En el mundo del arte (II). ¿Niña
virgen o Virgen niña[1]
Por Federico Bello Landrove
A Jesús Urrea Fernández, en afectuoso
recuerdo
El presente relato
es casi completamente
imaginario, aunque se centre con bastante verosimilitud en un mundo real, hecho
de cuadros antiguos y de trapacerías de todos los tiempos. Tal vez, al
concluirlo, tengan mis lectores la misma impresión que yo he sentido: Que,
entre la realidad y la ficción, apenas existe la delgada línea, a veces
imperceptible, que separa la verdad de lo meramente posible.
1.
Un encargo misterioso y peliagudo
-
¡De
ninguna manera vamos a consentir que se vuelva sin comer a Salamanca! Almorzará
con nosotros. ¡Pues estaría bueno!
Dámaso no tuvo más
remedio que aceptar la exigencia de la madre de Geli. La verdad es que
el día era abrumadoramente cálido y no estaba muy ducho en los restaurantes de
Castellar; pues, aunque había procurado excusarse alegando un inmediato regreso
a su ciudad, su verdadero plan era el de echar algo al estómago antes de
emprender el viaje de regreso.
-
Y así, terció el padre, nos contará con
detalle todo lo referente a nuestra hija y a nuestros nietos. ¡Hace tanto que
no los vemos!
-
Cuatro
años para Navidad, concretó Doña Carmen, suspirando.
El profesor tardó unos momentos en contestar,
pensando si lo que estaba deseando decir era de las cosas que Geli no
quería que revelase, aunque solo fuera por el motivo de que sus planes podían
torcerse. Finalmente, optó por dar a los viejos una alegría, con todas las
salvedades:
-
Me
parece que esa ausencia no durará ya mucho tiempo. Su hija tiene el propósito
de venir a verlos estas navidades, aunque el plan todavía no es definitivo.
Doña Carmen y Don
Julián, su esposo, casi no le dejaron terminar la frase y prorrumpieron en
exclamaciones de júbilo y de sorpresa, dado que hasta aquel momento no tenían
noticias de tan anhelada venida. Eso mismo fue lo primero que comentó Don
Julián, dirigiéndose, a la vez, a su mujer y a Dámaso:
-
¡Qué
callado se lo tenía!... ¿Cómo no nos lo habrá comunicado, telefoneándonos todas
las semanas?
-
Ya
saben cómo es su hija -improvisó el visitante-. Prefiere no crear falsas
ilusiones, por si luego no se cumplen. Por otra parte, me consta que ha concretado
la decisión en estos últimos días.
La madre, que las cogía al vuelo, hizo la
pertinente deducción:
-
Sí:
Muy a última hora ha de haber sido, o poco segura está de poder viajar, cuando
le ha hecho a usted el latoso encargo de traernos este regalo desde allá.
Y, según hablaba,
señalaba el terciado paquete plano, perfectamente embalado, que había dejado
sobre la mesa camilla, cuando Dámaso se lo hubo entregado.
-
No
creo que se trate solo de eso -replicó el portador del envío-. Geli quería
que les llegase lo antes posible. De hecho, me encareció que, nada más llegar a
España, les llamase a ustedes para entregárselo en mano, bien viniendo yo a
Castellar, o bien yendo ustedes a recogerlo a mi casa en Salamanca.
-
Pues
no sabe lo que le agradecemos que nos lo haya traído porque, entre la artrosis,
los vértigos y otros muchos achaques, no estamos ya para viajes, por cortos que
sean, comentó Don Julián.
-
Dejemos
por hoy de charlotear sobre nuestra mala salud -sugirió Doña Carmen- y hablemos
de cómo están las cosas por Panamá… ¿Por qué no pasamos a la cocina, para que
yo pueda escucharlo mientras echo un ojo al puchero?
-
¡Mujer!
-censuró su esposo-. ¿Cómo vamos a…?
-
Por
mí, encantado -aseguró Dámaso, cortando las reticencias de su anfitrión-.
Seguro que tengo cuerda para rato.
-
Pues,
ya que nos da estas confianzas, ¿le parece que nos tuteemos?, prosiguió Doña
Carmen. Tiene edad de ser nuestro hijo, y no está bien que nosotros apeemos el
tratamiento y no haga usted lo propio.
Dámaso aceptó
encantado, lo mismo que yo, a partir de ahora.
***
Dos días después,
Dámaso recibió en su casa una llamada telefónica de Julián:
-
¿Dámaso?
No sé cómo empezar, de la vergüenza que me da… Se trata, otra vez, del paquete
que nos mandó mi hija por tu conducto… No, no es que esté en malas condiciones.
De hecho, ni siquiera lo hemos abierto… Se trata de una carta de Geli que
venía anexa… Eso… Pues dice que volvamos a entregártelo sin abrir, que dentro
viene otra carta, dirigida a ti, en la que te explica todo cuanto debes saber…
¡De ninguna manera! Ya te hemos molestado bastante… Acabo de remitirte el
paquete por el coche de línea de la empresa La Popular… Me han dicho que
puedes pasar a recogerlo en la consigna de la estación de autobuses, de nueve a
seis, a partir de mañana… ¡Qué lata, chico… ¡Claro! Se ve que, contra lo que
pensábamos, no se trataba de un obsequio para nosotros… Muchas gracias por
todo… ¡Ah!, Carmen anda por aquí y te manda recuerdos.
En fin, Dámaso
también estaba la mar de intrigado. ¿Qué demonios contendría el paquete de
marras, y por qué emplear la ociosa intermediación de los padres? ¡Menos mal
que no le había tocado regresar de nuevo a Castellar! Tenía tal curiosidad que,
aquella misma tarde, pasó por la estación, a ver si le adelantaban la entrega.
El empleado aceptó su petición y Dámaso se encaminó sudoroso hacia su casa, con
el ligero paquete bajo el brazo. Afortunadamente, fuera cual fuese su
contenido, el embalaje permanecía incólume y el contenido no daba señales
externas de haberse troceado o hecho añicos.
Fue abriendo con
cuidado las sucesivas capas de protección. Al llegar a la última, halló por fin
la carta anunciada, dentro de un sobre lacrado -¡era el colmo!: Geli
parecía no fiarse ni de sus padres-. Dámaso, enfurruñado, apartó el pliego sin
abrirlo y se dispuso a franquear el objeto misterioso. Un ¡FRÁGIL!,
estampado sobre plástico de burbujas, recordaba, por última vez, el exquisito
cuidado con que había que tratar aquello que protegía y ocultaba. ¡Y había
razón para ello!
Retiró finalmente el
envoltorio y apareció ante él la pintura de la Virgen niña que había
conocido en el museo panameño. El lienzo había sido cuidadosamente retirado de
su bastidor y marco, de forma que había adquirido una disposición completamente
plana y susceptible de sufrir dobleces, lo que había logrado evitarse gracias al
fuerte cartón plegado que mantenía la rigidez de la tela. Pese a la notoria oxidación
de la veladura, a la pátina de los colores y a la niebla viscosa de doscientos
años ahumada por las velas, Dámaso contempló de nuevo con pausa y delectación a
la niña: sus ojos implorantes; las manos menudas en ademán piadoso; el modesto
vestido ocre, alegrado por el broche perlado, y la túnica verde oscuro, ceñida
a la cintura. Luego, sus ojos escrutadores de experto recorrieron el haz y el
envés de la tela, buscando la firma del autor. Sabido es que, por razones que
ellos conocerían, el cuadro había sido atribuido por el museo de Buenaventura
de Tabasará al pintor Diego Valentín Díaz[2],
pero nuestro profesor salmanticense no le encontraba al óleo que tenía
ante sus ojos ningún parecido con obras de mano de dicho autor en tierras de
Castilla y Asturias, que él recordaba de visitarlas, o de verlas reproducidas
en publicaciones. Y, una vez más, su mente saltaba del rostro de la Virgen a
uno de los muchos artísticos que tenía archivados en la memoria,
tratando en vano de recordar cuál era.
Afortunadamente
-pues el profesor Dámaso Cifuentes era bastante obsesivo-, dejó de dar vueltas
a parecidos y disimilitudes, al parar mientes en que todavía tenía sin abrir la
carta de Geli que acompañaba al cuadro. Dejando intacto el lacre, rasgó con
un abrecartas el sobre a él dirigido y tuvo ante sí una cuartilla escrita a
mano, con letra redondilla, bastante regular y muy clara, en que pudo leer lo
siguiente:
Amigo Dámaso:
Te he hecho
portador hasta España del cuadro de la Virgen niña, con el ruego encarecido de
que, a la mayor brevedad posible, encargues su completa y exacta restauración a
personas de tu absoluta confianza, sobre cuya honradez y reserva no albergues
la menor duda. Mi
mayor deseo y esperanza es que aceptes un encargo que yo, por mi desconexión
del mundo del arte, tendría muy difícil llevar a cabo personalmente. A ver si
el trabajo puede estar terminado para cuando mis hijos y yo viajemos a Castellar,
como sabes, para la próxima Navidad.
No dudes de que te
abonaré los gastos a mi llegada a España, ni albergues ninguna inquietud sobre
la reacción del Museo de aquí, ya que, en lugar de la original, se ha expuesto
una copia excelente, para que el público pueda hacerse una idea cabal de la pintura
que se ha retirado para restaurarla.
No te oculto que,
cuando se lleve a cabo la restauración, la pintura puede ofrecer varias y
llamativas sorpresas, que podrían dar lugar a indiscreciones y complicaciones
administrativas. De ahí, mi insistencia en que los restauradores sean de
absoluta confianza y, a ser posible, desligados de cualesquiera instituciones o
cargos oficiales.
Naturalmente, para
el caso de que resuelvas declinar mi petición, bastará con que, con la mayor
discreción, devuelvas el cuadro a mis padres. No por ello dejaré de contarte
entre mis amigos, ni de abordar una nueva etapa en mi vida, una vez me halle en
España y libre de la tortura de aguantar a Iván. En suma, considera que me
puedes hacer un maravilloso favor, pero no te sientas culpable de prolongar mi
tormento, si decidieres dejarme sola ante el peligro.
Lo mejor es que no
intentes ponerte en contacto conmigo, hasta mi llegada a España. Si resuelves
no ayudarme, tendré noticia de ello por mis padres. Si, por ventura, optas por
hacer lo que te pido, quedas en libertad para decidir por ti cuantas
incidencias puedan producirse.
Con todo mi cariño
y gratitud.
Geli.
2.
De sorpresa en sorpresa
Comedor del restaurante Horcher
de Madrid
¡Anda, que no se
la había preparado buena la amiga Geli! ¡Mira que creer que un modesto
profesor de provincias pudiera tener contactos tan estrechos y fiables con los
talleres de restauración! De hecho, la única vez que había frecuentado uno de
ellos fue, hace la tira de años, cuando preparaba su tesis sobre Obras
de Fernando Gallego en las catedrales de Salamanca y Zamora[3].
Algunos de los cuadros de Gallego se hallaban en estado lamentable y el museo
catedralicio salmantino había acordado su reparación, como también de
obras de Juan de Flandes[4].
¡Y no era nadie la moza pidiendo por esa boquita! De total confianza…
honrados… con absoluta reserva… sin vinculaciones administrativas ni oficiales.
Vamos, lo mismo habría sido pedirle que buscase un mirlo blanco: Unos
individuos con los ojos muy abiertos para realizar su trabajo, pero muy
cerrados ante las sorpresas -vulgo, chanchullos- que les fuere dado
descubrir o presenciar. Porque, pese a las buenas palabras y los circunloquios,
Geli no se la pegaba: Había dado en el museo un cambiazo de cuadros y
ahora, con el auténtico en España, a saber lo que pretendía hacer con él. O sí
que lo sabía: ponerlo muy bonito y venderlo a hurtadillas a algún ricacho que
tuviera un hueco de sesenta por sesenta en la pared de un salón[5].
Estuvo a punto de
llamar a los padres de Geli y anunciarles su visita de devolución, pero
ya eran cerca de las once de la noche y no le pareció correcto telefonear a
hora tan avanzada; de modo que volvió a envolver la pintura de modo provisional
y bastante torpe, se preparó una ensalada para cenar y marchó a la cama,
todavía gruñendo sobre el descaro y la falta de consideración de la panameña adoptiva.
A la mañana
siguiente, se levantó insomne y con la decisión provisional de cumplir el
mandado de su amiga, para el caso improbable de que encontrara los
colaboradores que para ello se necesitaban. El caballero andante que llevaba
dentro cabalgaba una vez más, intentando alancear a un pérfido dragón, llamado
Iván, que casualmente era en esta ocasión el marido de la dama desvalida. Y, su
escudero -por llamarlo así- sería Chema Martín, su mentor jubilado, que había
entrado sesenta años atrás en uno de los mejores museos del país, como chico
para todo -así lo definía él-, y había acabado sus días administrativos como
director de la institución y gurú de los más acreditados marchantes de
arte y casas de subastas de Madrid. Con semejante escudero, ¿qué caballero no
osaría entrar en batalla, por desigual que esta fuese?
Claro que Dámaso era
un paladín prudente y, antes de presentarse ante Chema, fijó algunos hechos y
condiciones para que su respetable amigo no lo despidiera con cajas
destempladas. Lo primero era un dato cierto: Aunque no era un experto, Dámaso entendía
que La Virgen niña necesitaba una limpieza a fondo e importantes
retoques para recobrar su primitiva apariencia, pero su estado de conservación
era bueno, como también su fijación en el lienzo. Primera conclusión, pues: No
sería necesario poner la pintura en manos de personas con extraordinaria
pericia, ni -por lo mismo- gastarse una pasta, que seguramente tendría
que adelantar él hasta que a Geli le lloviese el maná del cielo y
pudiese reintegrarle lo pagado.
En segundo lugar,
tendría que presentarse ante el viejo director con algún motivo aparente,
distinto y de acrisolada licitud. Eso era muy fácil, pues aún no le había
informado de los resultados de su viaje a Panamá. Muy en particular, la
primicia del cambio de postura de la Inmaculada, captado por rayos X,
estaba seguro de que emocionaría a Chema; como también el hecho de que acudiera
a su domicilio para informarle personalmente, muestra de respeto y atención que
predispondría al visitado en su favor. Claro que estaba por ver el momento y el
lugar del encuentro, pues no sería extraño que el viejo hubiese cogido
vacaciones quién sabe en dónde.
Lo tercero era lo
más enfadoso: engañar a un amigo, y hacerlo de manera que resultase creíble y
sin fisuras. Dámaso recordaba una frase de su hermana Rita cuando, de chaval,
trató de colar una trola a su madre: Te habría creído, si no te hubieses
empeñado en darle tantos detalles. Eres un perfeccionista, hasta cuando
pretendes engañar. Según eso, bastaría con decirle a Chema que había
conocido en Panamá a un español que, desconfiando de la pericia de los expertos
nativos, le había rogado que llevase a España una vieja pintura para
restaurarla, que sus padres habían logrado sacar de nuestro país al exiliarse
en el año treinta y nueve[6].
El chovinismo del propietario podría explicar el encargo. En cuanto a las
sorpresas que pudieran aparecer -y que Geli había anunciado-, habría que
hacerse de nuevas y proveer a ellas como Dios le diese a entender.
Telefoneó a Chema
Martín y lo encontró aún en Madrid, aunque con el designio de marchar para la
costa cántabra en pocos días. La impaciencia de Dámaso era tan proverbial como
su torpeza para mentir. Logró que su mentor consintiera en recibirlo el sábado
siguiente, no sin una de las típicas salidas del jubilado:
-
Eres
un cagaprisas y no sé cómo te aguanto… Anda, anda, saca billete para los
Madriles y ve reservando mesa para dos en Horcher[7]…
Pagas tú.
***
-
Querido
Cifuentes -dijo Chema Martín, con afectada solemnidad-, ya no soy, ni mucho
menos, quien era, y menos en plena canícula. De modo que -agregó, dirigiéndose
al maître del restaurante- me conformaré con un steak tartar al
punto y, de postre, baumkuchen de chocolate, nata y helado de vainilla.
-
¿Y
no tomarás algo para abrir boca?, inquirió Cifuentes, con guasa.
-
Hombre,
si te empeñas, podría ser algo refrescante: una ensalada de alcachofas con
cangrejo real.
-
Pues
yo tomaré lo mismo de todo -agregó Dámaso-. Hay que seguir la estela de los
maestros.
Mientras llegaban
los manjares, Chema abordó el tema que los había llevado allí, del que era mudo
testigo la carpeta que, con harto dolor de su corazón, había dejado Dámaso en la
guardarropía.
-
Así
que Diego Valentín Díaz, ¿eh? -comenzó-. En el museo teníamos una Santa
Teresa suya, pero la verdad es que nunca me interesó como pintor. El que
verdaderamente es un experto en él es Gurría, ya sabes, el que fue director del
museo de Castellar hasta que dimitió -o lo dimitieron- por desavenencias
con la Dirección General.
-
Lo
conozco y he colaborado con él en algunos trabajos que requerían patear conventos
o iglesias salmantinos; pero quienes me han encargado de traer el cuadro a
España dicen estar seguros de su autoría e historia, aunque nada me detallaron,
ni yo me atreví a hacerles preguntas.
-
¡Caramba,
chico!, empleas un lenguaje que parecería que fuesen de la mafia. ¿Es que hay
algo raro en todo esto? Mira bien dónde te metes, que el mercado del arte siempre
fue bastante… opaco, y más ahora, que se ha convertido en un inmenso negocio.
-
La
verdad, Chema, es que me parecieron buena gente, y acabó de convencerme para
ayudarlos el que hubiesen sido exiliados. Ya sabes que mi familia también era
de la cáscara amarga; solo que a ellos no les dieron tiempo de salir de España.
-
Lo
sé, Dámaso, pero aquella generación se extinguió y sus hijos o nietos a saber cómo
las gastan. En fin, tú dirás en qué puedo ayudarte.
-
Pues
poniendo el cuadro, como si fuese algo tuyo, en manos de restauradores de total
confianza y que, si hay algo raro, mantengan la boca callada y se limiten a devolvértelo
y a advertirte… Estoy seguro de que conocerás a un buen número de ellos, habida
cuenta de tu experiencia y relaciones… Por otra parte, soy de la opinión de que
la pintura está bien conservada, precisando solo de una limpieza a fondo, para
que recupere los colores originales.
En ese momento, se
aproximaban dos camareros con los entrantes. El viejo director guiñó el ojo al
otro comensal y cortó el tema de conversación:
-
Vamos
a hacer los honores al almuerzo -indicó-. Luego, iremos para casa y, con una
copa en la mano, veremos a tu Virgen. Espero que no se ofenda de que
bebamos delante de Ella. En cualquier caso, al menos yo, beberé con moderación,
ya que debo respeto, no solo a los seres celestiales, sino a mi hígado y a la
opinión de mi santa esposa.
***
Aquella misma
tarde, ya en casa de Chema, Dámaso colocó la carpeta sobre la amplia mesa del
comedor y dejó a la vista su pictórico contenido. La intensa luz solar que se
colaba por el ventanal hizo más vívidas las apagadas tonalidades del cuadro y,
sobre todo, más negros e inquietantes los ojos de la niña representada. El
viejo director permaneció de pie ante la pintura durante unos minutos, con sus
gafas de cerca caladas y rozando, de vez en vez, el lienzo con la punta de los
dedos. Al fin, tomó asiento y se quedó mirando fijamente a Dámaso:
-
Hermosa
obra -dijo como resumen-; hermosa y bastante bien conservada. En cuanto los
restauradores acaben su trabajo, lucirá muy bella. Solo necesita una limpieza a
fondo: Está ahumada de veras y las capas de barniz se han opacado hasta el extremo.
En fin -cambió de tema, al ver la ansiedad de Dámaso en su cara-, estoy casi
seguro de que los pinceles de Diego Valentín Díaz no tocaron esta pintura;
dicho sea ello a título de impresión de quien no es especialista en su obra. De
hecho, el cuadro no está firmado. ¿En qué se basan sus propietarios para
atribuírselo al artista de Castellar?
A Dámaso se le
apareció mentalmente la imagen admonitoria de su hermana Rita, y contestó lo
más superficialmente que se le ocurrió:
-
Ya
te he dicho que no fueron muy explícitos conmigo. Creo que sus ancestros se
habían hecho con la pintura en la almoneda de un convento de benedictinas,
cuando la Desamortización.
-
Pues
mi consejo de amigo es que te pongas en contacto con Gurría. Lo que él no sepa
de la vida y la obra de Díaz, no lo sabe nadie.
Dámaso empezaba a
impacientarse:
-
La
verdad, Chema, es que el tema de la autoría es secundario. Lo que mis mandantes
desean -como te he dicho- es una restauración muy profesional de la obra. Si,
como consecuencia de ella, surgen novedades o sorpresas, ya las abordaremos en
su momento.
-
Está
bien, está bien, impaciente… Deja que disfrute de mis vacaciones en Comillas,
que no pasarán de un mes. A la vuelta, moveré a mis contactos y se pondrán
manos a la obra. Por lo que he visto, el trabajo podrá ser rápido y no muy caro…
Que tus clientes vayan transfiriéndote cien mil euros, aunque
probablemente sea suficiente con la mitad… ¡Ah!, entretanto, ya te estás
llevando de aquí el lienzo, que no me fío de la seguridad de Madrid en verano y
con la casa cerrada. Te telefonearé cuando tenga todo preparado.
El profesor de
Salamanca no abrió la boca. Se levantó y empezó a envolver la pintura. Su
mentor le sujetó por el brazo para que esperase unos momentos a ocultarla de su
vista. Luego, confesó:
-
Y
a mí que esta cara y estos tonos me resultan familiares… Hasta esa pincelada,
ese empastado… ¿No te pasa a ti lo mismo?
Dámaso no
contestó. Acabó de aprestar el cartapacio; abrazó a Chema, deseándole felices
vacaciones, y se despidió de él, hasta que me llames… ya sabes, lo antes
posible. En el ascensor, pensó que ya era casualidad que su veterano amigo
también opinara que la cara de la Virgen niña era el trasunto de otra
más conocida. Pero, al llegar al portal, apretó el paquete bajo su brazo y
quitó importancia a la coincidencia:
-
Raro
sería que no sucediera eso entre dos personas que pasan la vida viendo o
recordando miles de rostros del pasado, que el milagro del arte convierte en
amigos y conocidos.
***
La Navidad se
aproximaba y Dámaso empezaba a estar en ascuas. La propia Geli,
rompiendo su prometido silencio, había dejado caer su impaciencia por teléfono:
-
¿Dámaso?...
Para confirmarte que llegaré a Madrid el día 20 y, de seguido, a Castellar… Sí,
sí; todo bien y los chicos bastante conformes… A propósito, ¿cómo va lo
nuestro? Ah, en buenas manos: muy bien… Ya me figuro que la cosa requiere
su tiempo… No te apures; comprendo que poco puedes hacer… Lo que me extraña es
que aún no se hayan puesto en contacto contigo… ¿No has sabido nada?... Claro,
claro… Sí, a ver qué te dice ese señor, amigo tuyo… Gracias y hasta pronto.
La llamada de su
amiga desencadenó la máxima inquietud de nuestro profesor. Armándose de valor,
volvió a llamar a Chema, aunque este -harto de su insistencia- le había rogado
que esperase sus noticias. Pero esta vez resultó que el otro agradeció la interpelación:
-
Precisamente
iba yo a llamarte -confesó el exdirector-. Ha aparecido una cosa muy llamativa
al restaurar la pintura, que he estado examinando con máximo interés y reserva.
¿Puedes pasarte por Madrid cuanto antes? No; no es cosa para hablarla por
teléfono… Por cierto, la restauración ya está acabada… Cincuenta mil en mano y
otro tanto con factura en regla (8]…
Dadas las circunstancias, no he juzgado prudente regatear… ¿Qué mañana mismo?
Por mí, de acuerdo… Comeremos juntos, pero esta vez lo haremos en mi casa.
Chema tenía la
pintura colocada sobre un atril, velada con un paño blanco. Al levantar este,
Dámaso se sintió un poco desilusionado. Pese a la limpieza y el consiguiente
realce de los colores, estos seguían apareciendo apagados y el cuadro
desprendía una inquietante sensación de tristeza. El anciano captó al vuelo la
impresión de su protegido, y comentó:
-
Los
restauradores han hecho cuanto han podido, sin alterar la obra. Si el artista
se sentía nostálgico o desengañado, ¿qué se le va a hacer? Estaba en su
perfecto derecho, y más, siendo tan grande como era… Haz el favor de fijarte en el recogido del manto…, a tu derecha… un poco más abajo… ¡ahí, hombre, ahí!
Si no le dio un
síncope en aquel momento, es que no le daría nunca. Ante los desencajados ojos
de Dámaso, aparecieron nítidas las letras de una firma, clara e inconfundible:
3.
De Diego a Diego: Una primera aproximación
Inmaculada Concepción, por D.
Velázquez (National Gallery de Londres)
Todavía deparaba
la monumental sorpresa velazqueña una adición. Al pie de la indicada firma,
tres letras mayúsculas, separadas por puntos, ocupaban el lugar en que, por lo
común, habría debido figurar la fecha de terminación del cuadro. El acrónimo se
leía así:
A.M.S.
Dámaso, atónito, miró
de hito en hito a su amigo, hallando en él un rostro de inusitada gravedad.
Poniendo la venda antes de la herida, el profesor salmantino balbuceó:
-
Chema,
te juro por lo más sagrado que no tenía ni idea de lo que iba a aparecer con la
restauración. Comprenderás que, de haber tenido la más mínima sospecha, no me
habría comprometido con unas personas con las que apenas tuve otro contacto en
Panamá que el puramente superficial.
-
Te
creo, Dámaso -admitió Chema-, pero no se trata de mi opinión, sino de la
trascendencia que el asunto puede cobrar en las altas esferas, pues no
aparece un velázquez todos los días. Y la clave de todo es acreditar que el
cuadro ha venido del extranjero y que es propiedad añeja y legal de individuos
que no son españoles. Siendo así, ningún derecho podrá alegar el Estado para
mantener la pintura en nuestro país, ni buscarnos las vueltas por tráfico
ilegal de obras de arte.
A Dámaso le
entraron sudores: Nada menos que tendría que desenmascarar a su amiga Geli; y, de eso, a descubrirse el escamoteo del cuadro del museo Demóstenes Balboa, iba muy corto trecho. Menos mal que tenía
enfrente a un hombre curtido en mil batallas y que, a mayores, estaba deseando
quitarse aquel muerto de encima. Sus sabios consejos eran órdenes terminantes
para el acongojado profesor:
-
No creo que los restauradores vayan a irse de la lengua,
pero la sorpresa es demasiado grande como para estar seguros de su reserva. Así
que vas a hacer dos cosas: una, de inmediato, y otra, lo antes que puedas.
Y allí mismo y prácticamente al dictado de
Chema, Dámaso escribió de su puño y letra el siguiente documento:
Yo, Dámaso Cifuentes, etcétera,
etcétera, por mi honor y bajo mi responsabilidad declaro:
1º. Que, en el mes de julio próximo
pasado, recibí en Ciudad de Panamá, una pintura representando a la Virgen niña,
de escuela española del siglo XVII, atribuida hasta entonces al artista, Diego
Valentín Díaz.
2º. Que dicho cuadro me fue entregado en
depósito por quienes aparecían como sus poseedores y legítimos propietarios,
con el encargo de ponerlo en manos de restauradores competentes de España, para
que procediesen a necesarias labores de limpieza y conservación, terminadas las
cuales habría de devolver la obra a Panamá, por servicio de paquetería
suficientemente seguro, sin recibir otra compensación que el abono de la factura
que los restauradores me pasaran por su trabajo.
3º. Que, aparte lo expresado, no recibí de
mis mandantes otros datos que el de ser la susodicha pintura de constante
propiedad en su familia, desde los tiempos en que, en virtud de la Desamortización
eclesiástica de Mendizábal[9], la misma fue incautada, al parecer, a una comunidad de monjas
benedictinas, cuyo nombre y ubicación dijeron desconocer.
4º. Que la persona que, en nombre de toda
la familia, me hizo el expresado encargo es la señora, Doña María de los
Ángeles L.R., cuya identidad y demás datos eludo, por ahora, por razón del
respeto a su intimidad, sin perjuicio de estar dispuesto a desvelarlos, caso de
serme ordenado por la autoridad competente.
5º. Que, por no conocer suficientemente el
ramo de la restauración de obras de arte, solicité de mi profesor y amigo, Don
José María Martín del Hoyo, me recomendase a personas de toda confianza, a lo
que este accedió, acompañándome hasta ellas y cumpliendo las mínimas funciones
de intermediación, al residir él en Madrid y yo no, radicando en esta villa en
taller al que se hizo el encargo.
5º. Que, habiendo concluido en días
pasados la restauración de la obra, con la sospecha de que pudiese no ser de
Diego Valentín Díaz, sino de Diego de Silva Velázquez, no lo he comunicado sino
a los dueños de aquella, comprometiéndome a enviársela a Panamá con la máxima
urgencia; entendiendo que eso es lo que procede por mis deberes contractuales y
por no ser contrario a las leyes españolas sobre la circulación de obras
artísticas…
Chema, sin esperar la venia de Dámaso, recogió
y guardó el documento, una vez hubo este fotografiado el mismo con su teléfono
móvil. Luego, pasaron a lo que había de hacerse para evitar cualquier posible análisis
o incautación oficial de la obra. El viejo director le indicó a su amigo:
-
Ignoro lo que vas a hacer ahora con esta bomba, ni quiero saberlo; pero, por el bien de sus dueños
y el tuyo propio, ve dentro de dos o tres días a SEUR[10] con un
paquete de pega, que tenga peso y dimensiones
parecidas, y remítelo como pintura a tus
mandantes en Panamá. Con eso tendrás una buena coartada. Pero, si de verdad
quieres devolver el cuadro a sus dueños, diles que ha surgido un problema o
algo muy importante, que aconseja que vengan ellos en persona a España para
recuperar en mano la pintura; y, entretanto, guárdala a escondidas el cualquier
lugar que no sea en tu casa…, ni en la mía, por supuesto.
Las cosas se habían normalizado hasta tal
punto que los dos cómplices, tras
envolver cuidadosamente la pintura, decidieron ir dando un paseo hasta la
cercana estación de Atocha, donde Dámaso había de coger el tren de Salamanca.
Por el camino, Chema le quitó de la cabeza a Dámaso que lo de la firma del gran
Diego fuese una falsa alarma:
-
Yo también dudé mucho al principio -concedió-,
entre otras cosas, porque ya sabes que Velázquez era poco dado a firmar sus
obras[11],
pero la letra, la forma y la antigüedad del autógrafo no dejan lugar a
discusiones, según los restauradores y yo mismo, pues comprenderás que no iba a
convocar una reunión de especialistas, dadas las circunstancias… Hay una cosa
llamativa, y es que los rasgos son bastante débiles, como vacilantes. Podría
ser porque el pintor estuviese enfermo…
-
O viejo -replicó Dámaso-.
-
Lo dudo, discrepó Chema. Si la Virgen es de él, tiene todas las características de su época
de juventud… ¿Te acuerdas de lo que te comenté de que la niña me recordaba
otras ropas y otro rostro? Pues ya di con él. Te resultará discutible, pero le
encuentro parecido con la Inmaculada de la National Gallery[12].
-
¡Justo!, exclamó Dámaso, que al fin podría dormir
sin soñar con el escurridizo trasunto.
-
Ya ves, prosiguió Chema. Claro que los ocres de la Inmaculada son más vivos y brillantes que los de la Virgen niña, y eso pudiera llevar a pensar lo contrario: en una
obra de la madurez del pintor… Ya sabes, la pérdida de los conos por el paso de
los años[13].
Habían llegado ya a la estación y la
barahúnda era considerable. Chema se despidió:
-
Todavía me han quedado un par de cosas importantes
que comentarte, pero no te preocupes que te las escribiré cuanto antes… ¡Y no
te olvides de SEUR, so
liante!
Cuando volvió a salir a la plaza de Carlos
V, Chema iba todavía riéndose.
***
Por mucho que respetara el buen criterio
de Chema, Dámaso se olvidó de SEUR
pues, a estas alturas, con Geli a punto de
viajar a España, mandarle un paquete a Panamá -aunque fuese inocuo- podría
generar dificultades con su marido. Total, dentro de unos pocos días le
entregaría en mano el lienzo y allá se las compusiera, haciendo con él lo que le
viniera en gana. Y, puesto ya a desobedecer, también se echó a la espalda lo de
esconder el cuadro fuera de su casa: Se limitó a meterlo en una maleta en el
altillo del armario empotrado de su dormitorio, cerrando con llave la valija. Y
así, sin dejar de dar vueltas al asunto, decidió esperar la inminente llegada
de la anterior poseedora de la misteriosa pintura.
Quizá la hiciese menos indescifrable el
contenido de la carta que le remitió Chema a los pocos días, para completar sus
conclusiones sobre la obra. La misiva empezaba haciendo algunas consideraciones
fundamentales para la autoría de aquella:
… Como habrás podido
comprobar, la pincelada, los empastes, las transparencias, los colores… todo
permite concluir que sea obra de Velázquez. No entraré en detalles ya que me
dirijo a un compañero que sabe del gran pintor sevillano casi tanto como yo. Solo abundaré en el hecho de que los restauradores
participan de mi opinión, aunque no deje de llamarles la atención -como a mí- el
hecho de que, siendo la apariencia o impresión de la obra la de un cuadro de su
juventud -seguramente, de la etapa de Sevilla-, no obstante, haya aspectos -lo
suelto de la pincelada, el acabado abocetado de las telas y otros detalles- que
nos llevan a relacionarla con los rasgos de madurez del artista…
Pasando a tratar de la hasta
entonces oculta firma del cuadro, Chema puntualizaba:
Como ya te dije, no hay motivos para
pensar en que la grafía no sea velazqueña; y no es la menor razón la de que
luego se cubriese la firma, como si se pretendiese ocultar al autor de la Virgen… Yo no soy Sherlock Holmes, ni tengo pista alguna de quién fue el que
escondió la firma, ni por qué lo hizo. Pero sí te digo, con los restauradores,
lo siguiente: las dos pinceladas que la ocultan a la vista de quienes no empleen
rayos X fueron dadas con pigmentos de la misma época que los usados por
Velázquez, pero no con los mismos colores, ni igual profundidad; dando la
impresión de que se quería velar la firma, pero no impedir que, en el futuro,
alguien pudiese levantar el velo y volverla a la luz.
No olvidaba Chema la incomprensible
abreviatura A.M.S., que
figuraba al pie de la firma. El viejo director decía así:
… Al tratarse de solo
tres letras mayúsculas sin florituras, es casi imposible asegurar que sean de la misma mano que la firma. Lo
más que me han podido asegurar en el taller es que el pigmento es antiguo, de
fecha compatible con la más probable del cuadro… En cuanto al sentido del acrónimo,
sería de Perogrullo recordar que en ese lugar debería figurar, si acaso, la
fecha de acabado de la obra. Por lo demás, toda traducción de las iniciales a
las palabras que encubren sería inútil especulación. Si tú llegas a dar con alguna
expresión fundada y con sentido, te ruego me lo hagas llegar, para satisfacer
mi curiosidad. Hace mucho que he perdido el gusto por las novelas policiacas y
nunca tuve cabeza para los acertijos…
Todavía faltaba una sorpresa tan
mayúscula, como las tres letras aludidas:
Me dijeron los restauradores que las
doce estrellas de la corona virginal, que antes de su trabajo apenas se
distinguían y ahora lucen con plateada nitidez, tienen toda la apariencia de
haber sido superpuestas a la pintura original, en momento posterior a esta,
utilizando un albayalde de poca calidad, que parece haber sido preparado de
manera descuidada. Una vez advertido, yo también aprecio el escaso brillo y
resalte de las estrellas, si bien, a juzgar por la Inmaculada londinense, Velázquez no era muy dado a dedicar a la corona estelar un refinamiento
especial.
La carta terminaba en los
siguientes términos:
Concluiré, mi querido amigo, con una
consideración, que mi dilatada experiencia hace que no me olvide de ella, por
lo fértil que me ha sido en acertadas consecuencias. Me refiero al hecho de no
descartar del todo la presencia y la mano en todo este asunto del modesto y
bondadoso Diego Valentín Díaz. ¿A ton de qué, si no hubiera tenido nada que ver
con el cuadro, le venía atribuido desde tiempo inmemorial, como esa familia
panameña te confesó? De aquí, que te insista: Aunque sea sin levantar la
liebre, llama a Gurría y pregúntale por las relaciones conocidas que existieron
entre Díaz y Velázquez. Quizá los dueños del cuadro se animen también realizar
pesquisas, ahora que tienen en sus manos una pintura que puede valer una
fortuna. En fin, como diría el otro[14], entre Diegos anda el juego.
4. De Diego a Diego: Geli entra en escena
Posible Virgen niña, atribuida
a Velázquez (Colección particular)
Al menos, en lo de
visitar a Alfonso Gurría cumplió Cifuentes con el consejo de su maestro.
Pretextó una visita familiar a Castellar, para quedar citado con el ilustre
especialista en Diego Valentín Díaz, que ya agotaba sus últimos años como
profesor universitario, después de haberse quemado las pestañas -como él
decía- organizando y administrando el complejo museo nacional de la ciudad. El
encuentro entre los dos colegas -bien que separados por casi treinta años de
edad- fue particularmente cordial, en el café Suizo, uno de los más
antiguos de la urbe. Resultó que Gurría había estado hacía poco en Sevilla, en un
simposio acerca del joven Velázquez, lo que facilitó mucho a Dámaso esa
compleja tarea de arrimar el ascua a su sardina, tratando, al propio tiempo, de
no descubrir las propias cartas:
-
A
la postre -se lamentaba Alfonso-, no sacamos mucho en limpio en lo que todo el
mundo esperaba: Que fijásemos la autoría, velazqueña o no, de La educación
de la Virgen. Claro que qué vamos a esperar, cuando los grandes cerebros de
la Universidad de Yale habían tenido el cuadro almacenado en un sótano durante
no sé cuántos años[15].
-
Yo
lo conozco solo por fotografías -reconoció Dámaso- y la verdad es que no me
gusta, salvo el San Joaquín. ¡Qué diferencia, pese a su relativa rigidez, con
la Inmaculada de la National Gallery, aunque, si La educación es
velazqueña, ambas obras serían de fechas muy próximas!
-
Lo religioso no fue nunca el fuerte de Don
Diego -aseveró Gurría-, y los años mozos no son precisamente los más pegados a
la espiritualidad y la devoción de una persona.
Había llegado el
momento de sonsacar a Alfonso sobre lo que a Dámaso interesaba. Lo hizo de
manera bastante aseada:
-
Por
cierto, ya que hablamos de Velázquez, se me planteó el otro día una duda sobre
los contactos que tuvo con tu paisano, Diego Valentín Díaz. ¿Qué es lo que se
sabe a ese respecto?
-
Díaz,
además de ser un pintor más destacado e influyente de lo que se piensa, era una
persona de grandes cualidades: amable, generoso, culto, muy sociable y hasta
uno de los primeros artistas que, en lugar de dejarse comprar por los
ricos mecenas, fue un mecenas él mismo. No es, pues, de extrañar que tratase a
Velázquez, siendo este un artista tan reconocido y pintor de cámara de Su
Majestad. Es bastante probable que hayan existido cartas velazqueñas, dirigidas
a mi paisano, como tú dices[16].
En cambio, que yo sepa, no se conocen encuentros en persona entre ellos, hasta
el de los últimos días de su vida.
Pese a ser un
hecho relativamente divulgado de la vida de Velázquez, Dámaso no lo conocía.
Gurría se lo resumió:
-
Como
aposentador real, Velázquez, ya con mala salud y sesenta años cumplidos, se vio
obligado a viajar hasta la Isla de los Faisanes, en la frontera vasca con
Francia, a preparar la infraestructura española para los fastos de la boda de
la hija de Felipe IV con Luis XIV. Fueron meses de trabajo agotador, que acabó
con las reservas físicas del pintor. Su trabajo de aposentador terminó hacia
mediados de junio de 1660, emprendiendo seguidamente el regreso a su casa de
Madrid; pero se encontraba tan fatigado que optó por descansar durante el viaje
y, por ende, pidió albergue en Castellar a su colega y amigo, el pintor Díaz.
Este aceptó de buen grado el acogerlo en su casa, y aquí permaneció Velázquez,
tal vez un mes, pero la duración exacta de la estadía se desconoce. Luego, ya
lo sabes, marchó a Madrid y, a muy poco de llegar, se lo llevó la parca, un 6
de agosto, siguiéndolo su esposa a los ocho días. Esa casi simultaneidad ha
llevado a algunos a suponer que los fallecimientos se debieran a una enfermedad
infectocontagiosa; tal vez, la viruela.
-
Y,
según creo, tampoco tardó en pasar a mejor vida Díaz, agregó Cifuentes.
-
En
efecto, y de modo bastante repentino, aunque ya tenía 74 años, edad avanzada
para la época. Murió el primero de diciembre del mismo año de 1660; y, nueva
coincidencia, su tercera esposa -mucho más joven que él- fallecería el 16 de
enero siguiente.
Dámaso no quiso
seguir ahondando en el tema, a la espera de que Geli se sincerara con él
y le comunicase cuantos datos tuviera sobre la pintura. No habría de esperar
mucho para ello. De hecho, si se cumplían los planes, ella y sus hijos estarían
ya en Panamá a punto de coger el avión que los traería a España.
***
Después de mucho
dudar acerca del punto en que se produciría el encuentro, he aquí que Geli y
Dámaso se hallan, mano a mano, en la biblioteca de la casa de este en
Salamanca, con La Virgen niña extendida sobre el buró. Es un 27 de
diciembre y una tenue luz solar, velada por la neblina, penetra por el ventanal
e ilumina lo suficiente la tela, como para que su ya de nuevo poseedora haya
prorrumpido en una exclamación admirativa.
-
Sí,
sí -refunfuña Dámaso en broma-, no ha quedado nada mal, pero tu dinero va a
costarte.
Geli, sin
dejar de mirar a la niña, le replica:
-
Anda, calla, no seas gruñón. Hay cosas que no
tienen precio.
-
Como,
por ejemplo, un velázquez -agrega el profesor, entrando súbitamente en
materia-.
La total
tranquilidad del semblante de Geli evidenció que la imponente identidad
del autor le era ya conocida. Se sentaron en sendos butacones del despacho y Geli
empezó a desgranar confidencias, unas veces, a preguntas de Dámaso, y
otras, de corrido.
-
Ya
tenía conocimiento de quien era el pintor de La niña, aunque fuera con
una gran dosis de suerte. Como te conté en Panamá, llevaron un portátil de
rayos X a nuestro museo, y mi marido y yo lo estuvimos probando. A mí, como
castellarense y muy aficionada a este cuadro, me dio por aplicar el examen al
mismo, siendo así como me percaté de la firma de su verdadero autor. No me lo
podía creer, pero oculté mi hallazgo y mi sorpresa, para no favorecer de
ninguna manera al canalla de mi esposo. Consulté en los libros y comprobé, en
mi modesta opinión, que el estilo y tonalidades de la pintura coincidían con
las del Velázquez de su primera época. Muy poco después, leí en una revista que
habían encontrado en Yale otro cuadro muy probablemente velazqueño, La
educación de la Virgen. Me formé la opinión de que el pintor había ido
siguiendo la infancia de la Virgen a lo largo de unos pocos años: a los cinco o
seis; a los ocho o nueve; a los doce o trece. En fin, una quimera, pero me
afianzó en la convicción de que estaba ante un velázquez auténtico.
-
Y
entonces -interrumpió Dámaso- se te ocurrió pegar el cambiazo: Guardarte el
auténtico y poner en su lugar una copia que, por su similitud y apariencia de
vejez, pudiese dar el pego.
-
Eso
fue bastante más tarde. Por de pronto, me vino Dios a ver con la circunstancia
de que se estropeara el aparato de radiografiar y, tras llevarlo a reparar a
Ciudad de Panamá, se quedase con él otro museo más importante. Así, era casi
imposible que alguien más descubriese que La niña no era de Diego
Valentín Díaz, como se consideraba. Dos o tres años después, vino por el museo
un aventajado estudiante de pintura, de esos que se empeñan, para aprender, en
copiar exactamente los cuadros clásicos, incluso imitando el estilo de los
maestros. Como favor especial -naturalmente, pagado-, le rogué que copiase con
esmero el de La niña, como si fuese decisión suya, no inducida por mí.
Cuando estuvo acabado, le reté a que lo oscureciese y le diera la pátina de
envejecimiento que tenía el original. Lo consiguió pasablemente, trabajando por
las tardes en el taller del museo, y así pude -por supuesto, a ocultas- retirar
la tela original y colocar en su bastidor y marco la del estudiante al que, por
cierto, me enteré de que contrataron luego en el Museo de Ponce[17]
como restaurador, es decir, justo lo contrario de lo que había llevado a cabo
para mí.
-
Bien,
y ¿qué es lo que piensas hacer con la pintura, ahora que ya está restaurada, en
España y acreditada su autoría, en la medida de lo posible?
Geli pareció
extrañarse mucho de la pregunta:
-
¡Toma!
¡¿Y qué quieres que haga?! Quedarme con ella; tratar de venderla a muy buen
precio y, con lo que me den, seguir adelante con nuestra vida, mis hijos y yo,
lejos del perverso de Iván.
Observó tal
perplejidad en la cara de Dámaso, que optó por matizar sus anteriores palabras:
-
Tú
viste en Panamá la punta del iceberg de mi desgracia matrimonial: Fue lo
suficiente, para comprender que la situación era insostenible y te ofreciste
para ayudarme. Pues eso es lo que sigo necesitando ahora. No ya para sacar del
país el cuadro, ni para restaurarlo o estudiar su atribución, sino para que me
sirva de garantía de prosperidad y de futuro. Es lo menos que me debe el
destino. Por otra parte -enfatizó- quienes bien me quieren y me ayuden no se
quedarán al margen de mi fortuna.
Dámaso se irritó
con aquella inequívoca alusión a un soborno, y ridiculizó sus planes:
-
La fortuna del
cuento de la lechera; o, por mejor decir, la de aquel que vendía la piel del
oso antes de cazarlo.
-
Bueno
-convino Geli- el oso ya lo tenemos cazado y en la jaula, pero razón
tienes en que lo de venderlo va a ser harina de otro costal. Tú tienes
conocimientos y amigos. Alguno habrá que, por precio, haga algo… no muy limpio.
Total, en el mercado del arte hay una moral muy permisiva y las normas españolas
sobre retención y tanteo no serían aplicables a una pintura panameña y a una
ciudadana que también lo es -aunque tengo doble nacionalidad-.
El profesor se
admiraba de la ligereza, o de la caradura, de Geli, a la hora de valorar
su propio comportamiento:
-
Supongo
-dejó caer, con ironía- que algo tendrá que decir el museo Demóstenes Balboa
y, por extensión, las autoridades de Panamá, acerca de que les birlen un velázquez
y lo vendan a sus espaldas y sin beneficio ninguno para ellos…
Geli tenía
disculpas y remedios para casi todo:
-
Si
un cuadro totalmente descuidado de un pintor poco conocido se ha convertido en
un rutilante velázquez, ha sido por obra y gracia de esta que te habla y de
aquellos a quienes ha movido a ayudarla… Y no te preocupes por los pobrecitos
panameños: Estoy dispuesta a reintegrarles, con lo que saque del cuadro, el
valor que pudiese tener en el mercado una pintura de Diego Valentín Díaz.
¿Cuánto podrá ser? ¿Cien mil, doscientos mil euros? Pues, cuando venda el velázquez,
haré llegar al Museo una donación por el doble de esa cantidad.
Dámaso todavía
insistió en su sarcasmo:
-
Según
eso, cualquier listillo, que tenga información privilegiada, podría
saquear un museo o una colección particular, vender el botín y restituir a los
dueños una pequeña parte de lo que consiga…
Geli levantó
la voz, como aquel que puede desvirtuar del todo los argumentos de su
interlocutor:
-
¿Acaso
crees que mi descubrimiento es fruto de la casualidad y de saber manejar un
aparato de rayos X? No, hijo, no; de eso nada, que mi trabajo y
dedicación me costó encontrar el hilo, tirando del cual llegué hasta el ovillo.
Dámaso echó hacia
adelante el tronco y fijó sus ojos en los de la mujer, como el niño que espera
impaciente que se le empiece a contar una historia; pero Geli parecía
cansada y no estaba por la labor en esos momentos:
-
Es
ya la una y cuarto, recordó. ¿Te importa que salgamos a comer y demos luego un
paseo por esta hermosa ciudad? Prometo irte revelando todo lo que estás
deseando conocer… ¡Ah!, y pago yo. Con un velázquez en mi poder, me siento la
mujer más rica del mundo.
Dámaso sonrió tristemente y musitó:
-
Otra
vez, el cuento de la lechera.
5.
Declaración de la madre Marcela Díaz en artículo de la muerte
La precedente Virgen niña, con
su recuperada corona de estrellas.
La revelación a
que Geli se había referido en Salamanca no llegó sino varios días
después, en Castellar. Al despedirse en aquella ciudad, Dámaso había recibido
una doble promesa, sujeta en cierto modo a condición:
-
¿Por
qué no pasas un día con nosotros en Castellar? El Día de Reyes podría ser un
buen momento, dado que los chicos estarán de buen humor gracias a los regalos.
Anímate y, si lo haces, te prometo que tus esperanzas se verán satisfechas,
como dicen en los libros.
-
No
te digo que no, contestó ambiguamente Dámaso. Tus padres me resultaron muy
simpáticos, cosa que, por cierto, no puedo decir de tu hijo mayor.
-
No
sabes lo que ha cambiado en los pocos días que llevamos aquí. Ha sido verse
lejos de su padre y se diría que lo han dado la vuelta, como a un calcetín.
Finalmente, el
profesor realizó el viaje y confraternizó con el pleno de los Lafuente. Tanto
es así, que acabó invitando a Geli y los chicos a los cines Casablanca,
a dos pasos de la casa familiar. Antes de salir para la proyección, Geli
le aseguró que, al día siguiente, efectuaría el ingreso de los cien mil
euros de la restauración del cuadro en la cuenta bancaria que Dámaso le
indicase. Ella añadió:
-
Supongo
que habrás tenido otros muchos gastos. Dime a cuanto han ascendido y también te
lo reintegraré.
-
¡Vaya!,
bromeó Dámaso, los Reyes han sido generosos contigo.
-
Los
Reyes se llaman en este caso Julián y Carmen -precisó Geli, aludiendo a
sus padres-. Están tan locos de tenernos en casa definitivamente, que ni
siquiera me han preguntado para qué quería tanto dinero.
-
Mejor
así -aseveró Damaso-. En estos asuntos hay que poner punto en boca. Una
indiscreción, aún involuntaria, podría resultar muy perjudicial… Por lo demás,
basta con los cien mil. Si logras vender por fin la pintura, ya te pasaré las
cuentas del Gran Capitán.
Al despedirse al
final de la jornada, Geli le deslizó en un bolsillo del abrigo un
pequeño folleto, envuelto en papel de regalo. Lo prometido es deuda, le
musitó. El profesor se excusó por no poder estar a la recíproca, imaginando
-dada la fecha- que se trataba de un regalo de reyes. Solo aquella noche, ya en
Salamanca, descubrió que no tenía que ver con la festividad, sino con la
promesa de satisfacer sus esperanzas.
El folleto de
referencia, una vez abierto y desdoblado, resultó estar formado por cinco
folios escritos a máquina, reunidos con un clip, que asimismo sujetaba una
octavilla, la cual, de mano de Geli, solamente decía: Tengo en mi
poder el original al que esta copia se refiere.
Una de las mejores
cualidades de un escritor es la de ser breve y claro. Permítanme que procure
ejercitarla, a base de no recoger acto seguido las partes del texto que no
resulten pertinentes a este relato, y que lo haga en un español plenamente
inteligible para los lectores actuales. Creo que esto último es muy
conveniente, al tratarse de un documento de muy considerable antigüedad, como
podrán comprobar.
***
En la ciudad de
Buenaventura de Tabasará, a 24 de agosto de 1715, festividad de San Bartolomé,
Apóstol. Constituido yo, Fray Florencio de la Torre, de la Orden de San Benito,
con mandato y autoridad de Visitador de dicha Orden para los conventos de la
misma en la Provincia benedictina del Perú, y hallándome en las dependencias
del Convento de San Anselmo, conocido también por del Dulce Nombre de la Virgen
María, recibo de la madre Abadesa, Doña Jacinta de Molinos, el ruego de que
acuda a la celda de la monja de dicho convento, madre Marcela Díaz, que se
halla encamada y en grave peligro de muerte, a fin de recibir de su parte una
declaración, que ha de tranquilizar su conciencia y prepararla para recibir con
mayor contento y provecho los Santos Sacramentos…
Me refiere la
dicha madre Marcela que, tras profesar en el convento de nuestra Orden de San
Salvador del Moral, en tierras de la diócesis castellana de Palencia, y
permanecer en él durante tres años, solicitó y obtuvo permiso para trasladarse
a las Indias, siéndole asignado este Convento de San Anselmo para ejercitar su
vocación y deberes; habiendo llegado al mismo en el mes de junio del año del
Señor de 1685, habiendo permanecido continuadamente en el mismo desde entonces;
alcanzando la dignidad de prelada abadesa, por voluntad de Dios y de sus
hermanas, entre los años de 1702 y 1709, cuando fue sucedida en el cargo por la
madre Jacinta, que actualmente lo ejerce…
Que, entre los
objetos personales que trajo de España e introdujo en el convento se hallaba un
retrato de medio cuerpo que, cuando era una niña como de cinco o seis años, le
hizo un famoso pintor, conocido de su abuelo paterno y a la sazón hospedado en
su misma casa, que se compadeció de su tristeza, por la reciente muerte de su
madre. Era esta la esposa de Nicolás Díaz, hijo, a su vez, del pintor de
Castellar, Diego Valentín Díaz, el cual ha muchos años que ha fallecido. Así
aconteció también con el autor de su retrato, pues oyó a su abuelo lamentar su
muerte, a poco de haber partido de su casa hacia Madrid; habiendo sido la razón
de tal parada la de recobrar su quebrantada salud…
Que, cuando, como
dos de sus tías antes que ella, entró en religión, abrazó la Regla de nuestro
Padre San Benito en el susodicho convento de San Salvador del Moral, decidiendo
llevar con ella el retrato de su infancia; pero, recelando que, por el rigor de
la disciplina con las novicias, no le fuera permitido, tuvo la disparatada
ocurrencia -solo comprensible por su joven edad- de transformarlo en una
pintura de la Santísima Virgen, lo que no era difícil, por haberla representado
a ella el pintor con la mirada muy dulce y las manos juntas para la oración.
Como la declarante, aunque tiene conocimientos de pintura, no practicaba tal
oficio, resolvió alterar la obra de la forma más sencilla y estricta posible, a
saber, improvisando una corona de doce estrellas, como la que el libro santo
del Apocalipsis llevaba la Santísima Virgen, y con la que se la representa en
su Inmaculada Concepción. De esa forma, pudo tener el cuadro consigo en el
convento, consintiéndole, cuando hizo los votos de monja, colocarlo en la pared
de su celda, como objeto de piedad y devoción[18]…
Que, al llegar a
esta casa de Buenaventura de Tabasará, halló la misma muy escasamente dotada y a
su iglesia, con pocas y pobres imágenes, aparte de las del altar mayor. Fue esa
la razón de ofrecer la expresada pintura a la madre Abadesa que entonces
gobernaba el convento, que era Doña Juana Sarmiento, por si consideraba
oportuno exponerla en algún altar lateral. Gustó mucho la prelada de tal obra y
preguntóle quién era su autor y cómo había llegado a sus manos. Doña Marcela
reconoce que, aunque sin malicia, faltó a la verdad, respondiendo a la Madre
Abadesa que su autor había sido el pintor de Castellar, Diego Valentín Díaz, su
abuelo, que era muy afecto a la advocación de la Virgen, Nuestra Señora, como
la Inmaculada, o como la del Dulce Nombre. Comoquiera que, ya en el retablo
mayor había -y hay- un cuadro muy grande y hermoso de la Virgen en su
Inmaculada Concepción, decidió la Abadesa presentar la imagen al culto como
Nuestra Madre Consoladora del Dulce Nombre… Y tuvo tal acierto con la
advocación, que muy pronto todos los ventureses la tuvieron en gran devoción y como
generosa dadora de gracias y mercedes; de modo que el primitivo nombre del
convento, de San Anselmo de Cantorbery, pasó a mudar para el vulgo en el de
benedictinas, o monjas benitas, del Dulce Nombre…
Que, por lo
expuesto, la primitiva mentira y restricción mental tuvo mayores y más graves
efectos, pues granjeó a la madre Marcela fama y prez, al contemplar su imagen
de niña convertida en la de una Virgen muy honrada… Está por asegurar que ese
prestigio ante sus hermanas y el pueblo fiel tuvo que ver en su elección como
Abadesa, dignidad para la que humildemente reconoce haber carecido de méritos…
Concluida que fue
la precedente declaración, fue firmada por su autora, ante la Madre Abadesa y
el Visitador susodichos, que también la firman y rubrican en calidad de
testigos.
(Siguen las
firmas)
Otrosí digo: Que, por
la autoridad de Visitador de la Orden que me ha sido conferida, y de
conformidad con el parecer de la Madre Abadesa, acuerdo que la expresada imagen
conocida como la Virgen Niña o del Dulce Nombre de María, continúe expuesta a
la veneración de los fieles, sin escandalizar su buena fe con razones y
argumentos que en nada obstan a una recta devoción. Dicho sea esto sin
perjuicio de que, puesto el caso en conocimiento del Padre Provincial de la
Orden, este decida otra cosa, lo que se haría saber a la Madre Abadesa, para su
conocimiento y cumplimiento.
En Buenaventura de
Tabasará, a los 26 días del mes de agosto del año del Señor de mil setecientos
y quince.
***
Como ya se
reanudaban las clases después del parón navideño, Dámaso y Geli se
citaron para el domingo siguiente en la localidad de Tordesillas. Y es que
nuestro profesor no quería menudear sus visitas a Castellar y, menos aún, a
casa de su amiga. Se ve que empezaban a hacérsele los dedos huéspedes.
Una vez reunidos,
Dámaso hizo intención de devolverle la fotocopia de la declaración de la monja,
cosa que Geli rechazó, sugiriéndole que la conservase por si llegaba a
resultar útil o, en todo caso como recuerdo.
-
Yo
ya tengo el original, le dijo, sacando del bolso un amarillento manuscrito, en
aparente buen estado de conservación.
Dámaso lo hojeó
para cerciorarse de que se tratara, en efecto, de un documento del siglo XVIII.
Percatándose de ello, Geli le aclaró:
-
No
dudes de su autenticidad. Proviene de los fondos del convento del Dulce
Nombre, cuyas abadesas guardaban con sumo cuidado y respeto las actas en
que se recogían las visitas de inspección giradas a su convento por las
autoridades de la Orden.
El profesor dio
por supuesto que la archivera estaría detrás de la entrega del documento, y
objetó:
-
Lo
que me extraña es que Candelitas, siendo tan escrupulosa, te haya
regalado el original, no una copia certificada.
-
Te
equivocas. En este caso fue la hija de mi madre la que se trabajó el asunto,
como voy a contarte. Presta atención, pues es un caso paradigmático de cómo la
suerte se alinea con el trabajo.
Ya
andaba yo interesada emocionalmente en la Virgen niña cuando hice un
viaje a España con mi marido, Iván, y los niños. Estos eran pequeños, no
obstante lo cual, Iván se empeñó en llevar al mayor con nosotros a una visita
turística del monasterio de Santo Domingo de Silos. Como era de esperar,
Rodriguito -entonces como de cinco años- empezó a aburrirse y a dar la lata;
hasta el punto de que su sufridora madre, aquí presente, tuvo que interrumpir
el recorrido guiado por el convento y volver a la recepción con el niño,
continuando Iván, tan tranquilo, la visita. Para entretener al crío, se me
ocurrió coger una revista que había sobre una mesa baja, a disposición de los
visitantes. Ahora no recuerdo su nombre pero, desde luego, estaba editada por
la propia Orden, pues tenía como lema, revista de arte, historia y
espiritualidad benedictina. Entre las colaboraciones de aquel número, la
revista traía una sobre La introducción de la devoción al Dulce Nombre de
María en los monasterios cistercienses: El ejemplo de San Anselmo de
Buenaventura de Tabasará[19].
¡Así, como suena!
Entretuve
a Rodrigo como pude y me fui como una flecha a las páginas correspondientes. El
artículo era breve y bastante superficial, y no me descubrió nada que yo no
supiera, pero en las notas a pie de página aparecía la referencia a la famosa
visita del año 1715, con la localización archivística del acta
correspondiente. Tomé nota de la carpeta y legajo aludidos y guardé el apunte
en el bolso, sin comentar nada con mi marido quien, dicho sea de paso, apareció
al cabo de una hora, preguntándome con guasa si me había divertido.
No
hará falta decir que, al volver a Panamá, me pasé por el archivo indicado. Su
titular era todavía quien precedió a Cande en el cargo y, cuando dije
que el documento que acababa de ver era de interés para mi museo y que si
podría llevármelo en préstamo para copiarlo, la empleada que me atendió me lo
concedió, hasta con displicencia: Lléveselo -dijo- y téngalo todo el
tiempo que quiera. Total, estas cosas de iglesia ya no interesan a nadie. Agradecí
su amabilidad y le deslicé un billete de cincuenta balboas, que cogió
rápidamente. Ella y yo comprendimos sin palabras que aquello era el precio por
la compra en firme del documento.
Por
supuesto que nunca he hablado sobre ello con Cande. ¡Habría sido capaz
de arrancarle los pelos a aquella empleada, cuando llegó a ser su jefa! Pero
aquella venalidad a mí me vino de perlas para ponerme al corriente de la
historia del cuadro. ¡No digamos cuando, tiempo después, los rayos X me
revelaron quién había sido el pintor acogido por Diego Valentín Díaz, que había
pintado a su nieta Marcela en momentos tan dolorosos para ella!
Dámaso disfrutó
del relato y reflexionó sobre él unos instantes. Luego, con su habitual
puntillosidad, objetó:
-
Bien,
no creo que sea necesario más para convencer a quien quiera comprarlo de que el
cuadro de la Virgen niña, o de la Niña virgen, es un velázquez
auténtico. Pero aún nos queda una cuestión básica por dilucidar: ¿Quién y por qué
ocultó la firma del autor en la pintura?
En vez de dejarlo
por imposible, a Geli le dio por seguirle la corriente, pero se pasó de
lista:
-
Eso,
y otra cosa muy importante, que estás olvidando: ¿Qué demonios significan las
letras A, M y S, que figuran el pie de la firma?
Dámaso se esponjó
y sonrió enigmáticamente al responder:
-
No
lo he olvidado, amiga mía. Por el contrario, tengo ya una traducción
para las mismas. Espero que la halles convincente.
6.
El precio de la libertad
Diego Valentín Díaz, por Felipe Gil
de Mena (Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid)
Después de sufrir
las ásperas reacciones de Chema Martín y de Geli, Dámaso se prometió que
nunca más volvería a sacar a pasear sus ocurrencias al estilo italiano, aquel
de se non è vero, è ben trovato. La verdad es que, para ser una persona
prudente y no muy perspicaz, la apuesta realizada era de un atrevimiento
extremo. Nada menos que había traducido el acrónimo A.M.S. del cuadro de
la Virgen niña como Anno Mortis Suae. En carta a su colega y amigo
madrileño, el profesor salmantino lo explicaba así:
Como es sabido,
Velázquez falleció el mismo año en que pintó este cuadro: 1660. Me dirás que,
aparte de resultar un poco macabro, no deja de ser insólito y atrevido el afirmar
por adelantado el año de la muerte de uno mismo. Pero juzgo que esa objeción
palidece en este caso, dado que el ilustre pintor sevillano se encontraba
enfermo y muy agotado, habiendo alcanzado una edad que para entonces resultaba
propia de la vejez. Además, observa que se daba para morir un margen
relativamente amplio, pues la pintura debió de acabarse en el mes de julio de
aquel año[20],
momento todavía alejado del fin de este, pero inmediato a aquel en que
efectivamente se produjo el fallecimiento del pintor.
Dicho esto, Cifuentes
plegaba velas y admitía otra autoría para el funesto presagio:
Con todo,
podríamos juzgar más plausible que Velázquez se limitase a estampar su firma,
sin datar a continuación la pintura. En ese caso, seguramente habría sido Diego
Valentín Díaz quien, conocedor ya del óbito de su amigo, escribiese las tres
letras, con la emoción de haber conocido poco antes que Velázquez ya no estaba
en este mundo. Y digo que hubo de ser poco antes, porque, como bien sabes, entre la muerte de un
Diego y la del otro, medió poco más de un trimestre.
En fin, es una
posibilidad que juzgo bastante probable. En cambio, en lo atinente a la
identidad y motivos de la persona que ocultó por entonces la firma del pintor y
las letras A.M.S., sigo sin tener una hipótesis mínimamente fundada. Si a ti se
te ocurre alguna, no dudes en comunicármela, por descabellada que te parezca…
Chema contestó a
esta carta de Dámaso de manera más amplia, pero no menos expresiva, que el
comentario oral de Geli cuando le refirió su teoría:
-
Anda,
deja de romperte la cabeza con esas pavadas y afánate en pensar cómo vamos a
deshacernos con bien de esta maldita pintura.
***
Exabrupto tan
ineducado nos pone sobre la pista de que a Geli le corría prisa vender
el cuadro y de que Dámaso, hasta el momento, no había encontrado el camino para
ello. Quizá merezca la pena informar a los lectores de la primera de esas
circunstancias.
Llegar el día de
finalizar las vacaciones navideñas y recibir Geli la conminación de su
marido para que volviese con los niños a Panamá, fue todo uno. Durante una
semana, pudo disculparse con supuestas dificultades de encontrar billetes para
un vuelo directo. Lo cierto es que los hijos -incluso el difícil Rodrigo-
se encontraban muy a gusto en Castellar. Encontraron afecto y un ambiente muy
relajado en casa de los abuelos y habían hecho buenas migas con sus primos
-hijos del hermano de Geli- y con los amigos de estos. Particularmente,
Rodrigo, a sus casi catorce años y con el avanzado desarrollo propio del
trópico, había descubierto la horma de su zapato en una mocita de muy buen ver
y con un año más que él. Pero Don Iván les hizo llegar el ultimátum: O
regresaban a casa antes de que acabase el mes de enero, o presentaría una
denuncia contra Geli por abandono del hogar y sustracción de menores.
Queda, pues,
justificada la tensión emocional en que se encontraba Geli -por no
hablar del resto de la familia-. Desde luego, seguía en sus trece de no
regresar a Panamá, si no era conducida por los agentes de la autoridad, y se le
figuraba que, con una buena porción de millones de euros o de dólares en los
bolsillos, podría hacer frente con éxito a la tormenta que, de una forma u
otra, le iba a caer encima.
Fue su hermano
Carlos, abogado en ejercicio, quien tuvo que desengañarla, de manera que ella
juzgara inapelable:
-
Mira,
Geli, te pongas como te pongas, has de ceder de momento. Con tiempo,
podrás promover el divorcio y tratar de quedarte con la guarda y custodia de
los chicos.
-
¿Me
tendría que divorciar en Panamá, o podría hacerlo aquí, en España?
-
Teniendo
tú la doble nacionalidad, posibilidades hay de intentarlo aquí, pero lo más
probable es que, si Iván se opone, tengáis que resolverlo en Panamá, que es en
donde está fijado el domicilio familiar, supuesto que vosotros habéis venido a
España solo de vacaciones y con una autorización temporal de tu marido.
-
Entonces,
estoy perdida. En Panamá, él conseguirá lo que quiera: desde que rechacen el
divorcio, hasta dejarme en la calle y quedarse él con los niños.
-
Mujer,
ignoro el Derecho panameño, pero no creo que sea tan machista como
vaticinas.
-
No
es tema de leyes, sino de las influencias que tiene Iván y de su muy superior
posición económica.
-
Pues
haz de tripas corazón -concluyó Carlos-; vuelve con él y, con tiempo, pleitea.
Entre los papás y yo, podremos pagarte un buen abogado de allá.
Entre tanto,
Dámaso había ido siguiendo paso a paso desde Salamanca la negativa evolución
del asunto. Cegada la vía de vender con rapidez en España el velázquez, solo se
le ocurría ofrecérselo a la familia de Aurelio Howard, su adinerado amigo
panameño, pero descartó enseguida la idea: ¡Menuda ocurrencia, que unos
ciudadanos de Panamá comprasen un cuadro que había sido robado en un
museo de su propio país!
En esas estaba
cuando, por desahogarse, lo telefoneó Geli, la misma tarde en que había
tenido la aludida charla con su hermano. Mientras ella le contaba, Dámaso tuvo
uno de esos momentos de lucidez de los que suele decirse que asustan a la misma
persona que los sufre. La interrumpió con una pregunta decisiva:
-
Vamos
a ver, Geli, ¿estarías dispuesta a cambiar esa pintura por tu libertad y
la de tus hijos?
-
¡Qué
bobada! Daría esa pintura, y diez años de mi vida, a mayores.
-
¿Aunque
no consiguieses ningún beneficio económico?, insistió Dámaso.
-
¡¿Cómo
voy a decirte que sí?! ¿Quieres que te lo firme ante notario?
Dámaso empezaba a
sentirse el amo de la situación:
-
Mañana,
sábado, me paso por Castellar y hablamos. Y, por cierto, vuelve a embalar la Virgen
de esa manera tan perfecta que tú sabes… Ni una palabra más. Hasta mañana a
las diez y media, en La Tasquita… Que duermas bien.
***
Este relato ya va
resultando largo y necesita una buena elipsis. Sigamos, pues, los pasos del caballero
andante (en esta época y caso, caballero volador), Dámaso Cifuentes,
que se ha plantado en Panamá, dispuesto a enfrentarse al dragón Iván.
Pero, previamente, hay que precaverse y, a tal fin, ha tomado contacto con su
afectísimo e influyente amigo, Aurelio Howard, a quien ha relatado a su modo el
motivo de su venida al País del Canal:
-
Se
trata de que mi amiga española, Ángeles Lafuente, quiere divorciarse por malos
tratos, del curador jefe del museo de Buenaventura de Tabasará, pero este ha
empezado por amenazarla con la Interpol si, como primera providencia, no
regresa a Panamá con los hijos y se pone a su merced.
Aurelio, por de
pronto, no se muestra muy propicio a ayudarlo:
-
Parece
lógico que reclame su vuelta. Una vez en nuestra tierra, ella podrá litigar y
llegar, en su caso, a un acuerdo razonable.
-
Eso
es lo que su hermano -que es abogado en España- le ha aconsejado, pero ella
teme fundadamente que, siendo medio extranjera, sin profesión ni patrimonio, no
se le haga cumplida justicia.
El panameño se
vuelve todavía más reticente; ahora, suspicaz:
-
Ya
veo: lo de muchos europeos -y conste que tengo raíces inglesas-. No se fían de
nuestros tribunales, a los que consideran venales y tercermundistas.
Dámaso comprende
que su amigo tiene bastante razón y que, por este camino, no va a llegar a
parte alguna. Aunque penetre en terreno de lo falso, pero verosímil, decide
hacer a Aurelio una confesión, a la que este no pueda resistirse:
-
Voy
a hablarte de amigo a amigo, con el corazón en la mano. Ángeles y yo nos hemos
enamorado, pero ella no quiere ni oír hablar de un nuevo matrimonio, si no es
en compañía de sus hijos, y en España. Por tanto, no te pido ayuda solo para
ella, sino principalmente por mi felicidad.
Aurelio, por fin,
se siente solidario de su antiguo profesor de Salamanca y, desconociendo
absolutamente la existencia y el escamoteo del velázquez, decide presionar a
Iván Ríos por donde primero se le ocurre:
-
El
ministro de Cultura que tu conociste fue cesado hace cuatro meses y, en su
lugar, ha entrado una ministra, con la que yo tengo poco contacto, y menos
confianza aún. Pero déjame pensar, que algún modo de presión habrá para que ese
Iván se venga a razones.
-
Lo
dejo plenamente en tus manos, con tal que se obre con la necesaria rapidez.
-
Yo
me encargo y, mientras tanto, vete yendo para Buenaventura y sondeando a ese
tipo tan fiero.
Desafortunadamente
para los intereses de Geli, los buenos oficios de Aurelio no alcanzaron
su objetivo. Por más que este resaltara ante la ministra el cariño de Dámaso
por el país panameño y los esfuerzos que había hecho por probar que el mejor
cuadro existente en nuestros museos no era un completo fiasco, la titular
de Cultura no juzgó prudente ni oportuno intervenir:
-
No
tengo el gusto de conocer al Señor Ríos -explicó a Howard-. En tal
circunstancia, juzgo improcedente mediar en sus asuntos privados.
Un tanto
amostazado de su fracaso con la ministra, Aurelio telefoneó a Dámaso para
informarle de él. A cambio, le prometió su pleno apoyo personal:
-
Tenme
al corriente de todo y, si ese tipo se propasa o se pone bravo, me llamas, que
ya me encargaré yo de amansarlo.
Así pues, el
caballero Cifuentes no tuvo más remedio que alancear al dragón Iván con un
velázquez. Veamos cómo se las arregló para no salir del todo descalabrado.
***
Iván conservaba un
buen recuerdo de Dámaso, en la medida en que había consolidado la creencia de
que la Inmaculada del museo de Buenaventura era, en efecto, obra del
famoso José Antolínez[21].
No obstante, cuando supo de su venida a Panamá y deseos de entrevistarse con
él, supuso que todo tenía que ver con la rebeldía de Geli, y lo recibió
de uñas:
-
¡Nada
de paños calientes!, exclamó. Que regrese inmediatamente con los chicos y luego
hablaremos.
-
Me
parece que el divorcio es inevitable -respondió Dámaso, con flema-. Si se
tramita de mutuo acuerdo, la sentencia puede ser inminente. ¿Qué lo mismo da
que, entre tanto, sigan en España, en vez de hacer el esfuerzo y el gasto de
volver a Panamá?
-
No
pretenderá que me someta yo a la justicia española, en vez de Geli a nuestros
tribunales, objetó Iván.
-
Por
supuesto que no -contestó Dámaso-. Para eso están los poderes para pleitos y
los exhortos internacionales. Usted podría intervenir desde aquí en un proceso
de España, y viceversa, en el caso de Geli.
Iván aplacó sus
ánimos y empezó a entrar en razón:
-
Bien,
sea como fuere, está claro que ella no tenía ninguna razón de abandonarme y
llevarse a nuestros hijos con engaños. Si quiere el divorcio, será a condición
de que los chicos se queden acá conmigo y que ella no vea ni un dólar[22]
de pensión.
-
Sobre
esas cuestiones, vamos a hablar con calma, pues tengo una oferta muy
interesante que hacerle. Pero, antes de nada, sería bueno negociar sin
amenazas: Debe retirar la denuncia policiaca contra Geli, y que sean los
tribunales y el sentido común los que resuelvan.
-
¡No
hay nada que negociar -Iván tornó a excitarse- y la denuncia seguirá en pie
mientras no ella no coja el avión y regrese con mis hijos!
-
…
Para lo cual, usted tendrá que girarle el dinero para comprar los boletos. No
pretenderá que ella los merque a costa de sus padres.
Ríos era tacaño;
no digamos con su esposa. Echó mentalmente cuentas y recapacitó:
-
Puedo
decirle al comisario provincial que paralice las actuaciones hasta que haga la
oportuna transferencia que -por cierto- supone una cantidad muy considerable…
Pero pasemos a otra cosa… Decía usted que tenía una oferta muy interesante para
mí… ¿De qué se trata?
***
Bien decía Dámaso,
cuando afirmó que iban a hablar con calma. Eran las tres de la madrugada
del día siguiente y seguían discutiendo, manejando papeles y tratando de poner
en claro los términos de un posible acuerdo. Dejemos que sea el profesor de
Historia del Arte, metido ahora a mediador jurídico, quien nos resuma la
situación, tal como lo hizo a Geli cuando, por fin, se halló en la
habitación del hotel, entre las sábanas. ¡Menos mal que en España era cerca de
mediodía!
-
Seguiremos
mañana -mejor dicho, hoy por la tarde-, pero creo que el acuerdo está maduro y
sus términos, casi fijados. Resumidas cuentas: Él se queda con el velázquez y
con todos los documentos y peritajes relativos al mismo, y tú aceptas que sea
él quien promueva en Panamá el divorcio, alegando incompatibilidad de
caracteres. Ni los niños ni tú tendríais que venir al juicio, pues nombraremos
en Panamá representación legal, y las declaraciones las haréis en España,
mediante auxilio internacional… Y ahora viene lo bueno, es decir, lo que Iván parece
dispuesto a consentir: Los chicos se quedan contigo, hasta que cumplan los 18
años, en que ellos decidirán como mayores de edad. Él podrá visitarlos en
España cuantas veces quiera, pero sin llevárselos fuera de Castellar y su
provincia. Ingresará en una cuenta a tu nombre medio millón de dólares, para compensar
los gastos de restauración del cuadro y los de vuestro establecimiento inicial
en España… Y, por descontado, renunciarás a reclamarle pensión compensatoria
para ti, ni alimentos para los chicos… Literalmente, me dijo: Si quieren
vivir a mi costa, que se vengan conmigo a Panamá.
Geli
rezongaba pero, en el fondo, estaba encantada. Solo era porque no acababa de
creer que el acuerdo llegara a consumarse, ni que Iván lo cumpliese sin ponerle
toda clase de dificultades. Dámaso la tranquilizó:
-
Ya
sabe bien que no tendrá el cuadro mientras no ratifique el acuerdo ante el juez.
Y, sobre todo, voy a hablar enseguida con Aurelio Howard para que nos busque un
buen abogado y tome cartas en el asunto, a fin de evitar posibles triquiñuelas
de Iván. Ya tendrá este buen cuidado de no jugar sucio, no sea que se descubra el
pastel, en lo que sería él el más perjudicado.
-
A
propósito -insistió Geli, pese a los bostezos de Dámaso-, ¿qué crees que
va a hacer con la Virgen?
-
Tú
lo conoces mejor que yo, que para eso has sido su esposa, respondió Dámaso con cierto
enfado. Además, no es cosa que nos vaya a revelar. Ya nos enteraremos por
nosotros mismos, pasado algún tiempo.
La educación de la Virgen, atribuido
a Velázquez (Art Gallery, Universidad de Yale)
7.
Unas notas, para cerrar el relato
·
Iván
Ríos, al cabo de un año de haber recibido el velázquez, abandonó Panamá y
recaló en los Estados Unidos; concretamente, en la ciudad de Baltimore, en cuyo
prestigioso Museo de Arte se empleó como curador y guía, aprovechando la
experiencia adquirida años atrás, cuando estuvo un semestre de becario en la
citada Institución. Según parece, su tren de vida en la urbe baltimoriana es
muy superior al que podría esperarse del sueldo que percibe. Él lo justifica
con lo que sacó de la venta de su chalé panameño y los ahorros de una vida muy
parsimoniosa, pero Geli y Dámaso opinan que fue la Virgen quien le
concedió el don de su inusitada riqueza.
·
Al
hacerse mayor de edad, Rodrigo Ríos Lafuente optó por marchar a los Estados
Unidos, con su padre. La verdad es que, pese a los esfuerzos de su madre y al
éxito que tenía entre las mocitas de Castellar, nunca se acomodó a la vida en
España, ni llegó finalmente a congeniar con su familia materna. Y, de los
estudios, ni mencionarlo siquiera…
·
Por
el contrario, Manolín Ríos, tan enmadrado él, se integró perfectamente
en la ciudad castellana. Aunque iba para médico, tuvo finalmente que bajar un
poco los humos y quedarse en fisioterapeuta, lo que tampoco está nada mal…,
sobre todo para sus abuelos, que tanto padecen de las articulaciones.
·
Geli se apuró
a terminar su empezada carrera de Derecho. Fracasó al abrir bufete y decidió
volver a su vocación panameña. Hizo los cursos superiores de guía turístico y
experto en museos, obteniendo plaza en el nacional de Castellar. Hay quien dice
que lo debe a las influencias de su marido, el catedrático de Historia del Arte
en la Universidad castellarense, pero ya sabemos que -según Díaz-Plaja[23]-
la envidia es el pecado capital que más abunda entre los españoles.
·
Dámaso
publicó con notable éxito de crítica y -¡agárrense ustedes!- de ventas su
trabajado libro sobre las Inmaculadas Concepciones de Antolínez. Como le
había pronosticado Chema Martín, fue la pértiga que lo catapultó hasta la
cátedra universitaria, que alcanzó ante un tribunal presidido por Alfonso
Gurría, quien deleitó a los vocales cuando dijo aquello de que Dámaso no
habría llegado a catedrático si la Inmaculada Concepción no se lo hubiese concedido.
·
¿Y
qué habrá sido de la Virgen niña? Desde luego, no volvió al museo Demóstenes
Balboa: habrían tenido noticia de ello por Candelitas, por no hablar
de Aurelio Howard, y de la prensa y revistas especializadas. Luego es fácil y
seguro inferir que el cuadro iría a parar a la mansión de algún ricachón de conciencia
laxa, que supiera valorar la belleza de la obra o, al menos, la relevancia de
la firma de su autor. Algunas noches, Geli se despierta sobresaltada y
Dámaso sabe ya muy bien la causa: Los tristes ojos de la Niña envenenan
sus sueños[24]. ¿Quién
la consolará?
Espero que este
relato, que aquí acaba, no produzca en ustedes las mismas pesadillas.
Bodegón de flores, por Diego Valentín
Díaz (Museo Carmen Thyssen, Málaga)
[1]Este
relato, si bien permite lectura independiente, constituye la segunda parte del
titulado, El mundo del arte (I). Una Inmaculada de atribución incierta,
que pueden encontrar en este blog, dentro de la etiqueta de Cuentos
de música y bellas artes. Ahora evitaré en lo posible repetir las notas al
texto que ya figuran incluidas en la primera parte de esta historia. En
cualquier caso, es aconsejable, por supuesto, leer previamente dicha primera
parte, para comprender plenamente la segunda.
[2] A su respecto, considero necesario el
reproducir aquí la nota 27 de la primera parte del relato, la cual dice así: “Diego
Valentín Díaz (1586-1660), pintor influyente y muy estimable, tiene aún una
bibliografía modesta e insuficiente. He consultado sobre él las siguientes
fuentes (salvo las dos últimas, accesibles en Internet): Macarena Moralejo
Ortega, Valentín Díaz, Diego, nota biográfica en el Boletín de la Real
Academia de la Historia. Anastasio Rojo Vega, Testamento, inventario y
biblioteca de Diego Valentín Díaz, pintor, y de su mujer María de la calzada, www.investigadoresrb.patrimonio
nacional.es. Jesús Urrea Fernández y José Carlos Brasas Egido, Epistolario
del pintor Diego Valentín Díaz, Boletín del Seminario de Arte y
Arqueología, Valladolid, 1980, pp. 435-449. J.M. Travieso, Historias de
Valladolid: Diego Valentín Díaz, pintor, erudito y mecenas vallisoletano, domuspucelae.blogspot.com,
entrada de 22 de julio de 2011. Jesús Urrea Fernández, La pintura en
Valladolid en el siglo XVII, volumen IV de la Historia de Valladolid, Ateneo,
Valladolid, 1982. El mismo, Catálogo de la exposición “Diego Valentín Díaz
(1586-1660)”, Caja de Ahorros Popular de Valladolid, Valladolid, 1986.” Añado
ahora que Diego Valentín era el nombre compuesto del pintor quien, por ello y
en puridad, ha de ser citado como Díaz o como Diego Valentín Díaz, pero
no como Valentín, ni como Valentín Díaz.
[3]
Por descontado, esta tesis de Dámaso Cifuentes es completamente imaginaria,
pero no así la existencia del citado pintor (c. 1440-1507), probablemente
nacido en tierras de Salamanca, en donde dejó la mayor parte de sus obras
conocidas, como también en las provincias limítrofes de Zamora y Cáceres.
[4]
Juan de Flandes (c. 1465-1519), pintor flamenco al servicio de Isabel la
Católica entre 1496 y 1504. El episodio de una reciente restauración de las
pinturas de Fernando Gallego y Juan de Flandes, existentes en el museo catedralicio
de Salamanca, es cierto.
[5]
En realidad, las medidas del cuadro al que Dámaso se refiere eran de 57,5 x 44
centímetros, a lo que habría que añadir el ancho del marco que se le pusiera.
[6] Es
decir, en 1939, cuando concluyó la guerra civil española (1936-1939).
[7]
Famosa cadena de restaurantes de origen alemán. La sucursal madrileña
abrió sus puertas en 1943 y sigue actualmente (2022) en el mismo sitio: calle
de Alfonso XII, frente al Parque del Retiro.
[8]
Este dato nos pone sobre la pista de que el relato se refiere a hechos
acaecidos antes de que el Gobierno español prohibiese pagos tan elevados en
metálico, a fin de prevenir ilícitas transacciones y la evasión de impuestos.
[9]
Como es sabido, dicha desamortización fue regulada por diversas disposiciones
que, incluidas las preparatorias y las de desarrollo, pueden fecharse entre
1835 y 1837.
[10]
Quizá la más conocida empresa de transporte urgente de paquetería de España,
fundada en 1942, pero actualmente filial de otra empresa francesa.
[11]
Creo que nadie sabe muy bien por qué, pero es así. De alrededor de 120 obras
velazqueñas censadas hasta principios del siglo XXI, solo diez están firmadas, y
otras tres solo fechadas. Véase, Karin Hellwig, Las firmas de Velázquez, traducción
española de Jesús Espino Nuño, Boletín del Museo del Prado, tomo XIX, nº 37,
2001, pp. 21-46.
[12]
Véase ilustración al texto. El cuadro, adquirido por dicho museo londinense en
1974, ha sido datado alrededor de 1618, es decir, antes de cumplir Velázquez
(1599-1660) los veinte años.
[13]
Chema Martín alude a que, con la edad, va disminuyendo el número de conos, o
células oculares perceptivas de los colores, lo que suele traducirse en el
empleo progresivo de colores más oscuros.
[14]
El otro en que piensa Chema Martín es, seguramente, el dramaturgo
Francisco de Rojas Zorrilla, autor de la comedia Entre bobos anda el juego (por
otro nombre, Don Lucas del Cigarral) impresa y estrenada por vez primera
en 1645 (por tanto, en vida de los dos Diegos de nuestro relato).
[15]
Sobre este cuadro y otros muchos particulares conexos, véase: Benito Prieto
Navarrete (Director Científico), El joven Velázquez. A propósito de la Educación
de la Virgen de Yale, Actas del Simposio Internacional celebrado en el
Espacio Santa Clara de Sevilla, los días 15 a 17 de octubre de 2014,
Ayuntamiento de Sevilla, 2015. He tenido acceso a dichas actas (que comprenden
unas 648 páginas) por conducto de la www.academia.edu,
a la que agradezco la gentileza.
[16]
En cualquier caso, hasta ahora no han sido halladas o publicadas: véase, Urrea
y Brasas, Epistolario…, citado en la nota 2. Este artículo -hasta ahora
no superado- recoge 46 cartas dirigidas a Diego Valentín Díaz o remitidas por
él. En cambio, se da por seguro que hubo correspondencia entre Díaz y el pintor
sevillano Francisco Pacheco (1564-1644), maestro y suegro de Velázquez.
[17]
Seguramente, Geli alude al museo que en la ciudad puertorriqueña de
Ponce mantiene la Fundación Ferré Aguayo. Inaugurado en 1965, es probablemente
el más importante en pintura de toda la zona del Caribe, junto con el de La
Habana. Actualmente (febrero de 2022) permanece cerrado, a causa de los desperfectos
sufridos por un seísmo, el 2 de mayo de 2020.
[18]
Acerca de la observancia benedictina en general, y sobre las celdas y
propiedades de las monjas en particular, véase: Natalia Juan García, La
observancia de las monjas benedictinas españolas y su repercusión en la
concepción del espacio privado (siglos XVII y XVIII), Revue Mabillon, Tomo
24, 2013, pp. 213-248. De forma mucho más general y para América, Ángel
Martínez Cuesta, O.R.A., Las monjas en la América colonial (1530-1824), Thesaurus,
Tomo L, núms. 1, 2 y 3 (1995), pp. 572-626. Ambos artículos son de libre y
completo acceso por Internet.
[19]
De hecho, Diego Valentín Díaz pasa por ser uno de los introductores en España
del título mariano del Dulce Nombre, que fue el que adoptó en 1646 para
su fundación del Colegio de Niñas Huérfanas en la ciudad de Valladolid, al que
legó a su muerte todos sus bienes. Véase, Juan José Martín González y Miguel
Ángel Soria, Valladolid, ciudad antigua, edición de Miguel Ángel Soria
Ruano, Valladolid, 2000 (con ilustraciones), pp. 212-213.
[20]
Resulta ocioso, dada la naturaleza imaginativa de este relato, intentar una
cronología precisa de la estancia de Diego Velázquez en la casa de Diego V.
Díaz. No conozco otros datos para fijar sus términos inicial y final, que los
que pueden deducirse de estas dos fechas: 1ª. Los festejos núbiles entre la
infanta María Teresa de Austria y Luis XIV, en la Isla de los Faisanes, que
tuvieron lugar entre el 7 y el 9 de junio de 1660. 2ª. El fallecimiento en
Madrid de Velázquez, el 6 de agosto del mismo año.
[21]
Sobre este pintor, me remito a lo escrito y anotado en la primera parte de este
relato: véase nota 1. En cualquier caso, sigue siendo un buen resumen sobre él
el ofrecido por Diego Angulo Íñiguez, José Antolinez, Instituto Diego
Velázquez del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1957.
[22] En
Panamá son de circulación legal el dólar estadounidense y el balboa, con
paridad absoluta.
[23]
Fernando Díaz-Plaja Contestí, El español y los 7 pecados capitales, primera
edición, Alianza Editorial, Madrid, 1966.
[24]
Me apropio del bello título de la siguiente novela: Joaquín Leguina Herrán, Tu
nombre envenena mis sueños, 1ª edición, Plaza y Janés, Barcelona, 1992.
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