El último viaje de
Violeta Guzmán
Por Federico Bello
Landrove
There all
your grief will be forgot
Si se paraba a
pensarlo, había pasado media vida viajando. Viajes de formación y de trabajo;
viajes por necesidad y de placer; viajes con él y contra él; en soledad o
acompañada –muchos más sola, esa era la verdad-; despaciosos o inusitadamente
rápidos; con el frío de la Navidad y con el calor del estío; para atender a
enfermos o para recibir abrazos y parabienes. Y ahora, en cumplimiento de la
última voluntad de sus padres.
Acababa de
deshacer las maletas en la irregular habitación de aquel hotel, cuyo balcón
daba al lateral de Correos. Parte de la ropa aún descansaba sobre la amplia
cama de matrimonio, pero las dos urnas reposaban en la cómoda, cuyo espejo de
marco torneado devolvía su imagen bruñida. Aún trataba de poner en orden sus
ideas y programar la agenda de aquella tarde: llamar a…; encargar unas flores
en…; mandar mensajes, o un correo electrónico, o…
Se vio a sí misma
cogiendo de sobre la colcha el chaquetón de cuero con cuello de piel y saliendo
escopetada de la pieza. Las paredes se le venían encima y estaba a punto de
llorar. Fue contando mentalmente los escalones hasta llegar al vestíbulo, como
técnica de relajación. La barandilla era de un dorado escandaloso y el hueco
rebosaba de espejos y láminas clásicas. Afuera atardecía y la niebla,
inevitable, presagiaba una noche de chuparrescoldo,
como decía su madre. Subió el cuello de la prenda de abrigo, se puso los
guantes y, en dos pasos, se encontró en la Plaza Mayor. Los soportales se
abrían ante ella, acogedores, con su iluminación festiva, que maldita la
concordancia que ofrecía con sus sentimientos. Eludió volver la vista a su
derecha, mirar hacia las posesiones de tu
papá, en irónica expresión de tía Pilar para referirse al modesto negocio
que, durante tantos años, les había dado de comer. Tiempo habría, pero no
ahora.
Recordó aquella
floristería de toda la vida. Casualidad sería que siguiera resistiendo
jubilaciones y subidas de alquileres. ¡Pues sí! Al otro lado de la plaza
asomaban por el mínimo escaparate orquídeas y anturios. Unas carpas rojas giraban
en amplia pecera, entre calas y flores de pascua.
-
¿Qué
se le ofrece?
-
Quiero
elegir una corona para que mañana la lleven al cementerio a las once…
-
…¿Qué
ponemos en la cinta como dedicación?
Violeta quedó
cortada. Parecía obvio: De vuestros hijos.
Pero, ¿y si no se decidía a llamar a su hermano? ¿O si él optaba por hacer su
propia ofrenda, aunque solo fuese para incluir también a su mujer y a los
nietos? Apreció la paradoja: una profesora de Lengua dudando sobre una simple
frase. Cortó por lo sano:
-
De quienes os hemos querido.
El empleado tomó
nota. Iba ella a rectificar, pero se contuvo:
-
Así
está bien –pensó-. En eso de los hijos, ni son todos los que están, ni están
todos los que son.
A dos pasos,
quedaba su vieja casa de la calle del Jabón. Era una visita obligada. Todavía
se tenía en pie, ya deshabitada y cubierta de andamios y tirantes. Tampoco se
hacía ilusiones sobre sí misma, pese a su relativo buen ver o, como decían sus
colegas, a lo bien que se lucía.
Musitó como otras veces, mientras trataba de alcanzar con la punta de sus dedos
los desgastados ladrillos:
-
¿Quién
irá primero, tú o yo?
Y la sacudió un
escalofrío.
La torre de la catedral, alzándose por
encima de los tejados, parecía llamarla con su voz octogonal de caliza. ¡Ya voy!, dijo para sí. A buenas horas
iba de dejar de lado su paisaje urbano favorito: aquél que concitaba entre
jardines su casa de mocita (escondida
atalaya de tejados vetustos, que amenazaban caer sobre los desprevenidos
jardines de la juventud), la iglesia de sus votos sacramentales y su alma mater universitaria, con los leones
que rampaban tratando de imponer respeto a los leguleyos. La niebla humedecía
su pelo. Abrió el bolso para sacar de su fondo un pañuelo con aroma tropical,
que le protegiera el cabello.
Si bien se mira,
en aquella plaza habían empezado sus viajes. El viaje brevísimo, vestida de
novia, y los viajes, interminables y reiterados, de una a otra orilla del
océano. Cada etapa, cada estado de ánimo, tenía su nombre, como los de
Gulliver: Viaje al país del encanto; Viaje al país de los ojos que se abren a la
vida; Viaje al país de la tristeza; Viajes de dolor y de nostalgia; Viaje al
país de los fuegos extinguidos… Y, ahora, al país de los Sepultureros. En otro tiempo y otros viajes había
maldecido aquel templo de cuento de hadas, con su torre hacia las nubes y su
ábside hacia el infierno, pero ahora las pasiones se habían serenado y las
canas le procuraban objetividad.
Dijo adiós a los
formidables felinos de piedra y, por unos momentos, titubeó sobre el camino a
seguir. Había anochecido y las farolas monumentales apenas esparcían una tenue
claridad en forma de globos de algodón. No era lo más indicado para aventurarse
por el parque de sus delicias. Echó el bolso al hombro y enderezó sus pasos por
la calle, larga y estrecha, que acababa en el mazacote de ladrillo que llevaba sus mismos apellidos. Ahí sí que
tenía que admitirlo: la justicia llega tarde, pero llega… Sus padres, ella
misma, habían sentido en su torno, en los últimos años, el tibio consuelo de la
memoria y del respeto. Casi se echa a reír: tal vez no había llegado tarde,
sino demasiado pronto. Más de una vez habían tenido que tascar el freno las
mujeres de la familia, viendo, junto al homenaje y el recuerdo, a tanto cantamañanas, tanto arrimo del ascua
histórica a la sardina corrompida, tanta palmadita en la espalda, sin enjundia
y sin provecho. En fin, nada es perfecto sino en el lejano recuerdo. Ya está
aquí la fachada y el rótulo. Después de tanta reflexión histórica, se
siente sencilla y tierna: Tú ya sabes a
qué he venido esta vez… Adiós, abuelo.
La calle más hermosa
de la ciudad. O eso decía Ricardo, hace una eternidad, las pocas veces que
habían salido juntos de su casa. Así debía ser para él, puesto que aún seguía
viviendo en el tercer piso de aquel caserón, sobrio y elegante, pomposo símil
de su vida de relumbrón y de salvas. En efecto, ya está aquí la placa de
abogado, sucesora de la su padre, sin más cambio que el nombre. ¡Ah, la
tradición! La tradición y la racionalidad perfecta; como aquel político de programa, programa y programa. Pero yo
–rezonga- no era programable y así nos
ha lucido el pelo, al menos, a mí. Ricardo, en su sitio de siempre, como
corresponde, y yo, dando tumbos por esos mundos de Dios con dos urnas
cinerarias…; tres, si contamos la del amor que yo escogí por escapar del programa o, tal vez, por querer darle
celos y sacarlo de sus casillas…
¡Las urnas! Esas
palabras la hacen volver en sí. La dedicatoria de la cinta ha sido,
precisamente, por él, que no es hijo, pero como si lo fuera. Solo ella, ahora,
sabe del cariño hacia sus padres, de la ternura que volcaba en las cartas, de
cuánto lamentó no haberlos podido acompañar en sus últimos momentos. Después de
todo, no era tan frío como ella lo recordaba, o quizá había mejorado con el
tiempo, como el vino generoso. ¡Tarde
piache!, como gruñía su tata, imitando al escudero inmortal. La mano, un
poco temblorosa, va hacia el celular. Cruza la calle. ¿Cuánto hace que no habla
con él, tres años quizá?
Marca de memoria
el número y aguarda. ¡Se ha encendido la luz del despacho! Hasta le ha parecido
ver fugazmente una sombra proyectarse en los visillos. Dígame. Verdaderamente, es un clásico. Se le vela la voz, de frío y
de ternura; así que abrevia.
-
…
De modo que he quedado en depositar las cenizas en la sepultura familiar,
mañana a las once. Ha sido todo tan rápido... No sé si podrás…
-
No
faltaré. ¿Dónde estás tú ahora?
-
Voy
a sacar ahora los billetes para el AVE –miente-. No sé cuando llegaré.
-
¿Tienes
alojamiento? Ya sabes que en casa tenemos sitio de sobra.
-
No
te preocupes. He cogido habitación en el Imperial.
-
Está
bien. Mañana te voy a buscar a eso de las diez y media. ¿Te parece bien?
-
Me
parece; y gracias. Hasta mañana, pues.
-
Buen
viaje y ánimo. Adiós, Vili.
Vili, como de niña, como todos antaño, como casi
nadie ya. Siente un frío profundo pero permanece parada, hasta que la luz de la
habitación se apaga. Entre tanto, repasa mentalmente las piezas que hay tras
cada balcón. Cuarto de estar, comedor, despacho, dormitorio de los padres… Por
un momento, se siente fraternal y comprensiva:
-
¡Cuántos
recuerdos, su vida entera! ¡Qué no daría yo por morar en la casa donde nací!
La plaza está aún bulliciosa, con su fuente
luminosa y la gente que está haciendo las últimas compras de este día
prenavideño. Cruza hacia la espesura del Campo pero decide bordearlo por el Paseo,
acompasando su andadura con las últimas llamadas a sus íntimos: Mañana a las once. No te apures, la salud es
lo primero. ¿Recuerdas el sitio? Cuadro …, sepultura…
Pronto termina la
serie de avisos. Le viene un pensamiento macabro:
-
Si
me demoro un poco más en traer las cenizas, los encuentro a todos en el
cementerio.
No, ciertamente,
no a todos. Está Ricardo. Y Manolo. Y Magdalena. Los primos, ni verlos. Y pare
usted de contar.
Contornea el
parque. Sabe lo que tiene que hacer, pero duda cómo. Por ella, habrían dormido
el sueño eterno en El Ceibal, sobre el mar. Así se podría ahorrar el último
berrinche de los numerosos que ha tenido con su hermano, antes de acabar en la
ausencia y el silencio. Pero ahora no tiene más remedio. Vamos a llamar. Por tres veces, inicia la marcación y, otras
tantas, oprime la tecla roja. La niebla, cada vez más espesa, pone por fin
blandura y humedad en sus instintos. Sepulta el móvil en el bolso y musita:
-
Vamos
para su casa… Para boba, yo.
***
Regresa pasadas
las once, enervada y aterida. Una ducha larga y un bocadillo de jamón. Termina
de colocar el equipaje en el armario y habla consigo misma. Una y no más. Ya no
está para esos trotes. El corazón le brinca en el pecho y la cabeza es un
avispero. Se promete a sí misma, mientras se administra un somnífero, que no
volverá a cruzar el océano, ni aunque le vaya en ello la vida.
Se mete en la cama
y, mientras el medicamento hace su efecto, enciende el televisor. Esta película, esta película… ¡Tate, John Wayne
y Maureen O’Hara! Se llamaba como un río[1].
¡Vaya, esa canción tan bonita! Al fin voy
a saber qué dice. Ventajas de haber aprendido inglés, aunque un poco tarde.
Termina la balada
y empiezan los bostezos. Apaga el receptor y se desliza entre las sábanas,
hasta reclinar la cabeza. Mientras busca el interruptor de la luz, sermonea:
-
Volver
a casa, volver a casa [2]: valiente maravilla. Eso
será si tienes casa. ¡Y a John Wayne al lado!
Suenan las doce en
el reloj del Ayuntamiento. Adormilada, todavía puede susurrar:
-
Medianoche.
Hoy ya es mañana.
[1] Sin duda, Violeta alude a Río Grande (John Ford, 1950). La canción
sería I’ll take you home, again, Kathleen,
compuesta por Thomas P. Westendorf en 1875.
[2] La letra de la susodicha canción insiste en
que el esposo de Kathleen la llevará a su casa natal, como es el deseo de ella.
En Internet hay numerosas páginas con el texto de la canción en inglés y en
español.
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