El reloj de Federico
Por Federico Bello
Landrove
El halcón de Federico es
uno de los cuentos más morales y caballerescos del Decamerón, que inspiró a Lope de Vega una comedia
homónima, bastante más compleja y escabrosa que su modelo. En ambas obras el
halcón había de morir, para servir de alimento. Como mi símbolo es un reloj, su
final tiene que ser muy otro y, por extensión, también el de los demás
protagonistas de la historia.
1. De cómo Federico y el reloj intimaron
Todavía me parece estar viendo aquel
espléndido reloj Longines de
bolsillo, en oro macizo, con gruesa leontina del mismo metal, y tapa ornada de
medallas de grandes premios, entre ellos, el de la Exposición de París de 1900,
año que marcaba la más remota fecha posible de tan hermosa máquina o –como
dicen los juristas- su dies a quo. Cuando
me lo presentó, a finales de los años sesenta del pasado siglo, Federico solo
lo portaba en las grandes ocasiones, cuando se enfundaba el ajado terno gris
marengo con raya diplomática, cuyo chaleco permitía el digno alojamiento de su
presea. Terminado el café tertuliano, consultaba ostensiblemente el reloj
varias veces, antes de tomar la decisión de ausentarse a las cuatro y veinte en
punto de la tarde, marcadas por las áureas agujas de su vetusto amor.
Más de una vez me pregunté cómo habría
llegado a manos de aquel tronado practicante un objeto tan valioso o, mejor
dicho, por qué seguía en su poder, cuando todos sabíamos de las estrecheces por
las que pasaba aquel enfermero represaliado, desde que sus colegas del Seguro
le habían ido comiendo la tostada. Por ejemplo, su retirada estratégica a hora
tan singular y exacta no tenía –como él aseveraba- el objeto de coger justo a
tiempo el autobús del barrio de La Rubia, donde entonces moraba, sino hacer el
paripé de echar mano al bolsillo para dejar sobre la mesa las monedas de su
consumición. El ademán solía ser detenido en seco, en riguroso turno, por los
demás tertulianos, a los que todavía quedaba un buen rato de julepe, garrafina
o, simplemente, de despellejar a un concejal, o al delantero centro de moda.
Federico agradecía la atención, se calaba el deslucido sombrero que otrora fue
negro y ceremoniosamente se despedía:
-
Bueno,
señores, a la paz de Dios y conservarse buenos.
Yo, mucho más joven que él, lo seguía con
la mirada hasta perderlo de vista, Plaza Mayor adelante, pausado, renqueante ya.
Felipe me guiñaba el ojo o aplicaba suavemente el codo a mis costillas, con el
así mismo inveterado comentario:
-
¡Curiosos
deseos para un ateo, que vive de inyectar a los enfermos!
-
Y
a alguna viudita de buen ver, apostilló otro maliciosamente.
-
¡Quita
allá!, replicó un tercero, fingiendo escandalizarse. ¿Federico, mujeriego? Lo
que es, desde que la mujer de su vida le salió rana, no se ha comido una rosca.
-
Desde
luego –aventuré-, si alguna mujer lo quiere, será por sus buenas prendas,
porque el hombre parece cada vez más apurado económicamente.
-
Cierto
–concluyó Manolo-. Y, para una cosa de valor que tiene, la estima más que a su
vida.
Por aquel
entonces, la cosa quedó así. El año de la muerte de Franco, allá por el mes de
marzo, Federico dejó de acudir a nuestra tertulia del Café del Norte. Manolo,
el más amigo suyo, nos trajo la noticia:
-
Le
han diagnosticado un cáncer de páncreas. Le dan tres meses de vida, máximo.
-
¡Qué
lástima! ¿Tiene dolores?
-
Se
los tratan lo mejor que pueden. Claro que su dinero le está costando al pobre:
hasta ha tenido que empeñar el reloj.
-
Si
lo llego a saber –lamenté-, yo mismo se lo habría comprado por un precio justo.
Me había encaprichado de ese cronógrafo.
-
No
creo que agote el préstamo –me tranquilizó Manolo-. Lo veo muy mal al pobre.
¡Quién lo iba a decir, que sería el primero en desfilar, con solo 57 años!
Manolo acertó. Lo enterramos el día de San
Isidro. Parece ser que no tenía más pariente próximo que una hermana, que vivía
en Santander. Fuimos los amigos quienes nos ocupamos de todo con la parroquia y
la funeraria, y hasta pusimos un pico para lo que no se hizo cargo el seguro de
decesos. El entierro fue poco concurrido, la verdad, y en el cementerio me martilleaba una frase de
Federico la última vez que lo vi. ¡Cómo no!, hacía alusión a aquel reloj que
había acabado por ser la metonimia de mi contertulio: El reloj es la cosa más parecida al corazón de una persona y, en
particular, el tictac de este ha sido el latido de mi vida. ¡Pobre amigo,
tan apegado a un objeto, por muy vivo que pareciese estar! ¡Y qué poco había
llegado yo a conocer de él! Casi sabía más de su reloj: Longines. Répétition à minutes. Chronografe.
Tenía que remediar el entuerto. Comprometí a Manolo:
-
El
próximo sábado, nos quedamos después del café y me cuentas de Federico.
-
Está
bien hombre, aunque me recuerda un poco aquello de burro muerto, la cebada al rabo.
-
Mejor
esta, más fina: más vale tarde que nunca.
-
De
acuerdo, pero ya sabes que tendremos que terminar a tiempo para la misa de
siete en los Agustinos. Mi señora no me perdona que falte.
***
-
Pues,
verás, no es que yo sepa mucho sobre el difunto Federico. Ya sabes lo reservado
que era, y no de ahora. Los dos nos criamos en el barrio de la Victoria y...
Comprendí que, si no abreviaba los
antecedentes históricos, llegaría la hora de su misa, sin entrar en materia.
Así que...
-
Perdona,
Manolo, pero dejemos la psicología y descendamos a los hechos. Ya sabes que,
como abogado, valoro mucho estos y tengo en muy poco aquella.
-
Está
bien: al hecho, como quien dice. La guerra le pilló al pobre en el peor
momento. Gracias a una beca de la UGT, pudo estudiar el bachiller y, en el treinta
y seis, aprobó holgadamente el primer curso de Medicina. Y, por si fuera poco,
era medio novio de la chica más guapa de la Rondilla. Bueno, él se lamentaba de
que le hacía poco caso pero, de haber seguido estudiando, seguro que se la
habría camelado. ¡Vamos, un médico, y en aquella época!
-
Has
dicho que era becario por la UGT...
-
Sí.
Era el hijo mayor de un cargo del sindicato en los talleres del Norte. El padre
había quedado inválido de un brazo en un accidente laboral y se las arreglaron
para meterlo en oficinas y ayudar a su hijo, pues habrás de saber que Fede
era entonces un chico muy brillante.
-
Me
figuro que, con esa afiliación, le iría mal a la familia cuando el Alzamiento.
-
¡Uf,
ni te cuento! Se cargaron al padre; despidieron a la madre de Almacenes El Águila
–donde ejercía de costurera- y, por si fuera poco, les saquearon la casa y
pusieron una multa de tres mil pesetas por responsabilidades políticas. Vamos,
la ruina.
-
Los
hermanos debían ser demasiado pequeños para meterse con ellos pero, ¿cómo libró
Federico?
-
Tuvo
mucha suerte, dentro de lo que cabe. Pasaba las vacaciones de verano en
Santander, con un tío que trabajaba en la marina mercante. No me preguntes si
el chico llegó a alistarse con los republicanos: él nunca hablaba de eso. Lo
que sí es seguro es que, al desmoronarse el frente un año más tarde, Federico
logró pasar por mar a Francia, gracias a los buenos oficios de su pariente.
-
Y
allí, seguramente, es donde conseguiría el reloj, del que estaba tan
orgulloso...
Manolo sonrió:
-
¡Ya
estamos con tu manía relojera! Pues no; te equivocas de medio a medio. El Longines
fue un capricho de su abuelo materno. El tal señor –don Leopoldo se
llamaba- tenía ingenios azucareros en Cuba, en el siglo pasado. Fue de los
listos que, cuando vio a los Estados Unidos simpatizar con los insurrectos,
comprendió que no había nada que hacer. Lo vendió todo, aunque a bajo precio, y
se vino para España con un capitalito. Mudó de lugar, pero no de vida y
costumbres, como El Buscón. Viajes, banquetes, caprichos caros..., querida... Como es natural, lo fundió todo en
unos años y luego, a pan y cebolla. Ya ves, a vivir en la Rondilla y su hija,
modista y casada con un ferroviario.
-
O
sea, que el reloj...
-
En
efecto: un dispendio del abuelo, no sé si comprado en París o en la relojería Potente. Cuando la boda de los padres
de Fede, el abuelo –ya sin numerario- se lo regaló a la novia. Para la familia,
se convirtió en el testigo de glorias pasadas y en garantía para cubrir alguna
perentoria necesidad. Cuando el 18 de Julio, la madre lo escondió entre la
antracita de la carbonera, envuelto en un paño negro. Me figuro que más de una
vez le entrarían ganas de desenterrar el tesoro y convertirlo en comida, pero
siempre desistió. Yo creo que tenía miedo de que se lo incautaran, o le pagasen
una miseria por él, pero Federico tenía otra explicación, más sentimental: Mi
pobre madre me lo tenía reservado y no quería disponer de él hasta que yo
volviera.
-
¿Y
cuándo regresó del exilio?
-
Al
acabar la Segunda Guerra Mundial. Dejó pasar unos meses y se presentó aquí, con
la vitola de héroe de la Resistencia y teniente del ejército de De Gaulle.
¡Fíjate, Fede un héroe! Yo no acabo de creérmelo: allí está quien lo vio y
aquí el que lo contó. En fin, ¡a buena parte venía! Lo enchironaron y
pasó más de un año, preventivo en la cárcel de Ávila. Claro que no hay mal que
por bien no venga.
-
Como
no te expliques mejor...
-
Quiero
decir que, entre sus conocimientos de anatomía y lo que hubiera practicado
durante la guerra en Francia, le vieron dispuesto y lo enchufaron en la
enfermería. Allí pudo estudiar a ratos perdidos y adquirir experiencia. Vamos,
que cuando retornó a Castellar a finales del cuarenta y siete, traía en la
cartera el título de practicante (A.T.S., como dicen ahora) y los buenos
propósitos de estudiar Medicina por libre. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Por
motivos políticos, le negaron la matrícula y cualquier posibilidad de ejercer
la enfermería en el sistema nacional de sanidad. Así que, bicicleta y cartera
que te crió, y a recorrer la ciudad haciendo curas caseras y poniendo
inyecciones. Menos da una piedra: era una buena ayuda para él y para su madre.
Estaban solos, pues su hermana había marchado a Santander, a la vera de sus
familiares más pudientes, y el hermano pequeño murió de tuberculosis en el
cuarenta y tres. Vamos, una desgracia.
-
Perdona,
Manolo, pero van a dar las seis y todavía no hemos llegado a los años
cincuenta.
-
Ni
falta que hace. ¡Para hablar del reloj, que es lo que te interesa realmente! El
caso es que le vino Dios a ver, en forma de un profesor auxiliar de sus tiempos
de Universidad, ahora convertido en una eminencia de la tisis. Todavía vive, es
el doctor Corajoso. Un día coincidieron en la calle Muro. El médico todavía se
acordaba de él y daba la casualidad de que había atendido al hermano en su
fatal enfermedad. Y hablando, hablando, acabó por hacerle un hueco en el
Dispensario Antituberculoso, a condición de que se pusiera al día en la
materia.
-
¿No
lo impidió su famosa desafección al Movimiento?
-
¡Quia!
El doctor Corajoso sabía hacer honor a su apellido. Lo malo, para Fede, es que
la tisis fue a menos, desde lo de la estreptomicina. Redujeron personal y hasta
acabaron por cerrar el Sanatorio de El Pinarón. Luego, su mentor se
jubiló y –claro-, como había entrado a dedo, pues...
-
...
Lo reemplazaron por otros de dedo más fresco. No me digas más... Pero perdona
que insista: ¿y el reloj?
-
Cuando
se suavizó la represión y prescribió la deuda política, Fede empezó a lucirlo
en las grandes ocasiones. Bueno, nada del otro mundo: bodas, ferias y así. Para
él, era como un acto de afirmación y de volver a sus raíces, de reconocer que
su familia había sido algo. Y, cuando no hace mucho murió la madre, le oí
decir...
-
...
Sí; yo también lo escuché: Que, en su memoria, tendría que ponérselo más, ya
que ella se había dado tantos aperreos para conservárselo.
-
Justamente.
Bien, chico, me has sacado todo cuanto sabía. Así que... ¡cielos!, las seis y
cuarto. Me voy escopetado, que he quedado en recoger a mi mujer dentro de un
cuarto de hora. ¿No te importará pagar tú, verdad? Ya sabes lo lento que es
Herminio para traer las vueltas.
2. De por qué regaló Federico su reloj y lo recobró con buen
motivo
La sala de
subastas de la Caja de Ahorros formaba un pequeño patio de butacas sin pasillo
central, en ligero declive, que remataba el entarimado de la mesa presidencial
e historiado atril con pie, para el subastador. En la época a que me refiero no
se usaba de proyecciones, sino que los lotes a postura se iban exponiendo en
una mesilla de proscenio. Para los escrupulosos y los cortos de vista estaba la
posibilidad de verlos de cerca el día antes, a más de fiarse de la descripción del objeto al iniciar
las pujas. El lote veintitrés era el motivo de mi insólita presencia allí:
Cronógrafo Longines de 55 milímetros de
diámetro, con tres tapas en oro macizo,
repetición a cuartos y a minutos, en perfecto estado de funcionamiento, con leontina de oro de ley, de 84 gramos de peso. Iniciales
grabadas en la tapa superior, correspondientes a su primer propietario;
datación, circa 1900. Precio de
salida, 100.000 pesetas.
Como habrán
imaginado ustedes, se trataba sin duda del reloj de Federico. Bien que lo
conocía yo y, por si fuera poco, las letras ele y efe, enlazadas e historiadas
a la art déco, eran las propias de su
abuelo, Leopoldo Francés, el indiano dilapidador.
Lo avanzado de la
sesión y el alto precio hizo que apenas hubiese interesados. La puja subió
hasta 150.000 pesetas y, por un momento, creí quedarme solo, a punto de
conseguir la pieza por una cantidad módica, lejos aún de las doscientas mil que
me había fijado como tope. No era moco de pavo, desde luego: por aquellas
calendas, mi bufete no solía dejarme más allá de cincuenta mil pesetas mensuales
limpias.
De pronto, sobrevino
la catástrofe. Una señora al fondo de la sala cantó alegre la bonita cifra de
175.000 pesetas, así de golpe, subiendo la puja hasta términos prohibitivos
para los diletantes. Me dio un escalofrío, al comprender que había entrado en
liza otra persona verdaderamente interesada. Un poco a la desesperada, jugué
fuerte, buscando achicarla:
-
¡Doscientas
mil!
-
Doscientas
veinte mil, replicó sin alzar la voz.
Por un momento
sopesé el riesgo del exceso, por no aludir al de una bronca de mi esposa. Me
pudo el subidón de adrenalina del subastero apasionado:
-
¡Doscientas
treinta!
-
Doscientas
cincuenta.
Esta vez, la voz
me temblaba. Casi rogaba a Dios para que la dama entrara al trapo y no me
dejase rematar la faena. Le estaba haciendo el caldo gordo al Monte de Piedad:
-
Trescientas
mil.
Unos instantes
eternos precedieron a la vocecita pausada de la señora, tal vez, aburrida de mi
inútil porfía:
-
Trescientas
cincuenta.
-
La
señora quiere decir trescientas cincuenta mil pesetas, ¿verdad?, precisó el
subastador.
-
Desde
luego –le replicó-. No me permitiría bromear en estas circunstancias.
No hubo para más:
mazazo y adjudicación. La señora –apenas una silueta en la penumbra de la sala-
se levantó al punto, sin duda para cumplimentar las diligencias del pago del remate.
Yo, corrido y aliviado a la vez, seguí sentado todavía un rato y hasta me
permití pujar con éxito por un camafeo modernista, para obsequiar a mi esposa
en su próximo cumpleaños. A la salida, me llevé la sorpresa de que me estaba
esperando la dama del fiasco.
-
¡Vaya
favor que les hemos hecho a los herederos de Federico!, me lanzó, con un mohín
de simulado disgusto.
-
Me
temo, señora, que la demasía acabe en las arcas de la Caja, cosa que no habría
sucedido de no haber aparecido usted por la sala de subastas.
-
O
usted, replicó echándose a reír.
Nos quedamos
mirándonos de hito en hito durante unos momentos, antes de presentarnos. Por su
edad y bien conservada belleza, no me cupo duda de que esa Soledad Nanclares no
podía ser otra que la chica más guapa de la Rondilla, en la que creí
reconocer a una de las pocas asistentes al funeral por su amor primero. Con
todo, decidí asegurarme:
-
Verá
usted –dije-, mi interés por este reloj no es de coleccionista, sino porque
conocí y aprecié en vida a su último propietario, Federico de la Huerta.
-
Pues,
si su preocupación era que pasase a manos del todo extrañas, pierda cuidado. Yo
también lo conocí, a él y a su familia, hace de eso ya una eternidad.
-
No
tanto, no tanto. Cuando menos él la tenía presente en todo momento.
Nuevo rubor, ahora
bien ostensible. Había dado en el clavo y, como antes, Soledad quiso
escabullirse:
-
¡Bah!,
tontunas de mayores, que sueñan con su pasada juventud. La guerra nos hizo
polvo a muchos y no todos supieron sobreponerse. Pero no es esa nostalgia la
que me ha llevado a venir desde Rioseco a pujar por este reloj, sino algo mucho
más profundo.
En un instante,
capté toda la situación. Una Soledad que hacía honor a su nombre; unos
recuerdos que pugnaban por ser compartidos; lo avanzado de la hora para viajar
de vuelta. Le propuse:
-
Son
ya las dos y media y, por lo menos a mí, me cantan las tripas. Comamos juntos y
así me cuenta algo más del bueno de Federico, mi reservado amigo. Es lo menos
que puede concederme, después de haberme birlado el reloj de mis afanes.
-
Sea,
siempre que también usted me dé cuenta de los últimos tiempos de su amigo.
Créame si le digo que apenas hablé con él en todos estos años: En puridad,
desde lo del toma y daca del reloj.
***
Convinimos
tácitamente en dejar el tema federiciano para los postres. Dedicamos, pues, la
charla del ágape a trivialidades y algunas informaciones de escasa intimidad.
Tuve así conocimiento de que ella era una viuda de muy antigua data, pues su
marido había fallecido en Rusia, con la División Azul, en enero de 1943,
dejando huérfano a un niño de muy corta edad. Hube de suponer, a juzgar por las
referencias y el hecho de que fuera una mera ama de casa, que el finado era de
familia adinerada y adicta al Régimen político que, por las fechas de la comida,
daba en España las boqueadas. Por mi parte, insistí en mi profesión de abogado,
como punto de partida para algunas sabrosas anécdotas, así como para indagar
sobre posibles conocidos o amigos comunes, lo que en una pequeña ciudad es
frecuente coincidencia. En fin, pasamos un buen rato y procuré dejar las cosas
a punto para que Soledad no eludiera su compromiso, ni lo solventara de manera
lacónica.
Llegado el momento
del café, mi interlocutora abrió el bolso, sacó de él el Longines de la puja, lo colocó cuidadosamente en el centro de la
mesa, como si buscara en él inspiración o memoria, y dio principio a su relato:
-
Veo
que otros te han puesto al corriente del cariño que Federico y yo nos tuvimos,
allá por los años de la República. Éramos casi unos niños y ya sabes lo mal
visto que estaba entonces el que una chica mostrase a las claras su
predilección, ni que las parejas ennoviaran a las primeras de cambio. Con todo,
dábamos por cierto que ese camino lo recorreríamos en su momento y atesorábamos
por ello las mejores esperanzas.
-
Luego
fue la guerra lo único que se interpuso entre vosotros.
-
Así
fue, en efecto. No supe de él en toda la contienda y, al concluir esta, su
madre no me quiso dar razón de si vivía o no. Tal vez ni ella lo supiese o,
quizás, no me lo reveló para mayor seguridad de su hijo. Lo cierto es que otro
estudiante de Medicina, de muy distinta filiación política, congenió conmigo
durante mis tareas de enfermera voluntaria en el Hospital Militar. Era algo
mayor que Federico y libró de ir al frente, en parte por influencias de su
familia y, en otra, por hacer de auxiliar de médico, aunque le faltasen los
últimos cursos de la carrera. Yo acabé por olvidar a Federico y deslumbrarme
con aquel joven bastante mayor que yo, atractivo, generoso y, sobre todo, que
estaba a mi lado en todo momento. Además, mis padres…,bueno, quiero decir que
no sobraba el dinero en casa, ni dejaba de ser útil el aval político y la ayuda
que nos podía prestar su familia: Hasta colocaron a dos de mis hermanos en su
empresa de fundición, entonces boyante.
-
Acabaría
todo en boda, supongo…
-
Supones
bien: en el verano del cuarenta y uno, cuando acabó Vicente la carrera. Vivimos
juntos apenas un año. Le calentaron la cabeza con la necesidad de médicos para
la División y con las excelencias
políticas y militares de la campaña. Te parecerá mentira pero apenas consultó
conmigo su decisión, sino que me dio los hechos consumados. Me pareció tan
despreciativo, que ni siquiera le di una noticia que acaso le habría forzado a
quedarse en España.
-
¿Algún
embarazo, tal vez?
-
Justo.
Estaba en las primeras semanas del de mi único hijo, sin seguridad plena de mi
estado. ¿Debí comunicárselo? Creo que pensé: ¿Y si, a pesar de todo, se marcha? Entonces sí que no podré
perdonárselo.
-
¿No quiso regresar al tener noticia de que
esperabas un hijo? Porque supongo que entonces sí le informarías.
-
Claro,
pero el retorno no era fácil, ni para su amor propio, ni en términos de
trámites y papeleo. En las Navidades del 42 me escribió: Querida, las próximas Pascuas, tendremos dos niños Jesús en el salón de
casa. Acertó, pero no llegó a verlo.
-
Y
me figuro que al chiquitín le pondrías ese nombre.
-
Sin
duda… Pero demos un corto salto en el tiempo. De otro modo, Federico no va a
poder entrar en escena, como es de razón. Pongámonos en 1947. Jesús acababa de
cumplir los cuatro años, cuando le empezaron unos síntomas preocupantes: tos,
febrícula, sudores nocturnos, lasitud… Pasó, de ser un diablillo, a perder todo
interés por la exploración y el juego. En resumen, lo llevamos al médico y,
aunque las pruebas no fueron concluyentes, diagnosticó sin vacilación
tuberculosis pulmonar.
-
¡Uf!,
y con lo que la tisis representaba en aquel entonces.
-
Y
que lo digas: Si se cogía a tiempo, moría un niño de cada cuatro. Si la enfermedad
iba avanzada, caían hasta dos de cada tres. Un espanto… En fin, dio la feliz
casualidad de que el tratamiento en Castellar era de los más avanzados de
España, gracias a algunos médicos muy preparados de la Facultad y algunos
especialistas como…
-
…
El doctor Corajoso. Precisamente fue él quien apoyó la entrada de Federico en
el Dispensario de la calle Muro, donde todavía se ubica.
-
Veo
que estás bien informado. En efecto, allí fue donde empezaron a atender a
Jesusín, como buenamente podían y allí fue donde me reencontré con Federico,
después de once años de ausencia.
-
¡Menudo
sorpresón!, aunque –claro- en esas tristes circunstancias…
-
Y
tan tristes. Para completar el cuadro, me hicieron las pruebas preventivas y me
descubrieron un infiltrado tuberculoso en el pulmón derecho. Ello significaba
que lo aconsejable era reducir al máximo el contacto entre mi hijo y yo, en
beneficio de ambos.
Se le quebró la
voz y su mirada, perdida por un momento hacia los ventanales, adquirió un
brillo inusitado. Tácitamente, nos tomamos un respiro y pedí otro par de cafés
al camarero. Seguramente será positivo que también nosotros nos demos una
pausa, marcada por los habituales tres asteriscos.
***
-
Encontré
a Federico muy cambiado físicamente: mucho más delgado; levemente encorvado;
con incipientes canas y arrugas, impropias de un joven de veintitantos años. En
cambio, en lo espiritual, el ímpetu y la espontaneidad algo torpe que yo le
recordaba habían dejado paso a una madurez calmada, que al punto alivió mi
tensión. Acababa de llegar a Castellar, como quien dice, pero se movía por el
Dispensario con seguridad y solvencia. Con su bata blanca y sus pequeñas
historias se ganó inmediatamente la confianza de mi hijo, que cogido de su mano
no vacilaba en abandonarme en la sala de espera y perderse por los pasillos y
las escaleras, tras aquel mentor que siempre tenía para él unos cacahuetes o un
pequeño juguete de hojalata. Me fue de mucha ayuda cuando el Doctor me dio el
consejo –orden, casi- de que debería dejar ingresado al pequeño en el Sanatorio
de El Pinarón: ya sabes, el
Antituberculoso que había entre los pinares del Cega y que cerraron hace ya
muchos años, cuando la tisis dejó de ser felizmente un problema epidémico.
-
Eso
era, precisamente, lo que iba a plantearte. En 1947 ya se había descubierto y
se aplicaba la estreptomicina.
-
Sí
y no. Aquí, en España, no se generalizó hasta mil novecientos cincuenta, ni se
produjo y distribuyó libremente, hasta 1954. Fueron años de mezcla de
tratamientos –recuerdo la famosa sulfoterapia, o los terribles neumotórax-,
procurando siempre el aislamiento de los enfermos, para darles la llamada tríada germánica, es decir, aire puro,
sobrealimentación y reposo absoluto.
-
Unos
tratamientos verdaderamente tremendos para los niños pequeños y más, si se les
separaba de sus padres y hermanos.
-
Claro,
pero ahí es donde Federico estuvo superior. Todas las tardes que libraba en el
Dispensario, cogía la bici y se hacía los veinticinco kilómetros que tenía la
ida y vuelta al Sanatorio. Allí paseaba y jugaba con mi hijo, le contaba
historias y le animaba a comerse cuanto le ponían. Luego, a eso de las nueve,
indefectiblemente, me telefoneaba a casa –creo que desde el Dispensario- para darme
la novedad, decía: siempre tranquilizador, pero sin ocultar nada relevante.
Por mi parte, yo le decía cuanto quería transmitir a mi hijo, a fin de que él
se lo comunicase al día siguiente. Como hombre de rutinas, antes de colgar, me
preguntaba siempre: Y la señora de la
casa, ¿cómo se encuentra hoy? Así, sin más, con una frialdad que yo trataba
de entender como solo aparente.
-
¿Y
no hubo más? Porque supongo que la situación se prolongaría unos meses, cuando
menos.
-
¡Huy,
meses! Año y medio, hasta que yo me curé y pude hacerme cargo nuevamente del
cuidado de Jesús… Pero ya veo, lo que quieres saber es si entre Federico y yo…
-
¡Líbreme
Dios, Soledad! Solo quería saber del reloj –dije, señalando la joya que
refulgía en el centro de la mesa, a los rayos del sol que iba declinando-.
-
Perdone,
letrado, que me haya ido por las ramas. El reloj, en efecto: vamos con ello.
Pues, en los momentos más duros de la enfermedad del niño, se llegó a temer por
su vida. Él tenía cinco años y ya se enteraba de todo. El caso es que alguien
cometió la imprudencia de comentar que angelitos
al Cielo, o algo parecido. El chiquillo, con todo acierto, se aplicó el
cuento y, entre atónito y preocupado, empezó a preguntar y preguntarse qué
sería aquello y cómo podría producirse. Otros habrían toreado su curiosidad, o le habrían negado la verdad. Federico, no:
la verdad os hará libres, frase que
ya había oído yo alguna vez pero no sé dónde. Cogió a Jesús por banda una
tarde, se sentaron apoyados en su pino favorito –uno que tenía un nido de
urracas bien visible- y hubo entre ellos la siguiente, o parecida, conversación:
-
Ir al Cielo, ir al Cielo… Pues vaya
cosa. Anda que no he subido yo allá veces. ¿O es que no has oído hablar de los
aviones?
-
Pues claro. Tengo dos en mi
habitación.
-
Cierto. Uno de tu madre, alemán, y
otro, español, que te traje yo. Pero esos son unas birrias,
al lado del que yo piloté cuando la guerra en Francia. ¿No te lo he contado
nunca?
-
No.
-
Pues escucha atentamente, porque es
un secreto que solo puedo revelártelo a ti, si me prometes no contárselo a
nadie, ni siquiera a tu madre.
-
Te lo prometo.
-
Pues bien. Cualquier piloto, con un
buen avión inglés o americano, puede subir hasta el Cielo, si tiene una máquina
mágica, que le indique al momento la hora y la posición. ¿Entiendes?
-
Sí –seguramente, mentía-.
-
Pues yo tengo esa máquina
maravillosa… A ver, a ver… Sí, aquí está.
-
Como
comprenderás, se trataba de este maravilloso reloj Longines, que exhibió ante su pequeño oyente, con todo lujo de
explicaciones arcanas y pases de prestidigitador. Jesús estaría boquiabierto.
-
¿Y me lo regalarás, para que yo pueda
ir también al Cielo, con los ángeles?
-
Por supuesto. ¿Sabes ya lo que tienes
que pedirle a tu Ángel de la Guarda?
-
Que me ponga bueno. Y que mamá
también se cure, para poder estar juntos.
-
Claro, chico, pero hay que pronunciar
la palabra mágica, para que los ángeles te hagan caso.
-
¿Cuál?
-
Fíjate bien, que eres un poco
distraído: Estreptomicina. Estreptomicina del doctor Waksman. A ver, repite…
-
En
fin –Soledad suspiró, emocionada-, ¿a qué seguir? El Longines de Federico
–debidamente vigilado por una enfermera de su confianza- montó guardia diurna
en el cajón de los juguetes del armario y, por la noche, bajo la almohada en
que Jesusín reposaba su cabeza sudorosa. Nunca salió de su boca, mientras
estuvo en el Sanatorio, una palabra de lo tratado en el pinar. Solo al final,
en el Dispensario acabé sabiendo la verdad. El doctor Corajoso le dijo: Tu mamá está curada y tú lo vas a estar
muy pronto. ¡Claro –respondió tan ufano-: con la estetomicina! Me la dieron los ángeles un día que subí
al cielo con la máquina que me regaló Federico.
-
Bien
está lo que bien acaba –comenté tópicamente-.
-
No
lo creas. Nos curamos, sí, pero no estoy en absoluto segura de haber terminado
como debía. Sabrás que le devolví el reloj.
-
Me
lo figuro. De otro modo, no lo habría tenido él en su poder, ni tendríamos que
haber pujado hoy por su dominio.
-
Ya,
pero lo hice de una manera cobarde, que Federico en modo alguno merecía, aunque
fuera tan reservado, tan escrupuloso, tan… tan suyo. Dirás que lo lógico,
después de todo aquello, habría sido que rehiciéramos juntos nuestras vidas,
con Jesús y los que hubieran venido. No entraré en detalles, que ni acierto
ahora a valorar, ni tienes por qué aguantarme. Es ello que, Federico no se me declaró,
ni la familia de mi difunto marido me facilitó las cosas. A prevención, les
sugerí la posibilidad de volver a casarme con
un enfermero, viejo conocido, que había hecho mucho por Jesús y a quien este
quería con locura. ¡Buena la hice! Que si la memoria de su hijo; que si lo
que tenía que hacer era dedicarme en cuerpo y alma al niño, después de todo lo
que había sufrido; que si un practicante y, por más señas, un rojo -¿cómo rayos se enterarían de eso, si yo no les di detalles?-.
Hasta llegaron a sugerir que podría haber habido antaño relaciones entre
nosotros que, tras un interesado intervalo con mi marido, ahora rebrotaban.
Eran tiempos difíciles y ellos, muy poderosos. Mi suegro amenazó con retirarme
el usufructo vidual y hasta la custodia de mi hijo, si volvía a casarme, al menos, mientras Jesús no sea mayor.
-
No
veo la cobardía por ninguna parte. Si acaso, fuiste víctima de la época y del
amor de madre.
-
Espera
a ver cómo acabó todo. Con su torpe letra de los siete años, Jesús escribió en
una postal infantil lo que yo le dicté: Querido
Federico: Ya subí al cielo y los ángeles me dieron la medicina con que curar a
mamá y a mí mismo. Por tanto, te devuelvo el reloj maravilloso, con un beso muy
fuerte y la promesa de que nunca te olvidaré. Una criada llevó el paquete
al Dispensario y lo dejó a la atención del practicante, Sr. de la Huerta. Ese
mismo día, partí con mi hijo hacía Rioseco, centro de las tierras de mi marido,
y no volví por Castellar en diez años, salvo a toda prisa, para alguna
diligencia insoslayable. Así que ya ves si me sentía culpable. Luego… Luego, la
vida siguió y no digo que no viese a Federico. Pero, como decía el otro, no nos
bañamos dos veces en el mismo río.
-
Vaya,
vaya con el reloj. Lo que ha dado de sí.
-
Hay
una cosa que nunca pregunté a Federico y que me asalta siempre que vuelvo la
vista atrás. Tal vez, tú, que lo conociste y que tienes experiencia con la
gente… ¿Por qué no me diría nada? No digo declararse pero, por lo menos, alguna
insinuación de su interés o de que lo incorporase nuevamente a mi existencia;
que esperásemos tiempos mejores…
-
Supongo
que serán cosas de espíritus puros. Si un ángel te diera la vida, o te
entregase lo mejor de sí, ¿te pediría algo a cambio? En ti estaba acercarte a
él y cobijarte bajo sus alas.
Me había salido de
dentro pero, tal vez, me excedí. Soledad replicó secamente:
-
Pareces
saber mucho de ángeles. Yo todavía estoy tratando de entender a los hombres.
3. En el que termina esta minuciosa historia
Lo que les he
contado en el extenso capítulo anterior me lo reveló Soledad en 1976, cuando
acaba de finar Franco. Lo que en este narro sucedió allá por mil novecientos
noventa, cuando el boom de la heroína
y de los puticlubs. Lo digo porque me
buscó como defensor un tipo que, regentando uno de ellos, había propinado una mojada en el bazo a un cliente mal
encarado, lo que estuvo a punto de costarle la vida. Yo no andaba entonces muy
boyante, pues me había embarcado en la compra de un piso, grande y céntrico,
para instalar el bufete compartido, del que era primer socio. El caso era
bastante defendible, pero el inculpado no me ofrecía confianza ninguna sobre el
pago de mis honorarios; de modo que le pedí provisión de fondos.
-
Hombre,
abogado, no ha empezado a trabajar y ya me está pidiendo dinero. No es que el
negocio vaya de primera, pero tengo tres chicas que están muy bien y me rentan
lo suyo.
-
No
lo dudo, pero cabe la razonable posibilidad de que, después de lo de la
puñalada, te cierren el local y las chicas y tú os quedéis en el paro. Así que…
-
Está
bien, está bien. No he traído dinero, pero creo que esto servirá como garantía.
Echó mano a la
americana y sacó un reloj de bolsillo, que dejó caer, entre complacido y
displicente, sobre la carpeta de cuero del buró. Iba ya a rechazar la garantía,
por indeseada y dudosa, cuando me detuve asombrado. Se trataba, con seguridad,
del reloj de Federico.
-
Vaya
peluco, ¿eh? Oro puro y del tiempo de
Napoleón.
-
Algo
menos –repuse, tras comprobar las iniciales-. Seguramente lo habrás robado, o
comprado a algún perista.
-
Quiá.
Un cliente que se encaprichó de una jaca de
las mías y se lo dio por sus ocupaciones.
No tenía forma de pagarla en billetes.
-
Ya,
y la chica te lo regaló a ti. Mañana quiero verla a esta hora por mi despacho.
Si me convence, aceptaré la garantía. Si no, te lo devuelvo y te buscas un
abogado de oficio. Entre tanto, el reloj se queda aquí. Claro que, si no
confías, lo coges y puerta.
-
¡Cómo
es usted de seco! Ande, quédeselo y mañana vendrá por aquí la Fini y le explicará.
En efecto, la Fini
se explicó de maravilla, aunque poca falta hizo, una vez que identificó al
donante como don Jesús, el de Rioseco,
y me aseguró que todo estaba legal con
el proxeneta. Ella se había quedado con la cadena de oro –vale decir, la
leontina- y él, con el reloj, que
atrasaba bastante, aseguró. No era tonto el navajero, a pesar de la
impuntualidad de la máquina.
Estaba decidido:
el reloj de Federico –bastante más feo que antaño, con rayaduras y hasta un
pequeño bollo- no volvería a manos
tan ignaras e impiadosas. Pero el veterano Longines
pedía algo más, lo que me hacía saber en las noches de duermevela y, por el
día, cuando lo acariciaba y ponía en hora. Necesitaba de un digno asilo en que
reposar. Precisaba unas manos pulcras que lo mimasen. Y, sobre todo, exigía que
con él se hiciese justicia: Nadie mejor que un letrado para entenderlo.
La ingratitud del
rijoso Jesús le excluía de las opciones. Soledad –de quien averigüé que aún
vivía- había pagado por él, pero seguramente lo había comprado no para ella
–tan fría e insensible con Federico-, sino como memorial para su hijo quien,
como vemos, era indigno de tal gala. Quedaba un servidor de ustedes, juez y
parte en el asunto, un advenedizo en la ajetreada existencia del reloj;
contertulio superficial de Federico, aunque se hiciese pasar por su amigo;
adquirente por título dudoso, de manos de un rufián de manos ensangrentadas.
No lo dudé más.
Una mañana gélida y neblinosa me presenté en el cementerio, nada más abrir.
Llegué con alguna confusión a la tumba de Federico y, tras excavar un pequeño
hoyo bajo el resalte marmóreo de la cabecera, enterré el famoso reloj, con
mortaja de plástico negro. Luego, recé un breve responso y me alejé, ligero de
espíritu, sin mirar atrás.
***
No he vuelto por
la sepultura de Federico, ni se me ocurriría comprobar si, cabe su féretro, sigue
yaciendo también la presea. En lo que a mí respecta, uno y otra pueden
descansar en paz.
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