Mi primer caso
Por Federico Bello
Landrove
El primer asunto que le encargan a un
joven policía me da pie para narrar, sin apenas fantasía, los crímenes
perpetrados en un pueblo de Castilla durante el primer mes de nuestra Guerra Civil.
Lo maravilloso surgirá, no obstante, para que una hija conozca mejor a su
difunto padre y se empeñe en colocar una lápida en recuerdo de quienes yacían
-y siguen yaciendo- en la tierra ignorada e inhóspita donde los mataron.
1. La hija del guardia civil
No se puede decir que cayera bien en mi primer
destino, como policía en prácticas en la Comisaría de Castellar. Allá por 1961,
no era frecuente que uno de la Secreta fuese
licenciado en Derecho ni, menos aún, que fuese tan necio y sincero, como para
sostener la siguiente conversación con el subcomisario que nos recibió en un
bochornoso día de finales de julio:
-
Por
lo que veo, Acebes, es usted el que mejor calificación ha obtenido en las
oposiciones, de los tres subinspectores que vienen a hacer las prácticas a esta
Jefatura Superior. Le toca, pues, elegir plaza en primer lugar. ¿A qué Brigada
quiere que le asignemos con preferencia?
-
A
la Judicial. Voy a iniciar los estudios de Judicatura, tan pronto me instale y
busque a un buen preparador.
-
Ya
veo -rezongó-. Lo de policía es poco para usted.
-
No
es eso, pero reconozco que no es lo mío.
Mi familia no anda bien de dinero y he decidido trabajar y ganar un sueldo,
mientras logro ingresar en lo que es mi auténtica vocación.
Pensé que,
manifestando crudamente mi modestia económica, me haría perdonar la poca
inclinación policiaca. No fue así: Los colegas me trataban con distanciamiento
y me hicieron particularmente difícil simultanear trabajo y estudio. Lo que más
me molestaba entonces es el apodo de Su
Señoría, con que me distinguieron, mucho tiempo antes de poder ganármelo
por derecho. La verdad es que nunca lo conseguí. El trabajo como policía me fue
resultando lo bastante absorbente y atractivo, como para dedicarme a él los
siguientes treinta y cinco años. Pero esa es otra historia.
***
No sé si sería por
quitársela de encima o por tomarme el pelo. El hecho es que, al mes de estar
practicando, el Jefe de la Judicial me llamó a su despacho:
-
Acebes,
dijo, ya va siendo hora de que te encargues de un caso, tú solito, a ver qué
tal te desempeñas. Precisamente acaba de entrarnos uno sencillo. Echa un
vistazo a la denuncia. Por si quieres aclarar o completar algo, la denunciante
está esperando en el pasillo.
Leí un par de
veces la escueta denuncia y me quedé atónito. Era obvio que quitar algún
ornamento de una tumba es un hurto, además de delito de violación de
sepulturas; pero ¿qué decir de la incorporación al sepulcro de unas letras
metálicas para embellecer una vieja inscripción sobre la lápida? ¡Y de oro! Leí
por tercera vez lo recogido por el policía de la oficina de denuncias:
En Castellar, a 30 de agosto de 1961.
Comparece en Comisaría doña Águeda Cifuentes Ablanedo, mayor de edad, soltera,
de veintiséis años de edad, etc., etc. y
DENUNCIA: Que, en la mañana del día de ayer,
al visitar en el Cementerio del Carmen de esta capital la tumba de su difunto
padre, don Filemón Cifuentes Cespedosa, con motivo del veinticinco aniversario
de su muerte, observó que la inscripción de la lápida (hasta entonces
simplemente grabada sobre la piedra y bastante desgastada) presentaba unas
letras metálicas en relieve, de un material que el cuñado de la denunciante,
Ezequías Salmerón, con platería abierta
en la calle de San Martín, número 12, de esta ciudad, comprobó era oro de buena
ley. Siendo así que ni la denunciante ni nadie de su familia han encargado
dicho trabajo de orfebrería y que teme por la conservación del mismo, lo pone
en conocimiento de la Policía, para que realice las averiguaciones y tome las
oportunas medidas de protección de la susodicha sepultura, sita en el cuadro 43
del expresado Camposanto.
Mientras salía
parsimoniosamente en busca de doña Águeda, iba dando vueltas al asunto y a la
forma de quitármelo de delante de la manera más rápida y educada posible. En
esto, me acordé de las palabras del Subjefe de Estudios de la Escuela de
Policía: “De cada diez denuncias tontas,
nueve lo son en realidad y merecen tirarlas a la papelera; pero hay una que puede
encerrar una historia de interés. Perdonad por ella a las otras nueve, al
menos, hasta que tengáis el suficiente olfato
como para diferenciarlas”.
Así que decidí
tener prudencia -y paciencia-, dado que mi pituitaria todavía no era muy
sensible. Con mi mejor sonrisa, invité a la señorita a pasar a la oficina. La
verdad es que era una monada, como acreditaron los cruces de miradas y otros
gestos de mis compañeros de despacho. Por una vez, Su Señoría había sido recompensado.
***
Le leí en voz alta
su denuncia, por si tenía alguna rectificación que hacer. Nada; todo correcto.
Resolví centrarme en lo que daba mayor interés y originalidad al caso:
-
Ya
que su cuñado no ha venido con usted, ¿le ha facilitado algún informe que apoye
por escrito su peritaje? Estaría bien unirlo a la denuncia. De no ser así, no
veo para qué adoptar medidas de conservación, como pide.
-
Ezequías
no ha querido comprometerse, pero yo me he tomado… Perdone, antes de nada, ¿es
usted el funcionario que va a encargarse de la investigación?
-
Pues
sí, al menos, en su primera fase.
-
Está
bien, sigo. Le decía que, con mucho cuidado, hemos arrancado una letra de la
sepultura. Aquí la traigo.
Rebuscó en su
bolso y sacó un papel de seda, que me entregó. Lo desenvolví y apareció ante
mis ojos una cifra, un uno, de
hermoso y brillante tono dorado, como de unos seis centímetros de longitud.
Cualquiera habría dicho que era de latón, de no ser por su peso.
-
Perdone
-argüí-, no se trata de una letra, sino de un número.
-
Tiene
razón, me replicó. Cogimos lo más fácil de separar y que menos alteraría la
inscripción.
-
Bien,
ampliemos la denuncia, para hacer constar esta pieza de convicción, que
tendremos que analizar, a fin de comprobar si su cuñado está en lo cierto.
-
De
acuerdo. Mientras tanto, ¿qué se puede hacer con el resto de la inscripción?
-
¿Es
usted la propietaria de la sepultura?
-
Yo
y mi hermana, que es la mujer del platero, pero estamos de acuerdo en todo: en la
denuncia y en acatar lo que ustedes dispongan.
-
Pues
entonces pueden levantar todos los números y letras, por si las moscas. Su
cuñado tendrá caja fuerte, me figuro. Que los guarde en ella, hasta que
terminemos las averiguaciones.
La acompañé casi
hasta la salida y seguí camino a las dependencias de Policía Científica. Me
prometieron elaborar cuanto antes el informe sobre el metal del uno; todo lo rápido que permitía el
tener que trasladar el análisis al joyero de confianza de la Policía
castellarense. Por si acaso, me informé de sus señas y decidí entenderme
directamente con él. Para mí no era trabajo: me encantan las gemas y los
metales preciosos, aunque, como decía mi madre, se ve pero no se toca.
***
Cuando aparecí por
la joyería Tremedal, me llevé la
sorpresa del año. No solo el joyero no tenía la pieza en su poder, sino que fue
él quien me interrogó a mí:
-
¿Se
puede saber a dónde ha ido usted por ese oro?
-
Yo,
a ninguna parte. Ha sido una joven denunciante quien…
-
Ya
sé, ya sé: lo encontró en el cementerio. ¡Valiente bobada!
-
Oiga,
oiga, menos confianzas, que está hablando con un policía de servicio. Y, por
cierto, ¿me quiere decir a quién ha entregado usted el oro, sin mi permiso?
-
Al
catedrático de Química-Física de la Facultad de Ciencias. Y me lo autorizó
Braulio, su colega de la Científica,
por razones de seguridad.
Poco a poco, nos
tranquilizamos y el señor Tremedal fue explicándose. El famoso uno era, en efecto, de oro purísimo,
pero hacía unas cosas muy raras.
Vamos, que resultó ser radiactivo, como confirmó un profesor. Ante el riesgo de
una posible contaminación, trasladaron la cifra en una cajita de plomo a la
Facultad, donde me podrían dar explicaciones adicionales. No quiero volver a ver ese oro por aquí, concluyó el asustado
comerciante.
Como es lógico,
acudí inmediatamente a la Universidad y pedí ser recibido por el catedrático
que custodiaba el numerito. Estaba ausente y fue un adjunto quien me atendió. Precisamente
era él quien había realizado los análisis pertinentes:
-
No
se preocupe, inspector -dijo, ascendiéndome-. El uno está a buen recaudo en la caja fuerte del laboratorio. Y no
haga caso de alarmistas. Se trata de un isótopo de oro bastante estable: es oro
195.
-
Perdone,
pero si pudiera explicármelo con más detalle.
-
Da
la casualidad -sonrió- de que el oro tiene más de treinta presentaciones
atómicas diferentes, o isótopos. Solo una de ellas, la que tiene el número 197,
es totalmente estable y se usa en monedas y joyas. El resto son más o menos
inestables o radiactivas y se desintegran a velocidad variable, dando lugar a
otros isótopos de oro, o a distintos metales: platino, iridio, mercurio…
-
Ya
comprendo. Y el oro 195…
-
Pues
han tenido ustedes suerte -bromeó-. Es el isótopo radiactivo del oro más tranquilo. Tiene un periodo de
semi-desintegración de 186 días y está llamado a convertirse en platino, lo que
todavía lo hará más apreciado.
-
O
sea, que en seis meses y pico tendremos platino en vez de oro.
-
No
exactamente. En esos 186 días, solo la mitad del oro se habrá convertido en
platino 195.
-
Y,
lógicamente, en un año se habrá producido la transformación completa.
-
No.
La transformación que dice usted solo será absoluta en un montón de años. De
hecho, para alcanzar un 99%, se necesitarán tres años y medio. La cantidad
desintegrada va disminuyendo exponencialmente.
La cabeza me daba
vueltas. Decidí llevar la conversación por una vía más práctica:
-
¿Qué
le parece que debamos hacer con el resto del oro de la inscripción?
-
Les
aconsejo que lo metan en una cámara de plomo sellada. Con las radiaciones uno
no sabe…
-
¿Hasta
cuándo?
-
Hombre,
si los dueños no son unos timoratos, yo creo que, en tres o cuatro años, no
habrá casi ningún peligro.
-
¿Y
qué explicación puede tener que este oro sea tan puro y radiactivo?
-
Pues
no sé qué contestar. Lo único que puedo decirle es que el oro 195 se encuentra
en estado natural en las menas auríferas, acompañando al estable oro 197. Más
extraño es que todo el encontrado sea radiactivo. Habría que analizar el
resto de las letras y números de la lápida. Si resultan ser como el adelanto que le han entregado, yo diría que…
¡Bah, dejémoslo!
-
¡De
ningún modo! Diga lo que piense, por extraño que pueda parecer.
-
En
fin, si se empeña… Una de dos: o alguien ha estado seleccionando ese oro, con
riesgo de su integridad física, o procede de una colisión estelar más reciente
de lo habitual en el oro hallado en la Tierra… De cualquier modo, le ha tocado
en suerte un caso bastante oscuro.
-
Ya
voy viendo, ya. Lo bastante oscuro, como para pedirles discrecionalidad
absoluta. Solo si me la prometen, les haré llegar el resto del oro, para que lo
analicen.
-
Cuente
con ello, en lo que a mí respecta, pero ya sabe que, en estos laboratorios
colectivos, la reserva absoluta es imposible.
-
Pues
más les vale -amenacé mendazmente-, porque los Ministros de Educación y de la
Gobernación no perdonarán la menor indiscreción. No me extrañaría que, de
enredarse este asunto, acabara tomando tintes políticos.
El profesor tragó
saliva. Y es que, aunque en ese año se cumplían veintidós de paz, el horno español
seguía sin estar para bollos.
***
Antes de poner la
marcha de la investigación en conocimiento de mis superiores, decidí tener una entrevista
con las dos hermanas dueñas de la sepultura de don Filemón Cifuentes. Pensaba
actuar con cierta reserva de datos y completar mi conocimiento del difunto. De
hecho, nada sabía de él hasta el momento, pero tenía el pálpito de que iba a
ser el hilo para llegar al ovillo. Lo de desenredar la madeja se me antojaba
más complicado. Para mantener la discreción, decidí visitarlas en el domicilio
de la casada, Teófila, con lo que muy posiblemente se dejaría caer por la
entrevista su marido, el platero, más que probable guardador a la sazón del
resto de los caracteres áureos de la lápida.
Comoquiera que
este capítulo ya va resultando demasiado largo, acudiré al recurso de
transcribir las notas que tomé aquel día, las que luego vertí en un detallado informe para el atestado levantado al efecto. Helas
aquí:
El padre de las comparecientes había nacido
en Tarancón (Cuenca), en 1903, en el seno de una familia de labriegos
acomodados. Hacia 1925, ingresó en la Guardia Civil, siendo destinado a Navia,
en Asturias, donde casó con Dorinda Ablanedo Penas, dos años mayor que él, hija
de un farmacéutico de la localidad. Allí permaneció hasta 1932, en que ascendió
a cabo y fue destinado al puesto de Otero del Conde (Castellar), como segundo
jefe del mismo (el primero era un sargento). Estando aún en tierras asturianas,
nació en 1931 la hija mayor, Teófila. La segunda hija, Águeda, vio la luz en la
susodicha villa de Otero, en 1935. Un hijo primogénito y una hija intermedia de
ambas fallecieron de muy niños, por gripe y meningitis, respectivamente.
La vida de don Filemón se deslizó sin
novedades mencionables, hasta el estallido del Movimiento, en julio de 1936.
Como la provincia de Castellar quedó por el bando Nacional, el cabo no tuvo
problemas por su pertenencia al Cuerpo de la Guardia Civil. No obstante, por
razones que sus hijas no conocen en detalle, su padre abandonó el destino en la
casa-cuartel de Otero y pasó a incorporarse, con el grado de sargento, a las
fuerzas militarizadas que luchaban en el frente del Guadarrama, donde cayó en
acción de guerra, el día 29 de agosto de 1936, al poco tiempo de entrar en
combate. El cuerpo fue transportado a Castellar por carretera. Su viuda decidió
enterrarlo en esta ciudad, en vez de en Otero. De hecho, de manera casi
inmediata, se trasladó a vivir a la capital, abandonando su anterior domicilio.
Las hijas no han sabido darme otras
referencias de interés. Teófila apenas recuerda la imagen de su padre
y, por supuesto, Águeda no tiene ningún recuerdo de él. La madre, bien por no
entrar en temas políticos, bien por desarreglos mentales, apenas les habló de
él en vida. Ella falleció en 1953, precipitándose a la calle desde la terraza
de su vivienda, un tercer piso de la calle Tejedores, en lo que ambas hijas
-ausentes de casa en aquel momento- entienden un acto de suicidio, consecuencia
de su enfermedad psíquica. La citada señora y sus dos hijas vivieron hasta
entonces de la modesta pensión de viudedad y orfandad. Posteriormente, Teófila
se casó en 1955 con Ezequías Salmerón, platero con establecimiento abierto en
la calle San Martín de Castellar, abandonando su profesión de modista. Su
hermana Águeda ha seguido estudios en la Escuela de Comercio de esta ciudad,
pasando a ejercer como perito mercantil para los almacenes de tejidos y
confección El Buen
Gusto de nuestra capital.
Seguidamente expongo a las dos hermanas la
urgente necesidad de que me entreguen la totalidad del oro de la inscripción,
para su debido análisis y determinación definitiva de su propiedad, a lo que
manifiestan que el metal -como yo aconsejé- está depositado en la caja fuerte
de la platería de don Ezequías, lo que este corrobora. Provisto a tal fin de
una amplia bolsa con forro de plomo, que me ha sido facilitada en la cátedra de
Química-Física, nos trasladamos el platero y yo hasta su tienda. Allí redacto y
firmo un recibo, cuya copia adjunto, haciendo constar los caracteres entregados
y su peso total, en los términos que resumidamente transcribo:
En Castellar, etc., etc. Recibo de
Ezequías Salmerón, por encargo de Teófila y Águeda Cifuentes Ablanedo, unos
caracteres metálicos -que el entregador manifiesta ser de oro, sin más
constancia ni prueba-, los que debidamente ordenados dicen: FILEMÓN CIFUENTES
CESPEDOSA, FALLECIDO EN EL FRENTE DE GUADARRAMA EL 29 DE AGOSTO DE 936. Pesados
todos ellos en la balanza de precisión del establecimiento, arrojan un peso
global de 2.209 gramos.
Así que, a falta
de mayores consecuencias de lo actuado, por lo menos queda aclarada la rúbrica
de este capítulo. Águeda, la bella denunciante, era hija de un guardia civil.
2. De los apuros de un joven novato
Después de
escucharme con bastante atención, el Jefe de la Brigada Judicial reflexionó
unos momentos y dijo:
-
¿Cómo
te has metido en ese berenjenal de análisis y laboratorios? Nos va a costar un
riñón.
-
Perdone,
inspector, pero fue el joyero quien, sin avisarme, tomó la decisión. Por otra
parte, no querrá que ande por ahí un metal radiactivo sin control.
-
¡Hombre,
ni que fuera la bomba atómica! ¡Cuatro o cinco años esperando, hasta que el
famoso oro se descontamine!
-
¿Sabe
una cosa, inspector? Si les dejamos analizar el metal todo lo que quieran y
publicar algún artículo científico que otro, no me cabe duda de que los
ilustres profesores no nos van a pasar factura ninguna.
-
Bueno,
siendo así… Ocúpate de ello o tendré que informar al Jefe Superior del lío que
has montado. Y, de paso, haz saber a las hijas del guardia civil que se olviden
de su oro, en el más amplio sentido del verbo olvidar. ¿Entiendes?
-
Creo
que sí: carpetazo y que la Facultad se quede con el metal para los restos.
-
Eso
ya lo veremos cuando acabe de descontaminarse. Ahora, completa el atestado,
quitando al asunto toda la importancia y credibilidad que puedas. Luego, aunque
no sea muy ortodoxo, lo archivaré sin cursar al Juzgado, con la justificación
de que los hechos no tienen carácter delictivo, ni por asomo. Supongo que las mozas no rechistarán.
-
Descuide,
jefe, yo me encargo.
Mi interlocutor
sonrió:
-
¿Sabes?,
dijo, para ser un novato sales del paso con soltura. Anda, haz cuanto te he
dicho y me informas al terminar.
Lo más fácil de
todo fue lo de la Universidad. ¡Ya lo creo que me defendía con acierto!
-
Hemos
recibido un toque muy serio de
Madrid: ni una palabra sobre el oro ni su procedencia. Así que hagan con él lo
que quieran y, si van a escribir algo sobre ello, que sea sin citar su origen.
Allá ustedes si cometen una indiscreción.
-
¿Y
cuando pasen los años y el oro se haya convertido todo él en platino?, inquirió
el catedrático con cierta avidez.
-
Vamos
a poner fecha, por aquello de los logaritmos y la tendencia a infinito -respondí de forma discretamente
erudita-. Estamos a 13 de octubre de 1961. Dentro de cinco años exactos, se
ponen ustedes en contacto conmigo y ya les diré lo que han de hacer con el
metal.
-
¿Y
si se traslada fuera de Castellar?
-
Entonces
diríjanse ustedes al inspector Matarromera. Ese es seguro que no se mueve de
aquí hasta que se jubile.
Con la familia
Cifuentes la cosa no fue tan sencilla, como era de esperar, habiendo de por
medio dos quilos y pico de oro. El cuñado se me remontó y hube de pararle los
pies:
-
Mire,
señor Salmerón, para empezar, usted es solo el marido de una de las
copropietarias de la tumba, lo que le da cierto derecho de reclamar, pero no le
hace dueño de un gramo siquiera. En segundo lugar, la propiedad de esa accesión
maravillosa es más que discutible, una vez se han comprobado sus cualidades
radioactivas. Y, por último, están las precauciones sanitarias a adoptar. Así
que se van a estar callados y quietecitos durante un mínimo de cinco años.
Luego, si su mujer y su cuñada quieren reclamar el metal resultante, allá
ustedes.
-
Pero…
-
Ni
pero ni manzano. Como vaya dando el cante por ahí, hago venir a los peritos con
un contador Geiger y le cierran el negocio por contaminación radioactiva. Así
que usted verá.
Don Filemón vio y,
de pleno acuerdo con su esposa, resolvió dejar las cosas como estaban. Yo bien
creí que su cuñada sería de la misma opinión, pero me equivocaba hasta cierto
punto, como verán si siguen leyendo esta fantástica historia.
***
Me llamó por
teléfono a la Comisaría y me rogó que quedásemos en algún lugar recatado. Se me
ocurrió una cafetería cerca de mi domicilio. La joven, ruborizada, empezó por
explicarse:
-
No
crea que me mueve el dinero, como a mi cuñado, sino el deseo de aclarar las
cosas. Verá, desde que nos contó aquello de que el oro radiactivo viene de las
estrellas…
-
El
radiactivo y el estable. Se trata de un metal demasiado pesado para que se haya
producido en la Tierra -dije de manera un tanto inexacta-.
-
Bien,
sea, pero este parece venir de forma más directa, o haber llegado aquí más
recientemente.
-
Mujer,
reciente, reciente… Échele unos cientos de millones de años, por lo menos. En
fin, ¿a dónde quiere ir a parar?
-
No
se lo va a creer -prosiguió, como con titubeos-, pero hace tres días se me
apareció mi padre en sueños. Si, ya sé, yo no lo recuerdo de vivo, pero era
idéntico al de la foto de boda que tenemos en el salón de casa.
-
Me
fijé en ella.
-
Estaba
sentado conmigo en un banco, en la plaza del Corro, junto a la iglesia. No sé si
conoce Otero.
-
No.
Hace apenas tres meses que estoy destinado en Castellar.
-
Yo
sí he estado allí varias veces, ilusionada por regresar a la villa donde nací.
Pues bien, mi padre me miraba muy fijamente y repetía: ¿Por qué os dejé? ¿Por qué me fui? Averígualo, infórmate. Y así,
hasta que me desperté sobresaltada.
-
Los
sueños sueños son. Y, por otra parte, no sé qué pueda tener que ver este con el
oro de la sepultura.
-
Pues
el caso es que ahora yo sí creo saberlo. Quedé tan impresionada con la visión,
que me faltó tiempo de hacer lo que hasta entonces no se me había ocurrido, por
no ver nada anormal en que mi padre se fuese a la guerra, en vez de seguir de
servicio de orden en Otero. Le di muchas vueltas y se me ocurrió visitar a la
mujer del subteniente Lobejón, que fue compañero de mi padre en aquellos
tiempos. Al principio, la señora no quería informarme: que si era agua pasada;
que aquellos tiempos fueron muy duros; que por qué mi madre no me habría
contado lo sucedido. En fin, yo porfié y ella acabó por ceder y se explayó.
-
¿Otro
café?, pregunté, previendo que la narración pudiera alargarse.
Águeda hizo un
breve gesto de asentimiento y, más o menos, me contó la siguiente historia.
-
Como
ya sabe, el 18 de julio del 36, mi padre era cabo subjefe del puesto de Otero
del Conde, a las órdenes de un sargento, apellidado Bermejo. En aquellos días,
la villa tenía unos mil quinientos habitantes y era cabeza de Partido judicial.
Por unas cosas u otras, allí se trató a los de izquierdas con miramiento, según la
persona que me lo contó. No sucedió lo mismo en otros pueblos del contorno,
entre ellos, Carrascal, donde era muy fuerte el sindicato agrario socialista y
había gran tensión entre los pocos labradores acomodados, y los braceros y
pequeños labriegos. El caso es que, entre la indiferencia o el apoyo de algunos
guardias y la brutalidad de gentes venidas de Almedina y del propio Castellar,
se produjeron linchamientos y ejecuciones…
-
Ya,
los llamados paseos.
-
…
que llegaron al extremo a mediados de agosto. Dicen que algunos guardias sugirieron
al sargento que se formasen patrullas para refrenar la violencia y echar de la
comarca a los individuos armados venidos de fuera, pero el jefe de Puesto y
otros compañeros decidieron que valía más dejar que las aguas fueran volviendo
a su cauce por sí mismas. En fin, en aquellos días llamaron del juzgado al
cuartel para que les llevaran detenidos a cuatro individuos de izquierdas de
Carrascal, parientes algunos de los paseados. Mi padre, con otros tres
compañeros, asumió la conducción, tomando una camioneta a tal fin. El
prendimiento se llevó a cabo sin problemas pero, cuando regresaban a Otero, un
grupo de hombres armados les echó el alto, con la pretensión de que los dejasen
a ellos terminar el traslado. Mi padre
se negó y allí se las tuvo tiesas con el grupo, a lo que he creído entender,
sin recibir ayuda decidida de sus compañeros. Finalmente, tiró de mosquetón y
disparó al aire, lo que hizo recular a los paisanos, pudiendo seguir así hasta
la casa-cuartel, sin que los prisioneros recibiesen daño alguno.
-
Un
tipo honesto y valiente. No debió de haber entonces muchos como él.
-
Al
cabo de una hora, varios de los que habían querido matar a los conducidos se
presentaron en el cuartel y tuvieron la desfachatez de quejarse de mi padre,
por haber cumplido con su deber. El sargento, como hizo Pilatos, se los quiso
quitar de en medio dejándoles ensañarse con los detenidos, a quienes propinaron
una fenomenal paliza, hasta que el tal Bermejo dijo basta, por miedo a que el
juez lo responsabilizase de su posible muerte. Mi padre se enteró de lo
sucedido al día siguiente y tuvo una bronca fenomenal con su jefe, amenazando
con denunciarlo en el juzgado, si volvía a repetirse un acto de tortura con los
detenidos. En fin, cómo estarían las cosas en aquel entonces que, entre el jefe
de Falange, Bermejo y el alcalde, denunciaron a mi padre por insubordinación y
haberse mostrado poco adicto al Movimiento Nacional. Como el castigo podía
resultar escandaloso, el comandante de la Guardia Civil de Castellar le brindó
la salida de unirse como voluntario a las columnas que, con muy poco
entrenamiento, se formaban entonces en la ciudad, para ir a luchar en la sierra
entre Segovia y Madrid. Mi padre aceptó -supongo que por nuestro bien-; le dieron
el grado militar de sargento y al frente que fue. El resto ya lo sabe usted: A
los pocos días lo mataron en acción de guerra. Mi madre, muy comprensiblemente,
abandonó inmediatamente Otero y supongo que lo sucedido le ayudaría a perder
poco a poco la cabeza, como a tantas otras.
Calló durante unos
minutos, entre el ensueño y la fatiga. Respeté su silencio pero, al ver que las
lágrimas afloraban a sus ojos, retomé el hilo de su argumento, tuteándola para
mayor proximidad moral:
-
Ya
veo, Águeda, que tu padre tenía buenas razones para pedirte en sueños que
indagaras las circunstancias de su muerte. Son dolorosas pero, como hija, te
llenará de orgullo haberlas conocido. Por mi parte, te agradezco la confidencia
que, de alguna manera, cierra el asunto del cementerio, mi primer caso.
-
Vaya,
pues que sea enhorabuena. Espero que no le haya resultado especialmente
fatigoso.
***
La ironía de esta
última frase me sorprendió. De venir de otra persona, seguro que me habría
hecho el tonto y me hubiese despedido con frialdad; pero Águeda empezaba a ser
para mí alguien muy especial. Rectifiqué el ademán de levantarme y me di por
afectado:
-
No
veo qué más pueda hacer como policía. De hecho, lo he consultado con mis jefes
y ellos también opinan que la investigación debe cerrarse.
-
¿Así,
sin saber la causa y el autor de un hecho tan extraordinario?
-
Has
dado en el clavo, Águeda: extraordinario;
tanto, que carece de explicación racional y, desde luego, de transcendencia
delictiva. Además -proseguí tras una pausa-, tengo la impresión de que tú ya
tienes formada una opinión sobre el asunto.
-
¡Hombre,
figúrate! -por fin se decidió por el tuteo-. Tenemos una inscripción en
caracteres de oro, de un oro muy especial, que brota de la nada en el
veinticinco aniversario de la muerte de mi padre. Luego, él se me aparece en
sueños y me pide que averigüe los motivos que le llevaron a la muerte, tras
abandonar a su familia y su trabajo de retaguardia. Me informo de buena fuente
y resulta que mi padre fue castigado por valiente y por honrado. Ata cabos y
verás que no hay más que una explicación posible y es de carácter sobrenatural.
No me atreví a
contradecirla, en parte por no enfadarla y en parte, por no tener una teoría
alternativa. De modo que le seguí la corriente con ambigüedad:
-
Es
lo que te decía. ¿Qué pinta la Policía en algo de apariencia milagrosa? Eso, o
se cree, o se rechaza, pero a nivel personal. Si acaso, puede ayudar la
reflexión en conciencia, o la consulta a algún sacerdote de confianza, si eres creyente.
-
No
me fío de los curas. Son capaces de ir con el cuento al arzobispo y montar un
sinfín de complicaciones. Pero tú sí que podrías ayudarme…, como amigo, quiero
decir. Ya sabes todo lo sucedido y eres muy reservado. Además, me conoces y respetas;
no creas que no me doy cuenta. Por lo menos, no me tomas por loca.
-
Claro
que no. En materia de creencias, cada cual tiene las suyas. Pero he de
confesarte que yo no estoy tan convencido como tú de todo eso del oro llovido
del cielo, como mensaje o como premio…
-
Un
premio que has dejado que nos birlaran los
de la Universidad. Radioactivo o no, ya podemos despedirnos de lo que para
ellos es solo motivo de curiosidad y de avaricia. En fin, voy a exponerte mi
plan y, si te sumas a él, podría ser el comienzo de una hermosa amistad.
De lo que deduje
que, entre otras posibles aficiones, Águeda tenía la de ir al cine de vez en
cuando.
3. Dos días de agosto
El plan de Águeda
resultaba razonable, dentro de aquel contexto absolutamente fuera de la
racionalidad. Como punto de partida, sostenía que era desmesurado el presunto
milagro del oro, si el único objetivo era que ella indagase acerca de la muerte
de su padre, para extraer de ese conocimiento una profunda admiración. Para ese viaje -decía- no habrían hecho falta otras alforjas que el
sueño. Entonces, ¿qué sentido podía tener el alarde de metal precioso? Otra
mujer más paciente habría esperado de un segundo sueño el mensaje desconocido;
pero mi hermosa amistad estaba hecha
de una pasta más activa. Y ahí es donde entraba yo, como tuve pronto ocasión de
comprobar.
-
Manolo,
me dijo, ¿qué te parece si el próximo sábado por la tarde nos llegamos a
Carrascal?
-
Vale.
Tengo entendido que es un pueblo muy típico y, además, no vendría mal para ir
haciendo el rodaje al seiscientos.
-
Estupendo,
aunque no esperes que tengamos mucho tiempo para el turismo.
En el viaje de ida
desde Castellar, Águeda me explicó el sentido del desplazamiento. Como ustedes
recordarán, Carrascal era la villa próxima a Otero del Conde, donde se habían
producido aquellos salvajes paseos,
así como las detenciones que el padre de la joven había evitado se convirtieran
en otra masacre. Ella había telefoneado a uno de los salvados por la firmeza
paterna, quien prometió esperarnos a la entrada del pueblo, junto al castillo,
a eso de las cuatro y media de la tarde.
-
Yo
pretendía -me confesó Águeda- reunir a los cuatro que iban conducidos aquel
día, pero dos no viven en Carrascal. Otro parece que no quiere recordar ni
hablar del asunto… No, si el mismo Antonio casi me cuelga el teléfono. Me ayudó
bastante el decir que tú me acompañabas.
-
No
entiendo. No lo conozco de nada.
-
Ya,
pero el ser policía abre muchas puertas y ablanda las reticencias.
-
¡Acabáramos!
Para eso querías que tomase parte en tu plan. Espero que no hayas dicho que voy
en acto de servicio. Ya sabes que en los pueblos la que actúa es la Guardia
Civil.
-
Hasta
ahí ya llego. No olvides que soy hija del Cuerpo… Solo le he dicho que eres un
amigo que está interesado por mí y que no acaba de creerse lo que hizo mi padre
y sus consecuencias. Espero no te parezca mal la disculpa. No se me ocurrió al
pronto ninguna mejor.
-
¿Tanto
se me nota que te tiro los tejos? Menos mal que, según tu opinión, soy muy
reservado, que si no…
***
El tal Antonio
Mayo resultó un tipo muy timorato, lo que no era extraño, dada la época y el
tema a tratar. Pese a lo inclemente de aquella tarde de noviembre, se empeñó en
no entrar en ninguno de los bares del pueblo y nos invitó a tomar asiento en un
rústico banco que tenía como respaldo los gruesos sillares de la muralla del
castillo, que a la sazón fungía de cementerio y gratuita cantera para ciertos
albañiles desaprensivos. Como el viento batiera con severidad aquel altozano,
decidí ejercer de policía con mando:
-
Aquí
vamos a coger una pulmonía. Vámonos para Otero y no se hable más.
-
Me
traerán ustedes de vuelta.
-
Claro
que sí, Antonio; con tiempo de sobra para cenar.
Ya en la villa
cabecera de la comarca, sentados a una mesa de la desierta mini cafetería del
Hostal, fuimos entrando en calor, sobre todo nuestro interlocutor, que empezó
tomando un café con gotas, siguió con
un carajillo y acabó por pedir al
camarero que dejase la botella de Fundador
a su vera, para evitarle trabajo. El hombre -hay que reconocerlo- aguantaba
muy bien el alcohol, salvo en lo referente al volumen de voz. Quien había
entrado acoquinado, salió más ufano que el rey de copas. Seguro estoy de que el
camarero se habría enterado de todo lo que hablamos, de no ser porque tenía que
atender también la recepción del hotelito.
Aquella misma
noche pasé a texto escrito cuanto Antonio había dicho y grabado en mi memoria.
Me ayudaré de tales notas, que a la vista tengo, para hacer el relato dialogado:
-
No
vaya a creerse la señorita que no bendigo todos los días la memoria de su
padre, que en gloria esté, pero Carrascal es un pueblo muy perro y los muchos
años transcurridos no han servido para que los de entonces olvidemos o no nos
hagamos mala sangre. Si vieran lo que hemos tenido que aguantar este mismo año
61 con lo de los veinticinco años del Movimiento… Claro, me refiero a los
viejos, que los chavales pasan de todo y bien que nos esforzamos en ello los
que perdimos, pero los de la Victoria los hacen del Frente de Juventudes y
¡hale!, a cantar el Cara al Sol y a vitorear a Franco. Yo ya he cumplido los
setenta y cinco, gracias a don Filemón, el padre de usted, y lo poco que me
quede de vida habré de pasarlo con el recuerdo de aquello, que mataron a mi Ildefonsa,
ya que no pudieron hacerlo conmigo.
-
¡Qué
barbaridad, hasta a las mujeres!
-
Y
no fue la única, que a otras cinco también las pasearon, por el crimen de ser esposas, hermanas o madres de
republicanos.
-
¿Cuándo
fue eso? ¿Recuerda las fechas?
-
¡Cómo
olvidarlas! A los otros tres y a mí nos detuvieron el 19 de julio, nos llevaron
a Otero y nos encerraron en los calabozos de la Guardia Civil. No vean las
palizas que nos dieron. Luego nos trasladaron a Castellar y pasamos toda la
guerra esperando que nos juzgaran. Debíamos tener el santo de cara, porque nos
liberaron sin condena ninguna. Y no crean, que yo era un jornalero sin instrucción -como antes decían- pero
el Belisario era concejal socialista. Alguna vez me he parado a pensar cómo no
le ejecutarían. Un hijo pagó por él. Lo lleva clavado en el alma. Por eso no le
extrañe, señorita, que no haya querido hablar con ustedes, pero estar agradecido
a su padre, como el que más.
-
Creo
entender, Antonio, -dijo Águeda- que usted recuerda haber sido antes su
detención que los paseos que
enlutaron al pueblo. Yo creía que había sido al revés.
-
No,
no, los paseos llegaron más tarde, el 12 y el 13 de agosto. Estoy completamente
seguro, como podrán comprender. De hecho, yo y los que apresaron conmigo nos
enteramos de las muertes de nuestros familiares tiempo después de haberse
producido. Incluso pienso que, si a su padre de usted no lo echan de Otero,
mucho de lo que pasó se habría evitado.
-
Entonces
-aventuré- no conoce de primera mano los detalles de aquellos crímenes.
-
¡Hombre!,
se ve que le gusta llamar al pan, pan, aunque sea policía. Pues tiene usted
razón, testigo no fui, pero le puedo contar ce por be cuanto pasó y, si me dan
tiempo, les traigo a algunas personas para que confirmen lo que yo diga.
-
No,
deje, no las comprometa. Solo se trata, si a usted le parece, de que nos
refiera lo más grave o lo más llamativo de cuanto se haya comentado sobre
aquellos días.
-
No
es para mí plato de gusto el recordarlo, pero ya va siendo hora de que alguien
lo cuente, antes de que los que lo saben vayan muriendo. Si hasta las campanas
doblan solas para recordarlo. Sí, sí, el pasado agosto, gentes que
tomaban el fresco junto a la ermita de la Asunta oyeron tañer a muerto en la
medianoche de los días 12 y 13, y luego resultó que el sacristán había ido a
pasar ese fin de semana con su hijo a Villaseca. ¡Y qué decir de lo del tango!
Varios vecinos de la calle Real se tiraron toda la noche del 13 de agosto
escuchando sin parar La Cumparsita.
Pero bueno, vamos a lo de antaño, como ustedes quieren.
***
Si recojo aquí
cuanto en tres horas largas contó Antonio, podría agotarlos. Me limitaré a
hacer un extracto de lo que nos dijo, aunque por ello mismo pueda resultar
menos expresivo. De todos modos, hay cosas que, o conmueven por sí mismas, o no
merece la pena andar recalcándolas. A mis notas, pues, literalmente me atengo.
Carrascal tenía por aquel entonces 900
habitantes. Cosa poco frecuente en la comarca, estaba políticamente muy
dividido. Cuando el 36, el alcalde y la mayoría de concejales eran de izquierdas,
socialistas varios de ellos. Yo no estaba afiliado a la Sociedad Agrícola, pero
sí simpatizaba y seguía sus consignas de huelga. Era muy fuerte, con más de
cien socios. Así que el paro de principios de aquel julio fue muy seguido, con
el objetivo de que se respetase la Ley de Términos Municipales, que los
terratenientes se pasaban por el arco de triunfo, aunque me esté mal el
decirlo. El Centro Obrero, sede de la Sociedad, -también llamado las Paneras-
hacía las veces de Casa del Pueblo. No saben el lío que se organizó con su
apertura, pues la propiedad correspondía a los herederos de un señor que había
alquilado el local a Abdías, un carrasqueño poco mayor que yo, que no les había
dicho cuál iba a ser el destino del inmueble. En marzo del 36, unos individuos
tirotearon la vivienda de Abdías, para amedrentarlo. Pillaron a uno; lo
juzgaron y le condenaron a cinco meses de arresto, que todavía estaba
cumpliendo en Castellar, cuando estalló el Movimiento. Regresó al pueblo, hecho
una fiera, se plantó el uniforme de Falange y fue de los peores asesinos. Con
decirles que se encargó de que pasearan a todos los testigos contrarios de su
juicio... Cuatro cayeron así, como también un hijo y dos sobrinos de Abdías. Sí,
sí, como lo oyen. Abdías se libró, porque lo había detenido la Guardia Civil
tres días después que a nosotros. Luego lo juzgaron por tenencia ilegal de
armas y lo condenaron a un año y cinco meses de prisión. Un regalo, como quien
dice. Claro que su hijo mayor pagó por él. ¡Lo que une la familia!
No todos los de derechas se portaron tan
mal como ese, de cuyo nombre no quiero acordarme. Otros quisieron seguir el
camino del padre de la señorita, pero no tuvieron tantos arrestos, o tanta
suerte. A don Saturnino, el párroco, lo maltrataron y tiraron escaleras abajo
del Ayuntamiento, porque se atrevió a protestar por las muertes a mansalva en
las carreteras. Y a Nicanor, el que habían nombrado alcalde en sustitución del
republicano, no fueron capaces de sacarle -como querían- la firma en una lista
de vecinos señalados para matarlos. Claro que no servía de nada. En Carrascal
nos conocíamos todos y siempre hubo delatores, abiertos o emboscados, que daban
el soplo a los falangistas que venían en camiones, desde la capital o de
Almedina, para que hicieran la saca, desde las casas o en las Paneras,
convertidas en improvisada cárcel municipal.
Se hizo famoso por su crueldad -¡y ya era
difícil destacar por eso en aquellos días!- un individuo grandón y vociferante,
que venía al mando de los falangistas de Almedina. ¡Ni la Guardia Civil se
atrevía con él! Decían que era un asturiano, que había combatido con los mineros
en el 34 y que, tras la derrota, había huido de la represión, refugiándose en
Castilla. Pero, tan pronto empezó la Guerra, vistió la camisa azul, se echó un
pistolón al cinto y ¡hala!, a matar izquierdistas. ¿Cómo se come eso? Tengo
para mí que siempre fue un infiltrado, pero también cabe que cambiase de bando
para hacerse perdonar. No sé. Pasados los primeros meses de la contienda, ese
sujeto desapareció de la zona y no volvimos a saber nada de él. Era uña y carne
con la Guardia Civil; así que de sobra podría localizárselo, si vive todavía.
Bien contento que puede estar con su cosecha de sangre. ¿Saben cuántos cayeron
en Carrascal? Pues un total de veintiocho vecinos, casi todos de unas pocas
familias y la mayoría jóvenes. En aquel entonces no se era mayor de edad hasta
los veintitrés años. Según eso, mataron a 17 menores, de los que dos eran de
diecisiete años. Mujeres, seis, de varias de las cuales les contaré luego. Bien
es verdad que dos de los muertos fueron fusilados tras Consejo de guerra.
Dirán, buen consuelo de tripas. ¡Pues no! Por lo menos se les juzgó -muy mal,
pero hubo una apariencia de legalidad-, lejos del pueblo, por militares que no
conocíamos, y se les pudo enterrar en una tumba, con una cruz y un nombre
encima. El resto, sobre pasar todo lo que pasó, andan por sembrados y cunetas.
Al paso que van las cosas, se perderá su rastro y allí quedarán para siempre,
sin que sus deudos sepan dónde ir a llorar por ellos.
***
Claro que llorar no siempre fue posible. Si
no, que se lo digan a la pobre Teodosia, que le mataron a un hijo de 19 años y
le prohibieron hacer duelo. Aquello la marcó para toda la vida. ¿Cómo, si no?
Su marido y ella regentaban el salón de baile Gardel. Los falangistas los obligaron a poner el gramófono a toda potencia y
a ella la forzaron a bailar. ¡Qué pena que no esté aquí El Tanguista! ¡Canallas! También a él lo habían paseado
aquel 12 de agosto. Cuando pasó lo de La Cumparsita, que les he contado hace un rato, los que creyeron oírla recordaron
que ese fue precisamente uno de los discos de aquel baile macabro. Poco más se
bailó allí, pues los falangistas se incautaron del salón para jefatura de su
partido.
Otras sí que pudieron rezar, pero por poco
tiempo, claro. Como la madre del alcalde, el cual había logrado escapar al
monte con un hermano suyo y otro amigo. Dicen que, en su huida, se tropezaron
con un guarda forestal y lo mataron en legítima defensa, o para que no los
delatara. Los de Falange decidieron cobrarse con mujeres lo que todavía no
habían logrado con los hombres. Cogieron a la Concha y a su hija Sinforosa y las
encerraron con los demás que iban a pasear al siguiente día. ¡Qué día! Hizo
honor al número 13. Mataron a diecinueve personas, en dos tandas. Concha y
Sinforosa fueron en la segunda, la de mediodía. Las dos eran creyentes y la
madre, incluso, muy religiosa. Murieron abrazadas una a otra y la madre con el
rosario bien sujeto. Seguro que rezaron todo lo que sabían. Todavía me parece
estarlas viendo. La madre, siempre de negro, de aparejo redondo. Sinforosa ya
tenía sus años y había traído a tres hijos al mundo, pero ¡qué guapa era
todavía!
Claro que, para llamativa, la Amparo.
Llamativa, esa es la palabra: muy alta, siempre bien vestida. Con lo de que el
alcalde y ella eran solteros y muy amigos, pues eso, que había sus habladurías.
Yo no lo creo, entre otras cosas, porque la mujer era bastante mayor que él,
pero qué quieren, así estaban las cosas. Y eso fue lo que la condenó, las malas
lenguas y la envidia. ¿Querrán creer que todavía se recuerda cómo iba vestida
aquel día? Que si falda plisada, que si cinturón ancho tachonado, que no quiso
quitarse el reloj… Lo que yo digo, tres
mujeres murieron porque el alcalde no se quedó a dar la cara y la vida. Claro
que poco imaginaba el pobre hasta dónde iba a llegar la furia de sus enemigos.
Y total, ya se sabe, para nada. Anduvo por
esos campos de Dios un mes y medio, pero al final lo pescaron. Lo detuvieron en
la provincia de Zarzosa y por eso lo llevaron al cuartel de la Guardia Civil de
Torre. Al día siguiente apareció muerto en su celda; dijeron que ahorcado con
su propio cinturón. ¡Vaya usted a saber! Cuando su padre fue a identificar el
cuerpo, apenas lo reconoció, de lo flaco y barbado. Dicen que, a falta de
zapatos, tenía los pies envueltos en pieles de conejo sin curtir. ¡Pobre
Esiquio, lo mismo se suicidó al saber lo que les había pasado a su madre y a su
hermana, a causa de su fuga! Era un buen hombre, con talento natural y muy
preparado, para ser un labriego. Creo recordar que, cuando las elecciones del
36, se presentó como comunista. ¡Y qué! Al final, Esiquio al hoyo y Carrillo al
bollo. Lo de siempre.
El que era habilísimo era el hermano
pequeño de Esiquio, José Luis. Escaparon juntos, pero este logró burlar a la
Guardia Civil y pasar a zona roja, donde hizo la guerra en el Cuerpo
de Carabineros. La verdad, nunca hemos sabido a ciencia cierta lo que fue de él
al acabar la contienda. Unos dicen que estuvo en un campo de concentración, o
en alguna cárcel, de donde escapó. Otros sostienen que pasó desapercibido con
el mogollón de presos que se formó en el 39, lo dejaron en libertad, con
salvoconducto y todo, y estuvo un tiempo en la Argentina, en casa de unos
familiares. Hasta ha llegado a afirmarse que volvió a España fiado de una
promesa de indulto general de Franco. El hecho es que en el 41 lo sometieron a
Consejo de Guerra y lo fusilaron en el páramo de Castellar. Así que acabó como
sus hermanos pero, por lo menos, fue libre por un tiempo y pudo decidir hasta
cierto punto su destino.
***
No quiero dejar de contar el caso de Quico
Mola, como muestra de los que fueron paseados simplemente por haber declarado
en juicio por el tiroteo de marzo del 36, del que antes les hablé. El muchacho
tenía 18 años, edad que pensó le protegería de la violencia falangista. Así que
se quedó en casa, cuidando de sus cuñadas y sobrinos, dado que sus hermanos
mayores tuvieron el acierto de ponerse a resguardo. Pero no le sirvió de nada,
porque el problema con él no era político, sino de haber perjudicado al tipo
del que sigo sin querer acordarme de su nombre. Por lo tanto, con dieciocho
años -o con menos, como otros-, ¡a la camioneta!
Ya voy estando cansado y me figuro que
ustedes igual. Les voy a contar un último caso, el de Manuel Cerra, porque se
sale de lo corriente, como van a ver. También tenía 18 años y fue de los del
primer día, el 12 de agosto. Tal vez por eso, los falangistas estaban todavía
descansados y con ganas de divertirse. De modo que, soltaron al chico por la
muralla y empezaron a disparar a sus piernas, para que corriese más y más
deprisa. Cuando se cansaron de la juerga, le dieron una paliza fenomenal y lo
retornaron a la cárcel. Al cabo de un rato, lo llevaron con otros cuantos para
matarlo. Se conoce que Manuel había cogido práctica de torear las balas, o que
sus asesinos tenían poca puntería. El caso es que solo quedó gravemente herido
y lo dieron por muerto. Ante una agonía sin esperanza, hizo notar que aún
estaba vivo y les pidió el favor de que lo remataran. Así lo hicieron, cosa que
es de agradecer; más, desde luego, que el comentario de uno del pueblo, hace ya
bastantes años, cuando oyó contar el sucedido: Pues, si alguna vez aparece el
cuerpo, habrá que decir a don Dimas que no lo entierre en sagrado, porque el
pedir que lo maten a uno es suicidio.
4. El sepulcro vacío
A partir de
aquella tarde, Águeda me despachaba con cualquier disculpa cuando intentaba
quedar con ella. A veces, sin avisar, aparecía
yo por la puerta del comercio donde trabajaba ella; me dejaba acompañarla un
trecho y luego me despedía:
-
Manolo
-se disculpaba-, te agradezco la atención, pero esta es una ciudad pequeña,
donde confunden la amistad con el noviazgo.
-
¿Y
qué? ¿No soy tu hermosa amistad?
-
Pues
eso, un buen amigo. La verdad es que no siento por ti nada más profundo.
Estuve a punto de
decirle si teníamos que volver a Carrascal para que lo sintiese, pero me callé.
Yo era entonces un joven con mucho amor propio, y hasta un pelín orgulloso,
desde que la pistola y la placa me habían dado un poco autoridad. De modo que
dejé de mariposear en torno a ella.
En vísperas de la
Navidad de aquel año, recibí una llamada telefónica de Águeda. Me extrañó y
alegró a un tiempo. No ocultaré que, al verla venir por los soportales, me dio
una leve taquicardia. Sin embargo, mi emoción no estaba justificada, como pude
comprobar tan pronto nos sentamos a la mesa de la cafetería.
-
Quería
felicitarte las Pascuas, antes de que te fueses a pasar la Nochebuena con tu
familia… Bueno, además, quiero pedir nuevamente tu ayuda.
-
¡Huy!
Te veo venir.
-
No
te burles de mí y escucha lo que tengo que decirte.
En efecto, el
mensaje tenía que ver con el tema de marras y, por lo elaborado y firme de la
petición, comprendí que lo había estado meditando largamente, así como que era
muy importante para ella:
-
Después
de lo que nos contó Antonio, tengo clarísimo lo que significa la aparición de
las letras de oro sobre la tumba de mi padre. No era solo para hacerme
descubrir las circunstancias de su muerte. Tanta riqueza ha de perseguir un
objetivo costoso. Y ahora ya sé lo que quiere que haga.
-
¿Otro
sueño?, pregunté con malicia.
-
No
ha hecho falta. Hasta tú podrías imaginarlo, a poco que pensaras.
-
No
sé. Quizá prestar alguna ayuda económica a los hijos y cónyuges de los
ejecutados; solo que a estas alturas…
-
En
efecto, veinticinco años después es demasiado tarde para eso; pero no lo es
-desgraciadamente- para lo que se debe hacer por los muertos. Las campanas que
doblaron sin que nadie las tocara; el tango que misteriosamente sonó en la
noche; los cuerpos enterrados quién sabe dónde, sin una memoria encima… Mi
padre, aunque modesta, tiene una tumba y maldita la falta que le hacen oro ni
platino. No, ese metal milagroso ha de servir para que el mundo recuerde a los
muertos de aquellos días aciagos.
-
No
es mala idea en sí misma, Águeda, pero se me antoja impracticable. Para
empezar, el Régimen no va a permitir
que se recuerde a las víctimas de sus propios gerifaltes y partidarios. En
segundo lugar, no sabríamos en dónde poner el monumento, pues solo hay una vaga
noticia de los lugares de las fosas comunes. Y, finalmente, el oro está
incautado por ahora y a saber si os lo devolverán, llegado el momento.
-
Estoy
al cabo de la calle de lo que me dices. De no ser así, no pediría tu ayuda.
-
Está
bien -rezongué-. ¿Qué puedo hacer por ti?
-
Te
diría que recuperar el oro, pero bien sé que por ahora es imposible. Además, ni
mi hermana ni su marido consentirían que su precio se emplease en levantar un
monumento funerario a personas que no hemos conocido. Lo que quiero es que
vayas a la Universidad y les pidas una cantidad. Bien sé que serán ellos
quienes acaben quedándose con el oro, el platino o en lo que se convierta. Lo
harán desaparecer y buscarán cualquier disculpa científica.
-
Podría
intentarse lo que me indicas, si no fuera porque la Policía no puede consentir
una cesión semejante de una pieza de convicción. Además, los
profesores saben que yo no estoy autorizado para actuar en nombre de la Jefatura
Superior.
-
Pues
no lo presentes como cosa oficial. Pide el dinero como la recompensa que
solicita una de las dueñas, para renunciar a reclamar nada. A fin de cuentas,
eso es lo que pienso hacer de todos modos. Allá mi hermana, si quiere meterse
en pleitos.
-
¿Con
qué cantidad te conformarías?
-
Lo
suficiente para levantar el cenotafio. Yo había pensado en cincuenta mil
pesetas.
Tragué saliva.
Caso de atreverme a visitar al catedrático con aquella embajada, al oír tamaña
cifra me despediría con cajas destempladas. Por si acaso, intenté rebajar la
pretensión:
-
Cuanto
más llamativo sea el sepulcro, menos te van a dejar instalarlo. Para los
efectos, bastaría con una lápida; algo así como lo que ponen a la puerta de las
parroquias para recordar a los muertos por
Dios y por la Patria. Sería justo no hacer distingos. Para sepulturas más personalizadas,
que se hagan cargo las familias, si es que les merece la pena el recuerdo no
teniendo el cuerpo.
Águeda titubeaba.
Yo insistí hasta lograr su aceptación. Concluí:
-
Quedamos
en cinco mil pesetas. Estoy seguro de que cubrirán marmolista y albañilería.
Pero nada de que renuncies a tu parte del oro: Que lo tomen como un anticipo a
cuenta.
***
Aunque hayan
pasado muchos años desde aquellas Navidades de 1961, no me ofrece duda que yo
bebía los vientos por aquella perita mercantil, que para mí era una verdadera perita en dulce. Digo esto porque, lejos
de ir a revolver el tema del oro en la Facultad, me dio por sacar de mi cuenta
en el banco las cinco mil del ala y
entregárselas a la moza, como si hubiese sangrado al catedrático de Química-Física.
Y creo recordar que tal suma equivalía a la mitad de mi sueldo mensual, pluses
y guardias incluidos.
Al hacerle
entrega, le formulé esta sabia advertencia:
-
No
vayas a poner el carro delante de los bueyes. Quiero decir que no encargues la
lápida, hasta haber recibido autorización para ponerla en la iglesia, en el
camposanto, o dondequiera que pretendas.
-
Hombre,
en la pared del cementerio no creo que…
-
Hazme
caso. Ya oíste a Antonio: Carrascal es un pueblo muy perro y allí nadie ha
olvidado todavía.
-
Te
haré caso. ¿No podrías llevarme en el seiscientos
para hacer las gestiones?
Se me apareció en
la mente la letra mensual del plazo del vehículo -que no podría pagar por culpa
de la famosa lápida- y repliqué tajante:
-
De
ninguna manera. No pienso aparecer por ese pueblo hasta que hayan quitado el yugo
y las flechas de la fachada del Ayuntamiento.
Justo hasta hoy,
he cumplido mi palabra.
***
Medio año más
tarde, mis prácticas felizmente acabaron y desaparecí de Castellar con rumbo a
Canarias. En aquellos seis meses, apenas me encontré con Águeda en un par de
ocasiones, de esas de hola y adiós.
No tuve necesidad de preguntarle por sus gestiones necrológicas, porque ya
conocía su resultado a través de mi jefe:
-
Acebes,
me ha llamado el teniente de la Guardia Civil de Almedina para decirme que una amiga
tuya anda por Carrascal, empeñada en poner una lápida a los rojos de cuando la
Guerra Civil.
-
Ni
idea, inspector. Salimos unas cuantas veces, pero lo hemos dejado.
-
Mejor
así. Tal vez como juez podrías tener más libertad pero, en lo que seas policía
y a mis órdenes, no te tuerzas ni un tanto así.
De manera que no
les extrañará que me marchara de Castellar sin despedirme siquiera de Águeda.
No me iba a jugar el destino por una chica, guapa, sí, pero demasiado…
complicada.
***
En la primavera de
1973, hallándome trabajando en Madrid, en la Comisaría de Retiro, recibí un aviso de
comparecencia en una notaría cercana a la Estación del Norte. El empleado dijo
al verme:
-
¡Vaya!,
trabajo que nos ha costado dar con usted. La testadora no sabía su dirección; solo
que era policía.
-
¿La
testadora? ¿A quién se refiere?
-
Una
tal Águeda Cifuentes. Supongo que la conocería. Le ha dejado una cantidad, como
legado modal. No mucho: veinticinco mil pesetas. Lo curioso es la forma de
proponer la obligación. Al señor notario le ha hecho gracia.
Tomó el documento
y leyó la parte que me concernía:
-
A don Manuel Acebes, policía, la suma
de veinticinco mil pesetas, para que haga, cuando se pueda, lo que él sabe y yo
no he conseguido, al vivir Su Excelencia el Jefe del Estado más que yo.
No pude menos que
sonreír de la explicación. El oficial preguntó:
-
Luego,
¿está dispuesto a hacer cuando pueda lo que usted sabe, sea ello lo que fuere?
-
Sí.
-
Entonces
voy a avisar al señor notario, para firmar la diligencia.
Al salir de la
oficina, el sobre con el dinero me quemaba en el bolsillo. Acudí de inmediato a
una sucursal bancaria y lo ingresé en cuenta. Luego, ya en mi despacho, me puse
a escribir el posible texto de una futura lápida, como si Su Excelencia el Jefe del Estado fuese a dejarnos al día siguiente.
Escribí:
En recuerdo de los veintiséis vecinos de Castellar ejecutados los días 12 y
13 de agosto de 1936, Águeda Cifuentes Ablanedo mandó colocar esta lápida. Que
allá donde estén sus cuerpos, descansen en paz.
***
Hoy, aprovechando
mis vacaciones, he dejado a mi mujer con los niños en el chalé del veraneo y he
venido a ver cómo ha quedado la lápida que mandé poner hace un par de meses en
el cementerio de Carrascal, una vez que el general Franco ha tenido la
gentileza de dejar paso a una nueva etapa histórica[1].
Me apena que no pueda ser la donante quien rinda la anhelada visita.
La puerta del
castillo-cementerio está abierta, como es la costumbre, aunque con este calor
solo me acompañen las lagartijas. Busco entre los nichos, pues acordé con el
sepulturero que colocaría el memorial en el muro, en lugar bien visible. Nada; me desojo y no la encuentro. ¿Se
habrán quedado con las quince mil pesetas, sin hacer el trabajo?
Al fin, la veo.
Está tirada al pie del muro, en tres cachos, con señales evidentes de haberla
martillado. Un chafarrinón de pintura roja mancha el fragmento más grande. El
polvo y los hilos de araña evidencian que la fechoría tiene ya varias semanas;
seguramente tantas, como el tiempo en que se colocó la losa. Tal vez, si
hubiese esperado un poco más… Un siglo,
tal vez, me digo con amargura.
Aunque ya he
gastado las diez mil pesetas restantes en encargar misas por Águeda, su padre y
los asesinados de Carrascal, me pregunto si no debería hacer un segundo intento
con la lápida, meses después, años después, o en otro lugar. ¿Qué opinaría ella? No estoy en condiciones de
romperme ahora la cabeza, elucubrando.
Lentamente, salgo
del cementerio y me asomo al mirador de La Asunta, antes de montar en el coche
y abandonar para siempre Carrascal. Se me acerca a paso ligero un individuo
enjuto, atezado, de mediana edad:
-
¿Señor
Acebes? Soy el encargado del cementerio. Ya habrá visto usted el estropicio.
-
Lo
vi.
-
¿Qué
quiere que se haga con la lápida?
-
¿Qué
se le ocurre a usted?
-
No
sé. Yo creo que tiene mal arreglo.
-
Como
este pueblo. Como usted y como yo. Como la vida misma.
[1] El general Franco falleció en noviembre de
1975. Es probable que lo que seguidamente narra Manuel Acebes sucediese uno o
dos años después de tal óbito (Nota del Editor).
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