Muerte y silencio
Por Federico Bello
Landrove
Inspirado en hechos reales[1],
este relato policiaco de venganza y misterio, plantea un dilema que, a no
dudar, habrá atenazado a muchos policías y jueces en el ejercicio de su
profesión: ¿qué es más importante, descubrir toda la verdad o que se haga
verdadera justicia? Como es natural, la respuesta no es unívoca, ni está exenta
de polémica. Veamos…
- Tres momentos precisos
Lunes, 4 de
febrero de 1991, a las 03:15 horas de la mañana. Los pasillos del Hospital
Central de Ciudad de Panamá lucen casi como de día, gracias a los tubos de
neón, pero permanecen totalmente desiertos. En la sección de Medicina Interna,
una enfermera camina silenciosamente, muy cercana a la pared. Sobrepasa la
línea del control de enfermería y agiliza el paso, despegándose levemente del
muro izquierdo, según su marcha. Apenas necesita buscar con la vista la habitación
privada número 17, cuya puerta medio abierta le permite escrutar la estancia
sin entrar, de un vistazo. Como suponía, no hay nadie en ella, a no ser el
paciente, que parece dormir plácidamente, en penumbra, a la vera del gotero. La
mujer, de nuevo sigilosa, contempla desde los pies de la cama aquella cabeza,
encanecida y cetrina, que conoce tan bien. No hay duda. Extrae del bolsillo una
jeringa e inyecta su contenido en una de las bolsas que penden del gotero,
aquella que aparece más vacía. Un primer impulso lleva su marcha hacia la
puerta, pero rectifica. El enfermo se ha girado levemente y emitido un
ronquido, que ella imagina ser como una señal de despedida. Osada, retorna,
acaricia su cabello sudoroso y musita, casi junto a su oído:
-
Adiós,
campeón. Hasta dentro de no mucho.
Cumplida la que parece
ser su misión, la señora inicia el camino de retorno. Al pasar ante el office, vuelve la cara y acelera el
paso. En el ascensor, respira hondo para tranquilizarse. Camina por la avenida
arbolada, hacia la línea de rascacielos, donde ha aparcado el coche. ¿Y si se
lo hubiesen robado, o no arrancase? Pero no, todo está sin novedad. Coge un
chicle de la guantera y se dice para sí, con una sonrisa:
-
¡Anda,
que si llega a quedarse esta noche con él alguien de la familia! Pero claro,
¿quién se iba a sacrificar por ese tipo, de no ser yo?
La sonrisa se le
ha borrado súbitamente. Conduce rápido, con brusquedad, como de costumbre. La
amanecida, brumosa y con llovizna, la sorprende metiéndose en la cama, en su
casa de Santiago de Veraguas. A mediodía, la despertó una llamada de la jefe de
enfermeras del Centro de Salud, junto a la Catedral:
-
¿Qué
tal, Isabelita, bajó la fiebre?
-
La
he sudado toda la noche. Ahora me has pillado todavía dormida.
-
Lo
siento, chica. A mejorarse. ¡Ah!, recuerdos del doctor Donoso, que nos está
escuchando.
-
Gracias,
Perla. Dile que volveré al trabajo lo antes posible. Ya sé que no puede
desenvolverse sin mí.
***
De El Eco del Pacífico, número 13.418, del
martes, 14 de mayo de 1991, página 3:
“En la tarde de
ayer falleció, tras repentina y penosa enfermedad, Carlos Ureña Delgado, el
famoso periodista y literato colonense. El doctor Ureña contaba 48 años de edad
y estaba en posesión, entre otros premios, del Nacional de Poesía y del de la
Casa de las Américas. También era Comendador de la Orden de Vasco Núñez de
Balboa.
“Periodista de raza,
desde nuestros colegas El Siglo y La Prensa apoyó decididamente la
política del presidente Torrijos, con quien colaboró en la reforma agraria. En
la Era Noriega, el señor Ureña abandonó la política activa y, en parte, el
periodismo, para satisfacer su vocación de profundo escritor. Sus libros de
poemas, Dentro de ti y Contubernio de amor, fueron muy celebrados, como también
su obra teatral, La señorita castellana. Últimamente,
la creación literaria le resultaba dificultosa por su mala salud.
“Hombre de
carácter severo y muy celoso de su valía personal, desde El Eco no siempre mantuvimos con él relaciones amistosas, siendo de
recordar la polémica que lo enfrentó, hace unos años, con nuestro redactor Hugo
Cárdenas, acerca de los abusos y la corrupción del staff del general Torrijos. Con todo, este medio siempre reconoció
la valía del finado señor Ureña y lamenta profundamente su muerte, acaecida
cuando eran todavía de esperar abundantes y granados frutos de su talento.
“Los restos
mortales del finado están expuestos desde última hora de ayer en los Tanatorios
La Última Morada, del distrito de
Parque Lefevre. El funeral, de cuerpo presente, se celebrará a mediodía de
mañana en la parroquial de Santa Elena. Ostentará la representación del
Presidente de la República, el Ministro de Educación y se espera una gran
afluencia de colegas y amigos del difunto, cuyos restos serán finalmente
incinerados y arrojados al Canal, por expreso deseo del doctor Ureña, quien
tanto y tan firmemente apoyó la recuperación de aquel para nuestro país.”
Horas antes, el
redactor-jefe de El Eco había dado de
paso el texto de la noticia, con un breve comentario, tan ácido, como solía él
serlo cuando quería:
-
Total,
si lo han de tirar a uno de muerto al agua, tanto da el Canal, como el río Juan
Díaz.
***
Mismo día, martes, 14 de mayo de 1991, 16:45
horas. En la cafetería de los Tanatorios
La Última Morada, Isabelita y Lucinda
se funden en un abrazo, no sabría decir si de condolencia, o de emoción por los
varios años sin verse. Aquella, al llegar al recinto funerario, había enviado
un recado a la joven, para no tener que encontrarse con la arisca viuda del
finado Carlos Ureña. En cambio, Lucinda siempre le había sido fiel,
reconociendo, pese a su inexperta juventud, que ninguna culpa tenía Isabel de
haberse enamorado de su padre, ni de que el matrimonio de él hubiese naufragado
bastante tiempo atrás. Mientras ellos fueron amantes, Lucinda fue su amiga y
confidente, desde el día en que, contra todo protocolo, la había abordado en los
laboratorios del Oncológico, para
decirle:
-
Lo
sé todo. Mi padre no tiene secretos para mí. Solo te pido que lo cuides en lo
que puedas, pues ya conoces su adicción a la bebida. Todo lo demás, es cosa
vuestra.
-
¿Incluso
que pudiera dejaros y venirse a vivir conmigo?
-
Incluso
eso, siempre que no pongas dificultades a que lo vea cuando tenga deseos de
ello.
-
Descuida.
Mucho tendrían que cambiar las cosas para que yo entregue totalmente mi
independencia.
No faltó mucho
para que ese cambio se produjera y es que Carlos era mucho Carlos. Pero ahora,
él estaba de cuerpo presente y Lucinda, sinceramente afligida. Isabel la llevó
hacia una mesita y decidió distraerla con las mínimas peripecias del viaje:
-
Ya
ves. Trabajé hasta la una, pedí permiso y cogí el coche. No quise que nadie me
acompañara…
La joven cortó la
retahíla, telegráficamente:
-
Ya.
Te fuiste un poco lejos. Mi madre ha ido a comer a casa con mi hermano. No ha
vuelto aún. Si quieres verlo…
Isabel toma la
mano que le ofrece Lucinda y se encaminan a la sala siete. Los corrillos son
numerosos. Afortunadamente, no cree reconocer a nadie. Baja la cabeza y se deja
conducir hasta la luna que separa el mundo de los vivos del de los muertos.
Levanta la cara y, para su sorpresa, contempla el rostro maquillado y enjuto de
Carlos con total tranquilidad. Recorre con la vista el mínimo recinto que el
ataúd comparte con decenas de ramos y coronas. Simulando rezar un responso, se
empeña en leer lo sustancial de las cintas de dedicatoria. Entre aquella selva de
flores, parentescos y recuerdos, está su palma,
de flores rojas y blancas, con la leyenda que ha generado sorpresa, tanto en el
vivero, como entre los miembros de la familia que han ido recibiendo las
atenciones, a fin de corresponderlas.
La voz de Lucinda tras
ella le hace dar un respingo:
-
Ha
llegado mi hermano y mi madre está al caer. Si quieres que la entretenga un
momento mientras terminas tus oraciones…
Isabel sonríe y
acaricia la mejilla de la muchacha:
-
No
es preciso, Lucy. Lo que haya de
rezar, lo puedo hacer en cualquier parte. Cuídate, mi niña.
- Un hombre importante
El sacerdote
glosaba entre elogios la figura del difunto, contra lo que inútilmente
prescriben las normas litúrgicas para los funerales católicos. Ya se sabe: marido
y padre ejemplar; político honesto y abnegado; escritor de gran prestigio... Todo
lo que hay que decir cuando la iglesia está llena de gente de alcurnia y el
cadáver fue, hasta dos días antes, un hombre importante. Eso es lo que al
público perora el cura, pero sus oyentes, ¿qué están pensando? He aquí el
segundo punto de la trilogía unamuniana para definir a una persona: lo que los
demás piensan de ella. Del primero, lo que uno piensa de sí mismo, no hay mucho
que explicar en el caso de Carlos Ureña: el centro de su universo, el mejor en
todo, el Campeón. En cuanto al punto tercero, lo que Carlos fuese en
realidad, hagamos una media de las opiniones propia y ajenas: aquí, matemáticas
y justicia suelen ir de la mano.
***
En el primer banco
de la derecha, encontramos al señor Ministro de Educación, don Ruperto Hinojal
y Barrios, en representación del Presidente de la República, como he dejado
dicho. Su imaginación parece volar más allá del tejado de la iglesia. Seguro
que se remonta hasta los dulces años de la juventud –más de veinte atrás-,
cuando Carlos y él recorrían trochas y selvas, levantando planos parcelarios y
cantando las excelencias de la reforma agraria. ¡Qué tiempos, los primeros del
gran Omar Torrijos[2],
cuando la Revolución recorría limpios caminos de gloria! Luego, ya se sabe,
despotismo más o menos ilustrado y rumores, más que justificados, de
corrupción. ¿Fue entonces cuando Ureña y él se distanciaron? ¿O fue después, en
1978, cuando Carlos firmó aquel vitriólico ataque contra la Oposición, por suscribir la denuncia de violación de derechos
humanos[3]? Este Carlos, siempre tan
excesivo, ya desde los tiempos de la Universidad… ¡Claro!, en la Facultad fue
donde se habían conocido, cada uno a su modo. El difunto, mujeriego y bohemio, ya
metido en versos y francachelas. El Ministro, modosito y estudioso, manteniendo
su beca y aspirando a ampliar estudios en Columbia. ¡Qué demonios, tampoco
Carlos alzó muy fuerte la voz cuando la dictadura de Noriega[4], sino que cambió el clarín
periodístico por la lira poética! Lo que es brillante, lo era y mucho. Sí,
debió de ser cuando la toma de posesión de Endara[5] la última vez que nos
vimos. No, miento, fue más tarde, hace un año o así. Nos encontramos en el Pen Club y, aunque ministro y todo, hizo
como si no me viese. O tal vez fuera la bebida. Estaba ya muy demacrado. Un
gran tipo, de todas formas. A mí me caía bien, pese a nuestras diametrales
diferencias. ¡Bah!, así acabaremos todos y todo. Y, a propósito de acabar, ¿lo
hará alguna vez este plomo de cura?
***
Vamos a dejar a la
viuda, a solas con su dolor, y escrutemos la mente de su hija, nuestra conocida
Lucinda, que está sentada a su vera, con un rictus de media sonrisa, que nos
hace suponer no esté muy conforme con el ditirambo del predicador. Y es que
hace falta cara –piensa- para, sin conocernos apenas –pisamos poco o nada la
iglesia-, ponerse a hablar de fidelidad conyugal y paternidad responsable. ¿Nos
querrá tomar el pelo? Y no culpo a mi pobre padre, que se casó deprisa y
corriendo, pues mamá se quedó embarazada de Charly. Bueno, vete a saber si fue
un braguetazo a propósito, que la familia de ella estaba forrada, hasta que
vino la Revolución con la rebaja. De ello, nunca me dijo nada y eso que conmigo
era muy sincero y pocos secretos había entre nosotros. Mamá es buena y lo
quería, no me cabe duda, pero qué poco tenían en común, desde la ideología, a
las aficiones. De los valores, no hablemos, que mamá no tiene otros que el
dinero y la casa, y papá…, papá, los que le dejen el orgullo y la bebida.
¡Dios!, estoy hablando de él como si viviese. No, si lucido y picaflor, como
pocos. Y estuvo esa enfermera, bueno, enfermera en el más amplio sentido de la
palabra. Fue la única por la que bebió los vientos y a la que respetó casi como
a su igual. ¡Vaya marranada final, el tío egoísta! Claro que a saber lo que
haríamos otros en su lugar. Y ahora va él a morir de lo mismo: merecido se lo
tiene. ¿Eh? Di, mamá… Si, está en la tercera fila, detrás nuestro. Esta mujer,
siempre preocupándose del qué dirán y del who’s
who[6].
La otra, bueno, Isabel no ha venido. Lógico. Demasiado que se acercó ayer
por el tanatorio. Está muy cambiada, el pelo, unos kilos de más, no sé. Lo que
es mal, yo no la encontré, digan los médicos lo que dijeren. Tal vez sea mamá más
guapa que ella, pero lo que es cultura y prestancia… ¡No hay color!
***
Tal vez, la esposa
del difunto Carlos preguntaba a Lucinda por él; quiero decir, por el señor de
impecable traje de alpaca gris y corbata roja a rayas, que toma asiento en la
tercera fila del lado de la presidencia familiar, justo detrás de los
parientes. Se trata del profesor Dionisio Cifuentes, de la Academia Panameña,
quien representa a tan notoria institución en el sepelio. Es lógico, ya que
todo el mundillo cultural sabe de la inquina del señor Presidente, desde que en
un famoso acto público Carlos Ureña lo tildase de fósil, rábula y versificador
de vía estrecha. Tal vez tuviese razón –imagina Cifuentes-, pero tampoco hay
que ponerse así. No más de dos o tres colegas académicos merecen la reputación
literaria que les da el nombramiento. Y no vamos a poner en duda la calidad
poética del Ureña de la última época, pero habría mucho que tratar de las influencias. Vamos, de lo que el
crítico literario de La Nación llamó el sorprendente giro copernicano del señor
Ureña, de Eisenmann a Erato[7].
¿Quién había detrás de ese giro? ¿Alguna negra,
como muchos sostuvieron? Vaya usted a saber: el amor todo lo puede, por activa
y por pasiva. El hecho es que aquello fue una explosión, unos fuegos
artificiales, que duraron lo que dos grandes poemarios y una excelente comedia.
Luego, finita est comoedia y a vivir
de las rentas. Mucha bambolla y poca enjundia. Aún me acuerdo del baile que se
marcaron, Carlitos y quien decían era
su inspiradora, en la entrega del premio Casa
de las Américas. Vamos, un vals de Strauss, a lo boda de Sisí. El vals del
Emperador, todavía me acuerdo. Claro que, un par de horas más tarde, tenían que
llevarlo en volandas, de la melopea que agarró. Pero volvamos a la tierra, que
estoy de funeral y no se debe hablar mal de los muertos. ¡Señor, que pesadez de
sermón! Vaya, parece que ya acaba. No, si la vicepresidencia de la Academia es
lo que tiene: tragarse todo lo que no quiera el gran jefe… Y con tu espíritu...
***
La misa concluye
y no me ha dado tiempo de cazar al vuelo los pensamientos de algún ilustre
conocido más del difunto. En fin, con lo que antecede, tal vez tengamos
bastante, y hasta demasiado. Me adelantaré a salir, por si capto alguna de esas
frases ilustrativas de lo mucho que querían al difunto los que se han quedado
afuera, o salen escopetados. Espera, a ver, a ver:
-
Dicen
que van a tirar sus cenizas al Canal, por aquello del patriotismo y del Tratado
Torrijos-Carter[8].
¡Ja! Decisión de la esposa y del resto de la familia, que quieren perderlo
definitivamente de vista, después de tantas faenas como les hizo en vida.
En fin, como diría
un filósofo, sic transit gloria mundi. Descanse
en paz, amén.
- La mujer tras el hombre
Puedo ser indiscreto,
pero no cruel; atrevido, pero no necio. Quiero decir que, como apuntaban los
pensamientos del académico Cifuentes, es muy probable que detrás del gran
hombre, haya una gran mujer, pero tal cosa no supone que le vaya a pedir una entrevista.
Algo me dice que no sería una buena idea. Para eso está Perla, la jefe de
enfermeras en Santiago de Veraguas, dicharachera y buena amiga de sus amigos,
entre los que no he tenido mucha dificultad para contarme. La verdad es que
está deseando largar cosas de Isabelita,
desde hace años. Tengo una cita con ella para comer en el restaurante Dos Mares. Un par condiciones me ha
puesto, que he aceptado de buen grado: invitarla yo y recoger sus declaraciones
de manera lo más fiel posible. Pongámonos, pues, en viaje. Son las diez horas
del 16 de junio de 1991. ¡Uf, qué calor! Y este carro no tiene aire
acondicionado. Por lo menos, comeremos en la terraza, a la brisa marina.
-
¿Comida
mejicana, china, tica, local?, salmodia el camarero.
-
Te
recomiendo un guacho de mariscos, que es la especialidad de la casa: inolvidable
y se digiere bien, me sugiere Perla. Yo asiento.
La enfermera-jefe
viste casi transparente, vaporosa. Se sonroja ante mi mirada de soslayo y se
justifica:
-
Me
ha dado justo el tiempo de quitarme la bata blanca. Ya sabes, es nuestro tapa-todo,
¡y hace tanto calor!
-
Por
mi encantado, bromeo. Cuando como con una chica, no me gusta que lo principal
de mi atención se lo lleve el plato.
-
¡Huy,
chica! Los cincuenta ya han caído.
Isabelita es bastante más joven, la pobre...
Bien, ya hemos
entrado en materia, casi sin querer. Los ojos de mi interlocutora brillan sospechosamente. Inquiero:
-
La pobre... ¿Está
enferma quizá?
Van a tardar todavía
en servirnos. Pido unos vermuts y dejo que sea ella quien coja de corrido el
hilo de la charla, procurando interrumpirla lo mínimo:
-
Como
sin duda ya sabes, Isabel es española, de no sé qué ciudad de allá. No creas
que estudió para enfermera, ni que se vino a Panamá para hacer fortuna. La cazó
un estudiante panameño de Medicina, estudiando ella Letras. Cuando acabaron
la Carrera, se casaron y se vinieron para Ciudad de Panamá. Muchas veces hemos
hablado de lo impresionada que quedó con las bellezas del lugar y la
cordialidad de los panameños. Parece que quiso preparar algún doctorado para
ejercer como profesora de Lengua y Literatura, pero en seguida llegaron los
hijos y, además, el marido no puso buena cara...
-
¿Cuántos
hijos tiene? ¿De qué año estamos hablando?
-
Tiene
un par de chicos, ya mayores, y creo que su venida fue a principios de los
setenta, aunque no puedo decirte el año. Bueno, a lo que iba. Por lo menos,
para distraerse y ahorrarse unos dólares, se empleó de secretaria y ayudante de
clínica en el pequeño dispensario privado en que fungía su marido, así como en
la consulta que atendía en su propia casa. Ella es dispuesta y simpática; así
que hizo muy buenas migas con los pacientes y sus familiares. Además, de ver y
oír cosas en el consultorio, empezó a hacer las veces de enfermera y adquirir
experiencia, aunque sin titulación.
-
¿Qué
especialidad tenía el marido?
-
Tenía
y tiene, solo que ahora es jefe del servicio de Pediatría en el Hospital
Colón de Panama City. Bien, si me permites, voy a abreviar todos
estos antecedentes. El caso es que, con los niños ya escolarizados y obtenida
la doble nacionalidad, decidió sacarse el título oficial de enfermera y allí
fue Troya.
-
Vamos,
que el marido quería tenerla con la pierna quebrada y en casa.
-
Más
o menos. Las cosas ya no pintaban bien entre ellos, por el carácter absorbente
y autoritario del doctor. No diré yo que Isabel no tenga su genio, pero
estoy segura de que la culpa fue de él: he visto cartas y ciertos partes de
asistencia...
-
¿A
tanto llegaron las cosas?
-
Lo
suficiente, como para que –con hijos o sin ellos- decidiese separarse y empezar
una vida independiente, con todo el dolor y el esfuerzo del mundo.
-
Mujer,
Perla, no habrá sido la primera en recorrer esa senda; y, si tiene las grandes
cualidades que dices...
-
La
típica postura machista. Ponte en el lugar de una madre que quiere conservar
con ella a sus hijos; que está en tierra extranjera y sin trabajo estable; que
tiene que buscarse la vida en algo para lo que no tiene título ni vocación; y,
por si todo ello fuese poco, acosada por el marido y con problemas en su
relación con los chicos...
El camarero ya
llega con las viandas. Es el momento de dar un giro a la conversación, pues lo
que verdaderamente me interesa es la relación de esa mujer abnegada con el
ilustre Carlos Ureña. Así se lo hago saber finamente a Perla, quien accede al
salto cronológico y temático:
-
Claro,
Isabel y Carlos. Salir de Málaga, para meterse en Malagón, como dice ella. Eso
fue hace unos diez años, cuando, con un esfuerzo ímprobo, había logrado zafarse
del marido, liberarse un poco de sus hijos y colocarse en el Centro
Oncológico Nacional.
-
Chica,
vaya progresos. ¿Y cómo así?
-
Un
amigo de su esposo, que estaba por ella, aunque no fuese correspondido. Pero no
creas que era una canonjía. Ella lo cuenta con mucha gracia, en dos palabras: jeringas
y ratas. No sé si sabes que el Oncológico es una dependencia
autónoma del Hospital Central, financiada y dirigida técnicamente por la John
Hopkins[9].
Allí, Isabel terminó sus estudios y se especializó en investigación oncológica,
con las ratas como animales de experimentación. De aquí, su humorada.
-
Pero,
que yo sepa, Carlos Ureña pudo no ser un buen tipo, pero no creo que fuese una
rata.
-
¡Hum!,
no le andaría muy lejos, replicó Perla, risueña. Pero no, aquí fueron los
buenos oficios –que yo llamaría celestinismo- del doctor Rosales, el mejor
hepatólogo del Central, mentor y buen amigo de Isabelita. Cuando Carlos
ingresó con una cirrosis importante, para hacerle más grata su estancia
hospitalaria, no se le ocurrió mejor cosa que pedirle a ella que lo fuera a
visitar, como si de una enfermera de planta se tratase. ¡Claro, qué mejor para
un escritor que una culta y leída enfermera europea!
-
Ya,
lo veo venir. No hace falta que me des muchos detalles. Solo permíteme un par
de preguntillas.
-
Dispara.
-
La
primera. Ureña era entonces poco más que un periodista de prestigio, al que la
muerte de Torrijos había descabalgado de la política. Así que eso de
escritor...
-
Eso
no es una pregunta, sino una sospecha, y totalmente fundada además. Ella tiene
–bueno, tenía- en mucho a Carlos y el oficio literario, como para reconocer que
le transmitió la inspiración y el ánimo para hacerse grande. Pero así fue. El
tipo, el Campeón –como le gustaba que lo llamasen-, no habría levantado
cabeza del alcoholismo, ni se habría subido al carro de las Musas, si Isabelita
no se le hubiese entregado en cuerpo y alma.
-
¡Caramba,
Perla! El carro de las Musas. No eres tú nadie elevando el lenguaje.
-
De
rozarme con Isabel. Ya ves de lo que es capaz, hasta con una palurda, como yo.
-
Bueno,
demos por contestada la primera pregunta. Vamos con la segunda.
-
Tú
dirás, y que sea más facilita que la anterior.
-
¿Qué
pudo ver esa joya española en el periodista borrachín para encelarse hasta tal
punto? Y viceversa, si me lo permites.
-
Te
lo permito, curiosón, te lo permito. La respuesta es muy sencilla esta vez:
cerebro y sexo; en el caso de ella, sobre todo, esto último.
-
¡Nunca
lo habría sospechado!
-
Pues,
hijo, buena fama de faldero con éxito tenía el Carlitos, desde sus años mozos.
Era como cinco o seis años mayor que ella, casado y enfermo, pero la apostura
no se la quitaba nadie, y en la cama...
-
Perla,
por favor, que no quiero convertir mi programa en materia no apta para menores.
La cosa está clara, aunque me parece que duró demasiado para tener una base tan
meramente... carnal.
-
Pues
sí, unos cinco años. Hasta llegaron a hacer planes de matrimonio y él le prometió
divorciarse de su ricachona señora. No sé dónde habrían ido a parar, pero es
obvio que pararon en seco y por motivos viles.
-
Algo
he oído de que la dejó tirada cuando ella cayó gravemente enferma y que, desde
entonces, ni volvió a publicar nada relevante, ni levantó cabeza.
-
Bien
merecido lo tuvo, pero, ¡cielos! ¡Las tres menos cinco! Tengo que volver
disparada al ambulatorio. ¿Quieres acompañarme y te presento a Isabel?
La oferta me puso
los dientes largos, pero instantáneamente pensé que ya había exprimido lo
suficiente a Perla, en aquello que los demás desconocían, por arcaico. De lo
más reciente, de aquello que afectaba a la separación de Carlos e Isabel, tenía
testigos de sobra entre mis conocidos de Ciudad de Panamá. Por otra parte, no
quería que Isabel pudiese entrar en sospechas de mi interés por su tema, siendo
yo un conocido reportero de televisión. Respondí:
-
Gracias
por todo, Perla. Tiempo habrá de profundizar en la materia, si interesa a los
productores del programa.
Nos besamos. Ella
montó en el coche y yo pagué la comida y
me dispuse a dar un paseo por la playa, aprovechando que el cielo estaba
encapotado. ¡Qué lejos me hallaba de pensar que aquel reportaje en ciernes
quedaría abortado, no por desinterés de sus regidores, sino por decisión de la
Policía!
- Una investigación afortunada
El inspector
Belarmino Muñoz estaba deseando retirarse. De hecho, ya se habría ido para su
casa, si la pensión le hubiese permitido atender dignamente los gastos del
matrimonio y de una hija, todavía dependiente y con un niño a cargo. Su escasa maleabilidad
ante los jefes y la resistencia a obtener resultados
a costa de garantías, lo habían ido marginando de ascensos y prebendas.
Incluso, durante tres años estuvo patrullando las calles, como represalia por
haber rechazado entregar a un detenido a la Policía Militar de Noriega. Las
aguas habían vuelto a su cauce y ahora lo llamaban el Imprescindible, el hombre de confianza del comisario Céspedes,
jefe policial del corregimiento de Parque Lefevre.
Era el día 16 de julio de 1991. Muñoz lo
recordaba bien porque celebraban el santo de su hermana Carmen. A eso de las
diez de la mañana, recibió la llamada por intercomunicador del comisario. Como
siempre que iba a pedirle algo fuera de lo normal, empezó por dorarle la
píldora:
-
Mino, cada día estás más joven. ¡Claro!,
así de bien conectas con los novatos. Precisamente, el otro día me comentaba
Valladares…
-
Vale,
jefe, gracias. Y ahora, ¿qué se le ofrece?
Nunca le apeaba el
tratamiento: era su seguro de distancia o, como hogaño se dice, de alejamiento. Céspedes entendió que había
de ir al grano:
-
¿Te
acuerdas del periodista aquel, Carlos Ureña, que murió de cáncer hace un par de
meses? Bueno, pues parece que la cosa no fue tan natural como parecía. Han empezado
a producirse rumores, a haber algunas denuncias informales y, en fin, el
Ministro de Educación ha pedido a nuestros jefazos que hagamos una
investigación reservada y prudente: algo que no dé pábulo a habladurías y que
no intranquilice a la familia innecesariamente. Vamos, cubrir el expediente de
manera digna y mesurada. Como es natural, cuento contigo, como de costumbre.
Tómate el tiempo que necesites y quedas liberado de todo otro servicio.
Dedicación exclusiva.
-
¿Y
por qué nosotros? Las Unidades centrales están mejor preparadas para este tipo
de servicios especiales.
-
El
difunto vivía en nuestro corregimiento. Además, no se quiere dar al asunto un
trato especial, por ahora. Eso sí, nos han hecho llegar un breve dossier, que te servirá de punto de partida.
Todos los datos y las denuncias están ahí. Lleva la investigación a tu aire y
dame cuenta semanalmente, por si me llamasen a informar de arriba.
No le dejó el
genio hacer otra cosa. Regresó a su despacho, descolgó el teléfono y se puso a
leer el breve informe, hecho de datos médicos y heterogéneas sospechas. Según
pasaba los folios, un grato escalofrío le recorría la nuca y la sonrisa
iluminaba su rostro. Como es lógico, aún no tenía al hombre pero, si
había algún crimen de por medio, ya sabía bien qué buscar y en dónde. Se lo
tenía bien merecido, por ser un ratón de biblioteca, en una época en la que aún
no había nacido Internet. ¿Cómo se llamaba aquella revista? ¿Dónde estaría
ahora, después de tantos años? Tiró de fichero personal y buscó en venenos
indetectables. ¡Ahí estaba! Nebraska Criminal Records, número 80,
año 1979, páginas 34/40[10].
Al día siguiente,
estaba tomando café con el médico del Hospital Central, que había atendido a
Carlos Ureña en su última enfermedad. En el velador, el historial clínico, que
apenas dejaba sitio para las tazas. En las butacas, un doctor, cada vez más
asombrado, y un policía, más y más seguro de sí mismo. Reacciones
complementarias, podríamos decir:
-
Así
que, resumiendo, doctor Hinojosa, el señor Ureña tenía una cirrosis de caballo,
de etiología alcohólica y larga evolución, pero nada hacía pensar por ahora en
un cáncer de hígado.
-
Exactamente.
Las ecografías y punciones habían sido en eso completamente normales, aunque no
podía descartarse una degeneración a corto plazo...
-
Ya,
de acuerdo. Le dan ustedes el alta y, de golpe y porrazo –como si dijéramos- el
paciente hace un cáncer enormemente agresivo.
-
Así
es, en efecto. Algo bastante sorprendente, aunque en la práctica médica se
conocen casos.
-
Como
de casi todo, doctor. Y dígame, ¿había metástasis? Por ejemplo, en los
riñones...
-
Efectivamente.
En un par de semanas estaba invadido, con hemorragias masivas y vómitos a todas
horas...
-
Aletargamiento,
dolores por todo el cuerpo...
-
Así
es. Un cuadro verdaderamente espectacular y muy doloroso.
-
Diga,
doctor, ¿hubo algo anormal durante los días que estuvo ingresado en febrero,
por la cirrosis?
-
Nada.
La habitación era individual y solo dejamos entrar a familiares muy allegados,
previa identificación. Y, en cuanto a las enfermeras y auxiliares, son de total
confianza. Baste que se tratara de un paciente ilustre y bien conocido de
nosotros...
-
No
le hicieron la autopsia...
-
Hubo
alguna sugerencia al respecto, más que nada, como control de calidad y estudio
clínico, pero la esposa se negó en redondo.
-
Tanto
da. No habrían encontrado nada, pensó el policía en voz alta.
-
¿Cómo
dice? Entonces, ¿no se la van a hacer tampoco ahora?
Muñoz se dio
cuenta de que acababa de meter la pata. Estoy empezando a padecer el
síndrome del lobo solitario: ya hablo solo –pensó, esta vez, para sí-. Se
levantó y tendió la mano al galeno:
-
Gracias,
doctor. Si deciden autopsiar al finado, seguro que contarán con ustedes para la
faena.
***
El siguiente paso
en la investigación fue precedido de algunas gestiones en el Ministerio de
Salud. Había unos cuantos Centros que, en investigación médica o veterinaria,
usaban el asesino silencioso, es decir, el DMN. Nuestro inspector se
detuvo, por motivos obvios, en el Centro
Oncológico Nacional, que funcionaba
autónomamente dentro del complejo de la Facultad de Medicina y el Hospital
Nacional. Decidió hacer una visita a las ratas y confirmar ciertos datos:
-
En efecto, inspector, el DMN es de uso corriente
aquí, para inducir en ratas y cobayas procesos cancerosos, a fin de ensayar con
ellos fármacos o tratamientos útiles para los humanos.
-
...
-
Así es. No se lleva un control estricto de las
existencias de DMN. Cualquier investigador o empleado de laboratorio tiene
acceso a los envases.
-
...
-
Cierto. Hay distintos tipos de ellos, pero los más
usados son los de cincuenta centímetros cúbicos.
-
...
-
Y sí. Como todos los productos químicos, el DMN
tiene plazo de caducidad –unos cinco años-, pero, en todo caso, largo y sin que
pierda después todo su terrible potencial.
-
...
-
¿Sospecha que pueda haberse usado contra alguien?
Perdone, le contestaré directamente. Un par de gramos son más que suficientes
para inducir un cáncer en persona completamente sana. Menos, claro, si ya está
afectada de algún proceso cancerígeno.
Muñoz tuvo algunos problemas para
convencer al Subdirector de Investigación de que le facilitase la lista
completa de las personas que habían trabajado en el Centro durante
los últimos diez años. Regateó; bajó hasta siete. Finalmente, convenció a su
reticente interlocutor, con una oferta, tan atrevida como irresistible:
-
Dejemos a un lado a los médicos y titulados
superiores. Me conformo con enfermeras y auxiliares de laboratorio. Si ni
siquiera eso me facilita, tendré que elevar una queja a mis superiores y al
señor Ministro.
Dos días después, Belarmino tenía en su
poder la deseada relación. Cuarenta y siete personas. Había llegado el momento
más difícil: averiguar quiénes, de entre ellas, tenían mucho que ganar con la
muerte de Ureña. Vamos, el famoso quid prodest?[11] Algo le decía al policía que, en
este caso, como en el de Omaha, no era la ganancia el móvil del supuesto
crimen, sino la venganza.
Y ahí fue donde, precisamente, surgió la
feliz casualidad –feliz, para Belarmino-. Explicarla supondrá retornar al
momento en que me sentí con ansias de perfección y decidí que, ya que la
televisión había hecho algunas cosas por la Policía, esta podría también echar
una mano al ilustre reportero televisivo Luciano
Vacas, es decir, a un servidor de ustedes.
- Un policía en conflicto
Me lo presentó nuestro común amigo, Diego
Zapico, en la tertulia del café René. Ya me había puesto en
antecedentes:
-
Es un policía veterano, que se las sabe todas. Si
le caes bien –porque es muy suyo-, seguro que te ayuda.
Yo bien creí que le había caído mal
porque, tan pronto supo lo que tenía entre manos, me conminó:
-
Pues va a tener que dejar ese reportaje sobre la
vida y muerte de Carlos Ureña; al menos, por ahora.
Ante mi perplejidad, se levantó de la mesa,
sin despedirse siquiera de los contertulios, y me ordenó:
-
Sígame.
Acabamos en Las Clementinas, con un
par de daiquiris sobre una mesa del jardín. Allí se sinceró o, por mejor decir,
intercambiamos información con amplitud y claridad. Así, yo me enteré de las
vehementes sospechas de criminalidad que planeaban sobre la muerte del poeta y
él, de las apasionadas y frustradas relaciones de Ureña e Isabelita, la
española. Sonrió abiertamente:
-
Amigo Vacas, o mucho me equivoco, o me ha
adelantado las indagaciones una quincena por lo menos.
-
Espero que, a cambio, me tenga al corriente cuando
las cosas se resuelvan y pueda escribirse sobre ellas.
-
Tiempo al tiempo. En cualquier caso, no depende de
mí.
E hizo ademán indicativo del techo. Vamos,
que la decisión iba a cocinarse en las altas esferas. No era, pues, un
compromiso en regla pero, como verán, el inspector cumplió como los buenos. De
otra forma, no estarían ustedes ahora, aburridos, leyendo esto.
***
Mientras exponía al comisario Cifuentes
todo lo que dejamos dicho, y más, Belarmino Muñoz sentía crecer en la boca del
estómago un nudo como un templo. Ajeno a las dificultades, el jefe exultaba:
-
¡Bárbaro!, Mino. Ya la tenemos. Un viajecito
a Veraguas, la detienes y hemos terminado.
-
No tan deprisa, comisario. Me temo que las
dificultades empiecen ahora.
-
Explícate, carajo, que eres un pesimista
incorregible.
-
Primero, tenemos una posibilidad de asesinato, no
una seguridad, dado que el difunto era un firme candidato a contraer cáncer de
hígado y que el DMN no deja huella ninguna en el cadáver. Segundo, no tenemos
indicio ni prueba algunos de que la española haya estado en Panama City,
en los días que Ureña estuvo ingresado en el hospital; no sería extraño que
hasta tuviese coartada. Y tercero y principal: como ella no confiese, a ver qué
fiscal lleva este caso ante un jurado, invocando como argumento acusatorio
principal su parecido con unos hechos acaecidos en Nebraska, hace trece años.
Cifuentes torció el gesto:
-
Pues apriétala, que cante.
Muñoz midió sus palabras, tratando de no
exaltarse:
-
Si encuentro otras pruebas y me convenzo de que es
culpable, no dude que la dejaré en sus manos. En otro caso, como se le ocurra
presionarme o presionarla, se la va a cargar con todo el equipo. No le digo más
que la televisión anda ya detrás del caso.
También Cifuentes meditó su respuesta,
tratando, a la vez, de respetar a Muñoz y quedar airoso:
-
Ya te dije que tenías manos libres en la
investigación. A fin de cuentas, ¿a quién le importa un poeta muerto? Por lo
que yo sé, solo se trata de cubrir el expediente.
-
No para mí, comisario, no para mí. Pero siempre he
procurado cuidar las formas.
***
El chalecito, a dos pasos de la Vía
Panamericana, relucía de limpio y hasta tenía cierto empaque, con sus muebles
traídos de España y las vitrinas rebosantes de objetos de plata y adornos de
porcelana. En las paredes, dibujos, grabados y hasta algún óleo, recordaban a personas
y paisajes que el tiempo o la distancia habían dejado atrás.
Por deformación profesional, Belarmino había
tratado de sorprenderla, esperándola junto a su casa, a la salida del trabajo y
sin avisar. Ella ni se había inmutado. Es más, parecía como si lo esperase, sin
asomo de perplejidad ni de reticencia.
-
¿Azúcar, comisario? ¿Dos terrones?
-
Solo soy inspector. Uno, gracias.
Unos sorbos de té y una recíproca
observación, cara a cara. El policía quedó gratamente impresionado: la señora,
aún después de una jornada de ocho horas, lucía atractiva. Precisamente, fue
ella quien rompió el breve silencio:
-
Así que anda usted investigando la muerte del pobre
Carlos. Yo creía que había sido un cáncer. Su hija me dijo…
-
Nadie afirma, por ahora, lo contrario, pero fue tan
fulminante, que algunos han dado en sospechar y tenemos que atar todos los
cabos.
-
Claro. Y lo de venir desde Ciudad de Panamá para…
interrogarme, ¿a qué es debido? ¿Alguna denuncia contra mí, tal vez?
-
Estamos entrevistando a todos cuantos
trataron con el señor Ureña y pueden darnos algún dato sobre él en los últimos
tiempos.
-
Pero, inspector, Carlos y yo rompimos hace cinco
años. Por motivos evidentes, no me agradaba permanecer cerca de él y de nuestro
ambiente anterior. Me vine a Santiago, tan pronto me ofrecieron un trabajo de
enfermera y no volví a verlo nunca más.
-
No lo dudo, pero…
-
Pero entiende que yo pudiera guardar hacia él
sentimientos de odio o de venganza. ¿No es eso?
Muñoz agradeció la franqueza, que
aprovechó para confrontar o recoger datos sobre el tema de la ruptura
sentimental de la pareja.
-
Le voy a dar hechos, no a hablar de sentimientos.
En el año 1985, cuando más íntima era nuestra unión, me detectaron un cáncer de
matriz, con posible metástasis vesical. Me vaciaron, como vulgarmente se dice,
y me sometieron a un ulterior tratamiento de radioterapia y quimio.
Estuve a las puertas de la depresión y hasta del suicidio, más sola que la una.
Mi marido se llamó andana, como era lógico, hasta cierto punto. Mis hijos
siguieron el proceso a distancia, muy entregados a sus trabajos o a su familia
propia, como es de suponer. Carlos me telefoneó un par de veces. Por toda
explicación, me hizo saber que se sentía incapaz de apoyarme ante una desgracia
tan tremenda, pues era superior a sus fuerzas y a su situación personal.
-
¿No informó de su estado a la familia de España?
-
Lo crea o no, se lo oculté como pude. Quizá pensé
que, si quienes me debían apoyo no me lo daban, era injusto pedir ayuda a los
que estaban más lejos y eran más mayores. No sé. El hecho es que me hice fuerte
y al fin salí del paso, con más vigor de lo que nunca habría pensado. Los médicos
también colaboraron lo suyo y aquí me tiene, como dicen en mi tierra, más dura
que una peña… de salvado.
El policía sonrió:
-
Lo que no te mata, te hace más fuerte. De eso, la
gente de armas sabemos un rato. Más fuertes. Más duros, solo los que confunden
el carácter con la violencia.
Isabel prosiguió:
-
Cuando salí del hospital, todavía débil y sin un
pelo en la cabeza, se me ocurrió comunicárselo a Carlos y darle las gracias por
su abnegación. Luego, me lo pensé mejor y me limité a poner unas letras a Lucy,
su hija, que había ido a visitarme un par de veces. Poca cosa; algo así como soy
otra mujer, de modo que no intente tu padre verme nunca más. ¡Bah!, cursiladas
y nimiedades. Y, de entonces hasta ahora, trabajo, mejores relaciones con mi
familia, revisiones periódicas, algún amorío que otro y menos credulidad ante
los poetas irresistibles.
Belarmino puntualizó:
-
Ya comprendo que, así de pronto, puede no tener una
respuesta. No obstante, si pudiera decirme lo que hizo entre el 13 y el 16 de
febrero pasado… Fueron los días en que permaneció hospitalizado el señor Ureña.
Isabel reflexionó unos momentos y, de
pronto, exclamó:
-
¡La semana de San Valentín! ¡Menudos días pasé, con
un proceso gripal tremendo! No salí de casa, hasta que fui al trabajo la semana
siguiente… ¿Necesita testigos, inspector?
-
La creo. De todas formas, confirmaré sus respuestas,
conforme al protocolo.
Muñoz se levantó. Ella aún tenía algo que
decirle:
-
Sinceramente, inspector, no sé que habría sido peor
para el hipocondriaco de Carlos, si una cirrosis larga o un cáncer fulminante.
-
Por imperativo profesional, estoy obligado a creer
que hay que defender la vida, por precaria que esta sea. Incluso la
Constitución proscribe la pena de muerte[12].
-
No sé qué será más terrible en ocasiones, si la
condena a muerte o la condena a vivir.
Cuando el inspector subió al Oldsmobile
todavía martilleaban su cabeza las últimas palabras de Isabel. De camino al
centro de la ciudad, dio en pensar si la solemne frase haría referencia a
Carlos Ureña o a ella. Pronto tendría la respuesta.
***
El inspector Muñoz también entrevistó a
otras varias personas del entorno de Isabel, en Santiago. Nada digno de
mención, ni contradictorio. Sí que le pareció observar ciertas reservas
mentales en Perla, la jefe de enfermeras. En cambio, el doctor Donoso, con
quien habitualmente trabajaba la española, le aportó una noticia que
impresionó profundamente al policía:
-
Ah, pero ¿no se lo ha dicho? Esta Isabel, tan
sufrida como siempre. En la revisión de los cinco años, cuando todos
augurábamos un alta sin complicaciones, le han encontrado unas sombras
sospechosas en el escáner. Tendrá que ir próximamente a Ciudad de Panamá
para un estudio completo. Estamos muy preocupados por ella.
Así que por ahí podrían ir los tiros de la
condena a vivir. Insistió:
-
¿Cuándo le detectaron esas sombras? ¿Antes o
después de la gripe que sufrió en febrero?
-
Antes. Recuerdo que, con tal motivo, nos preocupó
mucho el proceso febril y la debilidad que evidenció…, porque gripe, lo que se
dice gripe, fue ella la que se la auto-diagnosticó.
Muñoz se encerró en el hotel para redactar
el borrador final de su informe. Pasaban las horas y apenas avanzaba. La mirada
se le perdía en el techo y, a cada poco, recorría la habitación, arriba y
abajo, dando vueltas al tema. Porque, como Cifuentes le había dicho y él
repudiado, tal vez fuese mejor cubrir el expediente y no meterse en
honduras. Se tumbó en la cama, tal y como estaba. Por primera vez en muchos años,
se le apareció en ensueños la entrañable figura del profesor Guzmán, el
penalista teórico de la Escuela de Policía de su juventud. Repetía el mensaje
que tanto criticaban los demás docentes y ridiculizaban los alumnos: El
primer deber de quien aplica el Derecho penal es causar el menor daño posible.
Fiat iustitia et pereat lex[13].
Mira el reloj: las diez de la noche, con
el informe por el folio 2 y sin cenar. Se le aparece otro rostro, más agraciado
que el del viejo Guzmán. Se da una ducha, coge el Oldsmobile y conduce
hasta la Vía Panamericana.
-
¡Demonios, inspector, qué susto me ha dado! Me
disponía a leer un rato en la cama.
-
Perdone. Tengo que decirle algo o, si no, reviento.
¿Podría servirme una cerveza?
-
Y hasta un trozo de tortilla de patatas, que ha
sobrado de mi cena. Pase y tome asiento.
Charlan durante más de dos horas, de todo,
menos de aquello que le ha llevado allí. Poco a poco, la conversación
languidece, Isabel bosteza.
-
¿Qué era aquello tan urgente que no podía esperar a
mañana?
-
No diga una palabra a nadie. Haga el equipaje,
transfiera sus ahorros a España y márchese de Panamá en los próximos días.
¡Váyase! La vida puede llegar a ser muy dura, pero mucho más triste es morir en
la cárcel.
Isabel lo mira de hito en hito, taladrándolo
con los ojos. A duras penas, Belarmino le sostiene la mirada. Solo por unos
momentos. Luego, a zancadas, recorre el pasillo, abre la puerta de salida y
cierra de un portazo. La española levanta el visillo y alcanza a ver un Oldsmobile
claro perdiéndose entre los árboles de la vereda.
- Cruzando el Charco
Han pasado lo menos diez años, desde
aquellos meses de 1991. Me parece que es tiempo de llevar a la pantalla el
malhadado reportaje sobre la vida y la muerte del escritor Ureña. Si esperamos
más, puede que ya nadie se acuerde del personaje y hasta que pueda morírseme el
policía culpable de retrasos y primicias. Lo busco, con ayuda de amigos
y ficheros, hasta dar por fin con él en Puerto Armuelles, donde se dedica al
engorde del atún.
-
¡Amigo Vacas, cómo usted por Chiriquí[14].
Cuánto tiempo sin verlo!
-
Pues nada, inspector, dispuesto a dar a la pantalla
el reportaje de marras, si es que ya no existe prohibición de ello.
-
¿Y yo qué sé, mi animoso reportero? Llevo jubilado
cinco años, sin más que broncearme y ayudar a mi yerno a pastorear atunes. Pero
bueno, no es cosa de que haya perdido usted el tiempo y el viaje, yéndose de
vacío. Le daré una carta de presentación y apoyo para Céspedes, que ahora es
todo un jefazo de Interior. Pero vamos a dar una vuelta por el malecón. Luego
comeremos en uno de los chiringuitos, junto a la playa.
Hablamos y hablamos, de todo un poco. A
los postres, Belarmino deja volar su imaginación, junto al humo de su cigarro:
-
¿Sabe, Vacas, que me quedó un cabo suelto en lo de Ureña?
-
Cuente, cuente.
-
Pues verá. Regresé a Panama City, le di a
Céspedes el informe más escueto y anodino que pude, con gran alivio por su
parte, y se me ocurrió tener con la familia de Ureña la deferencia de
comunicarles personalmente las conclusiones de la investigación. Vamos que, cubierto
el expediente, no había datos para entender criminal su muerte. Me recibió
la viuda, quien también pareció satisfecha del resultado, hasta el punto de
hacerme un regalo, que yo diría tan venenoso como el DMN.
-
¿Un regalo envenenado?
-
Me dijo que, aunque ya fuese un poco tarde, había
recordado un hecho extraño de cuando el funeral. Se levantó, salió y regresó al
punto con una larga cinta roja en la que, con letras doradas sobrepuestas se
leía, simplemente:
M&V
-
¡No me diga! El famoso obsequio floral funerario,
del que nadie logró descifrar su procedencia.
-
Indescifrable, en efecto, durante mucho tiempo. Fue
mi mayor tormento hasta que me retiré. Llegué a tenerlo colgado de una
chincheta en el armario ropero del despacho, para no olvidarlo, con la
esperanza de que me ayudase el subconsciente. Pero nada, ni por esas. Me jubilé
y, aunque con dudosa legalidad, me lo llevé para casa. Todo en vano: inútiles
las pesquisas con las floristerías y los servicios de Interflora; vanos
los esfuerzos para descifrar la leyenda. Y así…, hasta hace un par de meses.
No siguió hablando. Sacó del bolsillo una
fotocopia doblada de periódico y me la entregó:
-
Lea, lea y quédese con ella. La tenía preparada
para usted, desde que me anunció su grata visita.
El periódico era el Diario de Castilla,
y el texto relevante decía así:
“VII Premio Diario de Castilla de relatos
cortos.
“Publicamos hoy el cuento que ha ganado el
accésit del Jurado, del que es autora Isabel Cuesta Ramírez, enfermera del Hospital
Provincial de nuestra ciudad.
“Fue nuestra última noche, aunque yo no
lo supiera entonces. No me gustaban la música ni el ambiente: demasiado ruidosos
y juveniles, para mí. Tú parecías distinto, tan renovado, tan… exultante. La
gloria llamaba a tu puerta, mientras el dolor montaba guardia ante la mía. Te
lo dije sin palabras y tú pareciste entender mi súplica. Me cubriste de besos
apoyando el machaqueo de la canción: Nena, tú sabes que es verdad. Uh, uh,
uh, te amo. Sí, tú sabes que es verdad. Uh, uh, uh, te amo. Nena, tú sabes que
es verdad: mi amor es para ti[15].
“ Al día
siguiente, decidida aunque temblorosa, entré en aquel inhóspito hospital, aquel
blanco templo del dolor. Aún me acompañaba aquel estribillo, puesto en tus
labios y cantado con tu acariciadora voz. Nena, tú sabes que es
verdad. Sí, por supuesto. Tan verdad tus sentimientos, como las voces de
Milli y Vanilli.”
Concluí la lectura y le dije, sonriendo:
-
Así que aquí está la clave. M&V eran Milli y
Vanilli, o sea, Carlos Ureña, con todas sus promesas, tan sinceras, como las
voces de aquellos cantantes.
-
Justamente.
-
Pero este periódico español es, como quien dice, de
ayer por la mañana; luego, la sombra…
-
En aquel entonces, los escáneres no eran aún muy
resolutivos.
-
O tal vez Isabel volviera a operarse, con éxito.
-
O nos tomase el pelo a todos…, pero -¿sabe usted?-,
en lo que a mí respecta, si fue así, lo doy por bien empleado. Fiat iustitia
et pereat lex.
[1] Me refiero, entre otras cosas, al caso de la dimetilnitrosamina, o DMN
(Omaha, Nebraska; 1978), al que pueden acceder a través de Internet. Por lo
que respecta a los Milli & Vanilli,
seguro que todavía permanecen en el recuerdo de la mayoría de mis lectores.
[2] Omar Torrijos Herrera
(1929-1981), líder del país panameño entre 1969 y 1981, fecha esta en que
falleció en un accidente aéreo, con rasgos sospechosos de atentado.
[3] El ministro piensa, sin duda, en la denuncia
por tal violación, que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reportó
el 22 de junio de 1978. Buena memoria, pues, la de nuestro prócer.
[4] Manuel Antonio Noriega (1934-2017), líder militar
de Panamá entre 1983 y 1989, en que fue depuesto por efecto de la invasión
militar por tropas de los Estados Unidos.
[5] Guillermo Endara Galimany (1936-2009),
presidente de Panamá entre 1989 y 1994; por tanto, en la época a que se contrae
esta parte del relato.
[7] I. Roberto Eisenmann, jr. fue el fundador y
primer editor del diario La Prensa de
Panamá. Erato es la musa de la poesía lírica, en general, y amatoria, en
particular.
[8] Acuerdo entre Estados Unidos y Panamá (1977),
que revirtió paulatinamente la soberanía del Canal de Panamá y su Zona, al
Estado panameño.
[9] Universidad sita en Baltimore (Maryland, USA)
y Centro médico adjunto, pionero en los estudios de cáncer en el mundo. En
efecto, mantiene convenio y asistencia técnica con algún hospital de Ciudad de
Panamá, en concreto (2012) con el Hospital Punta Pacífica.
[11] En reciente entrevista del autor con el
exinspector Muñoz, este le reconoció que las dos preguntas retóricas de su vida
profesional –por supuesto, libres de latinajos- habían sido ¿a quién
beneficia? y ¿quién tuvo medios y conocimientos para hacerlo? En
este caso, el inspector ya había limitado su indagación al grupo más evidente
de criminales capacitados.
[12] Artículo 30 de la Constitución panameña de
1972, vigente en la época de esta historia: No
hay pena de muerte, de expatriación, ni de confiscación de bienes. Pese a
algunos intentos de reforma, el precepto sigue vigente a día de hoy (mayo de
2012).
[13] El brocardo original es fiat iustitia et pereat mundus, cuya
traducción aproximada podría ser: que se haga justicia, aunque perezca el mundo.
El profesor Guzmán, menos drástico y más sensible, lo sustituye por: hágase justicia, aunque perezca la ley.
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