Las tres edades del
desamor
Por Federico Bello
Landrove
El presente relato tiene buena parte de biografía y no menos de ejemplo
o modelo. Sus personajes, por tanto, son arquetipos, al tiempo que mujeres de
carne y hueso. Tras ellas, se perfilan en segundo plano los hombres con los que
han vivido el cariño y sufrido el desamor. ¿Son estos opuestos y prescindibles,
o las dos caras inevitables de un mismo sentimiento, imperfecto y finito? A
ustedes corresponde responder, si se atreven.
1. Las antiguas alumnas
“ Y ahora, queridas señoras y señoritas, antiguas
alumnas del liceo Nuñez de la Encina, nos trasladaremos al restaurante Oriental, para concluir el programa de
actos de esta emocionante jornada. Por mi parte, tengo un ruego que hacerles.
Comprendo su deseo de colocarse, por amistad o por edad, con sus compañeras de promoción.
No obstante, les pido que hagan grupo, como manifestación de unidad, y se
mezclen en las mesas unas con otras, sin distinción alguna. Creo que con ello
rendiremos un modesto tributo a quienes fijaron el lema del Instituto y
entregaron su vida a él: Scientia
concordiam generat. Muchas gracias y hasta dentro de un rato. “
Nutridos aplausos acogieron estas palabras
del director, que ponían fin a los actos matinales del Día de las Antiguas
Alumnas, que el susodicho liceo celebraba a finales de abril, con misa, vino de
honor (o español, como entonces se
calificaba) y acto académico. Aquel año de 197..., la disertación se había
encomendado a Cecilia Viesques, poetisa local que acababa de obtener la flor natural y diez mil pesetas, como
ganadora del Premio Carolina Coronado
del Ateneo Almendralejense. Por cierto, el catedrático de Historia, el veterano
don Demetrio, alias Ripperdá, había
hecho un afectuoso aparte a la salida con una hermosa y distinguida dama, de
fácil risa y cutis atezado, para invitarla:
-
Para el rollo
del año que viene, contamos contigo, Carmen.
-
Pero, don Demetrio, si a mí no me conoce ya en
Castellar ni el gato.
-
Pamplinas, que bien que te homenajearon tus
condiscípulas hace un año.
-
Favor que me hacen. Mas, aparte de ellas –que
bueno sería-, mi familia y poco más.
Así quedó el asunto, por el momento,
aunque la señora se sentía íntimamente halagada. No era poco, después de casi
treinta años en los Estados Unidos, que se acordasen de ella para bien, por más
que fuese proponiéndole trabajos no retribuidos. Y en esas estaba, cuando
alcanzó en las escaleras de la entrada a una señora, casi una anciana, todavía
de buen ver e impecablemente maquillada, que también se había rezagado de la
masa, en su caso, saludando pacientemente a un bedel jubilado. Carmen hizo
intención de seguir adelante, para alcanzar a su grupo de coetáneas, pero la
detuvo una pregunta:
-
¿No
eres tú Carmen Uceda, que vivía en la calle de la Victoria?
-
Pues
sí. Su cara me resulta familiar, pero ahora mismo no caigo...
-
Claro,
como que te llevo unos veinte años. También yo me llamo Carmen. Vivía junto al
Casino; de modo que estoy cansada de verte pasar camino del Instituto.
No hubo, pues, más remedio que seguir
juntas hacia el Oriental. Y a fe que
ninguna de las dos tuvo de qué arrepentirse. La conversación era fluida por
parte y parte, con esa mezcla de recuerdos y anécdotas propia de quienes han
compartido lugares y vivencias. En la puerta del restaurante, Carmen segunda había caído ya en el tuteo y
miraba con simpatía a aquella pionera de la abogacía castellarense, de quien
había oído hablar elogiosamente a su madre. No hubo dudas cuando divisaron
desde la entrada del comedor aquel mar de mesas blancas para ocho servicios.
Ambas, del brazo, se sentaron juntas en una de las más cercanas a la puerta,
sin importarles la identidad de las demás comensales. El lugar fue elegido por
Carmen primera:
-
Es
que tengo que ir a recoger a un nieto a la salida del colegio y, como esto
suele alargarse tanto con los discursos y los brindis...
-
Ya
se sabe –bromeó la Uceda-. Los postres suelen ser el reino de la brevedad y la
espontaneidad, debidamente regadas con los caldos del país.
-
¿Has
venido en años anteriores?
-
No
he podido. Estando tan lejos... Pero estos actos suelen ser muy similares, aquí
o en Urbana [1].
Una jovencita, como de veinte años, las
interrumpió:
-
Perdonen,
¿está ocupada?
-
No,
no. Puedes sentarte, si lo deseas, contestó la señora.
-
Gracias.
Me he retrasado un poco y ya está casi todo cogido.
-
No
me digas que también tú eres una vieja alumna,
ironizó Uceda. Te había hecho hija de algún profesor.
-
Pues
ya acabé el bachiller hace tres años. Por cierto, no me he presentado. Me llamo
Carmen...
La señora y la dama [2] se echaron a reír, dejando
a la chica un tanto corrida. La dama aclaró:
-
Es
que también nosotras nos llamamos así. Debe ser una exigencia de esta mesa.
-
En
mi época, apostilló la señora, era el nombre más corriente en España, junto con
el de Pilar. En cambio ahora, de Estefanía o Nayara no bajamos.
La joven tomó, pues, asiento de forma
cordial y así fue discurriendo la comida. Con todo, según se aproximaba la
sobremesa, Carmen tercera parecía
descomponerse por momentos. La dama se percató de ello y le hizo una pregunta
inocente:
-
¿Te
sienta mal la comida? Te noto pálida y como agitada.
-
No
debí venir, pero pensé que así pasaría el tiempo más aprisa. No es la comida,
es otra cosa peor y muy distinta, pero no sé si debo...
-
Si
crees que puede valerte de algo nuestra atención o nuestra ayuda, estamos a tu
disposición –repuso la señora-.
La joven Carmen titubeó por unos momentos,
suficientes para que sus ojos se humedecieran. El sexto sentido de la
historiadora Uceda dio con el consejo correcto:
-
...
Pero no aquí. Retirémonos solapadamente y vayamos a algún sitio tranquilo,
donde podamos charlar con intimidad.
-
La
cafetería Rívoli –sugirió la señora-.
Está muy cerca y conozco a los camareros. Nos procurarán una mesa aislada, o un
reservado, si se tercia.
¿Quién será capaz de juzgar sobre la
lógica de los actos humanos, o pontificar sobre la veracidad de un relato? Por
lo que yo sé –de fuentes totalmente fiables-, las tres Cármenes desnudaron
aquella tarde su alma o, al menos, su experiencia amorosa. Si buscaban consejo,
consuelo o ejemplo, es cosa que ustedes podrán valorar más adelante. Por mi
parte, ordenaré un poco mis notas y, al modo de las series de cuentos clásicas,
iré presentando cada relato por separado, en función de su protagonista.
2. Chubascos en la mañana
Carmen la joven inició su historia de la
siguiente manera:
-
Es el caso que, a los catorce años, me enamoré
perdidamente de un chico algo mayor que yo, al que conocí años atrás, por razón
de estudios y de la vecindad de nuestras familias. Aunque reservado y tímido,
se atrevió a dar el paso de declarárseme inesperadamente, sin preguntar por mis
sentimientos, ni pedirme en consecuencia ningún tipo de relaciones. Desde
luego, no hicieron falta tales cosas pues, implícitamente, quedó establecido
que yo compartía su cariño y estaba dispuesta a anudar de manera paulatina los
dulces y fugaces contactos que nuestra muy joven edad y las exigencias
académicas permitieran.
La inocencia y torpeza del primer amor habrían sido
superadas, sin duda, por nuestra seriedad y buen natural, a no ser por las
ingerencias de ambas familias, que actuaron férreamente sobre nosotros de forma
contraria y con la mejor intención. Quiero decir que la familia de él, severa y
contundente, se empleó en desaconsejarle un noviazgo que juzgaban fruto
demasiado temprano del trato vecinal y de la impetuosidad sentimental del
muchacho. Por su parte, mi familia lo estimaba muchísimo y no dejaba de
insistirme en que no lo dejara escapar, al tiempo que mostraba hacia
nosotros una libertad y condescendencia, que chocaban abiertamente con la
prudencia y rigor de la otra parte.
-
Vamos, el típico tira y afloja de nuestros mayores
que, con la mejor voluntad e impulsados por una sociedad aún basada en
represiones y apariencias, pretenden poner puertas al campo, o mediatizar lo
que debería ser estrictamente personal e íntimo –glosó la dama-. ¡Qué distinto
de lo que yo veo por el campus de mi Universidad americana!
-
La intervención de las dos familias –prosiguió
Carmen tercera- acabó por minar nuestra espontaneidad y autonomía.
Ricardo –ese es su nombre-, que sufría la peor parte, me planteó drásticamente
la necesidad de cortar la relación, hasta que la edad nos permitiera plantar
cara y decidir sin interferencias acerca de nuestro futuro. Por mi parte, sufrí
lo indecible en un primer momento, exagerando sin duda su desapego y
malinterpretando lo que era fruto, no de falta de cariño, sino del deseo de
alejarse de conflictos. Más tarde, la distancia me permitió contemplar con
precisión lo incipiente de mi amor y las grandes limitaciones de cómo lo vivía
él. Reaccioné de forma rebelde ante la insistencia familiar en que le guardase
la ausencia y en que aquel muchacho era el alevín de un posterior gran
hombre. Y así, él y yo vinimos en perder el trato cordial y relajado, a
sentirnos extraños y a disgusto; en suma, a convertir el non ho l’età [3]
en una definitiva ruptura.
-
¡Qué lástima!, comentó la señora. Aunque no conozco
al muchacho, y a ti, solo de unos momentos, juraría que ese primer amor podría
haber sido el definitivo; vamos, el amor de vuestras vidas.
-
No hable en tiempo pasado, doña Carmen, pues eso va
a resolverse esta tarde. En efecto, después de muchos avatares, Ricardo me
llamó ayer por teléfono, me dio claramente a entender que se sentía equivocado
y arrepentido, y me ha pedido una cita para aclarar la situación y abordar
el futuro –fueron sus exactas y nada sibilinas palabras-. Eso es lo que me
tiene sobre ascuas y sobre lo cual aún no he decidido qué hacer.
La muchacha calló al fin, y
se recostó en el diván de cuero rojo, como esperando que sus palabras calasen
en el ánimo de las otras dos Cármenes y provocaran sus comentarios y consejos. La
primera en reaccionar, tras un buen trago de gin-tonic, fue la dama, con
la decisión firme y tajante que la había hecho famosa entre sus conocidos:
-
Querida niña –si me permites llamarte así-, no me
parece muy oportuno aconsejarte sobre el caso, habida cuenta de lo que ya te ha
tocado sufrir a consecuencia de las intromisiones ajenas. No obstante, me voy a
permitir pensar en voz alta, como si tratara de aplicar mi voluntad en un
asunto que me concerniera de modo personal. Has sufrido intensamente por la
falta de madurez y de afecto del tal Ricardo. Has podido superar el episodio,
gracias al tiempo y a tu energía personal. Tu antiguo amor parece no haber
aprendido nada del pasado, pues vuelve a irrumpir en tu vida de manera
descompuesta y sin la menor consideración a sus pasados errores. Y, por encima
de todo ello, tú dudas. No se puede, mejor dicho, no se debe dudar en el
amor: o estás segura y decidida, o vale más dejar las cosas como están y no
exponerte a nuevos sufrimientos. Yo lo pondría a prueba o le mandaría
directamente a paseo. Todo, menos acudir a su llamada como una perrita faldera.
-
Mujer –intervino la señora-, a ciertas edades, casi
todo es disculpable. Tanto más, cuanto que se trata de reverdecer a tiempo el
primer amor y rendir tributo al hermoso ideal del cariño para toda la vida, que
todas hemos anhelado en la juventud y que tiñe de nostalgia nuestra vejez. Yo
iría, escucharía lo que tuviera que decir y, si es preciso, le pondría
las peras a cuarto, dejando claras mis vacilaciones y mis sentimientos. Si
Carmen, como ambas opinamos, ha alcanzado madurez y fuerza, no tiene por qué
dar la callada por respuesta, como si nada le importase o tuviera que salir
huyendo.
La joven miró su reloj,
experimentó un evidente escalofrío y observó alternativamente a sus
acompañantes, como esperando sus confidencias. Llegó a reclamárselas, en prueba
de confianza y buena voluntad:
-
Gracias por vuestros consejos. ¿Qué tal si, para
afianzarlos, me contáis vuestras experiencias vividas en casos de crisis
amorosa, como la que yo estoy pasando?
Dama y señora se miraron,
como preguntándose qué hacer y en qué orden. Esta resolvió las dudas:
-
Se me está haciendo un poco tarde para ir a recoger
a mi nieto; de modo que, si Carmen Uceda no se opone, seré yo quien empiece.
Además, por absurdo que para mi edad parezca, también yo estoy padeciendo una
cierta crisis amorosa, como Carmencita ha dicho textualmente.
3. El fuego del atardecer
-
De
la misma forma que todos hemos sido jóvenes alguna vez, casi todos hemos tenido
la oportunidad, como Carmen, de sentir y vivir el primer amor; ese del
que se dice que su única peculiaridad es que ignoramos que puede acabar. Yo, desde
luego, tuve la oportunidad de experimentarlo, de la forma habitual y triste de
la mayoría, es decir, como una vivencia fallida y pasada a la historia. Luego,
ya se sabe, nuevos amores, algunos noviazgos y el consabido matrimonio, que en
España solo rompe la muerte [4].
En mi caso –quizá Carmen Uceda sepa algo de ello-, la dedicación profesional a
la abogacía me permitió mirar el estado de casada como una opción del corazón,
no como un estado natural ni un modus vivendi. Contraje matrimonio,
traje al mundo a tres hijos y me quedé viuda, va para cuatro años. Todo normal:
no es de ello de lo que quiero hablaros. Aunque pueda resultar llamativo a mis
años, no rememoro el pasado, sino la tensión y vacilaciones del momento
presente.
-
Amiga Carmen –interrumpió la dama-, no sé por qué
intuyo que estás un poco obsesionada por la edad y dejas que esta te condicione
en exceso. Por esa vía –perdona que te diga-, acabarás en la depresión o
enterrándote en vida.
-
Te equivocas –repuso la señora-. Mi trabajo y
aceptable salud han sido elementos decisivos para afrontar con buen ánimo y sin
obsesión la inminencia de la ancianidad, de la que buena prueba son los
chequeos periódicos y mis cuatro nietos. Pero una cosa es no comportarse como
una vieja de antaño y otra, muy distinta, pasear por la calle Santiago del bracete,
con un novio a punto de jubilarse.
-
¡Uf!, bromeó la joven, ¡vaya cura de
rejuvenecimiento!
-
El caso es –prosiguió Carmen primera- que,
si así puede decirse, no tengo ninguna culpa de ello. Se trata de un veterano
secretario judicial, con el que he coincidido en sala cientos de veces, sin
cambiar más que saludos o fórmulas forenses. Pero fue enterarse de que había
quedado viuda y pasado el luto, y empezar él con atenciones y encuentros casuales,
de modo cada vez más notorio e insistente. Nunca me han gustado esas
asiduidades equívocas y más, si se mezclan con actividades profesionales. Pero
la mayor sorpresa y embarazo vinieron para mí de donde menos lo esperaba...
-
De tu propia familia, aseveró la dama. Bueno, eso
es, cuando menos, lo que he oído en ocasiones comentar a mi madre.
-
La cual, como siempre, ha dado en el clavo. En
efecto, chica, lejos de incomodarse, mis hijas han empezado a darme la matraca:
que si la soledad es mala; que si el hombre tiene buena facha y parece un
caballero... Yo he llegado a pensar que quieren librarse de mí y echarme en los
brazos de alguien que me acompañe en la vejez. En fin, por ese y otros motivos,
decidí darle al galán algo de cancha. Y, como suele acontecer en estos
casos, la tolerancia se volvió afecto y lo provisorio, costumbre. En fin, aquí
tienes que, contra toda lógica, el amigo se ha convertido en pretendiente y ya
va para tres meses que me ha pedido matrimonio.
-
¿Es viudo también él?, preguntó la chica.
-
Y de carrera larga. Su mujer falleció hace casi
veinte años, de la famosa gripe del año 57. Tiene dos hijos varones, que viven
lejos de Castellar, y él se ha bandeado aseadamente con una criada de toda la
vida y una limpiadora. Vamos, que no me quiere precisamente como fámula, ni
necesita mi dinero para vivir con holgura. Todo parece ser una cuestión de...
de afinidades electivas [5].
-
¡Olé; así me gusta!, exclamó jovialmente Carmen segunda.
¿Y qué ha contestado la novia? ¿O es que todavía te lo estás pensando?
-
La novia no se ha atrevido a dar el
paso o, por mejor decir, ha sopesado pros y contras y ha encontrado estos más
graves que aquellos. Vamos que, con la mejor de las sonrisas y de las ofertas
de amistad sincera, ha dado calabazas al amante impertinente.
-
¿Cree correcto, en cosas del cariño, enumerar
ventajas e inconvenientes y sopesarlos para decidirse?, inquirió Carmencita.
-
Niña mía –repuso la señora-, quizás los jóvenes
podáis, o debáis, deslindar los campos de la cabeza y del corazón. En mi caso,
es obvio que no puedo imaginar felicidad o amor, más allá del sentido común y
la experiencia. Así que, demos tiempo al tiempo, y poco hará falta que pase
para que no estemos ya para veleidades sentimentales, sino para cuidarnos y, si
acaso, reunirnos a tomar un café dos veces al mes.
-
Vaya, vaya, con la defensora del amor y las
segundas oportunidades, interpeló la dama. Me suena tu comportamiento a aquello
de consejos vendo y para mí no tengo.
La anciana Carmen
pareció incomodarse y, por un momento, sus ojos relampaguearon. Sin embargo, se
contuvo, miró la hora y despidióse:
-
Creo haber sido sincera y respetuosa en todo
momento. De cualquier forma, mi nieto, que no mi amigo, me llama a su
lado. Así que tendréis que disculparme. Ha sido un placer compartir con
vosotras el día. Ojalá volvamos a reunirnos el año que viene. Y, en cuanto a ti
–se dirigió a la joven-, que tengas pleno acierto en lo que decidas y, sobre
todo, que no sufras más de lo inevitable.
Los consabidos besos y
rechazo a que la que marchaba pagase las consumiciones. Luego, Carmen tercera
suspiró y dijo:
-
Faltan cinco minutos para las cinco. Me parece que,
a este paso, la decisión va a ser meramente cosa de dejar pasar el tiempo.
-
¿Cuánto crees que te esperará?, inquirió la dama,
con segundas.
-
Lo ignoro, pero no creo que mucho. Ricardo valora
al máximo la puntualidad y se vuelve muy vergonzoso cuando tiene que esperar en
público a alguien.
-
Pues mejor que mejor, querida, porque no me vas a
dejar con la palabra en la boca. Y también yo tengo una historia que narrar...,
si puedo contar con auditorio, naturalmente.
Carmencita decidió tirar
la toalla. Bajó la manga de la blusa, hasta cubrir la esfera del reloj y
miró fijamente a la dama, con una sonrisa. Esta se la devolvió y comenzó el
relato de sus cuitas.
4. Tormentas a mediodía
-
Como bien sabe la amiga que acaba de dejarnos, yo
soy una de tantas víctimas indirectas de la guerra civil en esta ciudad de fachas. Mal que bien, con la ayuda de
una mínima beca y los esfuerzos de mi maltratada familia, simultaneé estudios
con la colocación en una librería y logré licenciarme en Historia allá por el
año 50. Preparé mi doctorado sobre la Guerra de Cuba y el director de la tesis,
el benemérito profesor Montalbán, revolvió Roma con Santiago para que pudiese
investigar las fuentes americanas sobre el terreno. Un colega suyo se había
exiliado y era docente en la Universidad de Illinois. Montalbán le escribió en
mi favor; el destinatario se sintió solidario con mi apellido paterno y allá
que cruce el Atlántico en vísperas de los acuerdos hispano-americanos [6].
Yo bien creí que me facturaban a
algún suburbio de Chicago, pero Urbana resultó ser una preciosa pequeña ciudad
en medio del campo y, desde luego, me ganó desde el primer momento y supe que
un día volvería allí para quedarme.
-
Lo que, en efecto, sucedió…
-
Claro, tras muchas vacilaciones, pues soy la única
hija de mis padres y me tocaba cargar más
adelante con ellos, conforme al machismo que impera en este país. Mi hermano no
dejó de echarme en cara que les pagase
así todo lo que se habían sacrificado por mí, como si él no los hubiese
sangrado para montar una pequeña perfumería en los soportales. En fin, cada
familia tiene sus cosas, que no es cuestión de airear. El hecho es que, a las
bellezas del lugar y la admirable organización y medios de mi Facultad, pronto
se añadió un motivo más para quedarme: un motivo llamado Edgar, un ingeniero
que daba allá clases de Química Técnica.
-
Bien, suspiró Carmen tercera, ya tenemos los personajes. Veamos ahora el desarrollo de
la trama.
-
¡No me digas que te has dado cuenta de que estoy
siendo deliberadamente prolija!, confesó la dama, echándose a reír. Como ya son
las cinco y diez, estoy en condiciones de abreviar, no sin demostrarte que, a
diferencia de nuestra vieja amiga, yo
pongo en práctica lo que aconsejo.
-
Adelante, pues. Soy todo oídos y hasta estoy
dispuesta a tomarte apuntes.
-
Vamos allá. Los primeros tiempos con Edgar fueron
muy satisfactorios. Cada uno se ocupaba en sus estudios y tareas, compartíamos
las labores de la casa y comunes aficiones y, en fin, tuvimos dos hijos encantadores.
Eso duró lo que mi esposo tardó en empeñarse en convertirme en ama de casa con
dedicación exclusiva y, sucesivamente, en aislarme de las pocas amistades que había
ido haciendo y en tontear o intimar con las alumnas más proclives a ello.
-
O sea, interpretó la joven, una especie de sátrapa celtibérico con pasaporte
americano.
-
O el típico marido absorbente de cualquier parte
del mundo, que no resiste la tentación de hacer de menos a su esposa por todos
los medios, para encumbrarse él artificiosamente. Y lo curioso es que no se
trataba de un don nadie, a quien yo pudiera eclipsar… La cosa es que yo aguanté
cuanto pude, en interés de los niños, hasta que constaté que mi paciencia era
contraproducente, pues los chicos se percataban de la tensión doméstica,
tomaban partido por su padre o por mí y, en resumen, empezaban a reproducir en
ellos lo que yo detestaba en Edgar. Así que tomé por la calle del medio y
solicité el divorcio.
-
Feliz tú, que vives en un país que lo permite.
-
Divorcio, separación, mandar a paseo… Para los
efectos, es lo mismo. Lo que yo quiero recalcar es que no hay unión en el
mundo, bendecida o no, que merezca sobrevivir a la dignidad personal y a la
irreversible pérdida del amor y la confianza mutua.
-
Vamos, que lo importante no es que la persona amada
sea la primera o la diecisiete, sino que efectivamente la quieras y viceversa.
-
Algo por el estilo. No te ocultaré que tal
independencia de criterio y valor frente a la adversidad sentimental cursan con
dolor y dureza. A la postre, empero, es la única forma sabia y decente de
afrontar una verdad indudable, conocida –pero escondida- desde que el mundo es
mundo: que la existencia del amor implica la del desamor; que lo usual es que
el tiempo pueda con el cariño y no viceversa.
-
Verdades que yo ya he conocido en mi propia vida y
que tú estás definiendo esta tarde y pidiéndome que asuma con total normalidad.
-
Querida –matizó la Uceda, con afecto casi
maternal-, no siempre amor y desamor se deslindan nítidamente, ni se sabe qué
capacidad de aguante y sufrimiento podemos generar. Solo estoy segura de algo,
que desearía transmitirte, al menos, para que reflexiones sobre ello: La
duración del amor ha de ser un contraste del mismo, no una exigencia servil.
-
Pero, ¿no merecerá algún sacrificio, o algún atento
cuidado?
-
Eso, Carmen, solo tú puedes contestarlo. Tú y
Ricardo, por supuesto.
Como se ve, el diálogo
empezaba a perderse en vericuetos inextricables. Las dos mujeres lo
comprendieron así y, de forma concorde, hicieron el gesto de llamar al camarero
para que les trajera la cuenta. Lógicamente, Carmen Uceda impuso su ley y cerró
la conversación de forma abierta, si vale la paradoja:
-
A ver si el año que viene podemos continuar la
charla. A poco que podamos, niña mía, tendremos algún hombre a nuestros pies.
Falta por ver si el tuyo se seguirá llamando Ricardo.
Se despidieron cariñosamente
a la puerta del Rívoli y siguieron
rutas opuestas, sin volver la vista atrás.
5. Una conclusión
La profesora Uceda notó que le daban un golpecito en el costado, a la
vez que susurrábanle al oído:
-
Carmen,
despierta, que está acabando el rollo de la poetisa.
Recuperó la conciencia a duras penas y respondió:
-
Gracias,
Lola. Con esto de los viajes en avión y
el cambio de hora, me quedo traspuesta en cualquier parte.
-
Y
más, si te sueltan una conferencia intragable. ¡Cincuenta minutos!
Carmen acabó de despertar justo a tiempo de participar en la ovación de
circunstancias que siguió al final de la exposición pública. Se unió a la
corriente de condiscípulas que desalojaba el salón de actos del Instituto, pero
la paró un sujeto de unos cuarenta años, que se le presentó como catedrático de
Historia:
-
Profesora
Uceda, es un placer saludarla. En nombre de la Dirección del Centro y del claustro de profesores, quiero
invitarla a que dé la conferencia del próximo año. Su ejecutoria es un honor
para la Asociación de Antiguas Alumnas y para el “Núñez de la Encina” en
general...
La invitada tuvo la impresión de protagonizar un déjà vu [7],
aunque su interlocutor presente no tuviera la imagen del viejo Ripperdá.
Le respondió de forma breve y ambigua, no sin manifestar su agradecimiento por
la oferta. Bajó las escaleras con más prisa de la que aconsejaba la evidente
torpeza por su artritis y, ya en el zaguán, algo le hizo mirar en derredor, en
busca de un rostro anciano y amigo. Efectivamente, lo encontró, pero no en la
persona de una vecina olvidada, sino de sus compañeras de curso, Lola y Feli,
que la esperaban, para ir juntas hasta el restaurante. Sus siluetas le quedaban
de perfil, con la estatua de Felipe II al fondo. Carmen no pudo menos de pensar
que la antigüedad del monarca hacía juego con la vejez de aquellos
rostros ajados, de aquellos bustos lacios, que una vez pasearon su lozanía con
orgullo por la Acera de Recoletos. Y sus amigas no eran otra cosa que el espejo
de su propia decrepitud, largas sombras que trazaba el sol poniente, al
hundirse de modo irremisible en el horizonte.
Simuló recomponer por unos momentos su peinado, para apaciguar aquel
corazón suyo, tan explosivo, que parecía querer salírsele por la boca. Y
entonces vio, tan claro como el agua de sus ojos, que el sueño del paraninfo no
era otra cosa que la película de su vida, apenas alterada por el simbolismo
onírico o, tal vez, por su propensión innata a la fabulación. Pero ella era
fuerte y aquel, un día de fiesta. Se acercó sonriendo a las expectantes y
tarareó maquinalmente:
...Porque
todo llega a su fin.
Después
de un día triste
Llega
otro feliz [8].
[1] Una de las sedes principales de la
Universidad estatal de Illinois (EE.UU.). La alusión de Carmen Uceda nos
permite ya suponer con fundamento que ella fuese profesora de tan ilustre
Centro docente.
[2] A efectos de diversificar las alusiones, me
refiero también a Carmen primera como la señora; a Carmen segunda, como la dama, y a Carmen tercera,
como la joven, la chica o Carmencita.
[3] Obvia alusión a la canción del mismo título,
con la que Gigliola Cinquetti ganó los festivales de San Remo y Eurovisión en
1963, unos años antes de los hechos relatados por Carmen tercera. El
texto de esa pieza hace alusión a la conveniencia de esperar unos años, para
vivir un amor pleno y adulto.
[4] Como es conocido, el divorcio no se
reimplantó en España, hasta 1981. Recuérdese que nuestras Cármenes estaban
viviendo en el año 197...
[5] Alusión de Carmen a la famosa novela de J.W. Goethe (1809), en mi opinión, traída un
poco por los pelos.
[6] Con casi total seguridad, Carmen Uceda alude
al Tratado de amistad y cooperación entre
España y EE.UU., de septiembre de 1953.
[7] Me permito aclarar que se trata de la
paramnesia, o sensación –real o puramente imaginaria- de haber vivido o
conocido ya lo que se está experimentando en el presente.
[8] Fragmento de la letra de la canción El baúl de los recuerdos (1969), de
Tony Luz, que popularizó la cantante Karina.
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