Paraíso de ida y
vuelta
Por Federico Bello
Landrove
In memoriam, John Milton (1608-1674)
Puede haber tantas versiones del Paraíso y
de su pérdida y recuperación, como personas. En este relato, una mujer y un
hombre se ven un tanto forzados a definir el Edén y a encontrar su propia vía y
sentido. ¿Tendrán, a la postre, algo en común? Veamos.
1.
El Paraíso perdido
Ignoro el origen
de la fijación de aquella metáfora en su obra, pero tengo para mí que Carmen
Conde pudo influir mucho en ello[1]. Lo cierto es que el
torrente espumoso y desgarrado, apenas velado por la vegetación de las orillas,
se convirtió en un río ancho y despacioso, de playas plácidas y pozas
insidiosas, que llevaba en el frontis el agudo nombre del divino jardín.
Su voz, fresca y
calmosa, me llegó a través del teléfono:
-
Gracias
por acordarse de mí. Tiene tanto mayor mérito, cuanto que el torrente y aún el caudaloso
río no han rebasado los límites de las ediciones de autor y fluyen por
estas tierras, mágicas pero olvidadas, del Darién.
-
¡Y
tanto que perdidas!, exclamé. Con todo, ¿no podríamos tirar de
videoconferencia? Me encantaría entrevistarla para la revista de mi Facultad.
-
Cuando
quiera, aunque propendo a sincerarme más en el papel, que ante el micrófono.
-
Me
he dado perfecta cuenta, pero hay muchas personas a quienes es preciso llegar
de modo directo, antes de que se decidan a abrir un libro.
Releí, pluma en
ristre, aquel Después del Edén, que
yo, con ese deje tópico del crítico relamido, había calificado de río ancho y despacioso. Tomaba notas y
notas, sin llegar a puerto alguno, chocando contra las mil y una aristas de
aquel libro poliédrico, como ahora de
dice. Si me iba mal con los relatos autónomos que del texto formaban parte,
peor era encajar las diversas perspectivas de los que versaban sobre los mismos
sucesos o parecidos sentimientos. Concluí la lectura, refundí las acotaciones y
extraje unas cuantas dudas y conclusiones provisorias, para plantear a la
autora, tan pronto tuviera oportunidad. Dicen que la ocasión la pintan calva. La llamé en vísperas de San Carlos
Borromeo, santo patrón de la ciudad en que ella ejercía la docencia:
-
Efectivamente,
celebramos fiestas patronales y, con tal motivo, tenemos unos días de asueto.
Pero, ¿cómo ha parado mientes en la fecha?
-
Sencillo,
doctora, porque Carlos es mi gracia.
-
Perdone
el lapsus, amigo Benítez. Y eso que ese nombre no me es ajeno…
Quedamos virtualmente para el día siguiente al
del celeste intercesor de los banqueros. Celia, antes de colgar, preguntó:
-
¿Algún
tema que le interese en particular? Lo digo por ensayar el escabullimiento.
-
Ya,
ya. ¿Qué tal, si nos damos un garbeo por el Paraíso?
-
No
creo que nos deje entrar el Arcángel, pero se intentará.
***
Pronto comprendí
que la contradicción era consustancial con su forma de definir y vivir esa
entelequia llamada Edén. Como definición parecía tener una lógica casera muy
eficaz. Me dijo muy seria, mientras deslizaba el puente de sus gafas por el
caballete de la nariz:
-
El
paraíso puede ser la imaginación de lo que no tenemos o la apoteosis de lo que
tenemos.
-
Ya,
pero, si el Edén es puramente imaginario, ¿cómo ser expulsados de él?
-
Con
la edad y la experiencia perdemos facultades imaginativas y capacidad de
auto-convencimiento. ¿A ti no te pasa? –y perdón por el tuteo-.
-
No,
no. Está bien. Así que, para usted…, para ti, paraíso es sinónimo de
perfección, real o imaginada. ¿Supone eso que tal lugar, o estado de ánimo,
está tan cerca del cielo, que podamos alcanzar este sin dificultad?
-
Notarás que, para definir el Edén, he usado el
verbo tener, positiva o negativamente. Si alcanzas la perfecta plenitud del
tener, o la perfecta indiferencia ante el no tener, habrás tocado el cielo, tu cielo.
-
¿Ya
en la tierra?
-
Objetivamente,
lo dudo, pero si se trata de un estado de ánimo… No soy buena interlocutora
para tratar del cielo; como mucho, alguna vez he tocado el paraíso.
Como aproximación
literaria al Edén, la doctora Manzanares prefiere referirse al amor. No es
mucho más preciso, pero tiene mejor –y mayor- prensa.
-
Pero
nada del amor neutro y etéreo: me refiero al amor de pareja, con sus
ingredientes de sexualidad y de erotismo. Habrás observado en mi libro que no
excluyo prácticamente ninguna posibilidad dentro de esos parámetros, desde el
lesbianismo, hasta los casos de máxima desigualdad entre los amantes. Cada
quien ha de encontrar su morada en el
Paraíso.
-
Hallo
en tus relatos una constante, antitética de la narración del Génesis. Judíos y
cristianos achacan a Eva el protagonismo en el pecado original, en tanto tú te
inclinas por atribuir la culpa a los hombres: indecisos, cobardes, egoístas…
-
Te
aseguro, Carlos, que esa es mi íntima opinión y mi diaria impresión del mundo
que me rodea. Claro, dirás que estoy influida por mi sexo y mi forma de
entender el oficio literario, sentida en femenino, que no en feminismo. Y,
desde luego, en el fondo está mi experiencia personal, ese tremendo batacazo
que supone cifrar el Edén en el amor, para luego sufrir toda la gama imaginable
de desilusiones.
La charla está
alcanzando el tope de lo que –incluso con un montaje reductor- mis alumnos
pueden ser capaces de soportar. En la misma línea, me parece observar que Celia
está cada vez más distraída y bostezante. Concluyo:
-
¿Consideras
definitiva la pérdida del Edén? Lo digo por esa enigmática frase tuya: somos los expulsados del Edén y estamos
condenados a reinventarlo.
-
¡Je!
¡Touchée! No me dirás que no queda
bien, como expresivo de rebeldía y seguridad en una misma. La verdad es que
estoy lejos de opinar que podamos inventarnos un paraíso distinto del que
primero imaginamos o vivimos. Pero lo que sí he de creer, por mi propia salud
mental, es que puedo volver al Edén, de la mano de otra persona distinta. De
ilusión también se vive, que solemos
decir; al menos, mientras podamos alimentar el entusiasmo y levantar los
corazones… y algunas otras partes del cuerpo.
La profesora ríe
con ganas. ¡Es una buena manera de cerrar la entrevista!
***
Otro Carlos –este,
Crespo- estuvo siempre interesado en el tema del pecado original. A su formación
de jurista repugnaba el carácter transmisible de la culpa, por no referirse a
la enormidad de las consecuencias. Y eso –piensa- que el relato bíblico del
Paraíso y su pérdida admite otros enfoques, mucho más acertados y relativamente
sencillos. Para su alma de creyente, no se trata de un cuento baladí: el
misterio de la Redención se construye sobre ello.
Se tomó en serio
la cuestión –como suele ser en él habitual- cuando tuvo que dar la cara ante
terceras personas: primero, como catequista particular de sus hijos; luego,
como comentarista forzado del Catecismo ante
los feligreses de su parroquia. Suele utilizar el violento símil de agarrar el problema por la yugular. Y
está seguro de que la yugular del Árbol prohibido está en la teoría de la evolución
del hombre.
No nos perdamos en
los vericuetos del confuso razonamiento de nuestro improvisado teólogo, que una
vez soñó con escribir un libro, con el irreverente título de Lo que no creo del Cristianismo o, tal
vez, con el menos comprometido de El
Cristianismo deshuesado. Lo cierto es que, entre sus pacientes lecturas, ha
dado con el inevitable Paraíso perdido.
De modo que, si para la profesora Manzanares debió de ser Carmen Conde la
inspiradora del tejuelo, fue el doctor Milton el vate de cabecera para el señor
Crespo.
Reconozcámoslo de
entrada. Cuando nuestro jurista cierra los ojos, imagina un jardín a la
inglesa, rodeado de alta cerca de piedra, con más de una serpiente sibilante y,
muy en particular, un ángel con vestidura talar y espada flamígera, que parece
no tener nada que hacer pues, en el ensueño, la muralla no tiene puerta alguna,
ni parece que nadie se interese por acceder a tan misterioso recinto. En suma:
don Carlos interpreta casi a la letra el mito del Edén.
Su cerebro, nada
poético pero sí fantasioso, apunta algunas ideas que él se esfuerza por dar
forma escrita. Los humanos habitantes del Paraíso no son sino homínidos, a
punto de dar ese salto, brusco y mortal, hacia la libertad. El fruto del Árbol
es la conciencia, que los dota de libre albedrío y, por ende, de
responsabilidad. El pecado –llamémoslo así- es de soberbia, aunque malamente se
imagine por aquel entonces la razón de tal orgullo. Finalmente, los castigos de
la muerte difícil y el duro trabajo, pueden aludir a la conciencia de su propio
y enigmático fin, así como de la sustitución de la economía recolectora por la
dureza del cultivo, el pastoreo o el laboreo de las minas.
¿Y el Demonio?
Crespo sonríe, recordando el atractivo del que lo rodea el gran londinense, que
rebasa incluso el preciso para camelar a
Eva y lo convierte en el personaje más brillante y carismático del poema. ¿Y
Eva? El teólogo aficionado sonríe con desprecio: a él le van a venir con
milongas machistas; precisamente a él, cuyo primer trabajo serio llevó por
título Feminismo y Derecho.
Un inesperado roce
contra su pantorrilla lo trae del lado de acá de la realidad. ¡Pues no había
olvidado sacar a pasear a Roby!
Mientras busca la correa y engancha su mosquetón al collar, musita divertido:
-
La
próxima vez que aborde la crítica del Génesis voy a decir cuatro palabritas
sobre eso de dominad todos los animales
que se mueven sobre la tierra.
2. El Paraíso recobrado
Al día siguiente
de la susodicha videoconferencia, la doctora Manzanares se levantó con jaqueca.
Había despertado a las dos de la mañana con la idea del retorno al Edén en la
cabeza y no había sido capaz de quitársela de encima. En realidad, ella había
escrito sobre reinventar el Paraíso,
pero daba lo mismo: el rostro burlón y atezado del entrevistador Carlos
Benítez, su colega de México, D.F., se le aparecía en el cuadro de la ventana y
la interpelaba una y otra vez: ¿es posible el regreso?; ¿sola o acompañada?;
¿del mismo hombre o de otro diferente?; ¿al mismo Edén o a otro de recambio?
Tres horas, dos
vasos de leche y un valium después,
Celia había prometido por la salud de su nieto que retomaría la cuestión tan
pronto le dieran las vacaciones de Navidad. Con ello esperaba conjurar a Morfeo
y conciliar un plácido sueño, pero ni por esas. Su sexto sentido la avisaba de
que un espléndido argumento podía estarse gestando en el fondo de su
imaginación. A lo mejor podía dar de sí para una novela, esa ficción larga y
enjundiosa, que año tras año se le había ido escurriendo de entre los dedos,
entre las urgencias alimenticias, los sufrimientos asfixiantes y su indómita
tendencia a hacer testimonio y memoria de su propia vida. Como decía su amiga
Reme –seguro que para tranquilizarla-, no necesitaba fabular: su misma
peripecia vital ya era en sí una verdadera novela.
Se dio una ducha
larga y fría y puso a dorar las tostadas. En la soledad de la gran cocina, que
las puertas abiertas de la cristalera prolongaban, jardín adelante, hasta la
cerca de la parcela, la doctora comprendió al fin. No tenía ni idea de la
posibilidad de retorno al Paraíso, ni de cómo sería este, después de tantos
años con San Miguel a la puerta, pero algo sí sabía: no regresaría junto a
hombre alguno, sino sola, altiva, autosuficiente. El Edén podía significar su
reafirmación y su autenticidad, ser y escribir tal como era ella. Nada más y
nada menos. Un programa poco ambicioso, tal vez, y tan abierto como una playa
batida del sol y del mar. Una vez más, Reme vino en su ayuda, con su mensaje
misántropo: en un mundo como el de este
siglo, el hombre ya no es el eje central, sino la dificultad salvable. Sobre
todo si, como ella, se estaba próxima a la sesentena…
***
El teólogo
vocacional, entre tanto, no tenía grandes dificultades para recuperar el
Paraíso. De la mano segura de Milton y su Paraíso
recobrado, sacaba sus propias conclusiones. Una caída en la tentación había
generado la expulsión del Edén. Unas tentaciones firmemente resistidas habían
quebrantado el poder del Demonio y abierto el camino de la Redención. Claro que
todavía tendría que recorrerse un largo trecho para que la salvación se operase
y, aún así, ni el Paraíso sería ya terrenal, ni todos los hombres accederían a
su versión celeste y eterna. Pero el jurista Crespo ya estaba embalado y, encaramado
hasta los anaqueles superiores de su librería, desempolvaba La Mesiada y se disponía a viajar por
los mundos líricos y sobrenaturales de la pasión y vida gloriosa del Señor.
Todavía en las
alturas, con el voluminoso tomo entre las manos, Carlos recordaba los méritos
pregonados de aquella obra, salvada de los sucesivos expurgos y rebatiñas de la
biblioteca de sus abuelos. Una contradictoria epopeya lírica, en la que parecía
no pasar nada, sino visiones y acendrados sentimientos. La armonía de los
mundos, que Klopstock reflejaba, tenía su base en un panteísmo solo a medias
larvado, que los quietistas habían acogido con gozo. Y así, ese Mesías, un tanto deslavazado y seco,
había no obstante llenado las aspiraciones religiosas y sentimentales de una generación
crucial para el patriotismo y la literatura alemanas.
No es extraño que,
con tan sesudas reflexiones, nuestro teólogo haya estado a punto de caerse del
taburete. Pie a tierra, hacía introspección y se veía, ya en el atardecer de su
existencia, cerrando una indagación casi teológica con una coda al
prerromántico modo. Notó que la sangre afluía abundosa a sus mejillas pero
pronto se acomodó, como solía. El argumento de autoridad estaba de su parte y
siempre podía echar agua escolástica al vino de la Ilustración. Con todo, se
prometió que en lo sucesivo frecuentaría menos a los literatos en los momentos
serios. No eran gente de fiar…, o quizás él se les acercaba con entusiasmo
digno de un prosélito.
***
Mi muy querida amiga: A través de tu hermana
Lidia, he conseguido tu dirección y te escribo, a fin de hacerte saber que los
días 11 a 14 del próximo marzo estaré en Ciudad de Panamá, con motivo de un
intercambio entre la Universidad Católica de esa capital y la Pontificia de
Villafranca, en la que ejerzo de profesor asociado. Mucho me gustaría trasladarme
hasta S., a fin de verte y recordar los viejos tiempos. Te ruego me contestes
lo antes posible, con vistas a preparar la logística del desplazamiento, caso
de que te parezca buena mi idea y puedas atenderme en esas fechas. Con todo mi
afecto, Carlos Crespo.
Superado, a poca
costa, el sofoco de la sorpresa, Celia respondió:
Querido Carlos: Ven por aquí cuando quieras
–como siempre has podido- y no se te ocurra preparar otra logística que la maleta, pues tienes a tu disposición casa y choferesa. Desde
luego, estaré encantada de charlar sobre los tiempos pasados y seguro que habrá
ocasión y momento para platicar también del presente. Hasta pronto, Celia.
***
La urbanización San Martín de Porres quedaba a la
derecha de la carretera Panamericana. Carlos, terco y poco dado a molestar, llegó a S. a lomos de un
ómnibus que gastó tanto tiempo parado como en marcha. Caía la tarde y, dando
tumbos en el irregular asfalto con la maleta, encontró al poco rato la
dirección deseada. La cancela estaba entreabierta y de la modesta casita de
campo de planta baja, salía una tenue luz y un aroma a pimientos asados bastante
más consistente. Apenas hubo recorrido las primeras losetas que marcaban el camino
entre el césped, cuando la puerta de la casa se abrió y una figura femenina se
recortó en el umbral. Avanzó parsimonioso, midiendo los pasos y respirando
hondo. Celia no aguantó más: bajó el par de escalones, abrió los brazos y se
los echó al cuello, permitiéndole apenas soltar la valija. Besó sonoramente sus
mejillas y acertó a decir desde lo más hondo de su ser:
-
Bienvenido
al Paraíso.
Y entraron.
[1] Las obras literarias
explícitamente citadas en este relato –muy conocidas, por otra parte- son las
siguientes: De John Milton (Londres, 1608-1674), El Paraíso Perdido (Paradise
lost, 1667; versión definitiva, 1674) y El
Paraíso recobrado (Paradise regained,
1671). De Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803), La Mesiada (Der Messias, 1748-1773). De Carmen Conde Abellán
(1907-1996), Mujer sin Edén (1947).
La aludida como Después del Edén, de
la protagonista de mi historia, es relativamente imaginaria.
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