Los tres días del
maquis
Por Federico Bello
Landrove
A Pedro Sánchez Gómez,
afectuosamente
Hay noticias o reportajes periodísticos que
le dan hecho a uno el trabajo de pergeñar una historia; y si el periodista
escribe bien y sabe resumir sin perder los detalles punzantes, mejor que mejor.
Por eso mi gratitud al cronista, plasmada en dedicatoria de este cuento de unos
maquis afortunados y de unos lugareños, que lo fueron menos. Todo es real,
salvo el nombre de los pueblos.
1. Llegan los guerrilleros
Resulta increíble
que Robledal, el pintoresco pueblo serrano salmantino, tuviese en 1946 una
población de ochocientas almas. Por más que trabajasen de sol a sol y sacasen
partido hasta a la última mielga, nadie se imagina -setenta años después- cómo
podrían sobrevivir. Claro es que el actual nivel de exigencia nada tiene que
ver con lo que otrora se consideraba necesario. Lo cierto es que, a día de hoy,
los robledeños no llegan a doscientos, y su número sigue menguando. A ello
contribuye que la localidad diste cien kilómetros de la capital provincial.
Guarden ese dato en su mente, pues es ilustrativo para entender, no solo el
movimiento emigratorio, sino el desarrollo de los acontecimientos de esta
historia.
Pues bien, aquella
tarde del viernes, 11 de enero, gran parte de los lugareños estaban recogidos
en sus hogares, al resguardo del intenso frío y de la nieve caída, cuando
recibieron la inesperada visita de una partida de maquis. No era aquella zona
frecuentada por ellos, ni la Guardia Civil había hecho especiales prevenciones
al efecto. De hecho, y si hemos de creer lo manifestado por los guerrilleros,
estaban de paso, con la aventurada pretensión de trasladarse al Norte, lo que suponía una caminata de
casi trescientos kilómetros. No es de extrañar, pues, que deseasen pertrecharse
a conciencia, y para eso pretendían la forzosa colaboración de los robledeños.
Los seis
partisanos, empuñando sus habituales armas de fuego, se dirigieron a la Plaza Mayor,
sin ser vistos o despertar alarma. No conociendo a modo la población, su
intención era la de encontrar alguna casa de rica apariencia y, haciendo centro
en ella, tomar a sus ocupantes en rehenes y utilizarlos para conseguir sus
objetivos.
Se fijaron en una
casona-palacio de finales del siglo XVII, donde intuyeron que viviría alguna
persona de posibles e influencia en el pueblo. Si llamaron y por rutina se les
abrió, o si la puerta ya estaba franca, como en lugares pequeños es muy
frecuente, es cosa que las crónicas no recogen. El hecho es que, a punta de
pistola, los habitantes de la casa fueron retenidos y amenazados para que les
fueran facilitando dinero y viandas. Como el botín distara mucho de ser el
apetecido, dos de los asaltantes obligaron al propietario para que los
acompañase al domicilio del jefe local de Falange. Los otros cuatro, teniendo
por cierta la pasividad de sus rehenes, repartieron los efectivos entre el
interior de la vivienda y una placita contigua a la Mayor, para controlar la
zona y prevenir un posible contraataque desde afuera.
Fue seguramente
esa presencia de hombres armados, como también la ida y venida con rehenes,
desde una casa a otra, lo que alertó a algunas Autoridades[1]
de que algo grave estaba pasando. De este modo, cuando regresó la pareja de
hombres armados con el dueño de la casa y el jefe de Falange, vinieron a
coincidir con el secretario del Ayuntamiento y el alguacil, quienes trataban de
entrar en la casona para entrevistarse con los guerrilleros.
El secretario
municipal se dirigió a quien montaba guardia a la puerta de la casa y tuvo el
valor, tras identificarse por su cargo, de reclamarle que le dijese quiénes
eran y lo que pretendían. Inmediatamente, el maquis más cercano le arrebató la
cartera y gritó muy ufano a los demás:
-
¡Tenemos
al secretario del Ayuntamiento!
Acto seguido,
encañonados, fueron conducidos al interior de la casa, a presencia del jefe de
la partida, del que lamentablemente no ha quedado memoria de su nombre ni
apodo.
Cuentan las
crónicas que, al hallarse todos en el salón de la casa ante el presunto jefe de
partisanos, este tomó la palabra y dijo:
-
Somos
guerrilleros antifranquistas, los que vosotros conocéis por maquis. No queremos
hacer daño a nadie, pues hemos llegado a este pueblo desorientados y
necesitados de alimentos y de dinero. Nuestra intención es obtenerlos y, sin
más, seguir camino hacia el norte.
Autoridades y
rehenes se miraron unos a otros y esperaron a que el portavoz de los asaltantes
precisara los términos de su exigencia. En efecto, tras cuchichear con alguno
de sus hombres y pedir a quienes acababan de entrar que se identificasen, concretó:
-
Dadnos
el nombre de dos familias del pueblo lo suficientemente ricas, como para que
nos faciliten los alimentos que necesitamos. Al primero de vosotros que se le
ocurra engañarnos nos lo cargamos.
Esta vez, fueron
los pueblerinos quienes cambiaron impresiones para determinar las casas que
habrían de recibir la indeseada visita. Lo acordaron en seguida, dando lugar a
la formación de una pequeña comitiva de maquis y rehenes, que se encaminaron -al
parecer, de manera sucesiva, no simultánea- a los domicilios previstos. De
camino, se toparon con el estanco, todavía abierto, donde espontáneamente
penetraron dos guerrilleros y arramblaron en un momento con varios paquetes de
tabaco, librillos de papel de fumar y cerillas. Poco más allá, como pasaran por
un bar sin apenas clientes, entraron también y se incautaron de varias botellas
de coñac. El paseo y la requisa a mano armada fueron suficientes para alarmar a
alguna gente del pueblo, si es que no se habían percatado antes de lo que
acontecía.
Llegados que
fueron a las casas indicadas, exigieron a sus moradores la entrega de
alimentos, que recogieron a toda prisa en varios sacos que así mismo se les
facilitaron. El botín comprendió productos de la reciente matanza, varios
quesos, legumbres, miel y otros varios productos, que procuraron fueran de poco
peso y mucho poder alimenticio. Tal requisa no sufrió retraso ni resistencia
ninguna, al temer los perjudicados por su vida y la de las personas de orden
que iban retenidas. Concluida la operación, los asaltantes decidieron retornar
a la casona de la Plaza Mayor, no sin hacerse acompañar por la fuerza de uno de
los propietarios desvalijados.
La total
tranquilidad con la que habían conseguido hasta entonces sus designios animó a
los partisanos a redoblar sus exigencias. De modo que, una vez todos bajo
techo, su jefe añadió la reclamación siguiente:
-
Bien,
ahora hablemos del dinero. Necesitamos… treinta mil pesetas[2].
Los pacíficos
ciudadanos presentes pusieron el grito en el cielo. Para zaherirlos, el jefe
paramilitar insistió:
-
Treinta
mil pesetas, en dinero contante y sonante, y para dentro de una hora, que se
está haciendo de noche y no podemos esperar. Nos lo llevaréis a la tapia del
cementerio. Así, si no lo conseguís, iremos matándoos uno a uno en un lugar
bien a propósito.
Viendo que toda
resistencia acabaría en una masacre, el jefe de Falange tomó la palabra:
-
Está
bien, puede intentarse, pero hay que actuar con maña. Deja libre a uno de
nosotros para que se encargue de ir por las casas recaudando el dinero.
El jefe volvió a
cuchichear con los suyos. Luego:
-
De
acuerdo, pero tú te quedas. Que vaya el secretario, que parece el más adecuado
para cosas de parné. Ve por las
treinta mil -dijo, dirigiéndose a aquel-. Y repito, una hora; ni un minuto más.
Al salir de la
casa, el secretario municipal se percató de que un grupo de vecinos, todavía
pequeño, se había concentrado en un lateral de la plaza. Se acercó y vio que
entre ellos se encontraban el juez de paz y el cura párroco. En unos momentos
los puso al corriente del encargo que llevaba y se encaminó a casa del
depositario de los fondos municipales, como alma que lleva el diablo.
Mientras tanto, el
cura -que todavía se sentía custodio del espíritu y autoridad que había tenido
en la Guerra Civil, como alférez-capellán del Ejército franquista- arengaba a
los presentes:
-
Son
solo seis y no conocen el pueblo. Pronto caerá la noche. Apostémonos en los
canchos y los matojos junto al cementerio y, desde allí, emboscados, los
freímos a tiros.
Los incitados no
parecían muy conformes. Unos alegaban la carencia de armas eficaces. Otros, la
falta de experiencia, frente a unos tíos
tan bragados, como solían ser los maquis. Fue el juez de paz quien adujo la
razón más poderosa y logró llevarse a su opinión a casi todos:
-
Padre,
¿ha olvidado usted que tienen un grupo de rehenes, entre ellos, mujeres y
chiquillos? En cuanto se escuche un tiro, los matan a todos.
El párroco seguía
erre que erre, rezongando sobre la cobardía de la gente. El juez perdió los
estribos:
-
Mire
usted, en vez de calentarnos los cascos, lo que tiene que hacer es irse para la
iglesia y rezar porque no nos pase nada a sus feligreses. Eso es lo que cumple
a un sacerdote, no provocar una matanza.
Así concluyó todo
conato de resistencia del pueblo de Robledal.
2. El secretario municipal se significa
Las crónicas de aquel viernes de enero tienen como redactor a
un hijo del secretario del Ayuntamiento robledeño. Sin embargo, no creo que sea
la pasión filial la que eleve a su progenitor hasta el protagonismo en los
incidentes, como lo demostrará el pago que recibió por su destreza.
En efecto, al
cuarto de hora de haber sido liberado, tenía en sus manos ocho mil pesetas, que
el depositario de fondos municipales custodiaba y le entregó para aquel evento,
de indudable fuerza mayor. Seguidamente, volvió a casa de una de las dos
familias ricas antes desvalijadas, cuyo amo figuraba entre los secuestrados.
-
Señora
-dijo a la esposa del rehén-, la vida de su marido pende de un hilo. No creo
que el dinero que tengan ustedes en casa pueda tener un destino mejor.
-
Pero
no sé si mi marido…
-
Mujer,
él es el primero en estar de acuerdo, como usted comprenderá.
Trece mil pesetas
salieron de debajo del colchón. Pero
todavía faltaban nueve mil y apenas quedaba media hora.
Hete aquí que
nuestra historia da un vuelco que ni el más fantasioso autor habría imaginado.
El cura, unos momentos antes poco menos que un tragamaquis, estaba haciendo de recaudador del rescate y animando a
la gente a ser generosos. De todas formas, las crónicas no dicen si él puso
algo de su peculio, o lo sacó de los cepillos de la iglesia.
En fin, se
colectaron las nueve mil pesetas que faltaban. El secretario, a la carrera, se
dirigió a las tapias del camposanto y entregó todo el dinero a los partisanos.
Ignoro si estos lo contarían antes de dar el visto bueno, ni si habría luz para
hacerlo. El hecho es que, abandonando incólumes a los retenidos, partieron por
el camino de Las Hoyas con rumbo desconocido.
***
Dejaron pasar un
buen rato -tal vez, un par de horas-, hasta constatar que los guerrilleros se
habían marchado definitivamente. Transcurrido el tiempo precautorio, de común
acuerdo y como era de ley, los robledeños se encaminaron al único teléfono
existente entonces en la localidad, para poner los hechos en conocimiento de
las Autoridades provinciales. Mas he aquí que el aparato, propiedad de la
empresa suministradora de electricidad al pueblo, no funcionaba. Como hacían en
ocasiones similares, fue comisionado un vecino para que se trasladase hasta el
cercano pueblo de Regajo -distante unos siete kilómetros-, para transmitir el
suceso por el teléfono de la misma empresa, existente en dicha localidad.
Tampoco el funcionamiento de este era satisfactorio, cuando menos, con los
abonados de la capital provincial. Finalmente, a eso de las dos de la madrugada
del siguiente día, 12 de enero, sábado, se logró el contacto con el cuartel de
la Guardia Civil del puesto de Herrada, alejado de Robledal la friolera -para
aquella época- de veinticinco kilómetros, a través de rutas de montaña. En fin,
al regresar el mandadero y relatar su calvario telefónico, los robledeños
calcularon que en otra hora más tendrían en su pueblo a los guardias. Desde
luego, la ocasión demandaba imperiosamente rapidez.
Llegamos al punto
más oscuro de este verídico relato. La guardia civil no apareció por Robledal
en toda la noche, ni en toda la jornada del día que luego despuntó.
¿Desorganización? ¿Incomprensión del mensaje? ¿Miedo? En todo caso, inactividad
plena, pues tampoco hubo batidas inmediatas por los alrededores, siendo así que
la partida de maquis pudo huir sin trabas y no volvió a saberse de ella por aquella
zona y momentos.
***
Llegadas las nueve
de la mañana el día 12, cansados de esperar, el secretario municipal, el juez
de paz, un concejal y el jefe de Falange, resolvieron desplazarse en coche
hasta la ciudad más próxima -que estaba a veinte kilómetros de distancia-, para
tomar allí la carretera general y alcanzar por ella la capital salmantina. Con
los medios de que disponía, la citada comisión tardaría no menos de dos horas
en llegar a su meta. Dicho objetivo era el Gobierno Civil, a cuyo titular pretendían
solicitar audiencia para informarle de primera mano acerca de los sucesos del
día anterior.
En efecto, el
señor Gobernador -que solo llevaba unos meses en el cargo- los recibió, con una
actitud que las autoridades robledeñas calificaron después de distante y desconsiderada. Cortó su
intento de relato pormenorizado, con el argumento de que ya había tenido
noticia bastante de lo sucedido. Luego, con tono que sonó a amenaza, les
informó de que, en los próximos días,
se desplazaría hasta Robledal, para tomar las medidas pertinentes. La audiencia
se dio así por concluida y la comisión regresó a su pueblo, al que llegarían en
el transcurso de aquella tarde.
***
Todo lo que, hasta
entonces, había sido inoperancia y dilaciones, se volvió al tercer día
actividad frenética, aunque la jornada fuese dominical, lo que entonces
significaba descanso absoluto. Es muy
probable que, en un movimiento descendente muy propio de las dictaduras, desde
Madrid se excitara el celo del
Gobernador y, a su vez, este pusiera
firmes a los mandos de la Guardia Civil. Lo cierto es que, el día 13 de
enero, de mañana, llegaron al pueblo una camioneta y un turismo oficial de la
Benemérita. En la primera viajaban doce guardias, en tanto que en el segundo lo
hacían un coronel, un capitán y un teniente del Cuerpo, seguramente los jefes
de la Comandancia, la Compañía y la Línea -respectivamente- a las que pertenecía
Robledal. No ha transcendido mucho de su labor en las primeras horas, que
probablemente se limitó a explorar los alrededores e interrogar de modo
informal a los vecinos; todo ello, a la espera de que el Poncio[3]
se dignase aparecer por la localidad y darles las órdenes políticas
pertinentes.
La máxima
autoridad provincial dedicó la mañana de aquel día a las urgentísimas tareas de
recibir audiencias colectivas y pasar revista mensual a los efectivos de
Falange, en la villa de Aurora del Río, próxima a la residencia gubernamental.
Ya por la tarde, a eso de las cuatro, se desplazó, por fin, a Robledal, en
unión de dos acompañantes, cuya identidad celan las crónicas. Otro tanto hacen
los periódicos de la época, con su ocultismo habitual, según los cuales el
Gobernador fue cumplimentado e informado
por las autoridades locales, interesándose por los problemas existentes en
aquel pueblo. No me cabe duda de que esta vez sí que estaría presente el
señor alcalde, so pena de haberse jugado bastante más que el cargo.
No crean que mis
reticencias para con el eclipse de
alcalde no tengan otro motivo que el de hacer leña del árbol caído. Entiendo que
en sus ausencias tuvo causa el protagonismo del secretario municipal en los
hechos; protagonismo completamente inesperado y que él no ambicionaba en
absoluto, pero -también-, una proyección al primer plano, que evitó males mucho
mayores. Estoy convencido de que ustedes coinciden conmigo en esta apreciación.
3. El Gobernador sentencia
Como tantas
localidades serranas, Robledal tiene un amplio pórtico, abierto pero cubierto,
a todo lo largo de un lateral de su iglesia. Los robledeños se ufanan del
tamaño de una y otro, aunque no acaben de explicarse su razón de ser. Pues
bien, fue bajo tal pórtico donde el señor Gobernador resolvió poner las peras a
cuarto a los vecinos del pueblo, prefiriendo pasar frío a utilizar algún
recinto de mucho menor aforo. Tal vez pensara que, a falta de calefacción,
podría aprovecharse el calor humano, sobre todo, el que emanaría de sus
encendidas palabras.
Para preparar el
ambiente, Su Excelencia había reunido en el Ayuntamiento a las autoridades locales.
Tras reprocharles su inoperancia y falta de liderazgo frente al asalto de los
maquis -es muy posible que aún no tuviera puntual noticia de su acatamiento a
las exigencias de los guerrilleros-, hizo valer sus casi omnímodas facultades y
destituyó, de manera verbal e incontinente, a
la mayoría de ellos. Esa es la fórmula literal que emplean las crónicas. Me
perdonarán que no haya consultado los diarios oficiales para localizar los
acuerdos de cese, que supongo aparecerían en fechas próximas.
Acto seguido, el
Gobernador, desde el pórtico parroquial, dirigió la palabra a la gente del
pueblo, debidamente convocada al efecto. Si alguien esperaba un gesto de ánimo
o de comprensión, se llevaría un buen chasco, pues el discurso se convirtió en
una filípica al conjunto del vecindario, sin excusa ni excepción. Una palabra
resume perfectamente la diatriba: cobardes.
¿Cómo es posible que unos pocos hombres fuera de la ley pudieran imperar sobre
cientos de hombres, forjados en la Guerra Civil y los más duros trabajos? ¿No
era de esperar que los vecinos hubiesen repelido bravamente la agresión de los
maquis? La pasividad no tenía excusa, aunque sí una triste disculpa: Quienes
debían haberse puesto al frente de la reacción habían dado ejemplo de todo lo
contrario. Sepan sus convecinos que han sido fulminantemente destituidos de sus
cargos pues, en la España del Movimiento Nacional, no hay lugar para flojos y
cobardes.
En enero anochece
pronto y tampoco era cosa de dejar reposar los sentimientos de los abochornados
robledeños, no fuera a ser que brotara la objeción o la réplica. Así pues, el
Gobernador concluyó acto seguido su permanencia en la población, regresando a
Salamanca a primeras horas de la noche,
al decir de un periódico editado en esta ciudad.
Entre tanto, la
gente se iba disolviendo, formando corros y tertulias en calles, tabernas y
zaguanes. Una vez más, acudo a las crónicas -eco del sentido, y el sentir,
común-, que nos dicen: El ínclito Poncio
se marchó y dejó a todo el pueblo confundido, desamparado, agraviado y con la
sensación amarga de no haber hecho lo que de ellos se esperaba… a sabiendas de que muchos habrían caído
muertos, heridos o lisiados para toda la vida. Está visto que el cronista
tampoco tenía madera de héroe.
***
Decía antes que, cuando el Gobernador
abochornó a los robledeños -o lo intentó-, es probable que no conociera aún
hasta qué punto algunos de aquellos habían hecho el juego a los apurados
maquis. Para rellenar tales huecos informativos, se constituyó -ignoro si en Robledal
o en la casa-cuartel de Herrada- una unidad instructora de la Guardia Civil,
formada por un capitán y dos números, quienes debían de actuar bajo consignas
de acelerar trámites e ir a por personas muy concretas, para no convertir lo
sucedido en un Fuenteovejuna por
pasiva. Según eso, se limitaron a tomar declaración formal al jefe de Falange,
el secretario municipal y los dos secuestrados cabezas de familia. Es de
suponer que, a título de informe basado en otras muchas manifestaciones
informales, la Guardia Civil recogiese en resumen una versión general sobre lo
acaecido.
La conclusión
provisional de esta investigación fue la de que, en principio, no había base
suficiente para encausar a nadie, no siendo al secretario del Ayuntamiento, que
lo fue por el grave cargo de cooperador necesario en el acto de bandidaje,
cometido por los maquis en Robledal. Y la primera noticia de ello fue la
personación en el pueblo de una pareja de la Guardia Civil del puesto de
Herrada, que detuvo al susodicho, cumpliendo
órdenes de la Superioridad. Seguidamente, fue puesto en prisión preventiva
en la capital de la provincia.
Las gentes de
Robledal nos siguen dando motivos de admiración, dadas las circunstancias de
aquel entonces. Digo esto porque, juzgando injusto el encarcelamiento, un grupo
de más de treinta vecinos, encabezado por el jefe de Falange -quien, al
parecer, no figuraba entre los cesados por el Gobernador Civil, en su condición
de Jefe Provincial del Movimiento-, se desplazó a Salamanca para gestionar su
liberación, avalando ante quien procediese el buen comportamiento del detenido en
los sucesos de aquel 11 de enero. La admiración crece aún más, cuando nos
enteramos de que el secretario fue puesto en libertad, después de veintiún días
de cautiverio, sin que tengamos noticia de que la Justicia Militar -competente
para estos casos- llevase adelante ningún proceso contra él.
Claro que la dicha
nunca es completa o, si se prefiere, hay personas que nunca están contentas. Lo
digo como apostilla a una maliciosa frase de las crónicas en la que se afirma
que, entre el grupo de los intercesores por el secretario, no se encontraba el cura, ni ninguno de los vecinos considerados de
derechas de toda la vida. Tal vez no cabrían en el autobús que hubo de fletarse
para el viaje…
***
Los tres días del maquis tuvieron para
Robledal una prolongación chistosa, que maldita la gracia que hizo a los
lugareños durante los años que el incidente se recordó con viveza. Y es que, no
solo el asalto armado, sino también las críticas del Gobernador, transcendieron
en la comarca a través de rumores y testimonios. Como en el discurso ante la
iglesia, una palabra sobresalía y compendiaba: cobardes. A tenor de ella, fueron gestándose burlas, chanzas y
descalificaciones con que, a modo de sambenito, hubieron de cargar los robledeños.
Así:
Si queréis comprar
gallinas, id a Robledal.
O este otro:
Eres de Robledal, pues
no se hable más: ca…ca…ca…ca…
Pero el tiempo
pasa y la memoria olvida, o lo parece. Al cabo de setenta años, el periodista
al que dedico este relato sacó a colación el suceso -según él-, sin otra intención que la meramente
informativa.
A mí, que no lo
escribo para la prensa, tal vez me haya guiado el deseo de poner a cada cual en
su sitio, lo haya logrado o no.
[1]
Las crónicas no dicen si el Alcalde
estaba ausente del pueblo, o no quiso aparecer en público durante los hechos.
En cualquier caso, no se libraría de la destitución general, a la que más
adelante se alude.
[2] No es fácil imaginar con precisión lo que
representaban 30.000 pesetas en la España rural deprimida de 1946. Aportaré dos
datos: 1º. El salario agrícola medio diario podía cifrarse en unas diez
pesetas. 2º. La pérdida de poder adquisitivo de la peseta y el euro, permiten
concluir que aquellas 30.000 pesetas podrían equivaler a unos 20.000 euros de
2016. Ambos datos parecen ser discrepantes por la sencilla razón de que los
salarios medios actuales, una vez deflactados, son bastante más altos que los
de hace setenta años. En cualquier caso, la cantidad exigida por los maquis era
objetivamente elevada, y más, para recaudarla en metálico en aquellas
circunstancias de lugar y de premura.
[3]
Conocido sinónimo humorístico de los Gobernadores Civiles franquistas. Su
origen, obviamente, está en el cargo del romano Poncio Pilato, que ha pasado a
la Historia -erróneamente- como Gobernador de Judea en los tiempos de la
ejecución de Cristo. En realidad, el Gobernador era el de Siria. La máxima
autoridad romana de Judea era un mando inferior, con la titulación de
Procurador.
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