Justicia y
fortaleza
Por Federico Bello Landrove
El protagonista de este relato, con base en ejemplos que en otro tiempo
le impresionaron, reflexiona sobre su propia experiencia vital y, con más rigor
que seguridad, concluye: de poco vale ser justo, si no se sabe ser fuerte. ¿Y
lo contrario? Intentaremos preguntar a la chica...
Cuentan que Arístides, hijo de Lisímaco, apodado el Justo, cuando
preguntó a un rústico conciudadano por qué quería votar su destierro de Atenas,
recibió del interpelado esta cáustica respuesta: Porque estoy harto de escuchar
que es el más justo de nosotros. La Historia no refleja ninguna réplica de
Arístides, pero sí que este, supliendo el analfabetismo del votante, escribió
su nombre en la tejuela y se la entregó para que votase su ostracismo. Tal vez
sea esa tejoleta la que aún hoy se expone en un Museo de Atenas.
No he llegado yo al nivel de excelencia de Arístides pero, en cambio, no
necesito de nadie para saber que soy una apariencia, un engaño, un bluf. Varias
muestras de ello me vienen a la cabeza las pocas veces que me sincero, pero
solo hay una que me atenaza y hace sentir continuamente angustiado. Todo empezó
en los lejanos tiempos de mi bachillerato y fue creciendo como el céfiro
suavísimo que levanta el aleteo de una mariposa al otro extremo del mundo. Por
ello, sin duda, mi recuerdo tiene la pátina de los libros de texto de antaño,
la voz de mi profesor de griego, la violencia de las imágenes en blanco y negro
de la guerra de Vietnam. He aquí mi memoria.
***
Vuelvo a aquella aula, destartalada y oblonga, que en tiempos lo fue de
modelado y sirvió de humilde museo de bellas artes, del que a duras penas
conservaba un busto femenino en escayola, con aroma romano; aquel recinto que,
en vitrinas permanentemente bajo llave, guardaba vetustas ediciones de libros
tan asequibles a los muchachos, como La Mesiada. Una gran mesa
acogía a los escasos alumnos de Letras. El profesor, casi tan joven como sus
discípulos, explicaba peripatéticamente, del susodicho busto a la
pizarra, salpicando el trayecto de preguntas y observaciones. Tema del mes, el
capítulo séptimo de la primera Helénica de Jenofonte.
Poco hay de más emocionante y nuevo en la Historia naval, que la batalla
de las Arginusas; nada más ilustrativo del comportamiento humano, que el
proceso contra los estrategos atenienses que, vencedores en aquel combate, no
pudieron o supieron rescatar a los compañeros náufragos, ni vivos, ni muertos. Sócrates,
que por sorteo presidía la Asamblea, ya había alegado, breve y tajantemente,
contra los malignos e ilegales propósitos de la mayoría, pero cupo a
Euriptólemo, hijo de Pisianacte y primo de Alcibíades, orador, pronunciar un
famoso discurso, extenso, sólido y cargado de razón, a favor de un juicio justo
y equitativo para los generales. Hermosa pieza oratoria, plena de sensatez y
sabiduría, que hubo de enfrentarse a quienes, por oscuros motivos políticos y
personales, proponían otra, expeditiva y rigurosa, presentada por un tal
Menecles. Había llegado el momento de que el pueblo decidiera entre la
legalidad constitucional y la baja política, pero entonces Euriptólemo vaciló.
El brillante orador, hasta ese momento modelo de objetividad y
elocuencia, retiró su propuesta y dejó el camino expedito a la moción de los
contrarios. ¿Motivo? El temor a ser juzgado, por oponerse a la opción que podía
triunfar con los votos de la mayoría. ¿Consecuencia? La condena a muerte de los
seis estrategos presentes, sentencia que fue inmediatamente ejecutada.
No diré yo que la triste suerte de Pericles el Joven y los otros cinco
me afectase tanto, como las canciones de Karina o las películas de la
dulce Julie Andrews. Es más que probable que no hallase entonces ningún punto
de contacto entre el timorato de Euriptólemo y mi incipiente cobardía en las
lides del amor. Aún habrían de pasar unos años, para que yo atase cabos;
tantos, como los precisos para que aquel estudiante de griego empezara a sentir
tras de sí la sombra alargada de Arístides.
***
Después del liceo, la facultad. Arístides había crecido, alimentado por
la vocación profesional; su debilidad de carácter, en paralelo a las
habilidades de la inteligencia. La memoria me trae aquellos días envueltos en
el celofán de una juventud brillante, que deja transparentar la tristeza del
amor perdido. Pero, ¿quién, con veinte años, no confiará en nuevas
oportunidades, en el bálsamo sanador del mañana?
Ruge la guerra en otras partes del mundo, pero es la de Vietnam la que
concita el interés y atención de los justos: el napalm, la matanza de
Mi-Lai, el incidente de la colina 192...
La colina 192: el cine se fijó en ella mucho más tarde, pero el
periodismo honesto la había conquistado casi simultáneamente a los hechos. Y
aquel suceso me evocaba otro, antes narrado, de unos dos mil cuatrocientos años
atrás. Recordemos...
Un soldado americano –Sven Eriksson, por nombre de conveniencia- se
enfrenta con los mandos de su pelotón –un sargento y un cabo-, tratando de
evitar el rapto, violación y asesinato de una joven vietnamita, tomada al azar
para satisfacer las apetencias sexuales del pequeño grupo de cinco militares.
Se niega a participar en los expresados delitos, pese a las amenazas del
sargento y, al parecer, proyecta infructuosamente facilitar la huida de la
víctima. Finalmente, de vuelta en el acuartelamiento, insistirá en denunciar
los hechos, hasta que sus superiores se den por enterados de los mismos y
decidan juzgar a los culpables. Su revelación irá acompañada de uno o dos
intentos de acabar con su vida. Con todo, Eriksson será para siempre consciente
–y así lo confesará al periodista que hizo famoso el suceso- de que pudo haber
evitado el calvario por el que pasó la joven Than-Thi-Oanh, llevando su
oposición al extremo de emplear las armas. ¿Qué se lo impidió? ¿El miedo al
fracaso, el respeto excesivo hacia sus compañeros, el riesgo de perder la vida?
En cualquier caso, el resultado de su actuación –enérgica y decidida, solo
cuando era ya inútil para la víctima- no pudo ser más decepcionante: la joven,
asesinada; los culpables, condenados con lenidad extrema; él mismo, obligado a
cambiar de identidad y domicilio, para evitar represalias.
Poco o nada tiene que ver el rapto con la emigración, la violación con
un matrimonio alienante y posesivo, el asesinato en la selva vietnamita con la acechanza
de la muerte en la soledad de una habitación de hospital. ¿O sí que hay una
relación? Sven Eriksson tenía la fortuna de conocer lo justo y la posibilidad,
en un principio, de determinarse con arreglo a ello. He ahí la clave: sujetar
las alas de la mariposa antes de su primer aleteo.
***
Al justo que no alcanza la fortaleza, le queda el arrepentimiento. A
este punto habíamos llegado, acodados en la barandilla de los jardines de San
Felipe, ante el océano, frente a la soberbia línea de rascacielos de Ciudad de
Panamá. Era innecesario insistir o preguntar: como los confesores clásicos, las
mujeres fuertes no hacen cuestión de perdonar, de tan superior como es su
ánimo, comparado con la debilidad del penitente. Era otra mi inquietud, que tal
vez no habría debido plantearle en abstracto:
-
No
cabe duda, Patricia, de que has llegado a ser fuerte, cosa que yo nunca
conseguiré. El caso es que tu fortaleza no alcance el extremo de hacerte perder
la ternura, la comprensión, la… justicia.
Patri hizo acopio de paciencia
y suspiró:
-
Alberto,
si yo hubiese llegado a ser verdaderamente justa, ¿crees que estaría ahora
contigo, recordando el pasado y suavizando tu espantoso complejo de culpa?
Anda, querido, deja las virtudes cardinales en paz y vamos a meternos entre
pecho y espalda un estofado de arroz con mariscos. ¡Ah, y pagas tú! Es lo
justo, ¿no?
Yo asentí. Creo que, en mi lugar, Arístides habría opinado lo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario