Un día en la vida de
Claretta Sant’Ambrogio
Por Federico Bello
Landrove
Más de una vez nos habremos preguntado de qué sirve el arte si no procura
libertad y respeto para quien lo posee o ejerce. Eso mismo inquirió una joven
oboísta, formada en el famoso Ospedale della Pietà veneciano,
allá por 1719. Su respuesta, una entre las posibles, es el objeto de este
cuento.
1. Una carta sobre la mesa
En el Hospital de Nuestra Señora de la
Piedad de Venecia, a quince de junio de mil setecientos diecinueve.
Admirado maestro[1]:
Le escribo a Mantua, ciudad desde la que me
llegó su amabilísima del pasado mes de abril, de manos del mismo correo que
hizo llegar a la
Pietà una partitura de su espléndido Tito
Manlio, estrenado al parecer en esa
ciudad en Carnaval con gran éxito. Sus consejos no han podido menos de
reconfortarme, aunque no hasta el punto de seguirlos al pie de la letra. ¡Oh,
maestro, si al menos Su Reverencia estuviese aquí! Pero es cosa sabida que
nuestros gobernadores le han dado larga licencia para prestar servicio al Príncipe mantuano.
Con todo, sus conciertos nos llegan puntualmente y he podido constatar con
emoción que no se ha olvidado de mi pequeño y rústico instrumento, por más que
aquí –como bien sabe- casi todo el interés lo concitan el canto y el violín.
Además, su dulce Claretta lo es cada vez menos, por los dolores que ya sufría cuando
Su Reverencia estaba aquí y por aquellos otros que tuve el atrevimiento de
exponerle. Entre una cosa y otra, ensayo cada vez con más desgana y me resultan
de una endiablada dificultad las exigencias de sus partituras. Me siento presa
de una cárcel sin cerrojos, pero sin fin; incapaz de tocar con espíritu y de
transmitir a las niñas que empiezan lo que de vos recibí, como un invalorable
tesoro para compartir y legar con generosidad y esplendidez. En fin, cualquiera
que sea la suerte que me depare el futuro, quiero hacerle llegar mi admiración
y agradecimiento, como al padre que nunca conocí según la carne, pero que el
cielo tuvo a bien hacerme llegar por la música.
Vuestra humilde hija,
Claretta dell’Oboe.
***
El sol entra ya
por la ventana del tercer piso, que se asoma a la calle de la Piedad [2]. Son los días más largos
del año y, por ende, las noches más cortas. De hecho, estuvo tentada de dejar
inconclusa la misiva antes transcrita, para evitar que la aurora la sorprendiese
aún escribiendo. Mas lo que has de hacer, hazlo pronto, que cada día ha de
traer su propia tarea. Y, por otra parte, ¿dormir? ¡A quien se le ocurre
semejante cosa, con esta zozobra!
No había caído.
Nadie ha golpeado a su puerta, al constatar que no aparecía al toque de
campana, para las abluciones o la colación de la mañana. Habrán pensado que,
siendo su último día en el Hospital, puede relajarse la disciplina, máxime
estando todo dicho. En efecto, todavía la tarde anterior, uno de los
gobernadores, en presencia de la hermana Dorotea, le había entregado la cédula,
con los últimos avisos:
-
Su
desposado ya ha dado formal consentimiento a recibirte sin dote, dadas las
especiales circunstancias por las que atravesamos. El párroco de San Zacarías está
advertido para celebrar la boda a las ocho de pasado mañana. Te acompañarán dos
hermanas en la ceremonia en representación del Hospital. Yo mismo, si pudiera…
-
No
se moleste, señor. Eso sí, ¿no sería posible que me acompañase la pequeña
Vittoria? Me tiene tanto cariño…
-
Ello
queda a la decisión de la hermana Dorotea. En principio, no veo inconveniente.
Al final, se quedó
traspuesta. La luz del sol inunda ya su pequeña cámara de asilada veterana, con
privilegio de habitación individual. Mientras cumple la liturgia de friccionar
su pierna renca, va repasando mentalmente los deberes de la jornada. Sin duda,
el primero es dar gracias a Dios por un nuevo día, y radiante al parecer.
Todavía en ropa de cama se asoma a la ventana, que da a la calle de la Piedad,
ya muy animada de gente que va a mercadear a la aledaña Riva degli Schiavoni. Por asociación de ideas, imagina que pueda
ser uno de ellos su Vito, Vito
Borlini, el maduro importador de alfombras y tapices de Oriente. Por más que
–ahora que recuerda- nada se le ha perdido al acaudalado comerciante, con
almacenes en Malamocco y tienda abierta en Campo
San Maurizio, entre los mínimos puestos de pescado y verduras frescas, que
pregonan ajadas campesinas o sonrosados muchachos descalzos de pie y pierna.
¡Pierna! ¡Qué
decir de la suya derecha, más corta de la cuenta por un desaguisado en la
cadera, fruto de caída del moisés por culpa de una cuidadora desatenta. El Prete Rosso[3]
sabía hacerle reír con su cuento de la niña coja que iba casi arrastrándose
hasta las orillas del Sile, a fin de coger buenas cañas para la embocadura de
su oboe, cuando las mejores estaban a la puerta de su casa, a la vera del Rio della Frescada. Claro que –concluía
el maestro- había que taparse las narices y lavarse luego bien los pies, ya
que, como sucede con frecuencia, los mejores hijos nacen en los peores
ambientes.
También el bueno
de Vito era del mismo parecer, aunque no sabía expresarlo con tanto garbo. Seis
meses atrás, se había empeñado en buscar esposa entre las jovencitas de la Pietà, listas por su edad para el
matrimonio. Era muy mala época para la Institución, hasta el punto de haber
tenido que suspender las dotes y salir en grupos a dar conciertos y serenatas a
cambio de algunas monedas. Es probable que el desahogado Vito se aprovechase de
ello para decir adiós a su viudez pero, en todo caso, había sido considerado:
-
Si
a ella no le importa casarse con quien podría ser su padre, a mí tampoco que venga
sin dote y sea un poco coja. Total, para estar al frente de la tienda, puede
permanecer sentada y, para la casa, ya tengo buen servicio.
Esto había dicho a
uno de los gobernadores, en presencia de ella, cuando se cerró el trato. Así pues,
no quedaba alternativa. Bueno, lo que es quedar, sí que quedaba: la de haberse
despedido del Ospedale con una mano
detrás y otra delante, quedando como una ingrata, y destinada a mendigar con su
oboe por el teatro Sant’Angelo, o a
hacer la carrera en las inmediaciones del Arsenal o de Campo San Giacomo. Con su cojera, era esa la única carrera que podía intentar. En cuanto a
su instrumento, ya era sabido que las mujeres no podían integrarse en orquestas
ni formar parte de conjuntos de cámara.
2. Un día de junio
El sol estaba alto
y una brisa apenas refrescante entraba por la ventana. Ya compuesta, sintió la
llamada del deber. Cogió su oboe de boj y, sin pensar siquiera en desayunar a
aquellas horas, se encaminó a la capilla. Pero la lección había ya empezado y
no quiso dar la nota discordante, presentándose tarde a los ensayos el último
día. Siguió camino por los amplios pasillos, hasta desembocar en el umbroso
patio, con su cerco de soportales que parecían acunar entre sus columnas de
mármol los frondosos olmos y nogales, cuya sombra protegía, a su vez, los bancos
austeros y la callada fuente central. Si su agua no corría, los pájaros
atronaban con sus gorjeos la cabeza de Claretta, confusa y flotante. Buscó no
obstante un asiento escondido, posó los labios en las cañas y esbozó la melodía
del adagio del concierto de Patrizio Veneto[4].
Tal vez fuese una traición vivaldiana, pero ella adoraba esta obra, desde que
el signore Alessandro había hecho
llegar la partitura al Ospedale.
Notó con enfado alguna
humedad en sus ojos. Al frente, un jardinero recogía las hojas caídas durante
la noche. Bajo el sombrero de paja, su rostro tenía rasgos indefinidos, tales
como los que le ofrecía Gianni en la vigilia de Pascua de tres años atrás; aquel
adolescente, apenas entrevisto las pocas veces que los jóvenes de ambos sexos
se reunían en las dependencias de la Institución, para las mayores ceremonias
religiosas o en los grandes eventos políticos. ¿En quién se iba a fijar, si no?
Repetidas veces había venido a su mente aquel hermoso inciso, pues no conozco varón. Solo que, para
ella, la expresión tenía un sentido literal. Por eso, aún se avergonzaba más de
sí misma, al recordar aquella estúpida iniciativa, cuando las famosas rondas
mendicantes del pasado mes de abril. Algunos mozos acogidos aún al Ospedale –Gianni entre ellos- las habían
acompañado como guardia de protección y de honor. El aire de la noche hacía
oscilar la llama de las antorchas y batir con fuerza su corazón, transido de
dolor y zozobra ante el himeneo que se le avecinaba.
-
Gianni,
¿cuándo saldrás del Ospedale?
-
Me
ha contratado como oficial un ebanista de la calle de la Mandola. Supongo que
será cosa de semanas, o de días.
-
¡Llévame
contigo!
-
Estás
loca. ¿Qué iba a hacer yo, sin casa y sin dinero, con una música?
-
Conozco
bien las labores de la casa y soy fuerte.
El chico miró con
ironía la pierna que a duras penas le permitía seguir el paso de sus compañeras
de comitiva. Ella sabía que estaba deseando zaherirla por su atrevimiento, pero
solo escuchó el rítmico batir de sus zuecos en el pavimento, camino de la
libertad, inasequible para la pobre oboísta que, para más inri, apenas podía
tocar en público sino para pedir limosna y, tal vez, para avivar los amores
ajenos.
***
El oboe parecía
sonar sin que nadie lo rozara. ¿Dónde estaba Claretta? Diríase que sepultada
bajo quintales de alfombras, asediada por los clientes, importunada por su
marido, requebrada por los hijos de este y despreciada por sus hijas. Quería
asir el instrumento de su vida y este, staccando
risueño, volaba a lo alto de una inmensa pila de tapices otomanos. Llamaba
a su amado Vivaldi pero él, lejano y contemporizador, le hacía observaciones
sobre la postura de sus labios en la caña. Un creciente rumor la hizo volver en
sí. Era la hora del recreo y las pequeñas alumnas iban llenando el jardín con
sus gritos. Su primera intención fue alejarse de aquel bullicio, tan contrario
a su ánimo, mas ya la había visto Vittoria, que se acercaba corriendo exultante
para –como de costumbre- abrazarse a su cintura y contarle sus progresos musicales.
Le pasó el brazo por los hombros y se sentaron en el mismo banco del sueño.
Claretta le anticipó misteriosamente:
-
Esta
tarde, dejaré un regalo para ti en mi habitación.
-
¡Qué
bien! Así que ya te vas…
-
Mañana,
pero no sin antes de despedirme de ti. O mejor, no: despidámonos ahora, cuando
todavía podemos estar juntas y hablar. Tal vez mañana sea demasiado triste y
demasiado tarde.
-
Pero,
¿no vas a venir a verme? Me lo has prometido.
Claretta trata de
sonreír. Asegura a la pequeña:
-
Claro
que sí, aunque tal vez tengas que cerrar los ojos para verme.
-
¿Por
qué?
-
Porque
yo estaré muy lejos de aquí, pero muy cerca de ti: en tu corazón.
La niña duda, se
abraza a su tierna mentora y seguidamente escapa, perdiéndose entre los corros
de juego. La joven mueve la cabeza, entre comprensiva y desolada:
-
Niña
mía, ojalá llegues a ser un día Vittoria
dell’oboe…, con más suerte que yo.
***
Se siente
desfallecer y se da cuenta de que no ha probado bocado desde la tarde anterior.
Acude al refectorio buscando su lugar habitual. La gobernanta la llama:
-
Claretta,
ven a sentarte con nosotras, ya que es el último día.
Ella accede y se
sienta junto a la hermana Dorotea, su favorita. Todas la agasajan, tratando de animarla
ante su inminente cambio de estado:
-
El
tapicero dicen que es un buen hombre.
Seguro que eres feliz…
-
Y
qué rasgo el de sacrificarte por el Ospedale.
Andamos tan mal de medios…
-
¿Sacrificio,
hermana?, contradice otra. Un marido con posibles y, a no tardar, unos hijos
alegres y sanos. ¿Qué más se puede desear?
Dorotea la mira
como diciéndole: deja que hablen. Finalmente,
harta de charla sin fundamento, cambia de conversación y se remonta a la tarde
en que un bebé apareció en el torno del Ospedale,
apenas tapado con una toquilla tazada de lana basta:
-
¡Con
qué fuerza llorabas!, recuerda la hermana Dorotea. Ya prometías como
instrumentista de viento.
Concluye la
comida. Claretta se despide, besa a Dorotea y trata de alcanzar a sus
compañeras, que han desalojado el comedor poco antes.
-
¡Cecilia!
-
Ah,
Claretta. Chica, como ahora te codeas con las autoridades…
-
No
digas tonterías. Quería despedirme especialmente de ti y darte las gracias por
tu amistad.
-
Bah,
hemos pasado buenos ratos y nos hemos ayudado en lo posible, pero esto es una
cárcel y feliz tú, que ahora escapas.
-
Mujer,
no es para tanto. Yo, si pudiera, creo que me quedaría aquí para siempre.
-
Pues
pásame a mí a tu prometido, que lo vamos a tener crudo para casarnos, mientras
no vuelvan los buenos tiempos en que nos dotaban.
-
¿Y
por qué no con alguno de los chicos de la Institución? Como…
-
…
Como Gianni, ¿no? No sé qué has podido ver en él. En fin, si se te rompe la
cama en casa del tapicero, siempre podrás buscar a un ebanista.
Cecilia rompe a
reír a carcajadas y se aleja. Claretta permanece junto al ventanal, viendo como
el sol delinea nítidamente el rotundo perfil de Santa Maria della Salute.
***
Nuestra novia ha
vuelto a su habitación. Va desalojando con mimo el pequeño armario de sus escasas
pertenencias. La joya, en su
recuerdo, resulta ser –como es natural- el holgado sayal de tosco paño gris
ratón, que fue creciendo con ella, cubriendo sus formas y su miseria. Lo
extiende sobre el catre y coloca encima el cordón de lino blanco que completa
la indumentaria de la Pietà, incluso
en los más sonados conciertos[5]. Repasa el hato con las
mínimas pertenencias que ha de llevarse al mundo. La carta para el maestro
Vivaldi aún yace sobre la mesa, sujeta por el tintero, no sea que vuele por la
ventana entreabierta, rumbo a su destino. Está tentada de buscar a la hermana
Dorotea y pedirle que la haga llegar segura a su destinatario. Pero, ¿para qué?
Dejémoslo en manos de la providencia, como el marino que arroja al mar una
carta en el interior de una botella.
Limpia escrupulosamente el oboe, lo sepulta en
la funda de algodón y lo coloca también sobre el escritorio. Lo siente propio
pero, como casi todo lo suyo, pertenece a la Pietà. De buena gana cometería delito por una vez en la vida y se
lo llevaría pero, adonde va, ¿qué utilidad habría de reportarle? Sonríe con
amargura. Más o menos, la misma que hasta ahora. Se siente con derecho a ser
injusta, pero no víctima. ¡Aún es dueña de su destino!
La penumbra del
crepúsculo se va apoderando de la habitación. Ha de apresurarse, pues todavía
le queda una cosa por hacer. Escribe una nota: Hermana Dorotea, por Dios, entregue este collar a Vittoria delle Erbe,
cuando esté en edad y disposición de llevarlo. Es apenas una baratija, de
pequeños fragmentos de piedras de colores, pero le fue obsequiado por el
Maestro, cuando se atrevió a transponer una partitura suya, del fagot al oboe.
Desde la puerta de
la cámara, mira en torno y se despide de todo su mundo. Sube sigilosamente la
crujiente escalera que conduce al piso abuhardillado, que corona el edificio.
Las dependencias del mismo, a modo de desván muchas de ellas, se asoman al
tejado por huecos heterogéneos, celados con postigos pandeados y carcomidos.
Claretta abre penosamente la contraventana, espantando a una pareja de palomas
que se arrullaban. La aguja de San
Giorgio Maggiore le señala el cielo, ya cárdeno y sin una sola nube. Ella
se encoge de hombros, escudriña la viguería y, muy lentamente, desenrolla el
cíngulo albo que llevaba hasta entonces cuidadosamente oculto bajo la manga
negra de su severo vestido de novia.
[1] Del contexto del relato, parece inferirse que
la carta iba dirigida al gran músico Antonio Vivaldi (1678-1741), vinculado al Ospedale della Pietà desde 1703. El
título de Reverendo, que Claretta da
al compositor –seguramente excesivo- deriva de su condición sacerdotal. La
firma –Claretta dell’oboe- era una
práctica corriente en el Ospedale,
donde el caprichoso apellido de las muchachas expósitas se reemplazaba en
ocasiones por la alusión al instrumento en cuya ejecución sobresalían.
[2] Aclaro, desde ahora, que mi visión del Ospedale y de la vida en él es “libre”,
aunque con base histórica. Quienes deseen profundizar deleitosamente en el
tema, pueden leer la novela de Barbara Quick, Vivaldi’s virgins (edit. Harper, 2007), de la que existe traducción
española, Las vírgenes de Vivaldi (edit.
Maeva, 2008).
[3] Totalmente innecesario recordar que el
sobrenombre de Prete Rosso (sacerdote
pelirrojo) corresponde por antonomasia a Antonio Vivaldi.
[4] Orgulloso seudónimo del compositor Benedetto
Marcello (1686-1739), cuyo famosísimo concierto para oboe en Re menor es el
aludido en el texto. El signore Alessandro
debe referirse al hermano del anterior, Alessandro Marcello (1669-1747), compositor
y magistrado véneto, como su hermano Benedetto.
[5] Acepto en esto la modesta autoridad de la película Vivaldi, el príncipe de Venecia (J.L.
Guillermou, 2006).
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