Un troj abierto a
todos
Por Federico Bello Landrove
¿Es un milagro la multiplicación de los panes? Yo no lo creo así, si una
de las condiciones de los prodigios es la de ser raros o extraordinarios. Mi
experiencia personal en esta tardía vocación, que quizá pueda llamarse
literaria, sirve de refutación para quienes crean que el pan del espíritu precisa
de algo más maravilloso que el trabajo y la generosidad humanos.
Lo recuerdo vívidamente, con su maciza anatomía, desfondada por los
años; su cara cuadrada, enmarcada por una blanca y tupida cabellera, rebelde
aún al peine; el habla campanuda y ceceante, envuelta en la ironía de sus
ojillos maliciosos, y los arabescos de su mano en el aire acompasados con los
bucles de humo de su veguero, casi siempre apagado. El terno, oscuro y un tanto
raído, moteado de ceniza; el bastón, más ornato que necesidad, apoyado en la
cátedra su mango de carey; el sombrero posado sobre la mesa, indiferente al
bullir del labrantío.
Sí, ahora me percato –solo ahora, tan mayor, tan tarde- de que aquel plantel de cuerpos y mentes,
escalonado en bancales, apenas aricado, infértil por sequedad, fuimos nosotros,
entregados sin preparación ni esfuerzo a la sementera de aquél poeta maltratado
y cansino, que nunca tenía prisa y predicaba con el ejemplo. Un ejemplo que,
paradójicamente, en él era palabra clara, bella, amable. Esa era su semilla,
sembrada a los cuatro vientos, llamada a morir para fructificar con el tiempo,
en silencio, en libertad.
Como aquel que planta árboles en su ocaso, como el visionario de
utopías, el maestro murió demasiado pronto, sin sentirse amado ni recoger los
frutos. Es el sino de los más afortunados, por desprendidos: aquellos que no pierden
el tiempo levantando graneros en esta vida, ni llevan cuentas de la recompensa
que les espera en la otra.
***
Otra aula, similares estrados, los mismos rostros, ahora más angulosos y
barbados. Diríase que hasta el maestro se parece: fornido, cabellera canosa,
palabra recalcada, un cierto desaliño. Pero no, la similitud es superficial.
Todo aquí está en un tono menor. La clase es más pequeña; el profesor, más
joven; su voz suena ronca; la dicción no es bella; los alumnos somos menos y,
lejos de bullir, dormitamos. ¿Dónde está, pues, la analogía que me ha llevado a
relacionarlos? Sin duda, en la función, el talante, la entrega generosa. Algo
insólito en aquella Facultad de repetidores y de pasantes, en la primera
acepción del diccionario.
Ahora, la palabra no es bella, sensible, creadora, pero sí exacta,
poderosa, decisoria. De los juegos florales, a las lides forenses; de la
emoción, a la interpretación. El labrador esparce equilibrio, buen sentido,
objetividad: En una palabra, justicia. Supone que el terreno está ya desbrozado
y abierto, como cumple a alevines de juristas, a profesionales en ciernes. Con
todo, no fía solo en la fecundidad de la gleba, sino que la esponja, escarda y
riega, con insistencia y mimo.
¿De qué está llena su cartera de colegial, viejo arcón que lo acompaña a
todas partes, biblioteca portátil, bolsa de la compra, maletín de viajante? ¿A
dónde iba cuando nos despedimos por última vez, con los ojos cansados de ver y
el corazón fatigado de sentir? Ni aún así apeó el usted, al enhebrar con
precipitación los prudentes consejos de labriego experimentado y socarrón.
Entonces maduraban las espigas, pero no plugo al cielo que segara la
mies con el acero de su rigor, ni que trillara con las aristas de la ironía.
Ahora, buena o mala, la cosecha ya es historia. El grano devino en pan y quiero
creer que el hambre es hoy menos acuciante que ayer.
Tu trabajo dio su fruto pero ¡qué pocos se acuerdan de ti!
***
Llegó de lejanas tierras, rasgando su silencio. Apoyada en mi brazo,
tendía un puente al pasado, rendía tributo a la constancia. Sembradora de
ciencia y de sueños, su voz llegaba a mis oídos hecha tan solo de recuerdos.
¿Estará el mañana en el ayer escrito? Su respuesta volvió a ser la callada, que
todo lo sugiere, acrecienta y enardece.
De igual modo partió –quién sabe si para siempre-, con la complaciente
indiferencia del señor que visita su heredad y la encuentra madura para una
siega, que solo aguarda su licencia.
¿Qué palabra pronunciaste para despertar las mías, rompiendo las cadenas
de la rutina? ¿Por qué creí escuchar en un susurro imperioso tu levántate y
anda? ¡Ah, el ejemplo; siempre el ejemplo! Ese modelo, capaz de disipar el
polvo, de emular las notas y –tal vez- de unir a pesar de la distancia. El
hecho es que la tierra dio su fruto congruo. La mies ha sido recogida y nadie
conoce ni se pregunta el motivo. Pero yo sé, con el poeta, que se bañó en el
agua clara de tus lágrimas y que los planetas que orientaron tu viaje en la
noche fueron los mismos que velaron mi sueño.
***
Si algo afirmo es que lo recolectado año a año no es mío. No es mía la
tierra, ni la semilla, ni el agua. Acaso me pertenezca una parte del trabajo,
unido al de tantos para mí. Quiero sentir que, cuanto más amor ponga en él y
más fortuna, tanto menos habrá de permanecer oculto o volverse venal. Que tome
lo que quiera quien sienta interés o necesidad. La puerta está abierta y, sobre
su dintel, la leyenda: Dad gratis lo que de balde recibisteis.
Yo no me vendo. No preciso intermediarios. Me honro de mi labor, sin
verterla en moldes de prestigio. Si alguno es tan puntilloso que no quiera ser
mi deudor, que me pague con su afecto, o con la misma moneda. Entre tanto, mi
semilla la lleva el viento y mi herencia se esparce por mares de ámbar. Mas, en
el fondo, como el marinero del romance:
Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va.
La digo a vosotros, padres, maestros, enamoradas, amigos. A vosotros,
pues soy obra vuestra. A vosotros, que me amasteis sin razones y cuidasteis sin
reservas,
¡conmigo vais, mi corazón os lleva!
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