Gente de orden
Por Federico Bello Landrove
Ya sabemos de
sobra lo mal que se portaron los perversos de ambos bandos en la guerra civil
española. Pero, ¿y las buenas gentes de orden? Me aproximo a tres posibles ejemplos
de personas respetables, para ver, con más realismo que fantasía, cuál
fue su actitud ante la muerte odiosa de sus compatriotas y los duros momentos
en que se vieron inmersos.
1. Capeando el temporal
Corren los
primeros días de noviembre de 1936. En el restaurante del Hotel Roma de
Castellar, tres comensales se sientan a una de las mesas, dispuestos a hacer
los honores a la buena cocina del establecimiento. ¿Motivo especial? Uno de
ellos, el mayor en edad, acaba de llegar a la ciudad, tras jugarse la vida
durante tres meses en el cerco y defensa de Oviedo[1].
Al fin, ha salido con bien de aquella encerrona y sus dos compañeros de ágape
han decidido reunirse a comer para mostrar su alegría y agasajarlo.
Precisamente, al acercarnos al trío, ya casi a los postres, sorprendemos una
parte de la conversación que, en este caso, lleva el más joven de los tres:
-
Sé
de muy buena tinta que, hasta empezar este mes, se ha contabilizado en el
juzgado militar de instrucción un total de 181 ejecutados, tras ser condenados
a muerte en consejo de guerra. En cambio, no me han sabido dar cuenta de los
indultados, que, como mucho, pueden suponer la mitad de ese número.
-
Y
eso es solo la parte presentable de la situación -explica el comensal
intermedio en edad, bajando la voz hasta términos casi inaudibles-. Los paseados[2]
serán dos o tres veces más de la cifra que le han dado a Francisco, y la cosa
no tiene visos de acabar.
-
No
me hables de paseos-replica el homenajeado-. Acabo de enterarme
de que se lo han dado en Madrid a mi maestro espiritual, el padre Gamo,
simplemente por ser sacerdote. Y no digamos lo que se sabe y se cuenta de
Asturias, tanto en el frente, como en la retaguardia[3].
Se hace el
silencio durante unos momentos, que interrumpe el tal Francisco, dirigiéndose
al camarero:
-
Arsenio,
¿Qué tienes hoy para postre?
***
¿Quiénes eran, a
grandes rasgos, los tres amigos cuya charla hemos sorprendido? Les pondré en
antecedentes, por el orden de sus respectivas edades. Así pues, comencemos por
el defensor de Oviedo, el discípulo espiritual del padre Gamo, según él mismo
ha reconocido.
Don Óscar Muñiz,
de 54 años de edad, soltero, asturiano de origen, tiene tras de sí una vida
rica y compleja. Hijo de una familia de clase media con pretensiones de
hidalguía, pasó sin vocación por la milicia, hasta llegar al periodismo y la
actividad política, en partidos de izquierdas. Hacía muchos años que había
dejado el uniforme y el sable, cuando hete aquí que -por lo que ha dicho- ha
vuelto a ejercer como capitán con ocasión de la defensa de Oviedo. Entre un
momento y otro, Muñiz tuvo su camino de Damasco[4],
cuando se hallaba preso en Barcelona y recibió la presencia y el influjo del
padre Gamo. A partir de ese momento, unos diez años atrás, pasó a asumir una
ideología nacional-católica, que acontecimientos como la Revolución de Octubre[5]
no hicieron sino radicalizar. Ahora, de regreso a su patria chica adoptiva de
Castellar, don Óscar vacila sobre colgar de nuevo, o no, el uniforme. En todo
caso, si decidiere que la guerra ya no es para él, tiene la esperanza de que su
trimestre heroico junto a Aranda[6]
le sirva para recuperar el puesto de director del periódico para el que
mayormente trabaja pues, aunque soltero y austero -así se presenta,
jocosamente-, apenas tiene con el sueldo para llegar a fin de mes.
El mediano en edad
tiene una personalidad menos notoria, pero una cuenta bancaria bastante más nutrida.
Se trata de Antonio Vallecillo, castellarense de pro, nacido unos cuarenta años
atrás en un pueblo del alfoz, en familia de campesinos, de esos que se pueden
llamar agricultores o propietarios, sin llegar a ser terratenientes.
Pero, si es conocido en la ciudad, es como abogado, con un bufete que acoge
a buena parte de la gente adinerada y/o de derechas de la localidad,
inicialmente atraída por el don de gentes de su titular y su hondo conocimiento
del cooperativismo y la propiedad inmobiliaria rústica. De hecho, siempre ha
pertenecido nominalmente a los partidos agraristas de la región, hasta un par
de años atrás en que le convenció de pasarse al fascio su buen compañero
de profesión, el pobre Nicéforo Cuadrado, al que siempre trató de refrenar en
temas de violencia política, la cual a la postre se volvió contra él al
comienzo de la guerra, en un buen ejemplo de aquello de quien a hierro mata…
El letrado Vallecillo es el único de los tres comensales que está casado,
con una hija de Almacenes Duero, como suelen perfilarla en sociedad,
ahorrándose el nombre de su padre. Tienen tres hijos y viven en una buena casa,
frente a la Catedral, síntoma de que llevan un tren de vida de razonable
bienestar, vale decir, de aquellos de ingresos menos gastos, igual a ahorro
importante, pero sin avaricia ni cicatería.
El más joven es un
gallego de Vigo, llamado Francisco Penouta, quien, a sus treintaiún años, ya le
ha tocado viajar ampliamente por España, merced a su bien ganada plaza de juez
ocho años atrás, y a los avatares políticos que han salpicado a la gente de
toga, como a cualquier hijo de vecino. Como es natural, no ha exteriorizado
claramente sus ideas sociales, dala la imparcialidad que a su profesión se
supone, pero quienes lo vieron actuar hace un par de años en Villanueva y
Geltrú, comportándose sin contemplaciones en la instrucción de las causas
contra los levantiscos del 34[7],
supusieron que se las habían con un españolista de derechas y, como a
tal, lo amenazaron de muerte en varios anónimos y expresiones de las llamadas
en el Código penal encubiertas o equívocas. Precisamente por eso, el Ministro
Aizpún[8]
autorizó su comisión de servicio para uno de los juzgados de primera instancia
de Castellar, aunque no tuviera entonces la oportuna categoría de magistrado. Y
en esta ciudad sigue, una vez perdió todo interés por volver a Galicia, cuando
su novia de muchos años no le respetó la ausencia y acabó casándose con un
armador de Villagarcía de Arosa. Sus padres, maestros ambos en proceso de depuración
de responsabilidades políticas, gustarían de verlo por la ría viguesa pero
Francisco -evidentemente, Paco o Paquito para ellos- es fiel
cumplidor de la consigna de San Ignacio: en tiempos de turbación, no hacer
mudanzas.
***
Ahora que caigo,
ese terceto de buenos gourmets, que acaban de pedir la cuenta al maître
y disputan sobre la distribución de su abono -acabará ganando don Antonio, como
casi siempre-, pueden ser una buena muestra de lo que, en tiempos de los
Borbones, llamaban gente de orden, es decir, quienes hacen buena la
conocida máxima el orden, ante todo, con el atrevido corolario de
Goethe, prefiero la injusticia al desorden. Veamos hasta qué punto la
selección es acertada, según el porqué y el hasta dónde de cada uno en el
mantenimiento de esas convicciones.
Por más
espectacular e inverosímil que hubiese sido el cambio de chaqueta
espiritual de Óscar Muñiz, no dejaba de representar a los millones de
compatriotas que, ante la política religiosa del primer bienio de la República
y, luego, del Gobierno del Frente Popular, se habían sentido ofendidos,
escandalizados y hasta en peligro de condenación, si dejaban hacer sin
soliviantarse. Estoy convencido, como el propio Muñiz cuando reflexionaba, de
que catolicismo y comportamiento de la Iglesia no eran la misma cosa -a veces,
algo diametralmente distinto-; como comprendo que, so capa de persecución y
atentado a la Iglesia, pretendía cubrirse la abolición de privilegios y
prebendas. El mismo padre Gamo, mentor espiritual de Muñiz, lo había dicho en
la prensa, desilusionado de la actitud cerril de muchos patronos y políticos de
los llamados partidos católicos: Si las izquierdas viniesen para
resolver con buenas reformas sociales el problema social, sin meterse con la
Religión, yo diría: bienvenidas sean las izquierdas, hasta que las derechas
tengan enmiendas[9].
Claro que, como había comentado su discípulo, don Óscar, lo de sin meterse
con la Religión, era una condición imposible para la mayoría de las fuerzas
frente populistas. Luego, claro está, expolios, incendios y asesinatos, habían
llevado a Muñiz a eludir matices y reflexiones profundas: Según él, si se era
católico, había que decir basta y ponerse al lado de la jerarquía
eclesiástica. Luego aclararé hasta qué punto.
Si lo que movía a
Muñiz era, sobre todo, la convicción religiosa, Antonio Vallecillo respondía a
los intereses de su clase social, ni más, ni menos. Tenía abundantes dudas en
materia de religión, empezando por la existencia de Dios, la divinidad de
Jesucristo y el acierto y buena voluntad -no diré la infalibilidad- de los
clérigos en general. Solo después del Alzamiento, empezó a cumplir con rigor el
precepto de la misa dominical y a acompañar a su mujer e hijos al comulgatorio
-sobre el confesonario, corramos un tupido velo-. Era el miedo a que se viniera
abajo el nivel de vida de su familia lo que le había puesto en guardia ante
tanto exceso -sobre todo, verbal- como se gastaban aquellos incendiarios,
de los que temía, no tanto la violencia, como el desgobierno y la ruptura del
Estado de Derecho. Sin saber bien si mataba o si espantaba, había
hecho guiños a aquellos casi fascistas de la camisa azul y la dialéctica de
los puños y de las pistolas[10].
En todo caso, ya he dicho que su aproximación
tenía mucho de personal, por el carisma y las invitaciones de su colega
castellarense, Nicéforo Cuadrado, cuya muerte en los primeros días de la guerra
lo apenó profundamente y le desanimó para ser algo más que un abogado de
derechas, con una intachable ejecutoria agrarista, hasta en su crítica moderada
contra las compañías del sector agroindustrial, que tan bien sabían esquilmar a
los labradores y llevarse fuera de la región sus cuantiosos beneficios.
En el caso del
juez Penouta, podríamos invocar con propiedad alguna de las eximentes del Código
Penal para las conductas delictivas, por más que la suya estuviese lejos de
alcanzar ese epíteto. Yo diría que la que mejor cuadraba era la legítima
defensa, a raíz de las amenazas de muerte a que antes me he referido. Seguro
que él preferiría la eximente de estado de necesidad, para excluir de la excusa
cualquier ribete en exceso personalista. Mas, de un modo u otro, es obvio que
era un hombre de leyes y de conciencia, al que jamás se le habría ocurrido
aceptar ciertas cosas, de no haber estado en juego su vida. A mayores, la
todavía ambigua situación de sus padres, bajo la lupa de los procesos
depurativos del profesorado, le imponía una conducta intachable a los ojos de
los militarotes en el poder, por si había de echar una mano benefactora
a sus progenitores. Entre tanta circunspección, mantenía una cierta libertad de
palabra con algunas personas de confianza, cuando la indignación o la crítica
le ahogaban en la garganta. Tal sucedía con el presidente de la Sala de lo
Civil de la Audiencia, Gavilanes, o -precisamente- con los dos amigos con que
ahora ha estado comiendo, no por ser antiguos o íntimos (conoce a Antonio, como
abogado prestigioso, al que le une un mutuo respeto; y a Óscar como periodista
que, buen conocedor de Barcelona y de los energúmenos nacionalistas, se puso
espontáneamente a su disposición, cuando Francisco aterrizó en
Castellar, sin haber estado nunca en esta ciudad), sino porque los tres, de
manera sincera, se manifiestan entre ellos de forma clara, veraz y discreta.
Eso permite a cada uno de ellos saber hasta qué punto -antes dije hasta
dónde- comprenden o toleran el huracán de violencia gratuita y
supuestamente incontrolada que, desde hace tres meses y medio, sopla
inmisericorde sobre la ciudad y su provincia -por no aludir a lugares más
alejados-, pese a haber estado desde el primer momento de la guerra bajo la férula
de quienes -en ese mes de noviembre de 1936- se las prometen muy felices por la
considerada inminente caída de Madrid.
***
En cuanto los
hemos oído hablar, nos ha sido evidente que los tres amigos abominan del
ambiente opresivo y de las violencias que se están viviendo en Castellar,
aunque con distintos niveles de crítica y por razones no coincidentes. Hagamos
un resumen, contemplándolos por el mismo orden de nacimiento, hasta ahora
empleado.
Óscar conoce o ha
vivido los sucesos del 34 en Cataluña y en Asturias, y tiene información
aproximada de lo que acaece en Madrid, por su condición de periodista bien
enterado. Sobre esa base, estaría cerca de justificar el empleo de medios
drásticos para ganar la guerra y dominar la retaguardia, con dos condiciones,
que es evidente que en Castellar no se están cumpliendo: aplicar los
procedimientos establecidos por las leyes, incluso las de guerra, y diferenciar,
según las personas enjuiciadas, las penas a imponer. En ningún momento ni bajo
ninguna disculpa puede dejarse en manos de los ciudadanos sin autoridad la
imposición de castigos o la realización de venganzas, incluso con resultado de
muerte; como tampoco puede mandarse al paredón, o a la cárcel por treinta años,
por el mero hecho de ejercer o haber ejercido cargos políticos o haberse
integrado en partidos políticos o sindicatos de izquierdas. Habrá que ver el
uso que cada cual haya hecho de sus poderes, así como la aplicación conductual
concreta en que hayan cristalizado sus ideas.
¿Qué salida, o qué
subterfugio, utiliza Óscar para vivir en aquél inmenso matadero sin caer en la
depresión, o abdicar de sus rasgos de humanidad? Quizás resulte ridículo
plantearse siguiera la pregunta, aunque soy consciente de que nuestro
periodista lo ha hecho, tanto en los baluartes de Oviedo, como en su modesta
habitación en el Hotel Moderno. Una y otra vez, se repite, tratando de
convencerse definitivamente, que será la voluntad de Dios y que, por encima de
todo, se halla su providencia, esa de la que Santa Teresa afirmó que escribe
derecho con reglones torcidos. En lo que a él cumple, se entrega a la
oración, escribe sus artículos de periódico sin incitar al odio ni a la
violencia y, cuando tiene oportunidad, redacta ensayos o prepara algún libro,
con un evidente objetivo de evasión -aunque él se enfadaría si viese este
juicio mío sobre ellos-. No creo que haga falta decir más sobre el tema: Se
trata de que ustedes lo conozcan un poco, no de que discutamos con él, ni de
convencernos de la suficiencia o nimiedad de su parecer.
Pasemos a Antonio,
el abogado. Por principio, más que por experiencia propia, parte de que su
posición y su patrimonio, lícitamente conseguidos con su trabajo -y la dote de
su mujer-, deben ser protegidos por encima de todo. Está en juego, no solo su
forma de vida, sino la de su esposa y sus hijos. Convencido de que la
sublevación estaba justificada, ahora se trata de arrimar todos el hombro, a
las órdenes de Franco, para conseguir la victoria, a la mayor brevedad y con el
menor coste posible. Por eso mismo, considera innecesario y equivocado el
llevar la guerra a la retaguardia, la violencia suma a la población civil, las
ejecuciones masivas y hasta ilegales a una situación que, hasta ahora, permite
pronosticar el triunfo del bando nacional. Pero siempre existe un riesgo de
derrota, como hay que tener en el horizonte la anhelada paz. Una y otra
aconsejan ser más suaves y circunspectos, manteniendo la guerra para los
frentes y en términos estrictamente legales y castrenses. Una guerra civil es
siempre causa de odios fratricidas y de consecuencias morales que duran varias
generaciones. No se puede agigantar sus consecuencias nefastas con crímenes que
a nada positivo conducen.
Está claro que a
Antonio -como a tantos otros de ambos bandos- no se les hace caso y la
contienda ruge sin límite y sin razón. ¿Qué hace él, a nivel personal, para
justificarse, para poder decirse en el bufete o en el dormitorio, que no es
como los demás? En la medida en que sus intereses no los sienta en peligro, aconseja
y, en ocasiones, defiende a ciertos izquierdistas de buena conducta, cuando el
proceso no impone -como en la mayoría de los consejos de guerra- un defensor que
sea oficial militar. A través de su esposa, o directamente, apronta ciertas
cantidades de dinero para personas necesitadas o, de manera impersonal, a
instituciones, como ese Auxilio Social, que acaba de crearse para
atender a las personas desamparadas por la guerra, particularmente mujeres y
niños[11].
Es una gota en el mar -reflexiona- pero no siente que pueda hacer más, ni que tenga
por qué.
Francisco, como
juez y como políticamente independiente, no puede encontrar matices ni
paliativos a lo que está pasando en España, Castellar incluido. Es el Mal, la
mentira y la crueldad, que se han enseñoreado del país. Las leyes, civiles y
militares -que él conoce bien-, son una máscara para encubrir apenas la
arbitrariedad y la violencia. ¿Cómo va a encontrar diferencias apreciables
entre el asesinato de los paseos y las sentencias de los consejos de guerra,
cuando en estos no se guardan los derechos de los acusados, se aplican las
leyes retroactivamente, o se considera como rebelión armada el mero hecho de
haber profesado cargos o mantenido ideas? Lo único bueno que halla en esta
situación -egoístamente hablando- es que los militares se hayan hecho cargo de
la represión judicial, permitiendo a los jueces ordinarios, como Francisco, verlas
pasar, sin tener arte ni parte. Es cierto que a algunos de sus colegas
-jueces, fiscales, secretarios judiciales- les ha parecido poco ser
espectadores y han dado el paso delante de ingresar en la jurisdicción
castrense, en calidad de oficiales voluntarios de complemento: el placer de
matar, a cambio de un bonito uniforme y de un informe favorable para medrar en
el futuro. Desde luego, él no ha solicitado tal cosa aunque, hallándose en
Castellar con una mera comisión de servicio, en cualquier momento podría
encontrarse en situación administrativa delicada.
¿De qué se ayuda
nuestro juez para sobrellevar esa situación, que él compara con la de las
caballerías, a las que se coloca anteojeras para que vean solo lo que quiere
quien las manda? Su experiencia en la Cataluña del treinta y cuatro le puso
definitivamente frente a una realidad, próxima al mal de muchos…: que la
violencia parece haberse hecho necesaria para combatir a la violencia. Entiende
que, en una y otra zonas, en la preguerra y ahora, se vive el mismo fuego
destructor que, de no ser por la benevolencia de un ministro comprensivo,
seguramente habría acabado con su vida. Ha decidido, pues, que él no tiene por
qué enfrentarse directamente a la situación, para apoyarla o tratar de
combatirla -¡vano intento!-, sino que le basta con justificarse a sí mismo, en
función de su conducta y de los resultados de la misma. En ese sentido, el uso
de la moderación y, en ocasiones, de la caridad piadosa, ejercido en su tarea
diaria y hasta donde le sea posible, lo juzga suficiente. Basta con hacer una
comparación objetiva: Mucho peor sería que su trabajo fuese ejercido por algún
malvado. En todo caso, ya escampará; la guerra no durará mucho; algún día
contarán las leyes y los tribunales de derecho. Entonces se verá quién es y hasta
dónde llega Francisco Penouta. Y entre tanto, ya se sabe que la justicia es la
primera víctima de toda guerra, aunque algunos atribuyen tal primicia a la
verdad.
2. La prueba
Nuestros tres conocidos -tal vez en
unión de algún contertulio más- se hallan tomando café en los pulidos veladores
del Café Español, bajo los soportales de la Plaza Mayor, cumpliendo con
el ritual de la gente de orden -y de muchos que no lo son- de cafetear
hacia las cuatro de la tarde, de forma más o menos lúdica y sosegada. Han
pasado cuatro meses desde el almuerzo del que tratamos en el capítulo anterior;
es decir, nos hallamos a comienzos de marzo de 1937. Los nacionales han
conquistado unas cuantas provincias más; en Oviedo, no obstante, la situación
es desesperada para Aranda y sus menguadas huestes; los víveres están por las
nubes, y parece que los paseos decrecen, aunque nadie se atreve a
aseverar si es porque, al fin, las autoridades les han puesto coto, o porque ya
no queda nadie que merezca la pena asesinar. El juez Penouta sigue
llevando la macabra cuenta de los fusilamientos debidamente autorizados:
trescientos once hasta hoy, que es miércoles, 3 de marzo, festividad de los
santos mártires Emeterio y Celedonio de Calahorra.
De nada de eso
están hablando en la tertulia, sino de una noticia que ha corrido como la
pólvora, desde que se produjo el sábado anterior. La policía había detenido en
casa de una de sus hermanas, al diputado de Izquierda Republicana por
Castellar. Tras siete meses oculto, la mayoría de quienes en él pensaban lo
hacían huido a Portugal -y, desde allí, a no sé dónde- o, cuando menos, a buen
recaudo en alguna localidad en la que no fuera, ni buscado, ni conocido[12].
Pues no, señor. El
diputado, don Manuel Santaella, está aquí mismo, en la Cárcel Nueva, a poco más
de un kilómetro de este Café, donde la vida sigue su camino, indiferente.
Nuestro relato se tensa pues, contra lo que podría haberse pensado, Óscar,
Antonio y Francisco conocían al preso y tenían de su carácter y ejecutoria una
excelente opinión. Algo les dice que tiene que ver con eso el que les eche
el alto el primero de los citados, cuando han dado las cinco y se levanta
la sesión de la tertulia:
-
Antonio,
Francisco, quedaos un momento, que tengo que daros un recado.
Alejados los
restantes contertulios, Óscar dirige a los otros dos una pregunta, tan
imprecisa, como perentoria:
-
Algo
tendremos que hacer, ¿no?
Francisco se da
por aludido, en atención a su cargo:
-
Tengo
pendiente la visita a mis presos de este trimestre[13].
No creo que me pongan ningún inconveniente para ver a don Manuel, aunque esté
bajo la jurisdicción militar.
-
Me
parece muy bien -contesta Antonio- y, con lo que te diga, veremos qué se puede
hacer.
Los tres
comprenden que será muy poco: caridad, testimonio y cumplir esa hermosa obra de
misericordia de consolar al triste. Óscar pone una nota de esperanza, a
la que sus amigos se asen, aunque con vacilación:
-
Si
lo hubiesen cogido al principio, no habría dado yo un duro por su vida; pero,
ahora, después de ocho meses casi, sería muy gordo que… Como mucho, lo
condenarán a muerte, para indultarlo después. Llegado el caso, un montón de
gente importante apoyará la petición de gracia.
Al cabo de unos
días, el juez Penouta dio cuenta de su breve entrevista con el ilustre preso:
-
…
En lo material, no tiene necesidades importantes que podamos atender: Su mujer
y sus hermanos le llevan lo poco que les dejan meter en la cárcel para
socorrerlo. Tuve que hablar con un par de funcionarios que conozco, porque los
hay que se quedan con los paquetes y la comida extra para los reclusos. Y, en
lo referente a libros o a algún esparcimiento, ni hablar. No sé cómo lo han
conseguido, pero al menos tienen un modesto juego de ajedrez y con él
entretienen las tardes.
Antonio retomó el principio de la
explicación de su amigo:
-
Hablabas
de lo material… Y en lo anímico, ¿cómo va?
-
Puedes
figurarte… Pero lo que más me ha impresionado es el convencimiento de que todo
va a acabar mal, hagamos lo que hagamos. Me condenarán a muerte y no me
concederán el indulto que, por otra parte, dudo que solicite. Cuando le
hice ver lo positivo que era que lo hubiesen detenido tan tarde, se encogió de
hombros y me dijo: A lo mejor me hacen pagar el bochorno para la Policía de
que no me hayan pillado antes, estando en casa de una hermana, adonde fueron a
registrar varias veces. Y, además, están los jesuitas.
-
¡¿Cómo
que los jesuitas?!, preguntó y exclamó Óscar, a la vez.
-
Santaella
cree que se la tienen jurada, después de la constancia y firmeza con que, el
Alcalde y él, se incautaron de su Colegio[14],
superando las muchas manifestaciones y subterfugios que se emplearon para
impedirlo.
-
No
creo que se la hayan guardado hasta ese extremo -opinó el propio Óscar-. En
cualquier caso, otros religiosos, así como el propio Arzobispo, tenían con
Santaella una buena relación.
-
Ya
veremos -concluyó Antonio-. Bueno será, Francisco, que procures estar al tanto
de lo que se cueza en el juzgado militar, con la ayuda de ese sargento amigo
tuyo, que hace de secretario.
-
Así
lo haré, prometió el juez.
***
Para lo que se
estilaba en aquel ambiente, la instrucción de la causa penal militar contra el
diputado Santaella se demoró un tanto: dos meses y medio. Podía parecer una
buena señal, ya porque se estuviera haciendo las cosas más objetiva y
detalladamente que de costumbre, ya porque no hubiese mucho interés en juzgarlo
realmente en términos sumarísimos de urgencia, como las leyes procesales
aplicadas definían. Sin embargo, dicen que los pesimistas no son otra cosa que
optimistas bien informados. Eso se cumplió con Penouta, quien avisó a sus
amigos:
-
No
sé qué tendrá contra don Manuel el teniente coronel Guijarro -habitual
presidente de los consejos de guerra en Castellar-, pero no sale del juzgado y no
deja hacer a su aire al capitán instructor, como es lo corriente. Al secretario
le huele mal: o es que Santaella no le cae bien a Guijarro o, lo más probable,
que este haya recibido alguna directriz de Burgos[15].
Ya se sabe la inquina que Franco tiene contra Azaña y sus amigos[16].
-
Empieza
a cumplirse el vaticinio del acusado, cuando lo fuiste a ver hace dos meses -se
lamentó Antonio-.
-
Ya
veremos -replicó Óscar-. El juicio, por lo que se rumorea, está a punto de
celebrarse.
-
El
martes, 11 de mayo, precisamente -detalló Francisco-. En honor a su notoriedad,
Santaella será juzgado como único acusado en el consejo de guerra, que tendrá
lugar en el salón de sesiones del Ayuntamiento.
-
Por
lo menos, estaremos cómodos y podrá entrar bastante gente -gruñó Oscar-. En lo
que a mí respecta, pienso colocarme en lugar bien visible.
-
¿Por
desafío?, inquirió con cierta sorna Antonio.
-
Por
amor al arte, repuso Óscar, sin que nadie lo entendiese, por el momento.
***
El consejo de
guerra contra Santaella se desarrolló como de costumbre, en lo relativo a la
dureza del fiscal y al rechazo sistemático de la prueba testifical favorable a
la defensa. Trajo una interesante variación el hecho de que el tribunal
permitiera al diputado defenderse a sí mismo, y eso que no era abogado. De su
informe no ha quedado huella histórica, pero sí una curiosísima documentación
gráfica, consistente en varias caricaturas del acusado, hablando en pie a los
jueces, leyendo las cuartillas de su alegato o sentado entre dos guardias
civiles, armados con sus fusiles reglamentarios. ¿Autor? Pues nuestro Óscar, que
se las arregló para grabar en su mente las escenas que, acto seguido, vertió al
papel y guardó en su archivo, hasta que le fue dado publicarlas en el Diario
de Castellar, que llegaría a ser el periódico de sus amores y sus labores.
Así quedó aclarada la alusión del amor al arte, que sus compañeros no
habían comprendido en un primer instante.
Antonio también
presenció el juicio y tomó unas notas del mismo, al estar comprometido con
Francisco para darle información precisa de todo lo acontecido. La razón fue
que el juez decidió no asistir, por evitar habladurías. Un par de días antes,
el presidente Gavilanes le había convocado en su despacho para darle este
consejo:
-
He
recibido quejas por tus visitas a Santaella en la cárcel y el interés que
muestras por su caso. No te signifiques más y, para empezar, abstente de acudir
al consejo de guerra. Lo que hayas de hacer por el diputado será más eficaz, si
no te granjeas antes las suspicacias de los jueces militares.
-
Pero,
¿cree usted, don Miguel, que se podrá lograr que no lo ejecuten?, preguntó
Francisco.
-
Hay
gente influyente tras de conseguirlo, pero los precedentes similares no son
como para dar muchas esperanzas. Tengo el pálpito de que no harán una excepción
con Santaella: No les gusta tener que reconocer que se podía ser político de
izquierdas y buena persona, todo en uno. Nada de debilidades, se comenta
que dijo el teniente coronel Guijarro, en el caso del dentista Mesoner.
-
O
sea, interpretó con malicia Penouta, que la ley debe ser igual para todos y no hacer
acepción de personas.
-
Aquí
y ahora, mi perspicaz amigo -concluyó Gavilanes-, no hay buenas y malas
personas, sino patriotas de derechas y chusma de izquierdas. Salirse de esos
carriles resulta muy peligroso para…, para las gentes de orden, como tú
y como yo. No lo olvides.
El fallo de la
sentencia era condenatorio a pena capital, con tal lujo de agravantes y
ausencia de paliativos, que no dejaba apenas resquicio para la misericordia,
por más que se supiera que el indulto no solía tener causas jurídicas. De
hecho, no había quien pudiera vaticinar el resultado de su petición, con un
mínimo de fundamento. Antonio y Francisco se pusieron a la tarea, redactando de
consuno la solicitud que, de propia iniciativa o a petición del abogado,
firmaron siete ciudadanos castellarenses de calidad; una más, entre las
varias por escrito y las numerosas verbales, que afluyeron a la mesa del
Caudillo, impetrando la conmutación de la muerte por la llamada cadena
perpetua, es decir, treinta años de reclusión. Estoy casi seguro de que el
número y personalidad de los solicitantes -entre ellos, dos arzobispos-
impresionó a Franco como solía, a saber, no torciendo su voluntad, sino dejando
la resolución para mejor ocasión. Aquel vuelva usted mañana no dejaba de
ser una razón para la esperanza; solo que, en aquel caso, el mañana duró
casi cinco meses, cosa inexplicable con mis modestos saberes e información. Tal
vez supiera o intuyera más el propio Manuel Santaella quien, tan pronto tuvo
sobre sí la espada de Damocles de su ejecución, se dedicó a redactar un extenso
y emotivo testamento, que la dirección de la cárcel permitió que llegase a su
esposa, sin hacer apenas tachaduras de importancia. En él, pedía que se
abstuvieran de gestionar el indulto, ya que su muerte era absolutamente
inevitable.
Así fue, en
efecto, en los primeros días de octubre de de 1937. Según el puntual registro
que Penouta llevaba al efecto, aquel fusilamiento fue la ejecución número 383,
desde que empezaran a funcionar en Castellar los tribunales de guerra. Todavía
caerían otras once personas más hasta el final de la contienda, el que trajo la
paz a los frentes, pero victoria o derrota sin paliativos a la población del
país, durante largas décadas.
Pero dejemos las
cuestiones generales y sigamos las vicisitudes de nuestros tres protagonistas,
una vez que la muerte de Santaella hizo que volvieran a la normalidad.
Ya les adelanto que se trató de un retorno a la vida ordinaria, aunque
la normalidad cotidiana solo podría estabilizarse tras el final de la guerra
civil, que aún se haría esperar año y medio más.
***
Óscar fue un buen
ejemplo de que la edad y los píos ejemplos pueden encarrilar a un cabeza loca
juvenil, o a un revolucionario en su plenitud. La llegada de la paz le permitió
abandonar su Castellar adoptivo, en donde se le conocía demasiado bien y le
echaban en cara su chaqueteo político, tratándolo entre la desconfianza
y el desprecio. Pasó a Madrid, donde eran mucho más frecuentes -y menos
conocidos- los cambios oportunos de mentalidad, y aún de bando. Logró colocarse
en uno de los periódicos más poderosos de la Capital, en el que nunca pasó de
la gacetilla, el reportaje de ocasión y la crónica de sociedad, donde brillaba
su cuidada prosa y, en ocasiones, adornaba una caricatura de cuatro trazos,
arte en que se consideraba un maestro. Como su labor profesional no daba
brillo, pero sí estaba bien pagada, amplió su trabajo literario con algunos
libros, que rondaban la autojustificación y el ensayo biográfico. Todos pasaron
sin pena ni gloria -por obra y gracia de sus méritos y de la censura-, como lo
hizo su autor, poco antes de cumplir los setenta. Estoy por asegurar que hoy es
bastante más recordado de lo que hacían esperar la frialdad y la sordina en su
despedida de este mundo. Es obvio que lo que le ha librado del olvido es la
malévola tendencia que tenemos los hispanos a exagerar las contradicciones
ajenas y a juzgarlas con desprecio, como si uno no tuviera el derecho -y el
deber- de rectificar sus convicciones y su conducta. Conste que lo digo con
simpatía hacia don Óscar Muñiz -que en paz descanse-, no porque me caracterice
por cojear del mismo pie que él.
En cuanto a don
Antonio Vallecillo, vive todavía, con los achaques propios de su avanzada edad,
y retirado del bufete hace unos diez años. Fue, durante casi toda su etapa
profesional, abogado de éxito y altas minutas en su ciudad natal. Acogió en su
despacho a diversos letrados jóvenes, a los que formó e impulsó en sus primeros
pasos, hasta que pudieron correr por su cuenta. He oído que, entre los que más
permanecieron compartiendo sus tareas, estuvo uno de los hijos del diputado
Santaella: Me gustaría creer que en esa acogida y relación hubieran tenido que
ver el respeto y la ayuda post mortem a su padre, tanto como la
inteligencia y laboriosidad de Nolito Santaella, que salió a don Manuel
en eso y en otras muchas cosas.
Por lo demás, don
Antonio asoció en el bufete a sus dos hijos varones, lo que le permitió
simultanear una modesta labor pública, ligada al sindicalismo agrario, que era
su ojito derecho desde su juventud. Andando el tiempo, aceptaría el
cargo de vicepresidente de la Diputación de Castellar, uno de las poquísimas
instituciones en donde se oía y, a veces, se escuchaba la voz del campo. En
esto, los oídos de don Antonio siempre estuvieron entre los más finos y
atentos.
Y nos falta la
alusión biográfica al juez, Francisco Penouta. No merecería ser más extensa que
la de los otros dos amigos, si no fuera por un episodio de su vida, que la
cambió casi completamente, supongo que para bien. En torno a él, pues,
construiré la referencia que, como va a ser un poquito extensa, creo merece el
último capítulo del relato.
Por aquella época
de la inmediata posguerra, se hizo famoso el anuncio de una sombrerería -creo
que madrileña-, que usaba el siguiente eslogan, medio broma, medio advertencia:
Los rojos no usaban sombrero. Era una forma de exhortar a la compra de
esta prenda de distinción, que no tardaría en ir a menos en los hombres, hasta
desaparecer prácticamente del todo un cuarto de siglo después.
Esto puede venir a
cuento de lo que le sucedió a Francisco Penouta cuando le tocó pasar en
Castellar una de las canículas más calurosas que se recuerda. Abonado al
sombrero de fieltro -como el más adecuado en todo tiempo para su tierra natal-,
no tenía ninguno de paja, tan indicado para épocas de bochorno. Tras pensarlo
dos o tres días, acabó por entrar en la sombrerería de Melquiades Cerrón, junto
a la iglesia de las Angustias, y pidió consejo sobre la compra a la dependienta
que, en aquel momento, atendía el mostrador. Resultó ser una señora joven de
dulce belleza quien, con voz suave e infinita paciencia, le dio una charla
sobre los diversos modelos, destacando en cada uno sus ventajas, tanto como sus
inconvenientes, así como lo que hoy denominaríamos la razón calidad/precio.
Acabaron por elegir al alimón un panamá, de paja natural tejida a mano
por las hábiles manos de los artesanos del Ecuador, de un tono dorado pálido,
llamado a tornar a marfileño con el buen uso y el poder decolorante del sol[18].
Movido por la belleza de la empleada, la atención con que lo trataba y la
soledad de la tienda a la sazón, Francisco pegó la hebra con la señora,
la cual, al accionar con las manos, le dejó en evidencia su estado civil, la
viudez, claramente inferida de las dos alianzas que portaba en su dedo anular
derecho. El cliente decidió entonces, presa del interés y la curiosidad,
avanzar en la intimidad de la charla:
-
Perdone
usted -dijo Penouta- que no me haya presentado. Soy Francisco Penouta, juez de
primera instancia e instrucción en esta ciudad.
-
Mucho
gusto, caballero. Yo soy Adriana Lobatón, viuda de Sisinio Laguna.
La prodigiosa
memoria del juez para sus cosas, le trajo inmediatamente el recuerdo de que un
médico de ese nombre había sido paseado en agosto del treinta y seis,
tras sacarlo con total tranquilidad de la Cárcel Vieja, en donde se hallaba
recluido en espera de juicio. Con respeto y brevedad, Francisco hizo saber a su
interlocutora que conocía los pormenores de la muerte de su esposo, y le
manifestó su más sincero pésame. Ante la emoción de Adriana, el juez optó por
despedirse estrechándole la mano y asegurando:
-
Volveré
por aquí para darle mi parecer sobre el sombrero. Si es tan fresco como me ha
dicho, compraré otro, para tener quita y pon.
Castellar era
entonces un pañuelo y, por si ello no fuera suficiente, estaba el bueno de don
Miguel Gavilanes, que sabía la vida y milagros de la media ciudad que formaban
las gentes de orden. Mentarle Francisco a Sisinio Laguna y darle el
presidente una ficha-resumen, fue todo uno:
-
En
efecto, lo pasearon los falangistas, al mes de comenzada la guerra. Era
un internista joven, pero ya de gran prestigio, adquirido, primero en la
Facultad, y luego, en su consulta… Sí, sí, él era de Santander, pero estudió
aquí la carrera y se casó con una Lobatón, de los de la droguería frente a
Correos. Tenían un niño que, de aquella, era muy pequeño, como de un año o así…
En efecto, a ella la dejaron con el día y la noche; sus padres no andan muy
boyantes y tienen varios hijos, de modo que se ha tenido que colocar de
dependienta en una mercería… ¿Cómo? ¿Que es una sombrerería? Pues, si tu lo
dices… Por cierto, que sea enhorabuena. Acabo de telefonear al Director General
y me ha adelantado que el Ministro ya ha firmado tu ascenso a magistrado y el
del juez de Medina del Castillo… Tranquilo, hombre, que te consolidan en la
plaza que llevas en comisión. Así que tendré que aguantarte unos años más… De
nada, de nada. Ya sabes que tengo por seguro he de verte en el Tribunal
Supremo.
Como ustedes ya se
habrán figurado, el panamá le cuadró tan bien a nuestro juez que, al
cabo de una semana, tan pronto pasó por enésima vez por delante de Melquiades
y vio que Adriana estaba sola en el establecimiento, entró muy sonriente a
comprar otro sombrero igual o parecido. Pero, ¡oh fatalidad!, sucedió que don
Melquiades estaba en la trastienda, etiquetando mercancía. Tan pronto oteó por la
ventanilla y vio a un cliente de muy buena pinta, salió a saludarlo y a
dirigir en persona las operaciones comerciales. Francisco y Adriana se quedaron
-y ambos se percataron de ello- un poco mustios y como niños pillados en falta.
Ella, respetuosa y algo sonrojada, se retiró a cepillar unas hermosas boinas
vascas, que languidecían mes tras mes en los anaqueles (la boina vasca estaba
un poco en crisis en el Castellar reciamente castellano de la época, no siendo entre
los estudiantes del Norte, que poblaban sus aulas universitarias). Francisco, dándole
vueltas a la situación y mirando de reojo la esbelta figura de Adriana, acabó
por comprar otro jipijapa y rechazó todos los intentos del dueño por
encasquetarle un canotier, con el que el juez se veía con pinta de
gondolero del Canal Grande. Finalmente, decidió echarle valor y, tan pronto le
dio el principal las vueltas, dijo muy en sus puntos:
-
Perdone,
don Melquiades; voy a despedirme de la señora viuda de Laguna.
-
Por
supuesto, dijo el otro, algo sorprendido. Adriana, acérquese, que el señor ya
se marcha.
El que primero se
marchó, de retorno a la trastienda, fue Melquiades. Francisco dijo escueta y
atrevidamente a Adriana:
-
¿No
habría alguna manera de verla y tener una conversación con usted, sin que don
Melquiades se meta a rosca?
Adriana se puso
colorada y titubeó:
-
No
sé… ¡Estoy tan ocupada!... Y el niño…
Francisco acertó
de lleno, tomándole la palabra:
-
Si
no tiene con quien dejar a su hijo, o no le apetece hacerlo, no tengo ningún
problema. Podemos quedar en el Parque Grande, entre pavos reales y barquillos,
o ir de excursión al Pinar… Yo pongo los pasteles y usted la tortilla. ¿Qué le
parece?
Adriana sofocó la
risa, para evitar la suspicacia de su jefe. Contestó:
-
Basilio
tiene ya siete años. Si vamos con él, le va a tocar jugar al fútbol.
-
Ya
tengo treinta y cinco años, pero estoy tan en forma como Quincoces[19],
que más o menos es de mi edad.
La joven señora
solo contestó:
-
Retenga
de memoria mi número de teléfono. Es el… Llámeme el próximo sábado, hacia las
ocho de la tarde… Pues nada, don Francisco -agregó con voz más alta-, vuelva
cuando quiera. Estamos a punto de recibir la colección de otoño.
***
La historia de
Francisco y Adriana daría para otro relato, que no es mi propósito desarrollar
ahora. Y, aunque lo que diré pueda destripar futuros empeños, voy a
limitarme a resumir lo que se podía esperar de aquella relación -no tardando,
unión matrimonial- entre ellos. Los puristas pudieron muy bien decir que
aquella pareja no se cimentó en el verdadero amor -¡cualquiera sabe lo que esto
sea!-, sino en la piedad y la gratitud. Tanto me da, como les dio a los esposos.
La verdadera cuestión es esta: ¿Lograron alcanzar un poco de felicidad? Puedo
asegurarles que sí, aunque mi propósito sea ahora el de confirmarles otra cosa:
Francisco, Adriana, Basilio y la niña Jacinta, que vendría después, formaron
una de las primeras familias ajenas al frentismo, que hubo en Castellar.
Al menos de eso, pueden estar ustedes ciertos. También pueden estarlo de otro
efecto inevitable de aquel matrimonio políticamente mixto y, por ende, incorrecto:
Don Francisco Penouta, ni llegó al Tribunal Supremo, ni obtuvo en toda su
dilatada y dignísima ejecutoria profesional un solo cargo judicial de relumbrón.
Puedo confirmarlo pues, cuando escribo estas líneas, el Boletín Oficial del
Estado trae el decreto de su jubilación.
-
¡Enhorabuena,
don Francisco!, exclamo con total sinceridad, al cruzarme con él por los
pasillos de la Audiencia. Ya está aquí la vejez, añado con ironía, mientras le
estrecho la mano.
Y él me responde
con la misma frase de cinco palabras, con que contestó al bueno de don Miguel
Gavilanes, cuando le daba la tabarra sobre lo triste que era el que se hubiera
quedado toda la vida de magistrado de la derecha[20]:
-
Sinceramente,
me importa un bledo.
[1]
El cerco de Oviedo -en poder de los nacionales- por fuerzas
leales a la República Española, se produjo entre el 19 de julio y el 17 de
octubre de 1936, momento en que se estableció comunicación mínima y precaria
con la zona nacional. A partir de esa última fecha, el cerco se convierte en asedio,
que duraría hasta la caída del frente de la zona norte republicana, hacia el 20
de octubre de 1937.
[2]
Término coloquial para designar a quienes eran matados sin juicio previo
(asesinados) por motivos políticos. El crimen era cometido por personas adictas
al bando dominante en cada zona, sin que sus autoridades hicieran nada eficaz por
averiguar ni castigar a los autores.
[3]
El personaje del homenajeado -al que llamo Óscar Muñiz- está libremente
inspirado en Óscar Pérez Solís (1882-1951), como el padre Gamo alude al
jesuita y sindicalista, padre José Gafo Muñiz (1881-1936). Son personas de
relevancia histórica, sobre cuya peripecia vital pueden encontrarse abundantes
resúmenes en Internet. Libro muy interesante sobre lo que trata en este relato:
Óscar Pérez Solís, Sitio y defensa de Oviedo, edit. Afrodisio Aguado,
Valladolid, 1937. He consultado su 2ª edición, íbidem, 1938.
[4] Alusión
habitual a la radical y milagrosa conversión al Cristianismo que experimentó
San Pablo Apóstol en el susodicho camino, según se recoge en los Hechos
de los Apóstoles, capít. 9, versics. 1-18.
[5]
Levantamiento armado de las fuerzas políticas y sindicales socialistas,
comunistas y anarquistas, convocado para toda España a comienzos de octubre de
1934, pero que solo cuajó en Asturias, donde hubo violentos combates durante
una semana, causando las violencias alrededor de un millar de muertos.
[6]
Coronel -luego general- Antonio Aranda Mata (1888-1979), comandante de la
defensa de Oviedo, aludida en la nota 1. Véase el libro citado en la nota 3, 2ª
edic., Valladolid, 1938, pp. VIII y IX.
[7]
Véase nota 5. En Cataluña, la Revolución de Octubre no estuvo lejos de cuajar,
debido al apoyo que le prestaron las fuerzas catalanistas más de izquierda,
encabezadas por Esquerra Republicana de Cataluña.
[8]
Rafael Aizpún Santafé (1889-1981), Ministro de Justicia entre octubre de 1934 y
abril de 1935.
[9]
Palabras textuales del padre Gafo (véase nota 3) en un artículo aparecido en el
diario La Región, de Orense, después de haber renunciado con desilusión
a su acta de diputado por Navarra, obtenida en una coalición de partidos de
derechas.
[10]
Expresión atribuida al fundador de Falange Española, José Antonio Primo de
Rivera (1903-1936).
[11]
Auxilio Social fue creado en octubre de 1936 y, cada vez con menor
autonomía y relevancia, perduraría hasta el año 1976.
[12]
Este personaje de mi relato está inspirado en la figura del Alcalde de
Valladolid, D. Antonio García-Quintana Núñez (1894-1937), cuya relación con los
tres protagonistas de aquel es totalmente imaginaria. Véase la biografía por
Enrique Berzal de la Rosa y Rafael Martínez Sagarra, El fracaso de la razón
(Antonio García Quintana 1894-1937), ediciones Fuente de la Fama,
Valladolid, 2002.
[13]
Las leyes procesales y penitenciarias establecían, desde tiempo inmemorial, que
los jueces de lo criminal visitasen periódicamente las cárceles de su
territorio, para comprobar el estado de los encarcelados y atender, en su caso,
sus reclamaciones. Hoy día, la existencia específica de Jueces de Vigilancia
Penitenciaria ha modificado ese deber general de los jueces penales.
[14] El 23 de enero de 1932, el presidente del
Consejo de Ministros, Manuel Azaña, hizo llegar al entonces ministro de
Justicia, Fernando de los Ríos, el documento en virtud del cual se ordenaba la
«disolución en territorio español de la Compañía de Jesús». El Decreto,
publicado al día siguiente en La Gaceta de Madrid, estipulaba el paso al Estado
de todos los bienes de los jesuitas, a quienes daba un plazo de diez días para
abandonar la vida religiosa en común y someterse a la legislación civil
española.
[15]
Esta ciudad era considerada la capital de la España nacional y la más
frecuente residencia del Generalísimo Franco en la retaguardia.
[16] Alusión a Manuel Azaña Díaz (1880-1940), a la
sazón Presidente de la República Española. Izquierda Republicana era el
último nombre asignado a su partido político, del que el personaje de ficción,
Manuel Santaella, era diputado nacional.
[17]
Alusión a una frase coloquial muy empleada en inglés de Estados Unidos,
equivalente a lugar donde se reside habitualmente.
[18]
Este sombrero, también llamado de Jipijapa (por la ciudad ecuatoriana que
centralizaba su comercialización), debe el nombre usual de panamá a que
los estadounidenses que cruzaban el istmo cuando la fiebre del oro
californiana, hacia 1845, lo adquirían precisamente en Panamá (entonces,
territorio colombiano). Su entretejido se lleva a cabo con fibras descoloridas
de la llamada paja toquilla, nombre vulgar de la especie Carludovica
palmata.
[19]
Jacinto Quincoces López (1905-1994), gran futbolista español, que jugó en la
Primera División entre 1923 y 1942.
[20]
El magistrado de la derecha es el que se sienta a la diestra del que preside.
Es un puesto que se obtiene por simple antigüedad y en el que permanecen
durante toda su vida quienes no alcanzan una presidencia, la cual se concede
por libre criterio del Ministro de Justicia (entonces) o del Consejo General
del Poder Judicial (ahora).
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