Las
dos amigas
Por Federico Bello
Landrove
La compleja filosofía literaria amorosa
del gran escritor austriaco Robert Musil (1880-1942)[1]
sirve de base a este cuento, entre dramático y festivo, acerca de dos amigas
adolescentes que juraron amor eterno, con las diversas consecuencias que sabrá
quien lo leyere.
1. El juramento
Indudablemente, eran otros tiempos y otras
costumbres. No creo, sin embargo, que las cosas
fuesen distintas. Hoy como ayer, la experiencia es subjetiva; las cosas, simplemente, pasan[2]
y ciertos hechos niegan la posibilidad de un conocimiento racional. Como el
amor.
***
Tenían catorce años y se sentían
enamoradas y correspondidas. Desde la inocencia del primer amor, lo imaginaban
eterno; desde su gozosa plenitud, apenas eran capaces de guardarlo en el seno,
sin descubrir al mundo su felicidad. En el colegio, todo acababa sabiéndose y
así pasó con su sentimiento. En las floridas preces de mayo, el capellán
cantaba la pureza del amor verdadero y animaba a ponerlo a los pies de Dios, su
providente origen y dispensador. Algunas compañeras cuchichearon y se oyeron
risitas. Ellas se sintieron aludidas y bajaron la cabeza, ruborizadas. Y el
Padre: Hay mucha envidiosilla entre
vosotras. Felices aquellas que sean bendecidas por un amor sin final. Pedid a
Dios y a la Virgen
por ello.
Aquella tarde, regresaron a casa juntas.
Antes de separarse en la esquina de costumbre, notaron que la iglesia de San
Daniel ya estaba abierta. Se miraron en silencio y entraron. La penumbra
envolvía el enorme recinto. Estaban practicamente solas. Se sentaron a los pies
del templo y rezaron de modo mecánico alguna oración. Luego:
-
¿Quieres
que hagamos lo que nos dijo el Padre?
El altar mayor quedaba muy lejos. Miraron
en torno y coincidieron en levantarse, dirigiéndose a un retablo lateral,
presidido por la Piedad. Se
arrodillaron en sendos reclinatorios. Pilar inició en un susurro la súplica:
-
Señor,
te pedimos que nos des fuerzas…, que nuestro cariño sea…
Carmen, más vehemente y mejor oradora,
lanzó un vibrante desafío al mundo y al tiempo:
-
Te
juramos que los querremos siempre y que nunca dejaremos que acabe nuestro amor.
Pilar se sobrecogió, pero compartía
plenamente los votos y su amiga aguardaba su adhesión con mirada interrogante.
-
Yo
también te lo juro, Señor.
Carmen agregó amén y ambas se santiguaron.
Permanecieron arrodilladas todavía unos
momentos, contemplando la belleza sobrecogedora del altar y meditando su
decisión irrevocable. Luego, salieron a la calle, muy despacio, se besaron y
despidiéronse.
Cosa curiosa: La gente con la que se
tropezaban no parecía percatarse de que aquel era un día muy, pero que muy,
especial.
2. La rebeldía y el deseo
La pareja de recién casados ocupa sus
asientos en el avión. No se trata de iniciar el viaje de novios, sino de
establecer definitivamente su hogar al otro lado del océano, una vez concluidos
los estudios universitarios de él en España. Carmen constata –como antaño- que
nadie parece darse cuenta de lo especial de este día. La verdad es que ella
tiene que echar muchas cuentas para entenderlo así. Y no es que no lo quiera profundamente,
ni que le asalte remordimiento alguno, como no sea el de separarse de su padre.
Tampoco tiene razones para dudar de su ya inmodificable decisión, aunque, como
recién casada, se formule una y otra vez la tópica pregunta, sin posible respuesta
de presente: ¿habré acertado?
No le importa el que muchos de sus
conocidos contestarían negativamente a tal interrogante, pues ella es una
rebelde sin remedio. Basta que surja una dificultad, para que se lance a
superarla; recibir un consejo, para sentirse agredida en su libertad y tentada
a resolver lo contrario. Por tanto, no es eso, no. Es la mera e inevitable
necesidad de hacerse la pregunta. Y es que, si dudar en lo mental es de sabios,
en lo sentimental parece propio de inseguros. ¡Ah, si la persona que tuviese
ahora a su lado fuese Alfredo, tal como era –o ella lo percibía- en los tiempos
del juramento!
¿Qué pudo ir apartándola de él, sensible,
traumática, irremediablemente? Las familias, la torpeza, los estudios, las cosas. También eso está claro:
Cuando hay muchas causas, es que existe confusión, o que tomamos por aquellas
los detalles y los pretextos. Pero, de cierto, Carmen solo encontraba una:
Alfredo era un intelectual, poco mayor que ella, que le había entrado solo por
los ojos del alma. Manuel –quien ocupaba la plaza a su lado- era un hombre
hecho y derecho cuando lo conoció, experimentado, pasional, físico. Tal vez una
niña pueda conformarse con bellas palabras y el roce de una mano. La Carmen en que entonces se
estaba convirtiendo necesitaba mirar con los ojos del cuerpo, experimentar la
pasión y el frenesí.
Carmen sonríe al pronunciar entre dientes
esta palabra, que suena a bolero tropical. El caso es que Alfredo no supo estar
a la altura; ya se sabe, tan poco vehemente, tan tímido ante la dificultad, tan
inconstante. Se lo tiene merecido,
concluye Carmen, poniéndose a la defensiva, pues el juramento parece querer
colarse por la ventanilla del avión que ya inicia el despegue. Ella no podía
hacerlo todo, si él no ponía nada de su parte. Y, a fin de cuentas, no se ha
quedado de brazos cruzados y corazón compungido, que lo ha visto con otras
chicas, aunque fuera dando tumbos,
como le dijo su tía, metiéndose una vez más donde no la llamaban.
¡Ah, la rebeldía! Non serviam, que podía leerse en el quebrado gallardete del Diablo
en el retablo de la capilla colegial. Por cierto –sonríe la recién casada-,
menos mal que la boda fue en Santa María. Así, ni Pilar, ni ella tuvieron que
mirar para otro lado, al pasar junto al altar de la Piedad.
La aceleración de los motores y la
posición tan inclinada llevan la intranquilidad a su ánimo. Toma con suavidad
la mano de su marido –aún no se acostumbra a esta palabra-, quien se la aprieta
con fuerza, tal vez excesiva. Manuel tiene los ojos cerrados y parece dormitar,
pero su mente está bien despierta. Cada kilómetro recorrido le acerca a su
mundo, a su casa, a su familia. Carmen, aquella mujer tan por encima de sus
expectativas y merecimientos –se dice- allí va a ser suya; total y
definitivamente suya.
3. Un marido muy laborioso
Quince años atrás, algunas amigas y
ciertos vejestorios de la familia le habían reprochado que se casara un quince
de diciembre, con el frío y las
nieblas de aquella gélida ciudad en invierno. Pilar había sido inflexible: A
Luciano le apetecía pasar la luna de miel en La Molina y ver los abetos de
Navidad iluminados en medio de la nieve. Podía ser una cabezonada pero ella no
iba a poner objeciones, como de hecho casi nunca se las había planteado a aquel
mozo, simpático y listo hasta decir basta. Por lo demás, la boda era suya y
ellos decidían; como lo había hecho ella, en lo relativo al ramo de novia:
-
Nada
de llevarlo a la Virgen
del Rosario de mi antiguo colegio: ¡A la Piedad de San Daniel!
-
Pero
la madre Teodosia se va a molestar.
-
Pues
que rabie si quiere, mamá. Tengo mis buenas razones.
Ya lo creo que las tenía, como sabemos. Por
otro lado, su fidelidad al juramento había obtenido hasta ahora una respuesta divina. Todo lo que había pedido le
había sido otorgado. Luciano se licenció en Económicas, con premio
extraordinario. En seguida había logrado colocación en el Banco N., con un
sueldo que les permitió casarse antes de cumplir los veinticinco, como era su
deseo. Ella no había pedido dejar de trabajar como enfermera, pero la verdad es
que era agotador lo de los turnos y las guardias, y andaba muy aperreada yendo
de una clínica a otra, con la comida en la boca. Además, los hijos llegaron muy
pronto… En eso sí que había pedido incesantemente, con velas y todo: Que
vinieran bien; que el parto fuera una
horita corta; que tuviesen salud; que comieran mucho; que… Bueno, y que
llegase una niña, después de los dos mayores. En todo fue complacida. Y, en
cuanto al resto…
Claro, con tres criaturas no hay tiempo
para más. Luciano iba ascendiendo y pronto le nombraron director de una
sucursal de barrio, con expectativa de proponerlo como apoderado, cajero, o qué
se yo, en la central de su ciudad, que no era del caso tener que hacer las
maletas para Logroño, como le habían sugerido años atrás. En fin, cuando
llegaba a casa, estaba molido, de tantas responsabilidades y horas extras –que
pocas veces le pagaban como tales-. Los niños son agotadores y el pobre Luciano
bien merecido se tenía poder leer tranquilamente el periódico, o ver la
televisión, o cenar cada quince días con los compañeros del banco. ¿No te animas?, preguntaba. Y ella, ¿con quién vamos a dejar a los niños, tan
pequeños, hasta la una o las dos? Podríamos
comprar un doberman, sugería él, tan gracioso como siempre. Y ella reía
pues, en el fondo, prefería velar el sueño de sus hijos a hacer que escuchaba
peroratas sobre hipotecas, fondos de inversión o extratipos.
¡Y hay que ver lo absorbente que estaba
llegando a ser el trabajo de su marido! De las horas suplementarias y las cenas
quincenales, pasó a los controles de vigilancia, las reuniones de trabajo hasta
las tantas, los congresos en Madrid y los simposios de zona. Era un no parar,
muchas veces sin previo aviso, sin límite horario, sin la pertinente
compensación económica. Pero, Luciano,
¿no puedes decir que no?; aunque te paguen menos. Pero no, se ve que Pilar
no entiende que no se puede negar; ni los ordenanzas pueden; cuanto menos él,
que es el ojito derecho del Director en la provincia de Castellar. Lo peor es
para Luciano, que es quien ha de comer cualquier cosa, viajar, dormir poco y, a
veces, en un hotelucho. En fin, no sé de que se queja la aún joven mamá, la ya no
tan joven esposa, pues tienen de sobra para el colegio de los niños –inglés, natación y piano de la nena
incluidos-, para las vacaciones en Galicia, para ese vestido que tanto le ha
gustado a ella, para el reloj que a él ha enamorado. Y, además, sigue como
siempre con ella –cuando está-: cariñoso, divertido, condescendiente.
Decíamos… ¡Ah, sí!, que la feliz pareja
cumple quince años de casados. ¡Y parece que fue ayer! Claro que basta con
mirar a los chicos: si a Julio hasta le asoma la barba… y a ella las patas de
gallo y un sinfín de canas. Vamos a San Daniel, a rezar a la Piedad y ponerle la vela
consiguiente –ahora son bombillas a pilas-, con la niña, que el mayor ya no
consiente en ir a la iglesia fuera de la misa dominical y el mediano imita en
todo al primogénito. ¡Oye!, qué idea: quince lámparas encendidas, tantas como
años de felicidad.
¿Qué se le habrá ocurrido a Luciano para
el aniversario? Yo ya lo tengo en casa de mi madre, para que no se chafe la
sorpresa. Y él, ¿qué tendrá preparado?
No se pudo quejar. El abrigo era de lomos
de visón, que quitaba el hipo… ¡vaya frío
que pasaste aquél día! ¿Te acuerdas? Claro que se acuerda. ¿Dónde vamos a comer, en La Viña o en casa? No olvides
avisar a tu madre. Él se amustia, le manda que se siente y, casi sin
salirle las palabras del cuerpo, le suelta la andanada: una comidita rápida, en
casa y sin invitados, que tiene que salir escopetado para Santander, pues acaba
de descubrirse un posible desfalco y cuentan con él como auditor de cuentas. No te apures, cariño –concluye-. La
Navidad está a la
vuelta de la esquina y lo celebraremos todo de una vez. Va a ser sonada.
Más sonora fue la campanada, cinco años
más tarde, cuando Pilar se enteró de que Luciano llevaba la tira de tiempo
engañándola con empleadas, clientas y hasta limpiadoras. El Director provincial
tenía la convicción de que a muchas señoras las había camelado a costa del
banco, concediéndoles préstamos de cobro dudoso, intereses preferentes, hipotecas
por mayor valor que el de sus garantías inmobiliarias. Vamos, una joya, pero no daremos un escándalo. No le conviene al Banco
y no se lo merece la familia. Eso sí, sáquenmelo de Castellar y que lo coloquen
bien vigiladito en una sucursal de El Pozo del Tío Raimundo, pongo por ejemplo.
Allí fue destinado el laborioso Luciano.
Por supuesto, no le siguieron Pilar ni los chicos. Alguien me dijo que pronto
tuvo compañía, en la persona de la hija de una amiga del matrimonio, que hacía
un doctorado en Madrid. Me importa un bledo, como supongo les pasará a ustedes.
En cambio, sentimos curiosidad por lo que pueda haber sido de Pilar. Algo se
sabrá, si leen los capítulos siguientes.
4. Confidencias
Se dieron de manos a boca en los
soportales. Si no llega a ser tan de cerca, de qué iban a haberse reconocido.
¿Cuánto hacía que no se habían visto? Ni se sabe. Desde la boda de Carmen, casi
treinta años. Media vida, como quien dice. Ahora van con prisa pero tienen que
quedar algún día. Cuando Pilar se entera de que su condiscípula sigue viviendo
en Panamá y está solo de paso, decide que algún
día sea el próximo viernes.
-
¿Nos
vemos en el Salón Ideal, como antaño?
-
Va
para diez años que lo cerraron. Si quieres recordar, podemos ir al Moka.
-
Hecho.
A las cinco.
***
Van a dar las seis y Carmen no ha parado
de hablar, desde que Pilar la puso al corriente de cuatro generalidades sobre
ella y los chicos. Fue preguntarle ¿y tú,
qué?, y se desbordó el torrente de las aventuras de una castellarense en el
Caribe. Parecía una escenificación del refrán las desgracias nunca vienen solas: El marido, violento y posesivo,
que trató de anonadarla y convertirla en una esclava de sus caprichos y sus
celos. Su lucha por liberarse de aquel sátrapa
con toga de abogado, que intentó quitarle la custodia de los hijos y de
malmeterlos en su contra. La penuria económica, hasta que pudo convalidar su
título de farmacéutica y conseguir de prestado el dinero preciso para hacerse
con su propia oficina. Y, por si todo ello fuera poco, una tuberculosis ósea,
que la había tenido traspasada de dolor durante años. Pilar, entre la compasión
y las ganas de cambiar de tema, la ponderó:
-
Chica,
felizmente eso es ya agua pasada. Por lo que veo, has ido superándolo todo y te
encuentro estupendamente. Estás para salir a ligar por la calle Santiago.
Carmen se echó e reír mientras atusaba
mecánicamente su media melena.
-
Es
lo que dice mi madre –respondió-: lo que no te mata, te hace más fuerte. En
fin, tienes razón: Mejor olvidar las desgracias pasadas y vivir el día a día.
Además, ahora que los chicos se han casado e ido a vivir a Estados Unidos, ya
nada me ata al Trópico y me está dando vueltas en la cabeza una idea, que no sé
si exponértela.
-
Cuenta,
cuenta, mujer. No me dejes con la miel en los labios.
-
Verás,
Pilar. Después de quince años de divorciada, puedo decir que estoy curada del
desengaño matrimonial. Por supuesto, no me he vuelto a casar, pero sí he tenido
mis aventuras, incluso más serias de lo que habría sido recomendable. En fin, vuelvo a estar en el mercado, con la
ilusión de otro tiempo, aunque mucho más madura en todos los sentidos, como
comprenderás.
-
¡Pues
claro que sí, Carmencita! Tienes una edad estupenda para dejar atrás los
errores y volverte a casar, ahora que tienes el divorcio y los hijos
independizados.
-
En
efecto, esa es la idea, pero no va a resultar tan fácil como sugieres. He
vuelto en busca de un hombre concreto y que, para mayor dificultad, está
casado.
Pilar quedó sorprendida, pero aquél he vuelto le dio la clave para intuir
cuanto su amiga seguidamente explicó:
-
Te
lo voy a contar desde el principio. Tantas desgracias y desengaños juntos me
pusieron sobre la pista de que había errado el camino de mi vida y hasta de que
fuese un castigo por algún grave pecado. ¡Ahí ves, una casi atea teniendo ideas
del Antiguo Testamento! Yo no quería creerlo, pero la confirmación hubo de
venirme de fuera. Solo uno de mis varios amantes fue capaz de volver a
apasionarme y hacerme pensar en un segundo matrimonio; pero él tan solo me
quería para tener sexo y exhibirme. Cuando se lo eché en cara, poco antes de
romper, me replicó: Carmen, no hay quien
te entienda. Te casaste con la persona menos afín e indicada para ti. Has
negado tu mano a varios que se habrían casado contigo a cierra ojos. Y a mí,
que tan solo siento deseo y ganas de pasarlo bien, me quieres aherrojar.
Chiquilla, tú tienes un problema de principio; es como si anduvieras con el
paso cambiado. ¿Por qué no desandas el camino y vuelves a empezar?
-
Mujer,
frisamos la cincuentena. ¿No es un poco tarde para eso?
-
No
me resisto a intentarlo, antes que reconocer que mi vida ha sido un completo
fracaso amoroso. Además, ¿no te acuerdas del comienzo? … Pues lo iniciamos
juntas.
¡Acabáramos! Se trataba del famoso
juramento. Ahí estaba, según Carmen, el origen de sus cuitas y la justicia de
su terrible penitencia. Pilar sintió que había de hacer todo lo posible para
disuadir a su amiga de una iniciativa que, no solo podía romper un matrimonio
feliz, sino que carecía de todo fundamento. ¡Si lo sabría ella, que había
llevado sus votos a pleno y perpetuo cumplimiento, para nada!
Estos pensamientos la abstrajeron, al
punto de perder el hilo de la charla de Carmen. Cuando volvió a la
conversación, esta le estaba preguntando de modo insistente:
-
…
Que si sabes algo de Alfredo en los últimos años. Tengo entendido que vive en La Coruña.
-
Hace
mucho que no lo veo y más aún, que no hablo con él. Creo que ya ni me reconoce.
Déjame pensar cuál fue la última vez que lo vi. Debió de ser hace unos diez
años, en la Plaza Mayor ;
iba con su mujer y dos niñas mayorcitas.
-
Bah,
déjalo. No me será difícil localizarlo, sabiendo que es médico de la Seguridad Social.
Según mi madre, ginecólogo. Figúrate, médico de la mujer; él, que tan poca maña
se daba con ellas.
Ambas rieron, un poco de circunstancias.
Pilar intentó la disuasión:
-
Perdona
que te lleve un poco la contraria. Después de más de treinta años, lo más
probable es que seas para él una imagen borrosa, si no el recuerdo de un
doloroso fracaso. Y luego están los compromisos morales con la mujer y las
hijas. ¡No sabes bien lo doloroso que puede ser verte abandonada cuando ya no
puedes rehacer tu vida!
-
Vamos
por partes, Pili. Estoy de acuerdo en lo primero que me has dicho. De suyo, ni
yo quiero por ahora a Alfredo, ni tengo la menor idea de cómo será en este
momento. Lo mismo me manda a la porra, que nos vamos a vivir juntos y, a los
seis meses, nos tiramos los trastos a la cabeza. En cuanto a lo segundo, ¡qué
quieres, chica!, yo lo vi primero. No
soy una mujer cualquiera, sino el primer amor de Alfredo, como él lo fue mío.
No tengo por qué andar con remilgos moralistas. En él está el escoger y en ella
el luchar por lo que quiere. Además, hice un juramento: ¿No es un acto
religioso? ¿No es obligado cumplirlo?
-
O
sea, Carmen, que vas a enmendar un pecado con otro mayor; y ahora ya no eres
una chiquilla. Por otra parte, Alfredo no está ligado a tu promesa, sino a la
que hizo a su mujer el día de la boda.
Pilar estaba en su terreno, dispuesta a
seguir la filípica, pero Carmen pareció no permitírselo. Miró ostensiblemente
su reloj e hizo una seña al camarero, para pedir la cuenta. Añadió:
-
¡Madre
mía, las siete! Hablando y hablando, se ha hecho tardísimo.
Su interlocutora la sujetó suavemente por
el antebrazo y pidió dos cafés más. Carmen la miró con ceño. Pilar comprendió
que no tenía más remedio que pagar las confidencias de su amiga con la misma
moneda. Dijo con firmeza:
-
He
escuchado con interés y paciencia cuanto has tenido a bien contarme. ¿Será
mucho pedir que ahora hagas lo propio conmigo? No es tan tarde y seguro que lo
que vas a oír te va a resultar interesante.
5. Las consecuencias
Lo que Pilar relató a su amiga ya lo
conocen ustedes[3]. Concluyó:
-
Así
que puedes quedarte tranquila en cuanto al incumplimiento de la promesa. Yo
bien que me atuve a ella y ya ves el resultado.
Carmen quedó reflexionando durante unos
momentos. Seguidamente, comentó con cierta sorna:
-
Pues
buena me la has hecho, Pili. ¡Y yo que creía haber dado con el quid! Ahora
resulta que no sé cómo salir del atolladero.
-
Si
me pides parecer –dijo sonriendo Pilar-, de cualquier manera, menos irrumpiendo
en la vida de Alfredo como un caballo en una cacharrería. Tú ya has sufrido lo
tuyo: no provoques que sufran él y su familia.
-
Así
que vuelta a Panamá –suspiró-, a vender aspirinas.
Adiós a mi teoría, penosamente construida, de amores eternos, votos justicieros
y hombres para toda la vida. No sé si abrazarte o estrangularte.
-
Ambas
cosas se diferencian meramente por su fuerza –sonrió-. Yo preferiría que lo
tomases por lo positivo y me lo agradecieses. No valen milagros ni tesis
racionalistas. Retoma tu vida presente y vuelve a ella, dispuesta a dar guerra
y a pasarlo bien; y, si tienes la suerte –buena o mala- de que algún panameño
te deje patidifusa, no lo dejes escapar.
-
¡Mira
qué rica! Consejos vendo y para mí no tengo. Pues, por lo que me has dicho, no
te comes una rosca, y culpa tuya será, que todavía estás de muy buen ver.
-
Mujer,
no he perdido la esperanza. Ahora que estoy entre madre liberada y abuelita de
baba caída, no te digo que no… Te tomaré de modelo: No dejes de escribir y
contarme tus aventuras en el Istmo.
Bien. Dejemos aquí la charla de las dos
amigas y salgamos a la puerta del Moka,
dispuestos a seguirlas y escrutar mágicamente sus pensamientos, en lo que se
dirigen a sus respectivas casas. Con Pilar –como siempre ha sucedido- resulta
fácil acceder a su mente. Casi bastaría con observar su amplia sonrisa y lo ágil
y amplio de su paso.
-
Esta
Carmen, tan aventada como entonces. ¡Menos mal que he podido pararle los pies!
Aunque con ella, nunca se sabe. ¡Qué chica! En el fondo, he de agradecer
nuestro encuentro más yo, que ella. Siempre me quedaba el regomello de lo que
podría haber hecho mal, para que Luciano me dejase tirada. En el fondo, me
sigue quedando la duda: masoquista que es una. Pero ahora ya sé que Dios me ha
probado mucho menos que a Carmen, y con mayor resignación por mi parte. De modo
que ella ha sufrido un castigo tremendo por su infidelidad y su rebeldía, mientras
que yo no habré hecho tan mal las cosas, cuando mi penitencia ha sido bastante
más liviana. Así que volveré a entrar en San Daniel y haré las paces con la Piedad. ¡Hasta puedo
pedirle que me ilumine con los temas amorosos en el futuro! Claro que mejor me
dirijo a San Antonio, que es el santo casamentero…
Carmen retorna más pausadamente,
deteniéndose a cada poco, como si mirase los escaparates. Ella es más
complicada de escrutar pero, en fin, hagamos un esfuerzo:
-
¡Pobre
Pilar, que mala suerte! ¡Qué cabrón el
banquero! Pero sigue igual que siempre, sosegada y moralista. ¡Anda, que no
le metí miedo con lo de ir a buscar a Alfredo a Galicia! La verdad, nunca
estuve convencida del todo, pero eso del juramento incumplido me tenía sorbido
el seso. ¡Qué tontería! Con todo, no me ha venido mal que me contase su
frustración y me diese buenos consejos. ¡Consejos! Estaré perdiendo fuelle,
pues la hija de mi madre jamás los aceptó y, menos, de Pili, que nunca fue muy
lista. En fin, que me vuelvo a Panamá una temporada, a pensármelo mejor y relajarme. El año que viene, Dios dirá.
¡Mecachis!, qué tontas fuimos:
Teníamos que haber llevado de las orejas a nuestros novios para que también
ellos se juramentasen ante la
Virgen. ¡Je!, lo tendré en cuenta para mi próxima
reencarnación.
[1] Véanse
especialmente sus obras siguientes: Las
tribulaciones del estudiante Törless (1906), Uniones (1911) y Tres mujeres
(1924).
[2] Tomo prestado este enunciado aparentemente intrascendente, del citado
Musil, en su novela Las tribulaciones del
estudiante Törless.
[3] Lo
encontrarán en el capítulo 3 de esta historia, titulado Un marido muy laborioso.
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