las narices. Pero
nunca le había sucedido lo que con el Museo Demóstenes Balboa, donde el
profesor esperaba encontrarse con su vigésima tercera y -¡Dios lo quisiera!-
última de las Vírgenes de su futuro libro. El Curador Jefe del Museo, de
manera áspera y reprobadora, le había respondido así:
En relación con
el interés que Usted manifiesta por el óleo sobre lienzo de la Purísima
Concepción, obra indudable del pintor español José Antolínez, cúmpleme
informarle que el mismo procede del convento de la Santísima Virgen de Veragua,
de la Orden de Madres Benedictinas, y que pasó a ser propiedad de la República
de Panamá (sucesora de la de Colombia[9])
por incautación desamortizadora a dicho convento, sus anteriores dueñas;
decidiéndose por el Ministerio de Cultura (resolución de 3-II-1976) que quedase
depositado permanentemente en el recién creado Museo de Arte Religioso de esta
ciudad. No se me alcanza, pues, el motivo por el que en su carta alude al cuadro
como “atribuido a los pinceles de Antolínez”, poniendo así en duda la mayor gloria
pictórica de nuestro Museo que, aunque modesto, nunca se ha “atribuido” gloria
que no le corresponda en justicia… Por ello, esperamos su visita y estamos a su
disposición para cuanto necesite, a fin de que llegue a convencerse de que
nuestra obra, número 724, es una Inmaculada Concepción de las de mano de José
Antolínez …
Una de las mejores
cualidades de Dámaso era su adaptabilidad. Evitó el ofenderse, o entrar en
discusión, comprendiendo que era normal en un pequeño museo de ámbito
provincial el que otorgase a un gran pintor la atribución de una obra que
poseyera, a poco que la historia o la crítica lo permitiesen. Pero ¿en verdad
había algún motivo para disculpar esa infatuación? Nuestro adjunto pasó
revista a la poquísima literatura existente y se hizo con un par de buenas
fotografías del cuadro de autoría discutible. Luego pensó -y ahí es donde entra
su flexibilidad- que nada mejor que viajar hasta Panamá para formarse una
opinión de propia mano. ¡Podría ser la guinda en la tarta de su libro! Claro
que había que andarse con pies de plomo con el Museo Balboa y conseguir
alguna beca o ayuda de investigación para poderse tomar las cosas con más calma
y mayores medios. Como en otros momentos importantes de su vida, viajó a Madrid
para exponer al profesor Pérez el problema. Este, aunque ya jubilado, seguía
ostentando el título de Director Honorario del Museo…, y ello podía facilitar
mucho las cosas para las pretensiones de Dámaso. Su mentor se lo tomó con gran
interés: Extendió un informe muy encomiástico de la labor de catalogación y
estudio de las Inmaculadas que preparaba el profesor Cifuentes
-librándose muy mucho de informar que el trabajo versaba exclusivamente sobre
las de Antolínez- y sugería que la visita del ilustre profesor de Salamanca podría
ser un buen punto de partida para futuras relaciones entre ambos museos. A
mayores, Pérez apoyó el otorgamiento por una fundación de la que era patrono de
una ayuda económica que cubriera los probables gastos que Dámaso habría de
tener en tierras panameñas. Lo único que se le atravesó al adjunto
salmanticense fue la tajante negativa de su catedrático, cuando le fue con la
petición de un permiso de tres meses para cumplimentar holgadamente la tarea:
-
¡Ni
hablar! Parece mentira, Dámaso, que ni me lo plantees siquiera, con lo cargados
que andamos todos de clases. Vete en las vacaciones de verano, aunque te toque
pasar calor.
-
No
me agobia el calor, sino los huracanes que soplan por el Caribe en la época
cálida del año. Ni el viaje, ni la estancia resultarían seguros. Me consta que,
hace un par de años, tuvieron que cerrar el museo por ese motivo y se tiraron
seis meses reparando los desperfectos.
-
Malo
ha de ser, hombre… En cualquier caso, no puedo informar favorablemente una
licencia tan larga. ¿No te bastaría con un mes, incluyendo las vacaciones de
Navidad?
-
Eso
pensaba yo -concluyó Dámaso-, pero han surgido unas complicaciones que imponen
una estancia más dilatada.
Calló cuáles eran esos
tropiezos, pues no se fiaba de la discreción de su jefe, y optó por encomendarse
a Nuestra Señora del Pronto Socorro y hacer el viaje durante el estío. A fin de
cuentas -pensó-, aunque cambiase la advocación de la Virgen, era llano que emprendía
la aventura a su mayor honra y servicio.
2.
La anfitriona y el complejo de Creek[10]
En el
corregimiento de Buenavista, se estaba desarrollando una conversación entre el
alcalde distrital[11],
Zacarías Valdés, y el engreído curador jefe del Museo, Iván Ríos, y los
términos no eran precisamente muy versallescos. Es más, Zacarías estaba a punto
de hacer valer el ordeno y mando, que le correspondía como director nato
del Museo, y no precisamente por amor propio, sino por esas buenas razones que todo
político conoce y respeta al dedillo: Había recibido una llamada telefónica del
Ministro de Cultura, mostrando el mayor interés porque el profesor Cifuentes fuera
recibido como si de un buen amigo se tratase. Entre nosotros, les diré lo que
nadie sabía en Buenaventura, ni llegarían nunca a conocer: Que Dámaso, por mera
cortesía y prevención, había comunicado a su antiguo alumno panameño, Aurelio Howard,
que pronto andaría por su país, y a este le había faltado tiempo para mover
influencias y recomendaciones; y no irrelevantes, por cierto, dado que su padre
era un naviero de postín, en la nómina de mayores contribuyentes al partido
político presidencial. De todo lo cual, lo único que le había llegado a Don
Zacarías -y era más que suficiente- era la aludida llamada del ministro,
dándole a entender que el profesor que venía de España debía ser tratado como
un visitante ilustre, dándole toda clase de facilidades para el desempeño de su
relevante trabajo.
-
Así
que el ministro me ordena la mayor cortesía con el profesor y ¿qué me
encuentro?... Que le has escrito de modo desabrido y ahora, al saber que lo
tendremos aquí la semana entrante, me vienes con que nos andemos con él con
pies de plomo y nos lo quitemos de delante a las primeras de cambio.
Ríos comprendió
que pisaba terreno resbaladizo pero, a fin de cuentas, ni él era un político,
ni un individuo que diese su brazo a torcer así como así.
-
Discrepo
de tanto requilorio -protestó-. A poco que le demos oportunidad a ese tipo, nos
pondrá el museo patas arriba y acabará por escribir que la Inmaculada fue
pintada por el mozo que le lavaba los pinceles a Antolínez.
Zacarías experimentó
un punto de preocupación. Después de todo, aquel famoso cuadro era el
orgullo del museo Demóstenes Balboa y, probablemente, la mejor pintura
antigua en todo Panamá. Poco versado en la materia, preguntó a Iván:
-
¿Pero
no estamos seguros de la autoría del cuadro? Yo creía que…
-
¡Pues
claro que estamos seguros!… hasta donde podemos, respecto de una obra de hace
más de trescientos años y que al ceporro del pintor le dio por no firmarla,
cosa que -dicho sea de paso- no siempre hacía. Pero, por historia y estilo, apenas
puede caber duda de la legitimidad de la atribución. Mas deja que uno de esos
profesores émulos de Santo Tomás venga por aquí con cámaras de alta resolución,
microscopios y rayos X, y verás la que puede organizarnos.
-
Hombre,
Ríos, no vamos a juzgarlo antes de tiempo. Lo mismo es un sujeto normal, que
se limita a cubrir el expediente.
-
¡Ya,
ya! -discrepó Iván-. Para empezar, está eso de la atribución, como si la
autoría de Antolínez estuviera por ver y discutir. Además, le he seguido la
pista y es un tipo la mar de meticuloso, que ha puesto en duda o rechazado la
autoría de Antolínez en cuatro de las Inmaculadas que ha analizado. Y, para
rematar, ¿tú crees que un individuo, que solo quiere cumplir un trámite, se viene
desde España y en temporada de huracanes? Que no, Valdés, que no… Yo que tú,
escribiría al ministro, poniéndole en antecedentes de cuanto te he dicho.
El director, con
cara de preocupación, quedó pensativo durante unos momentos. Luego, sonrió, con
el rictus de quien cree haber dado con una astuta solución del caso.
-
Por
de pronto -explicó a Ríos-, vamos a darle al ministro lo que nos pide, que para
eso es mandón y nos está presupuestando generosamente las obras de reparación
del museo. ¿No quiere que tratemos bien al profesor español? Pues nada, a
cuerpo de rey, que no hay mejor forma de ganarse la voluntad del prójimo y
predisponerlo en nuestro favor. Y mientras él lo pasa bien, nosotros demoramos
con cualquier disculpa el proporcionarle los medios técnicos para su trabajo.
Dar largas a una petición no es rechazarla; el ministro no tendrá por qué
sulfurarse, sino que, como es bastante listo, él comprenderá.
Poco a poco,
Valdés fue convenciendo a su interlocutor y subordinado, mientras improvisaba
detalles y matices para el plan, pues su inventiva en la materia era
sobradamente fértil. Pero faltaba -como si dijéramos- la mano inocente y
fiable que le pusiera el cascabel panameño al gato mesetario. El alcalde
distrital lo expuso así:
-
Se
trata de que alguien de nuestra plena confianza se gane la del profesor, le baile
el agua y nos tenga informados de cuanto su vigilado imagine o trame. Creo que
lo mejor es que fuera alguien que trabajase en el museo.
-
Yo
me ofrecería -repuso Iván-, pero, después del desplante de la carta, no soy la
persona indicada.
-
Pues
apenas contamos con una semana -gruñó Zacarías-; de manera que tenemos que
obrar rápido y con lo que tengamos a mano…
-
Difícil
me lo pones -suspiró el curador jefe-. Apenas contamos con una docena de
empleados y, como bien sabes, la mayoría son unos indocumentados.
Zacarías lo miró
de hito en hito, de una manera que Iván creyó comprender lo que quería decir,
aunque emplease circunloquios:
-
Alguno
-mejor dicho, alguna- habrá bien preparado y con buenas cualidades para
el caso. En fin -concluyó-, lo dejo en tus manos, pero no te las des de
escrupuloso, ya que, según tú opinas, nos jugamos el futuro del museo.
***
El futuro del
museo. Aquellas palabras resonaban en la cabeza de Iván Ríos mientras
conducía el Range Rover camino de su chalé de las afueras, en una
pequeña urbanización sobre la Ruta Panamericana. Estaba muy claro lo que el
director había querido decir: El futuro del museo iba ligado a su porvenir. Es
verdad que daba clase de Artes en el Instituto del distrito, pero su mayor
anhelo y más firme esperanza era la de acceder a un puesto relevante en el
Museo Nacional, para lo que lo cualificaba y daba currículo su licenciatura por
la Universidad española de Castellar y una estancia semestral en el Museo de
Arte de Baltimore. Y ahora, cuando estaba a punto de dejar de chapotear en
aquel hediondo cenagal de Buenaventura -en que había nacido cuarenta años atrás-,
le venían con que estaban en juego su prestigio y su futuro, por obra y gracia
de un ministro ceremonioso y de un profesor suspicaz.
Guardó el todoterreno
en el garaje, sin dejar de imaginar su sombrío destino, el cual el cenutrio
de Zacarías había pretendido -o dado a entender- que debía poner en manos de la
mujer preparada y de buenas cualidades, que estaba guisando arroz con
pollo, a juzgar por el olor que llegaba hasta el vestíbulo. Sin hacer notar
previamente su presencia, pese a que era imprevista por ser en horario laboral,
Iván voceó:
-
¡¿Te
acordarás algún día cerrar la puerta de la cocina?! ¡Con este tufo se le quitan
a uno las ganas de entrar!
¡Y a esa ama de
casa, mediocre y descuidada, era a quien su director le sugería que confiase,
poco menos que vidas y haciendas! Por más que… No cabía duda de que algunas
prendas la adornaban para ejercer de anfitriona del indeseado profesor a punto
de llegar. Aunque los años no pasan en balde y nunca había sido lo que se dice
una belleza, su mujer tenía una grata presencia y, cuando le daba por
arreglarse -pocas veces, la verdad- tenía el suficiente estilo y palmito, como
para despertar el interés y los elogios de sus conocidos. Pero, por encima de
ello -que no dejaba de producirle un reconcomio de celos- estaba la feliz
circunstancia que había provocado la sugerencia de Valdés: Ángela era -o fue-
una castellana de pura cepa, a quien el menda había tenido suficiente insistencia
y sex appeal para traérsela de Castellar como trofeo de su hombría…,
aunque muchas veces había tenido que lamentar semejante ocurrencia. Cuando la
conoció, era una estudiante de Derecho, nacida a orillas del Duero, sociable y
culta, con la que, al cabo de un par de años, maridó y la trasplantó a las
faldas de la serranía de Tabasará, aunque era hombre que no compartía sus
aficiones, ni aguantaba su firme personalidad, ni soportaba el atractivo que
con su exótica procedencia y su simpatía despertaba entre las personas con
quienes trataba.
-
¿Y
los chicos?, preguntó desde el otro lado de la puerta, que tanto había
insistido en que se cerrara.
-
¿Dónde
quieres que estén?, contestó Geli. En el colegio, como todos los días a
esta hora. Eres tú quien ha llegado muy pronto. ¿Te pasa algo?
-
Nada
que no se arregle con un cóctel de camarones y un vermú…
-
Si
te conformas con un ceviche de marisco… Lo puse a marinar ayer y supongo que ya
estará para comerlo.
-
Sírvemelo
en el salón, mientras leo La Prensa[12].
Desplegó las
páginas del diario, pero su mente no se concentraba en la lectura y una y otra
vez volvía a la sugerencia de Zacarías. No le gustaba nada la idea de utilizar
a su mujer, que donde mejor estaba era metidita en casa, cuidando de ella como la
perfecta casada[13],
y entregándose a él y a los niños con dedicación exclusiva. Además, estaba
el problema de su muy escasa formación artística. Es cierto que, en época de
vacaciones o epidemias de gripe, había echado una mano como guía del museo,
gracias a las lecturas que memorizaba a propósito. También lo era que le agradaba el ambiente del museo, hasta el punto de que había tenido que llamarle
la atención más de una vez, al encontrarla en el desván del edificio, donde radicaba
el pomposamente llamado Centro de conservación y restauración. ¿Podría
ser suficiente esa mínima experiencia para dialogar con el profesor intruso de
forma inteligente y para espiarle con provecho? Justo en ese momento
llegaba con la bandeja del aperitivo. Le preguntó:
-
Geli, ¿estarás
muy liada en los próximos días?
-
Como
siempre -suspiró ella-. Bueno, más, porque ya están aquí los exámenes de final
de trimestre[14].
-
¡Bah!
-repuso Iván despectivamente-. Los chicos ya son lo bastante mayores como para estudiar
por sí solos.
- ¡Qué
equivocado estás! -rebatió Geli-. Es justo al revés: Cada vez tienen más
tentaciones para dejar de trabajar, y me desobedecen en cuanto les exijo un
mínimo esfuerzo.
-
Es
que los agobias, estando tan encima de ellos… En fin, si es eso todo, te echaré
una mano y, a cambio, podrías ayudarnos con un problemilla que se nos ha
planteado en el museo… Yo no estoy muy seguro, pero Zacarías piensa que eres la
persona indicada.
-
Indicada,
¿para qué?
-
Para
servir de anfitriona a un profesor que viene de España para estudiar a fondo
nuestra Inmaculada… Va a publicar un libro sobre las vírgenes de
Antolínez y tiene el humor de venir desde Salamanca para saludar a la de
acá.
Geli vaciló
unos momentos, antes de llevarle la contraria al jefe de su marido:
-
Pues
no creo que sea yo la persona apropiada: Ni conozco a fondo el país, ni tengo
estudios para ayudar a ese especialista en su trabajo.
Iván se exasperó,
como era frecuente cuando su esposa no decía amén a sus indicaciones:
- ¡ Pareces
tonta! ¡Qué mejor para un castellano a ocho mil quilómetros de su tierra, que encontrar
a una paisana que le sirva de introductora!
A Geli se
le ocurrió replicar que uno podía ser profesor de Salamanca y haber nacido en Huelva
-un suponer-, pero optó por aparentar sumisión, a ver por dónde salía la cosa:
-
De
acuerdo -asintió-. Refrescaré lo poco que aprendí cuando estuve haciendo de
guía del museo y leeré lo que pueda sobre ese pintor y sus obras… Por cierto,
si el acompañamiento va a incluir servicios de choferesa, tendremos que
arreglar el Toyota, si es que no quieres dejarme tu Range Rover.
-
No
estamos para meternos en gastos -gruñó Iván-… En fin, Hablaré con Zacarías para
que el distrito pague la factura. Al fin y al cabo, no se trata de hacer
turismo, sino de prestar un servicio cívico.
La mujer se sorprendió
al escuchar una fórmula tan altisonante, y preguntó:
-
¿Servicio
cívico? Creí que se trataba de una mera cortesía.
Iván, aunque poco
dado a dar explicaciones a su esposa, no tuvo más remedio que entrar en
detalles:
-
Presta
atención y no se te ocurra irte de la lengua con nadie -advirtió-.
-
Como
no sea con tu madre o con el lechero…, masculló Geli.
Con pocas y escuetas
palabras, Iván le puso en antecedentes de cuanto nosotros ya conocemos. Geli
siguió la explicación con creciente interés, al tiempo que una inquietud
también crecía en su interior: la de tener que lidiar con los inevitables celos
de Iván y con sus represalias, en el caso de que su paisano no quedase
convencido de la autenticidad del cuadro. Con todo, optó por no rechazar de
plano la encomienda, sino que, con una sumisión aprendida tras quince años de
matrimonio, preguntó a su marido:
-
Ya
me has dicho lo que opina Zacarías, pero ¿y tú? ¿Crees que debo meterme en ese
berenjenal, que a saber cómo acaba?
-
Es
mal enemigo mi jefe, si se le lleva la contraria y, por otro lado, yo soy el
primer interesado en que todo siga como hasta ahora. Y no creo que tengamos
nada que perder, si sabemos hacerle la rosca al profesor.
-
Está
bien -concluyó Geli- pero creo que no debo asumir esta tarea sin obtener
ciertas garantías por parte del director. Pídele audiencia hoy mismo y dile que
iremos a verlo para aclarar algunos puntos. Lo siento, Iván, pero sin dejar las
cosas claras, no estoy dispuesta a comerme este marrón.
El hombre iba a
objetar -¡cómo no!- a la ocurrencia de su mujer, pero se le ocurrió de pronto
que podría tener una interesante vertiente económica:
-
Está
bien -admitió-. Así aclararemos los aspectos económicos, que no gano tanto como
para andar invitando al primer cantamañanas que venga por aquí a discutir los
méritos de nuestro museo.
Geli se
pasó la noche de claro en claro. Incluso, cuando notó que su esposo se había
dormido, se dirigió al salón y se arrebujó con un vaporoso cobertor en el sofá
de tres plazas. Pensaba mucho mejor sin el concierto de ronquidos
maritales y se sentía más libre dejando volar su imaginación más allá de las
bromelias del jardín al que se abría la veranda. Hacia las tres, aunque rodeada
por la oscuridad, lo tuvo todo claro y se dejó caer en un duermevela reparador.
***
-
Hay
todavía una cosa de la que no hemos tratado y que he decidido poner como
condición necesaria para convertirme en vuestra confidente -soltó en la
entrevista al día siguiente, cuando parecía que ya se había tratado todo-.
Zacarías e Iván interrumpieron
su charla y se le quedaron mirando de hito en hito, intrigados.
-
Bien
está -prosiguió Geli, tras unos instantes de expectación- que los fondos
del museo y del distrito cubran los gastos de la operación Inmaculada;
aún mejor, que me aseguréis que, cualquiera que sea el resultado final, no la
tomaréis conmigo, como si yo tuviera la culpa de que Antolínez no hubiera
firmado el cuadro. Pero queda por tratar un aspecto que no habéis tenido en
cuenta: Por lo que decís, ese profesor viene aquí sin prisa y lo mismo se tira
un par de meses en estudiar la pintura y hacer turismo. Y, entre tanto, yo,
venga de espionaje, de palique y de hacer de cicerone. ¿Qué saco de todo
eso, ni qué recompensa voy a tener por semejantes cuidados y sofocos?
Aunque Iván
trataba a su mujer mucho mejor en público que en privado, se puso rojo y exclamó
con intemperancia:
-
¡¿Qué
más recompensa quieres que la de que el museo siga adelante y nos dé de
comer?!
Zacarías, más por
curiosidad, que por mediar, rogó a Iván:
-
Deja
que se explique, que algo de razón tiene. ¿Qué te gustaría a cambio de tu
dedicación en nuestro servicio?
Geli contestó
sin vacilar:
-
Quiero
el permiso de Iván para viajar estas navidades a España con los niños. Hace
tres años que, con unas disculpas u otras, mis padres se han quedado sin
recibir nuestra visita; y ya sabéis que ellos están muy mayores para hacer el
viaje a la inversa.
Zacarías recriminó
levemente a Iván:
-
¡Hombre,
tres años es mucho tiempo!... A mí me parece muy justa la petición, con
profesor y sin él. Pero, claro, la última palabra la tienes tú.
El curador jefe
estaba -lo que se dice- pillado, pero no era hombre que cediese sin
rechistar:
-
Tal
parece que yo sea un tirano... Si te quedaste sin viaje estos tres años es porque
los chicos, por la edad y por otras cosas que me callo, cada vez han ido
poniendo más dificultades en dejar en vacaciones a sus amigos para ir a
pasarlas con unos viejos, en un lugar casi desconocido para ellos… En fin, todo
sea por hacerte feliz… Acepto y, ya que está aquí, que Zacarías sea testigo de
mi aquiescencia.
-
Pues
no se hable más, concluyó Zacarías. Y ahora, todos a una, a preparar la
recepción del profesor. Y tú, Geli, pídeme cuanto necesites para el caso,
por medio de Iván, o directamente.
La pareja salió al bochorno de la Plaza de
Armas, apenas paliado por la sombra de magnolios y ceibas. La cara de su esposo
presagiaba tormenta, pero Geli la daba por bien empleada: Había
conseguido lo que se proponía, y con el inapelable aval de Zacarías. Al menos,
eso es lo que creía ella pues, nada más montados en el todoterreno, mientras
esperaban los primeros soplos del aire acondicionado, Iván le soltó la
andanada:
-
Te
autorizo a que viajes a España y firmaré el consentimiento para que te lleves a
los chicos, pero, por descontado, los billetes y todos los demás gastos los
pagas tú.
-
Ya
me lo esperaba -repuso ella, con un aplomo que parecía dar a entender una
solvencia, que estaba muy lejos de poseer-.
-
Ya
que les ahorras a tus viejos el dispendio y las molestias del viaje -añadió
él-, lógico es que te lo paguen ellos o, al menos, te ayuden en lo que
precises.
-
Descuida,
que ya me las arreglaré, aunque bueno sería que te percatases de que también tú
vas a ahorrarte nuestra manutención durante el mes que nos ausentemos de aquí.
La última vez que
habían viajado a Castellar, todavía lo habían hecho los cuatro juntos, con lo
que Geli no había tenido que echar cuentas. Ahora, por lo visto, sería
diferente. Redondeando, calculó que necesitaría unos cinco mil dólares[15].
A escondidas de Iván, había ido haciendo hucha, hasta unos mil. Desde
ahora, hasta finales de año, tal vez podría doblar esa cantidad, contando con
escamotear lo que pudiera de lo que Valdés le adelantase para agasajar al
profesor. Todo, menos sangrar la cuenta bancaria de sus padres, no tanto por no
ser muy boyante, cuanto por tener que confesarles lo mal que estaban las cosas para
ella en Panamá.
-
Bastante
sufren con tenerme tan lejos -se decía-, como para agravar su tristeza contándoles
la mía.
No era creyente,
pero le salió del hondón de sus recuerdos, la frase favorita de su tía Amelia
que, por cierto, tampoco lo era:
-
Dios
proveerá.
Y, mientras tomaba
el camino de la cocina, se dio en pensar cómo sería aquel profesor que, sin
haber tomado todavía el avión para saltar el charco, había empezado a alterar
su vida.
3.
Todo museo que se precie tiene sus secretos
Mientras Geli se
encierra en la biblioteca del museo para empollar la pintura española
del siglo XVII y su marido hace lo posible -más bien poco- por ejercer de amo
de casa suplente, tenemos tiempo para darnos un paseo breve por la historia de la
Muy Noble y Heroica Ciudad de Buenaventura de Veragua, que es como la
intituló el monarca Felipe IV, allá por 1642, en recompensa por su brillante y
sufrida resistencia contra el violento y masivo ataque bucanero de 1637; una
supuesta victoria sobre los codiciosos piratas que, no obstante, ocasionó el
incendio y destrucción prácticamente totales de la desventurada villa de Buenaventura.
Como en otros muchos lugares saqueados por filibusteros, sus naturales, los ventureses,
entendieron que era demasiado peligroso el emplazamiento en terreno llano y tan
cercano al océano y optaron por trasladarse a las primeras estribaciones de la
cercana sierra de Tabasará. Así es como pasó a la historia arqueológica la
primitiva Buenaventura -apodada ahora la Vieja- y nació la actual que,
después de diferenciarse meramente como de la Sierra, el improvisado
nacionalismo panameño de principios del siglo XX concretó con orgullo que era
la serranía de Tabasará el cordal que habría de definir a la ciudad.
Ya en la primitiva
Buenaventura se habían instalado los frailes dominicos, con el obvio objetivo
de cristianizar a la población indígena. A tal fin levantaron un modesto
convento y, años después, un pequeño hospital. De ello, en 1637, apenas
quedaron algunos muros calcinados, pronto devorados por una vegetación
lujuriante. Pero los hijos de Domingo de Guzmán fueron tesoneros y, con la cooperación
indispensable de la Orden en la Península y el virreinato del Perú, erigieron
una sólida construcción en piedra, que ocuparían durante casi dos siglos[16].
Precisamente es esta la obra, de la que ha venido a ser heredero nuestro museo
distrital… Bueno, esa es una verdad a medias, pues los terremotos y algún que
otro incendio, dejaron las edificaciones reducidas a parte de la entrada
principal; a la iglesia, con las bóvedas hundidas y reducida a la fachada y la
estructura de las naves hasta el crucero, y a dos de los lados adyacentes del
claustro, con sus respectivas crujías. El conjunto había ido degradándose por
su uso público con progresivo deterioro: de gobernación municipal y cuartel, a
asilo y escuela de oficios, y así, poco a poco, hasta convertirse en improvisado
albergue de indigentes y cantera para constructores desaprensivos. Cuando la
presidencia de Demetrio Lakas[17],
el viejo convento de Santo Domingo en Buenaventura fue declarado monumento
nacional y afectado a la recién creada función de museo distrital de Buenaventura,
en Veraguas[18]. Su
dedicación al ilustre venturés, Demóstenes Balboa, no ha mucho
fallecido, honra el esfuerzo y apoyo económico de dicho mecenas, a la hora de
levantar, en estilo neocolonial, las modernas y reducidas dependencias museísticas,
comprensivas de galerías, taller de restauración y conservación, aula de
audiovisuales y -¡cómo no!- la biblioteca en que, al pasar, podemos columbrar a
Geli entre dos montañas de libros. Candelitas, la
bibliotecaria, no se ha extrañado mayormente de tan repentina y agobiante
bibliofilia, pues ya sabe de qué pie cojea su amiga:
-
Si
no fuese por los ratos que pasa aquí, ya habría acabado mal -musita para sí-.
***
Si el antiguo
convento dominico constituía el meollo de continente museístico, el de las benedictinas
del Dulce Nombre lo fue de su contenido, pues la mayor parte de las
piezas antiguas que albergaba el Demóstenes Balboa procedían del cenobio
de benitas de Buenaventura, pudiendo salvarse de la destrucción o el expolio
gracias a afectarse el espacio conventual para sede del gobierno del distrito y
vivienda oficial de sus principales autoridades. Y luego, como su actual curador
jefe había escrito al profesor Cifuentes, la Inmaculada, joya del altar
mayor de la iglesia de Santa Clara de Veragua, pasó, en unión de otras numerosas
obras artísticas que habían sido de las benitas, a los fondos del recién creado
Museo Regional, en calidad de depósito a perpetuidad.
He dicho todo y no
he aclarado nada, al menos, para los lectores más ávidos de curiosidades y
detalles. En cierto modo, Dámaso Cifuentes había sido uno de ellos, hasta que se
empapó del tomo IX de la magna Historia de la Orden Segunda de San Benito en
América. Geli no había llegado a tales profundidades bibliográficas,
pero también estaba al tanto de la cuestión. Es ello que, aunque ya no era el
señor feudal del territorio desde el siglo anterior, el Duque de Veragua -a la
sazón, el VI Duque, Don Pedro Nuño Colón de Portugal y Castro[19]-,
correspondiendo a las generosas iniciativas de Felipe IV hacia los valientes y
desgraciados ventureses, tuvo el hermoso rasgo -coincidente con la
celebración de su segundo matrimonio, el 5 de febrero de 1663- de dotar la
fundación en Buenaventura de un convento de monjas de San Benito, a cuya Orden se
decía que la Duquesa consorte era muy afecta. Decidieron los superiores de
dicha Orden que fuese casa madre de la veragüense la de San Salvador del Moral[20].
De allí vinieron las así llamadas cinco madres fundadoras, cuando las
obras del convento estaban ya tan avanzadas, como para permitir el inicio de la
vida monacal. Y de España, con ellas o poco después, llegarían algunos de los
cuadros que embellecerían iglesia, sala capitular y refectorio, así como libros
litúrgicos, platería y ornamentos. El resto serían comprado en la Nueva España
o en Nueva Granada, o procedería de las manos, torpes unas, primorosas las más,
de los artesanos locales y del vecino Darién. Innecesario es recordar que la Inmaculada
Concepción pertenecía al reducido elenco de las pinturas adquiridas en
nuestra Península -decíase que en Madrid-.
No es cosa de aumentar
la duración de esta pausa en el relato, por más que Dámaso todavía no haya
aterrizado en el aeropuerto de Tocumen, ni Geli esté aún ni medianamente
preparada para defender la autenticidad de la Virgen de Antolínez. Pero,
a fuer de resultar pesado, quiero hacer todavía una referencia a la pieza del
museo que lleva el número 367 del catálogo: Óleo sobre lienzo, de 57,5 x 44 centímetros,
que representa a la Virgen niña. Obra del pintor español, Diego Valentín Díaz (1586-1660),
en su última etapa (c. 1558). Procedencia: Convento de las Madres Benedictinas de
Buenaventura de Tabasará. Actual propietario: República de Panamá, por
aplicación de la legislación desamortizadora (Decreto de 9 de septiembre de
1861). Diré de mi cosecha, como buen conocedor de la obra, que la misma
estaba sin firmar; pero ya sabemos que ese no es un detalle que preocupase al
museo Demóstenes Balboa, a la hora de asignar sin dudas la autoría de
sus cuadros. En este caso, aparentemente, tenían razones para ello: Más
adelante se sabrá por qué, aunque no siempre tenga explicaciones para todo.
Como decía Nicanor Royo, el anterior curador jefe:
Toda buena obra de arte guarda sus
secretos…
… Secretos que la Niña
atesoraba en un rincón de la sala 3 del museo, celando su encantadora sonrisa
bajo una pátina aceitunada, que el humo de las velas y el polvo de los siglos
habían mudado en un velo negruzco imposible de correr.
***
Enlacemos ya con
la amenazadora frase de Candelitas, que he recogido algo más atrás: Si
no fuera por los ratos que pasa aquí, ya habría acabado mal. Supongo que,
después de encontrarnos con Iván Ríos, habremos entendido el sentido de la
frase. Mientras los hijos fueron pequeños, Geli tenía las lógicas satisfacciones
maternales, y su forzada reclusión en la casa sobre la Carretera Panamericana
tenía un sentido. Luego, los niños crecieron; empezaron a pasar la mayor parte
del día en la escuela y a percatarse de la forma en que el padre trataba a su
madre y de la tajante inferioridad en que esta se encontraba. El mayor,
Rodrigo, fuerte e impulsivo, tomó como modelo la figura paterna y empezó a
reproducir a su modo el autoritarismo y los desprecios de Iván. El benjamín, Manuel,
casi tres años menor que el primogénito, reaccionaba entre el temor y la conmiseración,
apoyando a la madre, y protegiéndose en ella frente al dominio que su hermano
quería ejercer sobre él, llevándolo a su terreno. En fin, ya les dije en el
capítulo anterior que este relato no incluye una lección de psicología de la
pareja, que en otro momento recogí[21].
Ahora solo me interesa plasmar la escena que podremos contemplar, cuando a las cuatro
de la tarde se cierran las puertas del museo y los empleados, apenas una hora después,
abandonan el tajo y candan las puertas. Candelitas se ofrece a su amiga:
-
¿Quieres
que te espere y te lleve en mi coche?
-
Gracias,
Cande, pero el señor, en aras del cumplimiento de mi deber, ha
puesto a mi disposición el Toyota, debidamente reparado y con neumáticos
nuevos.
-
¡Chica,
qué rumboso! -bromea la bibliotecaria-. ¿No vas a tomar un tentempié? Mira que
apenas probaste bocado en el almuerzo.
-
Ponte
al día, mujer -replica Geli, aparentando seriedad-. ¿No te has enterado
de que tenemos a la entrada un dispensador automático de sándwiches y
refrescos?
-
Eres
imposible, replica Candelitas. Como no te cuides tú, ya sabes que no
habrá quien te cuide.
Cande baja
murmurando las escaleras. Ignorante del plan de inteligencia y espionaje diseñado
días atrás por Zacarías y sus secuaces, masculla:
-
¿Qué
vaina estará tramando el curador? Sería la primera vez en muchos años que
tuviese un detalle con Geli, sin esperar nada a cambio.
Apenas espera a
que su amiga arranque el vehículo. Geli marca las páginas para seguir la
lectura al día siguiente, repone los libros en las estanterías y recoge los
folios de anotaciones para repasarlos por la noche. Seguidamente, con la
mochila al hombro, se encamina a la sala 3, en el piso bajo, toma una
silla destinada a los vigilantes y la traslada ante el cuadro de la Virgen niña.
A la declinante luz del atardecer, se sienta y contempla, más con la memoria
que con los sentidos, aquellos inmensos ojos negros que, digan lo que quieran
las guías, no transmiten devoción ni arrobo sobrenatural, sino una honda
tristeza, o quién sabe si la temerosa inquietud de no ser estimada ni
comprendida por quienes pasan ante ella, sin detenerse apenas.
En muchas
ocasiones, Geli ha sentido la inexplicable necesidad de demorarse con la
Niña, como lo haría con una niña cualquiera que le pidiera no dejarla sola, en
esa prisión del negro marco y de la capa secular, misteriosa y desterrada. Pero
hoy la fiel espectadora tiene prisa por coger el coche y tomar el camino de su
casa, maquinando los pasos de su hipotética vía a la libertad; un camino que no
podrá recorrer sola. Incapaz de concentrarse, apenas aguarda que se apaguen los
últimos rayos de sol para levantarse y colocar la silla en un ángulo. Luego, se
acerca a la pintura, roza con los dedos el cerco que el ebanista trazó para culminar
los límites del espacio vital imaginado por el artista, y susurra con decisión
una promesa:
-
No
te apenes, niña mía, que no te dejaré sola. Nos iremos de aquí las dos juntas.
4.
Hospitalidad panameña
El bueno de
Aurelio Howard acabó por liarla parda, como vulgarmente se dice. En su empeño
por agasajar a Dámaso, lo estaba esperando en el aeropuerto de Ciudad de Panamá
con un cochazo norteamericano, tipo limusina, y no paró hasta tenerlo secuestrado
en el pabellón de invitados del chalé familiar en Costa del Este. El
profesor, aunque deslumbrado, no había perdido el sentido del deber y la mesura,
pero sus protestas eran en vano. La verdad es que no le venían nada mal unas
vacaciones en toda regla y, más aún, si eran gratis y en un ambiente de
verdadera cordialidad. El punto fuerte de sus objeciones se vino abajo cuando
Aurelio -con una seriedad que hacía suponer que no mentía-, le replicó:
-
No
crea que está perdiendo el tiempo, profesor. En la Universidad le estamos
terminando de preparar un equipo completo, con cámaras de definición ultra
alta, aparato de video con reflectología de infrarrojos, equipo portátil de
rayos X con tecnología digital y un ordenador programado para identificar
cuadros y autores. Y, si tiene cualquier dificultad o duda en su manejo, pondremos
a su disposición a un experto diplomado.
Dámaso se quedó
con la boca abierta, sin acertar con el comentario. Aurelio, bajando la voz
como para una confidencia, agregó:
-
No
vaya a suponer que todo es así en Panamá, pero hemos dado a su trabajo la
máxima prioridad. El propio ministro de Cultura está muy interesado y ha
ordenado a los responsables del museo que le den toda clase de facilidades.
-
Pues
con eso me basta, amigo Aurelio -contestó, al fin, Dámaso-. En cuanto al
personal auxiliar, creo que me defenderé solo, pues conozco las técnicas
precisas. Y, si necesito alguna ayudilla, ya me la brindarán en Buenaventura,
dadas las órdenes que ha cursado el señor ministro, a quien -por cierto- agradézcale
en mi nombre su gentileza.
-
No
será preciso. Pasado mañana lo ha invitado mi padre a comer y dar un paseo hasta
Isla Contadora. Así que tendrán ocasión de conocerse y charlar largo y tendido.
No sabe lo interesado que está en que se divulgue en un libro serio, y por un
investigador especializado, la autenticidad y la belleza de la mejor pintura
que hemos conservado en Panamá de la época del Imperio español.
En fin, el
objetivo de este relato no es el de ponerles los dientes largos, describiendo los
atractivos turísticos panameños, ni lo bien que viven los ricos de cualquier parte
del mundo. Por tanto, demos un salto de quince días y sorprendamos a Dámaso
cuando está haciendo, ¡al fin!, su entrada en Buenaventura, en compañía de un
chófer, un guardaespaldas y un equipo que muy bien puede valer lo que su sueldo
de cinco años. Preocupado por encima de todo de la integridad y conservación de
aparatos tan sofisticados, ha llamado el día anterior al alcalde distrital para
que vaya organizando la recepción. Su contestación no ha dejado lugar a
dudas:
-
A
cualquier hora que llegue, véngase para la Plaza de Armas, donde está el
edificio de la gobernación y la jefatura de policía… No se preocupe, no me
causa extorsión ninguna. Yo tengo ahí mi vivienda oficial, que ya está
preparada para recibirle de momento, hasta que se sienta en condiciones de
trasladarse al hotel… De buena gana le acogería durante toda su estancia, pero
me figuro que de esa otra forma se sentirá con mayor libertad… Espero que el
hotel sea de su agrado: Lo ha montado a todo lujo, en una casa colonial, una famosa
cadena española…
Los quince días de
asueto para Dámaso han sido de irritación creciente para Iván Ríos, que tenía
el propósito de irse de vacaciones a Bocas de Toro con Geli y los niños,
a más de su madre y de su inseparable tía -hermana de Don Iván Ríos padre, a
quien Dios tenga en su Gloria-. Bien estaba tener que aplazar la partida por un
tiempo, pero lo que lo sacó de quicio fue los sucesivos aplazamientos en la
llegada del profesor, en lo que él juzgaba una absoluta falta de respeto. Y,
como siempre que estaba de uñas, lo pagaba con la mujer que tenía más a mano.
Eso que Geli se había portado como las buenas; vamos, como lo hacía
cuando brillaba en su promoción de la facultad:
-
No
está mal -valoró Iván, tras hacerle pasar un examen a fondo-. Creo que ese
pelmazo no sabrá mucho más que tú de Antolínez y sus vírgenes.
Comentando la
situación con Zacarías, este tuvo una idea que me atrevo a calificar de
mefistofélica:
-
¿Y
por qué no sigues con tus planes y te marchas de vacaciones con tu madre y los
chicos? Así tendría más tiempo Geli para atender al profesor quien, por
cierto, ni te cae bien a ti, ni tú a él, después de la cartita que le
despachaste.
-
¡Y
vuelta a la maldita carta!... Pero quizá tengas razón, y la verdad es que yo ya
no aguanto ni un día más este calor sin zambullirme en el mar.
Zacarías insistió
en su perversidad:
-
Pues
nada. Háblalo con Geli y, si ella no tiene inconveniente…
-
No
tengo nada que tratar -blasonó Iván-. En casa se hace lo que yo digo.
Con todo, el
curador jefe no tuvo más remedio que anunciarle la marcha el día antes de
producirse. Y pareció como si a Geli se le hubiese contagiado la maña de
Zacarías:
-
Id
y pasadlo bien. Ya me las arreglaré lo mejor que pueda.
-
Sobre
todo, procura no cagarla con el castellano. Ya sabes que nos jugamos mucho.
(¡Si lo sabría
ella!)
***
Después de estudiar
a fondo veintitantas Inmaculadas presuntamente antolinianas, Dámaso se
decía que ya las reconocía solo con verlas. También es verdad que el pintor
ayudaba a ello, con su costumbre de firmar y fechar casi siempre los cuadros[22],
algo no muy corriente en su época y que, en el caso de Antolínez, solía explicarse
por su connatural engreimiento de hidalgo venido a menos, no tanto por razones
monetarias, como por dedicarse a un oficio considerado a la sazón como servil[23].
Con todo, había algunos datos históricos que no le cuadraban al profesor en
este caso y, por otra parte, ya que estaba en Panamá, dotado de un equipo soberbio
de investigación, no era cosa de dejar pasar la oportunidad, aunque el futuro libro
resultare un poco cargante para el público profano.
Acompañado por Zacarías,
el profesor Cifuentes saludó al personal del museo, reunido en el vestíbulo. El
director le fue presentando a todos los empleados, aludiendo como de pasada al
hecho de que, por vacaciones o enfermedad, faltaban algunos de sus componentes.
Ponderó la laboriosidad y simpatía de todos ellos y, al llegar a Geli, le
hizo saber que esta compatriota suya, colaboradora distinguida del museo, sería
su anfitriona, tanto dentro de este, como en cuanto precisara durante su
estancia entre nosotros, que le deseo fructífera y muy grata.
Inmaculada de Antolínez (Museo de
Sevilla), con mano derecha en el pecho
Candelitas les
ofreció su despacho para la primera entrevista. Basándose en su común
nacionalidad -que bien a las claras quedaba por la fonética de Geli,
aunque ya matizada con el dulzón acento del Caribe-, el primer tema de
conversación fue el de su respectiva procedencia. Dámaso le confesó que, aunque
los estudios y preparación académica los había hecho en Madrid, era natural de
Ciudad Rodrigo, por lo que, para él, su actual destino en Salamanca era una
bendición, si bien condicionada a que su futura e hipotética cátedra no lo
llevase -como era de esperar- lejos del Tormes. Geli le refirió que toda
su vida española había transcurrido en Castellar, e introdujo la mentirijilla
de que su carrera, cortada por el matrimonio y la marcha a Panamá, había sido
la de Letras, no la de Derecho, como era la verdad. Era una falacia
premeditada, con el fin de explicar sus amplios conocimientos sobre Antolínez y
su época, sin tener que confesar que todo había sido urdido para engatusar al
profesor de Salamanca. El engaño estuvo a punto de venirse abajo cuando Dámaso
-que conocía bien la Facultad castellarense- empezó a preguntarle por algunos
de sus profesores. Geli salió como pudo del atolladero:
-
Llevo
aquí quince años; de modo que ya se me ha olvidado hasta el nombre de muchos de
mis maestros. Con todo, con lo que me gustaba el arte, no podría olvidar a Chema
Marín, el catedrático, y a Alfonso Gurría, el director del museo de allá.
-
Chema
todavía vive -precisó De Esteban-, pero se jubiló hace bastantes años. Alfonso
es buen amigo mío. Incluso hemos trabajado juntos en algunas publicaciones.
Bueno, por mejor decir, yo he colaborado con él, pues tiene mucha más altura que
yo…, intelectual, quiero decir.
Geli aprovechó
la humorada para echarse a reír y desviar la conversación:
-
En
fin, aquí me tiene, colaborando en el museo en lo que puedo… No sé si sabe que
el hombre que me raptó en España, mi marido, es lo que aquí llaman el
curador jefe del museo. Creo que en España se le llamaría conservador.
-
Exacto
-aprobó Dámaso, con su particular muletilla-. Pero, ya que tenemos una edad
parecida y vamos a hincarle el diente a Antolínez al alimón, podríamos
tutearnos.
-
Perfecto,
salvo cuando estemos con gente de aquí. Son muy ceremoniosos y podrían tomar
equivocadamente esa muestra de confianza.
-
¡Ah
ya! -admitió Dámaso-; como lo de titular de doctor o profesor a cualquier universitario.
Pero dime, ¿qué trato quieres que te dé en público?
-
Curadora será
el más oportuno, aunque solo lo sea a ratos y por la influencia de mi esposo.
Por cierto, se llama Iván, y tenemos dos hijos ya creciditos, Rodrigo y Manuel.
Todos están disfrutando de vacaciones en una playa muy famosa del Caribe, junto
a la frontera de Costa Rica.
-
O
sea -dedujo Dámaso-, que te he fastidiado los planes de descanso en familia.
Chica, lo siento muchísimo… Pero no lo dudes: lárgate y que me ayude otro, o ya
me las arreglaré yo solo sin problemas.
-
Ni
se te ocurra -recalcó Geli-. A buena hora voy a dejar tirado a un
compatriota que viene hasta Buenaventura para hacer un trabajo que juzgo
interesantísimo. Me comerían entre mi marido y el director del museo…
Además, no está mal soltar amarras de la familia de vez en cuando y hacer
nuevas amistades.
Geli se
mordió el labio inferior: Acababa de ser demasiado sincera al expresar sus
sentimientos, pero Dámaso no pareció darse cuenta del pleno significado de lo
dicho. Antes, al contrario, cortó bruscamente la charla y dijo:
-
¿Te
importaría que saludase a la Virgen antes de que baje más la luz solar? Estoy
deseando echarle el primer vistazo cara a cara.
***
Desde el primer
momento, Dámaso descartó su escepticismo previo. Aquella Inmaculada tenía
el incomparable aire de familia de la del convento de franciscanas clarisas de Alcalá
de Henares[24], a la
que nuestro profesor, en un rasgo de profana familiaridad, había apodado
la rellenita, por su cara redonda y formas rotundas -seguramente debidas
a la hinchazón despegada de su ropaje-. En el caso de la que ahora tenía ante
sí, existían algunas diferencias, no obstante, que llamaron su atención: la
Virgen tenía una posición casi frontal y, paliando el revuelo de la túnica, el
ceñidor se ajustaba a la cintura, de una forma tan marcada, que la leve
curvatura del vientre de la Virgen recordaba las formas de la juvenil del museo
de Sevilla, que Cifuentes había motejado de la de la O[25],
por su lejana apariencia de embarazo. No eran detalles que pusieran en entredicho
la autoría de Antolínez, pero Dámaso comprendió que tenía una buena tarea por
delante. Se levantó del banco de la contemplación y, dirigiéndose a Geli,
que nunca había estado tanto tiempo delante de la joya del museo, le dijo:
-
Bueno,
la Señora y yo ya nos hemos presentado; me temo que con excesiva morosidad para
tu gusto.
-
¡Qué
va! -mintió la curadora. El cuadro es bellísimo y, además, como animal de
museo, me emociono viendo disfrutar con la pintura a los visitantes.
-
Eso
será porque no te lo tomas como rutina. La verdad es que yo, a fuer de
dedicarme a esto, he llegado a asumirlo como una mera obligación profesional. Claro
que, de vez en cuando descubres algo notable, o te metes en una polémica que te
apasiona. Entonces cuadros y pintores parecen revivir y hacerte debelador de engaños
o paladín de hermosuras…
-
Y,
en el caso de nuestra Inmaculada -le interrumpió Geli-, ¿cuál de
los dos papeles crees que tendrás que representar?
-
Tiempo
al tiempo, mi impaciente amiga -replicó con cierto tonillo Dámaso-. El doctor Cifuentes
apenas ha empezado a reconocer a su paciente. ¿Cómo pretende la enfermera que
me juegue el prestigio utilizando solamente el ojo clínico?
Geli notó
que se ruborizaba, no tanto por la fingida reprimenda, como por haber sido pillada
en su espurio interés. Dámaso se percató del arrebol -para eso era un
experto en pigmentos- y le adelantó amablemente su impresión inicial:
-
Salvo
que la técnica desmienta a la experiencia, estoy por afirmar que nuestra
celestial paciente seguirá honrando el nombre de Antolínez, como hasta ahora.
Geli sonrió,
sin dar más expresiva muestra de la alegría que recibía con la noticia. Al
contrario, le siguió la comparación con su ingenio acostumbrado:
-
Pues
el doctor dirá cuándo quiere empezar el reconocimiento de su paciente y la
cooperación que precise de esta modesta sanitaria.
-
Tengo que trasladar al museo todo el
instrumental, que ha quedado en la comisaría de policía, por prudente decisión
del director, quien parece fiarse más de los muros del cuartelillo que de los
de esta santa casa. Una vez lo tenga todo aquí o, al menos, lo más preciso,
estableceremos el plan de trabajo… Pero eso no será todo.
Llegaban ya a la
puerta de salida a la calle. Geli se detuvo y quedó a la espera de una
aclaración:
-
En
bastantes ocasiones -confesó Dámaso-, los investigadores de hoy nos ponemos
como locos a usar la tecnología y luego resulta que algún escrito del año pum,
con el que no contábamos, nos resuelve de un plumazo todas las dudas. ¿No habrán
dejado por acá las madres benedictinas alguna documentación, cuando decidieron
volverse para España, en vista de que las echaban?
-
Nunca
he oído hablar de ningún archivo, respondió Geli, pero quien mejor puede
orientarte al respecto es Candelitas, la bibliotecaria del museo. Es
también la archivera del distrito y una mujer de lo más servicial.
-
Pues
no se hable más -concluyó Dámaso-. Estáis invitadas las dos a comer mañana, en
el restaurante de mi hotel, que presume de tener la mejor cocina de la ciudad.
Haz el favor de trasladarle tú la invitación, que estoy muerto de cansancio y
no sé cuándo amaneceré.
-
Entonces,
te llevo al hotel y que el desfase horario no te juegue una mala pasada con el
sueño.
-
Un
ratito de gimnasia sueca; media hora de baño caliente; un par de cápsulas de somnífero
con un vaso de leche templada, y a soñar con los angelitos… de Antolínez, por
supuesto.
5.
Investigando, que es gerundio
Candelitas,
después de rogarle que la llamase simplemente Cande -pues lo del
diminutivo le daba vergüenza-, reconoció que no era la primera vez que, también
ella, se planteaba si las monjas habrían dejado alguna huella documental de su
larga estancia en Buenaventura:
-
Estoy
segura de que así hubo de ser -explicó a Dámaso y a Geli, pero, cuando
la Desamortización, entraron los funcionarios y los obreros a saco y no dejaron
documento sano. Mira si no harían con ellos lumbre con ellos para calentarse,
que aquí, aunque no lo parezca, el aire de la sierra es bastante frío en la
estación seca.
-
Entonces
-suspiró el profesor-, ¿no hay ninguna esperanza?
-
Hay
una posibilidad, aunque no te aseguro nada. Y es que, como casi siempre, el
dinero tiene la culpa de todo: La tuvo de la forma alocada con que se hizo la
confiscación de los bienes eclesiásticos y la tuvo de que muchos documentos, un
poco a la suerte, se salvasen de la quema para servir a la contabilidad que se
llevó de la venta de dichos bienes[26].
Para empezar, no sé si sabes que no se trató verdaderamente de un expolio, sino
que se estimaron las rentas de los bienes amortizados y se capitalizaron al
seis por ciento anual…
Geli, más
confianzuda, cortó la explicación, que llevaba camino de convertirse en una
conferencia:
-
Vayamos
al asunto, Cande, pues estoy segura de que el profesor ya sabe cómo funcionó
todo aquello, dado que también tuvimos algo parecido en España.
La bibliotecaria
quedó cortada, pero Dámaso la sacó del apuro:
-
Y
esos documentos contables, ¿dónde pueden encontrarse? ¿Estarán debidamente registrados?
-
El
archivo se encuentra en Santiago, la capital de esta provincia. En cuanto a la
identificación y ordenación, los sucesivos archiveros hemos ido haciendo lo que
hemos podido, casi sin ayudantes ni medios. Por lo menos, están guardados en
carpetas y archivadores, ordenados según la persona jurídica expropiada y la
propiedad a la que se refieren. Yo no lo recuerdo de memoria, pero seguro que
se habrá hecho así con el convento de benedictinas del Dulce Nombre.
¿Qué finca o edificio es el que te interesa?
-
Se
trata de la documentación que haya sobre el cuadro de la Inmaculada, que tenéis
en el museo.
-
¡Ah,
vamos! -exclamó Cande entre risas-. Me estás pidiendo que te eche una
mano para ver de desenmascarar a los tunantes que hacen pasar un cromo
por una obra del gran Antolínez.
Dámaso aceptó el exabrupto sin decir una
palabra, lo que llevó a la bromista a rectificar su tono y volver a los asuntos
serios:
-
Creo
recordar que, cuando se confiscaba un convento, se incluían en la operación todas
las obras de arte que atesoraba, salvo los objetos litúrgicos y ornamentos
sagrados, cuya propiedad solía respetarse. Según eso, si había documentación
sobre los cuadros de importancia, es lógico que se conservase, por si las
autoridades tomaban la decisión de venderlos por separado. Como sabemos, la Inmaculada
no se subastó, sino que, conscientes de su fama e importancia, optaron por conservarla
para que siguiera la misma suerte del edificio conventual. Así debió de suceder
con algunos otros cuadros, aunque la verdad es que, con el tiempo, fueron
desapareciendo casi todos. Que sepamos, el único que ha quedado para hacer
compañía al de Antolínez, ha sido uno, de tamaño e importancia mucho menor, que
representa a la Virgen niña; quizá porque los ventureses la tenían mucha
devoción. Por cierto -agregó Cande- dicen que es obra de un pintor paisano
de Geli, un tal Valentín Díaz[27].
Geli volvió
a interrumpir con impaciencia la disertación de Cande:
-
Dejemos
ahora eso y quedemos en cómo organizar el trabajo.
Dámaso volvió a
terciar, limando asperezas:
-
En
principio, la cosa es muy sencilla: Que Cande se zambulla en el archivo
y haga lo que pueda por encontrar documentación sobre la Inmaculada, y
nosotros, con la inestimable ayuda del aparataje que me han facilitado,
empezaremos a actuar con el cuadro. Una buena sesión fotográfica podría ser un
buen comienzo.
-
Pues
no se hable más -ordenó Geli- y vámonos para el restaurante, que ya
tengo el estómago en los talones.
-
En
cambio, yo -contradijo Dámaso-, tengo más necesidad de dormir que de comer.
Anoche no fui capaz de combatir el desfase horario. Estoy un poco zombi.
-
Necesitarás
un par de días para adaptarte -afirmó Candelitas-. No te tomes el trabajo
tan a pecho y dedicaos a hacer un poco de turismo tranquilo. Aunque
inmigrante, Geli conoce al dedillo las muchas bellezas de nuestro país,
empezando por las de Veraguas.
***
Escuchando medias
palabras o leves indiscreciones, de aquí y de allá, Dámaso pronto ató cabos y
llegó a la conclusión de que aquel trato regio a su humilde persona no era
fruto, tan solo, del favor del ministro por amistad a Aurelio Howard, sino de
la ansiedad de los veragüenses por mantener la filiación antoliniana de su Concepción.
Es claro -pensaba- que la mentalidad panameña no es muy distinta de la
española y, con toda la pillería del mundo, están tratando de que abra la mano
con mis indagaciones y, en último extremo, conceda al cuadro el favor de la
duda, en vez de dejar su autoría en términos de mera probabilidad. Ahora, que
había formado un prejuicio favorable al museo y no había tenido la malicia de
ocultárselo a Geli, había entrado en sospechas de la oficiosidad de
esta: Tanta invitación, tanto turismo, tan insistentes sugerencias de no
agobiarse con el trabajo, le inspiraban una desconfianza, que la reiteración
por parte de Cande y de Zacarías no hacía sino agravar. La gota que
colmó el vaso fue la desaparición de la bibliotecaria, a la que se suponía
revolviendo de arriba abajo el archivo de Santiago de Veraguas, tratando de
encontrar algo útil para Dámaso, pero lo cierto es que no daba señales de vida,
y tampoco él quería importunarla directamente, dado que le estaba haciendo un
favor.
En fin, valga lo
dicho -y quizá sea ya demasiado- para explicar que la grata impresión inicial
que le había causado su compatriota fue tornándose en disgusto, ante la
probabilidad de que toda su simpatía y dedicación fuesen interesadas e
inducidas por terceras personas. ¡Vaya usted a saber -se preguntaba- si toda la
inquina que parece destilar contra su marido no sea una añagaza para despertar
mi lástima, y hasta algo más! Total, que el profesor se colocó a
la defensiva: Nada de confidencias sobre la vida sentimental anterior; nada de
excursiones, pretextando urgencias laborales o achaques imaginarios; y, sobre
todo, nada de dejarse engatusar por los múltiples atractivos de la castellana,
ni de jugar al caballero andante, que venía en defensa de una dama atormentada
por su despiadado dragón-marido.
Geli no era
tonta y pronto se percató del cambio de actitud de Dámaso, pero no creyó
oportuno hacer ninguna alusión al respecto. Antes bien, optó por evitarle todo
agobio, o la sensación de que tuviera por él un interés especial. La verdad es
que sí lo tenía, como hemos apuntado en algún capítulo anterior, pero nada
tenía que ver directamente con el bien del museo, sino de ella misma. Una vez
arrancado a Iván el consentimiento para viajar en navidades a España con los
chicos, se trataba de utilizarlo, abierta o subrepticiamente, para lograr que
aquella fuese una marcha sin retorno.
En esas estaban,
cuando Dámaso logró al fin que los empleados del museo descolgasen de sus paredes
el cuadro, para someterlo a una completa sesión de radiografía. Todo habían
sido pretextos y demoras, con el argumento de su gran antigüedad y tamaño[28],
de que estaba ausente el curador jefe, o de la desilusión que iban a sufrir los
visitantes al no poder contemplar la famosa pintura. Finalmente, la paciente
se halla sobre la camilla, presta para someterse a su radioscopia. El
doctor Cifuentes ha querido saber previamente si su ayudante tiene alguna
experiencia en el manejo del aparato. Geli le informa:
-
Hace
cuatro o cinco años, nos enviaron un portátil de rayos X al museo y, en efecto,
tuve ocasión de realizar algunas pruebas, bajo la dirección de un técnico y de
mi marido: siempre pinturas de formato pequeño o medio y, por supuesto, no la Inmaculada.
Al poco tiempo, el experto se marchó, el aparato dejó de funcionar -tal
vez, por la impericia de quienes lo manejábamos- y lo enviamos a reparar a
Ciudad de Panamá, de donde nunca volvió. Dicen las malas lenguas que se
acabaría quedando con él algún museo más influyente que el nuestro.
-
Pues
vamos con nuestra paciente. Esperemos -presagió Dámaso- que los
hallazgos no denoten enfermedad, sino que confirmen mi pronóstico favorable.
Inmaculada de Antolínez (colección
privada), con mano izquierda en el pecho
***
El profesor Cifuentes estaba exultante y, en su mezcla de emoción y de reserva, apenas era
capaz de articular palabras comprensibles acerca de su estado de ánimo. Geli
optó por salir de la sala y traerle un vaso de agua, que el doctor bebió de
un tirón, de manera mecánica. Luego, empezó a gesticular con los brazos,
colocándolos en diversas posiciones, mientras reía a carcajadas y repetía ¡todo
encaja, todo encaja! Su ayudante corrió al bolso por una cápsula
tranquilizante -que ella mismo consumía con asiduidad- pero, al volver junto a
Dámaso lo encontró repentinamente tranquilo, empezando a tomar notas en su
inseparable agenda tamaño cuartilla, que tanto desentonaba en medio de aquella
barahúnda tecnológica de última generación.
Geli optó
por dejar que se le pasara el trance. Apagó el aparato de rayos y se retiró a
un rincón, a esperar la calma tras la tempestad, y dando gracias por ser ella
la única empleada del museo que se hallase presente en tamaño espectáculo,
a esa primera hora de la noche. Finalmente, unos veinte minutos después, Dámaso
guardó su rotulador de punta fina, cerró la agenda, se levantó de la banqueta y
acercóse a su ayudante con paso tranquilo.
-
Creo
que ya es hora de cenar, sugirió. Podemos ir al bar con terracita de enfrente.
Geli estalló ante tanta flema:
-
¡Pero, bueno, que demonios has descubierto! ¡¿Es de
Antolínez o no?!
-
Desde luego, no he encontrado la firma, ni la
fecha, pero sí algo todavía mejor y más impactante.
Alisó la guayabera. Se atusó el escaso
cabello que le iba quedando y se dirigió a la salida, prometiéndole a Geli:
-
Luego te cuento, ante un buen plato de cebiche de
erizos… Me sentará como un tiro, pero, de todas formas, no voy a pegar ojo en
toda la noche…
No tengo el oído tan fino como para haber
captado con precisión lo que Dámaso reveló a Geli aquella
noche, pero su hermana Rita tuvo la gentileza de dejarme leer la carta que su
hermano le remitió días después, y que aquella puso en mis manos con rictus
despectivo, a la vez que refunfuñaba:
-
Anda, lee, a ver si tú entiendes lo que dice y me
lo explicas.
La verdad es que, para quien no fuera un
experto en Antolínez, la misiva era confusa, y no la mejoraba en nada el
pormenor con que estaba escrita. Se ve que Dámaso tenía mucho tiempo libre, lo
que corresponde a la coincidencia de la fecha con la de la tormenta tropical Chloe, que azotaría Panamá en aquellos días. He aquí un
extracto de sus particulares más pertinentes a este relato:
… Las radiografías revelaron, sin
lugar a dudas, que la idea original del pintor había sido la de representar
a la Virgen con los brazos separados del tronco, en un ademán que yo entiendo
como de abandono o dejación en las manos de Dios. Esa posición de los brazos
-¡de los dos brazos, insisto!- no había sido adoptada por Antolínez con
anterioridad, ni lo sería después, salvo en una Inmaculada de colección
particular, datada en 1666. Observa, Rita, que, aunque no hayamos encontrado
con los rayos X la fecha del cuadro de Buenaventura de Veraguas, parece claro
que el pintor, ya en su madurez artística, trató de apartarse de la monotonía
de sus vírgenes con las manos juntas, en ademán de oración, así como del gesto
de la mano en el pecho, quizá imitado de Carreño, que había empleado en su Inmaculada
juvenil del Museo de Sevilla, y repetiría en la pintura de la colección del
Doctor T. Hernando, en Madrid, que yo considero tardía y con la colaboración
del taller… Quiere decirse, querida hermana, que esta Virgen panameña, que
acabamos de radiografiar, no solo es casi segura obra de Antolínez, sino
que refleja una evolución del modelo que, pese a resultar de poco éxito,
insistiría en repetir, al menos, una vez más.
… Te preguntarás
-y yo también lo hago- por qué el pintor acabó por sepultar su idea primitiva y
dejar a la vista la clásica del gesto de oración, no solo contrariando su previa
intención, sino produciendo ciertos escorzos forzados en la postura de la
Virgen. Por ahora no tengo ninguna respuesta, salvo lo más probable: Que a
quienes encargaron el cuadro no les gustase la novedad y forzaron al pintor a
volver al modelo que ellos esperaban, so pena de dejarle con el cuadro, ya muy
avanzado, sin pagarle el trabajo. Antolínez, como corresponde a su carácter
altanero y terco, hubo de plegarse a realizar las mínimas rectificaciones, pero
no rehízo totalmente la obra, como habría correspondido a la perfección
ansiada. Dicho de otro modo, dio el brazo a torcer -nunca mejor dicho-, pero
redujo su tarea adicional a lo imprescindible. Quienes le habían encargado la
obra, no apreciaron sus discontinuidades y la recibieron por buena. Supongo que le pagarían el
precio convenido, sin reducción ninguna.
… Sigo a la espera
de noticias de la archivera que se ha encargado de buscar todos los documentos
sobre el cuadro, que no se hayan perdido definitivamente. Ahora, aún más que
antes de mi descubrimiento radiológico, sería importantísimo redondear la
investigación, que todavía me tiene aquí -espero que ya por poco tiempo-, metido
en la jaula de oro que es este hotel, mientras afuera se han desatado las fuerzas
del infierno. Pero no te preocupes, que la Inmaculada seguro que me protegerá…
6.
Fin de fiesta, pasado por agua
Lo habían venido
anunciando de modo oficial, pero Dámaso parecía transportado en aquellos días
hasta el mismo cielo en que se dice que la Magdalena escuchaba arrobada la
música angelical[29]. Geli,
aunque muy contenta, pasaba por la conocida experiencia de asegurar las puertas
y ventanas de su chalé; meter dentro del mismo cuanto mobiliario tenía en el
jardín; proveerse de agua, alimentos cocinados y baterías; cargar combustible y
probar el generador, y todo cuanto conocen bien los habitantes de los países
caribeños en la llamada época de los huracanes. Cuando, al fin, Dámaso se
percató de que el viento arreciaba y el cielo adquiría un ominoso color
plomizo, objetó seriamente a que Geli se acogiese sola a una casa
alejada de la ciudad, e insistió para que se hospedara en el hotel, con mucha
mayor seguridad y posibilidades de ayuda. Para robustecer la sugerencia, le
indicó medio en serio:
-
Además,
si te quedas en el hotel, podemos ir juntos en tu coche y seguir trabajando en
el museo, para terminar de documentar el hallazgo.
Geli se
echó a reír y le replicó:
-
No
sabes lo que dices. No podrás salir ni a la puerta de la calle. Más bien, te
aconsejo que vayas ahora al museo, recojas todos los instrumentos y te los
traigas al hotel.
-
¡Toma!,
exclamó Dámaso, comprendiendo la magnitud de la posible catástrofe. ¿Y que
hacemos con la Inmaculada?
-
No
te preocupes. Acabo de pasarme por allí y he comprobado que los cuadros
principales están ya recogidos en la habitación interior del primer piso, en
que llevan muchos años pasando estos tragos.
Aunque en el hotel
eran constantes las advertencias a los clientes, Dámaso recibió los últimos
consejos de su ayudante, siendo el primero que no se le ocurriese salir, ni
abrir ninguna contraventana. Luego fueron a recoger el valioso material que
había facilitado Aurelio Howard y tomaron juntos el aperitivo, como despedida
temporal. El profesor seguía rezongando por los riesgos que, según él, estaba
dispuesta a arrostrar Geli. Al fin esta, comprendiendo
lo desagradable de pasar tan sola una situación así, cedió en parte:
-
Cande vive en
una casa de dos pisos en la calle de La Reina, en pleno centro de Buenaventura.
Como tengo su llave, me refugiaré allí hasta que pase el huracán.
-
¿En
qué número queda la casa?, preguntó Dámaso, a humo de pajas.
-
En
uno que, por ahora, al profesor Cifuentes le está vedado conocer.
***
La tormenta Chloe
no pasó de ser una de tantas para los veragüenses, pero para Dámaso fue una
experiencia inolvidable: Tres días oyendo rugir y aullar el viento y cómo caían
en catarata las aguas del diluvio; y varios días más, sufriendo y contemplando
los desastres que aquel residuo de huracán había dejado por doquier,
incluyendo el propio hotel y el museo. Geli usó del teléfono para
tranquilizarlo, mientras la red no cayó. Luego, se encontraron en el hotel y
fueron hasta el museo, sorteando postes, farolas, árboles y cascotes. Ella le
aseguró que había estado perfectamente y que unos vecinos la habían
tranquilizado sobre el estado de su chalé. En cuanto a Cande, como su
amiga suponía, había permanecido en la casa familiar de Santiago, acompañada de
su hermana y sobrinos. Creo que tiene para ti buenas noticias -le
adelantó Geli-, pero aún tardará unos días en poder hacer el viaje por
carretera, aunque solo está a veinte millas de aquí.
En parte por
afecto, en otra por cortesía, Dámaso acompañó a Geli y la ayudó a
reponer la casa a su estado original, en lo que se refiere al interior, pues el
jardín precisaría de maquinaria y manos expertas para salir de aquella ruina. Cada
día, al concluir el rato que dedicaban a la tarea, ambos volvían al museo,
esperando en todo momento la llamada de Candelitas. Pero la que primero se
recibió fue la de Iván Ríos.
-
Ha
llamado mi marido -comunicó Geli-. Está preocupado por la casa y además,
en Bocas del Toro, donde están, la tormenta ha pegado de firme. ¡Como es a
orillas del mar! Van a adelantar el regreso.
-
¿Para
cuándo?, preguntó Dámaso con cierta inquietud.
-
Ya
sabes cómo es Iván. A mí nunca me da explicaciones.
***
Cande regresó
con excelentes noticias. En el convento del Dulce Nombre, como se supone
que en otros de la Orden, la correspondencia entrante era entregada a la madre
abadesa y abierta por ella, quienquiera que fuese la monja o persona conventual
que fuese su destinataria. Seguidamente, si la misiva no tenía ningún óbice
moral, era entregada a su receptora; si lo tenía, la carta era destruida. En
todo caso, se dejaba constancia de la llegada de las cartas en un libro
especial, en el que se transcribía su contenido total o un resumen, según cuál
fuera su importancia a juicio de la abadesa. Pues bien, en uno de esos libros copiadores,
correspondiente a los primeros tiempos del convento, la archivera había
encontrado dos entradas, que tenían que ver con el cuadro de la Inmaculada:
-
La
primera estaba fechada en Madrid, a 16 de junio de 1664, e iba dirigida a la
madre abadesa, Doña Francisca de Abanto, por el mayordomo de su señora, la
Duquesa Doña María Luisa[30],
disculpando el retraso en enviar a Panamá la pintura prometida al convento para
formar parte del retablo mayor de su iglesia. Se daba como razón la de que la
imagen de la Virgen, nuestra Madre, estaba representada en forma poco devota y
no concorde con lo que se había concertado con Antolín[31],
su autor, quien ha prometido refaccionarla con presteza.
-
La
segunda hacía alusión a carta enviada por la susodicha abadesa a la Duquesa
consorte de Veragua, Doña María Luisa de Castro y Girón, desde el convento de
Buenaventura de Veragua, en fecha 14 de agosto de 1666. Con gran alegría y
gratitud, la madre abadesa informaba a la duquesa donante del cuadro, de la colocación
de este en el retablo del presbiterio de la iglesia, tras hacer pequeños
ajustes en el hueco a él destinado, en los que no padeció la pintura, ni
hubo que hacer en ella recorte alguno. Igualmente, se resaltaba la loa que
de aquella Inmaculada había hecho el Señor Obispo de Panamá[32],
al visitar el templo, calificándola de la más cumplida y devota imagen de
Nuestra Señora que le había sido dado contemplar en tierras de esta Audiencia[33],
y aún en otras vecinas.
Dámaso, exultante,
pidió a Candelitas ver con sus propios ojos el libro conventual, pero
esta, razonablemente, le entregó un traslado literal de los particulares
relevantes, bajo su firma, como archivera fedataria, y el visto bueno del
Gobernador Suplente de la provincia de Veraguas. Ante las reticencias de Cande,
el profesor optó por no hacer de Santo Tomás y creyó sin haber visto.
Inmaculada de Antolínez (colección
privada), con ambos brazos separados del tronco
***
El viaje a Panamá
había cumplido ya sus objetivos y no era cosa de alargarlo más, no fuera que
volviesen las lluvias, incluso de forma más preocupante e intensa que la vez
pasada. La Prensa avisaba de que estaba formándose al suroeste de las
Bermudas el huracán Daniel, que prometía dar guerra en la zona del
Caribe en un futuro inmediato. De modo que Dámaso no lo dudó: Dio orden en el
hotel de que le sacaran un billete de avión para España, todavía con fecha
abierta, y llamó por teléfono a Aurelio Howard, para devolverle las maravillas
de la técnica y despedirse en debida forma. Le contestó una amable secretaria de
la empresa naviera de su padre, que le ofreció toda clase de seguridades, pese
a la ausencia del país de Don Aurelio:
-
El
Doctor Howard tuvo que ausentarse a toda prisa de Panamá, pues tenía gestiones
en Londres que no admitían demora y hubo de salir precipitadamente, para evitar
el huracán. Pero no se preocupe: Nos ha dejado instrucciones precisas para que
pasemos a recogerlo y lo traigamos a Panama City… También ha dejado una carta
para usted… Bastará con que nos avise con unas horas de antelación.
Por ahí, pues,
todo bajo control. El paso siguiente, despedirse de Zacarías y de sus dos
buenas amigas del museo, que tanto lo habían ayudado, resultó un poco más
complicado. Geli se empeñó en que esperase tres días, para poder conocer
a su marido y a sus hijos, a punto de llegar ya de sus interruptas vacaciones.
Entre tanto -le decía- haremos un par de excursiones para que conozcas
sitios que no te puedes marchar de Panamá sin haber visitado. Candelitas,
tan buena amiga siempre, apoyó con entusiasmo la sugerencia de Geli y,
cuando esta no la escuchaba, deslizó al oído de Dámaso un motivo de peso, que
este no pudo desatender:
-
Quiere
que conozcas a su marido porque, si te marchas de tapadillo, sin hablar con él
sobre el resultado de tus pesquisas, le armará a ella una de campeonato. Total,
como las noticias que has de darle son buenas, sería mejor que le evitases ese
disgusto.
Puede que fuese
así, pero la verdad es que Cande era un tanto teatral.
***
Parte de aquellos días
suplementarios los dedicó Dámaso a recorrer detenidamente las galerías del
pequeño museo Demóstenes Balboa, que ya consideraba un poco suyo. El
propio Zacarías, al despedirse de él, le había sugerido dar su nombre a alguna
de las salas, o al propio taller de restauración y conservación, tan pronto
publicase aquel libro, en que la Inmaculada de Buenaventura -a partir de
entonces, apodada por el profesor la Dubitativa- quedaría para la
posteridad en el destacado lugar que le correspondía en la Historia del Arte.
En aquellos
paseos ,Cifuentes se veía libre de la presencia vigilante de Geli
quien, pese a la oferta inicial de visitas turísticas, pasaba buena parte del
tiempo con los últimos preparativos para la llegada de la familia. Total
-pensaba ella-, ¡para el poco interés que tenía Dámaso en subirse al Toyota y
empezar a dar botes por los caminos poco o nada asfaltados de la comarca! Y más
ahora, que las lluvias los habían descarnado y sembrado de rocas y árboles
caídos. Lo mejor que podía hacer ya por él -decidió- era preparar una buena
cena veragüense en su casa, para que conociese a los Ríos y, a la vez, se
despidiera de aquellas tierras.
Lo atrajo el
cuadro de la Virgen niña, pese a su deplorable oscurecimiento. Aunque no
era buen conocedor de la obra de Diego Valentín Díaz, le pareció que se
apartaba del estilo amanerado y detallista de dicho pintor. Pero, por encima de
todo, su mirada se cruzaba una y otra vez con la de la Niña: aquellos grandes ojos
negros que, más que rezar -como sus manos pregonaban- parecían suplicar al
espectador una limosna de atención y de cariño. Aproximándose cuanto pudo y
utilizando una cámara de ultra resolución, intentó descifrar si la imagen tenía
algún distintivo que la identificase como la alta persona que el cartel
informativo decía que era. Habiendo embalado ya para el viaje los aparatos más
sofisticados, no se animó a radiografiarla, no contando, además, con la
autorización pertinente. De cualquier forma, aquella niña del lacito con
colgante de perlas -seguramente, de imitación- le recordaba muy directamente a
alguien mucho más conocida por los estudiosos de la pintura; pero ¿a quién?
Dámaso era obsesivo y acabó soñando con aquella pipiola, sin dar con el
otro término de la comparación. Al fin, desistió y optó por la mejor solución,
y la más fácil: consultar con un especialista, su amigo, el profesor Gurría,
del museo de Castellar:
-
Lo
que él no sepa del tal Díaz -se dijo- que me lo claven a mí en la frente.
***
La cena en el
chalé de los Ríos estaba resultando mucho mejor de lo que Candelitas,
por poner un ejemplo, habría esperado. Claro que los magros ahorros de Geli habían
tenido parte de la culpa ya que, como si lo hubiese guisado ella, se estaban
sirviendo manjares de la mejor calidad, que había encargado y comprado en el
famoso Tabasara’s finest catering, cuyos platos cocinados
ilustraban las mesas de las mejores familias de toda la provincia. Creyendo
-salvo Cande- que los manjares eran un exquisito don de las manos de la
anfitriona, los invitados -Zacarías y su esposa, Dámaso y la propia bibliotecaria-
no hacían otra cosa que ponderarlos, con toda justicia. Iván hacía coro a su
esposa, a la hora de minimizar sus méritos, pero quien se llevó la palma,
hiriendo donde más dolía, fue Rodrigo, el hijo mayor de Geli, al exclamar:
-
Verdaderamente,
mamá, sabiendo guisar tan bien, podías esmerarte con nosotros, y no dejarlo
para las grandes ocasiones.
Todos quedaron callados,
en uno de esos silencios que, como afirma la conocida metáfora, se pueden
cortar. De algún modo, casi todos esperaban una reprimenda de su padre a la
medida, educada pero conminatoria, que exigían el momento y la grosería. Dámaso
dirigió la vista hacia Iván, cuyo rostro esbozaba una sonrisa cínica que, no
solo hacía presagiar la inanidad de su respuesta, sino la satisfacción de quien
ha herido a otro sin necesidad de mancharse las manos con el golpe. Fue, en
fin, Cande -como persona más afín a la ofendida- quien pronunciase las
primeras palabras, tras el exabrupto:
-
Hombre,
Rodrigo, siempre se procura quedar muy bien cuando hay invitados, pero no creo
que tengas queja de cómo cocina para vosotros tu madre diariamente.
Fue entonces
cuando se pronunció Iván, en estos términos:
-
Es
todavía un niño. No te lo tomes tan a pecho.
Deseoso de zanjar
el incidente, terció Zacarías, que se levantó, mirando a Dámaso:
-
¡Un
brindis por el Doctor! Porque no tarde en volver a estas tierras, en que deja tantos
amigos.
-
Y,
sobre todo, amigas, replicó el homenajeado, poniendo su grano de arena en la
reparación que Geli merecía.
7.
La despedida
Candelitas aprovechó
la sobremesa de la cena en el chalé de los Ríos para hacer un aparte con Dámaso
en el todavía devastado jardín.
-
No
se me dan las despedidas -le espetó al profesor-, y más, cuando van a ser
largas. No puedo contener las lágrimas y resulta muy embarazoso.
-
Pues
despidámonos aquí y sin ceremonia -aconsejó el hispano-. Muchas gracias por tu inestimable
ayuda; y ya sabes que, si te dejas caer por España, tienes una visita obligada
a Salamanca, o dondequiera que esté por entonces. ¿Te he dado mi número de
móvil?
-
Sí,
y la dirección de correo electrónico; así que estaremos en contacto. Pero ahora
querría decirte dos palabras.
-
Dispara.
-
Acabas
de ver cómo andan las cosas por aquí… Estoy por asegurar que Geli no va
a aguantar más. Si espera todavía un par de años, Rodrigo va a convertirse en
otro animal, como su padre, y acabarán por hacer una nueva víctima del
pobre Manolín, si es que no lo vuelven igual que ellos… No me extrañaría que,
aprovechando su viaje a España las próximas navidades, decidiera quedarse allí
con los chicos y arrostrar las consecuencias, que no van a ser moco de pavo.
Dámaso, sorprendido
e incómodo, se puso a la defensiva:
-
Sí
que es mala pata, sí: caer en manos de un energúmeno como ese. ¿Por qué no se
divorcia aquí, en Panamá? Yo creo que le sería más fácil.
-
¿Siendo
ella medio panameña nada más, y sin trabajo remunerado? Le darían en todo la
razón al marido y ella se quedaría en la calle y sin los hijos.
-
Quizá
tengas razón, pero no soy abogado, ni estoy al corriente de esas cosas.
-
Lo
que sí podrías hacer -afirmó Cande-, y lo que voy a rogarte
encarecidamente, es que le eches una mano, si por fin opta por quedarse en
España y luchar desde allí. Ella es valiente y sus padres, en cuanto se
enteren, la apoyarán con todas sus fuerzas, pero no le vendrá mal un amigo
culto y, más o menos, de su edad.
Dámaso no
contestó, aprovechando la pausa, por lo que Cande prosiguió:
-
Me
consta que Geli te aprecia profundamente, por tu trabajo infatigable y
tu carácter educado y tranquilo. Y eso que -como comprenderás- no es mujer fácil
de contentar. ¡Anda que no lo he intentado yo!
El profesor tenía
la mirada baja y callaba, como esperando que su interlocutora se cansase de cotorrear,
pero no pudo menos de sorprenderse ante esta última exclamación:
-
Pues
yo pensaba que erais muy amigas…
-
No
hasta el punto que yo hubiera deseado… ¿Es que no te has percatado de que…? ¡Vamos!,
de que Geli podría ser la mujer de mi vida, si compartiese mis…
inclinaciones.
Una voz femenina,
tras ellos, cortó las confidencias. Era Geli.
-
Pero,
Cande, ¿qué secretos te traes con el profesor, que nos lo tienes
monopolizado?
-
Ya
me conoces -replicó la interpelada-. En cuanto bebo un poco, no paro de echar
vainas.
Candelitas comprendió
que Geli quería hablar a solas con Dámaso y se retiró hacia donde estaba
el resto de los adultos, bebiendo chicheme helado.
-
Hace
un rato -le explicó Geli- te he dejado en la recepción del hotel un
paquete, que te ruego lleves contigo a España y, una vez allí, se lo entregues
personalmente a mis padres, o los avises para que pasen por Salamanca a
recogerlo.
-
De
acuerdo. Lo llevaré yo en mano a Castellar y así los conozco y les doy noticias
tuyas… Bueno, las que deban recibir sin sobresaltos.
Geli sonrió
con complicidad y añadió:
-
En
nuestro caso, supongo que la despedida va a ser corta, porque, después de tres
años de veto, mi marido permite que pase la próxima Navidad en Castellar con
los niños.
-
Pues,
entonces, no se hable más. Reservad un par de días para una visita a Salamanca.
Otras cosas no tendré, pero lo que es espacio en casa…
-
Todo
a su tiempo, sentenció Geli, que todavía no hemos salido de
Buenaventura.
-
Te
cumpliré el mandado, repitió Dámaso, que no encontró mejor forma de concluir la
conversación.
***
En Ciudad de
Panamá, Aurelio Howard, aún ausente del país, seguía empeñado en facilitarle
todos los trámites. No olvide despedirse personalmente del Ministro -le
decía por carta-. Va a haber remodelación del Gobierno y se quedará junto al
Palacio de las Garzas[34],
sin disfrutar de vacaciones.
En efecto, Su
Excelencia lo recibió a los dos días de pedirle audiencia. Se acordaba
perfectamente de la misión que había llevado al profesor a Panamá, y le pidió
toda suerte de aclaraciones acerca del resultado. Dámaso destacó la certeza
absoluta que había conseguido sobre la atribución de la Inmaculada a
José Antolínez, aunque sin entrar en detalles de las radiografías de la
pintura. El Ministro de Cultura se interesó:
-
¿Le
han tratado bien? ¿Tuvo todas las facilidades requeridas?
-
Todo
perfecto. Lástima que no tengan ustedes otras obras de arte cuya autoría se
pueda poner en duda…
El ministro se
echó a reír:
-
Profesor
-añadió-, regrese cuando quiera, que seguro va a ser recibido con el mayor
agrado…, aunque no sé si me encontrará sentado en este despacho.
-
De
cualquier forma, siempre tendrá mi gratitud y mi amistad -afirmó Dámaso-.
-
Lo
mismo digo -concluyó el ministro-, pero, en cualquier caso, bueno será que la
Administración tome nota de ello.
El profesor no
entendió a qué se refería el prócer, aunque pronto tendría constancia.
Un telefonazo al Ministerio de la Presidencia, y el Profesor, Doctor, Don
Dámaso Cifuentes pasó a tener la consideración de persona muy importante
(VIP) en la República de Panamá, con independencia de quien fuera el
ministro del ramo cultural.
¿Qué por qué tuvo
pronta noticia de sus preeminencias?, se preguntarán ustedes. Esta es la
respuesta: En cuanto comprobaron su personalidad con el pasaporte, los
aduaneros del aeropuerto se abstuvieron de toda indagación acerca de su
equipaje. Dámaso no sabría hasta semanas después el sofoco que le evitó aquella
menuda pasividad.
***
Además de la
exhortación a visitar al ministro, la carta de Aurelio le urgía enviarle un
ejemplar de su futuro libro sobre las Inmaculadas de Antolínez, tan
pronto fuese publicado, y añadía:
Estoy seguro,
conociendo su cortesía, que incluirá en el volumen una nota de
agradecimientos, y que en ella citará al actual ministro de Cultura y a la
Universidad de Panamá. Si se acordare de mí, que sea, no como colega en el
pequeño mundo de la Historia del Arte, sino por haberle obsequiado con algo que
nunca puede faltar en el equipo de un panameño, ni de alguien que lleve a este
País en su corazón…
Cuando Dámaso
abrió la caja que guardaba el tarro de las esencias panameñas, halló el
meritado obsequio: un cinturón con hebilla de oro.
***
(Este relato continúa
y finaliza con el titulado En el mundo del arte (II). ¿Niña virgen o Virgen
niña?, que encontrarán en estos mismos blog y etiqueta)
Patio del Palacio de las Garzas
(Ciudad de Panamá)
[1]
Mark Twain dio al argumento una vuelta de tuerca más, cuando dijo: Truth is
stranger than fiction, but it is because fiction is obliged to stick to
possibilities; truth isn't (más o menos traducible así: “La realidad es más
insólita que la ficción porque es obligado ajustar esta a lo que es posible, lo
que con la realidad no sucede”).
[2]
Marca de relojes suizos (radicada en La-Chaux-de-Fonds), que comercializó los
mismos entre 1945 y 1989, en que quebró la empresa. Más adelante se alude a Rolex,
nombre comercial de relojes, registrado también en La-Chaux-de-Fonds, en
1908, y que actualmente (2022) constituye una muestra del alto poder
adquisitivo de sus dueños, debido a sus muy elevados precios.
[3]
Diego Angulo Íñiguez (1901-1986), uno de los grandes historiadores del arte en
la España de su tiempo. Por referencias del propio Dámaso Cifuentes, estoy en
condiciones de afirmar que el libro era: Pintura del siglo XVII,
colección Ars Hispaniae, volumen XV, edit. Plus Ultra, Madrid, 1971 (el
cuadro aludido está en la p. 284).
[4]
Claudio José Vicente Antolínez (1635-1675). Véase el opúsculo (43 páginas de
texto y 48 de láminas), Diego Angulo Íñiguez, José Antolínez, CSIC
(Instituto Diego Velázquez), Madrid, 1957. Históricamente, Antonio
Palomino de Castro, El museo pictórico y escala óptica. El parnaso español
pintoresco laureado, tomo III, Sancha, Madrid, 1796, pp. 571-573 (accesible
en la www.bibliotecavirtualdeandalucia.es);
la primera edición de este volumen data de 1724.
[5]
Hasta 1957, en que escribe su obrita citada en la nota anterior, el experto
Diego Angulo había censado, al parecer, diecinueve Inmaculadas de mano cierta o
muy probable de Antolínez: ob. cit., pp. 16-21. Con posterioridad a
dicha fecha y hasta el año 2000, se habían censado otras tres Inmaculadas
antolinianas, con atribución segura o muy probable: véase, Ismael Gutiérrez
Pastor, Novedades de pintura madrileña del siglo XVII: Obras de José
Antolínez y de Francisco de Solís, Anuario del Departamento de Historia y
Teoría del Arte. Universidad Autónoma de Madrid, volumen XII (2000), pp. 75-92,
especialmente pp. 78-82 y nota 1. Con posterioridad al año 2000, y hasta 2016,
no parecen haberse producido nuevos descubrimientos en la materia:
véase, Suzanne Stratton-Pruitt, Obras maestras del arte barroco que
representan a la Inmaculada Concepción y su Asunción en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao, Boletín del Museo de Bellas Artes de Bilbao, nº 10 (2016),
pp. 99-120, especialmente pp. 10-15 y nota 4 de la separata accesible en la www.museobilbao.com.
[6]
Para no confundir realidad y fantasía, he de señalar que en América -que yo
sepa- solo hay una Inmaculada de Antolínez, procedente de la compulsiva y un
tanto rapaz colección del famoso William Randolph Hearst; obra que se halla
actualmente en el Metropolitan Museum de Nueva York (por lo que seguro que
le fue mucho más fácil llegar a ella a Dámaso Cifuentes, que no a la panameña
imaginaria).
[7]
Lo mejor sobre el tema sigue siendo: Suzanne Stratton, La Inmaculada
Concepción en el arte español, traducción española de José L. Checa
Cremades, Cuadernos de Arte e Iconografía, tomo I-2, 1988, pp. 3-128
(consultable en la www.fuesp.com, con la
lamentable excepción del centenar de láminas que forman su aparato gráfico).
[8]
Curiosamente, este pintor podría
perfectamente haber pasado a la posteridad como Antolín (a secas), o De
Sarabia, de usar el apelativo materno, dado que sus padres se llamaron Juan
Antolín y Ana de Sarabia. De hecho, firmó sus cuadros con el apellido Antolín,
al menos, hasta 1662, cuando contaba con 27 años, de los 40, que llegaría a
vivir. A mayores, los nombres con los que el pintor figura bautizado fueron,
por este orden, Claudio, José y Vicente (luego José, o Joseph, era el
segundo). Véase, Juan Allende-Salazar Zaragoza, José Antolínez,
pintor madrileño, Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, tomos
XXIII (1915), pp. 22 y ss. y 178 y ss., y XXVI (1918), pp. 32 y ss.
[9]
Recuérdese que Panamá se independizó de Colombia, con la inestimable iniciativa
y ayuda de los Estados Unidos, en el año 1903, con definitiva confirmación en
1922.
[10]
Este complejo fue descubierto y perfectamente descrito por el psiquiatra
de Castellar (España), Don Isaías del Águila, en otro relato mío obrante en
este blog (entrada de 15 de noviembre de 2014), titulado Psicopatología de
la vida amorosa (VIII). Las relaciones asimétricas: El complejo de Creek. Por
tanto, en este relato de ahora me limitaré a reflejar la existencia de dicho
complejo en el personaje de lván Ríos, que podrán conocer ustedes a
continuación.
[11]
El régimen municipal panameño se halla recogido, en lo fundamental, en
el título VIII de su Constitución vigente de 1972 (artículos 225 a 256). Ruego
disculpas por mis errores al aludirlo en este relato.
[12]
Importante diario independiente de Ciudad de Panamá, fundado en 1980 y
actualmente (2022) en circulación con notable tirada.
[13]
Alusión irónica a la obra así llamada, de la que es autor Fray Luis de León. La
primera edición apareció en Salamanca, en 1583. Es de libre y completo acceso
por Internet; así, en la www.cervantesvirtual.com.
[14]
El curso escolar panameño se desarrolla entre mediados de febrero y mediados de
diciembre, estructurado en tres trimestres, separados por una semana de
vacación. Es probable que Geli aludiera a los exámenes de junio, al
final del primer trimestre del curso.
[15]
En Panamá circulan indistintamente el dólar americano y la moneda nacional (el balboa),
habida cuenta de que, por ley, el valor de esta se iguala con el de aquel.
[16]
Conviene recordar que en la República de Colombia (de la que entonces formaba
parte Panamá) llevó a cabo, a partir del año 1861, una política desamortizadora
de los bienes eclesiásticos análoga a la española de dos décadas antes. Con
todo, en el convento dominicano de Tabasará se dice que la vida monástica había
concluido bastante antes pues, cuando la independencia del Imperio español,
contaba con un solo fraile, y este, anciano. Entre la bibliografía
abundantísima, elijo este breve resumen, accesible por Internet: José David
Cortés, Desafuero eclesiástico, desamortización y tolerancia de cultos: Una aproximación
comparativa a las reformas liberales mexicana y colombiana de mediados del
siglo XIX, Fronteras de la Historia, nº 9 (2004), pp. 93-128, espec. pp.
109-113.
[17] Demetrio Basilio Lakas Bahas (1929-1999), de
padres griegos, fue Presidente de Panamá (primero, por designación militar;
luego, por elección popular) entre 1969 y 1978, siendo proverbial el interés
que se tomó por el progreso y difusión de la cultura en su país.
[18]
Parte de la zona que los españoles denominaron Veragua ha pasado a ser
la provincia panameña de Veraguas, en plural.
[19] Vivió
entre 1618 y 1673. Fue Duque de Veragua a partir de 1636.
[20]
Histórico cenobio benedictino, sito en el término municipal de Cordovilla la
Real (Palencia). Es tradición que se fundó en el siglo V, dejando de existir en
el XVIII, al sufrir un importante incendio que lo destruyó, así como todas sus
obras de arte y sus archivos.
[21] Véase antes, la nota 10.
[22]
Existe en él, incluso, la tendencia de madurez a estampar la firma, no ya con
letra cursiva en una parte poco visible del cuadro, sino con letras mayúsculas,
en algún elemento arquitectónico bien visible en la pintura. Con todo, no sería
la Inmaculada de mi relato la única atribuida a Antolínez que estuviera
sin firmar, siendo destacados ejemplos de ello el de la del Museo de Sevilla, datable
en su juventud, y la de la Altepinakothek de Munich, que se ha fechado
orientativamente hacia 1668. Una y otra son dos Inmaculadas de Antolínez
en que la Virgen, al modo de Carreño de Miranda, no junta las manos en actitud
orante, sino que apoya una en su pecho, dejando la otra en prolongación del
brazo extendido, pero con la palma escorzada, orientada al espectador.
[23] Véanse las
obras citadas en la nota 4.
[24]
Vulgo, las Juanas. El convento, fundado bajo la advocación de San
Juan de la Penitencia por el cardenal Cisneros en 1508, se trasladó en 1884
(por su estado semi ruinoso) al desamortizado de agustinos descalzos de San Nicolás
de Tolentino, que estaba abandonado por la Desamortización. Su dirección actual
alcalaína es, calle de Santiago, número 37, donde continúa el cuadro de la Inmaculada aludido en el texto.
[25]
Conocida advocación vulgar de la Virgen de la Expectación o de la Esperanza, caracterizada
por el estado de buena esperanza de María.
[26]
Véase (con libre acceso por Internet), Carlos Orlando Rico Bonilla, Confiscación
de bienes eclesiásticos en Colombia. La contabilidad general de la
desamortización (1861-1888), De Computis (Revista Española de la
Contabilidad), núm. 12 (junio 2010), pp. 41-83, espec. pp. 50-56. Recordemos
que Panamá formó parte de Colombia, desde la independencia de España, hasta
1903.
[27]
Diego Valentín Díaz (1586-1660), pintor influyente y muy estimable, tiene aún
una bibliografía modesta e insuficiente. He consultado sobre él las siguientes
fuentes (salvo las dos últimas, accesibles en Internet): Macarena Moralejo
Ortega, Valentín Díaz, Diego, nota biográfica en el Boletín de la Real
Academia de la Historia. Anastasio Rojo Vega, Testamento, inventario y
biblioteca de Diego Valentín Díaz, pintor, y de su mujer María de la calzada, www.investigadoresrb.patrimonio
nacional.es. Jesús Urrea Fernández y José Carlos Brasas Egido, Epistolario
del pintor Diego Valentín Díaz, Boletín del Seminario de Arte y
Arqueología, Valladolid, 1980, pp. 435-449. Anónimo, Historias de
Valladolid: Diego Valentín Díaz, pintor, erudito y mecenas vallisoletano, domuspucelae.blogspot.com,
entrada de 22 de julio de 2011. Jesús Urrea Fernández, La pintura en
Valladolid en el siglo XVII, volumen IV de la Historia de Valladolid, Ateneo,
Valladolid, 1982. El mismo, Catálogo de la exposición “Diego Valentín Díaz
(1586-1660)”, Caja de Ahorros Popular de Valladolid, Valladolid, 1986. Todo
ello no tendrá transcendencia hasta la segunda parte de este relato.
[28]
Según los datos que facilitaba el museo, las medidas de la Inmaculada eran
de 196 x 149 centímetros. No eran, ni mucho menos, las mayores para una Concepción
de Antolínez. Por ejemplo, la del Museo del Prado mide 216 x 159
centímetros; la del Lázaro Galdeano de Madrid, 207 x 145; y la del Museo de
Bellas Artes de Bilbao, 197 x 157.
[29]
Como es sabido, además de pintor de Inmaculadas, Antolínez es famoso
como autor de Magdalenas, dos de las cuales -expuestas en El Prado de
Madrid y en el palacio de Peles (Sinaia, en Rumanía)- representan su transporte
o asunción temporal a los cielos. Véase, Angulo, José Antolínez, citado
en la nota 4, pp. 26-28 y 41, y láminas 27-32.
[30]
Sin duda, se refiere a la segunda esposa del VI Duque de Veragua, prima carnal
de este, con el que había contraído matrimonio en la capital de España, en
febrero de 1663. Su nombre completo era María Luisa de Castro Girón y Portugal,
hija del Conde de Lemos y nieta del Duque de Osuna.
[31]
Recuérdese (nota 8) que esa era en efecto el apellido de José Antolínez, según
el recibido de su padre y utilizado por él mismo hasta su madurez. Es muy
probable que quienes lo trataban o contrataban lo conocieran por Antolín
hasta época tardía o, incluso, hasta su muerte, acaecida, como se sabe, en
1675. Sobre las firmas de Antolínez en sus cuadros, véase Angulo, José
Antolínez, citado en nota 4, pp. 39-43.
[32]
A la sazón, Don Sancho Pardo de Cárdenas y Figueroa, que fue obispo de la
diócesis panameña entre 1664 y 1671.
[33]
Entre 1614 y 1717, Panamá fue constituido judicial y administrativamente en Audiencia
y Chancillería Real de Tierrafirme. Así lo recoge y delimita la famosa Recopilación
de Leyes de los Reynos de las Indias, de 18 de mayo de 1680 (Libro II,
Título XV, Ley IV).
[34]
Sede de la Presidencia de la República de Panamá y del Ministerio de la
Presidencia, desde el año 1922. Aunque sus orígenes se remontan a una casa
noble de 1673, incendios y reformas posteriores lo han convertido en una
agradable mezcla de épocas y estilos, a partir de 1756, en que el fuego lo
destruyó casi por completo.
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