El cumpleaños de
Lisístrata
Por Federico Bello
Landrove
La comparación anacrónica y errada de la
heroína de Aristófanes con ciertas feministas de estos
tiempos, me lleva a imaginar para la inmortal comedia un contexto más prosaico,
tanto en su época, como para la nuestra.
No había tenido
más remedio que invitarla, por más que recelaba no guardaría el secreto. Y es
que Celia, la bibliotecaria-jefe de la Universidad, era su íntima amiga y
ninguna excusa habría sido suficiente para explicar su ausencia. He dicho amiga íntima y lo ratifico, con una
corta explicación: intimidad espiritual, o platónica, si se quiere. Valga la
aclaración para quienes hayan conocido a la invitada y puedan haber captado su
evidente inclinación por la isla de Lesbos.
Era el momento de los brindis a la salud de
Silvia Llamazares, la conocida arqueóloga. Quien más, quien menos, se había
limitado hasta entonces a levantar la copa en honor de la cumpleañosa, deseándole felicidad y larga vida. Pero Celia tuvo que
dar la nota:
-
A
la salud de nuestra Lisístrata que… porque alcance el paraíso, sin perder por
ello su esencia y su carácter.
Los puntos
suspensivos de la frase coincidieron con un vigoroso viaje del pie izquierdo de Silvia al tobillo de su amiga, aprovechando que
esta se había situado, entre los comensales, a la izquierda de aquella, sin
ceder el segundo puesto sino al Decano de la Facultad de Historia. Por si acaso
el sonoro nombre de la heroína literaria hubiera arraigado en la maliciosa
memoria de alguno de los presentes, Silvia se levantó en el acto para
contestar, tajante y formalmente:
-
Mañana
cumplo cincuenta y siete; de modo que, más que con Lisístrata, me identifico a
estas alturas con la abuela de Caperucita.
La comparación fue
recibida con risas y pareció perderse entre los vapores etílicos. Sin embargo,
Silvia no fue tan proclive al olvido. Habiendo coincidido con Celia, camino del
cuarto de baño, la conminó:
-
Como
vuelvas a mentar a Lisístrata antes de que se publique el trabajo, no volveré a
dirigirte la palabra. ¡Cotilla, más que cotilla!
***
La mañana amaneció radiante y nuestra
protagonista fue incapaz de resistir la tradición histórica de abrir de par en
par el ventanal de la terraza para otear aquel paisaje que no se cansaba de
contemplar: los pinos de elegante copa redonda, que montaban guardia ante la tapia
de la urbanización; el declive tapizado de mieses aún verdeantes, que descendía
hasta el río, entreverado de bloques de apartamentos; la sólida e inmensa trama
de perfiles extraños, en que se había ido convirtiendo la ciudad a la que había
vuelto diecinueve años atrás. ¡Y bien que lo recordaba, precisamente hoy, 16 de
mayo, su día natalicio!
Para disipar la modorra, se dio una buena
ducha, pero ni por esas. Su mente, apenas trasladada a la vigilia desde el
sueño, seguía martillándole los nombres de las mujeres de la bendita comedia:
Lisístrata, Cleónica, Mirrina, Lampito… Pero ahora no vivían su propia vida
literaria, sino que parecían dirigirse a ella, interpelarla, burlarse, incluso.
En efecto, se había convertido en la
abuela de Caperucita, tan vacía de sexualidad, como llena de achaques. El
subconsciente le había jugado una mala pasada: el Lobo, bestial y fálico, si la
tomare, sería como alimento o señuelo para cautivar a una incauta niña.
El agua percutiente le despierta los
sentidos. Perezosa, enjabona a modo la esponja y la desliza por todo el cuerpo
hasta convertirse en una espumosa Afrodita. ¿Abuela de Caperucita? ¡Y un
cuerno! Podrá, en efecto, ser abuela de un Caperucito
y sentirá reparo de mirarse las mollas, o de poner su rostro ante la luz y
taquígrafos del espejo. Con todo, se siente viva, sentimental y sensible como
otrora. ¡Qué demonios!, aún despierta alguna que otra pasión o, al menos, giro
de cabeza.
Sin
necesidad de salir al jardín, sabe que ya andará por ahí el agobiante de
Anselmo, su vecino, para felicitarle el día y rodearla de rosas. Todavía
cerrado el ordenador, ya adivina unos cuantos mensajes, aduladores y floridos,
que cantan al pasado y la amistad, pero que a ella no pueden engañarla. Y suena
el teléfono…
-
No
te habré despertado, hija… Muchas felicidades. ¿A qué hora nos vas a pasar a
recoger?
Silvia sonríe con malicia. Ya se figuraba
que podría ser algún admirador, pero no: claro, ¿quién iba a llamar a las ocho
menos cuarto de la mañana, sino su padre, madrugador impenitente, que le ha
transmitido sus genes?
Pone en marcha el ordenador. ¡Justo! No
falla. Mensaje de Alberto, o retorno de lo vivo lejano. Aunque lo suyo son las
piedras, no hace ascos a la buena literatura. Esta Lisístrata del tercer
milenio se siente debatir entre los tiempos del cólera y –por seguir con
Aristófanes y su feminismo- el trío de viejas rijosas de Las Asambleístas. En otras circunstancias, se habría enfadado
consigo misma, o se habría echado a reír de la ocurrencia. Pero ahora, cara a
cara con su pasado, se percata de que, gracias a él, puede vivir a un tiempo la ternura inexperta de una niña y el
fuego titilante del atardecer. Milagros de la fantasía: lograr el retorno del
amor adonde nunca estuvo.
***
Hay que cumplir con el rito, se dice. No
hay cumpleaños, desde hace siglos, sin escuchar la obertura Leonora, del sordo genial. Tiene más de
diez minutos, para echar un enésimo vistazo al trabajo de marras, aquel que
explica su enfado con Celia cuando esta se acordó de Lisístrata. El relato ya
va de caída y no es del caso entrar en detalles, mas tampoco quiero dejarlo
incompleto, dado que han pasado varios años y el secreto ya lo es a voces.
En
la pasada campaña de excavaciones de Termancia, en la Casa del Acueducto, a unos
diez metros de donde hallé la copia de la Venus de Menofanto en 2003 [1], apareció una tablilla que contiene un texto histórico, el cual me
atrevo a valorar como un trozo perdido de la introducción o metà taûta del libro I de las Helénicas de Jenofonte,
alusivo al incidente narrado por Aristófanes en su comedia Lisístrata, el cual
considerábase hasta ahora fruto exclusivo de su ingenio. El fragmento de texto
legible puede ser traducido así: “En el año decimonono de la guerra, el grupo
de los conjurados, con la complicidad de algunos guardianes del tesoro de la
Acrópolis, indujeron a un grupo numeroso de mujeres de Atenas y algunas de vida
airada del Pireo a ocupar el lugar, impidiendo a los magistrados disponer de
los medios precisos para atender los gastos del ejército y de la flota. La
maniobra fue ideada por Pisandro y Critias, quienes pagaron generosamente a las
meretrices por el tiempo que hubieran de permanecer sin ejercer su oficio.
Dícese que la capitanía de las mujeres fue ejercida por una tal Hipólita,
hetaira de Diítrefes, quien…”
No sé lo que pensar, amigos lectores,
pero, de ser correcta la atribución de la profesora Llamazares, tengo para mí
que no palidece la gloriosa imaginación de Aristófanes, tan fértil, a la hora
de mejorar la Historia, como la de
muchas feministas, al retorcer y aún recrear a Lisístrata, a la medida de sus
arcaicas ideas preconcebidas. Pero en eso ninguna responsabilidad cabe a la
ilustre arqueóloga, que se dispone a abrir la puerta al recadero de la
floristería. ¡Todo sea por su aniversario, por el cumpleaños de… Lisístrata!
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