El segundo Waterloo del Duque de
Wellington
Por Federico Bello Landrove
En la
Inglaterra de 1829, numerosos e ilustres liberales españoles viven los últimos
tiempos de su destierro forzado, en paralelo a la intensa polémica planteada en
el Reino Unido por la concesión a los católicos de unos derechos políticos casi
completos. Un militar gaditano, muy poco conocido hasta ahora, tendrá ocasión
de vivir el Londres aquellos momentos, conociendo y tratando a algunos de los
más significados personajes, así hispanos, como británicos.
Posible retrato de Sebastián Agúndez,
circa 1813 (Gentileza Eloy Martínez Lanzas)
1.
Preludio
Los más fieles
seguidores de mis modestos relatos tal vez recordarán el titulado Un español
entre los Decembristas rusos[1],
en el que se tomaba conocimiento del gaditano, Sebastián Agúndez de la Fuente
(1792-1834), agente comercial y militar, a quien los avatares históricos de las
primeras décadas del siglo XIX en España acabaron por situar en nuestra
legación diplomática en San Petersburgo. Allí, con regular desempeño, se
mantuvo en calidad de agregado militar desde finales de 1820, gracias al favor
e iniciativa de nuestro embajador ante el Emperador de Rusia, don Francisco de
Cea-Bermúdez y Buzo. También recordarán que la marcha de Agúndez a tan lejanas
tierras había obedecido a su displacer con el llamado levantamiento liberal de
Riego[2],
no tanto por razones ideológicas, cuanto por lo que aquel supuso de daño
irremediable de pérdida para nuestras colonias americanas. Y, en definitiva,
saben que perdimos la pista de nuestro gaditano viajero tras su carta de 6 de
agosto de 1828, en la que daba cuenta al coronel, Don Alejandro O’Donnell, de
su visita a las propiedades de la familia Volkonsky-Rostov, algunos de cuyos
miembros habrían de ser luego inmortalizados por el novelista Tolstoi en su
obra, Guerra y Paz.
Pero lo que, ni
ustedes, ni yo sabíamos es que, ya cuando escribía dicha carta, Agúndez estaba
liando el petate para abandonar Rusia y retornar a España. Esta circunstancia,
y otras muchas que la siguieron, hube yo de conocer con posterioridad a la
publicación de Un español entre los Decembristas rusos, por una feliz
coincidencia, debida en parte a la suerte y, en otra mayor, a mi perspicacia
-aunque me esté mal el decirlo-. El hecho es que me dio en pensar si, además de
las que yo había conocido al comprar aquellos documentos residuales en la
librería de viejo, La Carpeta, no habría más huellas de Sebastián
Agúndez en el grueso de los libros y legajos que habían ido a parar a la
biblioteca pública del barrio de La Caleta, por generosa voluntad de Edmundo,
el anciano librero que se había jubilado. La suposición tomó cuerpo en mi
cerebro y, dicho y hecho, tomé una resolución, tan pronto se aproximaron las
vacaciones de Semana Santa de aquel año:
-
Querida
-interpelé a mi esposa-, ¿quieres que pasemos estos días de asueto en la Tacita
de Plata[3]?
-
Ya
empezamos con los cambios de programa -gruñó mi mujer-. Hace días que estoy preparando
el viaje con destino a Estambul, como habíamos acordado.
-
No
te lo había revelado -mentí-, pero llevo una semana con desarreglos urinarios.
Me da miedo meterme en un viaje tan largo y en un país cuyo idioma desconocemos
en absoluto.
Como no suelo
engañar, Charo se creyó mi disculpa a pies juntillas y hube de atenuar como
pude el impacto de mi preocupante revelación, incluso con el compromiso de
visitar al especialista. Finalmente, mis achaques fueron desapareciendo,
de modo que me permitieran viajar hasta Andalucía sin inquietud, por más que
ella me advirtió:
-
Mira
que, si estás intranquilo, suspendemos el viaje y nos quedamos tan a gusto en
casita.
-
Que
no, mujer. Seguro que, una vez en Cádiz, hasta me encuentro bien del todo:
Dicen que las temperaturas un poco altas son lo mejor para estos alifafes.
-
Está
bien -concedió-. Confirmaré la reserva en un hotel con encanto que he buscado,
a dos pasos del Hospital Universitario -bromeó-.
***
No se habían dado
mucha prisa en la biblioteca, a la hora de ordenar y fichar el legado
Edmundo Acebes, que habían recibido desde la librería de lance La
Carpeta dos o tres años atrás. Tampoco yo tenía mucho tiempo para bucear en
su contenido, pese a la paciencia infinita con que Charo se había tomado mi
verdadero desarreglo, que era bibliófilo y no urológico. Tenía yo,
no obstante, una ventaja inicial: Conocía perfectamente la letra de Agúndez,
gracias a las cartas que de él había leído y obraban en mi poder. Opté por
explorar las carpetas, olvidándome de libros y folletos, en el bien entendido
de que los documentos que buscaba habrían de ser manuscritos y hallarse
separados. Tal vez no cayera la breva de la vez anterior, de dar con una
carpeta etiquetada Salvador Agúndez. Correspondencia. De hecho, lo
sucedido tiempo atrás había sido una feliz casualidad, seguramente irrepetible.
En cualquier caso, con la vigilante tolerancia de la bibliotecaria, inicié mi zambullida
en los fondos de La Carpeta, la mayor parte de los cuales aún se
encontraban en las cajas en que yo los había visto embalados, antes del cierre
de la librería de origen.
No es mi intención
la de cansarles a ustedes -como así abusé de la paciencia de mi esposa y de la
empleada de la biblioteca-. Es el hecho que, al tercer día, di con una caja,
que llevaba el número 39 y la rúbrica de Papeles de la Casa Colombí[4].
Me entraron palpitaciones, pues recordaba la vinculación inicial de Agúndez
con aquella empresa comercial y naviera, tan próspera en la época anterior a
las guerras napoleónicas. Uno por uno, fui hojeando todos los documentos que
integraban su acervo. ¡Eureka! Cosido con bramante, un mazo como de cincuenta
folios, manuscritos con la inconfundible grafía de Sebastián Agúndez, daba
cuenta -según su rótulo- de la siguiente etapa de su vida:
Memoria del viaje a Inglaterra
del Teniente Coronel de Infantería,
Sebastián Salvador María Agúndez de
la Fuente,
en el año de gracia de 1829
Si penoso había
sido el hallazgo, más podría haberlo sido su aprovechamiento por mi parte, dado
que no me conformaba con menos que fotocopiarlo en su totalidad. Pero la
bibliotecaria, aun negándose, decidió ponérmelo fácil, según ella:
-
Lo
que me pide es completamente imposible -afirmó-, pero nada impide que usted
pueda leer el folleto y tomar nota de aquellas partes del mismo que sean de su
interés. Todo, por su cuenta y de su mano; nada de pedirme autorización para
fotocopiarlo.
Al final, la
situación se condujo de la mejor forma posible. Mi santa esposa me acompañó a
la biblioteca; su responsable nos cedió un cuartito para que no molestásemos a
los demás usuarios, y, durante toda una mañana, Charo me fue dictando los
fragmentos de texto que juzgué más importantes o significativos. Mi personal y rudimentaria
taquigrafía -consistente en eludir todas las letras innecesarias para
identificar las palabras- hizo el resto. Y, a la hora del almuerzo, daba fin al
traslado pretendido. Camino del restaurante cercano, que nos había recomendado
la amable bibliotecaria, apretaba emocionado contra el pecho el bloc en que
había transcrito buena parte de la memoria de Agúndez. Charo, que apenas
compartía mi excitación, dejó caer su pullita de costumbre:
-
Desde
luego, Rafa, si ahora te orinas, no será por la cistitis, sino de gusto.
Sin llegar a tanto,
siento ahora placer al hacerles a ustedes destinatarios de una selección de
cuanto copié en aquel Miércoles Santo gaditano. Mi deseo es que participen con
gusto de las peripecias del bueno de Sebastián por esos mundos de Dios. Si lo
lograre, daré por bien empleado mi trabajo y mi tiempo. Voy con ello.
2.
De San Petersburgo a Cádiz y Madrid, con Londres en la lejanía
La Memoria
de Sebastián Agúndez comenzaba explicando las razones que lo habían llevado a
abandonar nuestra legación en San Petersburgo, en la que permanecía agregado
desde hacía siete años. Con las oportunas correcciones de estilo y léxico, para
hacerla la lectura más grata a las gentes de este siglo, el texto decía así:
Avanzado el
verano de 1828, di en pensar que llevaba casi ocho años sin aparecer por
España, ni tener con mi familia otro contacto que el epistolar; y eso que, en
el ínterin, había incluso fallecido mi padre, Manuel Agúndez, y perdido
lamentablemente la vida mi perseguidor, el general Riego, al caer el régimen
desatentado que había contribuido a establecer[5].
No por ello iban mejor con Rusia nuestras relaciones diplomáticas pues, pese a
la restauración de los poderes de nuestro Rey y a los buenos oficios de su
representante, Don Juan Miguel Páez de la Cadena, ni el emperador Alejandro, ni
su hermano y sucesor, Nicolás, tuvieron a bien restablecer las relaciones entre
el Imperio ruso y el Reino de España[6],
lo que nos colocaba en posición interina y desairada a cuantos habíamos acudido
a servir en nuestra embajada de San Petersburgo en mejores tiempos. El caso es
que, por unas y otras razones, cuando recibí la venia de don Juan Miguel para
pasar una temporada en España, ya rondaba por mi cabeza la decisión de solicitar
de la Secretaría de Despacho de Guerra mi reincorporación al Regimiento o
Batallón de Infantería que se tuviera por conveniente, respetando mi actual
graduación de Teniente Coronel, ascenso que me había llegado en 1825, estando
destinado como agregado militar en nuestra representación petersburguesa…
Francisco Cea-Bermúdez
Nuestro teniente
coronel emprendió su viaje a España por tierra y, en el larguísimo periplo que
habría de llevarle hasta Cádiz, una de las paradas obligadas era la de Dresde,
a la sazón, capital del Reino independiente de Sajonia. El viajero nos explica
así los motivos y la decepción sufrida:
… El secretario
de nuestra embajada en Sajonia, ante mi pretensión de rendir visita de cortesía
al embajador, Don Francisco de Zea[7],
no pudo menos de preguntarme si a Rusia no llegaba la Gaceta de Madrid, que no
teníamos información del movimiento de nuestros diplomáticos. Respondí yo, algo
amostazado, que lo hacía tarde y mal, lo que podría explicar mi ignorancia de
la vida política y administrativa de mi país. En resumen, mi interlocutor tuvo
a bien informarme de que el Señor de Zea hacía ya más de tres meses que había
cesado como embajador en Dresde y casi tanto que había tomado el camino de
España, aunque no para ejercer cargo político en el Gobierno, sino para fungir
de embajador ante Su Majestad británica, en Londres. Mucho lamenté, en
principio, la noticia, tanto por el disgusto de no poder reencontrarme con mi
benefactor después de tanto tiempo, como por constatar que nuestro Rey parecía
seguir desconfiando de tan ilustre servidor, alejándolo una y otra vez de
Madrid, aunque fuese en destinos de relumbrón…
Llegado a Viena,
Agúndez se resolvió a escribir a Cea a nuestra embajada en Londres, confiando en
que la misiva llegase allí casi al mismo tiempo que su destinatario. Para mayor
seguridad de recepción, obtuvo del Secretario de la embajada en Viena que la
cursara a través de valija diplomática, lo que tuvo la imprevista ventaja de
que llegase a Cea cuando aún se hallaba en Madrid, unos días antes de embarcar
para Inglaterra. El hecho de que el embajador dejase inmediata contestación en
la Secretaría de Guerra pone de manifiesto el afecto de aquel para con Agúndez,
lo que este no dejó de resaltar con gratitud en su Memoria, al mismo
tiempo que copiaba en esta el contenido de la carta recibida que, en lo
esencial, rezaba así:
… Aunque lamente
la pérdida que tu buen paisano De la Cadena sufra con tu dimisión, como
conocedor de la Corte de Rusia -de lo que me dejaste buena muestra con tus
cartas sobre los luctuosos sucesos del año 25[8]- comprendo perfectamente tu hastío,
al permanecer tanto tiempo alejado de tu familia y en un mundo tan diferente del
de nuestra querida Andalucía[9]… Y, aunque no muy al corriente de
las cosas de Madrid, tengo entendido que el Gobierno está poniendo el cuidado
debido en que el Ejército alcance buena organización y mejores medios, tras la
debacle que supuso la guerra contra Francia y los desmanes de los políticos más
exaltados, quienes desmocharon el Ejército regular, para dotar y proteger su Milicia
afecta, los así llamados Voluntarios Realistas, que afortunadamente van siendo reducidos en
número y prepotencia. Quiero decir con ello que no parece este un mal momento
para que veas de reincorporarte al Ejército, aunque sea en el ambiente triste y
desmoralizador que para el mismo ha supuesto su derrota en América, con el
efecto de pérdida de nuestro Imperio secular.
… Yo voy a mi
nuevo cargo en Londres con verdadera ilusión y con la grave responsabilidad de
anudar unas nuevas relaciones, después de los momentos excepcionales de amistad
entre las dos naciones que vivimos durante nuestra guerra de independencia -que
en Inglaterra llaman peninsular-
y de las ulteriores tensiones derivadas del apoyo -cuando menos, indirecto- que
los británicos prestaron a los independentistas americanos[10].
Y no deja de ser llamativo que -ignoro si por mucho tiempo- sea ahora Primer Ministro
el famoso Duque de Wellington[11],
de feliz recuerdo para casi todos los españoles, entre los que supongo te
encontrarás, al haber combatido a sus órdenes en la victoriosa campaña del año 1813.
Quizás sea ello lo que me mueve a hacerte un ofrecimiento cordial, por si no
encontrases acomodo de tu agrado en la España a que regresas, después de tan
larga estancia en el extranjero: Me refiero a ejercer en Londres análogos
servicios a los que, con notable acierto, has prestado en San Petersburgo. Como
embajador, estoy autorizado a ofrecerte el puesto de agregado militar, máxime
contando con el buen conocimiento del idioma inglés, adquirido en tu primera
juventud en el escritorio de la casa Colombí. No obstante, cuando llegues a
Madrid, preséntate a mi buen amigo, el general Llauder[12],
que actualmente ejerce el cargo de Inspector General de Infantería en la
Secretaría de Guerra. Ya me he puesto en contacto con él para que, si te
interesare mi oferta, no te ponga ninguna dificultad administrativa en que
puedas aceptarla y trasladarte a Londres lo antes posible, contando con los
gajes precisos para el viaje… No dejes de escribirme, tan pronto hayas tomado
una decisión sobre todo esto, cualquiera que sea la misma, y cuenta con que mucho
me agradaría que fuese positiva…
***
Consta en la Memoria
que transcribo la vacilación de Agúndez sobre aceptar, o no, el
ofrecimiento de Cea-Bermúdez. Finalmente, hubo de ser su entrevista con Llauder
la que acabó por convencerlo de aceptar pues, frente a las facilidades para
trasladarse a Londres, se oponía la inexistencia de vacante de su grado en el escalafón
vigente, ya que su última unidad de destino en España -el Segundo Batallón del
Rey- había sido disuelta durante el Trienio, sin que posteriormente
hubiese sido reconstituida[13].
El Inspector General de Infantería, a punto de abandonar su cargo y pasar a
mandar la Capitanía General de Aragón, no pudo hacer otra cosa que aconsejarle
se aposentase en Cádiz, en expectativa de destino, que procuraría recomendar
para que se lo diesen no tardando. Pese a tan poco comprometida promesa, el
teniente coronel no aceptó incontinente el traslado a Londres, sino que optó
por esperar dos o tres meses, hasta ver qué puesto le ofrecían para quedarse en
España. Entretanto, cumpliría su deseo de volver a ver a su madre y hermanos y
podría poner a punto su casi olvidado inglés, para el caso de asumir, al fin,
la agregación militar en Londres. Pero su estancia en Cádiz tendría otras
notables incidencias, como queda reflejado en los párrafos siguientes, de la mano
de Agúndez:
… Durante mi ausencia de España, había
sido promovido a arzobispo de Sevilla quien, cuando el pronunciamiento llamado
de Riego, era prelado en Cádiz y se había destacado como autor de una severa
carta pastoral contra el alzamiento liberal, que de nada sirvió por el momento,
aunque luego supongo que le valdría como mérito para su ascenso a la
archidiócesis hispalense[14].
El nuevo obispo gaditano era quien todavía ahora lo sigue siendo, un fraile
benito, llamado Don Domingo de Silos Moreno[15],
hombre moderado y humilde que -al igual que su predecesor- había tenido que
enfrentarse con el violento anticlericalismo de Joaquín de Clararrosa y sus
continuadores[16].
Por el momento, aplacados los ánimos de los liberales exaltados, el prelado
había tomado la benemérita iniciativa de proseguir los trabajos para culminar
la catedral nueva de Cádiz, interrumpidos desde la guerra contra los franceses[17].
Precisamente, mi visita al palacio episcopal tuvo que ver con tales obras, pues
la sucursal de Colombí en la ciudad había decidido contribuir con una generosa
limosna, comisionándome para que la llevase en mano al Señor Obispo. Fue así
como, hablando de unas cosas y otras, vinimos a dar en la mala semilla que el
diablo viene plantando en estos días en los clérigos infeccionados por el
liberalismo y las herejías aprendidas en el extranjero. Me atreví a recordarle
que el funesto Clararrosa llevaba ya varios años enterrado, pero él se levantó
de su asiento y fue a extraer de la estantería que ocupaba tres de las paredes
de su despacho un libro bastante voluminoso, que me entregó diciendo: He
aquí otra malaventurada obra de un clérigo que, aunque usa de seudónimo, me
consta que está bien vivo y malmetiendo a sus lectores contra la Santa Madre
Iglesia. Al abrir el tomo, me llevé la sorpresa de que estaba escrito en
inglés, por un tal Leucadio Doblado, nombre que, en efecto, según el prólogo de
la obra, es el seudónimo de un clérigo español; y un segundo motivo de
admiración fue el que el obispo, al preguntarle yo de qué pie cojeaba el tal
Doblado, me reconoció desconocer la lengua de Byron, por lo que su crítica era
completamente de oídas. Estuve en un tris de ofrecer mis servicios como
traductor, pero me contuve, dado que apenas faltaba una semana para que
emprendiera viaje a Madrid, harto ya de esperar en el domicilio familiar que se
acordasen de mí para darme destino en algún Regimiento. Eso sí: Habiendo
despertado mi curiosidad aquellas Letters from Spain[18],
intenté hacerme con un ejemplar de las mismas para mi uso particular, lo que
no pude conseguir en Cádiz, pero sí en Madrid, en la forma peregrina que más
adelante relataré, y que tanto había de influir en mis ocupaciones en los
primeros tiempos de mi estancia en tierras inglesas.
***
Decidido a aceptar
el puesto ofrecido en la embajada de Londres, Sebastián Agúndez viajó a Madrid
en el otoño de 1828, encontrándose con la desagradable novedad de que su
intermediario, el general Llauder, ya había dejado su puesto de Inspector
General de Infantería para ocupar el de Capitán General de Aragón. Ante este
grave inconveniente, nuestro teniente coronel decidió solicitar audiencia al
Secretario de Guerra, teniente general Ibarrola, pretendiendo solucionar, de
una vez por todas, el tema de la venia de la Superioridad militar para asumir
su encargo diplomático y viajar al extranjero. Como credencial, exhibió la
misiva de Cea-Bermúdez. Nunca lo hubiera hecho, pues…
… El general
Ibarrola[19] -de
quien yo había oído hablar tan solo como buen organizador del Ejército y de la
Guardia Real, así como hombre preocupado por sus subordinados-, resultó ser poco
afecto de mi protector y empezó a poner toda clase de objeciones, para alejar
de mi mente la idea de ejercer tareas de agregado militar en Inglaterra.
Comoquiera que yo alegase mi amplia y satisfactoria experiencia en San
Petersburgo y la demora en asignárseme una plaza de mi categoría en un
Regimiento, Ibarrola, como buena componenda, se escudó en la falta de fondos
con que proveer a mi dispendioso viaje que, por otro lado, era dudoso que lo hubiese
de sufragar la Secretaría de Guerra y no la de Estado. A punto de perder los
ánimos, se me ocurrió argumentar al general, de la siguiente forma: Según
eso, Excelencia, entiendo que no hay inconveniente en que parta para mi destino
en Londres, sino en sufragar los gastos que devengue. Pues no titubee Vuecencia
en concederme su licencia, pues yo mismo correré con aquellos, bien con mi
propio peculio, bien gestionando una ayuda del Ministro de Estado, para quien
traigo saludos de amigos comunes de Cádiz. Ibarrola, bien por mi
insistencia, bien ante el hecho de que yo fuese conocido del Señor Salmón[20],
dio su brazo a torcer y, en la misma carta en que Zea me ofrecía el cargo, estampó
de su puño y letra la conformidad, que un ayudante de despacho selló a mi
salida…
Mucho más fácil
fue mi audiencia con el Ministro de Estado, para quien traía cartas de
presentación de la Casa Colombí y del Obispo de Cádiz -cuyo trato había yo cultivado,
a raíz de la primera vez que lo visité con la encomienda de limosnero, que
queda dicha-. Decíase que mi coterráneo era hombre afable, pero poco resolutivo;
más inclinado a la moderación de Zea, que no a la exaltación de Calomarde[21]. Así se me mostró durante la
audiencia pues, pese a lo modesto de los posibles gajes, no quiso
comprometerlos por su autoridad, sino que me remitió -bien que con una esquela
de recomendación- al Secretario de Hacienda, Don Luis López-Ballesteros[22], quien, pese a su gran prestigio, no
dejaba de ser subordinado suyo. Y, a mayores, me hizo una sugerencia peregrina,
que colmó mi paciencia de víctima de la burocracia, indicándome que, ya que iba
a trasladarme a Inglaterra en misión diplomática, haría bien entrevistándome
con el susodicho Calomarde, que últimamente estaba muy interesado por ciertas novedades
que llegaban de la Gran Bretaña y afectaban a materias propias de su Secretaría,
que era la de Justicia, como es bien sabido. Cogí la esquela y le aseguré que
visitaría de su parte al Secretario Calomarde, si no lo impedía la urgencia de
iniciar mi viaje y las múltiples ocupaciones de la autoridad que había de
recibirme.
Se ve, por la Memoria que
parcialmente transcribo, que Agúndez trataba de no perder el tiempo, entre
audiencia y audiencia. Tomando una iniciativa, como mínimo, inusual, se
presentó en la legación británica en España, con la pretensión de saludar a
alguno de sus colegas ingleses en Madrid, es decir, que ejerciesen
funciones de agregaduría militar. Era a la sazón embajador, o encargado de
negocios, George Bosanquet, que no dejó buen recuerdo pues, ya fuese por su
bisoñez como diplomático, ya por la complejidad de las relaciones bilaterales
en aquellos momentos, no resolvió las cuestiones más relevantes para ambos
países, ni puso los cimientos para ello. La visita de Agúndez pasó a ser algo
más que de cortesía, cuando fue recibido por un coronel de Caballería que, al
idioma inglés en que se había dirigido a él nuestro compatriota, contestó en un
español bastante correcto, ya que…
…Resultó que
había combatido en la Península a las órdenes de Wellington, desde lo de Torres
Vedras, hasta San Marcial[23].
Respondíle que, en tal caso, habríamos peleado ambos en la famosa batalla de
Vitoria, donde fui condecorado con la cruz de oro de San Fernando y el ascenso
a capitán por méritos de guerra. A partir de ese momento, el coronel Staunton
-que esa era su gracia- me trató con gran deferencia, como a un viejo camarada
de armas, sin eludir buenos consejos para mi futuro trabajo en Inglaterra, ni dejar
de facilitarme los nombres de algunos oficiales de guarnición en Londres,
conocidos suyos -entre los cuales, un par de ellos de los regimientos de la
Guardia Real-. Yo tomé buena nota de sus grados e identidades pero, para
sorpresa suya, pasé en seguida a hacerle una petición de carácter totalmente
distinto, contando con que fuera un hombre culto y buen conocedor de las
librerías de Madrid en que pudieran mercarse libros en inglés…
En efecto, Agúndez
preguntó a Staunton por las susodichas Letters from Spain, del así
llamado Leucadio Doblado. El coronel conocía, en efecto, el libro, del que dijo
había tenido éxito en Inglaterra, hasta el punto de reeditarse[24],
si bien ignoraba la verdadera personalidad de su autor. Refirió a Agúndez a una
librería de la calle Carretas, como aquella que con mayor probabilidad podría
tener el anhelado libro a la venta. Finalmente, se despidieron cordialmente,
tras haber brindado con unos vasos de vino de Valdeiglesias en un colmado cercano
a la embajada.
No fue tan llano
para Agúndez el hacerse con el volumen de Doblado, a juzgar por su versión de
los hechos:
… Debió de
recelar el librero, por mi porte y expresión, de que yo fuese algún policía o
agente encubierto de la censura, dispuesto a denunciarlo por poseer y vender
libros no autorizados debidamente, pues me negó varias veces que tuviese en sus
estantes o almacén las famosas Letters. Con la ayuda de mi licencia y
pasaporte para Inglaterra, opté por aducir que yo era un funcionario que
precisaba de tal libro para enriquecer mi conocimiento del idioma inglés. El
astuto vendedor me replicó con sorna que tenía otros varios textos en la lengua
de Shakespeare con los que podría ejercitarme provechosamente, incluso algunos
de santa doctrina, de los que usaban los beatíficos padres que osaban
pasar a las Islas británicas para adoctrinar a sus naturales en nuestra fe
santa y romana. Por fin, hube de concluir por donde quizá tendría que haber
empezado: ofreciendo pagar más del doble del precio razonable del volumen, lo
que convenció al librero de mi honesta intención, dado que ningún policía se
habría avenido a sufrir tal revés para su bolsa, teniendo oportunidad y medios
para registrar la tienda y decomisar los libros no autorizados sin tener que
pagar un ochavo.
No tuvo mucha
historia la audiencia que el Secretario de Hacienda, López Ballesteros,
concedió a Sebastián Agúndez, a instancias del Ministro de Estado, Salmón, a
fin de facilitarle los medios económicos para su viaje. De hecho, no tenía
sentido que se distrajera la atención de tan alto personaje con una diligencia
que cualquier jefe de sección podría haber autorizado. Es probable que fuese
una gentileza para con Cea-Bermúdez, con quien Ballesteros se encontraba en
buena sintonía. Lo cierto es que esta entrevista dio a nuestro teniente coronel
la oportunidad de conocer a uno de los pocos notables de la época que acabaría
pasando a la historia, como -según se afirma- “el fundador de la moderna
Hacienda española”, aunque no fue de presupuesto o tributos de lo que le habló
a Agúndez su interlocutor:
… Me señaló hacia una mesa auxiliar del
despacho, en la que se amontonaban pliegos y pliegos, hasta formar una pequeña
montaña, amenazando derrumbamiento. Ballesteros me la mostró en prueba de su
agobiante tarea de aquellos días y me rogó: Hágale saber al embajador Zea,
siempre tan experto y preocupado por lo mercantil, que, no tardando, tendremos
en España un Código de Comercio, que no dudo en calificar de muy superior al
francés[25].
El tiempo le ha dado la razón, según he tenido la oportunidad de verlo
promulgado y en vigor, a mi regreso a España…
Es curioso que
resultase mucho más jugosa la entrevista de Agúndez con Calomarde, que aquel no
tuvo más remedio que solicitar, en parte por cumplimentar la sugerencia del
Ministro de Estado, y en parte, por curiosidad sobre qué interés podría tener
el Secretario de Justicia por su humilde persona. Y es probable que la
audiencia hubiese resultado mucho menos interesante, de no ser Agúndez tan concienzudo
y Calomarde menos tosco y cavernícola de lo que suele afirmarse. Veamos:
…Pronto quedó
despejada mi perplejidad acerca de la conexión entre las competencias de
Calomarde y mi próximo destino en Inglaterra, si bien esa relación no habría
llevado a una coincidencia, de no haber sido por las famosas Letters, que había leído en los
días anteriores con gran deleite, robando tiempo al sueño. Pues el Secretario
vino a revelarme que, tanto él, como Su Majestad, siempre tan celosos de las
cosas concernientes a la Religión, habían llegado a conocimiento de que en
Inglaterra se estaba gestando un cambio radical en el trato concedido a los
católicos de aquella isla y de la vecina de Irlanda, cuestión que era de gran
interés conocer a fondo y cuanto antes por nuestro Gobierno; y, ya que yo
habría de partir de inmediato para Londres, me harían portador de una misiva
para el embajador Zea, con el encargo de que confiara a un agente diplomático
de su confianza el examinar, estudiar y transmitir a Madrid cuanto se cociera
en el Parlamento británico. No sé qué ventolera me trajo la idea de ofrecerme
para cumplir tal encargo, provocando la sorpresa de mi interlocutor, quien
quiso saber los títulos y conocimientos de un teniente coronel de Infantería en
materia de Religión… ¡Bueno era yo para amilanarme! Le informé de que, como
buen comerciante gaditano que había sido en mi juventud, había tenido trato
frecuente con muchos marinos y mercaderes ingleses, por lo que conocía lo
bastante el dogma y la religiosidad anglicanos, no muy diferentes, por cierto,
de los católicos. Añadí que, si de lo que se trataba era de conceder a los
católicos mayores derechos en Inglaterra que hasta la fecha, entendía ser ello
tema político y jurídico, no propiamente espiritual. Finalmente, le hice saber
-con notoria exageración- que había andado en pláticas con el obispo de Cádiz a
propósito de las mudanzas que el naciente liberalismo estaba produciendo en la disciplina
y religiosidad, tanto de los fieles, como de aquellos clérigos que, como el
autor de unas populares Cartas de España, se habían convertido en los
peores debeladores de la Iglesia Romana. Oír Calomarde mi alusión a las Letters
y ponerse en guardia fue todo uno…
Tadeo Calomarde
No teman que el
poderoso Secretario acabase por entregar a Agúndez en manos de la Inquisición[26].
La atención de Calomarde se centró en saber cómo había llegado a poder del
atrevido militar gaditano un libro tan poco grato para nuestro Gobierno. El
interpelado salió como pudo del atolladero, aludiendo a un amigo gibraltareño
que le había prestado el tomo. Por cierto -agregó- que, tan pronto
llegue a Inglaterra, he de hacer por enterarme del nombre de su autor. Para
sorpresa de Agúndez:
… Calomarde
sonrió y me dejó en ridículo. Coronel -dijo-, yo le daré esa
información, sin que tenga que salir de Madrid. Pues resultó que, en el
prólogo de la segunda edición de la obra, aparecida en 1825, Leucadio Doblado
se quitaba el antifaz y confesaba ser Joseph Blanco, clérigo sevillano que
había llegado a ser canónigo del cabildo hispalense[27].
Disculpé como pude mi desconocimiento de esa nueva edición y, para volver la
situación a mi favor, hice algunos comentarios acerca de la necesidad de
contrarrestar el funesto alejamiento de la ortodoxia por parte de clérigos,
como el llamado Clara-Rosa y este Blanco, amartillando el recto catolicismo, no
solo en los seminarios, sino en las facultades universitarias. Decía yo esto
porque sabía que Calomarde hacía poco que había elaborado un plan de estudios,
en que se hacía un gran énfasis en las enseñanzas morales y religiosas, con
detrimento -al decir de algunos- de las propiamente científicas[28].
Mis alusiones hicieron retornar al semblante del Secretario la afabilidad y lo
movieron a conceder lo que yo pretendía: Llevad, pues, esta misiva a Zea y
hacedle saber que me haría un buen servicio, si os designara para el encargo,
aunque resulte llamativo el concederlo a un agregado militar. De todas formas -puntualizó-
no os hagáis muchas ilusiones, pues nuestro embajador, hombre de gran valía,
sin duda, no me tiene en mucha estima.
Tenía Calomarde que rehacer en parte
la carta para Cea-Bermúdez, a fin de citar como recomendado para la
empresa a Sebastián Agúndez. De forma amigable, inquirió de nuestro teniente
coronel si, dada la premura de su partida, prefería pasar a recoger el
documento, o que un ujier se lo llevara al lugar donde parase en Madrid. El
militar optó por esta segunda opción y, siendo así que estaba hospedado en una
pequeña pensión, poco o nada conocida, hizo al prócer apostólico, la
siguiente precisión:
… Está en el
número 4 de la calle de Cádiz, justo al lado del Café Lorenzini[29].
Calomarde se me quedó mirando con sorna y me advirtió: Voy a replicar a
su candidez con un desinteresado consejo: Evite en lo posible las malas
compañías.
3.
De Madrid a Londres, con parada en Bayona y París
Al parecer,
Sebastián Agúndez había descartado viajar en barco, quizá en prevención de los
temporales propios del invierno, que ya se avecinaba. En cualquier caso, habría
tenido que decidirse por la posta, toda vez que, a punto de iniciar viaje,
López Ballesteros envió a Agúndez aviso para que se detuviera en Bayona de
Francia e hiciese entrega a Don Alberto Lista[30]
de un sobre lacrado, con documentos que convenía le llegasen con la mayor
urgencia. El teniente coronel lo explicaba así:
… La nota que
acompañaba al sobre cerrado -bastante voluminoso- poco decía, más allá de determinar
la identidad y señas del destinatario. Lo demás, sobre ser sucinto, resultaba
un tanto sibilino: Estoy seguro de que esa breve parada en el decurso de su
viaje habrá de resultarle muy ilustrativa y placentera, pues su anfitrión
es una de las mentes más preclaras entre las muchas españolas que actualmente
acoge Francia.
Tras un viaje apenas
perturbado por las nieves de primeros de diciembre de aquel año de 1828, Agúndez
pasó la frontera franco-española y se presentó de sopetón en las pequeñas
oficinas o talleres que albergaban La Gaceta de Bayona, la publicación
que dirigía Alberto Lista para ver de contrarrestar en el país vecino la mala
propaganda que los emigrados y desterrados españoles hacían de Fernando VII y de
su Gobierno, haciendo muy difícil el buen crédito y la labor ímproba de los
miembros y simpatizantes de este, aunque se hallaran lejos de la mentalidad y
la forma de actuar de los energúmenos de 1823[31].
Era, sin duda, una iniciativa tolerada por nuestro rey y financiada por las manos
del ministro de Hacienda, Ballesteros. La elección de Lista para dirigir sobre
el terreno la empresa era arriesgada y llamativa, por más de un motivo, pero lo
cierto es que el sevillano se haría merecedor de proseguirla, hasta que el fallecimiento
de Fernando VII cambió radicalmente la situación y le permitió continuar desde
Madrid su tarea de publicista en pro del Gobierno[32].
Estas y otras cuestiones anexas ocupaban, al parecer, la reflexión de Agúndez,
en los momentos previos a ser recibido por el canónigo e ilustre escritor, lo
que nos induce a pensar que no había perdido el tiempo de informarse, desde el
momento en que Ballesteros le había hecho la susodicha encomienda:
… En los
talleres en que se publicaba la Gaceta de Bayona, había tenido unos instantes
para preguntar a un cajista acerca de la revista, enterándome de que aparecía
dos veces por semana, siendo distribuida por suscripción, al precio de 40
reales de vellón por trimestre. Eran ya numerosos los adquirentes, que
procedían de España, Francia y Portugal, si bien no podía darme detalles, ya
que, de forma bastante sorprendente, las suscripciones eran gestionadas desde
Madrid. Me permitió echar un vistazo al último número ya compuesto y pude
comprobar que su contenido armonizaba temas políticos, literarios e
industriales. Me ha quedado en la memoria uno de los artículos, en el que la
publicación defendía la desaparición de las aduanas interiores en España.
Atreviéndome a colegir sin mucho fundamento, habría dicho que la mano de Lista
se apreciaba en el interés por la literatura y la de Ballesteros, en el
dispensado a la economía.
Alberto Lista
Sebastián Agúndez
se hacía lenguas de la buena recepción y la amabilidad que le había dispensado
el canónigo Lista, si bien -con el humor levemente malicioso que caracteriza su
Memoria- apunta ciertos motivos egoístas para acogerlo de manera tan
cordial:
Viniendo el
encargo del Secretario Ballesteros, pocas dudas me quedaban de que el pliego
que me había confiado contendría alguna ayuda económica de relieve para la
empresa de La Gaceta de Bayona y para quienes la sostenían. De lo que no
tengo opinión es de si el poderoso hacendista le enviaba también alguna orden o
consejo sobre un punto que el mismo clérigo me transmitió durante nuestra
conversación: Que el gobierno del rey francés, Carlos X, se mostraba cada vez menos
liberal y más inclinado a coartar la libertad de prensa, circunstancias que en
nada favorecían la publicación de un periódico, como La Gaceta de Bayona, no
solo de talante moderado, sino iniciativa de unos españoles cada vez más
incómodos con la deriva absolutista de Francia, donde, en curiosa comparanza de
Lista, Bayonne se parecía cada vez más a Bayona[33].
Agúndez reflexiona
en la Memoria acerca de lo que se contaba sobre Lista en los mentideros
de Cádiz y de Madrid, como sujeto de preclara inteligencia y aguda perspicacia
para mantenerse dentro de la ortodoxia, no solo de la Santa Iglesia,
sino del acontecer político. Su propia forma de ser, así como la simpatía que
Don Alberto le despertó a primera vista, le llevaron a poner en duda las tachas
de oportunista y de sumiso que acerca de él había escuchado. En último extremo
-aducía-, las malas experiencias políticas y el propio declinar de la edad[34]
habrían hecho inevitable una evolución hacia el moderantismo y la cooperación con
Ballesteros, que encarnaba aquel en Madrid. Después de todo, seguía al pie
del cañón, y sin descuidar por eso sus quehaceres literarios, que tan
queridos le eran desde su adolescencia en Sevilla. Pero no era de literatura de
lo que Agúndez quería tratar con el docto canónigo; de modo que trajo a
colación, en cuanto pudo, la encomienda de tinte religioso que Calomarde le
había confiado para cuando se encontrase en Inglaterra. Veamos.
… Mi posta no
salía hacia Burdeos hasta media tarde. Don Alberto se empeñó en que almorzara
en su compañía, si no tenía inconveniente en seguir su régimen rico en
verduras y parco en sustancia -advirtió-. Siguiendo la humorada, le contesté
que aceptaría muy honrado, siempre que aderezase las viandas con una enjundiosa
salsa religiosa. Al aclararle al punto a lo que me refería, mostró vivo interés
por la inquietud de Calomarde, a propósito del nuevo y mejor destino que
parecía esperar a los católicos de las islas británicas, pero en seguida
puntualizó: No espere de mí, ni por mi estado clerical, ni por mis fuentes
de información, nada referente a la situación de la religión en Inglaterra,
pero sí conozco a la persona más indicada para darle cuantos detalles necesite.
Antes de partir, le entregaré unas líneas de presentación para esa persona, a
quien no dudo en calificar de mi dilecto amigo, aunque haga veinte años que no nos
vemos. Tras este ofrecimiento -que cumplimentaría al concluir nuestro
ágape-, el buen canónigo se enfrascó en un amplio resumen de la religión
anglicana y de los tristes avatares de los católicos británicos durante los
últimos tres siglos, así como de los sacerdotes, españoles o nativos, que
habían tratado de mantener viva la llama de la fe verdadera. Le recomiendo
repasar los 39 Artículos[35]
-agregó mi interlocutor-, para comprobar que no son muchos los dogmas
que nos separan. Según él, los puntos más peliagudos eran la obediencia católica
al Papa y el casi libre examen de la Biblia, es decir, el personalismo, tan
propio de los ingleses…
La charla derivó
hacia el trabajo en La Gaceta de Bayona, que Lista consideraba
esperanzador, no tanto como medida propagandista ante una Francia cada vez
menos liberal, sino para mantener la unión y el contacto entre los españoles
emigrados. Pues habrá de saber usted -explicó Lista, sonriendo- que
este periódico, aunque promovido y sufragado por nuestro Gobierno, no tiene
autorización para ser difundido dentro de España. Con todo, el canónigo
parecía mantener la esperanza de un pronto retorno de nuestra patria a la senda
liberal, de la que -recordaba- la habían apartado, no solo excesos y deméritos
propios, sino la intervención militar extranjera. Espero que nosotros y
ellos hayamos aprendido del pasado, para no incurrir en los mismos yerros
-afirmó-.
… Terminada la
comida -prosigue Agúndez-, Don Alberto se retiró a un despacho a
redactar la misiva para su amigo español en tierras inglesas, dejándome reposar
el almuerzo en un diván del comedor. Volvió al poco y, al entregarme el
mensaje, leí muy sorprendido el nombre de José María Blanco, el semi escondido
autor de las Letters from Spain. Como ya se acercaba la hora de mi
partida, opté por no hacer ningún comentario, si bien me felicité por tener la
oportunidad de conocer a tan ilustre escritor. Precisamente, fueron sobre
escritores nuestras últimas frases. Lista se refirió a los aires nuevos que
soplaban, desde Alemania principalmente, y que harían recorrer a la nueva
literatura los mismos caminos, y parecidos riesgos, a los que el liberalismo
había traído a las naciones y a la propia Iglesia, necesitada de reformas y horizontes
nuevos -aún vivimos de Trento, reconoció con tristeza-. Pero, aunque
escritor mientras Dios le diese fuerzas, admitía que ya no estaba para
novedades románticas. ¿Embarcará en Burdeos o seguirá por tierra a París y
Calais?, me preguntó, como movido por algún hilo oculto con lo que acababa
de tratar. Aunque gaditano y viajero, no soy amigo de la mar -repliqué-.
Pues, siendo así -me aconsejó-, no excuse una visita a nuestro mejor
escritor en Francia, y aún el más notable de los españoles de nuestros días. Visite
a Martínez de la Rosa[36]
-concluyó-. Yo así se lo prometí, dado, además, que había sido correspondiente
suyo cuando, hallándome en San Petersburgo, hube de darle noticias sobre el
poeta Puschkin[37].
Mostró su satisfacción por mi conocimiento del poeta granadino quien, no solo
procuraba estar al corriente de sus colegas de otros países, sino de cuanto se
guisaba en la revuelta cocina de la política francesa…
***
Martínez de la
Rosa acogió con vivo interés y simpatía a Sebastián Agúndez, por diversas
razones, que este explicó en su Memoria con la prolijidad que se merece
un anfitrión tan importante:
… Levantándose
del sillón en que estaba sentado, acudió junto a un pequeño buró y, tras
rebuscar unos momentos, cogió una carta, que resultó ser la que yo le había
enviado desde San Petersburgo, a requerimiento del Señor Zea, a fin de darle cuenta
del destino y paradero del escritor Alejandro Puschkin, tras la revuelta de los
Decembristas. Aunque datada el 16 de abril de aquel año, me aseguró que le
había llegado dos meses después, tranquilizándole en cuanto a la benevolencia
del Zar hacia su ilustre súbdito. Seguidamente, leyó el fragmento de mi misiva
en el que aseguraba haber presenciado el estreno de su drama, La viuda de
Padilla, en aquel espléndido Cádiz de 1812[38].
No tan espléndido -le corregí-; simplemente éramos jóvenes y estábamos
llenos de ilusión y patriotismo. Me confesó que, de los políticos españoles,
tan solo confiaba en mi amigo y protector, Francisco de Zea, por lo que se
alegraba de que me hubiese llamado para estar a su lado en la embajada de
Londres, a la que él mismo había sido designado por Carlos IV en 1808, no
llegando a ocupar el puesto por los terribles avatares políticos de la época;
pero sí recordaba con profundo respeto su estudio sobre el terreno de las instituciones
y de la sociedad británicas, habiendo llegado a la conclusión -ironizó-
de que era imposible trasplantar aquellas a ningún otro país, como no se
hiciese otro tanto simultáneamente con la nación que las había creado[39]…
No quiso Agúndez
ocultar a Martínez de la Rosa el encargo recibido de Calomarde, en el sentido
de seguir y analizar el proceso de emancipación de los católicos británicos,
tal y como lo había iniciado el Gobierno presidido por el Duque de Wellington.
Don Francisco dijo extrañarse sobremanera de tan repentino interés del apostólico
Secretario de Gracia y Justicia por una iniciativa que acabaría en
Inglaterra con una de los últimos estigmas de intolerancia existentes en el
país, y puso en guardia al teniente coronel, a la hora de revelar a su mandante
cuanto se refiriese a las ideas y forma de vida de aquellas personas a las que
pretendía visitar para recibir información o consejo…
… No mostró
ninguna emoción cuando le referí que acababa de rendir visita en Bayona al
canónigo Lista, de quien dijo era mucho mejor escritor que hombre público, y
eso que nada había escrito de nota -afirmó desdeñosamente- desde que le
hicieron abandonar las páginas del Censor[40].
En cambio, al oírme pronunciar el nombre de Blanco White, casi saltó del
asiento y, de forma algo destemplada, reclamó que respetara el retiro y la
reflexión de una de las mentes más claras y de los más nobles corazones que
había conocido. Algo incomodado de su vehemencia, repliqué que contaba con visitar
a Blanco, precisamente por las mismas cualidades que acababa de reconocerle,
sin perjuicio de hacer de su posible confianza el uso más circunspecto posible.
Por otra parte, con sus Letters from Spain, parecía evidenciar que no le
importase mucho el hacerse notar del Gobierno español, ofreciendo de la Iglesia
española una visión histórica verdaderamente deprimente…
Francisco Martínez de la Rosa
Parece que la aparición de Calomarde
en lontananza, cambió el tono distendido de la conversación entre Martínez de
la Rosa y Agúndez, que se orientó en su segunda parte hacia la complicada
situación política francesa, que el escritor calificó de agitada y
encaminada hacia una posible etapa revolucionaria. Con todo, nada parecido
a los tiempos anteriores a Napoleón, sino a las algaradas callejeras o los
pronunciamientos que ponen en su sitio a los monarcas que caminan de espaldas a
la Historia. Políticos de talla, amigos o conocidos de Martínez de la Rosa,
como Guizot y Martignac, era de esperar que se pusieran de acuerdo con los
liberales moderados, del tipo de Lafayette o de Thiers[41],
para controlar los acontecimientos. Francia es grande; está empezando a
levantar un Imperio[42]
y hay demasiada inteligencia y cultura en los nombres que he citado, como para
que corra la sangre o pueda desencadenarse una contienda civil[43].
Y Agúndez concluía la alusión a esta visita, de la siguiente forma:
… Eran buenos
tiempos para aquel escritor granadino, que había encontrado en su destierro de
París el tiempo y la inspiración que tal vez la habrían faltado en el tráfago
de Madrid. Como me detalló, tomo a tomo iban apareciendo sus obras completadas
hasta la fecha[44],
con buen éxito de ventas, al estar traducidas al francés… Y no era eso todo,
pues estaba preparando alguna obra teatral que abriría su musa al nuevo estilo
sentimental o romancesco de hacer literatura[45].
Antes de despedirnos, de un rimero de ejemplares de autor que había sobre un
velador, tomó un ejemplar del volumen tercero de sus Obras, que me
dedicó y regaló, en prueba de amistad y aprecio a quien, a la vera del
embajador Zea, alcanzará en Inglaterra los mayores éxitos, como así se lo
deseo. Si algo tuve que lamentar de mi estancia en Londres, fue que,
habiendo prestado el tomo así dedicado a Don Francisco Zea, este lo extraviara
o, por el motivo real que fuese, no me lo restituyera.
4.
En que Agúndez halla en Londres relaciones inesperadas
Apenas llegado a
Londres, Sebastián Agúndez comprobó que no iba a ser fácil su misión en
Inglaterra. Para empezar, actuando con una sinceridad poco conveniente, informó
a Cea de la misión que le había confiado Calomarde. Era algo que no podía
agradar al embajador, enemigo político del Secretario de Justicia. Con todo,
para no desairar a personaje tan relevante, Cea solo le puso mala cara, so
pretexto de que las tareas de corte religioso irían en detrimento de su
preferente dedicación a la agregaduría militar. Agúndez prometió a su protector
que de ningún modo descuidaría sus deberes diplomáticos, siquiera le rogaba cierta
tolerancia mientras despachaba con la urgencia debida la información sobre las
nuevas normas para los católicos británicos. Lo cierto es que de Agúndez pueden
decirse muchas cosas, menos que fuese descuidado. Veamos:
… Había comprado
en París un libro en inglés sobre la Reforma en tiempos de la reina Isabel y
ello me había dado la oportunidad de adquirir una noción básica de las
semejanzas y diferencias entre el catolicismo y el anglicanismo. Con la
ridícula suficiencia del bisoño, me atreví a estructurar los 39 Artículos en
tres grupos, según guardaran identidad con nuestra religión romana, se
apartaran de ella de modo importante o constituyeran un obstáculo insalvable
para la mutua aproximación… Formaban parte del primer grupo los artículos
relativos a la Sagrada Trinidad; el Hijo de Dios, que se hizo hombre; el
descenso de Cristo a los infiernos y su ulterior resurrección de entre los
muertos; el Espíritu Santo; la valoración del Antiguo Testamento; la validez delos
Credos niceno, atanasiano y “de los Apóstoles”; de Cristo único ser sin pecado;
el valor del perdón para recuperar la gracia tras los pecados después del
bautismo; el ministerio sacerdotal al servicio de la congregación, otorgado por
los medios legítimos; el valor de los sacramentos, con independencia de la
indignidad o mala disposición de sus ministros; el valor y significado del
Sacramento del bautismo; el pecado mortal cometido al comulgar sin fe o
adecuada preparación; del uso de la excomunión y de la posible reconciliación
de los excluidos; de la práctica homilética y la necesidad de que los ministros
prediquen clara y diligentemente para buena comprensión de los fieles; de la
existencia en la Iglesia de obispos y sacerdotes, que deben ser consagrados u
ordenados conforme a las normas aplicables; el respeto de la propiedad privada,
sin perjuicio del deber de dar limosna a los pobres, según la situación de cada
cual; finalmente, no jurar nunca en falso, ni hacerlo fuera de los casos en que
los magistrados lo requieran[46]…
La Memoria pasaba
a continuación a enumerar aquellos Artículos que se apartaban
significativamente del dogma católico o, cuando menos, eran de confusa interpretación
y armonía con los cánones romanos:
… Se ha dicho
que bastantes de los Artículos de la fe anglicana son de dudoso entendimiento,
precisamente porque así se quiso, bien para armonizarlos con el protestantismo
luterano, bien para evitar en lo posible la oposición a los mismos del pueblo y
de sus ministros. En cualquier caso, yo incluyo dentro de este grupo de
discrepancias significativas, probables o seguras, los Artículos que hacen
referencia al libre albedrío, aunque muy alejado de la predestinación
calvinista; el valor de las buenas obras y la posibilidad de que resulten
agradables al Señor, por más que no se niegue en absoluto la utilidad de las
buenas acciones; los excesos o supererogaciones en las obras y
perfecciones, tomadas como formas de arrogancia o impiedad ante Dios; la
salvación como obediencia del hombre a la llamada de la gracia, exclusivamente
en el nombre de Jesucristo, en lo que encuentro cierta mayor insistencia
anglicana en la predestinación y en la imposibilidad de salvarse fuera de la
religión cristiana en general; la libertad amplia de las iglesias nacionales y
particulares para tener sus propios ritos y ceremonias, según su tradición
propia, utilizando en todo caso una lengua comprensible para los fieles[47]…
Por último, están
los Artículos que, de manera frontal -aunque no siempre especialmente
importante- han sido considerados el caballo de batalla del anglicanismo en
contra de la fe católica: La suficiencia de la Sagrada Escritura para la
salvación, sin que pueda incluirse como artículo de fe nada que no pueda
probarse a través de ella, a lo que se agrega que existen discrepancias en
algunos Libros Canónicos; la consideración de que el pecado original no procede
de Adán, sino del pecado personal y la corrupción de la naturaleza de cada
hombre; la consideración de que la Iglesia de Roma ha errado a través de la
historia en materias de vida, fe y liturgia; la imposibilidad de que la Iglesia
imponga en materia de fe o de moral cualquier cosa que la Escritura no
considere necesaria para la salvación; la inexistencia de infalibilidad de los
concilios y la necesidad de que se convoquen por mandato y voluntad de los
príncipes temporales; la inexistencia del Purgatorio, así como la total
prohibición del culto a los santos y a las reliquias; la reducción de los
sacramentos al bautismo y la cena del Señor (comunión); la autorización para
que sacerdotes y obispos puedan casarse; la negación de la transubstanciación; la
inutilidad de las misas y otras oraciones para redimir a los muertos de sus
penas y culpas; la comunión por todos los cristianos bajo las dos especies; la
negación de la jurisdicción papal en el reino de Inglaterra, parcialmente
reemplazada por el poder supremo del rey, aunque este no pueda ejercer el
ministerio de la Palabra de Dios ni de los sacramentos[48].
Agúndez concluía
este recorrido por los Artículos con unas consideraciones, a modo de resumen:
… No niego que
el anglicanismo sea la herejía protestante que menos se haya alejado de la
verdad católica, pero está muy lejos de esta, ni de poderse calificar como un
mero cisma, fruto de la lascivia y terquedad de un rey[49].
Las diferencias eran sustanciales desde un principio, y los siglos trascurridos
no han hecho sino afianzarlas, de la mano de las desavenencias políticas y del
influjo de los aquí llamados dissenters, o disidentes, aún más tajantes
y rígidos en su separación de la fe romana. Prueba del influjo de estos
protestantes, todavía más anticatólicos que los anglicanos, es el hecho de que,
aunque perseguidos o desterrados en épocas anteriores, hoy en día gozan de un
completo reconocimiento de sus derechos en estas Islas, mientras los católicos
siguen esperando -ya, al parecer, por poco tiempo- que sean admitidos los
suyos.
***
Aunque su máxima
preocupación era el encargo de Calomarde, Agúndez no podía por menos de estar
incómodo y entristecerse, al comprobar el desairado papel que cumplía nuestra
embajada de cara a los centenares de españoles que pululaban por Londres,
exiliados, sin trabajo y bastantes de ellos en la miseria. Eran los propios
emigrados, asociándose entre ellos, y los anfitriones ingleses, quienes habían
logrado establecer un sistema de subsidios, proporcionados a las necesidades de
cada cual[50].
Incluso antes de llegar a Primer Ministro, Wellington era de los más generosos
y preocupados en atender a unos extranjeros que, seguramente, le recordaban sus
brillantes tiempos de la milicia, depurados por la lejanía de unos hechos en los
que se había distinguido por despotricar contra la barahúnda de
nuestros políticos y la indisciplina e impreparación de nuestros soldados[51].
Por más que Cea-Bermúdez sintiese simpatía hacia los emigrados -en particular, por
quienes lo eran por motivos meramente políticos-, carecía de libertad y medios
para hacer por ellos otra cosa que dar recomendaciones y no controlar sus
movimientos, cuando pasaban a Portugal o a Francia, o -como en el caso de
Torrijos[52]-
preparaban ilusamente una invasión a pequeña escala de España. Esos temas de
humanidad y de política son aludidos por Agúndez en su Memoria, pero,
por el momento, en los inicios de 1829, su atención estaba centrada en otros
temas. No obstante -como el propio Agúndez asevera alguna vez en sus Memoria-
“la casualidad no es mala compañera del esfuerzo”:
Henry Richard Vassall Fox, Lord
Holland
… Andaba yo
tratando de lograr la cuadratura del círculo. Por un lado, todos los españoles
con quienes hablaba en Londres -incluido el propio Zea- me aconsejaban como
inevitable y fructífera una vista a la famosa Holland House, donde todo español culto
y educado era recibido con afecto y tenía acceso a las dos glorias de la casa:
la biblioteca y las tertulias[53];
cosas ambas muy útiles para quien quería -como yo- empaparse del problema
religioso inglés y de las discusiones que a la sazón tenían lugar sobre el
mismo en el Parlamento. Por otro lado, nada mejor para adquirir una rápida
información sobre los proyectos y discusiones de la ley de emancipación[54],
que tener acceso a los círculos del Primer Ministro quien, como es sabido,
pertenecía al partido conservador, todo lo contrario que quienes frecuentaban
el palacio de Lord Holland[55].
¿Cómo aunar esfuerzos para conseguir una cosa sin malquistarse con las fuentes
de la otra? Y en esas estaba cuando, al salir de la embajada a mediodía, me di
de manos a boca con un compatriota, cuya cara me resultó familiar. A él le
sucedió otro tanto; de modo que nos interpelamos mutuamente y resultó que nos
conocíamos del Cádiz de los tiempos del asedio[56].
A él y a mí nos sorprendió aquel acontecimiento histórico en dicha ciudad, en
la que, por cierto, ambos habíamos nacido con tres años de diferencia, siendo
él de mayor edad. Poco o nada había sabido nunca él de mí, fuera de que, como
sargento de infantería, había formado parte de la guarnición. Él, en cambio,
era persona que ya entonces se destacaba por muy diversas razones: Su padre había
sido el famoso brigadier de la Armada, Don Dionisio Alcalá Galiano, fallecido
en el combate de Trafalgar, al mando del navío de línea Bahama. El hijo,
Antonio, con el que yo había coincidido, ingresó así mismo en la Marina y,
durante la guerra contra los franceses, paseó su sable y su uniforme, mucho más
preocupado de las mujeres y de la bebida, que no de la vida militar, lo que no
significa que se lo tuviese por flojo o cobarde, pero sí por infiel y
libertino… Los años no habían pasado en vano y su prístina y famosa fealdad -tan
ridiculizada por los hombres, como desdeñada por las mujeres- se había coronado
de una calvicie casi absoluta y cubierto en lo posible de un atuendo ajado y
fuera de moda… Siendo mi propósito el de almorzar en una public house[57]
cercana, lo invité a compartir mesa y mantel, a lo que accedió muy
finamente, por no desairar a un gaditano de la espléndida cosecha del año
12[58]…
De aquella comida,
a más de una relación amistosa, surgió para Agúndez la feliz casualidad que lo
acompañaría en tantos momentos de su vida. Aquel caballero cuarentón,
desaliñado y en apuros pecuniarios, que a duras penas vivía de dar clases de
literatura, resultó que encerraba dentro de sí a un personaje culto, de
excelente pluma y no menos brillantes relaciones sociales, que con la edad había
abandonado la bohemia y el relajo, y nada tenía ya que ver con la milicia. Por
simpatía o por interés, Agúndez le confió, no solo su misión oficial como
agregado de la embajada, sino la necesidad de complacer a un alto cargo de
Madrid, ofreciéndole a la mayor brevedad cuantas noticias pudiese acopiar
sobre la próxima emancipación de los católicos británicos. Y aquel exiliado en
apuros fue clave para que Agúndez superara los suyos. Así lo cuenta él en su Memoria:
… Tuvo el acierto
de explicarme que, en materia de legislación sobre los católicos, las
discrepancias no se producían entre los whigs y los tories, sino entre estos mismos, que
mantenían una intensa lucha intestina entre la facción favorable a que fueran
emancipados -encabezada por el Duque de Wellington- y los opuestos a tal
reconocimiento de derechos, que habían acabado por perder el importantísimo
apoyo del Secretario del Interior, Robert Peel[59].
En verdad, los liberales o whigs apoyaban la primera opción y ello hacía
suponer que, a diferencia de lo acaecido en 1817, los católicos recuperarían
sus derechos, sin necesidad del juramento de fidelidad a la Corona que, según
opinión general, implicaba el apostatar de su religión… En seguida, se ofreció
a servirme de introductor en el palacio de Lord Holland, aunque mi cargo
diplomático y moderadas ideas predispondrían desde el primer momento en mi
favor… Comoquiera que hiciera alusión a lo bien que me vendría tener acceso a
la famosa biblioteca de la Casa, Galiano aseguró que ninguna dificultad tendría
en ello, pues los fondos bibliográficos estaban al cuidado material de un
servicial peón de la librería, llamado Doggett, por más que la condición
formal de bibliotecario correspondiera a un individuo escocés de enciclopédica
cultura, que se había hecho indispensable en Holland House, hasta el punto de
residir en la mansión. Llamábase el tal John Allen y tenía un talante soberbio
y un comportamiento muy variable, en lo que rivalizaba con la señora de la
casa, Lady Elizabeth[60],
sobre cuya vida y forma de ser me hizo un retrato muy pintoresco y poco
favorecedor… En lo que afectaba al Señor Allen, me advirtió que no se me
ocurriese mostrar una excesiva curiosidad por los temas religiosos, dado que
era un sujeto de liberalismo algo exaltado y tan escéptico, que podía ser
considerado ateo o, como mucho, un panteísta. En cambio, si le recordaba las
buenas relaciones de la España de otrora con el Reino de Escocia, hallaría en él
a un amigo incondicional.
Todo eso resultó
poco cuando Alcalá Galiano trajo a colación sus buenas relaciones con la
familia Wellesley, es decir, con el Duque de Wellington y sus hermanos[61].
En sus tiempos alegres de Cádiz, Galiano había hecho amistad con Henry
Wellesley, el menor de ellos, cuando servía en la España circunscrita a la
ciudad gaditana el cargo de embajador de Su Majestad Británica. Eran momentos
personalmente duros para el diplomático, que había visto cómo su joven esposa
se fugaba con un aristocrático oficial de caballería, teniendo que divorciarse
de ella en vista del escándalo; de aquí que la relación del embajador con el divertido
y libertino oficial de Marina hubiese desembocado en confianza e
imperecedera amistad, mantenidas durante todo el tiempo que Henry Wellesley fue
embajador en nuestro país, es decir, hasta el año 1821. Así, cuando Galiano
tomo el camino del destierro en Londres, aunque -según aseguró a Agúndez- soy
demasiado orgulloso para pedir limosna, acudió a visitar a su amigo,
encontrándose con la desagradable sorpresa de que acababa de partir para Viena,
al haber sido designado embajador en el Imperio Austriaco. Fue entonces Arthur,
el Duque, quien le hizo los honores -máxime cuando también habían
trabado conocimiento en España- y facilitado colegio y casas privadas para que
pudiera mantenerse, impartiendo clases. Pero aún había más, para felicidad de
Sebastián Agúndez:
Antonio Alcalá-Galiano
… Aunque no
conocía mis creencias, Galiano presumía que, como español y liberal, vería con
buenos ojos que los católicos fuesen igualados con sus compatriotas
protestantes. Siendo así, mi hombre era el mayor de los Wellesley, Richard, que había ocupado
importantes cargos en el Foreign Office[62]
durante las guerras napoleónicas y conocía al dedillo las abstrusas
cuestiones de los católicos irlandeses, a quienes había sido muy favorable
durante los años en que había sido la máxima autoridad en Irlanda, como Lord
Lugarteniente. Por extrañas desavenencias con su hermano el Duque -me
informó- dejó el cargo hace un año, pero sigue siendo un gran valedor de
los católicos de Irlanda y, por extensión, de los de Inglaterra. No dudaba,
por tanto, de que seguiría involucrado en las reformas legislativas en la
materia y poco podríamos -Galiano y yo- si no le arrancábamos toda la
información posible, indicando, aunque con prudencia, que el Gobierno español
estaba muy interesado con aquella reforma, que valoraba de forma plenamente
positiva… Yo le indiqué que tal vez fuera posible conseguir una audiencia con
el Primer Ministro, no como político, sino como ilustrísimo militar, para lo
que podría valerme el haber servido a sus órdenes en la gloriosa campaña
peninsular de 1813, siendo condecorado tras la batalla de Vitoria. Galiano me
prometió pensar en cómo conseguirlo, si bien suponía que todo se reduciría,
como máximo, a un saludo de cortesía, sin mayor utilidad para mi encomienda.
***
No todo eran simples
casualidades afortunadas en la vida de Sebastián Agúndez. Entre las cartas de
presentación que el coronel Staunton había tenido la amabilidad de entregarle,
llamaba la atención la dirigida al capitán, Andrew MacCormack, del antiguo y
famoso Regimiento Royal Scots, que no hacía mucho que había regresado de
la guerra de Birmania[63],
donde había servido a las órdenes del general Cotton, el brillante jefe de la caballería
de Wellington durante la guerra peninsular[64].
Aunque no se había dado de baja para el servicio, las heridas sufridas en la
campaña de Arakan, así como la malaria contraída durante su convalecencia en
Tenasserim, habían hecho de él un joven reflexivo y con bastante tiempo libre,
al quedar rebajado de los servicios más penosos. Su familia de Aberdeen,
antigua y con desahogada posición, se empeñó en liberarlo de la vida
cuartelera, alquilando para él una casita no lejos del gran Hospital Real,
enviando para el gobierno y cuidado a una prima, quien no tardaría en congeniar
con Agúndez:
… Nada tuvo que
echarme en cara el embajador Zea, en lo tocante a mi cumplimiento de los
deberes militares para con él. Mac Cormack -muy pronto, para mí, Andy, como yo para
él, Sebas- fue un pozo de información y de relaciones, que constituyeron
el cimiento de mi agregaduría militar en Londres. En el fondo, le constaba que
sus problemas de salud y su mal disimulada cojera le incapacitarían para seguir
una activa vida militar. De alguna manera, yo vine a paliar su hastío y a
proporcionarle la compañía, comprensiva y elevada, que su nacimiento y edad exigían.
Se tomó muy en serio que el agregado militar de la embajada de España tuviese
el mejor conocimiento y los más abundantes contactos para desarrollar su misión
diplomática. Yo, a cambio, le aportaba cuanta información me llegaba, vía la
embajada, o mis visitas a Holland House y a las oficinas gubernamentales
donde tenían a bien recibirme. Aunque la época del año no se prestaba, no
dejábamos de llegarnos paseando hasta el gran parque de Chelsea y, si la lluvia
o el frío desaconsejaban el aire libre, buscábamos acomodo en los invernaderos
levantados para la cría del gusano de seda. Los uniformes y el rictus de dolor
deliberadamente exagerado aquí por Andy, provocaban el respeto y la
obsequiosidad de los jardineros y cuidadores, que nos franqueaban el acceso a
los refugios más amenos… El severo Señor Allen, sabedor de que pedía libros para
un oficial escocés de buena familia y con serias secuelas de la guerra, no me
ponía ninguna dificultad para que los sacase de la gran biblioteca, siempre que
Doggett y yo firmásemos el boleto de salida… Educado en la severidad de la
religión calvinista, Mac Cormack era un crítico objetivo de la deriva que había
ido tomando el anglicanismo, sobre todo, el practicado por la High Church[65],
y tampoco comulgaba con la debilidad del Primer Ministro hacia los
levantiscos católicos irlandeses, que achacaba al origen hibernés de toda su
familia. Al Duque -decía con tristeza- se le acabó la fuerza en
Waterloo…
Si tal decaimiento
era cierto, o no, nunca estuvo más cerca de comprobarlo Agúndez que el día en
que se encontró cara a cara con Wellington en los pasillos del Parlamento, durante
una de las sesiones de la Cámara de los Lores[66]
en que se había discutido acerca de la emancipación de los católicos. El
teniente coronel, con su pase diplomático, frecuentaba las tribunas del público,
ocupando un lugar preferente, con la prudencia de vestir siempre de civil. Sabiendo
por Alcalá-Galiano que el Duque ya había sido informado de la presencia de
Agúndez y de su gestión reservada, se decidió a abordar al Primer Ministro, con
la venia de un ujier y de la forma que le pareció más eficaz. En su Memoria lo
narra así:
… Acercándome
hasta unas cinco varas de donde Wellington se hallaba departiendo con dos o
tres parlamentarios, pronuncié con voz alta las siguientes palabras, que ya
llevaba preparadas: General, ¿dará a un hombre que luchó a sus órdenes en
Vitoria el placer estrechar su mano? El Duque hizo ademán de que me acercara
y, mientras apretábamos las manos, me preguntó sonriente: ¿Qué regimiento? El
de Burgos, batallón de Cazadores, contesté. Buena unidad; combatió con
bravura, replicó, a mi parecer, por pura cortesía, sin recordar nada de
nuestro desempeño a orillas del río Zadorra. Señor -agregué en voz
baja-, soy teniente coronel y estoy en su país como agregado militar de la
embajada de España. Esta vez, Wellington sí ató cabos y me confió que había
dado indicaciones para que se me facilitara el cumplimiento del encargo
recibido de mi Gobierno para dar cuenta sobre los trámites legislativos para la
emancipación. Ya ve usted -me comentó- que el proceso está siendo
arduo, pero espero llevarlo a buen fin, lo que me figuro alegrará a sus
compatriotas. Respondí que no lo dudaba pero que, por encima de todo era un
caso de justicia para muchos ciudadanos de Inglaterra y de Irlanda. Me atreví,
para concluir, a rogarle: Resista, general; y se lo pido, no por el Papa de
Roma, sino por la libertad que defendimos contra Napoleón. Wellington sonrió
y me susurró tristemente: No es solo por la libertad, sino para evitar la
guerra civil[67].
5.
Agúndez cumple con Calomarde y con alguien más
El informe que
Sebastián Agúndez remitió a Calomarde por valija diplomática, datado a 15 de
marzo de 1829, figura por copia aparentemente literal, adjunta a la Memoria.
Es de suponer que, en su momento, constituyera un documento de primer orden,
por su oportunidad y exactitud. Hoy es solo la expresión de la fidelidad de su
autor al encargo recibido y a su cumplimiento riguroso. Por ello, he decidido
recogerlo aquí solamente en extracto, con las menores acotaciones posibles:
… Sin
remontarme más allá en el tiempo, para hacer consideraciones que Su Excelencia
tendría por superfluas, he de referirme al Acta de Unión de los reinos de Gran
Bretaña y de Irlanda, que entró en vigor con este siglo[68],
para reunir en uno los que antes solo estaban unidos por la persona del mismo
monarca. Dicha ley unificaba los Parlamentos de ambos reinos en el llamado de
Westminster, o de Londres. En consecuencia, los representantes elegidos por los
electores de Irlanda habrían de quedar sujetos a las mismas exigencias que los demás,
entre ellas, la de prestar un juramento de fidelidad a la Corona que, por lo
que hace a los católicos, suponía en la práctica la abjuración de su fe… Por
unas u otras razones -siendo la más citada la existencia prolongada de las
guerras contra Napoleón-, el Acta de Unión no tuvo la virtualidad de celebrar
elecciones inmediatas en Irlanda para designar a sus comunes, ni tampoco
el rey designó a lores irlandeses católicos. Con todo, el problema del
juramento había sido analizado, pero la fórmula de obviarlo mediante una
exclusión del mismo a los diputados católicos fue rechazada en 1817, por unos
treinta votos de diferencia, entre quinientos comunes, siendo en aquella
ocasión Sir Robert Peel quien, en nombre del partido conservador, se constituyó
en uno de los más destacados debeladores del proyecto… Solo la energía y valor
de los católicos de Irlanda, así como la organización de los más prominentes en
torno del abogado O’Connell[69],
forzó la celebración de elecciones en Irlanda, en las que resultó elegido
aquel, negándose seguidamente a efectuar el juramento de fidelidad antes de
tomar posesión de su escaño…
A continuación,
Agúndez resalta la formación en los Comunes de una coalición del partido
liberal o whig y de los mayoritarios conservadores, para sacar adelante
un nuevo proyecto de ley de emancipación -ahora con Sir Robert Peel como
valedor en la Cámara-. De hecho, la designación del Duque de Wellington como
Primer Ministro iba en la misma línea, al tratarse de un político inflexible,
unánimemente respetado hasta entonces y sensible vividor de los problemas de
Irlanda, como nacido allí de una familia anglo-irlandesa. Pese a la oposición
política y social, la victoria en la Cámara baja era, pues, indudable, al
contar con una mayoría cómoda de unos cien diputados. Los problemas habrían de
venir de la Cámara de los Lores, donde los anticatólicos eran mayoría, y
del propio rey, que consideraba que el proyecto de ley violaba sus derechos y
los deberes constitucionales. Tampoco sería fácil hacer tragar a
O’Connell y a sus seguidores los condicionantes de la emancipación,
singularmente, la reducción radical del número de votantes irlandeses, al
incrementarse hasta diez libras la renta anual que habrían de acreditar para
poder ejercer el voto[70].
Dicho lo cual, volvamos al informe de Agúndez:
… Escribo a Su
Excelencia cuando la susodicha ley es todavía un proyecto, ya que acaba de ser
aprobada en la Cámara de los Comunes; pero, según todas las opiniones de peso
que he podido recabar, es sólo cuestión de semanas que los Lores cedan ante la
vehemente presión del Gobierno de Su Majestad, y que el rey -añoso, enfermo y
muy desprestigiado- será casi imposible que se niegue a firmar…
Seguidamente,
Agúndez resumía el contenido de la ley que se hallaba aún en discusión, de esta
manera:
… Queda
excluido el juramento de fidelidad a la preeminencia protestante que se venía
exigiendo para ocupar la mayoría de los cargos políticos, jurisdiccionales y
profesionales de importancia desde el siglo XVI. En particular, se reconoce a
los súbditos católicos el derecho de votar y de ser elegidos para los
Parlamentos de Inglaterra, Irlanda y Escocia; no constituyendo en el futuro el catolicismo
un óbice para ejercer los derechos políticos ni para ocupar puestos
representativos… Esta posibilidad se extiende, sin exigir el juramento, para
cualesquiera otras autoridades, empleados públicos, jueces, etcétera; quedando
excluidos los católicos únicamente para ejercer los cargos de rey o reina,
regente, lord encargado del gran sello, lores lugartenientes o sus sustitutos, gobernadores
de Irlanda o comisionado de Su Majestad ante la asamblea de la Iglesia de
Escocia… Razonablemente, se excluye de la ley a quienes vayan a ejercer oficio
o dignidad en las Iglesias reformadas de Inglaterra, Irlanda o Escocia… Con
menos fundamento, se respeta la autonomía de los colegios y universidades del
Reino Unido para excluir de su profesorado a quienes no profesen la religión
protestante, así como a no admitir en tales centros docentes superiores a
estudiantes católicos… Las infracciones de la ley pasan a castigarse, no ya con
penas graves, sino de multa, con máximos de 50 o de 100 libras, según los
casos… Finalmente, se mantiene la prohibición de asentarse en el Reino Unido a
los jesuitas o miembros varones de comunidades religiosas católicas, quienes,
además de las penas que hayan de cumplir por su infracción, serán expulsados de
por vida del reino; prohibición que no afecta a las órdenes y comunidades
religiosas de mujeres…
Agúndez concluía
su informe con la promesa de completarlo, tan pronto se convirtiera en ley el
proyecto en discusión; pero no consta, según la Memoria, que cumpliese
con tal ofrecimiento -lo que yo considero muy probable-. Me resulta llamativo
que el informante, siempre tan sincero y enterado, no hiciese a Calomarde
algunas observaciones críticas del texto, aunque todavía no fuera definitivo. En
cualquier caso, había cumplido con el encargo del Secretario de Justicia de una
forma que seguramente este juzgó satisfactoria, aunque tampoco tengamos prueba
fidedigna de ello.
***
Si bien Agúndez no
fue muy preciso a la hora de señalar la forma en que había tenido tan
puntual conocimiento del proyecto del Acta de Emancipación -casi diría que por anticipado-,
tengo la sospecha de que debió de ser el hermano mayor del Primer Ministro
quien, a través de Alcalá-Galiano, le hizo llegar alguna minuta o trabajo
preparatorio. Digo esto porque me lo sugiere el siguiente fragmento de la Memoria:
Wellington y Peel (por F.X.
Winterhalter)
… Durante aquellos
días, los Wellesley pasaron a ser protagonistas de merecidos elogios en aquel
templo del partido whig, que era Holland House. Fue entonces cuando el Duque
pronunció su espléndido discurso en la Cámara de los Lores, en pro de la
emancipación de los católicos, que fue seguido de una grave ofensa verbal de
uno de los pares, el Conde de Winchilsea[71],
dando lugar a un duelo a pistola entre
ellos en que, por fortuna, acabaron marrando deliberadamente ambos contendientes el
tiro y siguiéndose más adelante las disculpas del ofensor. Debió de mediar
algún tipo de invitación para que acudiera a la tertulia vespertina el hermano
mayor del Primer Ministro, Richard Wellesley, que en aquellos tiempos estaba
arrostrando las consecuencias de un grave desaire de su poderoso hermano, quien
no había consentido en darle un puesto en el Gabinete, empleando en la
denegación una desdeñosa frase[72],
que se hizo famosa y distanció a los dos hermanos durante bastante tiempo… Con
la intermediación de Galiano, me acerqué a saludar al Marqués de Wellesley -que
ese era su título, como primogénito- y agradecerle sus muchas atenciones para
con los emigrados españoles y conmigo especialmente. Como es natural, la
conversación derivó hacia la discusión vehemente del proyecto de ley emancipatoria
de los católicos, pudiendo constatar su plena adhesión a la aprobación de una
norma tan justa, como necesaria para Irlanda, tierra que conocía muy bien por
muchas razones…
Sebastián Agúndez
detalla los términos de la amplia charla entre Richard Wellesley, Alcalá
Galiano y él, en la que quedó reflejado el profundo conocimiento del Marqués
respecto de la realidad irlandesa, habiendo pasado allí siete años en calidad
de Lugarteniente del Rey[73],
un largo periodo tenso y agotador que era lo que explicaba la petición a su
hermano para ser removido del cargo y pasar a ocupar otro en el Gobierno, que
no supusiera una pérdida de consideración. Pero, sobre todo, Wellesley adelantó
algunas previsiones que Agúndez ponderaba tiempo después por su acierto y exactitud:
… Me dijo que
conocía bien a O’Connell quien, pese a la opinión que de él se tenía, no era
persona cuyo buen juicio se torciera por el amor a Irlanda o el deseo de lograr
para su patria un estatuto más justo y libre que el Acta de Unión de 1800… O’Connell
cederá en lo que el proyecto de ley supone de limitación del derecho de
sufragio para quienes no alcancen la renta, relativamente alta, de diez libras
anuales. A fin de cuentas, los hombres que rodean a O’Connell superan tales
rendimientos. Pero, ¿y los campesinos y los artesanos? Ellos perderán el
derecho de sufragio y se sentirán traicionados. El rencor y la desesperanza -prosiguió
Wellesley- son malos consejeros y en Irlanda la violencia no suele ser
descartada como forma de resolver los conflictos políticos. Galiano le
replicó que, tras la emancipación, se abría un futuro mucho más prometedor para
Irlanda, y no parecía que hubiera motivos, por el momento, para que se produjera
una contienda civil, como la que el Primer Ministro y la mayoría de los Comunes
trataban de evitar. Nuestro interlocutor movió la cabeza y opinó que la Ley de
Emancipación solo resolvía -y no del todo- dos problemas: el de la
representación en el Parlamento y el de la posibilidad de desempeñar cargos
públicos. Quedan muchas otras cuestiones pendientes de solucionar, fruto de
que Irlanda no está poblada y dirigida solo por irlandeses católicos y gaélicos.
Cualquiera de ellas puede encender la mecha de una conflagración general. Cuando,
apenas dos años más tarde -hallándome yo aún en Londres- se inició la guerra
del diezmo[74]- tuve
ocasión de comprender cuánta razón había tenido aquella tarde mi ilustre y
amable interlocutor…
Al parecer,
Alcalá-Galiano creía que Agúndez había dado cumplido fin a su forzado interés
por las cuestiones de religión. Sin embargo, no era así. Le quedaba por realizar
una visita, sugerida por el canónigo Lista y sinceramente deseada por nuestro
teniente coronel, aunque solo fuera por conocer la ciudad de Oxford. De todo
ello dejaría amplia referencia en la Memoria, cuyo resumen ocupará el
siguiente capítulo de esta narración, último que dedicaré a transcribir para
los amables lectores partes de aquella.
6.
Una veleta movida por el viento de la experiencia
No soplaban buenos
vientos sobre José María Blanco[75]
cuando Agúndez fue a visitarlo al Oriel College de Oxford[76],
a principios de mayo de 1829. Es más, de no haber sido por las irresistibles credenciales
de nuestro militar (gaditano, asiduo de la Holland House[77],
enviado por Alberto Lista), probablemente el autor de las Letters fron
Spain se habría excusado de recibirlo. Agúndez confiesa que se quedó
cortado cuando, nada más ser recibido por Blanco en uno de los salones del college,
recibió de buenas a primeras una extensa divagación sobre el Acta de
emancipación, considerándola como muestra, no tanto de la igualdad y libertad
de los británicos, sino como muestra de la irremediable decadencia del
anglicanismo y del próximo retorno a Inglaterra de la mefítica influencia
papal. El teniente coronel explicaba así su perplejidad:
… Era conocido en
Londres que el Señor Blanco había sido uno de los votantes de Oxford a favor de
Mister Peel, lo que, en mi opinión, suponía que estaba a favor de la Ley y,
seguramente, de que la universidad oxoniense llegase a admitir a los católicos
entre sus profesores y alumnos… En otras circunstancias, le hubiese pedido
alguna aclaración, o habría entrado en una discusión jugosa sobre sus razones,
pero me pudo el prejuicio que Galiano me había creado sobre él: Que Blanco era
un hombre imprevisible y contradictorio, sin más guía que la de su opinión y
experiencia del momento[78].
Decidí, pues, dejarle hablar, sin otra interrupción que la que fuese necesaria
para orientar su monólogo hacia algún punto de mi interés…
Contra lo que
Agúndez había opinado al examinar los XXXIX Artículos de la fe anglicana,
Blanco, no solo creía que las diferencias con los católicos eran superables,
sino que conocía a colegas de Oxford que estaban realizando estudios en tal
sentido[79].
El clérigo sevillano se mostraba disgustado, no solo -o no tanto- por lo que
supondría de fortalecimiento del papismo, sino por considerarlo fruto de la
desmoralización y descreimiento de muchos eclesiásticos anglicanos:
… Me hizo ver
-subraya Agúndez en la Memoria- que, de manera no muy diversa a lo acaecido
en el catolicismo de tiempos de la Reforma, la Iglesia de Inglaterra se había
dividido, entre sus altos dirigentes y pastores -la llamada High Church, tradicionalmente
asociada con los políticos tories- y la iglesia de los clérigos
modestos, principalmente urbanos, que formaban la Low Church,
considerada proclive a los whigs o liberales. La primera de esas iglesias
estaba, en opinión de Blanco, desacreditada y, por ende, los dogmas
protestantes se cumplían de manera muy incompleta y relajada. A lo largo de los
últimos siglos, las formas más fieles y rigurosas de cumplir con las creencias
y la moral habían acabado por fraguar fuera de la iglesia oficial, dando lugar
a las sectas y movimientos de los disidentes, quienes, perseguidos
frecuentemente con saña, habían optado por emigrar cuando les era posible, en
especial, a los Estados Unidos de América, donde eran dominantes. Ahora, con la
mayor tolerancia política, los dissenters se aislaban en sus aldeas o se
acogían a las ciudades, que la industria y las minas estaban haciendo crecer sin
orden ni control religioso ninguno. ¡Vea usted -exclamó Blanco- el
daño que, en este mundo en crisis, puede hacer la plena autorización del catolicismo
en estos reinos!
Agúndez, con una perspicacia notable,
se dio cuenta de que, tras esa fachada de rigor dogmático, se escondía una
conciencia atormentada, que en su juventud había llevado a Blanco, del
catolicismo clerical y militante, a ese descreimiento escéptico y elegante, que
hoy calificaríamos de impiedad ilustrada. En cierto sentido, acogiéndose
al clavo ardiente del rigor moral y de los riesgos históricos del papismo, tal
vez White tratase de mantener una falsa seguridad, un adormecimiento de
su siempre vacilante conciencia:
… No pudiendo
callarme más, no fuera a tomarme por un botarate sin opinión, hice ver a Blanco
que su liberalismo, como el mío, había abominado de ciertas formas católicas
que imponían unos dogmas discutibles e inútiles, así como la creencia de
hallarse en la plena y exclusiva posesión de la verdad. Pero eso -concluí-
es prácticamente lo mismo que yo veo, al examinar sus 39 Artículos: Basta
con el trato dado a sus disidentes para probarlo. Blanco, descendiendo a
términos más sutiles, quiso hacerme ver el mucho mayor valor que para los
protestantes tenían la conversión individual, la lectura comprensiva de la
Biblia y el rigor moral. No creo que esos valores positivos -argüí yo- hayan
estado sirviendo de mucho a los católicos irlandeses, a la hora de verse
sometidos a una, por anglicanos y disidentes, a la condición de víctimas y
delincuentes, solo por seguir siendo católicos y dueños de su destino moral. Blanco
recogió velas y vino en reconocerme que sólo Dios está en posesión de la verdad,
de suerte que los dogmas, de cualquier clase que sean, solo pueden basarse en
el conocimiento por parte nuestra de la verdad divina. ¿Me permitirá imitar
a Pilato y preguntarle qué es la verdad?, inquirí. Se quedó meditando unos
momentos y contestó: La verdad es Cristo, pero, por encima de ella, está la
verdad de la libertad del hombre, que Dios, por ningún concepto, quiere
coartar, ni siquiera para que alcancemos la salvación.
Agúndez no vivió
lo suficiente para conocer la evolución del pensamiento de Blanco en sus
últimos años[80]. De
haberlo hecho, habría confirmado estas palabras de la Memoria:
… Mucho más hablamos
durante todo aquel día y me resulta imposible resumirlo en pocas palabras o,
por mejor decir, estrujar mi memoria para dar una referencia fiel de las ideas
vertidas. En las pocas notas que tomé en la diligencia de regreso a Londres
puede leerse: Dios es uno, no trino; en último caso, el Verbo y el Espíritu
Santo son como emanaciones o mónadas de la divinidad que el Padre
personifica… En consecuencia, Cristo es solo un hombre, aunque tan excelso, que
constituye patrón y modelo de conducta y de doctrina… Cualquier religión ha de
mostrarse tolerante con las demás, huyendo de todo dogmatismo… El hombre tiene
-y no debe ser privado de ella- plena libertad para salvarse o condenarse, y
eso, desde el principio de la humanidad… El pecado original, como tal, es una
patraña… No puede aceptarse, por tanto, que la venida de Cristo al mundo tuviese
un carácter expiatorio por nuestros pecados, ni fuera decisiva para obtener el
perdón de ellos… La salvación está abierta a todos los hombres, sin importar la
religión que se tenga… Para el caso de que haya una penitencia después de la
muerte, esta no puede comportar la existencia de un Infierno eterno.
Claro está que las
aseveraciones precedentes coinciden con la filosofía religiosa llamada unitarismo,
que pululaba por Oxford en los años en que estuvo allí Blanco; por lo que bien
pudiera ser que este ya compartiera alguna parte de ella, como más tarde se
constataría[81].
Agúndez no manifiesta al respecto ningún tipo de adhesión o de rechazo: Solo
recoge en su Memoria la divertida conclusión de Alcalá-Galiano, cuando
este supo que existía una religiosidad tan abierta:
… Galiano se me
quedó mirando con sorna y, tras unos instantes, concluyó: Mi buen amigo, eso
es un cristianismo deshuesado, que hasta un niño podría tragar.
José María Blanco White
***
Aquí acaba el
contenido de la Memoria de Sebastián Agúndez que, como dije al
principio, he trasladado del ejemplar manuscrito -seguramente único-, que
supongo seguirá donde mi esposa y yo lo vimos en su día, a saber, en la biblioteca
pública del gaditano barrio de La Caleta. Pero no terminan aquí mis esfuerzos
por seguir la pista al escurridizo militar, protagonista de este relato. No es
mucho lo que he logrado saber acerca de los pocos años que aún le quedaban de
vida cuando escribió lo que les he sintetizado. En resumen, lo que he logrado
averiguar, por consulta de sus expedientes en los oportunos archivos oficiales
-estatales o de la villa de Madrid- es lo siguiente:
-
En
septiembre de 1832, el embajador de España en el Reino Unido, Francisco
Cea-Bermúdez, fue reclamado por la Reina Regente, Doña Cristina de Borbón, para
que se hiciese cargo de la jefatura de su Gobierno -aún llamada entonces
Secretaría de Estado-. La cosa fue tan fulminante, que Don Francisco tomaba
posesión de su cargo el 1 de octubre de 1832. Como es natural, Sebastián
Agúndez tardaría más en emprender el retorno a España, pero está claro que no
pensaba permanecer en Londres tras la marcha de su protector. Lo cierto es que,
el 20 de febrero del año siguiente, Agúndez ascendió al grado de
-
En
noviembre de 1833, Sebastián Agúndez contrajo matrimonio en la madrileña
iglesia de San Luis Obispo con la señorita Eulalia de Soto, vecina de la calle de
la Montera de dicha capital. Al parecer, la pareja no tuvo descendencia.
-
En
enero de 1834 Cea-Bermúdez hubo de dejar su puesto a nuestro conocido,
Francisco Martínez de la Rosa -ahora con el más pomposo apelativo de Presidente
del Consejo de Ministros-. Por razones de amistad y confianza, Agúndez no fue
cesado en su comisión, ni dimitió de ella, sino que fue confirmado en su cargo
o, simplemente, no se apeó del mismo. Quizá habría decidido de otra manera, si
hubiese conocido lo que el destino iba a depararle de inmediato.
-
Al
aproximarse el verano de 1834, la epidemia de cólera morbo, que se había
iniciado en España el año anterior, empezó a azotar a la población madrileña
con gran virulencia[82].
En vista de ello, el 28 de junio, la Corte y el Gobierno abandonaron la villa
madrileña, camino de La Granja de San Ildefonso. Desafortunadamente, no pudo
acompañarlos Sebastián Agúndez quien, según los libros parroquiales, había
fallecido el día 25 del mismo mes, víctima de la cruel epidemia. Su esposa
sobrevivió a la misma, como se infiere de una solicitud presentada por ella al
el Ayuntamiento de Madrid en 1853, para construir de nueva planta un edificio
de viviendas en el solar sobre el que se levantaba la que por el momento venía
ocupando.
Biblioteca de la Holland House,
antes de los bombardeos alemanes de 1940-41
[1]
Aparecido en este mismo blog, bajo la etiqueta de cuentos históricos,
en fecha de 8 de enero de 2020.
[2]
Pronunciamiento exitoso que, de manera menos protagonista de lo que suele
decirse, encabezó el militar, Rafael del Riego y Flórez (1784-1823), entre enero
y marzo de 1820, dando lugar al llamado Trienio liberal (1820-1823).
[3] Conocida
metáfora empleada para referirse a la ciudad de Cádiz.
[4]
Importante empresa naviera y de comercio internacional, fundada en San
Petersburgo (1773) por D. Antonio Colombí y Payet (1749-1811), con gran
proyección y enlaces en la costa andaluza de Málaga y Cádiz.
[5]
En el relato Un español entre los Decembristas rusos (véase nota 1), se
explican los motivos de la inquina del ya general Riego hacia el entonces
comandante Agúndez, así como las razones por las que este no había secundado el
alzamiento de aquel y de sus compañeros. Agúndez lamenta el final de Riego, al
haber sido ahorcado por motivos políticos (en Madrid, el 7 de noviembre de
1823).
[6]
Aunque el motivo de la ruptura de relaciones por el zar (1821) fue el golpe de
Estado de Riego, lo cierto es que no se reanudaron formalmente hasta 1856. En
el ínterin, Fernando VII y, luego, Isabel II estuvieron representados por
encargados de negocios, más o menos formales según el momento.
[7]
Francisco de Cea (o Zea)-Bermúdez y Buzo (1779-1850), importante político liberal
moderado español, que alcanzaría la presidencia del Gobierno entre 1824 y 1825,
así como entre 1832-1834. Entre otros cargos diplomáticos, ocupó, entre 1816 y
1832, los de embajador de España en Rusia, el Imperio otomano, Sajonia y el
Reino Unido (este, entre 1828 y 1832). Ha sido biografiado por E. R. Eggers y
E. Feune de Colombí: Francisco de Zea y su época. 1779-1850, Madrid,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1958.
[8]
Alusión a la sublevación de los Decembristas rusos, sobre la que
Sebastián Agúndez informó en varias cartas a Cea-Bermúdez, según consta en mi
relato, citado en la nota 1.
[9] Cea-Bermúdez había nacido en Málaga; Sebastián
Agúndez, en Cádiz.
[10]
En efecto, el tema del reconocimiento británico de los nuevos Estados americanos
independientes fue esencial durante su embajada, en especial, en los primeros
momentos. Véase (accesible por Internet), D.A.G. Waddell, Anglo-Spanish
relations and the recognition of Spanish American Independence, Anuario de
Estudios Americanos, vol. 48 (1991), pp. 435-462, espec. pp. 447-449 y 454-458.
[11]
Insigne militar británico, nacido Arthur Wellesley (1769-1852), que estuvo al
frente de los ejércitos de su país en nuestra Guerra de la Independencia. Pasado
a la política por el partido conservador o tory, alcanzó el puesto de
Primer Ministro entre enero de 1828 y noviembre de 1830.
[12]
Manuel Llauder Camín (1789-1851), militar español que, entre otros, desempeñó
los cargos de Inspector General de Infantería y de Capitán General de Aragón.
[13]
Estos aspectos de la vida militar de
Salvador Agúndez figuran recogidos en mi relato, Un español entre los Decembristas
rusos, citado en la nota 1.
[14]
Se alude al eclesiástico, Francisco
Javier Cienfuegos Jovellanos (1766-1847), que fue obispo de Cádiz entre 1819 y
1824, pasando seguidamente al arzobispado de Sevilla (1824-1847), alcanzando en
1826 la dignidad cardenalicia.
[15] Domingo
de Silos Moreno (1770-1853), fraile benedictino, obispo de Cádiz entre 1825 y 1853.
[16]
Juan Antonio Olavarrieta Elorza (1763-1822), conocido como José Joaquín de
Clararrosa (o Clara Rosa), fraile franciscano exclaustrado, pasa por
ser el clérigo español de talante más crítico y exaltado en su liberalismo y
oposición a la Iglesia de entonces. Véanse: José Luis Molina Martínez, Anticlericalismo
y literatura en el siglo XIX, Universidad de Murcia, 1998, pp. 108-121
(accesible por Internet); Beatriz Sánchez Hita, Juan Antonio
Olavarrieta/José Joaquín de Clararrosa: fraile, médico, periodista y agitador
político, Estudios de Teoría Literaria (Revista Digital), año 3, número 5,
2014, pp. 115-129, espec. pp. 122 y ss. (de libre consulta por Internet); Pío
Baroja, “Clara Rosa”, fraile, vasco y anarquista, en Siluetas
románticas, Espasa-Calpe, Madrid, 1934 (recogido posteriormente en sus Obras
completas).
[17]
Tras una serie de estudios previos y de cuestaciones, las obras de conclusión
de la catedral nueva de Cádiz se reanudaron en 1832 y dieron cima en 1838,
siempre bajo el episcopado de Monseñor Moreno.
[18]
Leucadio Doblado (José María Blanco White), Letters from Spain, Henry
Colburn, Londres, 1822, 1825 y sucesivas (diversas reproducciones completas por
Internet). Existen varias traducciones al español (Alianza Editorial,
Universidad de Sevilla, etc., entre las más recientes).
[19]
Miguel Ibarrola González (1776-1848), militar español, que ocupó el Ministerio
de la Guerra entre 1825 y 1832.
[20]
Manuel González-Salmón y Gómez de Torres (1778-1832), gaditano, Ministro de
Estado entre agosto de 1826 y enero de 1832.
[21]
Francisco Tadeo Calomarde Arria (1773-1842), Ministro de Gracia y Justicia
entre 1824 y 1832. El severo juicio de su destacada figura política no es
plenamente merecido y parece esperar una profunda matización. Nota biográfica por
José Manuel Cuenca Toribio, en la página web de la Real Academia de la
Historia (consultable en Internet).
[22] Luis
López-Ballesteros Varela (1782-1853), muy destacado Ministro de Hacienda entre
1823 y 1832.
[23]
Arthur Wellesley (véase nota 11) fue el comandante en jefe de los ejércitos de
su país que lucharon en Portugal y España contra los franceses en la guerra de
1808-1814, así como de las tropas aliadas que vencieron definitivamente a
Napoleón Bonaparte en Waterloo (18 de junio de 1815).
[24] En
general, véase: Fernando Durán López, José María Blanco White o la
conciencia errante, Fundación José Manuel Lara, Sevilla/ Barcelona, 2005,
pp. 319-358.
[25]
Se trataría del Código de Comercio
promulgado el 30 de mayo de 1829 y conocido con el apelativo de Sáinz de
Andino, por su principal redactor (alcanza un total de 1.219 artículos). El
Côde de Commerce napoleónico francés había sido promulgado en 1807.
[26] O, más
bien, de su equivalente de la época, las Juntas de Fe. Tras una lánguida
agonía, la Inquisición se dio por totalmente extinguida en un Decreto de julio
de 1834, siendo Regente Doña Cristina de Borbón y Presidente del Consejo de
Ministros, D. Francisco Martínez de la Rosa.
[27]
En concreto, canónigo titular de su Capilla Real de San Fernando, en la que
están enterrados, entre otros, los monarcas castellanos, San Fernando III,
Alfonso X el Sabio y Pedro I el Cruel.
[28]
Este interesante y extenso plan de estudios (342 artículos), que pasa por ser
el primero confeccionado en España (1824), puede consultarse por Internet, en
www.elgranerocomun.net.
[29]
Quizá el más famoso de los cafés históricos de Madrid (circa 1810-1959).
A la sazón, era sede o punto de reunión de los Amigos de la Libertad y
de otras sociedades patrióticas, de ideología política opuesta a la de
Calomarde. Véase un resumen de la historia de este café en
www.antiguoscafesdemadrid.com.
[30]
Alberto Rodríguez de Lista y Aragón (1775-1848), sevillano, sacerdote y
canónigo de la catedral hispalense, notable matemático, literato y periodista,
con activa vida política bajo el signo del liberalismo. Véase nota biográfica
en la página web de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es/biografías),
a cargo de Diego Martínez Torrón. De manera mucho más amplia y con perspectiva
política: Manuel Carbajosa Aguilera, Alberto Lista y los orígenes del
liberalismo doctrinario en España, Sevilla, Universidad Pablo de Olavide, Tesis
doctoral, 2015 (accesible por Internet), que no hace olvidar el clásico sobre
la materia: Hans Juretschke, Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista.
Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1951 (no reeditado
hasta ahora -2022-, puede aún adquirirse en el mercado de segunda mano).
[31]
1823 fue el año en que, con la decisiva intervención del ejército francés (Los
cien mil hijos de San Luis), Fernando VII recuperó el poder absoluto y se
produjo una violenta reacción y persecución antiliberal. Sobre la evolución
posterior de la llamada Década ominosa, sigue siendo útil la consulta
de: Raymond Carr, España, 1808-1939, Ariel, Barcelona, 7ª reimpresión
(1979), pp. 152-159.
[32]
La Gaceta de Bayona que dirigió Alberto Lista se publicó entre octubre
de 1828 y agosto de 1830, pasando luego a dirigir, ya dentro de España, las
publicaciones La Estafeta de San Sebastián (noviembre de 1830 – julio de
1831) y, en Madrid, La Estrella (1833-1834) y, sobre todo, La Gaceta
de Madrid (1833-1837). Sobre la Gaceta de Bayona, véase: Leonardo Romero Tobar, La Gaceta de Bayona (1828-1830) ante el
Romanticismo y los exiliados, Actas
del X Congreso del Centro Internacional sobre el Romanticismo Hispánico
“Ermanno Caldera”, Alicante, 12-14 marzo 2008, pp. 239-250 (accesible en la web, cervantesvirtual.com).
[33]
Para toda esta referencia a la política francesa del momento, sigue siendo útil
el tratamiento de André Maurois, Historia de Francia, Círculo de
Lectores, Barcelona, 1973, pp. 389-394. La Bayona que Lista compara con la
francesa será seguramente la de Galicia (provincia de Pontevedra).
[34] Cuando Agúndez se entrevistó con Lista por
vez primera, este había cumplido la edad de 53 años, bastante avanzada para la
época, aunque aún habría de vivir veinte años más.
[35]
Constituyen el resumen básico de los dogmas y la organización de la Iglesia anglicana,
aprobado por el Parlamento y la reina Isabel I en 1571, sobre un proyecto anterior
del arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer. La traducción española puede
encontrarse en diversas páginas de Internet. Más adelante, Agúndez dará alguna
precisión sobre dichos Artículos.
[36]
Francisco Martínez de la Rosa y Berdejo, granadino (1787-1862), ilustre poeta,
dramaturgo y político español, a la sazón, exiliado en París. Posteriormente,
llegaría ser Presidente del Consejo de Ministros de España (enero de 1834 –
junio de 1835). Su biografía más reciente es la de Pedro Pérez de la Blanca
Sales, Martínez de la Rosa y sus tiempos, Ariel, Barcelona, 2005.
[37]
Véase capítulo 5 de mi relato, citado en la nota 1, Un español entre los
Decembristas rusos. Como se sabe, Alejandro Puschkin es uno de los más
grandes escritores de la literatura rusa, considerado el padre de la misma en
su idioma vernáculo. Vivió entre 1799 y 1837, falleciendo a resultas de un
duelo.
[38]
Este drama, inspirado en la ética política liberal, fue estrenado en el teatro Coliseo
de Cádiz, el 21 de octubre de 1812, con gran éxito de público y crítica. Fue
impreso por vez primera en Madrid (1814), pero la edición que se conserva y
sirve de prototipo es la de Valencia (1820). Sobre la recepción de la obra en
su estreno, véase Marieta Cantos Casenave, Fernando Durán López y Alberto Ramos
Ferrer (editores), La guerra de la pluma. Estudios sobre la prensa de Cádiz
en el tiempo de las Cortes (1810-1814), tomo II (Política, propaganda y
opinión pública), Universidad de Cádiz, 2008. He consultado la reimpresión
de 2009, donde la referencia está en p. 310, nota.
[39]
Con la intención de ahondar en el conocimiento de las instituciones
político-sociales más admiradas por gran parte de la minoría dirigente
“patriótica”, las inglesas, Martínez de la Rosa se avecindó durante un año en
Gran Bretaña (1809-1810), dando a la estampa varios artículos en el célebre
periódico del ex clérigo sevillano Blanco White, El Español, origen en
alguna ocasión de posteriores estudios de alto velamen, según confesión
propia.
[40]
Dícese que lo mejor que salió en prosa de la pluma de Lista fueron sus
artículos y ensayos en la revista El Censor, que se publicó semanalmente
en Madrid entre 1820 y 1822. Desde el punto de vista poético, sus estimables Poesías
fueron editadas también en 1822.
[41] Guizot, Martignac, Lafayette, Thiers:
políticos notables de la Francia de la época. A mayores, Guizot fue un insigne
historiador.
[42] La
conquista y colonización de Argelia comenzó en tiempos de Carlos X.
[43]
El vaticinio de Martínez de la Rosa se cumplió, felizmente: La caída de Carlos
X y de su régimen se produjo en las tres jornadas gloriosas (27 a 29 de
julio de 1830), que constituyeron un levantamiento popular en París, con muy
escaso derramamiento de sangre.
[44]
Entre 1827 y 1830, fueron apareciendo en París, en edición bilingüe, las Obras
Literarias de Martínez de la Rosa, en cinco tomos. El tercero de ellos (editado
por Jules Didot, en 1828), comprendía el poema extenso Zaragoza, el
drama La viuda de Padilla y la comedia La niña en casa y la madre en
la máscara.
[45]
Martínez de la Rosa, literato de relevancia -sobre todo, como dramaturgo-, tuvo
su momento mayor de gloria con el estreno de La conjuración de Venecia
(1834) que, junto a Aben Humeya o la conjuración de los moriscos
(1836) -estrenada en francés, en Paris, en 1830, con regular recepción-,
supusieron una gran aportación a la introducción en España del teatro del
Romanticismo.
[46] Véanse
los Artículos de la fe anglicana números I a V, VII, VIII, XV, XVI, XXIII, XXVI,
XXVII, XXIX, XXXIII, XXXV, XXXVI, XXXVIII y XXXIX.
[47] Véanse
los Artículos de la fe anglicana números XII a XIV, XVII, XVIII y XXIV.
[48]
Véanse los Artículos de la fe anglicana números VI, IX, XIX a XXII, XXV, XXX,
XXXI y XXXVII.
[49] Alusión
al monarca Enrique VIII (rey entre 1509 y 1547).
[50]
Véase, Antonio Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, 1ª edición, Imprenta
Central (Víctor Sáiz), Madrid, 1878, pp. 450-527, espec. 510-525. El libro es
de libre y completo acceso en la página www.bibliotecavirtualdeandalucia.es.
[51]
En realidad, la opinión que Wellington tenía, en general, de los soldados que
integraban las filas del ejército británico tampoco era muy lisonjera, que
digamos. Irritado por ciertos episodios de saqueo, llegó a escribir: The
British soldier is the scum of the earth, enlisted for drink (algo así
como: “El soldado británico es la hez de la tierra, que se alista para
emborracharse”).
[52]
José María de Torrijos y Uriarte (1791-1831), general y político, encabezó un
desembarco invasivo en las playas de Málaga en diciembre de 1831, al frente de
unos 60 hombres, que concluyó trágicamente, con la captura y fusilamiento sin
juicio de Torrijos y otros 48 compañeros. En realidad, el fallido golpe de mano
venía preparándose en Inglaterra desde el año 1827, cuando se creó en Londres
una Junta Directiva del Alzamiento en España. La complicidad del
Gobierno británico quedó de manifiesto por concentrarse los invasores en
Gibraltar, antes de trasladarse por mar hasta Málaga.
[53]
No es cosa de glosar aquí la importancia de la vida en esta mansión, que
durante décadas fue lugar de afectuosa acogida de los españoles ilustres en
Londres. El libro clásico sobre la imponente nómina de asistentes a sus
reuniones y tareas, sigue siendo: Lloyd Sanders, The Holland House Circle, 1ª
edición, Putnam, Londres 1908, con ediciones posteriores.
[54]
Es la denominación común en español de la Catholic Relief Act, aprobada
por el Parlamento británico en marzo de 1829 y refrendada por el rey Jorge IV el
13 de abril de 1829. En el capítulo siguiente del relato se hará extensa
referencia a la misma.
[55]
Henry Richard (Vassall)-Fox (1773-1840), importante político whig. Visitó
España, en principio por razones de salud, en los periodos 1802-1805 y
1808-1809, convirtiéndose en un hispanista y buen conocedor de nuestro
país y de muchos de sus próceres de entonces.
[56] El
asedio o sitio de Cádiz al que se alude tuvo lugar entre febrero de 1810 y
agosto de 1812.
[57]
Peculiares casas de comidas británicas, que han pasado a la posteridad con el
hipocorístico de pubs.
[58]
Evidente alusión a que en dicho año de 1812 se aprobó en Cádiz la famosa
primera Constitución española, el 19 de marzo (de ahí el vulgar apelativo de la
misma como La Pepa).
[59]
Robert Peel (1788-1850), gran político conservador inglés, que fue Primer
Ministro entre 1841 y 1846. En el periodo historiado en este relato era
representante en los Comunes por la Universidad de Oxford (hasta febrero de
1829) y Ministro del Interior (Home Secretary) entre 1828 y 1830.
[60]
Elizabeth Vassall-Fox (1771-1845), contrajo segundas nupcias con Henry Richard
Fox (véase nota 55), en el año 1797, aunque convivió y tuvo descendencia de él desde
unos años antes.
[61]
Todos los hermanos habían nacido y se habían criado en Irlanda. Para el Duque
de Wellington (Arthur Wellesley), el segundo de los hermanos, véanse notas 11 y
23. El hermano mayor, Richard Wellesley (1760-1842), fue Lord Lugarteniente de
Irlanda en los periodos 1821-1828 y 1833-1834, manteniendo una postura bastante
favorable hacia los católicos irlandeses. El menor, Henry Wellesley (1773-1847),
siguió la carrera diplomática, ocupando el puesto de embajador de Su Majestad
británica en España (1809-1821), Austria (1823-1831) y Francia (1835 y
1841-1846). Los episodios de la fuga y divorcio de su esposa, aludidos
seguidamente en el texto, tuvieron lugar en 1809 y 1810, respectivamente.
[62] Conocida
denominación británica del Ministerio para Asuntos Extranjeros, o Exteriores.
[63]
La llamada Primera guerra anglo-birmana tuvo lugar entre 1824 y 1826,
concluyendo con la victoria de los británicos sobre el Imperio Birmano.
[64] Sir
Stapleton Cotton (1773-1865), militar inglés que alcanzó el grado de mariscal
de campo.
[65]
High Church, conjunto de los arzobispos, obispos y demás jerarquías de
la Iglesia anglicana, que políticamente aparecía como ligado de manera
tradicional al partido conservador.
[66]
Al tener la consideración de lord, Wellington -según la tradición legal
británica- solo podía intervenir por su partido en la Cámara de los Lores,
siendo Robert Peel quien entonces, como portavoz del partido tory, ostentaba
la dirección del mismo en la Cámara de los Comunes.
[67]
Explicación histórica dada por el Duque de Wellington a quienes le reprochaban
su postura favorable al reconocimiento de derechos a los católicos, aunque
curiosamente la frase más famosa al respecto es de Robert Peel: “Aunque la
emancipación era un gran peligro, la guerra civil lo era aún mayor” (though emancipation
was a great danger, civil strife was a greater danger). Obviamente, la
guerra civil, de desencadenarse, se habría desarrollado en tierras de Irlanda,
únicas en que los católicos tenían fuerza suficiente para combatir, al
constituir el 85% de la población total. La lucha incansable de Wellington tuvo
su manifestación más hermosa en su brillante discurso de defensa del Acta de
Emancipación ante los Lores, pero, aunque más larvada, resultó más decisiva su
defensa ante el rey, Jorge IV, al que ofreció la alternativa de firmar la Ley o
aceptar su inmediata dimisión como Primer Ministro: Richard Holmes, Wellington,
the Iron Duke, Harper & Collins, Londres, 2002, pp. 274-277 (hay
traducción española en Edhasa, 2006).
[68]
Es decir, el 1 de enero de 1801. Lo señalo, para salir al paso del generalizado
error de considerar que los siglos entran al comenzar el año acabado en dos
ceros (aquí, el año 1800) que, en realidad, es el último del siglo anterior.
[69]
Daniel O’Connell (1775-1847), gran político irlandés, llamado con cierto exceso
el Libertador de su patria.
[70] Hasta
entonces, el límite de renta estaba fijado en 40 chelines, es decir, dos libras
esterlinas.
[71]
George William Finch-Hatton (1791-1858), décimo Conde de Winchilsea y quinto de
Nottingham. Su duelo con el Duque de Wellington tuvo lugar en la parroquia de
Battersea, cercana a Londres, el 21 de marzo de 1829.
[72]
Se dan por ciertos estos términos: One cannot give a Cabinet seat to
everyone who wants one, es decir, “no puede darse un puesto en el Gabinete
a cada uno que lo desee”.
[73]
Richard Wellesley (véase nota 61) fue Lord Lugarteniente de Irlanda entre 1821
y 1828, así como en 1833-1834.
[74]
O Tithe War: Violento conflicto (con cientos, si no miles, de
muertos) que ensangrentó Irlanda entre 1831 y 1836, por la pretensión de seguir
cobrando a los católicos los diezmos en favor de la Iglesia anglicana, llegando
a emplear para ello la fuerza y el embargo de bienes. Finalmente, con la ayuda
de algunas contribuciones (enmascaradas como parte de la renta que cobraban los
terratenientes por el arriendo de sus tierras), el Gobierno británico pasó a
hacerse cargo del pleno sostenimiento de la llamada Iglesia de Irlanda.
Es escasa la bibliografía monográfica sobre este conflicto en su conjunto.
Puede consultarse: Edward Paul Brynn, The Church of Ireland in the Age of
Catholic Emancipation, Garland, New York, 1982 (originariamente, fue la
tesis doctoral del autor en la Universidad de Stanford, 1968).
[75]
Véanse notas 16 y 24. José María Blanco Crespo (1775-1841), en Inglaterra,
Joseph Blanco White, destacado eclesiástico y escritor en ambos idiomas. Por
sus numerosos giros religiosos a lo largo de su vida, fue tradicionalmente
considerado persona excéntrica y superficial: así, por todos, Marcelino
Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, 2 volúmenes,
2ª edición, Santander, 1910, volumen 2º, pp. 790-821 (versión completa en la www.cervantesvirtual.com).
Una visión mucho más favorable se halla en autores posteriores, como Fernando
Durán López, José María Blanco White, citado en la nota 24. Buen resumen
biográfico en: Alejandra Pasino, De José María Blanco Crespo a Joseph Blanco
White; un recorrido biográfico intelectual, Estudios de Teoría Literaria,
año 3, nº 5, marzo 2014, pp. 147-169 (accesible libremente por Internet).
[76]
Uno de los más antiguos y selectos Colegios de la Universidad de Oxford,
fundado por Eduardo II en 1326. Blanco White estuvo vinculado con el mismo
entre 1822 y 1829, ejerciendo como docente y residiendo en él buena parte de
dicho periodo.
[77]
Blanco White, aunque poco dado a la función de preceptor, la ejerció en la Holland
House entre los años 1815 y 1817 respecto de uno de los hijos de Lord
Holland; y siguió frecuentando la casa durante sus estancias en Londres, con el
beneplácito de sus dueños.
[78]
Sobre la evolución del pensamiento de Blanco, en general, véase: Fernando Durán
López, José María Blanco White, citado en la nota 24. Sobre el tema
concreto de la emancipación de los católicos británicos, íbidem, pp. 452-473.
[79]
En realidad, el llamado Movimiento de Oxford o de los tractarians
se consolidó pocos años después, a partir de 1833. No obstante, Blanco vivió
intensamente su génesis, desarrollo y evolución, al menos, desde 1825. Véase la
obra aludida en la nota anterior, pp. 391-449.
[80]
Más o menos, entre 1835 y 1841. Véase Fernando Durán López, José María
Blanco White, citado en la nota 24, pp. 495-604.
[81]
El libro clásico en materia de unitarianismo, fácilmente consultable por
Internet (por ejemplo, en la www.miguelservet.org),
es: Earl Morse Wilbur, Our unitarian heritage, Beacon Press, Boston, 1925.
[82]
Sobre el cólera en la España decimonónica, véase: Luis Sánchez-Granjel
Santander, El cólera y la España ochocentista, Universidad de Salamanca,
Salamanca, 1980. Se calcula que en el brote epidémico colérico de 1833-1835
fallecerían en España unas cien mil personas, con entre 300.000 y 500.000
contagiados (la población de España en la época era de unos 12,3 millones de personas).
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