Las sandalias aladas de Mercurio
Por Federico Bello Landrove
No es mala idea
excluir del amor la dificultad y el sufrimiento. ¿Es ello posible? ¿A qué
precio? ¿Con qué responsabilidad? En este relato de aeropuerto un hombre cualquiera
se encuentra con la necesidad de responder a esas preguntas, con notable lucidez
pero resultado incierto
1. Esperando un avión
Tal vez, debería
haber arribado más a la crítica, pero no le agrada conducir después de comer,
por aquello de la somnolencia. Además, el haber llegado con tantas horas de
adelanto parece como si le diese un mayor control de la situación. Puede
informarse a fondo -no es buen conocedor del tráfico aéreo, ni de los
entresijos del aeropuerto- y, a mayores, evitará encontrarse de sopetón con los
padres de Verónica, que sabe comerán en Madrid con sus cuñados. ¡Qué historias!
¡Mira que un cincuentón, abogado de prestigio por más señas, ande jugando al
escondite, como un colegial! Y es que, para bien o para mal, en cuanto se trata
de Vero, le asalta la misma timidez de antaño, el mismo miedo a errar,
la misma necesidad de emplear tácticas -absurdas por otra parte, dados
los graves errores que, con ellas, otrora cometió-.
Tan pronto ha
dejado el veterano Mercedes en el aparcamiento, ha sentido ese nudo en
el estómago que, pese a los treinta y cinco años transcurridos, aún recuerda
tan bien: Ese síntoma de que se siente inseguro, de que tiene un miedo cerval a
meter la pata. Pero no hay mal que por bien no venga -piensa-, si es el síntoma
-como cree- de sentirse capaz de dar un salto atrás, para instalarse en el
pasado, para recordarla tal como fue, para hablarle como lo hacía entonces,
solo que con ese humor hecho de paradojas y juegos de palabras, que le fue
brotando en la Universidad y cristalizó en las charlas ingeniosas con los
colegas, cuando ya su primer amor solo era un vagaroso recuerdo.
Eso tiene que
reconocerlo, pese a que parezca contradecir su actual presencia en la terminal de
llegadas internacionales: Verónica ha sido poco más que una figura guardada en
su baúl de los recuerdos, como otras tantas que quedaron atrás cuando
decidió abandonar la ciudad de sus amores adolescentes, para instalarse en la
que vive desde entonces; en la que encontró a Blanca y nacieron sus hijos; por
la que deambula a la carrera, de las compañías de seguros a los juzgados, de la
Audiencia al bufete, de su casa al cine o al gimnasio. Lo dicho, su corto noviazgo
con Vero apenas era dos o tres renglones escritos con letra titubeante en la
página dieciséis del libro de su vida. Así era… hasta hace un par de meses.
***
Había tenido que
viajar a Castellar por razones de trabajo y las gestiones se alargaron
inopinadamente, obligándolo a pernoctar en su antigua ciudad. Mató un rato,
antes de cenar, paseando por la zona céntrica, entre la curiosidad y la
nostalgia; y allí los encontró, tan de cerca, que no tuvo más remedio que
saludarlos. Resultó que podría haber pasado de largo sin faltar a la buena
educación, pues la madre de Vero fue esto lo primero que le manifestó:
-
¡Hijo,
cuantísimo tiempo! Has cambiado tanto, que no te había reconocido.
-
No
le hagas caso, Fernando -enmendó el marido, por cortesía-. Lo que pasa es que
no quiere ponerse las gafas para salir a la calle.
Era verdad. Pese
al gimnasio y a los cuidados con la comida, él había cambiado mucho, como
todos, como ellos mismos -sin ir más lejos-, que fueron una de las parejas más
guapas de su tiempo y ahora apenas conservaban un resto de su antigua apostura.
Fernando vio el reflejo de su declive en aquel matrimonio al que tan
intensamente frecuentó y quiso, hasta que la ruptura con su hija le alejó de
ellos.
Aún hacía frío en
aquella anochecida de comienzos de primavera. La conversación se alargaba y
ninguno de los tres sentía inclinación a ponerle fin. Fernando tomó la decisión
por todos:
-
Ya
que nos hemos encontrado después de tantos años, y sabe Dios cuantos más
pasarán hasta que nos volvamos a ver, entremos en esta cafetería y charlemos
con tranquilidad y buena temperatura.
Por el paso del
tiempo, el café acabó convirtiéndose en sendos platos combinados para celebrar
una improvisada cena. Fue en el curso de ella cuando saltó la noticia que dos
meses después, ha dado con Fernando -y dará con Alfredo y Carmen- en el
aeropuerto de Barajas, como hemos visto.
***
Habría sido una
imperdonable falta de interés no preguntarles por Verónica, tras haber pasado
revista a todos los miembros conocidos de ambas familias, y hasta a otros de la
nueva generación, que llevaban camino de convertir a los interlocutores
en bisabuelos o en abuelo. Mentar el nombre de su hija y venirse ambos padres
abajo, fue todo uno. Alfredo reaccionó antes que su esposa:
-
No
sé si contarte con detalle la tragedia por la que ha pasado. ¡Y en Panamá,
figúrate! Como para poder correr a ayudarla.
Fernando mostró un
interés entreverado de curiosidad; de forma que dio pie para que los padres le narraran
con algún pormenor la tragedia. Como ustedes no tienen ningún lazo con
Verónica distinto de leer este relato, procuraré resumir lo sucedido, para que
les quede en la mente el mismo compendio de tristezas que a Fernando, si bien
con muy otras consecuencias.
Para empezar, tras
el fiasco de su relación con Fernando, Verónica se había dedicado durante un
tiempo a curar sus heridas sentimentales que, desde luego, habían sido bastante
más profundas de lo que su edad y la brevedad del noviazgo permitía suponer.
Quizá ese lapso de convalecencia no fue suficiente, o tal vez se dejó engatusar
por el pretendiente menos adecuado. El caso es que, con apenas dieciocho años
de edad, había aceptado la corte que le hacía un estudiante panameño de
Medicina, que cursaba en Castellar uno de los últimos cursos de la carrera.
Carmen insistía en que su hija, en principio, se había resistido al asedio,
pero finalmente el pretendiente, Ramón, se llevó el gato al agua, ayudado por
circunstancias que -mal que les pesara a los padres de la novia- no eran
insólitas ni extraordinarias: experiencia, perseverancia y altas dosis de
sexualidad, contra lo que entonces se estilaba por nuestros pagos.
Obtenida la
licenciatura, Ramón partió para su patria -donde habría de encontrar trabajo
fácilmente-, contrayendo antes matrimonio con Verónica, sin esperar a que esta
concluyese sus estudios. La pareja se instaló en la localidad de David de
Chiriquí, de donde era oriunda la familia de Ramón, allí invariablemente
conocido como el doctor Salmón. Pronto los Señores de Salmón fueron padres de
tres criaturas -dos niños y una niña-, que constituyeron la única dedicación de
Vero, junto con la llevanza de la casa y el trato asiduo, y un tanto metiche y
agobiante, del resto de los Salmones, por lo demás tan amables e incultos, como
el Doctor era áspero y engreído por su superioridad profesional.
Pasados los años
infantiles de sus hijos, Vero quiso aprovechar la existencia en David de un
Centro Regional Universitario[1],
para homologar los incipientes estudios de Letras cursados en España y
polarizarlos hacia la especialidad propia del país, con vistas a algún tipo de
ejercicio docente que, a la vez que distracción, le granjease una forma de
ganarse la vida por sí misma, dada la ofensiva parsimonia de su marido para con
ella. Tan razonable aspiración fue motivo de incesantes conflictos con Ramón,
que en ocasiones llegaron a un grado de presión o de violencia, que los padres
de Vero no estaban en condiciones de concretar. De una forma u otra, la
española -como con distanciamiento y cierto desprecio la llamaban en su
familia política- logró graduarse y consiguió una colocación como profesora en
un colegio privado, pese a las amenazas de su marido al director del centro,
que este ignoró, como integrante solidario de la colonia de españoles de
origen, exiliados tras la guerra civil[2].
De la autonomía
económica y profesional, Verónica pasó a la familiar, pactando con Ramón un
divorcio que, a cambio de la guarda y custodia de sus hijos -ya adolescentes,
próximos a la mayoría de edad-, implicaba aceptar una modesta pensión alimenticia
para aquellos, a cargo de su padre. Con el tiempo, este dejó de ser un ominoso
engorro para Verónica, al adquirir la nacionalidad panameña y trasladarse a
Ciudad de Panamá, con el pretexto de los estudios de los hijos y el motivo de
alcanzar una plaza de profesora titular en la Universidad Católica[3].
Cerrábase así el primer capítulo de las desventuras de Verónica, aunque con la
inevitable cola de las polémicas con los hijos veinteañeros, que tan
bien conocen quienes son padres, Fernando incluido.
***
Para los postres
de la cena, quedaba la segunda parte de lo que, sin malicia ni conciencia de
hipérbole, doña Carmen había llamado la tragedia de Verónica.
Abreviaremos la narración de su primer episodio, que Fernando había acogido
como ajeno a su responsabilidad, ya que hacía alusión a algo que -como antes decía
de las discusiones de padres e hijos- resulta el padrenuestro de las mujeres
divorciadas. En el caso de Vero, es lógico que tuviera que ver con su trabajo:
la relación apasionada con el padre de una de sus alumnas, que colmó a la
madura española de pasión y de esperanzas, pero que acabó como suelen hacerlo
estas locuras, a saber, con el retorno del galán al redil de su familia
y la frustración de la mujer, que tan solo había probado el amor con un tipo
perfecto, para quedarse con la miel en los labios y la hiel en el corazón.
Alfredo recordaba
que la última vez que su hija había volado de Panamá a España, había sido
precisamente acompañada del perfecto amador, entonces alzado por
Verónica al comprometedor pedestal de hombre de su vida y futuro consorte. No
había vuelto más, aunque no por evitar la vergüenza de regresar compuesta y sin
Carlos, sino porque entonces se desencadenó la siguiente -y, por ahora, última
fase- del drama de Vero, cuya narración acompañó Carmen de lágrimas y sollozos,
hasta tener que reemplazarla su marido como narrador.
En sí, tampoco
este acto de la tragedia se salía de lo común. ¡Cuántas mujeres sufren un
cáncer de útero en su mediana edad! La peculiaridad del caso estribaba en que,
apiadada por sus padres, ya septuagenarios, Verónica había decidido pasar el
trago en Panamá y sin otra presencia o ayuda que la que le brindaban sus hijos.
Ciertamente, de poco le habrían servido prácticamente sus padres junto a ella,
pero ellos, al enterarse a posteriori, se habían venido abajo,
imaginando a su hija, doliente y en peligro de muerte, mientras ellos paseaban
por Castellar y la criticaban por su desapego e ingratitud, al no visitarlos
durante dos años -como era habitual- en primavera. En fin, si bien está lo que
bien acaba, Verónica decía estar repuesta y con buen pronóstico de curación. La
mejor prueba de ello es que reanudaba sus viajes a Ítaca, precisamente
ahora, y con una maleta rebosante de un contenido bíblico de lo más personal y
emotivo: una autobiografía de su lucha contra la enfermedad de las seis letras,
cuyos beneficios económicos iban destinados a una sociedad panameña, luchadora
contra los cánceres específicamente femeninos.
No han tomado
postre y cierran aquella cena tan emotiva con infusiones para una buena
digestión. Mientras se enfrían un poco, Carmen deja caer un par de frases, que
Fernando guardará en su memoria, grabadas a fuego:
-
Iremos
a esperarla a Barajas el próximo 9 de mayo, por la tarde. Su hermano no puede
acompañarnos con el coche, porque tiene una convención de ingenieros en
Clermont-Ferrand.
2. Volviendo la vista atrás
En un primer
momento, de regreso a su casa, Fernando tan solo recordaba la conversación con
Carmen y Alfredo como una sucesión de hechos, que componían una vida contada
durante parte de una cena, a través de sus episodios más lacrimógenos. Era lo
natural, siendo los narradores los padres de la sufriente protagonista, quien
los había vivido lejos de ellos, frustrando todas las esperanzas paternas de
felicidad. De todas formas, como persona sensible, cuya existencia había sido,
hasta ahora, plácida, por no decir feliz, nuestro abogado establecía
comparación entre su vida y la de Verónica, buscando la razón diferencial, no
en la suerte, sino en la responsabilidad personal. También él habría tenido
alguna ocasión de pasarlas de a quilo, si se hubiese dejado llevar por la
pasión, o mandado a paseo al letrado Pedraz, en aquellos tres años que pasó
aprendiendo la profesión a su vera, en régimen de semi esclavitud.
¡Qué diferente
habría sido la peripecia de Verónica, si los autoritarios padres de ambos no se
hubiesen empeñado en que la mocita cantase el Non ho l’età[4]
y les hubieran permitido vivir el noviazgo en paz y a su aire, con ese control
a distancia tan sencillo en una ciudad pequeña, estando las dos familias unidas
por una buena amistad. Fernando dejaba volar la fantasía, mientras corría el
agua de la ducha, nadaba interminables largos de piscina o caminaba rumbo al
trabajo, con la cartera atiborrada de papeles. Se imaginaba junto a Verónica,
que tenía la misma apariencia de ayer, sentados en el trotado sofá de la sala
en la que se le declaró cuando la chica caminaba por sus catorce y le profesaba
bastante más admiración que cariño. Los hijos tendrían que ser tres -como los
de ella, en efecto-, que es el número ecológico, capaz de mantener el
equilibrio de la población. Vivirían en Castellar, por supuesto, ¿dónde, si no?
¿Y a qué se dedicarían? Acuciados por un noviazgo tan temprano, lo más probable
es que se hubieran casado nada más acabar sus estudios, con lo que él habría
aceptado la oferta del catedrático de Derecho Civil, de seguir la carrera
docente, aunque el sueldo de los ayudantes apenas permitía llegar a fin de mes.
Diez años más y se veía sentado en la cátedra, haciendo lo que más le gusta en
la vida: enseñar a quienes de verdad quieren aprender. ¿Y ella? Seguramente
habría terminado Filosofía y Letras, pero no tenía claro el futuro de aquella
chiquilla, tan humilde y responsable, en la jungla de la Facultad. Quizá
maestra, o profesora de Instituto. ¿Qué más da? Allí estaba él, amante esposo,
padre entregado, catedrático con dedicación compartida, que la abogacía bien
administrada es complemento indispensable de la enseñanza teórica del Derecho.
Fernando se ríe
para sí. Está programando el futuro de Verónica y el suyo propio, como si el porvenir
no hubiera ya pasado. Dejemos, pues, el tema y demos un salto. El cáncer. Eso
sí que no hay quien lo eluda, pues su causa principal es genética y tiene oído
que una abuela de Vero murió de él. ¡Pero qué distinto habría sido el combate!
Los mejores médicos; el marido a la cabecera de la cama; los padres,
cubriéndola de besos; los hijos… Da por supuesta la curación: A fin de cuentas
es lo que en la realidad ha sucedido. En la realidad… Pero ¿cuál es? A
veces mezcla caras, confunde nombres, sueña lugares, imagina eventos. La vida
está hecha de opciones difícilmente rectificables, pero la realidad y el deseo,
el presente y los recuerdos se unen en un peculiar horizonte de sucesos, en que
podemos ver e imaginar, aunque nuestras criaturas -afortunadamente- no nos
afecten.
La mente analítica
de Fernando se detiene, una y otra vez, ante las mismas preguntas, que cada vez
se hace con mayor frecuencia y para las que no tiene respuesta, porque son
confusos los hechos y el entorno. ¿Qué pasó para que…? ¿Por qué yo hice, o ella
no hizo…? ¿Cuándo fue…? ¿No pudimos después…? Es inútil. Halla hipótesis,
posibilidades, teorías, pero no la seguridad que -a saber para qué- pretende.
¿Y si cambiara de método? ¿Y si olvidara por un momento el caso concreto
y se remontara a su carácter, su ejecutoria, su forma de entender la vida?
Ahí sí que parece
pisar terreno firme. Adelante, pues. Y en esto, surge ante sus ojos entornados
la broncínea estatua del Mercurio del Pasaje, el mensajero de los dioses, el
dios de las sandalias aladas. ¿Significará algo?
***
Para bien o para
mal, se cree moldeado por el carácter de su padre: imperioso, absorbente,
rápido, tajante. Eso sí, con unas notas de su madre: tímido, tolerante, amador
de la tranquilidad. Así ve cómo era él entonces, un retrato de perfil que aún
encaja con la forma en que ahora se comporta. Pero no es la panorámica lo que
busca, sino definirse en lo afectivo, para tratar de explicar lo que pasó.
Parece sencillo: huir del sufrimiento, impaciencia, juego al todo o nada,
escasa rebeldía. ¿Consecuencia? Recuerda que empleó el adjetivo, desde que en
Derecho aprendió lo que significaba: fungible, es decir, que se puede
sustituir o reemplazar por lo igual o análogo. Así ha considerado desde siempre
a la mujer que se pretende, al amor a que se aspira. Se siente perfectamente
capaz de vivir distintos amores, de convivir con diversas mujeres, en función
de la voluntad y las circunstancias. No malentiendan al bueno de Fernando: su
fidelidad es perfecta y su sentido de la responsabilidad, acrisolado. Pero eso
es cuando la chica dice sí, cuando no le ha decepcionado, cuando se ha
comprometido. Para entendernos, no es la fungibilidad de un caradura
picaflor, ni la de un incorregible optimista. Es el mecanismo de defensa frente
a la dificultad, la alternativa de la paciencia insistente, el antídoto del
dolor que generan la dificultad y el contratiempo. Queda claro -o él lo
entiende así-: Ni entonces, ni ahora, Fernando acepta el sufrimiento para ganar
el amor. La diferencia entre el pasado y el presente solo está en el grado de
contrariedad que toleraría y en la habilidad para sortear el conflicto entre el
amor ajeno y el propio.
¿En dónde hay
sitio para Mercurio y sus aladas sandalias? Fernando lo explica con una
alegoría tan válida, como la de las flechas de Cupido. Se cree rápido y certero
para conocer a una mujer, captar sus valores, sentirse interesado por ella.
Pero también es capaz de dar, con la misma velocidad, una espantada,
cuando cree que está en juego su felicidad, su tranquilidad o,
meramente, su acierto en elegir. Es, en cierto modo, similar al
mensajero de los dioses quien, con la misma rapidez con que se aproxima para
conocer sus designios, se aleja de ellos a cumplir sus encargos.
Poco antes de
casarse con Blanca, un amigo, que lo conocía bien, le había preguntado:
-
¿Qué
vas a responder a eso de hasta que la muerte os separe?
Fernando contestó:
-
Depende
de lo que conteste Blanca. El amor y sus propiedades es cosa de dos.
***
La introspección
no le sirvió de mucho a Fernando, en esta ocasión. Con una evidencia cada vez
mayor, aparecía ante sus ojos un aspecto de la realidad que no había conocido
hasta ahora, ni se había ocupado en hacerlo. ¿Qué sucedía cuando Mercurio escapaba?
¿Qué pasaba si la chica estaba hecha de otra pasta, si no compartía su tesis de
la fungibilidad, si la experiencia la marcaba de forma intensa y
negativa? ¡Ahora tenía la respuesta! Quizá con razón, Fernando ponía mil
excusas para no asumir su responsabilidad, desde la torpeza de la edad, al
rigor de los padres y la muy escasa lucidez de Verónica, a la hora de elegir
marido. Pero era en vano: Ahí tenía él una clara y muy importante responsabilidad;
tanto más evidente ahora, cuando conocía los mil y un vericuetos por los que
habría podido superar las dificultades o, meramente, dejar pasar un par
de años, que Verónica bien lo merecía. ¡Sería ridículo! ¡Pues no empezaba a
pensar en términos de que aquella niña podía haber sido la mujer de su vida,
ese preciado don que los dioses ofrecen a quienes quieren bien…, o amenazan con
castigar, si lo rechazan o dilapidan!
Y, por si Vero le
quedaba distante en la imagen, ahí estaban sus padres, ancianos, lacrimosos,
con pocos años ya por delante para ver a su hija medianamente feliz, capaz de
afrontar con algo de compañía y ayuda su existencia allende el océano.
Por primera vez,
Fernando se sintió culpable de abandono de novia y sintió el
arrepentimiento sin esperanza de quien tendría que volver a un pasado
irrecuperable, para cumplir su penitencia. Pero ¿cuál habría de ser esta, caso
de que la empresa no fuese del todo imposible? Por supuesto, nada que pudiera
trasladar la condición de víctima a quien ninguna culpa tenía por su criminal
torpeza, por su egoísmo cortoplacista. Ni él podía faltar a su fidelidad
presente, ni Verónica recibiría con buenos ojos un ofrecimiento tal. Lo vio
claro: Para empezar -como decía el catecismo-, la confesión del pecado a quien
lo había sufrido; la petición directa y sincera de perdón; el ofrecimiento de
una operativa amistad. Luego…, que fuera ella quien marcase los términos, los
sentimientos, las peticiones. En él estaba tomar la iniciativa; en Verónica,
perdonar y sugerir. De acuerdo, pues. Pero estas no son cosas para escribir o
telefonear, sino para hablarlas frente a frente, corazón con corazón. ¿Cuándo
dijeron que venía? El 9 de mayo. Total, apenas quedan veinte días. La llamo, o
me dejo caer por Castellar, o… ¡Demonios! ¿Por qué no empezar por ir a
recibirla al aeropuerto? Vendrá cargada de equipaje -libros, principalmente- y
sus padres no tienen coche. Podría poner el mío a su disposición. ¡Un motivo
irrebatible! ¿Quién sabe si no me lo sugirió Carmen, cuando dijo que su hijo no
podría, por estar de viaje en Francia?
3. Retorno al pasado
Sabiendo procedencia, fecha y hora
aproximada, no le fue difícil dar con el vuelo de Aeroméxico en que
había de viajar Verónica. Ciertamente, cabía una remota posibilidad de error,
pero Fernando era muy suyo: Antes equivocarse, que revelar a los padres de Vero
su propósito de ir a darle la bienvenida. Le apetecía darles una sorpresa de
última hora, surgiendo en Barajas como una aparición, tan inesperada como
deseable.
Tampoco quería
sincerarse con Blanca, pese a la inocencia del empeño y a la confianza que
había de siempre entre ellos. De hecho, su esposa conocía la existencia de su
primer amor y, nada más volver de Castellar, él le había contado de pe a pa
toda la historia de Vero en Panamá, con tal lujo de detalles, que su mujer
había pasado del interés, al cansancio y, de este, a un género de ironía que su
marido había conceptuado como pre-celotipia. En consecuencia, había decidido
disfrazar el viaje a Madrid de entrevista con los capitostes de una de las
compañías de seguros a la que estaba ligado contractualmente como letrado.
Según las cosas pintaran luego mejor o peor, regresaría en el día o pernoctaría
en Castellar, tal vez, en casa de Carmen y Alfredo; por tanto, bajo el mismo
techo que Verónica.
En fin, he
cerrado el círculo y volvemos a encontrarnos con Fernando que, tras aparcar su
coche, ha entrado en la terminal correspondiente y repasa por enésima vez el
número y hora de llegada del vuelo esperado. Luego, decide correr algún riesgo
y se acerca al mostrador de Aeroméxico y pregunta si, entre los
pasajeros del vuelo 384 de hoy está una prima suya, llamada Verónica Bermúdez
Lafuente, que ha tomado el avión en Ciudad de Panamá. La cortesía mejicana se
impone, pese a que no ha justificado la relación que guarda con la viajera: En
efecto, señor, es una de las pasajeras.
Tiene tres horas
y media por delante. Compra un par de periódicos y un libro de moda. Durante
treinta o cuarenta minutos, hojea las noticias y trata de empezar La fiesta
del chivo[5]. Luego
busca un restaurante, dentro del mismo aeropuerto, y pide un sencillo plato
combinado: No quiere que la comida se alargue más allá de media hora. Con todo,
es tiempo suficiente para que empiece a dar vueltas a la cabeza, pensando que
tal vez haya hecho mal, viniendo así, de sopetón y en descubierta, como si Vero
fuese a estas alturas una amiga del alma o, al menos, tuviera verdaderas ganas
de verlo. Realmente -se dice-, siempre he pecado de juzgar los deseos de los
demás con mis propios criterios.
Termina el
almuerzo, pero no el soliloquio. Una y otra vez, mientras pasea por los
pasillos de la terminal, se estrella contra su desconocimiento de las
reacciones de Vero. Es obvio que su iniciativa es generosa y no tiene por qué
ser mal recibida. Siempre puede escudarse en el encuentro con sus padres, en la
atención de que puedan viajar cómodamente, sin necesidad de andar trasbordando.
Pero Fernando no ha llegado hasta aquí para cargar maletas o ayudar a ancianos,
sino para hacer de nuevo acto de presencia en la vida de ella, para
demostrarle su interés, para cruzar las primeras palabras en décadas. Se trata
de romper el hielo, de sentirse cercanos, de darle el calor que le faltó en aquellos
malos momentos, que él desconocía.
He aquí que, pese
a su cuidado para no ser visto antes de tiempo, ha columbrado a Carmen y
Alfredo. ¡Maldición!, no vienen solos. Seguro que han estado comiendo en casa
de un familiar, que se ha sentido obligado a acompañarlos. ¡Pero no! El
desconocido se para, les hace unas indicaciones acompañadas de gestos y se
retira. Tal vez sea el taxista que los ha traído hasta Barajas, que los ha
guiado hasta ponerlos en el buen camino hacia la zona de llegadas. Bien,
falsa alarma. Busca un asiento oculto tras un pilar y pone ante sí un diario
abierto, para que le oculte el rostro. De vez en cuando, aparta las páginas y
mira de soslayo. Sí, son ellos. Pasan ante él, del brazo, ajenos a cuantos
transitan en torno suyo. Aún faltan cuarenta minutos para el aterrizaje
previsto del avión.
De pronto,
Fernando lo ve todo claro. Como tantas veces, había pasado por alto un dato
esencial, objetivo, incontrovertible. Va para dos años que padres e hija no se
han visto, y eso fue antes del cáncer. Es obvio que querrán estar a solas, a la
hora de los abrazos, de las lágrimas, de las confidencias. Los padres podrían
aceptar su presencia, por cariño o por gratitud. Pero ¿y ella? A buenas horas
va a hablar de su enfermedad ante él, un perfecto desconocido, indeseado,
entremetido, pasado de rosca.
Decididamente,
allí está de más. Lo que es peor, puede perder su oportunidad, la última
posibilidad de hablar con Verónica, de pedirle que lo perdone, de atar los
cabos para un futuro cimentado en los sentimientos del pasado. Se impone la
retirada. Tiempo habrá de llamarla dentro de unos días, sondeando su actitud, o
de ir a visitarla de manera más decidida. Es lo mejor, no hay duda. Aprovecha
que la anciana pareja está de espaldas a él; se levanta y se aleja, entre el
alivio, que empieza a difuminarse, y las dudas, que ya lo alcanzan antes de
llegar a las puertas de salida.
Al ponerse al
volante del Mercedes, musita, como antaño:
-
Del
próximo fin de semana, no pasa. O mejor, la semana que viene, cuando Vero haya
quedado libre de los compromisos y de los encuentros más urgentes.
***
También es martes
y día 16, como cuando se declaró a Vero. No es una casualidad que Fernando haya
esperado hasta esta fecha, una semana después de la abortada intentona de Barajas.
En su bufete, con orden de que no lo molesten, espera hasta las once, con un
nudo en el estómago. Telefonea, rogando al cielo que se ponga Carmen. Tiene
suerte a medias: contesta Alfredo. Como siempre, jovial y cariñoso. Sí, sí,
por aquí anda… Que sí, hombre, que es buen momento; para ti, siempre lo es…
¡Vero, al teléfono!
Le oye decir en
voz baja: No te lo vas a creer. Es Fernando, Fernando Manglano. Verónica
empieza como si no supiera quién la llama. Tiene la voz fresca y cantarina que
él aún recuerda:
-
Dígame.
Le brota la veta
coloquial y bromista, que le sale tan bien pero ella todavía desconoce:
-
¿Puedo
hablar con la Perla del Caribe?
-
Lo
siento, señor. Yo soy la Perla del Pacífico. La del Caribe se quedó en Colón[6].
Esperemos, por el
bien de Fernando, que Verónica no se sienta ofendida por el error geográfico.
[1]
El Centro Regional Universitario de Chiriquí (CRUCHI) vino funcionando entre
1969 y 1995, como una división de la Universidad de Panamá. En 1995, se
convirtió en Universidad Autónoma.
[2] Se alude
a la guerra civil española de 1936-1939.
[3] La
Universidad Católica Santa María la Antigua (USMA) fue creada en 1965, y tiene
actualmente (2019) centros académicos en Ciudad de Panamá, Colón, David de
Chiriquí, Azuero y Veraguas.
[4]
Famosa canción -ganadora de los festivales de Sanremo y Eurovisión de 1964-,
cuyo mensaje era el de vivir un amor romántico, hasta que la chica
tuviera la edad de salir sola con el muchacho. Se cuenta que esta
adaptación del amor al calendario gozó del beneplácito del entonces Papa, Pablo
VI. La tonada fue popularizada por la cantante italiana Gigliola Cinquetti en
diversos idiomas, entre ellos, el español, con el título de No tengo edad.
[5] Novela
de Mario Vargas Llosa, editada por Alfaguara en el año 2000.
[6]
Ciudad de Panamá está a orillas del Océano Pacífico. Colón lo está en las del
Mar Caribe (Océano Atlántico).
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