En busca de la Justicia (III): Procacidad
en el Vaticano
Por Federico Bello Landrove
Nuevo acercamiento
mío al género de la historia novelada, en tres relatos. Tres italianos
imaginarios serán convocados para ayudar a impartir justicia en tres momentos
muy significados de la Historia de Italia: la derrota de Lissa, dentro de su
Tercera Guerra de Independencia (1866); el escándalo de la presunta bigamia del
Ministro, Francesco Crispi (1878); los excesos sexuales de ciertos clérigos de
la época de preparación de los Pactos Lateranenses (1929). Es posible que mis
protagonistas no logren que se haga justicia pero, al menos, creo que
entretendrán a ustedes y harán que aprendan algo de la Historia de Italia en
aquellos tiempos.
Iglesia del Gesù (Jesuitas) en
Roma
1.
Mi camino hacia la Gloria. Primeros pasos
Andando el tiempo,
me enteré de que habíamos nacido en el mismo año, 1875. De todos modos,
nuestros caminos se cruzaron veintiocho años más tarde, no por razones de
coetaneidad, sino por coincidencia de nuestros trabajos en la misma ciudad.
Para entonces, Alfredo Rocco[1] era un joven profesor encargado
de Derecho comercial en la pequeña universidad de Macerata, adonde había
llegado a principios de aquel curso, procedente de su primera labor docente, en
la no lejana Urbino. Yo era un inspector de policía de segunda clase, a punto
de cumplir un quinquenio de servicio en aquella ciudad de las Marcas: vamos, un
veterano, para lo que solían parar allí la mayoría de mis compañeros. Gracias a
mi fidelidad a la encantadora ciudad maceratense, ya era en 1903 la segunda
autoridad policiaca de la provincia, aunque con escasas posibilidades de llegar
allí más arriba, a no ser que el Inspector Jefe, Andrea Ricci, consiguiera
meter la cabeza en la comisaría de Pescara, ciudad de donde era natural.
Aunque Macerata solo
tenía vida propia gracias a su antiquísima universidad, yo no había sentido
durante los años anteriores el deseo de cultivar la amistad de sus profesores
ni, menos aún, de matricularme en ninguno de sus cursos. Hubo de ser, pues, la
casualidad la que nos uniera lo bastante para conocernos. Como evidencia de que
me estaba convirtiendo en un maceratese, era socio de la Filarmónica.
Una tarde otoñal daba un recital nada menos que Busoni. En el entreacto, me
presentó a Rocco un conocido y, como corresponde a un policía, me quedé con su
nombre y circunstancias. Por lo demás, el encuentro fue fugaz y no hubo ocasión
de que se repitiera, toda vez que el profesor había asistido por invitación
especial de otro socio, estando cubierto el cupo de estos y con larga lista de
espera.
Mi escapada al concierto de aquella tarde
fue una de las pocas veleidades que me pude conceder en aquel entonces, pues me
hallaba agobiado de trabajo con el asunto de La Marchigiana, que aún
recuerdan los más viejos del lugar y pueden seguir en las descoloridas páginas
del Corriere. Yo sigo pensando que fue un caso flagrante de quiebra
fraudulenta, que libraron los culpables gracias a la interesada benevolencia de
los acreedores, que les concedieron in extremis el convenio de quita y
espera. Pero bueno será que me explique, sobre todo, si ustedes no están muy al
tanto de los entresijos de la bancarrota, ese peliagudo campo del
Derecho, donde confluyen lo mercantil y lo penal.
La Marchigiana era
la denominación vulgar y abreviada de la Caja de Ahorro y Previsión de San
Giuliano que, allá por 1850, había promovido la Santa Sede -de cuyos
Estados Pontificios entonces formaba parte la región de Las Marcas-, con sede
en la ciudad de Macerata. Para finales del siglo XIX, por avatares políticos y
económicos, los círculos eclesiásticos habían ido cediendo el control y la
participación en la entidad a personas e instituciones civiles, sin abandonar
por ello varios puestos de vocales o patronos en la Caja. Por lo demás, era
obvio que el dinero que nutría su capital seguía procediendo, como desde un
principio, de los pequeños ahorradores de la zona: agricultores, comerciantes o
pensionistas. Y fue la Cámara de Comercio de Macerata la primera en dar la voz
de alarma: Las arcas de La Marchigiana estaban prácticamente vacías y
sus créditos resultaban incobrables, al haberse concedido a personas
insolventes o incapaces de hacer frente a préstamos tan cuantiosos. A mayores,
lo mismo que sucedía con los préstamos, las subvenciones a fundaciones y
entidades sin ánimo de lucro o benéficas acababan sistemáticamente en manos de
personas con parentesco o influencia directa con los patronos de la Caja, que
-bajo apariencia de dietas para cubrir gastos- recibían costosos regalos y
cuantiosos honorarios por asistir a juntas innecesarias o realizar viajes
completamente injustificados.
No era fácil hincar
el diente a una entidad tan consolidada y con tantos intereses creados en
la comarca, por no hablar de la compleja regulación que vinculaba las Cajas de
Ahorros con las demás sociedades mercantiles de Derecho común. No obstante,
actuando solapadamente, de acuerdo con tres de los mayores impositores de la
Caja y con Ruggeri, un abogado anticlerical, logré que estallara el asunto,
justo días antes de que Ricci me llamara a su despacho, un tanto alarmado:
-
¿Te
imaginas lo que puede salir de aquí?, preguntó, por preguntar. Puede ser la
ruina para media provincia.
-
No
veo por qué -contesté con ironía-. Basta con que la otra media reintegre a la
Caja lo que le ha quitado. ¡Ah!, y que los actuales patronos dejen paso a
otros, que sean más honrados y más diligentes en el control de las operaciones.
Mi jefe era muy
listo, o me tenía calado, después de cinco años de trabajo en común. Y
lo que acababa de decirle terminó de abrirle los ojos:
-
No
estarás tú detrás de todo esto…
-
Sabes
que no es posible -repliqué con reserva mental-. No podemos investigar hasta
que resuelva el juez civil. Hasta entonces es cosa de los acreedores, aunque la
verdad es que no me disgustaría ayudarlos, si pudiera.
-
Pues
no voy a darte ese gusto. A partir de ahora, como asunto de gran importancia
que es, me adjudico en exclusiva su vigilancia.
Como es natural,
hube de aflojar la colaboración con los pioneros de la reacción contra el
desfalco en la Caja a quienes, por cierto, cada día que pasaba se incorporaban
más y más demandantes, animados por el hecho de que el bueno del abogado Ruggeri
les cobrase tan solo un dos por ciento del crédito que tuvieran contra La
Marchigiana. De hecho, en una reunión que tuvimos en la sede de la
Filarmónica, con el pretexto de tirar a florete unos asaltos, llegamos a un
acuerdo, que resultó premonitorio:
-
Déjame
solo -me pidió Ruggeri-, mientras se tramita el pleito civil. Resérvate para el
momento en que, declarada la quiebra, haya que pasar a la vía penal.
-
De
acuerdo. No obstante, iré estudiando el tema, por si acaso.
-
No
seas tan previsor, que todavía falta mucho para ese momento y no me extrañaría
que todo quedara en agua de borrajas.
¡Qué razón tenía
el letrado! A los pocos meses, cuando ya estaba hecha la lista de los
acreedores y de los créditos contra la Caja, los abogados que llevaban los
intereses de esta presentaron un convenio regulador, para poner fin al proceso
por medio de un concordato[2]. Ruggeri no sabía qué
aconsejar a sus clientes, pues comprendía que los legítimos deseos de hacer
justicia frente a aquellos desvergonzados administradores podían anular
cualquier pretensión de que los acreedores cobrasen pronto buena parte de lo
que les adeudaban. Yo no era entonces muy luchador y le aconsejé:
-
Apriétalos
todo lo que puedas para que paguen cuanto antes la mayor parte de lo debido y,
en cuanto al resto, pide estrictas medidas de aseguramiento. Pienso que no
debemos ponernos en plan justiciero, a costa del bolsillo de otros, máxime
cuando son personas necesitadas.
Así se hizo. El
juez homologó los términos del convenio y los patronos y los deudores iniciaron
los pagos, con la diligencia que les aconsejaba la espada de Damocles de una
causa criminal. Pero a mí me llevaban los demonios por el hecho de que la ley
bendijera aquel chantaje: si me acusas, no cobras. ¿Y si hubiese algún
resquicio para conseguir ambas cosas?
Aquí cerramos el
círculo y volvemos al profesor Rocco. En los primeros pasos que di por la
biblioteca de la Facultad de Derecho tratando de hallar respuesta a mis
preguntas, me tropecé con una grata sorpresa. El año anterior, había publicado,
todavía enseñando en Urbino, un extenso texto sobre los convenios de acreedores
en la suspensión de pagos y la quiebra[3]. No era, por supuesto, la
obra de un penalista, pero dedicaba alguna atención a las posibles
consecuencias penales de las insolvencias, aunque hubiese mediado inicialmente
acuerdo entre el deudor y sus acreedores. Logré que me prestaran uno de los dos
ejemplares de la biblioteca y, ya en casa, copié literalmente las páginas que
trataban del objeto de mi interés. Ciertamente, no nos daban mucho juego para
lograr aquel desiderátum de cobrar y acusar, pero alguna posibilidad podía
hallarse y, sobre todo, me sorprendió muy favorablemente la precisión y
claridad de la exposición.
Al revelar mi
hallazgo a Ruggeri, este mostró un moderado interés por el mismo:
-
Veo
que ofrece cierto margen a compaginar lo civil y lo penal, pero ha de ser en el
caso -Dios no lo quiera- de que el convenio fuera ilegal o gravemente lesivo
para los perjudicados, o bien, en el supuesto de que los deudores no cumpliesen
lo convenido. Así que, por ahora, me limitaré a exprimirlos hasta que
suelten la última lira y, luego, ejecutaré las garantías ofrecidas… No creas
que no me quedo con ganas de meter en la cárcel a unos cuantos, pero seamos
realistas: Si no fueron condenados los de Banca Romana[4], no creo que lo fuesen los
de La Marchigiana.
-
No
compares -protesté-. No creo que estos tipos estén a la altura de las
influencias de Crispi y compañía.
-
Todo
es relativo, amigo Montanari -replicó-. Estos son delincuentes de menos pelo
pero, puestos a luchar, no sabes lo cara que puede vender su piel un astuto y
retorcido habitante de Las Marcas.
Aunque, a la
postre, la acusación penal contra los responsables de la Caja no llegaría a
producirse, me sentí inclinado a visitar en su despacho al profesor Rocco y
manifestarle la utilidad que había tenido para mí su libro. Sin dar detalles
concretos, presenté mi interés como el propio de un policía intrigado y molesto
por esa triquiñuela de poder parar las acciones penales con el pago de las
deudas, aunque este fuera incompleto y tardío. Rocco me desengañó:
-
Amigo
mío, en este caso es un imperativo legal, pero ¡cuántos casos hay en que los
abogados astutos emplean el conocido argumento de si quieres cobrar, retira
la denuncia! Comprendo que a los jueces y a ustedes los indigne, pero es
tan viejo como la toga de Bártolo -como dicen por aquí-. De todos modos, si de
verdad quiere navegar en un mar tan proceloso, le recomiendo a un capitán más
experto que yo en las aguas penales: Tengo un hermano, profesor en Ferrara, que
tiene como dedicación preferente el Derecho criminal y, no es porque yo lo
diga, es muy competente. Si usted quiere…
Durante muchos
años, no volvimos a conversar. Él era soltero y, en cuanto podía, escapaba
rumbo a Roma, gracias a concentrar sus clases en apenas dos o tres días a la
semana. Yo acababa de caer en las redes de una maceratense y esperábamos
nuestro primer hijo. Curso y medio más tarde, Rocco cambió de Universidad -creo
que marchó a la de Parma- y, poco después, ascendí a inspector de primera y
pasé a dirigir la comisaría de Chieti. De vez en cuando, me llegaban noticias
del Professore por la prensa -desde luego, de tipo político, no
académico-. Tan solo estuvimos a punto de coincidir poco antes de la Guerra
Europea, con ocasión de una convención nacional de Policía celebrada en Padua.
El ilustre Ateneo paduano tuvo a bien cedernos uno de sus salones para
tener las reuniones plenarias. Aprovechando un descanso, me acerqué a la
Facultad de Jurisprudencia y pregunté por el profesor Rocco. Dio la casualidad
de que estaba con un permiso, para asistir a un congreso en Milán. Le dejé mi
tarjeta, expresándole mi afectuoso recuerdo y lamentando no haber podido
saludarlo. Su respuesta fue enviarme a la comisaría teatina una monografía suya
dedicada, en la que, por cierto, se presentaba como avvocato, no como
profesor. Ignoro sus motivos.
Paraninfo de la Universidad de
Macerata
2.
Mi camino hacia la Gloria: El distrito del Borgo
Veinte años después de lo de la Caja
de Ahorro de Macerata, me había convertido en un comisario que caminaba a paso
ligero hacia la cincuentena, con dos hijas adolescentes encantadoras y
una buena vivienda con vistas al Tíber, frente por frente al romano Castillo de
Sant’Angelo. Todas las mañanas, a eso de las ocho, me encaminaba a pie, calle
Borgo Novo arriba, hasta la plaza de Scossacavalli -que, en adelante, llamaré,
por antonomasia, del Borgo-, y entraba en el palacio della Rovere, en
parte de cuyas inmensas dependencias se había instalado la comisaría del
distrito XIV, que yo regentaba desde el año veintiuno. Lo digo para que no
vayan a creerse ustedes que debía el cargo al Fascismo aunque, como cada hijo
de vecino en puesto relativamente ilustre de funcionario, tuve que mostrarle
adhesión y tragar tantos sapos, que acabé pasando sin sentir la mayoría por el
gaznate. Con razón o sin ella, había acomodado mi vida profesional a una
consigna con la que mi conciencia iba tirando: dar la cara, pero sin que te
la rompan. Así seguí, sorteando eventuales nombramientos para las secciones
u organizaciones más politizadas de la Sicurezza, hasta que en 1932,
siendo ya comisario jefe, conseguí plaza de profesor en la Escuela de Policía
Científica, y allí continué, mucho más tranquilo, hasta jubilarme con 65 años
en el verano de 1940, a las pocas semanas de que Mussolini nos metiera en la
Segunda Guerra Mundial. Fue un momento oportuno para acogernos, Marina y yo, a
la relativa tranquilidad de la ciudad del Sferisterio[5], aunque bien sabe Dios que
no nos esperaba allí precisamente un camino de rosas, hasta la conquista aliada
en junio de 1944.
La comisaría del
Borgo no era especialmente conflictiva, pero tenía una característica que la
definía: incluía en su ámbito el Vaticano, con la Basílica y la Plaza, y, por
extensión, una serie de importantes edificios y dependencias religiosos, entre
los cuales no era el menor la Casa Generalicia de la Compañía de Jesús, en la via
Santo Spirito. Si recuerdan ustedes, aquella época era la de los años
finales de la llamada Cuestión Romana, es decir, de las tensiones entre la
Santa Sede y el Reino de Italia, a consecuencia de haber este arrebatado a
aquella los Estados Pontificios y, últimamente, la ciudad de Roma. Claro que la
situación duraba desde 1870 y, poco a poco, las tensiones se habían ido
suavizando, sobre todo, desde que Mussolini se había hecho con el poder a fines
de 1922. Con todo, el Papa seguía considerándose prisionero dentro del Vaticano
y no se habían reanudado todavía relaciones diplomáticas entre las dos
potestades. La mutua desconfianza había generado una especie de espionaje de
las idas y venidas de los jerarcas vaticanos por parte de policías del Estado.
Era una tarea completamente ajena a la comisaría del Borgo, llevada a cabo por
agentes especializados. Con todo, en algún lugar tenían que guardar sus
trebejos y, si era el caso, cambiarse o descansar. En consecuencia, les asigné
un buen acomodo en aquel vetusto palacio y, antes de regresar a casa para
comer, solía pasarme por la camera degli esploratori -como la llamaba
yo, para disimular- y charlábamos un rato allí mismo o tomábamos un vermú en
algún bar próximo. Gracias a ello, estaba bastante al tanto de los entresijos y
la mala vida de ciertos monseñores. Pero lo que me permitió doctorarme
en vaticanología fue un encuentro casual o, por mejor decir, el
favor que hice a un atribulado cabo de la Guardia Suiza. Fue a poco de llegar
yo al Borgo y merece la pena contarlo con algún detenimiento, pues tendrá
importancia para esta procaz historia.
***
Un sábado de
primavera del año 1924, recibimos a hora un tanto intempestiva, por lo tardía,
una llamada telefónica de nuestra vecina del piso de arriba, preguntando por mi
mujer. Al cabo de unos minutos, con el aparato todavía descolgado, Marina
regresó al salón -donde yo todavía estaba acabando de leer los periódicos de la
tarde- y me explicó:
-
Es
Aurelia, nuestra vecina, que tiene no sé qué problema a cuenta de su hija. Está
muy angustiada y dice que si podría pasarse unos momentos por aquí, para que tú
le aconsejaras qué hacer.
¡Qué remedio!
Teníamos una buena relación; de modo que la autoricé a que viniera y me
aclarase la situación.
La cosa resultó
bastante complicada, como para decidirla en unos momentos. Se trataba de
que una de las hijas de la vecina tenía por novio a un miembro de la Guardia
Suiza del Papa. Con el debido permiso, el guardia había salido del Vaticano y
pasado la tarde con la joven. Aunque fuera poco creíble, la versión de los
novios era la de que habían ido al cine en la zona de la Estación Termini,
con el propósito de regresar en taxi, pero no habían podido encontrar ninguno.
La consecuencia era que se les pasaron con creces las nueve de la noche,
momento en que expiraba el permiso del joven y cerraban las puertas del
Vaticano. Ahora, entre el sofocón y no saber qué hacer, eran más de las diez y
media y, caso de presentarse ante la fuerza de guardia, sería un escándalo de
penosas consecuencias, habida cuenta de la rigidez y disciplina del Cuerpo.
Aunque poco más
que de vista, conocía al Comandante de los suizos, pues había tenido la
cortesía de presentarme a él, a raíz de posesionarme como comisario del Borgo. Fui
al despacho y redacté unas líneas de disculpa en un tarjetón oficial:
Mi apreciado
Comandante:
He celebrado el día de hoy mi vigésimo aniversario de boda, con un grupo selecto de invitados,
entre los cuales se contaba el cabo a sus órdenes, Michael Hässler. Mal de su
grado, y por mi exclusiva culpa, la celebración se ha prolongado más allá de la
hora de retreta de la Guardia. Le ruego encarecidamente no tenga en cuenta la
falta, fruto de su cortesía de no retirarse en mitad de la cena, o, de no ser
ello posible, que la sanción sea tan benévola como lo permita el recto proceder
de Usía.
Afectuosamente,
Comisario Alfredo
Montanari.
P.S. Le ruego
tenga la bondad de aceptar, en nombre de mi esposa, dos botellas de verdicchio matelica de su tierra
natal, rogándole brinde con su néctar por la felicidad de nuestro matrimonio.
Entre tanto, había
telefoneado a la cercana comisaría, para que pusieran a mi disposición el
vehículo oficial, con un chófer de circunstancias. Y apenas habían dado las
once cuando, en compañía del abochornado y agradecido Hässler, llegaba ante la
puerta de la Guardia. Al sorprendido sargento que me cumplimentó, me limité a
rogarle que se tomara nota de la incidencia, permitiendo al cabo retirarse a
sus habitaciones, pues en la carta que le dejaba iba la explicación para su
comandante, quien habría de resolver, una vez la leyese. Al regreso, pregunté
al agente que me había servido de conductor:
-
Viviani,
¿sabe usted lo que es una mentira piadosa?
-
¿La
que beneficia a alguien en apuros?
-
Exacto.
Es la única que puede permitirse un policía y solo de inspector jefe para
arriba.
Aquel incidente y,
tal vez, el regalo etílico, supusieron más de un café juntos para el Coronel
Del Dongo, tesinés de pura cepa, y para mí, alternativamente a un lado y a otro
de la frontera con el Vaticano; pero, sobre todo, me alcanzó la eterna gratitud
de Michael, nacido en el cantón de Sankt Gallen, quien la primera vez que nos
vimos me explicó:
-
Una
falta como la del otro día podría haberme supuesto que no renovasen mi
compromiso bienal en la Guardia. Llevo ya cuatro y tengo solicitado el quinto
reenganche.
-
¿Y
eso de echarte novia en Roma? Yo creía que no estaba permitido.
-
Para
mí, sí, porque he alcanzado la graduación de cabo. No es mucho lo que se gana
pero, cuando nos casamos, nos suelen autorizar a vivir con nuestra familia
dentro del Vaticano, lo que es una ventaja económica grande.
-
Claro,
claro. Tienes que contarme más cosas de vuestra forma de vida. La verdad es
que, aunque seamos vecinos, lo único que sé de vosotros es que lleváis alabarda
y un colorido uniforme diseñado por Miguel Ángel.
Michael sonrió,
meneando la cabeza:
-
Eso
es lo que se dice, pero la verdad es que lo inventó un comandante nuestro del
siglo pasado, inspirándose en pinturas de Rafael. Lo único cierto es que los
colores son los de la casa del Papa Julio II, nuestro fundador.
-
En
efecto, los Della Rovere. Precisamente mi comisaría ocupa una pequeña parte de
su antiguo palacio.
-
Eso
no lo sabía yo -reconoció Hässler-. En fin, si acabo casándome con su vecina y
perfecciono bastante más mi italiano, terminaré por saber un poco de esta
apabullante ciudad.
***
De manera más o
menos espontánea, Michael me fue ofreciendo abundantes noticias y anécdotas
sobre lo que se cocía en el Vaticano, desde la frenética circulación de dinero
-cada vez más controlada por entidades bancarias propias o mediatizadas-, hasta
el sibaritismo de muchos monseñores y la soberbia de los cardenales, verdaderos
soberanos en sus zonas de poder, que defendían celosamente de cualquier
intromisión. Yo prefería informaciones menos sensacionalistas, como la relativa
a las numerosas puertas y poternas por las que se colaba el contrabando o
ciertos delincuentes escurridizos, que habían hecho del histórico derecho de
asilo la forma de burlar a diario a mis agentes de la Sicurezza, o a los
carabinieri, menos avezados en el seguimiento astuto, aunque solo fuera
por verse obligados a llevar el uniforme que los delataba. Así, entre mis
amigos espías y el topo en el Vaticano, fui adquiriendo una
valiosa información complementaria, sobre aquella que la experiencia entre
sotanas y peregrinaciones me había proporcionado. Y, como llave que me abría
muchas puertas, ejercitaba ciertas prácticas de monaguillo, que predisponían a
mi favor a quienes estaban más acostumbrados a la rudeza y el anticlericalismo
de los nuevos señores de Italia -y de muchos de los antiguos-.
Entre los numerosos
cuentos e historias que unos y otros me relataron estaba el de la parroquia,
una forma convenida de aludir a los clérigos vaticanos que tenían inclinaciones
homosexuales activas, por más que, por razones de libertad y de prudencia,
prefirieran ejercerlas fuera de la Santa Sede o, cuando menos, con seglares
italianos captados para ellas. Hässler me dejó con la boca abierta:
-
No
es el primer guardia suizo que es requerido de amores por algún prelado,
prendado de su apostura, me aseguró.
Tanto me insistió
en que aquel comercio era el pan nuestro de cada día, que procuré
informarme de otras fuentes, igualmente dignas de crédito. La corroboración fue
plena:
-
Mire,
comisario, -me dijo uno de los espías de la MVSN[6]- no hay más que apostarse
en la columnata, a primera hora de la noche. Los profesionales del sexo pululan
y mariposean, a la espera de que alguien de negro les haga una seña o se
deje caer por su lado. No debería decírselo, pero esa es una de las formas que
tenemos de informarnos y de tener a numerosos cargos del Vaticano a nuestro
lado. Y, por ese mismo motivo, dejamos que las cosas sigan así, sin darles
cuenta a ustedes, los profesionales, para que corten toda esa
desvergüenza.
-
Pero
no se tratará de adolescentes y menores de edad -apunté preocupado-.
-
La
verdad, no les pedimos documentación pero, en principio, puede estar tranquilo:
la pederastia no suelen practicarla a nivel de calle, sino dentro de las
iglesias.
Yo no había nacido
ayer, desde luego, pero aquella forma de meterme por las narices toda aquella
inmundicia me afectó profundamente. En la medida en que podía hacerlo, le
ordené:
-
Infórmame
de los casos en que sean víctimas los niños o los adolescentes menos maleados.
Por mucha ventaja que se saque políticamente de ello, hay cosas que no podemos
tolerar… Piensa que alguna de esas criaturas fuese hijo tuyo.
Mi interlocutor
se encogió de hombros y, con la mayor frialdad, me confesó:
- El
día en que uno de esos miserables se propase con alguien que me toque de cerca,
no acudiré a usted, comisario, sino que haré justicia por mis propios medios.
Pasó algún tiempo.
Un día, a principios de 1926, al llegar al trabajo, encontré sobre mi mesa Il
Messaggero, abierto por las página interiores, con una pequeña cruz sobre
el siguiente titular:
Monseñor Sanz de Samper regresa a
Colombia
La reseña recogía
que el tal monseñor, colombiano de nacimiento, retornaba temporalmente a su
tierra para curarse de una dolencia, asistido de su familia. Y añadía: En
consecuencia, Monseñor Sanz, que sonó para cardenal en el consistorio de 1923,
ha dimitido del cargo de Mayordomo de Su Santidad, quien ha tenido a bien
considerarlo emérito.
Alfredo Rocco
Ante forma tan
poco cortés de informarme de la noticia, resolví no preguntar, sino recortar el
suelto y sepultarlo en la carpeta Vaticano. Personas. L-Z. Días después,
cuando pasé por la citada camera degli sploratori, se me acercó el espía
que me había dejado el periódico sobre la mesa:
-
¿Vio
usted, comisario? Uno que se pasó de la raya.
Algo me hizo ser
malicioso, Devolví la pregunta:
-
¿Que se pasó de la raya o que ustedes lo pusieron en el punto de mira del Papa?
El hombre de la
MVSN, sonrió asintiendo:
-
Era
demasiado adicto del Rey de España, me explicó. Demasiado, para estar tan cerca
de Su Santidad.
A la siguiente vez
que charlé con Michael, le saqué la conversación:
-
Parece
que la Parroquia se ha quedado sin uno de sus jefes, dije.
-
Sí
-confirmó-. Era el que estaba a la izquierda del Santo Padre.
-
¿Ah,
sí? ¿Y quién, según tú, es el que está a su derecha?
-
Monseñor
Caccia Dominioni, por otro nombre, Caccia Ragazzoni[7]. También es mayordomo de
Su Santidad pero -quién sabe por qué motivo- él no ha perdido el favor del
Papa.
-
Será
porque es menos amigo del Rey de España, o más amigo del Duce, concluí.
Tiempo después
supe que aquello de a la derecha y a la izquierda del Pontífice no era una mera
metáfora, sino consecuencia de una fotografía ocasional en la que, durante una
ceremonia vaticana, aparecía Pío XI entre sus mayordomos, Sanz de Samper y
Caccia Dominioni. No hace falta puntualizar que una copia de tal imagen figuraba
en los archivos de la Policía política, donde monseñor Dominioni aparecía
calificado como homosexual y pederasta, lo que no impidió su promoción a
cardenal en consistorio celebrado en diciembre de 1935. Se ve que el Papa
estaba peor informado que sus suizos.
Y por ahí
transitaba mi conocimiento de los entresijos vaticanistas, cuando reapareció en
mi vida el hombre del concordato nel fallimento[8]; solo que esta vez el
concordato iba a ser de muy otra naturaleza, hasta el punto de dar un giro a mi
vida profesional.
3.
Mi camino a la Gloria: Desanudando la Cuestión Romana
Por razones ideológicas
que han sido muy debatidas, teníamos claro en Italia que estaba madura la
conciliación entre la Santa Sede y el Gobierno fascista italiano, para
finiquitar en buena armonía la Cuestión Romana. Nadie lo sabía mejor que los
estudiantes, que habían visto reaparecer el crucifijo en las escuelas y pasado
a tener la Religión -católica, por supuesto- como asignatura en los planes de
estudio. Las malas lenguas bien informadas se referían también -o pronto lo
harían- a que Mussolini se había vuelto a casar con Donna Rachele, esta
vez por la iglesia, o a que los hijos del matrimonio, lejos ya de la infancia,
habían ido, uno tras otro, al baptisterio para recibir el sacramento de la
iniciación cristiana. En las charlas de café, se rumoreaba que el poderoso
cardenal Gasparri -Secretario de Estado del Vaticano- era ferviente admirador
del fascismo o, cuando menos, veía en él grandes posibilidades de que pudiera
conseguirse con su ayuda el razonable anhelo pontificio de devolver Dios a
Italia e Italia a Dios. Personalmente, lo primero me parecía casi una
blasfemia, y lo segundo una imposible ilusión: Quizá sea porque los policías
tenemos una impresión bastante pesimista de nuestros compatriotas.
Un buen día, a
mediados de 1926, estaba según mi costumbre dando una vuelta por las diversas
dependencias de comisaría, cambiando impresiones con unos y otros, cuando me
vinieron a llamar a toda prisa: Es de parte del Ministro, que quiere hablar
con usted. Pedí que me pasaran la llamada a la oficina en que me encontraba
y tuve una buena metedura de pata, al dar por sentado que el Ministro
habría de ser el del Interior, de quien yo dependía:
-
Aquí,
el comisario Montanari.
-
Un
momento -respondió una voz femenina-, que le paso con el Ministro.
Y, al cabo de un
ratito:
-
¿Montanari?
-
A
las órdenes de Su Excelencia -contesté, con una fórmula que daba por supuesto
que estaba hablando con el Ministro del Interior, Federzoni.
-
¡Hombre!,
muchas gracias por tu disponibilidad, pero no soy el mandamás de
Interior… ¿Es que ya no recuerdas la voz del antiguo profesor de Macerata?
La cosa se aclaró:
El ministro lo era de Justicia, el profesor Alfredo Rocco, mi mentor en el casi
olvidado asunto de La Marchigiana. Con toda amabilidad, me estuvo
preguntando durante unos minutos por mi salud, mi familia y mi vida
profesional. Parecía empeñado en mostrarse amable, jovial casi, como cuando
hizo un chiste:
-
En
el Borgo seguro que estás en la gloria. Por lo menos, bien cerca tienes la de
Bernini.
-
Y
tanto, Excelencia. La verdad es que es un barrio bastante tranquilo y la
cercanía del Vaticano lo hace, a veces, fascinante.
-
Me
alegro de que pienses así -prosiguió Rocco-, porque, con el beneplácito de tu
ministro, quiero proponerte algo; vamos, que me eches una mano en unas
cosillas, que me tienen un poco liado. ¿Por qué no vienes a verme uno de estos
días al Ministerio? ¿Qué te parecería el próximo lunes, a eso de las ocho y
media? ¿Te viene bien? ¡Espléndido! Ah, y tráete las dos últimas memorias
anuales que hayas elevado al Ministro del Interior sobre la criminalidad y los
problemas de ese rione[9]. Me interesa
particularmente todo lo relativo al Vaticano.
Mi audiencia con
el ministro Rocco confirmó las sospechas aludidas al comienzo de este capítulo.
Estaban a punto de iniciarse las primeras conversaciones entre el Gobierno
italiano y la Santa Sede, con vistas a lograr un acuerdo general que, por una
parte, cerrase el borrascoso pasado de la Cuestión Romana y, por otra,
preparase un futuro de concordia, gracias a la elaboración de un Concordato. Yo
también decidí hacer un chiste:
-
Celebro,
mi respetado professore, que vuelva a unirnos un concordato,
aunque esta vez no sea mercantil, pero no se me alcanza en qué podría aportar
mi grano de arena para que llegue a buen puerto, naturalmente, con la ayuda del
Espíritu Santo.
Rocco sonrió,
aceptando la broma. Luego, concretó lo que esperaba de mí:
-
Tanto
en materia de resolución de la Cuestión Romana, como en un hipotético
Concordato, va a haber numerosas materias de ámbito policiaco y de orden
público que tú, como comisario del Borgo, conoces perfectamente. Se trata de
aplicar esa experiencia a dichas materias y, en su caso, proponer nuevas ideas
o soluciones para la normativa que será preciso establecer, bien dentro de los
textos fundamentales, bien en las disposiciones de desarrollo administrativo.
Tomó de la mesa un
sobre grande y me aclaró:
-
Ahí
dentro tienes los diversos puntos en que, por ahora, hemos previsto la
necesidad de una participación policial. Léelos detenidamente e indica las
observaciones y propuestas que mejor te parezcan. Por mi parte, con la ayuda de
la gente de mi equipo, leeré las memorias que me has traído, para fijar los
puntos de acuerdo o de discrepancia con lo que en ellas criticas o sugieres.
Dentro de dos semanas, podríamos volver a reunirnos y ver a qué conclusiones
podemos ir llegando, por lo menos, a nivel de principios generales. ¿Te parece
bien?
-
Perfectamente.
¿Tendré que informar de todo esto a mis superiores?
-
No,
salvo que Federzoni o su Subsecretario te lo ordenen expresamente. Se trata de
ser sumamente reservados, en estos momentos tan prematuros y en materia tan
delicada.
Por ahora, estaba
todo dicho. O no: Ya de pie y despidiéndome, Rocco me espetó:
-
Por
cierto, Montanari, ¿eres católico?
-
Creyente,
pero no practicante, Excelencia.
-
¿Y
fascista?
-
Practicante,
pero no creyente.
Se echó a reír:
-
Me
parece -dedujo- que estás en una excelente situación para colaborar en esta
tarea.
***
La gestación de
los que luego se llamarían Pactos Lateranenses duró dos años y medio. Mi
labor fue más intensa en la primera fase de las negociaciones cuando, sobre la
base de unos principios generales, habíamos de ir desbrozando ciertos problemas
inevitables, cualquiera que fuese el contenido concreto del texto final. Nadie
se imagina, por ejemplo, los quebraderos de cabeza que nos dieron cuestiones
aparentemente baladíes, que en el articulado de los acuerdos finales apenas
suponían unas líneas. Aclarado -menos mal- que el territorio de la Ciudad del
Vaticano se ajustaría a los palacios y jardines papales cerrados y amurallados
desde 1870, las mayores dificultades nos las plantearon la Basílica y la Plaza
de San Pedro que, inevitablemente, habían de quedar abiertas o accesibles en
condiciones de normalidad; el mantenimiento del orden público dentro de los
límites de la columnata; la posibilidad de acceder oficialmente al interior
de San Pedro y de los otros edificios e iglesias de Roma dotados de
extraterritorialidad; la necesidad de colaborar en la protección de la
inviolable persona del Papa; las medidas de respeto y organización de las
peregrinaciones; las bendiciones y audiencias en la Plaza de San Pedro; la
vigilancia de los muros y líneas fronterizas, con su multitud de puertas y
portillos; la protección del territorio vaticano frente a ocupaciones o
construcciones inmediatas no autorizadas; la coordinación entre los derechos de
inviolabilidad y asilo, por un lado, y la necesidad de detener a malhechores
refugiados en edificios religiosos, por otro; la cooperación, en fin, en
materia de entrega de delincuentes y administración de justicia, como también
de relaciones de las respectivas fuerzas armadas o policiales. Todo ello, y
más, fue pasando por mi mente y mi pluma, hasta acabar en los informes a la
Autoridad, o en las interminables discusiones en comisión. Quien se limite a
leer los Pactos, tal y como quedaron redactados en 1929, no se hará idea
de la magnitud del trabajo, agigantado por la inicial desconfianza entre dos
Estados que habían sido enemigos durante muchos años y, posteriormente, vivido
de espaldas el uno al otro. Sería preciso conocer los acuerdos y documentos
anejos, muchas veces secretos, para ver reflejado -aquí y allá; en este párrafo
o en aquellas palabras- cuanto yo aporté a un acervo común, llamado a
sobrevivir largamente al Fascismo y, tal vez, a uno o varios de los regímenes
políticos que habrían de sucederlo. No diré lo mismo de la Iglesia que, ya se
sabe, es eterna, cosa que no puede pretender ninguna obra jurídica, por
perfecta que sea.
Pero olvidemos ya
los textos legales, como no sea para introducir al personaje que, a partir del
capítulo siguiente, protagonizará -junto a mí- esta historia; un sujeto del que
tuve la oportunidad de oír hablar durante mis trabajos a las órdenes del Ministro
de Justicia y que hace honor al título de este relato por más de un concepto.
Iniciemos, pues, el descenso, de la gloria en que me instaló en ministro
Rocco, al infierno venturo.
Palacio Della Rovere de Roma,
actualmente
4.
Los ángeles usan abrecartas
Ya fue casualidad
que monseñor Tacchi Venturi hubiese nacido en la provincia de Macerata, en el
lejano 1861. Por lo demás, su carrera religiosa, más ilustre que brillante o
famosa, le había llevado muy lejos de las Marcas, hasta recalar en la sede
central de los Jesuitas en Roma. Hombre culto, hábil y contemporizador, había
alcanzado la cima de su responsabilidad en la Orden allá por 1914, cuando el viejo
Prepósito General, Wernz, lo había nombrado Secretario General, poco antes de
fallecer. Ello haría su fortuna, ya que el nuevo Prepósito, el polaco
Ledochowski, era súbdito del Imperio Austro Húngaro, lo que le obligó a
abandonar Roma cuando Italia entró en guerra contra dicho Imperio en 1915.
Refugiado en Suiza, fue el padre Venturi quien hizo sus veces en Roma, sin
perjuicio de seguir sus directrices, recibidas por correo o en visitas personales,
que dieron al Secretario General una experiencia diplomática y de gestión muy
superiores a las propias de su cargo burocrático. Acabada la guerra a finales
de 1918, Ledochowski recobró todo su poder y, tal vez, no quedó muy agradecido
a Venturi, a juzgar por ciertas habladurías posteriores. El caso es que el
Secretario General cesó en 1921, viéndose obligado a brujulear a su modo para
mantenerse en los cenáculos del poder. Que lo consiguió, lo afirmo a ustedes.
Cómo lo logró, es cosa que no resulta fácil de desentrañar. Como este no es un
relato de las glorias de Venturi sino, si acaso, de sus miserias, voy a dar dos
pinceladas, literalmente, sobre los citados qué y cómo. Del qué, aludiré a
haber alcanzado el importante puesto de rector de la Iglesia madre jesuítica,
la famosísima del Gesù, en la plaza romana del mismo nombre, y a la
circunstancia de que, arrimándose a la vera del Vaticano, alcanzó notable
preeminencia como intermediario oficioso entre la Secretaría de Estado y
Mussolini. Del cómo, puede dar una idea el que, quien en 1914 fue recibido como
exponente del sector liberal moderado de la Compañía de Jesús, fuese ya
en 1922, o muy poco después, persona de la confianza del Duce y sólido
partidario del fascismo, aunque solo fuera como debelador de las bestias negras
de Venturi: los judíos y los masones.
Hasta 1928, no me
cupo la suerte -la mala suerte- de conocer a monseñor Venturi. Tengo entendido
que había tenido una importante presencia en los momentos liminares de las
negociaciones concordatarias, como intermediario entre Gasparri y Mussolini,
pero su figura se difuminó cuando aquellas cristalizaron en la discusión formal
de los temas concretos. En cualquier caso, yo no había tenido ningún contacto
ni referencia suya, hasta el momento en que, de golpe, el ilustre jesuita pasó,
de ser un acreditado mediador, a convertirse en víctima de una tentativa de
homicidio. Vayamos a los detalles.
El 27 de febrero
de 1928, el padre Venturi estaba a punto de cumplir sesenta y siete años. Alto,
delgado y fibroso, conviene retener estos datos para comprender cómo con ellos
y la ayuda de la fortuna, pudo sobrellevar sin grave daño un atentado tan
peligroso para su vida. Pues, hacia mediodía de esa jornada, en el curso de una
entrevista con un individuo joven en su despacho, o habitación adaptada al
efecto, el padre sufrió, de parte de su interlocutor, un corte en el cuello, en
zona próxima a la yugular, causado con un arma blanca del tipo abrecartas. El
agresor huyó del lugar sin dificultad, en tanto su víctima salía a escape de la
habitación, reclamando socorro de sus hermanos. Conducido de inmediato a
un hospital cercano, se le apreció una herida inciso-cortante de escasa
penetración, casi superficial, con ligera pérdida de sangre, que tan solo
precisó de desinfección y sutura, no obstante lo cual no fue dado
inmediatamente de alta. Ello dio lugar a que, avisado por no sé quien el
Vaticano de lo sucedido, se presentara en la habitación hospitalaria nada menos
que el cardenal Gasparri, para interesarse por la salud del herido, llevándole
expresamente la bendición y el consuelo de Su Santidad. Seguramente, fue la
presencia del Secretario de Estado de la Santa Sede la que alertó a los
periodistas quienes, al día siguiente en Italia y dos días después en el extranjero,
se hicieron eco del suceso y de la identidad y personalidad del paciente.
La agresión había
tenido lugar en la Casa madre de la Orden, en la via Borgo Santo Spirito;
por tanto, en el distrito XIV de Roma, territorio de mi competencia policial.
Ya fue casualidad, pues el padre Venturi vivía entonces en el Colegio de San
Francisco Javier, al lado de la iglesia del Gesù, de la que era rector,
como antes he dejado dicho. La consecuencia inmediata fue que, a la caída de la
tarde, ya tenía los primeros avisos de lo sucedido y, a la mañana siguiente, un
aluvión de informaciones y de petición de informes previos, por parte de mis
superiores y de otras autoridades. Uno de los más imperiosos, fue el jefe de la
Sicurezza, señor Bocchini, que no se privó de recordarme -la verdad, yo
lo ignoraba- que el padre Tacchi Venturi era persona muy apreciada por el Duce.
Entre unas cosas y otras, comprendí que tendría que asumir directamente la
investigación, con la ayuda de uno de mis mejores inspectores y, por si las
moscas, del inspector jefe de la MVSN en nuestro distrito, dado el interés que
Mussolini parecía tener en el caso. Era un triunvirato un tanto excesivo para
un tajo en el cuello de pronóstico leve, pero el tiempo se encargaría de darme
la razón. Es más, el caso se convirtió en la comidilla de la comisaría y
acabó por dejarnos insatisfechos a todos. Es lo que suele pasar cuando la
Policía ha de moverse entre la interferencia y el engaño. Y eso es lo que nos
sucedió con el padre Venturi y que ha hecho correr injustamente la especie de
que el Comisario del Borgo encubría las mentiras e inmoralidades del Vaticano,
¡nada menos! Con todo, les prometo que, si en lo que sigue hallan alguna
justificación de mi parte, no será faltando a la verdad.
Casa madre jesuítica, via Borgo Santo Spirito,
Roma
***
Dada la calidad
del herido y las pocas facilidades que daba para interrogarlo, nos dedicamos de
entrada a dirigir la investigación hacia el personal de la Casa Madre y a
cuantos pudieran haber visto u oído algo significativo. Suele decirse que una
de las formas de saber que los testigos no mienten es la de que no coincidan
exactamente sus declaraciones; como también lo es que no tengan las cosas
completamente claras, o que no sepan contestar a todas las preguntas. Lo cierto
es que, hasta que entró en escena el convaleciente Venturi, mis colegas y yo
habíamos ido encajando las piezas de manera bastante razonable: El avieso
visitante del Padre era un joven, sin especiales señas identificativas, que se
había identificado a la entrada como un tal De Angelis, que quería hablar
con el padre Venturi, a quien ya conocía. No tenía pedida audiencia pero,
siendo conocido del jesuita y estando este en la Casa, le pasaron recado
telefónico, contestando Venturi que el visitante podía pasar a hablar con él,
en su despacho o locutorio particular. El joven había sido acompañado hasta la
puerta de la habitación, sin que mostrara alteración o nerviosismo de ningún
género. Al cabo de unos minutos, algunos de los testigos presentes en el
edificio dijeron haber escuchado voces, incluso gritos, no pudiendo asegurar
quién los profería. Luego, el joven había pasado a toda prisa por delante de la
portería del edificio y se había perdido, a pie, en dirección al Tíber.
Por su parte, el
padre Venturi también había salido precipitadamente de la habitación, sin que
pudiera determinarse si lo había hecho antes o después que su visitante. Daba
gritos de auxilio y portaba un cuchillo, unos decían que en la mano, algún
otro, que clavado en el cuello -esto último resultaba imposible, dadas las
características médicas de la herida-. Quien decía que sangraba en abundancia,
quien que lo hacía levemente, al colocarse inmediatamente un pañuelo para
taponar la herida. Sí estaban seguros de que la sotana tenía muestras de
sangre, difícilmente evaluables dada la poca visibilidad del líquido rojo sobre
la tela negra. La coincidencia en la evacuación al hospital era absoluta, como
también que desde la Casa Madre no habían llamado a la Policía. ¿Por qué? Por
nada en especial: nerviosismo, falta de práctica o vaya usted a saber. Desde
luego, nadie dijo de avisar, ni lo contrario. Quedaba claro, por los registros
policiales, que la primera noticia la había facilitado el personal del
hospital, llamando por teléfono a la Central de la Sicurezza en Roma.
Recogimos,
ensangrentada, el arma de la agresión, que resultó ser un afilado abrecartas
que -cosa sorprendente- coincidía en todo con otro que había sobre la mesa de
despacho del padre Venturi. En esas estábamos, cuando se presentó el juez de
instrucción, haciéndose cargo de la dirección de las averiguaciones. Como me
gustaba dejar las cosas claras desde un principio, le advertí:
-
Señoría,
parece ser que el sacerdote herido guarda amistad o relación con el Duce
aunque, por lo pronto, no puedo ni insinuar que se trate de un delito político.
-
Entendido,
comisario. Téngame en todo momento al tanto de sus pesquisas, por si fuere
oportuno derivarlas hacia el Tribunal Especial.
Como es lógico,
nos centramos en tratar de identificar y localizar al joven De Angelis. En un
principio, no dimos mucha importancia al hecho de que sus señas personales
fuesen casi imperceptibles para los testigos: Confiábamos en que, siendo
persona conocida de Venturi, este nos daría todo lujo de detalles. Por eso
estábamos impacientes por tomarle declaración, pero él seguía impertérrito:
Nada de policías, mientras estuviera tan afectado. Y teníamos que
transigir, dados sus vínculos con Mussolini, que Taviani -nuestro colega de la
MVSN- se había encargado de recopilar. Así fue como salió lo de que era un
intermediario entre la Santa Sede y el Gobierno fascista, así como su inicial
participación en los trabajos para los Pactos Lateranenses. Por cierto, la
investigación criminal podía afectar a mi trabajo para Rocco, lo que le hice
saber al darle la noticia:
-
Le
supongo enterado del atentado contra el jesuita, padre Venturi.
-
Algo
he oído, me respondió con afectada indiferencia.
-
Y
llevo personalmente el caso, como comisario del Borgo.
-
Pues
no te arriendo la ganancia. ¡Un jesuita recriado en el Vaticano!
-
¿Qué
quiere decir, Excelencia?
-
Que
si sacas algo en claro de él, será porque es mentira, o porque le beneficia.
***
Al fin, Venturi me
recibió a los ocho días de la agresión en un vetusto salón del Colegio donde
vivía, luciendo un llamativo apósito en el cuello, excesivo a todas luces para
la herida sufrida y su evolución en una semana. Era como decirme: Ya ves que
tenía razón en reclamar total tranquilidad; ahora acabemos pronto y déjame en
paz.
Tras unas palabras
interesándome por su salud y haciéndole saber que conocía bien su provincia
natal, le dejé que expusiera de corrido su versión del atentado. Aunque fue
bastante lacónico, manifestó algunas cosas que me dejaron perplejo, por cuanto
no se ajustaban, ni a las versiones de los testigos, ni a las evidencias que
habíamos recogido in situ. Según él, el joven agresor le era
completamente desconocido, como también el apellido De Angelis que, en
cualquier caso, suponía que no sería el de aquel sujeto: No iba a ser tan estúpido, como para delatarse, me dijo. Así pues, la razón de recibirlo
sin dificultad alguna había respondido a que esperaba algunas visitas
programadas aquella mañana, así como a la circunstancia de que, desde la
portería, no le habían informado de que el extraño resultase sospechoso en
ningún sentido.
También se apartaba de otros testimonios
su versión del incidente: Hallándose sentado a la mesa del despacho, el
individuo se había levantado con el pretexto de admirar la encuadernación de
unos libros de la vitrina adosada a la pared, momento en que, hallándose
prácticamente de espaldas a él, había sacado un cuchillo y se lo había clavado
en el cuello, tan profundamente, que el arma no cayó, cuando, pese a todo,
logró levantarse y salir huyendo y pidiendo socorro.
-
Luego
fue usted el primero en salir de la habitación…
-
Creo
que sí. El agresor trató de impedírmelo, pero logre zafarme; no sé si le di un
empellón. Y eso que tenía un fuerte dolor y sangraba mucho.
-
Y
no hubo ningún altercado, ni discusión previa.
-
En
absoluto. Todo pasó en apenas un par de minutos y sin que todavía me hubiese
expuesto quién era ni a qué había ido a verme.
Pietro Tacchi Venturi
-
¿Está
seguro de que el… cuchillo lo llevaba él? ¿No lo cogería del despacho?
-
¿A
qué ton iba yo a tener un cuchillo allí? Si pido algo que comer, inmediatamente
retiran los cubiertos precisos. No, el individuo llevaba el arma y debió de
sacarla al colocarse detrás de mí.
-
Descríbame,
por favor, al agresor: edad, complexión, color de pelo y de ojos: todo lo que
recuerde. Será esencial para que podamos localizarlo.
-
Sinceramente,
comisario, el despacho es bastante oscuro y la entrevista apenas duró unos
momentos. No sé… Era joven, como de veintitantos…; algo más bajo que yo;
delgado, aunque no mucho; iba peinado hacia atrás; creo que el pelo y los ojos
eran castaños.
-
¿Y
la indumentaria?
-
Cuando
entró, ya se había quitado la prenda de abrigo, que dejó doblada en el respaldo
de su silla. En cuanto al resto, pues iba de traje oscuro y no llevaba
sombrero.
-
¿Sabe
a quién se le ocurrió llamar, por fin, a la Policía?
-
Eso
sí que puedo afirmarlo con seguridad. El cardenal Gasparri me preguntó si la
Policía había detenido al culpable o seguía alguna pista. Fue entonces cuando
caímos en que, con el nerviosismo y la urgencia, podía ser que no les
hubiésemos avisado. Estaba presente el padre Procurador General, que
inmediatamente salió para cumplir con el trámite.
Estaba a punto de
dar por finalizada la declaración, que gentilmente había recogido el secretario
de monseñor a máquina, cuando Venturi agregó:
-
Lejos
de mi intención el dirigir sus investigaciones en alguna dirección pero, a
falta de cualquier otro motivo lógico, como el robo o la venganza, no se me
ocurre otra razón que la política. ¿Sabe usted que soy buen amigo del Duce y
que, como tal, he tenido que soportar algunas afrentas y amenazas?
-
Que
es usted persona del aprecio del señor Mussolini me consta -reconocí-, pero
desconocía que estuviese en el punto de mira de los disidentes. ¿Podría
precisar en lo posible sus sospechas?
-
Deme
unos días para reflexionar y acopiar datos, así como para consultar con ciertas
personas de mucha autoridad. Si le parece bien, lo avisaré cuando esté
preparado.
-
De
acuerdo, monseñor, pero no olvide que, en materia de investigación criminal, el
tiempo es oro. Podría escapársenos el delincuente.
Asintió con una sonrisa
tan mefistofélica, que pensé: Me parece que lo que menos espera -y desea-
este señor es que encontremos al culpable. En fin, firmamos la declaración,
incluso haciendo constar la intervención y nombre del mecanógrafo: Gaetano De
Sanctis. Cuando hubo firmado y me entregó el par de folios, lo miré francamente
a la cara, para darle las gracias. Salvo por la indumentaria, que, por supuesto
era talar, todos sus detalles coincidían con los atribuidos por Venturi a su
agresor. ¡Hasta los apellidos tenían una indudable concomitancia! Me acompañó
hasta la puerta del Colegio. En el camino, le pregunté:
-
¿Es
usted sacerdote o aún está estudiando como seminarista?
-
Soy
sacerdote jesuita desde hace un par de años. Tengo veintisiete.
-
¡Qué
gran suerte ser secretario de una persona tan importante y experimentada como
monseñor Tacchi Venturi!, agregué con intencionada adulación.
El padre De
Sanctis se puso rojo como la grana y tan solo acertó a decir:
-
No
crea.
5.
Donde las cosas se aclaran… o no
El bueno de
Venturi se tomó su tiempo para llamarme, pero no lo perdimos. Taviani, tan
suspicaz como en él era costumbre, se pasó por los archivos centrales de la
MVSN y volvió con un dosier de tamaño mediano y una sonrisa tan
maliciosa, cuanto satisfecha.
-
Ya
decía yo que me sonaba el apellido Venturi. ¡Como que hasta le sacaron aleluyas
en el Gesù!
Tiró de papeles y
leyó lo que, si no se tradujera del italiano, resultaría una redondilla
medianamente rimada y bastante satírica:
Venturi, Venturi, Venturi,
si ellos echan a tu Benito,
tu imperio se habrá acabado.
Así que reza a Dios para que tarden.
El texto iba
acompañado de una fotografía, de la que podía colegirse que estaba en letras
mayúsculas, de un tamaño como para poderlo leer a bastante distancia.
-
¿Será
a esas envidias o piquillas a lo que se refería Venturi al considerarse víctima
de una persecución política?, me pregunté en voz alta.
-
Esto
no es nada, comisario -prosiguió Taviani-. Ahora viene la madre del cordero.
¡Y tanto! El padre
Venturi, anciano y todo, era un bujarrón en plena actividad, reputado buscón de
jovencitos por las calles de Roma, que habría sido cogido con las manos en la
masa en muchas ocasiones, de no contar con la presunta protección del Duce y
con la política consolidada de los espías: tener en sus manos a los
eclesiásticos influyentes en el Vaticano, no en la cárcel por corrupción de
menores. Las edades de los ragazzi identificados no dejaba lugar a
dudas: la mayoría eran de veinte años para abajo.
-
¿No
habrá alguno que se apellide De Angelis?, pregunté inocentemente.
-
Desde
luego que no, respondió Taviani. Pero no me cabe la menor duda de que las
causas de lo del 27 de febrero van por ahí. No hay más que ver la prisa
que se ha dado en declarar, para tenernos embobados y que el mozo se haya
esfumado. Verá como ahora nos cuenta la historia del compló judeomasónico y
hasta es capaz de embaucar al Duce, que no sé por qué bebe los vientos
por ese marchigiano con más capas que una cebolla.
-
Pues
en nosotros está el abrirle los ojos, por si no sabe con quién se está jugando
los cuartos -me atreví a afirmar-. No todo puede consentirse por tener un buen
correveidile a la vera de Su Santidad.
-
Cuidado,
comisario -dijeron a una mis dos colaboradores en el caso-.
-
No
soy tonto y la familia y yo vivimos de mi sueldo -repliqué- pero, como ese
sujeto se pase de listo y trate de tomarnos el pelo, va a encontrarse con la
horma de su zapato.
Pronto se verá si
yo era tan valiente y hábil como prometía pues el padre Venturi, puesto a tomar
el pelo, hasta estaba dispuesto a despojar del poco que tenía al mismísimo
Mussolini.
***
El lunes, 12 de
marzo, recibí al fin la llamada de Venturi, que parecía dispuesto a dar su
versión de los hechos, una vez investigados a su manera y evacuadas las
consultas con las personas de mucha autoridad. Debía de creer que -como
la vez anterior- me trasladaría a su residencia para tomarle declaración, pero pinchó
en hueso. Quería llevarlo a mi terreno y que estuvieran presentes mis dos
colaboradores. En consecuencia, le dije:
-
Ya
llevamos perdido bastante tiempo. Ahora mismo le envío un coche oficial para
que lo recoja y traiga a la comisaría del Borgo. No hay inconveniente, si lo
desea, en que lo acompañe su secretario o cualquier otra persona de la Orden de
su confianza.
Empezaba a poner
objeciones, pero las corté de raíz:
-
Si
me pone dificultades, trasladaré la diligencia al magistrado y que él decida
sobre el lugar y la forma de su declaración.
Ni que decir tiene
que, al cabo de una hora, estaban ante mí Venturi y su joven secretario. Por mi
parte, además del mecanógrafo, tenía a mi lado a Taviani y a Palazzo,
colaboradores en la investigación.
Padre Ledochowski, Prepósito General
de los Jesuitas entre 1915 y 1942
Ya me figuraba que
el jesuita llevaría bien preparada la declaración, pero la realidad superó con
creces mis previsiones. Según él, a primeros de febrero de aquel año, en
secreto de confesión, un individuo le había advertido de que existía una
conspiración de tipo masónico, para eliminar a las personas que consideraban
más relevantes para el mantenimiento del Gobierno fascista. La información le
había llegado al penitente por medio de un amigo que estaba en directa relación
con Gaetano Salvemini, el conocido socialista, refugiado en Francia desde que
pudo huir de la Justicia fascista, tres años antes. Los conspiradores
habían confeccionado una lista de diez personas que tenían que ser eliminadas a
la mayor rapidez. El número uno de la lista era, por supuesto, Benito
Mussolini. En el dos figuraba… Pietro Tacchi Venturi. Al parecer, los
ejecutores habían decidido empezar por el jesuita, al ser más fácil la operación.
Ese era el contexto del suceso del 27 de febrero. En consecuencia, el
hombre que había intentado matarlo tendría que ser buscado en el submundo de
las conjuras antifascistas de tipo internacional.
La declaración de
Venturi era un prodigio de fantasía -eso, por descontado- y de malicia: Al
tiempo que desviaba el atentado de cualquier connotación personal, apoyaba sus
imprecisiones en el secreto de confesión; desviaba la autoría moral hacia una
persona difícilmente alcanzable para los agentes italianos, y ponía la seguridad
del Duce en el punto de mira, como diciendo: no vienen por mí, sino
contra el Duce y sus fieles. Era una versión astuta, cuyos excesos podían
ampararse en la paranoia que sufría Mussolini, a causa de los precedentes
y repetidos atentados contra su vida.
Había llegado el
momento, entre temido y esperado, de resistirme a que el agudo sacerdote nos
tomase el pelo, poniéndose incluso por montera el respeto al sacramento de la
penitencia y el mandamiento de no calumniar al prójimo, aunque fuese un socialista.
Empecé con toda suavidad:
-
Padre,
no hace falta que le recuerde la legislación vigente, la cual atribuye la
competencia de los delitos políticos a un Tribunal Especial, que mira con gran
celo a la seguridad del Estado.
Venturi quedó
callado, con un rictus de perplejidad, bien por ignorar lo que yo le exponía,
bien por no saber a dónde me proponía llegar. Así pues, proseguí:
-
Claro
que, como sin duda comprenderá, tenemos las más estrictas instrucciones de no
llevar ante dicho Tribunal más que los casos graves y probados que sean de su
competencia. Eso, por no referirme a Su Señoría, el juez de instrucción de este
caso, que no admitirá que se le sustraiga su conocimiento por algo tan etéreo,
como la confesión sacramental de un desconocido.
El jesuita
empezaba a entender:
-
Pero
es que la confesión ha sido corroborada por el intento de asesinato, del que he
sido víctima.
-
Ahí
es donde quería llegar, monseñor -repliqué-. Cuando yo informe al juez en los
términos que usted sugiere, inmediatamente me va a formular tres preguntas, una
tras otra, a las que yo no sabré bien qué responder, si usted no me ayuda, con
las máximas franqueza y precisión.
Venturi pareció
ponerse en guardia, tenso, pero contestó correctamente:
-
Usted
dirá, comisario.
-
Siguiendo
el orden cronológico, lo primero que me pedirá el juez es que aclare cómo es
que todos sus hermanos de la portería aseguran que el joven visitante
les dio su apellido y les manifestó que era conocido de monseñor, razón por la
cual usted les indicó que podían llevarlo a su presencia, en tanto usted
asegura que no hubo nada de eso, sino simplemente que supuso se trataba de
alguna de las visitas programadas para aquella mañana.
El Padre quedó
inmóvil, con la mirada fija en el retrato del Duce que colgaba a mi
espalda. Pasados unos segundos, opté por una salida mejor que la de esperar a
que se le ocurriera algo inteligente:
-
Bien,
hágase constar que el declarante no responde y el comisario instructor decide
proseguir con la declaración, sin perjuicio de que pueda completarse en este
extremo, si el testigo así lo solicitare posteriormente.
Venturi abrió la
boca como para decir algo, pero no le di tiempo de ello:
-
Segunda
cuestión, que el señor juez de instrucción me exigiría aclarar, antes de
inhibirse en favor del Tribunal Especial: Cómo es que el declarante ha
sostenido en todo momento que el arma con que fue atacado tuvo que ser traída
consigo por el agresor, cuando el comisario instructor y los otros dos agentes
encargados del caso vieron -y recogieron- otra exactamente igual en el despacho
del padre Venturi; una y otra, no cuchillos, sino abrecartas.
Lo reconozco, fue
un golpe bajo. Puede que el jesuita hubiese echado de menos el segundo
abrecartas, pero no había recibido noticia previa alguna de que nosotros lo
hubiéramos incautado, junto con su gemelo, el cuerpo del delito. Dejé pasar
quince segundos de balbuceos, antes de proseguir:
-
El
declarante no ofrece explicación a lo que se le pregunta por lo que, obrando ya
en poder del juez instructor los dos abrecartas, el comisario actuante decide
proseguir con esta diligencia.
Faltaba la guinda
del pastel, que inevitablemente había de coronarlo:
-
Por
último, monseñor, Su Señoría, habiendo examinado el amplio expediente sobre usted
que posee la Policía especializada, se preguntará por qué sospechar que la
agresión sufrida por usted sea fruto de desconocidas personas contrarias al
Gobierno italiano -del que usted no forma parte, ni de lejos-, en vez de
apuntar a la acción de una persona conocida de usted, disconforme con la manera
de tratarla en el curso de sus relaciones sentimentales o físicas.
Como movidos por
un mismo resorte, el monseñor y su secretario dieron un salto, que
prácticamente los puso de pie. Con toda firmeza, paré en seco la reacción
previsible:
-
Guarden
ustedes la compostura debida en una diligencia penal. Usted, padre Venturi,
recuerde que es el juez quien le pregunta por mi mediación. De todos modos,
antes de que usted intente expresarse con el tono y la precisión debidas, le
hago saber su derecho de no contestar a algo que puede incriminarle por
corrupción de menores. Igualmente, tiene el derecho de solicitar de la
autoridad competente la consulta de los documentos a que acabo de referirme o,
cuando menos, la oportuna información sobre el contenido de los mismos.
No hubo lugar a
más. Venturi firmó la declaración, se puso en pie y permaneció junto a mi mesa,
sin saber qué hacer. Parecía un hombre hundido, acabado, aunque bien sabía yo
que resucitaría, quizá sin necesitar ni tres días para ello. También yo
me incorporé y tomé una decisión de la que no me arrepiento:
-
Hemos
concluido, monseñor, dije. Venga, le acompaño a la salida. Supongo que seguirá
allí el coche para que los lleve de vuelta al Colegio.
***
Apenas hube
despedido a Venturi, regresé a mi despacho -entre las aclamaciones de
mis dos colegas- y dije a uno de ellos:
-
Taviani,
revuelve Roma con Santiago, pero consígueme una entrevista con el jefe de la
MVSN para esta misma tarde o, todo lo más, mañana por la mañana. Le cuentas el
circo que hemos tenido aquí y le sugieres que tal vez sería bueno que
pusiera en antecedentes a Bocchini.
-
Como
las balas, comisario. Ya que no le ha tomado el pelo el monseñor, que no vaya a
afeitarle la cabeza el Duce.
Como resultado de
la gestión, el propio Jefe de la Polizia di Stato me convocó a su
despacho. Para pisar terreno más firme, había llamado a mi confidente suizo,
para pedirle cuanta información tuviera sobre Tacchi Venturi. Se tomó toda la
tarde para hacer averiguaciones, pero nada me pudo confirmar:
-
Aunque
cada vez viene más por la Secretaría de Estado, no es un hombre del Vaticano. Aquí
no tenemos noticia de sus andanzas.
Decidí no dar más
vueltas a la entrevista del día siguiente y presentarme ante Bocchini con la
tranquilidad de quien ha casado la búsqueda de la verdad con la prudencia,
yendo finalmente en busca de consejo, cuando la situación lo rebasa. Lo único
que me preocupaba es que la situación lo rebasara también a él.
Haciendo gala, a
un tiempo, de ironía y de información, me recibió sonriente:
-
Eres
implacable, Montanari -empleó el tuteo-. No perdonas ni a un colega de las
negociaciones del Concordato.
-
No
había tenido ocasión de tropezarme con monseñor Venturi hasta ahora, y he de
confesar a Su Excelencia que preferiría no haberlo hecho.
-
Seguro
que a él le pasa lo mismo, y no lo digo solo por la cuchillada… Anda, apea el excelencia
y exponme en cinco minutos lo que sucedió, según él y según tú. Veremos luego
lo que se hace.
Creo que me sobró,
por lo menos, un minuto del plazo concedido. Bocchini parecía asombrado de la
caradura del monseñor y de lo disparatado de sus tesis. Al acabar, se quitó los
quevedos y me preguntó cómo abordaría el caso. Le di la respuesta que me
pareció habría de gustarle más:
-
Este
asunto huele a una miserable pelea entre homosexuales. Si de mí hubiese
dependido, me habría conformado con la explicación evasiva de Venturi y habría
archivado el asunto por falta de autor. Pero hay tres razones por las que he
decidido consultarle. La primera, porque algunos periódicos extranjeros se han
hecho eco del suceso, como episodio de una posible conspiración política. La
segunda, porque, por muy absurda o falsa que sea la versión del jesuita, alude
a una lista de atentados que encabeza el Duce, y eso no es algo que
pueda tomarse a la ligera. Y la tercera, porque Venturi parece tener mucha mano
con Mussolini, quien posiblemente ignore las inclinaciones sexuales de Monseñor.
Por todo ello acudo a usted, en busca de información y de consejo. Después de
todo -sonreí-, es la primera vez en veinticinco años que un asunto me supera y
ello, seamos sinceros, porque no es del todo verdad lo de que la ley sea igual
para todos.
Bocchini no
pareció encajar con justo mi gracieta. Con todo, la pasó por alto y dijo:
-
Deja
el asunto durante unos días en el cajón de tu mesa. Vamos a ver cómo respira
monseñor Venturi, quien no creo se achante después del sofocón que le hiciste
pasar ayer. El Duce reaccionará en consecuencia y entonces será el
momento de abrirle los ojos, por desagradable que ello sea.
El Jefe de la
Policía acertó plenamente. El 19 de marzo -San José, día que el Concordato
haría festivo- tuvo una entrevista con Mussolini. Al parecer, no se atrevió a
plantearle el tema de la homosexualidad, sino que se limitó a insistir en el
contenido de la revelación recibida en confesión, que él juzgaba digna de todo
crédito, ya que el sacramento impulsaba a decir la verdad. Pidió a Mussolini
que se tomara muy en serio las amenazas contra su vida y, de paso, le rogó
que velara por la suya propia ya que, aunque indigno, era la generosa amistad
del Duce la que lo había hecho notorio para los enemigos del Régimen.
Dejó para el final lo que era la clave de la visita:
-
Y,
por favor, no crea ningún infundio que le hagan llegar sobre mí. No habiendo
podido destruirme con el puñal, no me extrañaría que trataran de conseguirlo
con la calumnia.
Desde luego,
Venturi era muy listo.
***
Poco tardó
Bocchini en ser llamado al palacio Chigi[10]. Mussolini tuvo una
muestra de aquello que todos decían de su Jefe de Policía: Que cuando todos
iban, él estaba de vuelta:
-
Estoy
al corriente de las preocupaciones del padre Venturi. Incluso antes de ser
recibido por su Excelencia, ya había transmitido su inquietud a uno de mis
hombres, con el que tengo bastante confianza. A este le faltó tiempo para contarme
lo de la lista de Salvemini. La verdad, Excelencia, creo que la información
tiene muy poca base, no obstante lo cual extremaremos la vigilancia.
-
Tampoco
creo yo que tenga mucho fundamento, convino Mussolini. Venturi goza de mi
estima y está haciendo muy buena labor en el Vaticano pero, de eso a ser el
número dos en una lista de los principales fascistas…
Bocchini todavía
se reía cuando me contaba su entrevista con el Duce. Concluyó:
-
Así
que limítate a mandar al juez de instrucción un oficio, señalando que han
resultado infructuosas las gestiones para localizar al autor. Redondea el
informe indicando que, según la víctima, podría tratarse de un atentado de tipo
político, por tratarse de persona próxima al Duce, siguiéndose pesquisas
para concretar las indicadas sospechas.
Permaneció unos
momentos en silencio, reflexionando. Finalmente, me ordenó:
-
La
declaración de Venturi me la haces llegar, para incorporarla al expediente
secreto que sobre él tenemos en la MVSN.
-
Entonces,
¿cómo cierro el atestado de mi comisaría por las lesiones?
Bocchini sonrió y
se mostró condescendiente:
-
Conclúyelo
como mejor te parezca, con tal que no haya ninguna alusión a la que tú y yo
consideramos como la causa más probable.
Así lo hice y
supongo que allí seguirá la conclusión, de mi puño y letra, para uso de
historiadores que sepan leer entre líneas:
Aunque el
lesionado dio como causa más probable de los hechos el atentado político, nada
hay que justifique tal aseveración, ni la Policía considera que sea ese el
verdadero motivo de la agresión a monseñor Pietro Tacchi Venturi.
6.
La suave venganza del comisario Montanari
Plano de la zona central del Borgo
(Roma), hacia 1930 (gentileza alamy stock photo)
La finalización
del caso Venturi tuvo lugar en mayo de 1928. Para entonces, las negociaciones
entre la Santa Sede y el Reino de Italia estaban muy avanzadas. De hecho, los
llamados Pactos Lateranenses se firmarían en febrero del año siguiente.
El ministro Rocco
tuvo la gentileza, en vísperas de navidad, de invitarnos a una comida con
nuestras esposas, en los propios salones del palazzo Piacentini[11]. En un aparte, don
Alfredo decidió embromarme:
-
¡Cómo
sois los marchigiani! Si nos descuidamos, echáis por la borda todo
nuestro esfuerzo. ¡A quién se le ocurre buscarle las cosquillas a monseñor
Venturi!
Quizá por la
sorpresa, salté como una fiera al oír aquel nombre:
-
¡Menudo
indeseable! ¡Y que se fue de rositas, como si no hubiese roto un plato!
Rocco se puso
serio y me hizo seña de que bajase la voz.
-
Ya
sabes cómo son en el Vaticano, me explicó. Mussolini nos los ha puesto de
modelo más de una vez: lavar la ropa en casa y con el menor ruido posible.
Después de lo que ha pasado, no creo que pasen de puntillas sobre el asunto.
Otra cosa es que utilicen al habilidoso monseñor mientras les venga bien.
-
O
sea, Excelencia, mientras el Duce nos gobierne, porque, dudo de que esté bien informado de quien es ese jesuita.
El Ministro
sonrió:
-
Pues,
si el Vaticano no hace nada por no desairar a Mussolini, y si el Duce no
lo aparta de su lado porque no está al corriente de sus fechorías, no se me
ocurre qué puedas hacer tú…, suponiendo que quieras hacer algo, lo que no es
muy aconsejable. No olvides que Venturi es jesuita y poderoso; tal vez,
demasiado, para el gusto de algunos.
Estuve rumiando
las palabras finales del Ministro durante varios días. Desde luego, no parecían
dichas a humo de pajas. Finalmente, me hice la siguiente pregunta:
-
¿Y
si el ser jesuita y poderoso resultase ser el punto flaco de Venturi? Tal vez,
haya pasado por alto que, como me indicaba Michael, Monseñor no es un hombre
del Vaticano, sino de la Compañía de Jesús.
De aquí, a fijar
mi atención en el padre Ledochowski mediaba un paso, aunque no era fácil de
dar sin traicionar el compromiso con Bocchini, ni revelar mis fuentes
oficiales de conocimiento. Tampoco sería fácil conectar anónimamente con el
Prepósito General, no teniendo ningún intermediario de confianza. La técnica
de Venturi era imposible de emplear pues, aunque dominaba el italiano,
Ledochowski no confesaba a los fieles de forma ordinaria, sino previa petición
oportunamente identificada. Así que decidí olvidar mi inquina contra el lascivo
jesuita quien, por otra parte, no había vuelto a llamar la atención de la MVSN,
ya por volverse más cuidadoso, ya por el simple paso de los años, que suele
aminorar los ardores del sexo.
Llegó el año 1931
y, con él, el septuagésimo cumpleaños de Venturi y uno de sus mayores éxitos
como intermediario: la llamada comúnmente reconciliación de la conciliación.
Se trataba del primer choque grave entre Mussolini y el Vaticano, a contar
desde los Pactos Lateranenses. El detonante había sido la extensión de la
Acción Católica -obra predilecta del Pontífice- hacia el mundo juvenil, que el
fascismo consideraba de su exclusiva competencia, para adoctrinar y militarizar
en masa a los niños y muchachos italianos. En el fondo, siguió latiendo la
tensión pero se llegó a un modus vivendi de cesiones mutuas, auspiciado
exitosamente por el inevitable mediador Venturi, apagafuegos de las peores
querellas político-religiosas de aquella época, hasta la caída parcial de
Mussolini en 1943. En fin, no parecía el momento propicio para minar el terreno
del jesuita, que lucía más poderoso y eficaz que nunca. Es lo que creía yo,
ignorando del todo que en su Orden empezaban a estar hartos de él y un astro
ascendente eclipsaba decididamente su brillo de presunto número dos, tras el
General. El nuevo valor en alza era un piamontés de sesenta años, Pietro
Boetto, quien luego se haría justamente famoso como arzobispo de Génova durante
la Guerra Mundial.
Propicio o no para
mis designios, el momento no lo escogí yo sino un par de ladrones que, en
vísperas de la fiesta de la Ascensión, tras quedarse escondidos durante el día
en la Casa Madre jesuítica, entraron por la noche en la capilla y arramblaron
con cuanto creyeron de valor: cálices, patenas, copones y hasta la corona de la
Virgen. Al salir, apalancaron la puerta del edificio y se perdieron en la
noche. Por cierto, fueron detenidos quince días más tarde, cuando un perista
confidente nuestro, nos pasó el soplo de que le habían ofrecido la mayor
parte del botín por diez mil liras. El carácter sacrílego del robo, con
desparrame de hostias consagradas inclusive, obligó a celebrar las consabidas
ceremonias tras la profanación de un templo. Por supuesto que acudí a ellas, siendo la
primera y única vez que vi de cerca al padre Venturi después del día de su
declaración en comisaría, en marzo del veintiocho.
No obstante, mi
gran momento se había producido unos días antes cuando, avisados del robo, nos
constituimos en la Casa Madre, adonde había decidido acudir, como muestra de
respeto e interés hacia las víctimas. Como, entre las jerarquías que nos
recibieron, no estaba el General, pregunté por él. Una llamada telefónica
interna y, al punto, me condujeron a su presencia. La verdad es que no me
recibió muy cortésmente, que se diga. No hizo ademán de levantarse de su sillón
tras la gran mesa de despacho y, apenas cruzamos unas frases sobre el delito
que acababa de cometerse, me espetó:
-
Creo
que no es la primera vez que investiga usted un hecho delictivo acaecido en
esta Casa; solo que, en el anterior, no me visitó usted, ni siquiera me citó,
como máximo responsable de la Compañía de Jesús y de esta santa Casa.
No estaba
dispuesto a recibir reprimendas cuando, como quien dice, estaba allí de favor. Pero
procuré contenerme, al percibir que tenía la oportunidad que había esperado
durante tanto tiempo:
-
Como
comprenderá, monseñor, lo de ayer es algo que afecta directamente a esta santa
Casa y a usted, como Prepósito General. Lo del año veintiocho era algo que
concernía particularmente al padre Venturi y dependía de su criterio el
informar a sus superiores o, incluso, acudir a declarar acompañado por alguno
de ellos. No lo hizo así y prefirió la compañía de su secretario, el padre De
Sanctis. Sus razones tendría.
Los ojillos azules
de Ledochowski se mostraron entonces con toda su fuerza inquisitiva:
-
¿A
qué se refiere? ¿Motivaciones políticas, tal vez?
-
Perdone
-repliqué-. Me debo al secreto profesional y al mandamiento de silencio
recibido de mis superiores. Creo que lo entenderá perfectamente, ya que son
instituciones que utilizan con profusión entre ustedes.
El General sonrió
con ironía. Hizo un último intento de sonsacarme:
-
Creí
captar en su expresión cierta desaprobación hacia el comportamiento del padre
Venturi que yo, dado mi cargo, tal vez debería conocer.
-
Reitero
lo dicho, monseñor. No obstante, si vuestra paternidad siente alguna
preocupación por lo sucedido, puede informarse a través de De Sanctis, quien
sabe de ello tanto, o más, que yo.
No quise continuar
allí por más tiempo. Me levanté y, sin esperar a que me tendiera la mano -los
monseñores suele esperar que se la beses, satisfacción que no suelo darles-, me
limité a decir:
-
Lamento
lo sucedido y espero recuperar lo robado y detener a los culpables. Pondremos
en ello nuestro máximo interés.
***
Como ya he
expuesto, muchas páginas atrás, en 1932 fui nombrado profesor de la Escuela de
Policía Científica. Atrás quedó mi entrañable Borgo -a punto de sufrir la
terrible amputación mussoliniana, que daría lugar a la Via della
Reconciliazione- y mis cotidianas peleas, cada vez menos
versallescas, con los espías de la MVSN y, luego, de la OVRA[12]. Día a día me fui
convirtiendo en menos policía y más científico. Una que otra vez, me dejaba
caer por la Sapienza[13], de la que el ministro
Rocco, ahora nuevamente profesor, había sido nombrado Rector. En las antesalas
ya me conocían y dejaban pasar hasta su despacho. Llamaba, entreabría la puerta
y pronunciaba la frase de ritual:
-
Professore,
¿tiene tiempo para un café concordatario?
Casi siempre lo
tenía. Y así, hasta el año 35, en que se lo llevó una leucemia. Acababa de
casarse en segundas nupcias y, del primer matrimonio, solo tenía una hija, aún
adolescente. Es de los contados casos en que me atrevo a decir de un fascista
de renombre que era una excelente persona. Tal vez su descomunal inteligencia
era el cemento de aquella infrecuente armonía.
Me acuerdo de aquel año porque, a finales
del mismo, el reputado homosexual y pederasta, Caccia Dominioni, Prefecto de la
Casa Pontificia y mayordomo del Papa, fue promovido a la dignidad cardenalicia.
Dicen que Mussolini loaba la costumbre vaticana de no airear los pecados de sus
miembros y, si tenían que sancionarlos, lo hacían sin mayores estridencias.
Claro que una cosa era retirar de la circulación a un pervertido, o sancionarle
con la estancia en un convento por tiempo determinado, y otra mirar para otro
lado y dejarle recorrer todos los grados del cursus honorum, hasta las
puertas del Pontificado -espero que no más allá-.
Comentaba yo eso
con el ya comisario Taviani, ahora uno de los hombres fuertes de la OVRA, que seguía
recordando con afecto nuestros cafés en Corso Vecchio y aquella
tormentosa mañana con monseñor Venturi. En esto que me miró de hito en hito y
afirmó:
-
Por
cierto, dicen que el Duce está bastante molesto con Pío XI por no haber
nombrado cardenal a su amigo Venturi. ¿Te imaginas? ¡Menudo par de miembros de la
Parroquia para un mismo Consistorio!
Nada le contesté,
pero di en pensar -casi con regodeo- si no serían Ledochowski y De Sanctis
quienes habían dejado a mi amigo de Macerata sin el capelo.
7.
Una corroboración del editor de este relato
El comisario
Alfredo Montanari falleció en Macerata, el 4 de agosto de 1950, a los setenta y
cinco años de edad. Monseñor Tacchi Venturi lo hizo en Roma, el 18 de marzo de
1956, a punto de cumplir los noventa y cinco. Y fue dos años más tarde, en
1958, cuando un compañero de la Orden de los Jesuitas publicó un opúsculo, con
el título de Noticias biográficas del Padre Pietro Tacchi Venturi, S.I.[14], en el que daba valiosas
referencias -aunque un tanto sibilinas- de algunas circunstancias de la no
promoción de monseñor Venturi al cardenalato, pese a haber sido esa la prístina
intención de Su Santidad, en el consistorio de diciembre de 1935. Años después,
otro padre de la Compañía de Jesús sería menos circunspecto, aunque basándose
también en la versión de los hechos ofrecida por el interesado[15].
En resumen, el
padre Venturi había revelado la confidencia de Pío XI, hecha un mes después del
citado consistorio, en el sentido de que su propósito era el de nombrar
cardenal a él, como representación de su Orden en el Colegio
Cardenalicio pero que, finalmente, había optado por el también jesuita, padre
Pietro Boetto, dado que Venturi era conocido como íntimo de Mussolini, lo que
le hacía malquisto por parte de Inglaterra, en aquellos momentos de tensión
internacional por la invasión italiana de Abisinia. La verdad es que resulta
difícilmente creíble, tanto la confidencia del Pontífice, como el motivo para
desechar el nombramiento. No obstante, Venturi ponía como testigo de la
conversación al Secretario de Estado, cardenal Eugenio Pacelli, quien tres años más tarde se convertiría en el Papa, Pío XII. En consecuencia, habría
resultado demasiado atrevido dar una versión de los hechos alejada de la
realidad.
De todas maneras,
el padre Venturi entre líneas, y sus comentaristas de forma más franca,
reconocían que, en aquella ecuación Papa-Venturi-Mussolini faltaba una
incógnita, no indispensable, pero sí muy consolidada, a la hora de nombrar
cardenal a un fraile, como exclusiva representación de una Orden entre
los príncipes de la Iglesia: la opinión de la máxima autoridad de la misma que,
en la caso de los jesuitas, era su Prepósito General, vulgarmente conocido por
su poder como el Papa negro. Y el mismo Venturi reconocía que, por lo
visto y actuado en los años anteriores, habría de ser Boetto, no él, el
candidato predilecto de Ledochowski. Así se lo hizo saber seguramente el
General al Papa y este reaccionó de la forma acostumbrada: respetó la opción
proveniente de la Orden y no duplicó el número de cardenales jesuitas.
Parafraseando a Pío XI en su presunta charla con Venturi, el capelo no cayó
sobre su cabeza.
Sugiere el
comentarista del caso, Giacomo Martina, S.I., que es probable que el General
sintiese aprensión ante el poder que el padre Venturi podría haber acaparado,
caso de ser nombrado cardenal, capaz de hacer sombra al suyo propio. Es una
posibilidad, aunque en 1935 ya no estaba Monseñor en sus mejores tiempos. En
todo caso, para quienes -como este editor- conocen de Venturi mucho más de lo
que él estaba dispuesto a revelar, surge con brío la tesis de que Ledochowski
decidiera lavar la ropa en casa, sin dar siquiera detalles a aquel
Romano Pontífice que parecía lamentar que la calva de Venturi no tuviese un
capelo para cubrirla.
Plano de la Ciudad del Vaticano
[1] Alfredo Rocco (1875-1935),
el mejor jurista y legislador de la Italia fascista; Ministro de Justicia entre
1925 y 1932. Firmó, como Ministro, los Códigos Penal y de Procedimiento Penal. El primero de ellos, obra principal de su hermano Arturo, continúa actualmente
(2020) en vigor, aunque con muchísimas reformas.
[2] En términos civiles y
mercantiles, el italiano concordato puede traducirse por convenio o
acuerdo. En español, suele reservarse la palabra concordato para los acuerdos
bilaterales entre la Santa Sede y otro Estado.
[3] Alfredo Rocco, Il
concordato nel fallimento e prima del fallimento, Fratelli Bocca, Torino,
1902. Ha sido reimpreso recientemente: Kissinger Legacy Reprints, 2010; Nabu
Press, 2013. Su primera edición puede consultarse libremente por Internet.
Véanse, a los efectos del relato, pp. 548-574.
[4] Grave desfalco producido
en dicha Banca entre 1893 y 1895, que determinó su bancarrota. Salpicó a buena
parte de los políticos italianos, aunque el juicio concluyó sin condenas
penales. Entre los inculpados se encontraban los Primeros Ministros Giolitti y
Crispi.
[5]
Famoso auditorio operístico al aire libre de la ciudad de Macerata.
[6] Siglas de Milicia
Voluntaria para la Seguridad Nacional, tradicionalmente llamados escuadristas o
camisas negras, que acabó integrándose en la estructura policial del Estado,
como Cuerpo distinguido.
[9]
Palabra empleada, por ejemplo, para aludir a los barrios o distritos de la
ciudad de Roma.
[10]
Residencia oficial de Mussolini antes de trasladarse, hacia 1930, al famoso
Palazzo Venezia.
[12] Siglas de la Organización
para la Vigilancia y la Represión del Antifascismo, policía política del
fascismo italiano que, aunque se creó en 1927, no estuvo totalmente operativa a
nivel nacional hasta 1930.
[13]
Sobrenombre de la Universidad de Roma.
[14] Giuseppe Castellani, Notizie
biografiche del Padre Pietro Tacchi Venturi, S.I., Pont. Univ. Gregoriana,
Roma, 1958, 70 pp.
[15] Giacomo Martina, S.I., La mancata nomina cardenalizia
del Padre Tacchi Venturi. Relazione dell’interessato, Archivum historicum
Societatis Iesu, vol. 65, núms. 129-130, 1996, pp. 101-109 (puede consultarse
libremente por Internet).
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