La flecha del tiempo
Por Federico Bello
Landrove
Disparatadas analogías y diferencias entre Física y Psicología, tomadas
aparentemente en serio, pretenden aportar un humorístico granito de arena a
cuestiones tan vidriosas como la reversibilidad del tiempo, la posibilidad de
detenerlo o la vuelta atrás sentimental. La profesora Alicia de las Heras tiene
la palabra.
Nada hay más
divertido para un científico que asistir a un congreso de psicólogos. Y digo científico, en sentido kantiano, es
decir, matemático o físico de la vieja escuela. Si el simposio se celebra en la
pequeña ciudad provinciana de uno, la tentación de acudir es casi irresistible.
Finalmente, si el objeto congresual versa sobre Amor y Tiempo, no cabe otra decisión que la de apuntarse, por el
módico precio de cien euros, con descuento de la mitad para estudiantes y
mayores de sesenta años, como es mi caso.
No madrugué aquel
sábado, la verdad. No me apetecía tener que saludar, y hasta explicarme, a un
buen número de conocidos. Tampoco me hacía feliz guardar cola para recibir la
credencial de colgar y los materiales enfundados en una modesta cartera de lona,
con logotipo del Colegio profesional. Por tanto, al llegar al Palacio de
Congresos, el vacío en los pasillos era ya prácticamente total. Pertrechado de
trípticos y folletos, avancé por el enmoquetado corredor anular, tratando de
coger al vuelo alguna frase de los conferenciantes que me impulsara a elegir a
uno de ellos para escucharlo. Finalmente, opté por una gran aula de la que
salía una voz femenina, alta y de grato timbre. Al entrar eché un vistazo al
cartel anunciador. El título de la conferencia me estremeció: Factores y cuantificación de la entropía en
la relación amorosa. Sonreí y murmuré: ¡Si Carnot[1] levantara la cabeza!
No debía haberme
perdido mucho de la exposición, pues la oradora estaba todavía quitando
ilusiones al auditorio, a fin de centrar el alcance y sentido de su tesis. Más
o menos, lo recuerdo así:
… Un gran baladista de mis años mozos,
cantaba alborozado: La vida vuelve a sonreír, que recordar es revivir[2]. Craso error, señores, en el que con frecuencia incurrimos los
psicólogos, tratando de animar a nuestros clientes a que no den su existencia
por perdida. El tiempo no puede detenerse, ni es racionalmente posible revivir
el pasado tal y como lo disfrutamos o lo perdimos. Entre otras cosas, un
retorno al pasado tal vez podría ser posible para un ser concreto, pero el
mundo circundante ya no sería el mismo y de todos es sabido que, si se altera
el medio ambiente, las personas no podrán comportarse como antaño.
Lo que yo les propongo como factible es
algo ya constatado por numerosos colegas nuestros: intentar conseguir con éxito
en el presente lo que falló o fue frustrado en el pretérito. Así, podríamos
aprender de los errores pasados y estar liberados de quienes pudieron
contribuir a nuestro sufrimiento. En suma, estimados oyentes, lo que les
propongo es vivir felizmente el presente con quien no pudimos lograrlo en el
pasado. No revivimos el pasado: ¡lo revisitamos para tomar de él conocimiento y
experiencia! Así superaremos la entropía psíquica.
Al tiempo que
pronunciaba estas últimas palabras, apuntó el cañón electrónico a la pantalla
de su espalda y proyectó una llamativa imagen polícroma, que yo dejo a la
imaginación de ustedes, pues no me siento con conocimientos informáticos para
reproducirla aquí. Se trataba de una hermosa curva similar a una parábola, de
gradiente muy pronunciado en su rama izquierda, en tanto la derecha remontaba,
desde el punto de inflexión, con mucha mayor suavidad. Entre los ejes de
coordenadas y la línea curva, amplias superficies con diversos colores pastel
llevaban, a la izquierda, la referencia conocimiento
y, a la derecha costumbre.
Vean, amigos, la zona a la izquierda de la
parábola[3]:
Representa la energía decreciente que va necesitando el mantenimiento de la
relación amorosa, hasta llegar al vértice, punto de requerimiento mínimo. Es
una zona de entropía negativa, debido a que, al inicial impulso hormonal, se
sobrepone el valor positivo del conocimiento que de sí va teniendo la pareja.
Esta situación de energía decreciente, en que el mayor conocimiento compensa la
probable menor atracción sexual, tiene muy corta duración, como lo evidencia la
pronunciada pendiente de la curva: alrededor de año y medio, según sus
estudiosos. A partir de ahí, una inflexión ascendente evidencia que la entropía
pasa a ser positiva, es decir, se precisan cantidades crecientes de energía
para mantener la vida en común… a no ser… a no ser ¡por esto!
Su dedo índice
hizo temblar la pantalla, al señalar en corto la zona verde pistacho que rezaba
experiencia, situada bajo el rosa
salmón de la representativa de la energía.
He ahí, señoras y señores, el meollo de la
cuestión. Si solo fuese cosa de energía, la curva remontaría hasta niveles tan
elevados, que haría imposible la conservación de la relación, pongamos, más
allá de unos siete años. Pero, merced a la experiencia, o a la costumbre, o la
inercia, comoquiera que se la llame, la energía precisa crece moderadamente y
hace posible las así llamadas relaciones duraderas, es decir –sonrió- las que
alcanzan los diez o doce años.
Hizo una pausa
prolongada, durante la que pasó lentamente la mirada por todo el desperdigado
público. Conforme a mi costumbre, desvié la vista para no ayudar al escrutinio
de la oradora. Pasados unos instantes, realizó la pregunta retórica que yo ya
me esperaba –y eso que soy poco perspicaz-.
¿Por qué limitar la duración
media del amor a una década? ¿Por qué no hasta aquí –señaló un punto más
alejado en la abscisa del tiempo-, o
hasta aquí –casi se sale del gráfico-, o
incluso hasta aquí?
Trazó entonces con
vehemencia una especie de tangente a la curva por su vértice, que se perdía
a la derecha del dibujo, sin llegar a encontrar la línea del tiempo.
¿Por qué rechazar la posibilidad de
relaciones perpetuas, cuando tenemos energía, experiencia y… conocimiento? ¡Ah,
sí, señores!, conocimiento, ese activo que atesoramos en los primeros
tiempos de la relación y del que podemos hacer uso en cualquier momento,
gracias al recuerdo, a la memoria. Esa
es la clave: con energía, experiencia y conocimiento, podemos hacer que el amor
dure toda la vida y, lo que aún es más significativo, que renazca en el
presente, invirtiendo la flecha del tiempo.
El énfasis de la
conferenciante, debidamente apoyado en la exactitud apodíctica de las
matemáticas, provocó en el auditorio un silencio admirativo y convencido. Tanto
es así, que se sintió forzada a echar algo de agua en el vino, para concluir su
pomposa perorata.
Claro está, que las hormonas no están a
los cincuenta –pongamos por caso- al nivel de los veinte. El conocimiento,
hecho en el pasado de romanticismo y adrenalina[4],
empalidece en la memoria, tanto más, cuanto mayor sea el periodo y menor la
convicción poseída. Así pues, amigos, he aquí mi receta: una buena ración de
sexo y cuarto y mitad de yes, we can[5].
***
Aproveché los
nutridos aplausos y un vomitorio alejado del escenario, para librarme del más
que probable coloquio. Mas, apenas hube alcanzado el luminoso vestíbulo del
Palacio, oí tras de mí la voz cantarina de la conferenciante, que gritaba mi
nombre:
-
¡Álvaro,
Álvaro! Pero, hombre de Dios, ¿ya no te acuerdas de mí?
-
…
-
Soy
Alicia,… Alicia de las Heras, tu compañera del bachillerato. ¡Y yo que me había
hecho la ilusión de que habías venido a saludarme y charlar de los viejos
tiempos!
¿Qué quieren
ustedes? El despiste y la miopía habían tenido la culpa. Bueno, y el profundo
cambio experimentado por quien había sido la chica de mis sueños en nuestra
lejanísima adolescencia. Pese a mi talante científico y a mi concepto
termodinámico de la entropía, no pude menos de sentir un escalofrío cuando
Alicia prosiguió:
-
¿Qué?
¿Te ha gustado mi conferencia?
Y es que –como
bien saben ustedes- en eso de la flecha del tiempo y su irreversibilidad, hay
mucha tela que cortar todavía.
[1] Me refería al físico francés Nicolas Léonard
Sadi Carnot (1796-1832), pionero en el estudio de la Termodinámica.
[2] Segura alusión a Salvatore Adamo (1943) y a
la versión española de su canción Que le
temps s’arrête (1966). El texto original francés se aparta bastante del
mensaje de la traducción ofrecida por la profesora.
[3] La profesora demostraba aquí su desconocimiento
matemático: aquella curva podía parecerse a una parábola, pero no era tal,
debido a su evidente asimetría respecto de un eje.
[4] Mi colega de Ciencias de la Naturaleza,
profesor Gaite, me dice que él habría añadido la noradrenalina y la dopamina.
¡Qué complejo debe ser eso del amor
físico!
[5] Traducible por sí podemos (o sí, se puede),
conocida consigna del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, en su
campaña electoral de 2008.
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