Eros y Tántalo
Por Federico Bello Landrove
Por razones tan personales
como inexplicables, soy admirador y hasta un poco seguidor del escritor ruso
Leónidas Andréiev (1871-1919). Uno de mis primeros cuentos lo tuvo como
desencadenante y modelo: es el que tienen ante ustedes. ¿Puede convertirse el
amor en un suplicio que recuerda al de Tántalo? Esta historia, ambientada en
Helsinki, probará que sí.
Permitan que me
presente. Soy el narrador de esta historia. Mis aficiones confesables son los
viajes y los libros antiguos. La primera no sé a qué pueda ser debida. Para la
segunda, tras profunda introspección, he logrado dar con la causa. Un día de un
año del que no quiero acordarme, unos energúmenos entraron en casa de mis
abuelos maternos y, para conjurar ciertos demonios políticos, cargaron el piano
y saquearon la biblioteca. Se llevaron 445 volúmenes. Ignoro su valor, pero me
constan los títulos. Entre ellos, había una primera edición en español de Sashka Yegulev.
Casi treinta años
después, Yegulev volvió a entrar en
la casa. Un adolescente lo devoró y, lo que son las cosas, no lo convirtió en
un estudiante revolucionario, sino que alimentó su alma con nostalgia de
bosques y amores tempranos. Y ahí sigue. Quiero decir, el lector. Del ejemplar
aquél y de la casa familiar no tengo más
que el recuerdo.
Pues, señor, he
aquí que el nostálgico de los bosques realizó, hace ya diez años, un viaje a
Finlandia. Nada especial ni solitario. Un recorrido colectivo y rápido, de
lagos, bosques y Papá Noel. Y dos días en Helsinki; el segundo de ellos, en
plena libertad.
***
Me encaminé –como
no podía ser de otra forma- a la Plaza del Senado, para revisitar los edificios
de Engel. El tiempo desapacible o el azar me movieron a entrar en la Biblioteca
Nacional. Lo que pasó después lo tengo bastante confuso, como cualquier buena
asociación de ideas. En fin, de los libros, a un libro –mi amado Sashka-; del libro, a su autor, y de
este, a su prudente retiro en
Finlandia, donde murió demasiado joven. ¿No tendrían en la primera biblioteca
finesa algún ejemplar de la edición princeps
de 1911, o de aquella de Calpe de mis
abuelos?
Mi inglés es
nefasto, pero la bibliotecaria que me atendió veraneaba en la Costa del Sol:
precisamente estaba entonces preparando el equipaje para vacar en España. Yo
soy muy locuaz cuando un tema me interesa. El caso es que le conté toda la
historia que ustedes ya saben, ampliada
con el hecho comprobado de que Sashka
Yegulev había sido expurgado de todas las bibliotecas públicas de la España
nacional durante la guerra incivil.
Marja Liisa (María, para mí) me facilitó la primera edición rusa del Yegulev, cortó lo antes que pudo mi
bisbiseante perorata (“ya sabe, es obligado el silencio en este lugar”) y me
dejó en la gran sala de lectura a solas con mi libro amigo y mis recuerdos.
Pasé un buen rato hojeando el texto y tratando de descifrar la fonética de
algunos vocablos en cirílico. Finalmente, volví a María, le restituí la obra,
me despedí efusivamente y recibí una de las mayores sorpresas en mis viajes:
-
Señor B., termino mi turno dentro de dos horas.
Tal vez podría usted visitar algunos monumentos próximos y recogerme luego a la
entrada de la Biblioteca. Es posible que tenga una sorpresa que darle.
Como quiera que,
ni mi edad, ni su apariencia, permitían suponer peligro alguno en aceptar la cita, contesté con un “encantado, la espero a
las seis” y pasé las dos horas siguientes realizando a la muy cercana Catedral protestante la más detenida y distraída
visita que turista alguno haya hecho jamás.
Minutos después
de la hora acordada, no sólo tenía la presencia de María, sino una invitación
para cenar juntos en un restaurante de nombre tan poco autóctono como “La
Place”. Tomamos un tranvía para llegar hasta allí. Nos acomodamos; cenamos
sencilla y fluidamente, hablando de trabajo, de turismo, de mis pinitos literarios y de las bellezas de
la costa malagueña –que mi interlocutora conocía mucho mejor que yo-.
Finalmente, con el postre ya servido, María se decidió a hablar.
***
Gané mi examen de bibliotecaria ayudante
en la Nacional, sección de lengua rusa, hace unos veinte años. Todavía recuerdo
que el ejercicio versó sobre El músico
ciego, de Korolenko. La verdad es que hablo muy bien ruso. Mi abuela
materna, con la que me crié, era de Carelia. Ya conoces (a estas alturas de la
velada se había impuesto el tuteo) la atormentada historia de esa región, tan
pronto finesa, como rusa o soviética. El hecho es que –no sé si por experta o
por jovencita- logré el aprecio de mi jefe, el viejo señor K., al que
acompañaba frecuentemente en sus visitas de inspección.
Una tarde, con
una sonrisa un tanto misteriosa, el señor K. me llamó a su despacho y dijo:
-
María, la Fortuna nos ha tocado con sus alas.
Tenemos un viaje de inspección a Mustamakki.
-
¿Y eso? –acerté a preguntar, por decir algo-.
-
Están restaurando la casa donde murió Leónidas Andréiev y parece que han encontrado
algo interesante.
Lo “interesante”
resultó ser un montón de libros y carpetas, apilados, atados con bramante,
cubiertos de polvo y apestando a humedad. Les había dado refugio, en la
buhardilla de la casa, un pequeño armario encastrado entre un contrafuerte y un
fregadero de desecho, medio oculto por un gran paragüero y la oscuridad
ambiente. No sin cierta repugnancia, mandé trasladar el hallazgo a la
biblioteca pública de la localidad y allí pasé tres días limpiando y
preordenando sus componentes, mientras mi jefe permanecía en Helsinki, hasta
que yo le informase de que era posible iniciar formalmente la lectura y clasificación
de los documentos.
No te aburriré,
amigo F., con el relato de mis operaciones, tan monótonas como lo suelen ser en estos casos. Pero, entre
tanta factura de sastre, notas de recomendación y libros de consulta, una extensa
carta con letra femenina llamó mi atención. Había sido echada al correo en
Vyborg en junio de 1919, tres meses antes de morir Andréiev, y este parecía haberla
guardado con cierto esmero, entre las páginas de un diccionario ruso-sueco. Leí
la misiva varias veces, con emoción creciente, y comprendí enseguida la razón
del probable interés del escritor:
estaba ante el germen de un excelente relato para lo más turbio y pesimista de
su genio.
-
¡Sírvanos otra copita de vodka!,- indiqué al
camarero, para así dar pie a que María continuara su historia, que empezaba a
ponerse interesante-.
-
Descuida, F., no te dejaré con la miel en los
labios, como decís en España. Y, desde luego, prometo acabar antes de que
tengan que cerrar el establecimiento –ironizó María-.
Y, de un tirón,
pero midiendo pausadamente las palabras, María tomó en sus manos la carta del
restaurante, a guisa de epístola, e hizo como si la leyera, más o menos, en los
siguientes términos.
***
Estimado señor,
etc., etc. Desde mi adolescencia he sido fiel lectora de sus obras y admiro
especialmente su capacidad para evocar lo más triste, y hasta lo más sórdido,
en términos de hermosa fantasía y acendrada piedad. En esa confianza, voy a
exponerle el caso del que llamaré “el señor N.”, no tanto para que lo convierta
en ensueño mágico, sino para que lo refleje fielmente en alguno de sus futuros
relatos, a fin de que sirva de advertencia para quienes estén a punto de caer
en los lazos del amor. No se trata de un caso excepcional pues, después de
haberlo conocido, he podido constatar que otros hombres –y mujeres- sufren el
mismo sino o enfermedad. ¡Que sirva de advertencia!, aunque bien sé que el
cariño nos suele hacer inmunes a la reflexión y, por otra parte, creo que el
mal que le voy a exponer no tiene medicina conocida.
Es un hecho que
el señor N. tenía la innata virtud de inspirar confianza: bien parecido,
inteligente, con las palabras justas, de maneras educadas y, sobre todo, con
unos grandes ojos negros que miraban muy dulcemente, como acariciando a sus
interlocutores. Yo ya lo conocí cuando estaba en algo más de la mitad del
camino de su vida. Entonces compensaba la inexorable pérdida de encantos
físicos con una figura todavía esbelta y un alto cargo en la Administración de
esta provincia, que ejercía de manera diligente y humana, sin que nadie tuviera
nada negativo que decir de él.
El señor N., por
otra parte, era sincero. Aunque yo no estaba en absoluto al tanto de su vida
pasada en Petrozavodsk –donde había nacido-, no tuve la menor dificultad en
conocer por su boca lo más relevante de ella. Siendo un estudiante del liceo,
había vivido su primer amor con la hija
de unos íntimos amigos de su familia, sin que tan hermosos sentimientos
llegaran a buen puerto, al parecer, por la torpeza propia de su edad y por las
intromisiones de sus padres, inclinados a ver toda clase de peligros en
relaciones tan tempranas. Nada de extraordinario, pensará usted; como tampoco lo
es que él tratara de olvidar, aparentando indiferencia, ni que la joven, triste
y despechada, aceptase las peticiones de un insistente capitán, con quien al
fin contrajo matrimonio y se fue a vivir a Kiev.
El señor N.,
entretanto, concluyó brillantemente sus estudios, ganó la plaza de Jefe de
Negociado de Primera y, con sus remordimientos y dolores a cuestas, pasó a
ejercer la profesión en Joensuu. Allí conoció a quien sería su primera esposa, a
la que siempre consideró –según manifestaba- como “la mujer más perfecta que
haya encontrado nunca”. Tuvieron dos hijos y toda la felicidad que desearse
pueda. Pero, al cabo de cinco años, ella contrajo la tuberculosis y falleció en
pocos meses, dejando a su marido en la más desoladora tristeza. Pienso que, si
no hubiera sido por sus hijos, el señor N. no hubiera resistido cierta sacrílega
tentación…
Verdaderamente,
en el cuidado de los dos niños fue ejemplar. No hubo hora que no les dedicara,
ni ciencia en que no ejerciera para ellos de maestro. Los ratos libres los
ocupaban en recorrer los caminos y estudiar la naturaleza. Hay quien dice que
llevaba a los pequeños sobre los hombros cuando ellos se cansaban, sin
importarle parecer ridículo. En fin, son detalles un tanto nimios, que yo
conozco por referencias. El caso es que los hijos –niño y niña- crecieron entre
las mayores atenciones, con el recuerdo de su madre siempre presente, pero sin
hacer de la ausencia de ella motivo de
mimos o de excesiva tolerancia.
Y, mientras
tanto, en Kiev, se producía la debacle. Tras unos años de convivencia
aceptable, en los que un niño bendijo el hogar, el militar empezó a concebir
celos enfermizos de su esposa, intachable por todos los conceptos. Las
brillantes cualidades de ella eran para su marido, no motivo de orgullo, sino
fuente de rencorosa envidia. Aprovechaba cualquier ocasión para hacerla de
menos y hasta he oído decir –no sé si con fundamento- que, a las discusiones
frecuentes y las infidelidades ocasionales, el militar añadía malos tratos a su
esposa; todo lo cual acabó por deshacer el matrimonio, pidiendo y logrando ella
el divorcio, con la custodia del hijo.
Espero, señor,
que mi carta no le esté resultando larga y aburrida, pero soy incapaz de
resumir más. Es lo cierto que, al hacerse mayores sus hijos, el señor N.
razonablemente pensó en reordenar su vida y evitar la soledad en lo que de ella
restara. Enterado por algunos familiares del desastroso fin del matrimonio de
su primer amor, le escribió una carta de amistad y ofrecimiento personal, que
ella no contestó, cerrando cualquier posibilidad de reencuentro. Considerando
por ello a su primera amada definitivamente perdida para él, se puso manos a la obra, en busca de
nueva compañera. Tengo entendido que la cosa no le resultó fácil, debido a su
edad madura y a que –según su propia expresión- no era sencillo inducir a
alguien a cometer delito de trigamia.
Curiosamente, quien más caso hizo de sus requerimientos afectivos fue una
damita de la buena sociedad de Joensuu, famosa en la ciudad por su belleza y
exquisita cultura. Las relaciones adelantaron bastante, pero la joven,
finalmente, acusó el temor ante la diferencia de edad y sus futuros deberes
maternales hacia los dos hijos de su pretendiente y, de manera fulminante,
casóse con un amigo de la infancia, un verdadero petimetre o, tal vez, un hombre
de mente enferma. El caso es que, un hijo y dos años después, el matrimonio se
deshizo, como el señor N. no había dejado de vaticinar a la joven, de manera
objetiva y, hasta cierto punto, desinteresada.
El señor N.,
avergonzado por aquel desaire a la vista de todos, se trasladó con sus hijos a
esta ciudad de Vyborg, aprovechando un ascenso profesional y la mayor
oportunidad de estudios para los muchachos. Y aquí es donde entré yo en su vida.
Pariente lejana del señor N., soltera y poco más joven que el recién llegado,
le hice los honores de mi casa y le ayudé a buscar alojamiento adecuado para él
y sus hijos, así como liceo para estos, dado que era, y soy, profesora en uno de tales centros. En fin, supongo que, por
conveniencia para él y por amor para mí, la relación amistosa tornóse en grato
y breve noviazgo (¡a nuestra edad!) y cometí trigamia, con el corazón lleno de cariño y la mente de inquietudes. Me consta que algunas compañeras del liceo
llegaron a hacer apuestas sobre si nuestro matrimonio duraría un año. Bien, han
pasado quince y seguimos casados. La trigamia
ya no existe, pues los dos hijos del Sr. N. (conmigo no los ha tenido) han
volado lejos del nido y nos han obsequiado con dos nietos. Afortunadamente, la
gran guerra que acaba de terminar ha
respetado a todos nosotros, al llegar muy tarde para unos y muy pronto para
otros. ¡Qué quiere Vd.! Estoy orgullosa de la labor realizada. El Sr. N. me
aprecia; su hijo me respeta; la hija me quiere, y yo amo a los nietos como si
fuesen de mi sangre.
Mientras tanto,
en Kiev, el primer amor de mi marido, pasada también la mitad del camino de su
vida y con su hijo colocado y casado, emprendió el sendero de la libertad y,
con él, una latente vocación literaria. Sus trabajos adquirieron cada vez mayor
notoriedad; los editores y los lectores le abrieron las puertas de una moderada
fama, y la Academia Literaria de la gran ciudad la acogió entre sus miembros
docentes de número. Espléndida ocasión para conocer a otros artistas y, entre
ellos, al poeta L., tan famoso como pagado de sí mismo, con el que al parecer
vivió el gran amor de su vida, pese a las dificultades inherentes a los anteriores
matrimonios de ambos y al narcisismo de
él. Con todo, parecían ya tocar campanas
de boda, cuando una terrible enfermedad se cebó en la señora. Llena de valor y
de entereza, soportó su terrible tratamiento sin avisar siquiera a los suyos en
Petrozavodsk y sin más compañía que la de su hijo…, pues el brillante poeta no
se encontró con fuerzas para afrontar el dolor cara a cara y convivir con una
mujer marcada con el sello de la mutilación y la amenaza de la muerte.
Bendito sea Dios, que finalmente perdonó la
vida a esa señora, aun a costa de hacerle sufrir el mayor de los desengaños. A
ella, y a mí, pues enterado el señor N. de lo sucedido, no hace más que pensar
en su primer amor; en que él es el culpable último de sus desgracias y
sufrimientos; en que su deber es estar a su lado –siquiera moralmente-, como el
mejor de los amigos y el más fiel de los compañeros. Bueno, sólo lo piensa,
pero yo leo en sus pensamientos y contemplo, tensa e inoperante, cómo naufraga
mi matrimonio, sometido a los embates de un iluso que cree poder dar marcha
atrás en el tiempo y amar a quien ya apenas conoce, y a las posibles veleidades
de una mujer que, aunque mucho más sensata que él, tiene las llaves de nuestras
vidas, con sólo pronunciar la palabra “VEN”.
Esto es, mi
estimado y paciente señor Andréiev, todo lo que quería contarle. El resto es
cosa de su talento de narrador y de hombre sensible. ¿No cree usted que el
señor N. tiene una terrible enfermedad o una maldición sobre sí? No es capaz de
amar a las que le aman y ama a quienes no pueden amarle, o por rechazo o por la
muerte. Bien, hasta ahí, tal vez todo sea puramente natural. Pero, ¿y ese poder
diabólico, de que las mujeres que no le aman a él fracasen al amar a otros?
No sé todavía qué
será de mí, ni me importa. Vivo el día a día junto al señor N., entre el
fingimiento y la inquietud. Nosotros ya estamos definitivamente atenazados por
este terrible sino. Pero ¡haga algo por quienes todavía pueden intentar
eludirlo!
Suya, etc.,
etc., (firmado) “Señora N.”
***
-
Muy interesante –acerté a decir, al cabo de unos
momentos de concluir la lectura-.
Lástima que Andréiev muriera antes de dar cuerpo literario a tan notable
historia. Por más que, en El diario de
Satanás…
-
No he acabado, amigo F.; hay algo mucho más
importante para mí. El tema, los lugares y los personajes de la carta me resultaron muy
familiares. ¡Y tanto! Como que la abuela
con la que -según te dije antes- me crié resultó ser la hija de la anónima señora
N.
-
Pero, ¿qué me dices? ¿No acabamos de saber que
la señora N. no tuvo hijos de su matrimonio?
-
Cierto. Mi abuela era la niña que la señora N. amó como si fuera de su misma
sangre.
Pagamos la cuenta
y salimos a la noche blanca de la ciudad. Sin pronunciar una sola palabra,
acompañé a María hasta su casa, cercana al hotel donde se alojaba mi grupo. En
el momento de decirnos adiós, no puede contenerme y le lancé las preguntas que
mentalmente había ido haciéndome, una y otra vez, durante nuestro despacioso
paseo:
-
María: ¿Qué fue, finalmente, de la señora N.? ¿Y
de la carta?
Creo que ni
siquiera me oyó. Acercó su mejilla a mi cara, para los besos de despedida, y
susurró:
-
¿Sabes, F.?, a veces pienso que ese mal de amor
es hereditario.
***
Meses después de mi viaje a Helsinki, pujé
por Internet y conseguí un ejemplar
de Sashka Yegulev como el que hubo en
casa de los abuelos. Pero ni se me ocurrió añadirlo a mi biblioteca. Redacté una
sentida dedicatoria, lo metí en un sobre de burbujas y se lo remití a María, a
la Biblioteca Nacional de Finlandia. Días más tarde, recibí una brevísima carta
de mi amiga que, escuetamente, decía: “Querido F., gracias por el libro y la
dedicatoria. Ha sido un detalle maravilloso.
Y, por cierto, ¿no crees llegado el momento de que se cumpla la voluntad de mi
bisabuela?”
Pues bien. Aunque
obviamente yo no soy Andréiev, como la voluntad de los difuntos es sagrada y
María murió el verano pasado, me he decidido a contarles esta historia, en la
que mi única aportación personal ha sido ponerle título.
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