Historias de amor incomprendido (2): El militar
desvaído
Por Federico Bello Landrove
Esta breve serie de dos
relatos parte de varias ideas clave. Por ejemplo: El amor es aquello que
atrae y hace felices a las personas (no hay una sola clase de amor, ni de
motivos). La diferencia de edad está solo en lo físico de las personas (vale
decir, en lo externo). El amor no tiene por qué ser eterno
(intensidad, frente a duración). De esas ideas, encarnadas en el mundo duro y
trágico de una guerra/posguerra civil, surgen dos historias, con personajes que
se entrecruzan y protagonistas que son contrapuestos solo superficialmente.
1. El protagonista y su circunstancia
Ginés Herrada vivía en el portal de al lado de los Del Hoyo, frente al
parque[1].
De hecho, dicen que Víctor del Hoyo, ahora general, tomó la sorprendente
decisión de hacerse militar por mimetismo y que Ginés lo ayudó a preparar los
exámenes de ingreso en la Academia. En cambio, nadie sabe en Castellar por qué
Herrada había seguido la carrera castrense: Es que su familia vivía toda en Cáceres y él era muy parco en contar sus intimidades. La verdad
es que muchos se lo preguntaban -a sí mismos, más que a él- pues les salía de
ojo la antítesis de lo militar con la postura tan poco marcial y el talante tan
pacífico del tal Herrada. A su coronel se le había escapado a este respecto un
epíteto que le venía como anillo al dedo. Fue cuando, en el año 32, todo el
mundo no paraba de hablar del golpe de Estado de Sanjurjo[2].
Todos, menos Herrada. Fue en el cuarto de banderas del regimiento:
-
Y
a usted, mi comandante, ¿qué le parece la sentencia?, le preguntó un capitán,
extrañado de que no echara su cuarto a espadas.
-
Dejémosla
estar y ya veremos en qué queda[3],
respondió, al tiempo que se retiraba prudentemente, tras consultar su reloj.
Tan pronto
desapareció por la puerta, el coronel explicó a su modo el mutis de su
subordinado:
- Ya
sabéis cómo es Herrada: buen compañero, pero un poco desvaído.
La verdad es que,
aunque no muy bien intencionado, el coronel había dado en el clavo, y no solo
en lo tocante a evolución y carácter, sino en lo físico. Claro que pocos saben,
ahora menos que entonces, que el famoso adjetivo significa alto y desgarbado;
esto último lo era menos por la edad, que por una leve cojera que procuraba
disimular, por más que cada día tuviera dolores más fuertes, sobre todo, al
bajar las escaleras. Menos mal que, esta vez, como los colegas siguen
engolfados con el futuro de Sanjurjo, nadie lo ve ayudarse del pasamanos y
pisar con ambos pies en cada escalón, como los niños pequeños.
***
Virtudes y
defectos del comandante podían ser bien conocidos de sus compañeros de Unidad
pues Herrada había aparecido por el regimiento castellarense de Farnesio el año
diecisiete, cuando ascendió a capitán. Llegó a su nueva ciudad acompañado de su
esposa, Benedicta -irremediablemente, Beni- y de su hijo Matías, un
chiquillo de ocho años en aquel entonces. Como es de sobra conocido, los militares
españoles sortearon el albur de ir a la Guerra Europea -como querían muchos
políticos, de esos que no tenían edad para pegar tiros en las trincheras-, pero
pronto tendrían la segunda ocasión en poco tiempo[4]
de combatir en Marruecos, en la llamada Guerra del Rif[5],
que marcaría de modo indeleble la biografía de Ginés Herrada, como la de
decenas y decenas de miles de compatriotas, por no aludir a franceses y
marroquíes sublevados. En efecto, el Farnesio fue movilizado desde el
primer momento de la contienda, llegando a Melilla en agosto de 1921, y
permaneció en Marruecos bajo las armas hasta octubre del año siguiente. No fue
tan larga la estancia del comandante en el frente pues, en la toma de Segangán[6],
sufrió una fea herida en la rodilla izquierda, que le supuso la baja, además de
la pertinente condecoración[7].
Cualquier otro,
pasada la intervención quirúrgica, habría aceptado que lo evacuasen a la
Península, para curarse con mejores medios y cerca de su familia. Herrada, no.
Encontrándose bien atendido y con el dictamen médico de que sería dado de alta
probablemente en tres meses, decidió que no valía la pena molestar a Beni,
ni entristecer con dolores y curas a Matías. Claro que convendría aclarar que
no las tenía todas consigo cuando se despidió de la familia, pues habían
detectado a su esposa un infiltrado tuberculoso y, para tratarse en su
ausencia, habían decidido que fuese a casa de su madre, en El Escorial. Mejor
dejarla tranquila donde está, decidió Ginés herido, afianzado en su
decisión por las cartas que recibía, llenas de buenas noticias acerca de la
salud de Beni y de los progresos escolares del niño. En verdad, el
comandante debería haber sido más suspicaz, tomando como referencia a sí mismo,
que ni siquiera había escrito a su esposa comunicándole su baja y
hospitalización. En fin, cometió un error, disculpable, pero que le afectaría
toda la vida.
Tras convalecer en
Melilla, volvió al frente, reincorporándose a su regimiento. Los siete meses
que aún estuvo el Farnesio en Marruecos los soportó Herrada gracias a desplazarse a caballo y a su propia capacidad de resistencia al dolor, no sin
algunas dosis de morfina que, por fortuna, no le crearon adicción. Así logró
acabar en activo la campaña y regresar a la Península con toda su Unidad.
***
Tan pronto se enteró de que su marido iba a
regresar, Beni se empeñó en volver también a la casa de Castellar, pese
a que su salud había empeorado y los médicos le aconsejaban como más favorable
el clima de El Escorial. Por concesión a su madre, aceptó que Lupe, su
criada de confianza, la acompañase y se quedara con ella y el niño, en tanto
encontraban otra que la reemplazase con garantía. Al final, resultó que la
tata escurialense optó por permanecer con ellos, seguramente porque la
ciudad le resultaba más animada y la casa menos trabajosa, aunque su argumento
era siempre el mismo:
- ¡Quite
allá, señora! En San Lorenzo todo son cuestas y ya no está una para esas
fatigas.
Cuando Ginés se
reencontró con la familia, se le cayó el alma a los pies. Matías había crecido
lo menos diez centímetros en aquel año y pico pero, lo que es Beni, no
era ni su sombra: delgada, demacrada, con enormes ojeras y respiración
entrecortada, era la viva imagen de los héticos que aparecían en los anuncios
de remedios contra la tisis. Su médico de cabecera, como los especialistas del
dispensario, le dieron pocas esperanzas de recuperación. Es más, le aseguraron
que el mal había progresado hasta tal punto, que solo podría combatirse con
fórmulas paliativas. Claro, siempre había esperanzas vanas en sanatorios con
todos los adelantos, o en los mil y un experimentos presuntamente válidos,
desde las bayas de laurel con miel o vino dulce[8],
al neumotórax provocado, o los compuestos de oro, arsénico o mercurio. Después
de difíciles y sinceras pláticas entre los esposos, decidieron de consuno optar
por el internamiento de Beni en un sanatorio próximo a Castellar, entre
pinares, donde recibiría los cuidados posibles, evitando al propio tiempo lo
que ella más temía, a saber, contagiar a su hijo o a Ginés el terrible bacilo.
Un autobús directo enlazaba la Plaza Mayor con el indicado sanatorio por la
mañana y por la tarde, lo que permitiría las visitas que los doctores
autorizasen.
El angustiado
capitán Herrada recibió el generoso apoyo de sus camaradas, tal vez algo
alarmados ante la posibilidad de que fuera un vector de contagio. El coronel le
liberó de mandar un escuadrón y lo puso al frente de los almacenes y economato
del cuartel, como un destino menos presencial y muy adaptado a sus reconocidas
cualidades de honradez y esmero. Lupe llevaba la casa tan bien o mejor
que lo habría hecho Beni. El tiempo que estaba fuera del cuartel, Ginés
lo pasaba acompañando a su esposa y preparando a Matías para el examen de
ingreso en el Instituto, ocupación muy gratificante para él, que tenía innatas
cualidades de maestro. Solo por la noche se le caían encima la casa y sus
responsabilidades, en particular, la de sentirse culpable de haber creído las
falsas buenas noticias sobre la salud de su esposa, en vez de haber retornado
de Marruecos para acompañarla y ayudarla cuando quizás habría sido posible
poner coto a la enfermedad. Era una inculpación bastante absurda y, en todo caso,
basada en hipótesis, pero acabó por encontrarle un remedio personal, mucho más
eficaz que la auto indulgencia que solían recetarle. Y así, una mañana, madrugó
de manera radical para llegar a la misa de siete en Santiago y, al iniciarse el
ofertorio, realizó la promesa que lo liberaría de su más pesada carga: la de
que pudiese aprovechar su inevitable viudez para un nuevo himeneo. Más o menos,
rezó así:
- Señor,
si has decidido llevar a Beni contigo, prometo solemnemente no volverme
a casar, dedicando mi vida a cuidar de nuestro hijo y a mantener vivo su
recuerdo, al menos, hasta que, llegada la edad y el momento, decida vivir
independientemente de mí. Toma este modestísimo sacrificio en la patena y danos
fuerzas para continuar el camino sin ella, tal y como Beni sin duda
desea.
Aquel voto pareció
traerle una gran liberación. Ya que no se le ocurriría revelárselo a nadie,
optó por mantener el secreto también para con su agonizante esposa. Dos días
antes de morir, Ginés fue al sanatorio con Matías, para que madre e hijo se
viesen por última vez. Ni una ni otro quisieron despedirse formalmente, por más
que ambos intuyeran que la muerte estaba a punto de separarlos para siempre.
Cuando ya salían padre e hijo de la habitación, Beni susurró el nombre
de Ginés, quien ordenó al niño que esperase fuera y regresó a la cabecera de la
enferma. Esta, de forma entrecortada por el jadeo, le pidió:
- Cuida
de Matías y háblale de mí.
Ginés sintió que
le brotaba del corazón la revelación de la promesa:
- Descuida.
Nunca habrá ninguna mujer que se interponga entre nosotros.
Solo entonces
afloraron las lágrimas al rostro de Beni:
- ¡Cómo
siento dejarte tan solo!, dijo.
Benedicta Ordóñez
fallecía dos días más tarde, a los treinta y cuatro años de edad. Fue una de
las veintisiete mil personas que fallecieron de tuberculosis pulmonar en España
en el año 1924. Por tanto, su muerte, pese a su relativa juventud, ni resultó
insólita, ni fue muy comentada. Casi lo fue más una circunstancia, que llamó la
atención de los muchos asistentes al entierro. Decía uno de ellos:
-
Chica,
cuando vi que Ginés llevaba a Matías en el cortejo, me dio un escalofrío de
emoción, pero también por miedo a que el niño no lo soportara. ¡Qué
entereza! Eso sí, no soltó la mano del padre hasta que tuvieron que separarse
para que los más allegados acompañasen a la pobre Beni hasta el
cementerio.
A lo que su
interlocutora, más escéptica, matizó:
- Hay
mucha entereza y mucho gesto en los primeros momentos. Lo difícil es
perseverar.
En efecto. ¿Serían
capaces de conseguirlo nuestros ya amigos? Veámoslo.
2. El diluvio
Conforme a lo
prometido, Ginés redujo su horizonte a su caserón, en un segundo piso de la
Acera de Teatinos, y al cuartel, a la salida de la carretera de Madrid. En este
asumió el que ya se convertiría en su cómodo destino permanente, el de Ayudante
del Coronel, cargo que era compatible con su ascenso a comandante en el año
veintiocho. Por cierto que dicho año sería recordado por Ginés y Matías como el
año en que vino la abuela. En efecto, cuando la madre de Herrada, Doña Anselma,
se quedó viuda, tomó de modo inmediato la decisión de pasar de Cáceres a
Castellar:
- Nada,
nada -dijo-, allá que voy a cuidaros. Los de aquí no me necesitan para nada.
¿Fue una buena
decisión? Yo pienso que no. La señora era lo que se dice un sargento,
ordenancista y de mal carácter, difícil de aguantar. Por de pronto, la buena de
Lupe -tan eficaz como Doña Anselma, pero mucho más tolerante y con menos
ínfulas- salió huyendo camino de El Escorial, donde la madre de Beni, ya
anciana, la recibiría con los brazos abiertos. Matías, a punto de cumplir los
quince años, no tardó en chocar con ella, y eso que era un chico estudioso, de los
que parece que pasan por la adolescencia sin romper un plato. Por su parte,
Ginés aceptaba las impertinencias de la señora, no solo por ser su madre, sino
porque comprendía que su conversión en ama de la casa de Castellar era una
buena forma -para ella- de superar la soledad de la viudez y de sentirse importante.
Así que pidió paciencia a su hijo, prometiéndole a cambio que él se metería en
su vida de jovencito lo menos posible. Matías no pudo nunca decir que su padre
no cumpliera la promesa pues, salvo su constante apoyo en matemáticas y física,
lo supo guiar con suavidad, y hasta le permitió equivocarse por su cuenta en política
y en amores. Como buen jinete, el comandante Herrada sabía que cuando más se
equivoca el buen caballo es cuando se le lleva la contraria.
También por
aquellas fechas de finales de la Dictadura[9],
recibieron la visita del profesor Del Hoyo[10],
un catedrático de Derecho que vivía en el portal siguiente de la Acera. Lo
acompañaba un muchacho poco mayor que Matías que, al parecer, estaba ilusionado
con ser militar. A Ginés le dio la impresión de que lo que el padre quería es
que lo disuadiera de su incipiente vocación, pero, lejos de ello, le presentó
con objetividad los pros y los contras, así como las líneas generales de los
estudios. En resumen: Víctor del Hoyo se decidió por la milicia y, ya que la
Academia de Caballería radicaba en la ciudad y que Herrada era un hombre bien
preparado, le rogó que lo ayudase a aprobar el examen de ingreso. Desde
entonces, y por tres años, Víctor frecuentó la casa de los Herrada y su
hermana, Luchi del Hoyo, fue el amor platónico de Matías, al que ella
nunca hizo caso, ya por ser un poco más joven, ya porque el chico -la verdad
sea dicha suavemente- era más bueno que guapo. Luego, las dos familias
siguieron su rumbo independiente: Creo yo que el Profesor nunca le perdonó a
Ginés que hubiera contribuido de modo notable a que su hijo siguiese la carrera
de las armas, que él juzgaba demasiado peligrosa y su señora, un tanto
demodé, porque, chica, el lustre de los uniformes ya no es lo que era; ¡dónde
va a parar!
En cambio, Matías,
con todo a favor para vestir de caqui, apenas lo hizo durante el tiempo que
sentó plaza como voluntario en el regimiento de su padre, con las lógicas licencias
de que gozaba el hijo de todo un comandante. Gracias a ello y a su afición al
estudio, el joven devoró la licenciatura en Medicina, que acabó a los
veintidós años, con buenas calificaciones, aunque no tan excelentes como las de
su compañero Arturo, ennoviado con la hija de los Moliner de los almacenes de
tejidos[11],
quien, nada más acabar la carrera, obtuvo plaza de profesor ayudante de
Medicina Interna. A Matías le daba por las enfermedades infecciosas -tal vez,
en memoria de su madre-, en las que era un experto microbiólogo. Poco le costó
sacar una plaza, en el año 33, de médico auxiliar en una joven institución que,
con el tiempo, contaría entre las mejores de España: la Casa de Salud
Valdecilla de Santander[12].
Era poco el sueldo, aunque mucho el trabajo y las expectativas de hacer
carrera. Lo segundo correría de su cuenta. Lo de la penuria lo evitaría con la
ayuda de Mar Pármenes, una niña de familia bien, a quien había conocido
por atender clínicamente a su madre. Se casaron a principios de 1935, y habría
sido cosa de escuchar la oración de Ginés en la iglesia de la Anunciación,
donde se celebró la boda: Algo así como gracias, Señor, por darme vida y
fuerzas para cumplir mi promesa. Ahora haz de mi lo que plazca a tu santa
voluntad.
Así pues, respondida queda la pregunta
con que cerré el capítulo precedente: Ginés Herrada, en efecto, perseveró.
***
Pues lo primero
que Dios le envió fue una mala cosa. Lo cierto es que llevaba ya muchos años
-como sabemos- arrastrando la pierna izquierda, con el mayor disimulo posible.
La edad o la mala posición del cuerpo acabaron por hacerle casi imposible todo
ejercicio que exigiera la vida militar. Su amor propio le impedía encadenar
permiso tras permiso, como hacían muchos perjudicados de Marruecos, o
atiborrarse de analgésicos y barbitúricos, según el hábito de otros, verdaderos
adictos a la morfina y a medicamentos y sustancias de efectos análogos. Tras un
severo tropezón con un bordillo del patio de armas, Herrada no tuvo más remedio
que acudir al médico del regimiento, que le prescribió un vendaje compresivo y
quince días de reposo, no sin hacerse cruces de que hubiese aguantado tanto. El
comandante comprendió que la situación no podía prolongarse más y rogó al
capitán médico y al coronel que mandasen un informe al hospital militar para
que le sometieran a un tribunal médico. La decisión de los galenos fue unánime
y tajante: el comandante Herrada no era apto para el servicio activo. El
presidente se lo justificó:
-
Si
fuese usted un oficial joven, que estuviera empezando su vida militar, es
probable que nos concediéramos un tiempo a prueba, antes de tomar la decisión
final. Pero en su caso, con su edad y su graduación, lo mejor que podemos hacer
por usted es darle licencia para el retiro. ¿Tiene usted mucha familia?
- No,
mi teniente coronel. Soy viudo y mi hijo ya ejerce de médico. Solo tengo al
cargo a mi madre.
- Mejor
que mejor. Lo pasaremos a la reserva y así podrá cuidar de ella y de usted.
Cuando su coronel
conoció la decisión, torció el gesto: Herrada podría ser -de hecho, era- un militar
desvaído, pero no dudaba en descansar sobre él cualquier obligación o
compromiso, con absoluta tranquilidad. Cuando fue formalmente a despedirse, le
preguntó:
- Herrada,
algo habrá que pueda hacer por usted. Lo que sea: ya sabe lo que lo aprecio.
-
Muchas
gracias mi coronel. No se me ocurre nada… Bueno, me da pena retirarme de
comandante, pues apenas me faltaban seis meses para ascender.
- Retirándose
por invalidez sufrida en el campo de batalla, creo que le corresponde hacerlo
con el grado superior. En todo caso, cuente con que informaré muy
favorablemente cualquier petición suya en ese sentido.
Y así fue como, en
septiembre de 1935, la Gaceta traía el Decreto de pase al retiro del
jefe del Arma de Caballería, Don Ginés Herrada Montero, con la consideración o
grado de teniente coronel. Un poco emocionada, le dijo su madre:
- Trae
acá los uniformes, que voy a ponerles la segunda estrella[13].
-
Gracias
por la molestia de comprarlas y coserlas, madre, pero no creo que vuelva a
ponérmelos. Mejor habría sido que me comprases un par de corbatas.
- Lo
bien hecho, bien parece -replicó muy seria-. Además, no sabes las vueltas que
puede dar la vida.
Otra cosa no
tendría, pero Doña Anselma las veía venir de lejos.
***
¿Qué puede hacer
un hombre con buena salud, de cuarenta y nueve años de edad, al que jubilan y,
de la noche a la mañana, se encuentra con una razonable pensión, prácticamente
solo y sin nada que hacer? Seguro que a cada cual se le ocurriría una respuesta
diferente, en función de su carácter y otras circunstancias. A César lo primero
que se le ocurrió fue aceptar la invitación de su hijo para pasar una temporada
en Santander y conocer un poco a su nuera y a su nietecita. Claro que, para no
molestar o, como él decía, para ver la guerra desde afuera, se hospedó
en el céntrico Hotel Ignacia[14]y,
todo lo más, comía con el resto de la familia, disfrutando de los paseos junto
al mar con la pequeña Carmina, o de los paseos hasta Valdecilla, donde
acababa echando un interesado vistazo a las preparaciones bacterianas que su
hijo examinaba al microscopio. Pero aquel tiempo le dio poco de sí; quiero
decir, pronto lo aburrió, máxime con el endemoniado clima que tenéis por
aquí, como le rezongaba a Matías, quien parecía estar en su salsa entre lluvias
y ventarrones. Tan pronto se presentó de golpe la otoñada del año 35, Herrada
volvió a sus lares, con el santo pretexto de no dejar más tiempo sola a su
madre, aunque lo cierto es que esta había retornado a Albacete mientras César
anduviese por tierras cántabras.
Lo siguiente que
se le ocurrió fue coger un grupo de alumnos y prepararlos para el ingreso en
Caballería pero, pese a su vitola de teniente coronel, apenas se apuntaron tres
aspirantes. Es que no eran tiempos para la carrera militar, con la amortización
de plazas y lo mal mirados que estaban los uniformados por los republicanos y
los obreros, en especial, por la represión de la llamada revolución de octubre
del 34[15].
Acabó por aburrirse de volver a las integrales y a la inducción
electromagnética y mandó a sus alumnos a la porra, con el pretexto de su mala
salud. Pero pese a los dolores de la pierna, con la ayuda de un bastón y, en su
caso, del autobús de la tarde, pocos eran los días que no hacía el recorrido desde
el Parque hasta el Sanatorio antituberculoso, donde Beni había estado
ingresada. Su mejor momento era cuando, sentado en su inseparable silla de
cazador, hablaba con ella, como su afectuoso y sabio "otro yo", rico en
reflexiones y consejos, pocas veces seguidos, la verdad sea dicha.
Una de las veces
que tomó el autobús, se sentó al lado de un caballero, cuya cara le era
conocida. El otro no hacía más que mirarlo de reojo. Al fin, se dirigió a
Herrada y le preguntó francamente:
- Perdone,
pero su fisonomía me es familiar. ¿No será usted militar de San Quintín?
- No
señor, replicó César, pero lo he sido de Farnesio hasta que pasé a la reserva
por invalidez de guerra, hace unos meses.
- ¡Justos
son los toros!, exclamó jovialmente su interlocutor. Seguro que hemos
coincidido en más de un acto oficial, puesto que anduve por Castellar de
coronel Jefe de la Guardia Civil para Valladolid y Ávila… Pero, permítame que me
presente: General de Brigada, Inocencio Martín Píriz, ya en la reserva por
razón de la edad.
- A
sus órdenes, mi general. Soy el teniente coronel, Ginés Herrada. Seguro que nos
habremos visto más de una vez, pues yo era el Ayudante de mi coronel.
- No
cabe duda pero, claro, al ascender, marché de aquí y los años no pasan en
balde. Estoy hecho un carcamal.
-
Perdone
que disienta, general, pero nadie diría que está usted jubilado.
- Ya,
ya -sonrió Píriz, burlón-. Sesenta y cinco me cayeron el año pasado. Fui a la
Academia con Don Miguel Primo de Rivera, que en gloria esté.
De las
presentaciones y las finezas, pasaron a tratar de adónde iban en aquel autobús
tan especial. De Ginés, ya lo sabemos. En cuanto a Don Inocencio, iba a visitar
a una sobrina que estaba ingresada en el Sanatorio, en estado bastante
delicado, pero con esperanzas de salir adelante. Era un punto común que los
unía. Más aún cuando, en el autocar de regreso, Píriz -no me llames general,
que eso ya pasó a la historia- confesó a Herrada que se sentía de vuelta de
todo, harto de la situación y con la mayor sensación de inutilidad. Herrada le aseguró
que, pese a la diferencia de edad, él se veía de modo muy parecido. Píriz
objetó:
- Me
parece increíble que no haya un buen puesto para un hombre de cincuenta años,
por el hecho de que cojee de una pierna. ¡Y siendo por herida de guerra!
-
Pues
aquí me tiene: retirado y con una magra pensión. Menos mal que no soy nada
gastador y que no tengo hijos que dependan de mi peculio. En fin, al menos
podemos ver los toros desde la barrera, que la situación se está poniendo cada
día más tensa, y no le digo nada para los que visten uniforme.
Píriz bajó mucho
la voz para preguntarle:
- Perdone
la indiscreción pero, de compañero a compañero, ¿por quién está usted? Yo,
desde luego, por los que pongan coto a estos desmanes pero, eso sí, de manera
eficaz y bien preparada, no como el cabeza loca de Sanjurjo.
Herrada, a su vez,
inquirió:
-
¿Tan
mal ve usted la situación, que pueda acabar en un golpe de Estado, y que todos
tengamos que tomar partido?
- ¡Hombre!,
después de lo del 34[16]
y del camino que llevamos con el Frente Popular[17],
me temo que no haya otro remedio, y más pronto que tarde.
Por una vez en su
vida, Herrada hizo una confidencia imprudente:
- Mire
Píriz, ya he visto en esta vida muchas cosas, buenas y malas, tanto de unos,
como de otros. De suerte que, si llega ese triste momento, lo más probable es
que me recluya en mi casa y, si no hay más remedio que dar la cara, la daré por
mis compañeros, con los que, a fin de cuentas, es con quienes tengo más en
común.
- ¡Bien
dicho! -exclamó Píriz, aunque sin mucho énfasis-. La camaradería y el Ejército
ante todo. Pero, amigo mío, no le recomiendo que se enclaustre, porque vienen
tiempos de aquellos, como quien dice, el que no está conmigo, está contra
mí. Será como el diluvio, amigo: O se mete en el arca, o se lo llevará la
corriente. Tendrá que tomar partido, le guste o no.
- No
se cómo, ni en qué: retirado e inválido, tirado a la cuneta como una colchoneta
vieja…, se lamentó Herrada, con hipérbole.
Píriz le hizo
entonces una promesa, que Ginés le recordaría en el momento oportuno:
-
Cuando
llegue nuestra hora, póngase en contacto conmigo. Le prometo que, para
un hombre como usted, siempre habrá un puesto digno que ocupar.
3. Un destino donde menos se piensa
Llegó el diluvio
y muy pronto recordó Herrada las advertencias de Píriz. España se dividió,
confusamente aún, en dos partes: A él le tocó en una y a su hijo en la otra.
Los militares se adueñaron afortunadamente de la suya, en la que debía
de sobrar mucha gente pues de momento las calles se despoblaron, entre los que
marcharon al frente y los que tenían miedo; temor bien fundado, por cierto,
explotado por quienes se sentían aún inseguros en su feudo y por aquellos que
habían decidido dar rienda suelta a su odio, envidia o venganzas. César trató
de ponerse en contacto telefónico con Matías, lo que logró en los primeros momentos,
llamándolo a Valdecilla. Fuese verdad o modo de tranquilizarlo, el microbiólogo
le aseguró:
-
Esto
está muy tranquilo, papá, y, si hiciere falta, tenemos el mar para salir
pitando. Nos han militarizado a todos y los milicianos andan por aquí
incordiando, pero todo quedará en que, en vez de tratar a tísicos, acabemos
extrayendo balas y suturando bayonetazos. Ya sabes que los médicos, para unos y
para otros, somos imprescindibles y respetados… ¡Ah!, y no insistas en
llamarme: Perderás mucho tiempo y, a lo mejor, entran en sospechas.
Ginés no pudo menos que sonreír con
amargura cuando Matías le aseguró que los médicos eran respetados por todos. Precisamente
fue un galeno el primero en caer en Castellar, víctima de uno de aquellos
crímenes del amanecer, que jocosamente habían empezado a denominarse paseos[18].
Herrada quedó impresionado pues, aunque no le tenía mucha simpatía, lo
conocía de vista, había sido profesor de Matías y sabía de su buena fama como ginecólogo[19].
Quizá fue eso lo que le llevó a tomar la decisión que habría de cambiar su
vida, con la ayuda del general Píriz y de una jovencita, que aparecería en escena
poco después. En efecto, en parte por consejo de su madre, en parte por
inquietud propia, empezó de nuevo a vestir de militar y a asistir diariamente a
misa de nueve en San Ildefonso, que había mucho por lo que rezar, como
decía Doña Anselma, que en ocasiones lo acompañaba. Ello dio lugar a que
coincidiese con un compañero, profesor de la Academia de Caballería, que hacía
lo propio antes de ir a dar sus clases. A la salida de la iglesia, se saludaron:
- ¡Caramba,
Herrada, cuánto bueno! No había vuelto a verte desde las bodas de plata de la
promoción. ¿Qué es de tu vida? Creo que te retiraste…
- Más
bien, me retiraron; pero, chico, ahora, con la que está cayendo, estoy pensando
en ofrecerme para algo en que pueda ser útil.
- No
sabes la suerte que has tenido de que esto te pillase en la reserva
pues, digan lo que quieran, lleva camino de ser algo muy gordo y de durar ni se
sabe. Quédate tranquilito y no te mezcles con los que, por necesidad, nos la
tenemos que jugar. Por cierto, ¿por qué no vienes a tomar café con nosotros
alguna tarde al Norte? Primero charlamos de mil cosas y, luego, si te
apetece, puedes jugar una partidita al subastado o a la garrafina.
- El
juego no es mi fuerte, aseguró Ginés, pero no me desagrada lo de echar una
parrafada con vosotros, que apenas hablo con nadie que no sea mi madre, o la
asistenta que he tenido que coger porque la pobre está ya muy cascada.
Lo uno lleva a lo
otro. En su primer café, Ginés oyó, entre comentarios poco favorables, lo que
se había convertido en la comidilla de Castellar -desde luego, en voz baja y
con críticas divididas-:
-
¿Qué
os parece? Nombran Presidente de la Diputación a todo un general y Gobernador
civil a un teniente coronel[20].
¡Vaya forma de respetar el escalafón!
-
Sí
-justificó otro-, pero el general Píriz ya estaba jubilado. No deja de ser un
nombramiento de favor; de relumbrón, por así decir.
En aquel momento,
le vino a la cabeza a Ginés la promesa del General, hecha meses atrás en el
autobús del Pinar. Cuando salió del café -con un dolor de cabeza que le aconsejaba
no volver en una temporada-, lo hizo con un propósito consolidado: iría a ver a
Píriz, para que cumpliera lo prometido. En casa pensaría qué destino pedirle,
para el caso de que hubiese posibilidad de elegir.
***
Píriz lo recibió
con afecto pero, de entrada, no tenía la pertinente información. Por si acaso,
le sugirió:
- Alguna
plaza libre habrá quedado en la Diputación pero, claro, nada digno de tu grado
militar.
-
Pues,
entonces, mi general, mejor me recomienda vuecencia para un cargo en otro
sitio. Ya sabe que casi todas las instituciones se están llenando de uniformes.
Píriz se echó a
reír:
- Tal
y como lo dices -bromeó-, cualquiera pensaría que hemos ido a la guerra por el
botín.
- No
lo tome así, mi general -rectificó Herrada-. Yo me ofrezco para un puesto de
trabajo y, si a mano viene, de responsabilidad. No me gustaría quedarme con lo
que fue de un muerto, o de alguien que esté en prisión o movilizado.
- Eso
te honra, Herrada. Si estás dispuesto a trabajar, seguro que tendrás
oportunidad de ello. Más difícil será que encontremos algo que no sea heredado.
Es que tienes unos cargos de conciencia…
Unos días más tarde, Píriz lo telefoneó:
-
Vente
por mi despacho. Tengo un destino, que ni pintiparado para ti. La lástima es
que exige algún conocimiento jurídico.
- No
se preocupe, mi general. Como Ayudante del coronel, tuve ocasión de tramitar
muchos expedientes. Conozco bastante bien las normas legales.
- Pero
-adujo Píriz- es que se trataría de aplicar las leyes penales.
- Soy
hombre de letras. Que me den quince días y sabré manejarme. Además, entre
nosotros, mi general, no me parece que se esté siendo muy escrupuloso a la hora
de aplicar el Código[21].
- Anda,
calla y ven por aquí, antes de que te pierda esa endemoniada sinceridad que te
gastas, concluyó el General.
Después de
colgar, Ginés se dijo:
- No
sé qué demonios me pasa. Antes era mucho más prudente y reservado. Parece como
si la guerra, que a unos les ha desatado las manos, a mí me haya liberado la
lengua. A ver si me enmiendo, que el uniforme no ha salvado a muchos de la
cárcel e, incluso, del paredón.
Una vez ante
Píriz, este aclaró a Herrada:
-
Se
trata de que, como están teniendo tanto trabajo, van a crear temporalmente el
segundo juzgado militar de Castellar, con nombramientos eventuales. Por ahora,
nadie ha querido presentarse voluntario de entre los que son licenciados en
Derecho, además de oficiales. Pero vas a tener un problema.
- Si
es el de conocer el Código, ya le voy entrando.
- No,
no es eso, que para ayudarte van a nombrar a un secretario muy competente. Es
que es un puesto para capitán. Por tanto, tienes demasiada
categoría.
- ¡Qué
más da!, objetó Ginés. Si ningún capitán lo quiere, mejor será que lo den a un
teniente coronel, que no a un teniente; vamos, digo yo.
- ¡Je!
-sotorrió[22] Píriz-,
pero no cuesta lo mismo pagarte a ti que a un teniente.
- Si
es por eso -repuso Herrada, muy en sus puntos-, acepto el sueldo de capitán por
mi trabajo. A fin de cuentas -agregó-, me sentiré útil y no ganaré menos que de
pensionista.
- ¿Quién
ha hablado de perder la pensión? -preguntó Píriz, sorprendido-. El Estado no
tiene que volverse rácano por el hecho de que te decidas a ayudar a la Causa.
- Pues
tanto mejor, general. Diga a quien proceda que me den la paga de capitán, como
si fuese un plus de mi pensión de invalidez.
- Eres
la monda, Herrada -concluyó Píriz-. ¡Lo que no se te ocurra para solucionar los
problemas!
En efecto. Aunque
el pagador habilitado se hiciera de cruces al confeccionar la nómina, el nuevo
capitán eventual, al tiempo que pasaba por haber hecho una renuncia generosa a
su anterior grado, vino a ganar en total tanto como un coronel. Eso sí, no apeó
su uniforme de teniente coronel -cruz del mérito militar incluida-, con lo que
se ganó de entrada un respeto, que bien iba a necesitar para la cruzada en
que se embarcaba.
-
¿Dónde
está el secretario?, fue lo primero que preguntó, recordando lo de la mucha
competencia, asegurada por Píriz.
- No
toma posesión hasta primeros de mes -respondió un sargento, que fungía de
oficial del juzgado-. Es un sargento provisional que todavía está estudiando
Derecho -prosiguió, con un deje despectivo, que evidenciaba envidia por no
haber logrado él el puesto-.
-
No
hay mal que por bien no venga -dijo para sí Herrada-. Si es tan joven y poco
castrense como se augura, podré manejarlo a mi gusto.
4. El juzgado de la esperanza
Aparte el sargento Bermúdez, antes
citado, Herrada se encontró con un equipo de aluvión, en unas instalaciones
mínimas y completamente improvisadas. La pieza clave, detrás del juez, fue muy
pronto César Moliner, el secretario[23],
de ningún modo inclinado a la política, ni afín a ideologías de izquierdas,
pero tampoco dispuesto a hacer caso omiso de las pocas garantías de justicia
que ofrecía el proceso sumarísimo de urgencia[24].
Sin apenas cambiar impresiones, Herrada y Moliner se comprendieron a las mil
maravillas. Uno y otro impusieron en su juzgado y con su decidido ejemplo la regla
de oro que pronto los diferenció de su juzgado homólogo: imparcialidad
subjetiva, instrucción más detallada y apuntamientos objetivos[25].
El colmo del atrevimiento fue la labor preventiva del juzgado número
dos, para evitar que sus procesados fuesen objeto de sacas carcelarias -como
las que abundaban en algunas prisiones[26]-,
gracias al subterfugio de hacerlos pasar por reales o posibles confidentes,
cuya vida había de ser objeto de un amparo especial por los funcionarios de la
cárcel. Gracias a ello, se salvaron bastantes vidas, a juzgar por el examen
comparativo de las estadísticas de asesinatos tolerados de uno y otro
juzgados.
Es aquí donde la
alta graduación de Herrada contaba para que, al menos, equilibrara el rango de
su colega del número uno que, al ser un Juzgado Militar Permanente, estaba
también regido por un teniente coronel[27],
quien más de una vez había discutido amistosamente con Herrada por lo poco
disciplinados que eran sus muchachos. Ginés, que sabía lo resbaladizo del
terreno que pisaba, sonreía, le daba unas palmaditas en la espalda y le pagaba
el café. No seas tan duro, F. -le rogaba-. Recuerda que en la
Academia nos decían que los oficiales, teníamos que ser razonables. ¡Ya lo sé,
coño! -gruñía el juez permanente-, pero es que ahora estamos en guerra.
Herrada, por no discutir en serio, bromeaba: Tienes razón, compañero. Voy a
pedirle al camarero que nos eche un buen chorro de coñac antes de entrar en
combate, como en Marruecos.
Lo cierto es que,
pese a lo recio de aquellos tiempos y a las piquillas entre colegas, Herrada y sus
muchachos alcanzaron un cierto respeto, por la diligencia y seriedad con
que actuaban. A fin de cuentas, pensaban los Auditores de carrera, bueno era
que los juzgados se comportasen dentro de la legalidad. Ya vendría luego Paco
con la rebaja, en los consejos de guerra, donde ellos cortaban el bacalao y los
jefes y oficiales de horca y cuchillo repartían penas de muerte y de
treinta años de cárcel, como quien se tomaba una caña en la terraza del Royalty.
Eso mismo reconcomía a César quien, durante el día, parecía satisfecho de su
conducta -de la de otros, siempre decía aquello de allá cada cual con su
conciencia- pero, bastantes noches tardaba mucho en conciliar el sueño,
dudando sobre si haría bien con aquella actitud suya posibilista, de creer que
cualquier otro lo haría bastante peor. En efecto, en las noches de insomnio
daba en pensar que estaba haciendo un paripé y que quién le mandaba a él hacer
de personaje secundario en aquella trágica comedia, hecha de mentiras,
apariencias y sangre.
Así marchaban las
cosas cuando llevaron detenido a su juzgado a un concejal -¡otro más!- de Izquierda Republicana. César, el
secretario, avisado por su padre, que también era edil, pero de derechas, avisó
a Herrada:
- Se
trata de Braulio Segurado, profesor del Instituto, buena persona y hombre de
paz, según asegura mi padre que, en estas cosas, es testigo digno de crédito.
En fin, mi teniente coronel, que a ver si, por esta vez, se libra un miembro de
la Corporación del pelotón de fusilamiento.
- Ya
sabes cómo es esto, César. Tómale tú declaración de la manera que sabes y mira
a ver si el hombre pide perdón, hasta por la muerte de Viriato.
- Convendría
darle el trato especial[28],
que los concejales tenían muchos enemigos.
- Redacta
y firma el oficio pertinente y me lo pasas luego para el visto bueno.
***
¿Quién sabe lo que
pudo salvar la vida de Braulio Segurado? Probablemente, muchas cosas, pero no
la principal: que era un hombre justo, que jamás se había rebelado contra el
Gobierno, entre otras cosas, porque los militares sublevados no habían sido Gobierno
hasta después de que lo detuvieran. Pero el hecho es que lo condenaron, solo,
a treinta años de cárcel; y la verdad es que Segurado siempre creyó que debía
la benevolencia a haber caído en aquel juzgado número 2, en las buhardillas del
caserón de la calle de Fray Luis, en vez de la segunda planta, donde lucía, dentro
de lo que cabe, el Juzgado Militar Permanente, es decir, el uno. César, con un
alegrón de tomo y lomo, pidió al secretario del consejo de guerra que le
permitiera ser él quien comunicase al reo que había evitado la condena a
muerte. El otro se encogió de hombros y autorizó la gestión, a cumplimentar en
la Cárcel Nueva, donde Braulio estaba ingresado. Al enterarse del fallo, este
se desplomó en una silla. Empezaron a caérsele las lágrimas
y solo acertó a pronunciar una palabra: Salvado. Luego, durante dos o
tres minutos, nada. César, atónito y un poco desilusionado, hubo de dar por
conclusa la diligencia. Firme aquí, dijo, dejándole la copia de la
sentencia sobre la mesa. Cuando salía, desde le puerta, volvió la vista atrás.
El funcionario presente en la saleta lo estaba levantando a peso, sin que
Segurado respondiera a los tirones.
- ¿Qué
tal?, preguntó Herrada a César cuando este regresó al juzgado. Se habrá puesto
contento.
- No
me dijo ni una palabra, respondió el secretario. Bueno, sí: Salvado.
-
Bastante
decir es, aventuró Herrada. En fin, que le anuncien a uno que va a pasar media
vida en la cárcel tampoco es como para ponerse a bailar seguidillas.
Una semana más
tarde, con Don Braulio camino ya de Pamplona para cumplir la condena,
anunciaron a César la visita de una chica que dice que es hija del concejal
Segurado y que quiere verlo a usted. El secretario mandó salir al cabo con
quien estaba despachando y la hizo entrar. La verdad es que la visita fue
corta, pues la joven venía decidida a darle las más expresivas gracias, en
nombre de toda la familia pero, sobre todo, de su padre, que había marchado
para el penal de San Cristóbal con el regomello de no haberlo hecho en su
momento, al quedarse anonadado. César recordó lo de la muerte de
Viriato y lo que figuraba en los considerandos de la sentencia:
… Que el acusado
ha mostrado arrepentimiento de su conducta anterior, de lo que han dejado
constancia los periódicos, para general conocimiento y ejemplo de quienes
pudieran seguir descarriados en su conducta para con la Patria, cuyos supremos
valores representa y encarna el actual Movimiento Nacional liberador…
- Perdone,
señorita, la interrumpió Moliner. Es probable que me crea la persona que puede
haber evitado la condena a muerte de su padre, pero en eso se equivoca.
- ¿No
fue usted quien aconsejó a mi padre cómo tenía que declarar? Él así me lo hizo
saber y pensó que lo había hecho por ser su padre concejal del Ayuntamiento,
como el mío.
- Bueno,
en efecto, fui yo quien lo orientó sobre cómo actuar, pero la acertada
recomendación fue cosa del juez, el teniente coronel Herrada.
- Pues,
siendo así, ¿podría verlo para darle las gracias a él?
- Voy
a telefonearlo, a ver si está y la puede recibir.
Momentos después,
Aurora Segurado se hallaba frente a Ginés Herrada quien, avisado por César del
objeto de la visita, empezó por quitar importancia a su intervención:
- No
sé lo que le habrá contado el sargento Moliner, pero mi consejo era de puro
sentido común. Han sido su padre y el tribunal los que han evitado lo
irremediable. Todo lo demás tiene solución. Estoy seguro de que las penas de
cárcel las reducirán mucho en cuanto acabe la guerra.
- ¡Dios
le oiga! Lo malo es que mi padre es una persona mayor y padece bastante de los
bronquios y del riñón. Y ya ve usted dónde lo mandan, a uno de los sitios más
fríos de España. No sé si aguantará, el pobre.
-
Presénteme
un certificado médico de los padecimientos de su padre y una instancia firmada
por su madre, exponiendo cuanto me ha dicho y pidiendo el traslado a una
prisión con clima más benigno o, al menos, más cerca de ustedes, para procurar
auxiliarlo. No depende de mí, ni creo que, en principio, sirva de mucho, pero
yo procuraré que el Auditor la informe favorablemente, y a ver si hay suerte.
Se despidieron
hasta que tuviese el certificado médico. Herrada aún le dijo:
- ¿Tiene
usted más hermanos?
- Sí,
un varón un año mayor, que creo que ahora está combatiendo en el frente de
Madrid.
- Eso
también puede ayudar. Háganlo constar en la solicitud.
***
Decían entonces
que Castellar era un pañuelo, aunque también pudo ayudar el que Aurora viviese
en la calle de La Piedad, por donde tomaba todos los días Ginés para ir del
trabajo a casa. Aunque era mal fisonomista, se había quedado con la imagen de
aquella joven menudita y de rostro que le había impresionado por su regularidad
y dulzura. También ayudó a la identificación el que llevase el mismo abrigo
gris marengo y el sombrerito campana con lazo, de tono un poco más claro.
- ¡Qué
tal, señorita Segurado! ¿Van caminando los trámites?, la interpeló Herrada,
llevándose la mano a la gorra militar.
-
Bien,
gracias. En efecto, vengo precisamente de la consulta de nuestro médico de
cabecera, doctor Laguna, que ha quedado en entregarme su informe mañana por la
tarde.
- Pues,
si no quiere alargar más la cosa, dado que mañana es sábado, me lo puede llevar
a casa y se lo deja a mi madre, si yo no estuviere.
- Muy
agradecida. Y, de paso, le transmito la gratitud de mi madre. La mujer no está
anímicamente para salir de casa y tratar, como ella dice, con gente
desconocida.
- Lo
comprendo; que no se preocupe y se reponga… Perdone, la estoy entreteniendo.
- Vivo
poco más allá. Si va usted también para el Campillo, podemos avanzar por el
mismo camino.
Apenas fueron cien
metros, que no dieron de sí para nuevos temas de conversación. Ginés,
simplemente, expresó una deducción obvia:
- Así
que viven ustedes en esta calle. Mucho paso yo por ella en los últimos meses.
- Aquí
vivimos de toda la vida, en el número 4. Mi hermano, no, pero yo ya nací allí.
Habían llegado
ante el portal. En una de las jambas, una modesta placa rezaba: Pensión
Aurora. 2º derecha. El militar inmediatamente ató cabos y la chica se percató
de ello:
-
Sí,
la regenta mi madre. No hemos tenido más remedio que convertir la mayor parte
de nuestra vivienda en una casa de huéspedes. Menos mal que es grande.
Ginés sonrió y no
quiso hacer comentarios en tema tan doloroso. Sólo comparó:
- La
mía también es muy grande, para mi madre y para mí… Recuerde, Teatinos, 12,
segundo, izquierda.
- Allí
estaré, tan pronto Don Antonio me entregue el certificado.
- Pues
hasta mañana. Y mis respetos a su mamá, aunque no tenga el placer de conocerla.
Permaneció un
momento parado en la acera, mientras la joven accedía al portal y subía los
escalones del zaguán. Sintió un poco de vergüenza al fijarse en que su silueta,
con abrigo y todo, le parecía muy agradable.
5. Entre la gentileza y la ternura
- Pues,
aquí donde me ve -explicaba Aurora a Ginés, en el salón de la casa de este-, a
mis veintidós años ya he tenido tiempo de hacerme maestra nacional y de perder
mi puesto. Es lo que tienen estos tiempos tan cambiantes.
Herrada supuso que
la joven se encontraba a gusto con él, en aquella enorme pieza, quizá por el
calorcillo y el aroma de aquel café mezclado con achicoria, al que su madre
sacaba tanto partido y que él había ilustrado a modo con las delicias de
la confitería de Felipe Hernández: empiñonados, yemas, cañas y aquellos
famosos abisinios, que ahora podían parecer algo irrespetuosos[29].
Cuando había visto semejante bandeja de golosinas, Aurora se había hecho
cruces: Probaré algo, pero pequeño, que estoy engordando bastante
últimamente, dijo. Ginés la miró de reojo y así, con traje sastre y sin abrigo,
la chica lucía muy esbelta, pese a su corta estatura. Luego, mientras el
militar leía con detenimiento el informe médico y la instancia que le había
traído, la muchacha, bien por hallarse en tensión, bien por gula, hizo los
honores más de una vez a los dulces. Finalmente, Ginés dio como buenos los
documentos y pasó a acompañarla en la merienda, atacando también a modo
las existencias. Para iniciar la conversación, le hizo un resumen de su
peripecia vital -que nosotros ya conocemos-, acompañando algunos de los
episodios con la pertinente exhibición de las fotografías que adornaban mesitas
y aparadores. Luego:
- Bueno,
ya está bien de hablar de mí todo el rato. Ahora le toca a usted. ¿Qué tal les
va con la pensión?
Fue lo suficiente
para, como sucede con las cerezas del cesto, ir pasando de tema en tema,
mientras Aurora perdía la cortedad y parloteaba con voz cantarina y ademanes
expresivos, que a Ginés lo tenían embobado. La verdad es que, reducida a
esquema, la narración tenía poco de dramático para lo que se veía por aquel
entonces: Una familia de clase media, con un padre culto y fascinado por Azaña[30];
una madre, modista de profesión y ama de casa con plena dedicación desde su
matrimonio; un hermano, año y pico mayor que Aurora, a quien la conscripción
había interrumpido sus estudios de Filosofía y Letras en el último curso de
carrera; y Aurorita -se llamaba como su madre-, maestra con oposición ya
ganada y escuela en propiedad en Cepeda de Carboneros[31].
Ese era su viaje de ida. En cuanto al de vuelta, lo contaba así:
-
Si
a juramento me llaman, no sabría decir si soy de derechas o de izquierdas. Soy
del partido del trabajo, la inteligencia y la igualdad del pueblo. De
creer a los políticos, yo podría ser de cualquier partido, porque todos dicen
profesar esos valores. Bueno, a lo que iba, siendo mi padre quien era, el
destino de su hija estaba cantado, a poco que alguien de Cepeda me difamase con
cualquier rumor o por cualquier palabra en clase. Total, que me han depurado y,
por orden de septiembre pasado, me han sancionado con dos años de suspensión de
empleo y sueldo. Así que aquí me tiene usted, ayudando a mi madre en esa casa
de huéspedes que ha montado y que supongo será el negocio de la familia
hasta que las ranas críen pelo… ¡Huy!, perdone, era un dicho muy corriente en
el pueblo.
Herrada sonrió,
con ademán de quitar importancia a lo escuchado. Luego, percatándose de que
hacía tiempo que se había hecho de noche y su madre andaba ya arriba y abajo
por el pasillo, entre la sorpresa y la curiosidad por tan larga visita de una
joven de buen ver, decidió poner fin al encuentro, con toda la corrección de la
que debe usar un anfitrión que, además, está encantado con la compañía:
-
Bueno,
Aurora, me parece que estoy abusando de su amabilidad y preguntándole en
exceso. Si me da cinco minutos, me arreglo un poco y la acompaño hasta su casa,
que se ha hecho de noche y está cayendo una niebla de chupa rescoldo.
Los cinco minutos fueron solo tres. La
joven se levantó y Ginés le dijo:
-
No
se ofenderá, si hacemos un pequeño envuelto con los pastelillos que han quedado
y se los hace llegar a su madre, con mis consideraciones.
-
¡Por
Dios, no se moleste, que usted también tiene madre! Tómenselos esta noche de
postre, o para el desayuno.
-
No
insisto en esto, pero sí en que procure tutearme. La reciprocidad es obligada y
me resulta muy difícil, desde mis cuarenta y tantos[32],
tratar de usted a una muchachita de veintidós.
- Haré
lo que pueda, aunque no creo que volvamos a vernos en plan de charla larga.
- ¿Por
qué no? ¿No has estado a gusto?
-
Hacía
mucho que no lo pasaba tan bien, pero la pensión y algunas clases particulares
que doy me tienen ocupadísima.
Pronto tuvo ocasión Ginés de
comprobar la verdad de estos impedimentos. Fue la mañana en que Aurora apareció
por su oficina, previamente citada, para recibir la información y la copia
sellada de la instancia en favor de su padre. Pese a la buena noticia de que la
Auditoría la había cursado con informe favorable, cuando el teniente coronel,
venciendo su cortedad, le preguntó si tendría un ratito al siguiente fin de
semana, para pasear o tomar un café, la joven declinó el ofrecimiento con una
disculpa que a Herrada, suspicaz dadas las circunstancias, le sonó a incierta:
- No
puedo, dijo Aurora. Es cuando los huéspedes estudiantes se van a los
pueblos para estar con sus familias, y nosotras aprovechamos para hacer una
limpieza más a fondo.
-
¿Y
cualquier otro día? -insistió Ginés-. Podríamos hacer lo que más te apeteciera,
no siendo ir a bailar…
Y se señaló la
pierna izquierda, con aire de circunstancias.
La muchacha se
sintió conmovida. Por un lado, no quería que él atribuyera al defecto físico -o
a la edad- su negativa; pero, por otro, se imaginaba las indeseadas habladurías
de los conocidos y las objeciones de su madre:
- Me
cuesta mucho decirte que no, por lo que te ruego que no insistas. Tal vez en
Navidades…
Todavía faltaba
mes y medio para eso, pero Ginés se dio por satisfecho. Al despedirla, se justificó:
- No
querría que pensaras que soy un aprovechado, que te hace venir aquí para…
Con gesto
inesperado, Aurora puso su mano en la boca de su vergonzoso amigo, y susurró:
- Ni
se me ocurre. Eres un dechado de gentileza. Y no creas que me desagrada tu
interés, pero hay algo grave en mí que me impide corresponderte. Por
favor, créeme y no me hagas preguntas.
Ginés asintió. Si
hubiese sido el de sus tiempos mozos, habría dado por perdida la batalla pero
ahora, entre la sabiduría de la edad y la experiencia de juez, pensó:
-
¿Tendrá
que ver eso grave que tiene Aurora con los motivos de la depuración como
maestra? Es una tontería pero, si descubro algo, podré actuar en consonancia y
quién sabe si vencer su oposición.
Dicho y hecho.
Usando de una mentira difícilmente demostrable, se dirigió a la Inspección del
Magisterio de Segovia y por ser preciso como antecedente, en un
procedimiento seguido en este Juzgado, solicitó copia del pliego de cargos
y la resolución del expediente depurador de la maestra Aurora Segurado Cortés,
que en el curso 1935-36 ejerció en la localidad de Cepeda de Carboneros. En
último extremo, si alguien pedía cuentas de esta solicitud, siempre podía decir
que era para completar la instancia sobre el posible traslado de prisión de su
padre.
Sin objeción
ninguna, al cabo de una semana recibió lo solicitado. La documentación no
aportaba nada extraño, dentro de lo corriente en este tipo de expedientes: Que
Aurora era hija de un concejal de Castellar de Izquierda Republicana; que no
acudía a misa los domingos, ni había cumplido con los sacramentos pascuales;
que participaba en las actividades de la Universidad Popular y de las Misiones
Pedagógicas[33]; que en
la escuela unitaria que regentaba estaban fijados por las paredes retratos de
reconocidos izquierdistas que, aunque ella manifestó no haberlos colocado, lo
cierto es que tampoco los había retirado… Solo un párrafo mereció viva atención
por parte de Herrada. Era el siguiente:
Que Doña Aurora
Segurado ha mantenido relaciones de noviazgo con el también maestro, Don Isaías
Navascués, maestro de niños de Navalasal (Ávila), quien llegó a pernoctar en
algunas ocasiones en la vivienda oficial de la susodicha maestra; siendo de
notar que el citado era miembro activo del Partido Socialista y estaba afiliado
a la Unión General de Trabajadores, habiendo desaparecido del lugar de su
residencia el día 19 de julio pasado, apareciendo su cadáver días después y
siendo inscrita su defunción como causada por herida de bala…
Era mucho más de
lo que Herrada confiaba descubrir. Allí estaba -como ustedes se habrán
percatado, sin que haga más énfasis- buena parte del motivo que mantenía a
Aurora en estado de hibernación sentimental, según decía Ginés, mientras
leía y releía el informe, hasta desgastarlo. Y, en cuanto al resto, entre lo
que el expediente relataba y aquello de “hay algo grave en mí”, Herrada
empezó a sospechar que los días de pernocta en común pudieran haber tenido consecuencias
a medio plazo. Echando cuentas por las fechas, tales consecuencias, de ser
ciertas, tenían que empezar a ser evidentes, no tardando: Seguramente para
Navidades, sin que tuviera que intentar un encuentro anterior, como
inicialmente había sido su propósito. Es más, después de lo que sabía -y de lo
que creía saber- prefería no encontrársela casualmente, para no tener
que disimular y para ganar tiempo, a fin de tomar una resolución firme respecto
de toda aquella confusión. Empezó, pues, a ir y venir al trabajo dando un
rodeo, así como a salir de casa por las tardes lo menos posible, alegando un
intenso dolor de rodilla, cuando su madre lo invitaba a acompañarla para dar un
paseo, o al rosario vespertino.
La edad y la
experiencia de Ginés le inspiraron la solución de aquel lío, en unos términos
que, aunque movidos por la ternura, tenían toda la apariencia de una
transacción mercantil, dicho sea con la peor intención: Aurora tendría que
hacer ojos ciegos a la diferencia de edad y a la cojera. Ginés cargaría con
el niño y ayudaría a su futura en lo económico y en la cobertura de su
izquierdismo. ¿Y el amor? Herrada solo podía hablar por él: cariño y deseo no
le faltaban. En cuanto a Aurora, que ella decidiera. A fin de cuentas, no
estaba en una situación tan desesperada como para no poder determinarse
libremente. Con un juego de palabras: Ginés podía ser en esto un poco, o un
mucho, paternal, pero no comportarse de modo paternalista, es decir, decidiendo
por ella.
Pero Ginés parecía
estar pensando todavía en términos republicanos -¡Dios le libre de que
se sepa!-, como si el divorcio pudiera venir a romper aquellos vínculos que el
tiempo evidenciara como equivocados. Lo malo era que, en la zona nacional,
todas las Auroritas, que no se hubiesen determinado tan libremente como
era de desear, ya no tendrían la oportunidad legal de sacar las oportunas
conclusiones. Con todo, me permito hacer constar que tal vez el Señor Herrada
no estuviera al corriente de estos temas que, por lo demás, solo estaban al
alcance de personas preocupadas por la cuestión, o de los profesionales del
Derecho, como ha sido mi caso, modestia aparte[34].
6. Un matrimonio controvertido
- Ginés,
te llaman por teléfono: una tal señorita Segurado.
Si su madre le
hubiese dicho que lo llamaba el Generalísimo, no habría experimentado mayor
sorpresa, aunque sí mucha menor emoción. Era el 10 de diciembre. Por la mañana,
había estado en San Benito, con motivo de la celebración de la Virgen de Loreto[35]
y, durante la misa, un tanto ausente, había pensado precisamente en Aurora y en
lo poco que faltaba para las navidades, cuando tenía idea de ponerse en
contacto con ella. En fin, hablando del Rey de Roma…
Afortunadamente,
los actos matinales dieron a Ginés material para romper el hielo y evitar un
embarazoso silencio. Desde el otro lado del hilo, Aurora tomo pie en una carta
de su padre -la primera recibida en dos meses-, en la que decía estar bien y no
ser la cárcel tan tremenda como era fama. Herrada aceptó tan benévolo juicio
para no despertar inquietudes y le hizo saber que no había, por ahora,
contestación a la instancia. El caso es que, pasado un cuarto de hora, por fin
la joven entró en la verdadera materia que la había movido a telefonear:
- Pensaba
que nos encontraríamos por mi calle, como otras veces, pero, en vista de que no
ha sido así, te llamaba para saber de ti y quedar para dentro de unos días, si
quieres.
- ¡Claro!
¿Cuándo y dónde?
Lo dijo con tanto
énfasis, que Aurora se echó a reír:
-
¡Menos
mal! Ya veo que no estás enfadado. Después de nuestra última conversación, me
sentí disgustada. Creo que lo menos que mereces, es una explicación.
Ginés se quedó con
ganas de responderle que ya no le era necesaria, pero prefirió ser más
prudente:
- Pues
nada, chica, cuanto antes. Así aclaramos las cosas y quedamos tranquilos.
Se ve que Aurora
pensaba lo mismo, pues quedaron para el siguiente domingo, día 13, a la salida
de misa de once en los Capuchinos. Ginés, más contento que unas pascuas, bromeó:
- Así
que la maestra de Cepeda ha vuelto a ir a misa.
- ¡Qué
quieres! A ver si así me conceden el reingreso, dentro de dos años.
Llegado el
momento, Aurora le rogó:
-
Aunque
hace un frío del demonio, te ruego que paseemos. Así me será más fácil de
exponer lo que tengo que decirte.
Por la calle del
Campillo y la plaza del Poeta, llegaron al Parque. Para entonces, Aurora ya
había revelado a Ginés todo lo que este sabía, gracias al informe de la
Inspección de Segovia. Si acaso, variaban los matices, siempre favorables a
destacar las afinidades intelectuales y de compañerismo entre lsaías y ella,
así como la circunstancia decisiva de su juventud y ser los primeros meses que
pasaba, empleada y libre, fuera de su casa y de la férula paterna. Él callaba y
comprendía el papelón de la pobre chica: No querría pasarle
por las narices que había estado enamorada de su difunto novio hasta las
cachas. A fin de cuentas, Ginés podría sentir demasiados celos e Isaías ya no
estaba en este mundo, para ofenderse por su degradación.
De todas formas,
mientras caminaban -tal vez, en busca de algún banco escondido-, Herrada había
ido tomando una de esas decisiones irrevocables que, de vez en cuando, asumía
de golpe, como si hubiese recibido un oráculo de su ángel de la guarda: No
daría un solo paso hacia Aurora, si no tomaba ella la iniciativa de revelarle
esa misma mañana lo grave que había en ella. De hecho, la vista se le
iba constantemente hacia su vientre, sin que nada pudiera columbrar bajo el abrigo.
Finalmente, a
riesgo de coger una pulmonía, se sentaron en las inmediaciones del estanque,
donde unos cuantos patos ateridos trataban de nadar entre los témpanos de
hielo. Aurora se acogió a la enteca protección del cuerpo de Ginés y bisbiseó:
-
En
la primavera pasada, Isaías y yo decidimos casarnos antes de que empezara el
curso siguiente. Siendo él como era, yo no tenía ninguna duda en que mi padre
autorizaría de buen grado la boda, ya que yo era menor de edad[36].
El hecho de que él fuese divorciado no me planteaba mayores problemas, dado que
no había tenido hijos del matrimonio anterior.
-
¿Divorciado,
dices? Pues ¿qué edad tenía para haber estado ya casado?
- Diez
años más que yo.
Ginés echó cuentas.
Parecía un buen presagio que a Aurora le gustasen mayorcitos pero,
claro, veintisiete menos diez…: todavía había un mundo entre la diferencia con
Isaías y la que él le llevaba. Pero pronto tuvo que volver a la explicación,
pues la joven, sin respetar el tiempo de la resta, estaba llegando al punto
crucial:
-
El
caso es que, ya prometidos y lejos ambos de nuestras familias, pasamos juntos
algunos fines de semana y, en uno de los últimos, pues…
Aurora, de
repente, se irguió y desabrochó el abrigo. La curva no era aún muy ostensible,
pero ella la remarcó. Lentamente, volvió a abotonarse y dirigió la mirada,
expectante, a Ginés. A este, muy tranquilo y con cara de felicidad, no se le
ocurrió cosa mejor que preguntar:
- ¿Qué
prefieres, niño o niña? Porque no serán gemelos, ¿verdad?
Aurora se quedó de
piedra. Ni su médico de cabecera habría parecido tan pancho al saber de su
embarazo. Por un momento ambos se escrutaron, buscando en la cara del otro la
clave de aquella sorprendente normalidad. Finalmente, Ginés, ya plenamente
dueño de la situación, diseccionó esta como lo hacía cuando hablaba consigo
mismo en la oscuridad de su dormitorio:
-
La
cosa es sencillísima, Aurora. Yo te quiero y ese cariño te ampara a ti y
protege cuanto sea tuyo y ames. Me tiene sin cuidado que, hace solo unos meses,
quisieras a otro y estuvieseis prometidos. La guerra es criminal y la vida
tiene que seguir para los que quedamos, máxime si sois jóvenes o por nacer. La
cuestión es otra -y a esa tienes que responder tú-: Yo puedo ser tu padre y,
además, soy lo que llaman un inútil para el servicio. ¿Estás, o no, dispuesta a
cargar conmigo, hasta que la muerte me separe de ti?
Aurora se echó a
llorar, diciendo ¡no digas eso, no hables así! Ginés la tomó por el
hombro y ella siguió sollozando, ocultando la cara contra su pecho. Sacó un
pañuelo y, con su ayuda, enjugó las lágrimas y esperó a que se tranquilizara.
Seguidamente, agregó:
-
En
cuanto al niño, estoy dispuesto a reconocerlo como mío y a darle mi apellido,
te cases conmigo o no. A ti, aun sin dejar de ser madre soltera, te vendrá mejor que la gente creyese que lo has tenido de un bizarro militar de derechas,
que no de un rojo fallecido en los primeros días de la guerra. Y supongo
que a la criatura también le irá bastante bien el tener un padre conocido al
que pedir alimentos y una parte de la herencia[37].
Tiempo habrá, cuando sea mayor, de respetar su legítimo derecho de saber quién
fue en realidad su padre.
Aurora, con la voz
entrecortada por la emoción y el frío reinante, al fin, respondió:
- Será
para mí un honor y un placer ser tu esposa, querido, pero calcula bien los
riesgos y las dificultades que este matrimonio puede ocasionarte.
Ginés, sonriendo y
ayudándola a levantarse del asiento, bromeó:
-
Me
temo, querida, que no tengamos mucho tiempo para reflexionar, en vista de lo
avanzado del embarazo. ¿No crees que sería preferible celebrar la boda sin que
te señalen con el dedo?
***
Pesara a quien
pesase, resolvieron celebrar la boda antes de que acabara el año, lo que podía
ser factible a primera hora de la mañana y confesando al párroco el motivo de
la urgencia. Un buen donativo de Herrada acabó por despejar los inconvenientes,
a lo que ayudaba que el novio fuese feligrés de otra parroquia del mismo
Castellar, que aportaría con rapidez la documentación precisa.
- Si
les parece, podemos fijar el día 29, en que se celebra un santo de categoría.
- San
Juan Evangelista, precisó Herrada, que era bastante santero, por parte de
madre.
-
¡En
efecto! ¡Cuánto me alegro, hija, que te lleves a un buen católico! Que, lo que es
a ti, no te he visto por la parroquia.
- Es
que los Capuchinos me quedan más cerca, padre, y ando con la pensión como una
azacana.
- Anda,
anda, que a partir del año que viene vas a pasar a mejor vida.
- ¡Padre,
por Dios!, que aún es muy joven. Si fuese yo…, bromeó Ginés.
- ¡Eres
la monda!, exclamó el párroco, riendo inconteniblemente.
Si en la iglesia
les fue estupendamente, no sucedió otro tanto en sus respectivas casas. La
verdad es que -como Aurora intuía- aquella rapidez de aquí te pillo, aquí te
mato, no era la mejor carta de presentación para una boda tan inusual.
Ginés, menos tolerante en esta materia, se despachaba de manera más tajante:
-
Ya
me temía yo que los más próximos fuesen los más intolerantes. Para ellos, se
conoce que habría sido mejor que yo siguiera más solo que la una y tú, fregando
suelos y con una criatura que criar y mantener sin un padre.
Aurora comprendía
que no le faltaba razón, pero quitaba hierro al asunto:
-
Total,
¿qué más nos da? Nos tenemos el uno al otro. Y seguro que, con el tiempo, las
aguas vuelven a su cauce: Pasado el pronto, queda el cariño.
Para pronto,
el de Doña Anselma que, tan pronto se enteró de que la novia era la niña que
había estado merendando en su casa meses atrás, cogió el canasto de las chufas
-o, por mejor decir aquí, la maletona que había traído de Extremadura- y dijo
muy secamente:
- Si
no te es mucha molestia, sácame billete para Cáceres, que regreso con tu
hermana.
-
¡Pero
qué prisa tienes! Al menos, habla con Matilde y avísala de tu intención.
Por de pronto, seguirás siendo el ama, hasta que Aurora vaya entrando en
materia y aprendiendo los mil y un detalles de la casa y del barrio.
-
Estoy
ya muy cascada para dar lecciones a nadie. Además, tiene a la asistenta para
que la oriente.
No hubo forma.
Ginés tuvo que escribir a toda prisa a su hermana para ponerla al corriente de
la situación, ya que no tenía teléfono. Al propio tiempo, le comunicó la boda
que, en vista de la conveniencia de conseguir un permiso un poco más largo y
de la dificultad de desplazarse con la guerra, habían decidido celebrarla
en la mayor intimidad, sin perjuicio de reunirse y tener un festejo, cuando la
situación lo permitiera.
- Habrás
avisado ya a Matías. ¡Menudo sofocón se va a llevar!, agregó la madre.
-
Lo
intentaré, aunque estando Santander en manos de la República, no sé si le
llegará la correspondencia.
Finalmente,
presionado por Aurora, consiguió, por ser vos quien sois, una breve
conferencia telefónica. Matías era de otra pasta, si bien Ginés facilitó su
conformidad, matizando mucho los puntos conflictivos:
- Aurora
es mucho más joven que yo -no dijo cuántos años menor-.
-
Pues
que lo disfrutes… En serio, papá, ahora con la guerra mueren muchos hombres
jóvenes y es lógico que las novias o viudas traten de rehacer su vida y de arrimarse
a alguien que les dé seguridad.
…
-
Y
va a tener un niño de su relación anterior.
-
¡Caramba,
papá! Eso sí que va a complicarte la vida. No sabes lo difíciles de poner que
son los pañales.
…
- A
ver si podemos abrazarnos muy pronto y celebrar lo que ahora es imposible[38].
- Ya
veremos. El caso es que unos y otros salgamos con bien de esta situación.
***
Tampoco fue grata
la recepción de la noticia por parte de la madre de Aurorita. A Doña
Aurora, todo se le volvían pegas: Que si tu hermano no va a poder asistir; que
si tu pobre padre, con lo inmediato de la fecha y lo que le tardan en llegar
las cartas, se va a enterar a toro pasado; que le iba a ser imposible regentar
la pensión sin su ayuda -tal vez, la razón fundamental-; que si ese señor no se
habrá dado cuenta de que te va a dejar sola cuando más lo necesites
-¡menos mal que no lo conoció hasta un par de días más tarde, con su bastón de
carey y renqueando!-. Aurora hija notó que se le atufaban las narices y le
espetó:
-
Mira,
mamá, estoy al cabo de la calle de todo lo que me dices, pero no tengo más
remedio que casarme, pues estoy embarazada de más de cinco meses, y no
pretenderás que vaya con un bombo que provoque escándalo. Así que da gracias,
como lo hago yo, de que haya un hombre bueno y cariñoso, que cargue con una
maestra en paro y una criatura de otro…
- ¿De
otro? ¿Qué me estás diciendo?, dijo Doña Aurora, escandalizada.
-
Sí,
de otro: De aquel chico con el que me iba a casar y lo pasearon en
julio. Así que estamos como para melindres.
Doña Aurora quedó
amustiada, con la mirada baja y en silencio. Aurorita añadió:
-
Y,
en cuanto a la pensión, Ginés y yo ya hemos hablado de ello. Pagará el sueldo
de una criada para que te ayude en mi lugar mientras lo precises, porque el
negocio no dé lo bastante y mi hermano siga en el frente. Así que descuida, que
no vamos a dejarte abandonada.
La señora pareció
revivir. La hija aprovechó su incipiente receptividad y concluyó, con estas
palabras:
- Mañana
o pasado vendrá por casa para que lo conozcas. Y vete sacando del armario tu
mejor vestido, que vas a ser la madrina.
Así que ya tenemos
madrina, aportada por la novia. Pero ¿y el padrino? Ginés pasó revista a los
poquísimos candidatos que tenía a mano. Luego, tomó la decisión que le pareció
menos comprometida, aparte de que le cayera bien el mozo. Veamos:
- Sargento
Moliner, ¿tiene usted algo importantísimo que hacer el próximo día 29, a las
ocho y media de la mañana?
- Pues
no, mi teniente coronel. ¿Se le ofrece algo?
-
Que
seas mi padrino de boda. Así que di que te planchen bien el uniforme y te
espero en los expresados día y hora, a la puerta de San Andrés.
César no daba
crédito a sus oídos. Herrada sonrió:
- Creo
que conoces a la novia, pero no voy a darte ningún detalle más… ¡Ah!, y chitón.
No hay rechifla más socorrida que la que tiene por víctima a un viudo casi
cincuentón.
7. Epílogo… y principio
Cuando se
preguntaba a Aurorita por el recuerdo que tenía de su boda, respondía
con una sola palabra:¡frío! Su mamá habría optado al escoger entre la
triste soledad en que se hallaba aquella enorme iglesia, o lo bien que le
sentaba a su yerno el uniforme de gala con las condecoraciones: ¡si casi
parecía un joven apuesto!, llegaba a decir. Ginés se habría decantado por
el apuro que pasó, dado el estado de buena esperanza de su mujer, cuando sufrió
un tropezón a la puerta del templo. Y César, con su buen humor habitual, se
habría referido al espléndido chocolate con churros, obsequio del Padre
Serviliano, servido en la casa parroquial, al amor de un brasero bien atizado.
¿Y los demás? Pero ¿qué otros, si aquella boda no había tenido más invitados?
Claro está que había razones de sobra para la intimidad. Cuando a Herrada
empezaron los colegas a preguntarle por lo callado que se lo tenía,
invariablemente contestaba:
-
Hay
que ser austeros, que estamos en guerra. Además, ¿con qué cuerpo íbamos a
invitar a ningún amigo, si nos faltaban, a mi mujer, su padre y a mí, mi hijo?
Luego, pagaba una
ronda y prometía con su mejor intención:
- La
celebración, para después de la Victoria[39].
Supongo que más de
uno se quedaría con ganas de decir aquello de cuán largo me lo fiais
pero la autocensura los obligaba a convenir.
De la iglesia, la
pareja tomo un taxi hasta casa de Ginés. Estaba casi tan fría y bastante más
solitaria que San Andrés. Solo el potente fogón de la cocina bilbaína templaba
el ambiente, gracias a que Herrada se había levantado a las seis para
encenderlo. Ginés condujo a su esposa hasta el amor de la lumbre. Al entrar en
la cocina y quitarse el abrigo, Aurora sufrió un escalofrío. Su marido,
sonriendo, le preguntó:
- ¿Será
del frío o por miedo al futuro?
- Nada
de eso, querido. Estaba recordando lo que desafinaba el sacristán tocando el
órgano.
***
La niña, Nieves,
nació a fines de marzo. Doña Aurora volvió a ejercer de madrina,
correspondiendo el padrinazgo a su hijo Fernando, que pudo conseguir un permiso
al concluir la batalla de Guadalajara[40].
Se dice que los
niños suelen venir al mundo con un pan debajo del brazo. No fue así en el caso
de la pequeña Nieves Herrada Segurado. Apenas había cumplido un mes, cuando su
papá recibió una reprimenda que, durante algún tiempo, fue muy comentada en
las oficinas de la calle de Fray Luis y, por extensión, en el regimiento de
Farnesio. El coronel Auditor de la Región convocó en su despacho a al teniente
coronel Herrada y, en presencia del juez del juzgado número 1, le echó una
bronca de padre y muy señor mío. En teoría, el motivo era el de haberle
recomendado la instancia de su suegro, sin advertirle de la relación que
con él tenía, poniéndole con ello en el brete de apoyar la solicitud por
motivos espurios. Inútil habría sido recordar al coronel que la boda con
Aurora había sido algún tiempo después: En último extremo, Ginés tenía que
reconocer que todo el tinglado lo había montado en atención a la hija del reo.
Por tanto, calló y se mantuvo rígido, en posición de firmes, aguardando que el
chaparrón amainara. Mas, lejos de escampar, la tormenta fue tomando un cariz
más ominoso y menos proclive a que Herrada la sufriera a pie firme sin plantar
cara. La verdad es que la ley no estaba muy de su parte:
-
Se
casó usted sin esperar que le llegase la autorización de sus superiores, cosa
ya de por sí ilegal y sancionable, aunque pueda tener un pase en caso de
urgencia, como parece que fue el suyo, a juzgar por la fecha de nacimiento de
su hijo[41].
Pero eso es para supuestos ordinarios, no para los de matrimonio con personas
desafectas al Movimiento, como es el caso de su esposa.
- Perdone,
mi coronel, pero mi mujer nada ha hecho contrario al glorioso Alzamiento
Nacional y miente quien sostenga lo contrario.
El coronel se puso
rojo y subió aún más la potencia de su voz:
-
¿Pretende
hacerme creer que no son verdad todos los cargos que determinaron su separación
del magisterio?
Ahí lo quería tener Herrada:
- Se
ha tratado solo de una suspensión temporal, pero por razones y hechos
anteriores en todos los casos al 18 de julio pasado, que es la fecha desde la
que hay que contar y valorar todo lo sancionable, salvo que nos pongamos la ley
por montera, como Usía sabe perfectamente y espero que no lo apoye desde su
elevado cargo.
El Auditor amainó
el chorreo y derivó hacia donde le convenía:
-
Una
cosa es lo punible y otra la desafección a la Causa. No me negará usted que el
padre de su señora…
- La
ley no permite hacer a los hijos responsables por las ideas o la conducta de
sus padres.
- Ya,
ya. Y supongo que también tendrá explicación para que un rojo pueda
volverse blanco de la noche a la mañana.
- Mi
esposa, coronel, nunca fue, ni roja, ni azul, sino una buena persona. Y le
puedo asegurar que ahora, a mi lado y madre de una criatura, no tiene otro
objetivo que el de hacer vida familiar, a la espera de volver a ejercer como
maestra, cuando se lo permitan.
El coronel estaba
ya cansado de discutir. Concluyó tajante:
- Herrada,
entiendo que ha cometido usted dos faltas graves: casarse sin permiso y
recomendarme un asunto de su suegro, sin advertirme que lo era. Tendré que
abrirle expediente por ambos cargos, a partir de cuyo momento quedará suspendido
en el ejercicio de sus funciones. Queda advertido de todo ello. Ahora puede
retirarse.
Ginés saludó y
salió. El otro teniente coronel salió tras él y lo alcanzó en el pasillo. Con
ademán amistoso, le indicó:
- Ven
a mi despacho un momento, que quiero sugerirte algo.
La sugerencia no
era otra que la de evitar la apertura del procedimiento disciplinario,
presentando inmediatamente la renuncia al cargo de juez eventual y el
subsiguiente retorno a la situación de reservista. Si quieres justificarlo,
alega razones de salud, le recomendó el juez del 1. Herrada asintió y, sin
decirle nada a su esposa, redactó aquella tarde la solicitud que se le había
indicado, si bien cambió la causa, por orgullo o por aproximarse a la verdad: Renuncio
a causa de mis nuevas ocupaciones familiares, que precisan de toda mi
atención.
A la mañana
siguiente, presentó la instancia al Auditor, quien le indicó:
-
En
tres o cuatro días tendrá la contestación favorable. Entre tanto, celebre o
firme todo lo de trámite, despídase sin dar tres cuartos al pregonero y
recoja todas sus cosas. No adopte resoluciones ni practique nuevas diligencias:
Ya se encargará de ello el otro juzgado.
Lo que más le
costó fue despedirse de su padrino de boda, el joven sargento Moliner. Tampoco
a él le quiso darle muchas explicaciones, por recato y por cumplir lo prometido
al Auditor. Le dio alguna disculpa sobre la conveniencia de atender a su cambio
de situación doméstica y, eso sí, le advirtió:
-
Ignoro
quién me reemplazará -le dijo-, pero ándate con cuidado. La mayoría de mis
compañeros no tragan con eso de que los rojos también merezcan un trato
justo.
***
Finalmente, contó
a Aurora todo el bochinche. La joven esposa lamentó lo sucedido, pero
Ginés lo convirtió en una humorada:
-
Yo
también lo siento muchísimo pues, siendo mi pensión de retirado bastante más
corta que lo que venía cobrando de juez, no podremos ir el próximo verano de
vacaciones a Biarritz.
Por la tarde,
decidieron estrenar su plena libertad. Vistieron sus mejores galas y sacaron en
el cochecito a Nieves, tomando los templados rayos del sol primaveral.
- ¿Vamos
por el Parque, Ginés?, preguntó Aurora al salir del portal.
- ¡Quia!
Hoy me apetece que paseemos por todo el centro de Castellar.
Ante tan retador
rasgo de altivez, quizá nos quedemos con ganas de interpelar al Señor Herrada,
para bajarle los humos:
- Y
del futuro, ¿qué?
Pero el militar
desvaído tiene respuesta para eso:
- ¿El
futuro? Para mí vale más un día con Aurora que todo un año en soledad.
[1]
Este relato puede seguirse sin necesidad de haber leído previamente otros, pero
ya he advertido en la presentación que hay personajes que se entrecruzan
con el titulado Historias de amor incomprendido (I): El estudiante
aventajado. Lo pueden hallar en este mismo blog, dentro de la
etiqueta de Crónica sentimental de la Guerra Civil.
[2]
Teniente General, José Sanjurjo Sacanell (1872-1936), jefe de un fallido golpe
de Estado violento contra la República Española en agosto de 1932.
[3]
Herrada tenía buen olfato. La inicial condena a muerte fue conmutada por
la de treinta años de reclusión mayor y, finalmente, en noviembre de 1933, se
le indultaron al golpista sus responsabilidades penales, pero no se le autorizó
el reingreso en el Ejército, ante lo cual Sanjurjo se exilió en Portugal.
[4]
Ya había habido una pequeña guerra de Marruecos, conocida por la Guerra
de Melilla, en 1909. Durante el medio año que duró, se calcula que las bajas
mortales del Ejército español fueron unas dos mil.
[5]
Esta guerra, iniciada en 1921, no concluyó definitivamente hasta 1927. En
número redondos, se calcula que pudieron morir a consecuencia de ella unos 48.000
españoles: unos 18.000 en acciones de guerra y otros 30.000, de resultas de
heridas y enfermedades.
[6] En
octubre de 1921.
[7]
Me consta, por haberla visto en una vitrina de su casa, que fue la Cruz del
Mérito Militar, con distintivo rojo.
[8] Fórmula magistral de Dioscórides, famosísimo
médico, botánico y farmacólogo de Grecia (siglo I).
[9] Se alude
a la Dictadura de Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, entre 1923 y 1930.
[10]
Recuerdo lo dicho en la nota 1.
[11] Véase
observación hecha en la nota 1.
[12]
Fundada en 1928, con el prístino objetivo de atender la tuberculosis y otras
enfermedades infecciosas, así como a los enfermos psiquiátricos.
[13]
Las insignias de teniente coronel tienen dos estrellas de ocho puntas, mientras
que las del grado inferior, comandante, tienen solo una.
[14]
Famoso y recoleto hotel y restaurante, fundado al parecer en 1905, que se
mantuvo abierto hasta el año 2004, si bien en sus dos últimas décadas fue
conocido con el nombre de Hotel Central.
[15]
Golpe de Estado de la mayoría de las fuerzas políticas y sindicalistas de
izquierdas, contra el Gobierno de derechas de la República Española, que
fracasó inmediatamente, salvo en Asturias, donde las violencias duraron unos
quince días, con alrededor de mil doscientas víctimas mortales.
[16]
Véase antes, nota 14.
[17]
Coalición de fuerzas políticas de izquierdas, que ganó las elecciones generales
españolas de febrero de 1936, haciéndose con los resortes del Gobierno, con
seria resistencia de sus contrarios, que culminó con el levantamiento militar
de julio de 1936, inicio de la Guerra Civil (1936-1939).
[18]
Forma vulgar de referirse a los asesinatos políticos, consentidos e impunes, de
personas a quienes solía irse a buscar a su casa, de noche o al amanecer,
trasladándolos en coche o camión hasta un lugar relativamente cercano, donde
eran ejecutados con arma de fuego, siendo los cadáveres abandonados o
enterrados de manera ilegal.
[19]
Aquí respeto la referencia a las memorias de Ginés Herrada. En realidad,
la persona a la que se refiere, el doctor José Garrote Tebar, fue el primero de
los ejecutados en Castellar en virtud de condena a muerte en consejo de guerra.
El fusilamiento tuvo lugar en la madrugada del 29 de julio de 1936. El primer paseado
famoso de Castellar, compañero de Garrote en la Corporación municipal, fue el
concejal, Eusebio González Suárez, asesinado el 27 de julio de 1936; su
profesión era la de tipógrafo.
[20] Se
trataba del teniente coronel de la Guardia Civil, Joaquín García de Diego.
[21] Era el
Código de Justicia Militar de 27 de septiembre de 1890, muy reformado
posteriormente.
[22]
Verbo de estirpe unamuniana que etimológicamente significa reír por lo bajo,
casi sin mover o abrir la boca.
[23] Una vez
más, me remito a lo expuesto en la nota 1.
[24]
Forma ultrarrápida de preparar y celebrar los consejos de guerra,
conforme a la cual se tramitaron la inmensa mayoría de los celebrados en la
llamada zona nacional durante nuestra guerra civil. Véase mi ensayo El
Derecho y la Guerra de España (III). Consejos de guerra y tribunales especiales
franquistas, en este mismo blog.
[25]
El apuntamiento era un amplio resumen de todo lo investigado, realizado
por el juez de instrucción y leído ante el tribunal del consejo de guerra. Era
muy importante porque en el juicio oral apenas se practicaban otras pruebas que
las declaraciones telegráficas de los acusados presentes.
[26]
Especie de paseos (véase nota 18), en que las víctimas eran personas
detenidas o presas preventivas, que eran sacadas impunemente del
establecimiento carcelario para ejecutarlas sin juicio previo -es decir, para
asesinarlas-.
[27]
Daba la casualidad, además, de que era también del arma de Caballería. Como mi
referencia a él pudiera considerarse irrespetuosa por lo imaginativa, me
limitaré a citarlo por sus iniciales, F.A.A. Pertenecía a la promoción de 1909 de
dicha Arma, y falleció en el año 1943. Habría nacido circa 1885.
[28] Véase
texto anterior y nota 26.
[29] Véase en El Norte de Castilla del 11
de junio de 2018 el entrañable artículo de Víctor Vela. Los abisinios podían
resultar de nombre irrespetuoso, habida cuenta de los sufrimientos de los italianos
en Abisinia, siendo así que en 1936 el régimen fascista de Italia era aliado del
bando nacional en nuestra guerra civil.
[30]
Manuel Azaña Díaz (1880-1940), Presidente del Consejo de Ministros (1931-1933)
y de la República Española (1936-1939), principal dirigente del partido
político Izquierda Republicana, por el que Braulio Segurado había sido elegido
concejal del Ayuntamiento de Castellar.
[31] El pueblo ha debido de quedar desierto pues
no viene en los mapas. Aurora decía que era de la provincia de Segovia.
[32] Rasgo
de presunción: Herrada cumpliría los cincuenta, seis meses después.
[33]
A título de ejemplo, véase Pedro L. Moreno Martínez y Ana Sebastián Vicente, Las
Universidades populares en España (1903-2010), edit. CEE Participación
Educativa, número extraordinario, 2010, pp. 165-179, espec. pp. 170-172. Puede
consultarse en abierto por Internet.
[34]
En pura teoría, la Ley de Divorcio de la República de 2 de marzo de 1932 no fue
legalmente suspendida en la zona nacional hasta un Decreto de 2 de marzo
de 1938, pero en la práctica los juzgados civiles no admitieron las demandas de
divorcio de los poquísimos osados que se atrevían a formularlas en dicha
zona. Finalmente, la citada Ley de Divorcio fue abolida por la de 23 de
septiembre de 1939, con efectos retroactivos, ya que los divorcios precedentes
podían ser dejados sin efecto por los tribunales, con tal que lo solicitara uno
de los contrayentes del matrimonio divorciado. Remito a dos buenos y amplios
artículos accesibles por Internet: José María Rives Gilabert y Antonio Pablo
Rives Seva, Evolución histórica del sistema matrimonial español, Noticias
Jurídicas, 21-12-2001; Demetrio Fernández Ucelay, La evolución histórica de
las formas de extinción del vínculo matrimonial, ELDERECHO.COM, Tribuna,
14-03-2018.
[35] Patrona
de la Aviación española desde el año 1920.
[36] En el
Código civil con la redacción entonces vigente, la mayoría de edad se alcanzaba
a los 23 años.
[37]
Para la herencia de los hijos naturales reconocidos, véanse los artículos 840 a
847 del Código civil de 24 de julio de 1889, en su redacción original.
[38]
Santander caería en manos del bando nacional el 26 de agosto de 1937.
[39]
El Día de la Victoria (para en bando nacional) fue el 1 de abril de
1939.
[40]
Una de las más intensas y sangrientas de nuestra Guerra Civil. Tuvo lugar entre
el 8 y el 23 de marzo de 1937, con resultado más bien favorable al bando
republicano. Destacaron las pérdidas sufridas por el Corpo Truppe Volontarie,
enviado por el Gobierno italiano para apoyar al bando nacional.
[41] Es
obvio que el Coronel Auditor desconocía el sexo de la criatura nacida de
Aurora.
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