El ramo de novia
(Cuento para Año
Nuevo)
Por Federico Bello Landrove
Año nuevo,
vida nueva, decimos con una mezcla de esperanza y de cinismo. No obstante,
los cambios se producen a veces, aunque no siempre por efecto de nuestra
voluntad, sino de imposiciones externas. El presente relato lo ejemplifica,
partiendo de la simpática costumbre regiomontana[1]
de depositar el ramo de novia a los pies de un monumento.
1. El
ocaso
Kaliningrado, a 31 de
diciembre de 1998.
Querida amiga Silvia:
Correspondo a tu amable felicitación de
Navidad, que me envías desde tu soleada ciudad de Cádiz. Te estoy contestando
en el día de fin de año, desde nuestra cafetería
de la plaza Pobeda[2],
que pronto presidirá (¡no te lo pierdas!) una gran iglesia neobizantina, dedicada
a Cristo Salvador[3].
Mucho ha corrido el agua bajo los puentes del Pregolya[4]. Tanta
y tan torrencial, que habrás de saber se ha llevado por delante la estatua de
Lenin, que tú aún conociste en su privilegiado emplazamiento, alegrada con los
ramos de flores que mis conciudadanas depositaban al pie, el día de su boda.
Recuerdo tu perplejidad ante costumbre tan politizada, y que yo encontraba
completamente normal o, por mejor decir, irrelevante. Pues bien, ahora el
monumento ha pasado definitivamente a la historia, como en tantas otras
ciudades rusas.
Las estatuas pasan. Las costumbres
declinan. ¡Si al menos permanecieran los sentimientos! Digo esto porque, a poco
de haber estado tú, conocí a un marino de la flota del Báltico, acantonada aquí,
un oficial de submarinos nacido en Crimea, con el que ennovié con la ilusión de
una colegiala. Él tenía una inocencia, trasparente y casi infantil, que
emocionaba y movía a la absoluta confianza. Vivimos juntos dos hermosos años
–o, por mejor decir, el tiempo en que él no estuvo embarcado o navegando-, en
el mismo pequeño apartamento kruschoviano
(como tú lo llamabas), en que te recibí hace años[5].
Siempre que podíamos, al atardecer, hacíamos el largo recorrido hasta la Plaza,
nos sentábamos en esta cafetería, o en los bancos públicos, y hacíamos planes
de enamorados. Kostia suspiraba, intranquilo por la confusa y desastrosa deriva
del Imperio soviético, al que servía y que se hundía bajo sus pies. Yo, más
optimista y con la perspectiva más abierta que me daba la profesión, quitaba
dramatismo al asunto e, invariablemente, concluía:
-
Todo se arreglará y, un día no lejano, vendremos a
traer flores a la estatua de Lenin.
Un día, los políticos y los militares
decidieron desmantelar la gran base naval y trasladar los barcos y su personal
a San Petersburgo. ¡No sabes lo que ello supuso para la población: perder
decenas de miles de nautas y sus auxiliares! Pero a mí solo me importaba el que,
guapísimo y firme bajo su uniforme azul marino, con preseas doradas, me cogía
las manos y, acariciando mi mejilla, susurraba:
-
Prepararé allá todo, volveré por ti y vendremos a
traer flores a la estatua de Lenin.
Lo cierto es que, tras dos cartas
minuciosas y espaciadas, el silencio se hizo en torno suyo. Hace tres años que
no sé nada de él. Mis cartas han sido devueltas por ser desconocido el
destinatario. Los intentos de dar con su paradero han tropezado con el
secretismo oficial sobre las tripulaciones de los submarinos nucleares. Así que
aquí me tienes, como cuando me conociste, viviendo sola y enseñando a
comerciantes y turistas los arcanos maravillosos del ámbar[6]. Por supuesto, la vida sigue, incluso la
amorosa; pero aquella Nadezda que hacía honor a su nombre[7] ya no
existe, ni irá a llevar flores a la estatua de Lenin. No sé si lamentarlo más
por mí o por Vladimir Ilich[8].
Ha caído la noche y quiero echar esta
carta en la fecha que la encabeza. Tiempo habrá de contar más y más felices
cosas. Te deseo lo mejor en el próximo año y no olvido tu añejo propósito de
visitar el Bosque Danzante[9]. Ya
sabes que tienes a tu disposición mi persona y mi casa…, salvo el rincón del
armario (¿o se dice almario?) en que guardo los recuerdos de Kostia.
Con todo mi cariño,
Nadia.
2. El
orto
Kaliningrado, a 1 de enero de
2004
Querida Silvia:
¡Casi se me escapa el tiempo de cumplir
con la tradición que inicié hace ya cinco años!: escribirte en Nochevieja. Está
amaneciendo de la manera tan tardía y perezosa en que lo hace en estas tierras
del Norte. Tengo la cabeza pesada, no sé si del champán o por la imposibilidad
de conciliar el sueño con el estrépito de los fuegos artificiales, los petardos
y la música callejera. Precisamente frente a casa, los vecinos del barrio han
colocado el abeto colectivo, para cantar, tocar y danzar en torno. Tal vez en
otra Nochevieja me habría unido a la fiesta hasta el amanecer, pero es que esta
ha sido muy especial, pues es la primera que paso con Ludwig y él es muy poco
dado a llevar la celebración –aunque sea familiar- más allá de la una o las dos
de la madrugada. ¡Figúrate que tiene el plan de levantarse a las nueve, dar un
paseo por la nieve y regresar a casa para el Concierto de Año Nuevo de la
Filarmónica de Viena!
¿Y quién es Ludwig?, te dirás. Pues uno de
tantos alemanes que –afortunadamente- nos vienen invadiendo con sus poderosos euros y sus ínfulas de haber sido los
dueños de esta tierra de Prusia oriental, mucho antes que nosotros. Hay de
todo: turistas, estudiantes, hombres de negocios, profesores… La gente del
comercio y la hostelería está feliz por lo que supone de desarrollo y
cosmopolitismo. Los demás fruncen el ceño al escuchar la lengua tedesca y temen
que la forzada rusificación de antaño desemboque en la asfixia de este enclave,
tan artificioso y, a la postre, tan inútil. En fin, eso es lo que dicen otros,
pero yo…
Pues sí, amiga Silvia, he vuelto a
enamorarme y no en vano, pues Cupido me ha devuelto algo de lo mucho que me
quitó hace años: Con menos ilusión y un poco tarde, pero, después de todo,
¿quién acierta a la primera?; o ¿quién será tan escarmentado que no abra su
corazón de nuevo al amor? Yo, desde luego, te confesaré que las cenizas de mi
copa se abrasaban en ese deseo[10]. Y su
realización me llegó en forma de recepcionista de hotel, natural de Osnabrück,
que quiso empaparse de la historia y la artesanía del ámbar, para poder así
aconsejar ilustradamente a los huéspedes de su establecimiento.
Nos casamos a finales de noviembre. Tal
vez te preguntes a dónde llevé el ramo de novia, dada la defenestración de Lenin. Pues las chicas de Kyonig[11] estamos
empeñadas, al parecer, en homenajear a un gran hombre el día de nuestra boda.
Ahora, a falta del señor Ulianov, depositamos nuestra ofrenda floral… en el
mausoleo de Kant[12].
Mi vecina Emilia, que es una erudita, dice que hemos salido perdiendo, pues
Lenin apoyó la plena igualdad entre hombres y mujeres, en tanto el filósofo era
un tanto misógino. Mi Ludwig, por el contrario, saludó entusiasmado el cambio,
no solo por razón de nación, sino porque considera más propio relacionar el
matrimonio con la filosofía, que no con la revolución. Lo más divertido –si se
puede calificar así- es que no habíamos dado aviso de que íbamos a llevar el
ramo y nos encontramos el monumento con la verja candada, sin que los empleados
de la catedral se prestaran a abrirnos. Yo creo que el ya mi marido se pasó un
poco con la protesta, pero tiene soluciones para casi todo.
De mutuo acuerdo, flor a flor,
alternativamente, fuimos lanzando el ramo hacia el túmulo vacío, citando a cada
vez el nombre de uno de nuestros amigos y familiares, para acabar ofrendando
las dos últimas en nuestro propio nombre. Yo quedé un poco mustia, pese al
simbolismo del fraccionamiento, pero Ludwig supo reconfortarme:
-
No te importe, querida, el gran Immanuel dará
cohesión al conjunto. La unidad y el sistema eran su especialidad.
Ni que decir tiene, Silvia, que una de las
flores que arrojé llevaba tu nombre.
Ven a comprobarlo. Si no, es probable que
Ludwig encuentre un vuelo de bajo coste para que nos volvamos a ver en la Tacita de plata, que tanto me ponderabas
hace ya una eternidad.
Con mi cariño y los mejores deseos de
felicidad,
Nadia.
3. Epílogo
Al año siguiente de recibir esta última
carta de Nadia, la Universidad Estatal de Kaliningrado pasó a denominarse
Universidad Immanuel Kant. Supongo que la ayuda económica alemana y el deseo de
recibir estudiantes extranjeros contribuiría a ese cambio, tan justo como tolerante.
En ese mismo año –afortunadamente,
demasiado tarde para Nadia- la ciudad de Kaliningrado dio el nombre de Lenin a
una de sus plazas y colocó allí una estatua del líder soviético, con el
beneplácito, se dijo, del dieciocho por ciento de los ciudadanos. Tan modesto
apoyo, empero, no le permitió volver a su privilegiado emplazamiento de antaño
en la plaza de la Victoria, pero al menos consiguió un honroso retiro.
Y, por lo que respecta a Ludwig y Nadia,
no han rendido aún su prometido viaje a mi tierra de sol, pero los comprendo:
Desplazarse tan lejos con tres criaturas no es cosa fácil.
[1] Regiomontano es el gentilicio histórico de
–entre otros- los habitantes de la ciudad de Königsberg de Prusia, actual
Kaliningrado.
[2]
Traducible por plaza de la Victoria, centro neurálgico de la ciudad de
Kaliningrado.
[3] Finalmente,
el templo se inauguró en 2006 (Nota del editor).
[4] Río que pasa por la ciudad (llamado, en
alemán, Pregel), cuya canalización deja parte de ella aislada (La isla de Kant). Sus puentes
dieciochescos (hoy apenas se conservan dos) sirvieron de base al famoso
problema geométrico de Los puentes de
Königsberg, resuelto de manera brillante y trascendental por el genial
matemático, Leonhard Euler (1707-1783).
[5]
Nikita Kruschov (1894-1971), máximo jerarca ruso entre 1953 y 1964,
promovió la construcción modesta de los barrios denominados kruschovskas, caracterizados por el
reducido número de pisos de los bloques y, en el mejor de los casos, el
ajardinamiento entre ellos.
[6] La
provincia de Kaliningrado pasa por recoger un 90% del ámbar báltico, por lo que
la ciudad es reputada la capital mundial del ámbar.
[7] El nombre de Nadezda (diminutivo, Nadia)
significa en ruso Esperanza.
[8]
Es innecesario recordar que Nadia alude así al
propio Lenin, seudónimo de Vladimir Ilich Ulianov (N. del E.).
[9] El
Bosque Danzante, o Borracho, del
istmo de Curlandia –muy próximo a Kaliningrado- constituye un fenómeno natural
de deformación de los troncos arbóreos, de difícil explicación, que ha merecido
la consideración de Patrimonio de la Humanidad (año 2000) por la UNESCO.
[10] Costumbre
rusa de Año Nuevo: escribir un deseo en un papelito, quemar este, echar las
cenizas en una copa de champán y bebérselas con el espumoso en el cambio de
año.
[11] Diminutivo
cariñoso de Königsberg, en grafía similar a la rusa cirílica.
[12] El
gran filósofo Immanuel Kant (1724-1804) fue enterrado en la entonces catedral
de Königsberg. La tumba fue restaurada en 1881. En 1924 se erigió el pórtico que
actualmente la alberga y que resistió a la II
Guerra Mundial. Más difícil lo tuvo con los vándalos modernos, que vaciaron la tumba en 1950; de modo que,
actualmente, es un cenotafio.
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