Donde
las Musas habitan
Por Federico Bello
Landrove
Importa el ambiente en que cada escritor
invoca a su Musa, pero sobre todo interesa descubrir por qué o para qué la
llama. Este relato intenta una respuesta a tal interrogante, bastante tópico,
por otra parte.
A través de la Historia , los hombres
hemos buscado a las Musas en los lugares más diversos, con cierta tendencia
evolutiva a una mayor comodidad. En un principio, quien quisiera buscarlas
tenía que subir a una montaña y habérselas con las nueve hermanas, por más que
pocos mortales estarán capacitados para amar y servir ni a dos o tres de ellas.
En épocas sucesivas, hemos ido acercándolas a nuestro hábitat más refinado:
jardines amenos, regalados triclinios, castillos altivos, lujosos palacios… Los
románticos se apartaron de esta senda casi inexorable y miraron al mar
embravecido, los ominosos bosques y los cementerios iluminados por la
Luna. Esa moda insólita duró poco. De hecho
fue compatible con la reclusión de las hijas de Apolo en pomposos albergues
creados a tal propósito: los Museos.
Semejante domesticación acabó por volverse
contra los humanos. Algunas de las Musas abandonaron la casa fraterna, o tal
vez fueron desahuciadas por el casero, juzgando injustificado que se aprovechasen
del ventajoso precario. Otras se escondieron en los anaqueles de las
bibliotecas, menudas y silentes, aguardando unos ojos despiertos que escrutaran
las páginas. ¡Era el colmo de la degeneración! Las personas ya no buscaban a
las Musas, sino que estas acechaban a las criaturas sensibles.
¿Sensibles?
¿Qué demonios significa eso? ¿Quién dicta acerca de la sensibilidad humana? En
esta época contemporánea de libertad y subjetivismo, ¿se atreverá alguien a
negar la democrática falacia de que todos podemos servir para todo? ¿O acaso
podrá algún crítico discernir el arte de la morralla, cuando se afirma que la
quintaesencia de aquel no ha de pasar por el entendimiento del prójimo, sino
por la expresión del autor?
Las Musas no son tontas y, como los
adolescentes de nuestros días, ya no se quedan en casa, ni de noche. Los Museos
se llenan de polvo y de vacío; las bibliotecas las lleva cada cual en su
bolsillo; las más marchosas y pizpiretas de las nueve Hermanas frecuentan los
antros más ruidosos o cogen sus bajeles virtuales para navegar por mares de elektron. Como los grandes espíritus de
antaño, los humildes mortales de hoy pueden darse de manos a boca con una Musa
al volver cualquier esquina. Yo no busco:
encuentro.
Con todo, el hombre sigue siendo animal de
costumbres y le gusta hacerse la ilusión de su seguridad. Particularmente, yo
tengo mi sede a treinta y dos peldaños del suelo, en un desván de techo
abuhardillado, siempre en soledad, quizá con el silencio roto por la música de
mi vida. Allí me acomodo, concentrado y paciente, a esperar el paso o el roce
de mi Musa, con la cabeza clara y el corazón conmovido. Esperar, creer… y
cavilar. Como otros muchos, opino que, de vez en cuando, las Musas se dejan
convocar por nuestros suspiros. Es eso que, de forma naturalista, se ha
definido como la inspiración y la
transpiración; incluso antes del cambio climático.
***
Uno siempre recuerda la primera vez que
vio a su Musa, aunque por el momento
no la reconociera. Yo la encontré en unos grandes almacenes, en uno de esos
actos que –no sé por qué- me repelen un poco: una firma de libros. Imagino la
cantidad de tiempo que ha de invertir el autor por libro vendido y me da
vergüenza participar en una transacción tan desigual. Con todo, aquella tarde
no pude menos de entrar y ponerme a la cola del autógrafo. Su longitud, ni
mucha ni poca. Vale decir, en aquella su ciudad natal –y la mía- la narradora no
era famosa. Yo mismo habría pasado a su lado sin reconocer en ella a la antigua
amiga con la que compartí tantas cosas, expatriada muchos años atrás.
La firma iba con despacio. La autora no
llevaba prisa y, por la edad media de los compradores –en su mayoría, mujeres-,
intuí que no era yo el único que me había sentido atraído por los recuerdos. El
libro no era ni extenso, ni caro. Pensé: le pediré que me dedique uno y
compraré privadamente dos más. Yo siempre tan sinalagmático.
Me llegó el turno y, con esa voz suave y
ligeramente nasal que Dios me dio, me identifiqué con el nombre y la muletilla
de mis mejores momentos: Ricardo… Tengo que decirte una cosa.
Y ella, sin levantar ni por un momento la
vista del libro, sonrió y escribió Sígueme,
firma y fecha.
Solo pude acompañarla al día siguiente,
entre los pavos reales y un ramo todavía fresco de siemprevivas. En realidad,
fue a su Musa a quien hube de seguir desde aquel momento y estoy seguro de que eso es lo que
su dedicatoria quería indicar.
Gracias a lo cual, no he vuelto a
separarme de Aurora. Así pues, mi soledad es un recuerdo de lo vivo y lejano, y
el silencio se rompe cuando arranca el Tema
de Lara, que sonaba aquella tarde en que tuve que decirle una cosa.
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