La casa de las
puertas cerradas
Por Federico Bello
Landrove
De vez en cuando, no está mal remontarse a
los orígenes e imaginar un cuento maravilloso, con su moraleja y todo. Por no
sé qué extrañas sendas, el que sigue me lo hizo imaginar una alusión
radiofónica al gran escritor a quien respetuosamente lo dedico.
In memoriam Máximo Gorki
(1868-1936)
Como me lo contó
la dulce y rubia Marketa, se lo cuento yo.
Marketa (Margarita,
en román castellano) fue nuestra guía en Praga, hace ya un buen número de años.
De estas cosas que pasan, algunos de los magistrados y fiscales que formábamos
aquella hornada de visitantes queríamos más, como es habitual en la inefable
capital de Bohemia, por así decir. Y Marketa, ni corta ni perezosa, nos dio
gusto y extendió la visita a algunos lugares no previstos por la Organización.
Uno de ellos, la espectacular iglesia (creo recordar que barroca) de Santiago,
o Svaty Jakub, que, como es de suponer, ha dado nombre a la calle que hubimos
de recorrer hasta acceder a aquella.
De la tira de años
que separan mis actuales recuerdos de la efectiva estancia praguesa, pude dar
una idea la razón que nos dio Marketa para tal visita:
-
Siendo
ustedes españoles, nada más lógico
que visitar la iglesia de su santo Patrón.
Ya de vuelta de la iglesia de los españoles, a la altura del cruce
de Jakubska con Templova, la buena de Marketa comentó:
-
Aquí
estuvo, más o menos, la Casa de las Puertas Cerradas. Mi abuelo materno aún
alcanzó a verla en su infancia.
¡Buena la hizo!
Nada, como ofrecer a un grupo de fanáticos turistas el señuelo de un nombre
desconocido y sugerente. Apenas cinco minutos más tarde, una veintena de
atentos juristas hispanos rodeaban a una bella flor de Brno, en la terraza del hotel Esprit, con la compañía de cafés con hielo y jarras de cerveza,
pues el calor apretaba aquella tarde. Y así, Marketa tomó la palabra y dijo:…
***
Hace muchísimos
años, tal vez, en los comienzos del reinado del emperador Francisco José, vivía
en una hermosa casa-chalet de la calle Jakubska la viuda de un acaudalado
fabricante de muebles, afortunada ella misma, como heredera de ricas posesiones
en la región de Líberec. Sus hijos habían volado del nido por razón de la edad
y ella, trabajadora y económica, había decidido pasarse sin otra servidumbre
fija, que un ama de llaves, quien también fungía de cocinera y aún de
enfermera, si se terciaba.
No diré que la
buena señora –cuyo nombre ahora no recuerdo, pero sí su apellido de casada,
Kralovska- fuese avara, ni tan siquiera egoísta, más allá de lo que casi todos
lo somos, queramos reconocerlo, o no. Eso sí, tenía su punto de caridad cristiana, una virtud que vuecencias conocerán muy bien.
Esperó a que se
acallasen nuestras risas o picantes comentarios, para proseguir:
En efecto, la señora Kralovska aprovechaba
sus visitas diarias a la iglesia que acabamos de visitar, para depositar su
óbolo en las manos de quienes, mendigando, se lo suplicaban; como también –es
tradición- en varios de los cepillos colgados de los muros, muy en particular,
el de las benditas ánimas del Purgatorio y el que rezaba: Lampadario del Santísimo Sacramento.
Una tarde de
invierno, en que la señora regresaba a su casa después de haber comido en la de
uno de sus hijos, encontró desfallecido y claudicante a un niño, como de diez
años, que solía hacer por unas monedas el reparto de los zapatos que un
remendón de la vecindad arreglaba en un portal de la calle Masná. Ella lo
recordaba de haberle devuelto unos chapines. La Kralovska se conmovió, tal vez
por recordarle a alguno de sus nietos:
-
¿Cómo
es que andas por la calle a estas horas y tan ligeramente vestido? ¿Estás
repartiendo?
El niño se quitó
respetuosamente la gorra y respondió:
-
El
zapatero Stepánek ha caído enfermo y tenido que cerrar temporalmente el
negocio. Ando rebuscando entre los desperdicios de las buenas gentes algo para
comer.
Nadezda -¡ahora,
al fin, he recordado su nombre!- hizo honor a su significado de Esperanza y le
indicó que la siguiera:
-
Algo
tendré para ti en casa, mejor que los desperdicios.
Llegados al hogar,
la señora ordenó a su sirvienta:
-
Lenka,
prepara una merienda para este chico. Era ayudante del zapatero de la calle
Masná y se ha quedado sin trabajo.
Dicho esto, subió
a las habitaciones del piso superior, mientras Lenka y el chiquillo se
encaminaban a la cocina.
***
La sirvienta no
era precisamente derrochadora, pero preparó en un santiamén una merienda
contundente, a base de lomo marinado que había sobrado de la comida, tostadas
con mermelada de frambuesa y miel, así como un kolache relleno de albaricoque, que era un seguro éxito culinario
de Lenka. El chocolate ya humeaba en el fogón, llenando el ambiente de su
tropical fragancia.
Por un momento,
Jiri –que es como se llamaba el niño- estuvo a punto de zambullirse en tan
suculentos manjares; llegó, incluso, a pinchar el lomo marinado y engullir un
trozo. Al punto, como si le faltasen las ganas de comer, soltó el tenedor, se
puso en pie y dijo con toda seriedad a Lenka:
-
No
es posible que me coma todo esto yo solo. Tengo que repartirlo con mis
hermanos.
Dicen los críticos
de la historia, que bien pudo llenarse los bolsillos de comida, o pedir a la
buena de Lenka que le preparase un atado para llevársela. El hecho es que Jiri
salió como alma que lleva el diablo. Desde la puerta, gritó:
-
¡Vuelvo
en seguida! ¡Espéranos junto a la entrada!
Lenka gruñó. Desde
lo alto de la escalera, la señora Kralovska, alarmada del grito y del portazo,
preguntó:
-
¿Qué
sucede? ¿Ya terminó la merienda?
-
Nada
de eso señora. Ha salido corriendo a buscar a sus hermanos para que lo ayuden a
dar cuenta de ella.
Nadezda imaginó en
un instante la cocina llena de pilluelos, carreras por la casa, algún mozalbete
echando al bolsillo un adorno de plata. ¿Pero qué era aquello? Su casa invadida
y con fama de hospedería del buen yantar para vagabundos y miserables. Rugió:
-
¿Que
va a volver con sus hermanos? ¡Eso vamos a verlo!
Al oírse
pronunciar la palabra hermanos dicen
que a la Kralovska se le ablandó por un momento el corazón. ¡Era un vocablo tan
hermoso, tan humano, tan…, tan… espiritual!
De lo espiritual a
lo religioso, solo hay un paso. La señora se percató de que se había hecho la
hora de sus devociones vespertinas. Advirtió:
-
Yo
me voy inmediatamente a la iglesia. Entre tanto, te sientas en la cocina y bajo
ningún pretexto se te ocurra abrir la puerta a esos pillastres.
Salió rápidamente
a la calle, echó la llave –por si Lenka tenía un momento de debilidad- y se
perdió entre las sombras y la neblina que subía del Moldava, mirando atrás a
cada paso. Se encaminaba a la iglesia de Santiago, como de costumbre, pero
pensó que no le vendría mal demorarse aquella tarde todo lo posible en volver a
casa. Se dijo:
-
Hace
mucho que no voy a rezar a Nuestra Señora de Tyn.
Dicho y hecho.
Permaneció orando hasta que el sacristán, apagando las velas, sugirió que iba a
cerrar inmediatamente la iglesia.
***
Regresó
parsimoniosamente, pasadas las ocho. La casa estaba totalmente a oscuras y
nadie merodeaba en torno. Metió la llave en su cerradura, pero aquella no giró,
ni la puerta se movió lo más mínimo. Repitió y sucedió lo propio. Una y otra
vez, más y más azorada, sacó y metió su clave, pero fue en vano. Parecía como
si, entre llave y portón, existiese una enemistad visceral. Llamó a Lenka pero
la doncella, seguramente en la cocina según lo ordenado, no acudió.
Abochornada, reclamó la ayuda de sus vecinos y la del vigilante público. Todo
en vano. La casa ya empezaba a ganarse su sobrenombre de la de las Puertas Cerradas.
A la mañana
siguiente, hijos y cerrajeros tomaron parte en el asalto, pero el castillo
resistió. El ataque por las ventanas fracasó, ante la resistencia de rejas y
postigos. Ya iba la estrategia camino de la chimenea, cuando la señora Nadezda
Kralovska tuvo el presentimiento que todos ustedes a estas alturas han
adquirido. Juzgando lo sucedido un justo e inevitable castigo del Cielo,
decidió pasar unos días en casa de su hija menor y, seguidamente, visitar por un tiempo la tranquila ciudad de
Líberec, cobrar las rentas de los arrendatarios y tomar las aguas en Kárlsbad. Es
obvio que la iniciativa resultó acertada pues aún vivió otros veinte años,
durante los que no volvió a pisar su casa de la calle Jakubska de Praga. Sus
deudos, intuyendo que tras aquellos muros se escondía algún misterio, no
hicieron nuevos intentos de allanamiento. En cuanto a la criada, nadie pareció
echarla en falta: después de todo, bien podía haber salido de la casa antes de
su mágica clausura e irse también a tomar las aguas a Bohdánek, que quedaba
cerca de su pueblo de origen.
***
Al morir la señora Kralovska, los hijos
pusieron inmediatamente en venta la casa encantada, a la que ya todos
denominaban la de las Puertas Cerradas.
No iba a ser fácil la transacción, pues el edificio tenía cierta mala fama y
los primeros aspirantes a adquirirlo se encontraron con algunas dificultades de acceso, como suavemente calificaba el
insoluble problema el promogénito Kralovsky.
Quiso la fortuna
que posara sus ojos en la casona un mayor del Ejército, veterano de las
campañas de Italia y gravemente herido en Sadowa. La segunda vez, acudió
acompañado de su esposa, deteniéndose ante la oxidada reja, que malamente
cercaba el bosque en que se había convertido el jardín delantero. Quedó
asustada y atónita:
-
Pero,
querido, ¿estás seguro de que este es el hogar que nos conviene? Imagínate a
los niños en esta selva impenetrable. ¡Y qué desconchones!
-
Lo
sé, Jana, pero hay algo que me ha atraído de esta mansión, desde que era un niño.
Y me consta que la venden a muy buen precio, que podría compensar las
indudables obras de conservación que necesita.
Jana se colgó del
único brazo útil de su marido y sonrió:
-
Veo
que te has informado muy a conciencia… Está bien, mayor, le rindo mi espada.
Días más tarde, se
firmaba el contrato. Los antiguos dueños estaban asombrados, aunque obviamente
contentísimos:
-
¿No
quiere ver la casa por dentro, antes de comprarla?, preguntó imprudentemente la
nuera del Kralovsky de más edad.
-
La
conozco un poco, fue la oscura respuesta del militar.
***
El flamante dueño,
acompañado de su mujer y sus dos hijos, giró con total facilidad la vetusta
llave, abriendo así la puerta, cuya hoja móvil giró con un agudo chirrido.
-
Claro,
está a falta de que la engrasen, concedió el mayor. -Y luego:- Disculparás que
no te tome en brazos, querida. Los alemanes disparaban su artillería con una
precisión endiablada.
Sin un titubeo,
tomó el camino de la cocina, dejando atrás al resto de la familia, que parecía
pelear con la oscuridad y las telarañas. Llegó a su destino y sonrió
beatíficamente. La estancia estaba iluminada por quinqués y velas. Sobre el
hogar, un puchero humeaba, pregonando su contenido chocolatero. En la mesa, las
sabrosas y abundantes viandas que un día, muchos años atrás, fueron ofrecidas a
un chiquillo aterido y hambriento. Y, además…
Sí, sentada en una
silla, Lenka, canosa y arrugada, pero vestida como antaño, se frotaba los ojos
y bostezaba, desperezándose del sueño. Miró alternativamente al hombre y a la
mesa y, extrañada, rezongó:
-
Vaya si has tardado en regresar. Anda, sentaos
a la mesa y coméoslo todo antes de que llegue la señora.
Justo entonces,
entraban en la cocina Jana y los niños. Jiri se dirigió a ellos jovialmente:
-
Vamos,
chicos, que Lenka nos tiene preparada la merienda.
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