Fourier en las
Rocosas
Por Federico Bello Landrove
La agitada e interesante vida de la familia Meeker –los de la famosa masacre- nos anima a reflexionar
sobre lo mucho que ha cambiado el mundo en siglo y medio, pero lo poco que lo
han hecho los hombres. Un capitán adscrito al Quinto de Caballería nos
transmite datos y reflexiones sobre algo que parece escandalizarlo: lo
irracional y contradictorio del comportamiento humano. ¡Pobre capitán! Se ve
que no había leído a Fourier..., ni en su corazón.
1. Una joven desaprovechada
El 20 de diciembre pasado falleció de
enfermedad pulmonar mi buena amiga Josephine Meeker, cuando sólo contaba
veinticinco años de edad[1]. Tuve
la satisfacción de poder acompañar en la ceremonia fúnebre a su madre, Arvilla[2], al
senador Teller[3]
y a otros conocidos y curiosos, que siguieron los restos de la joven hasta el
cementerio de Greeley, donde posteriormente su madre hizo grabar el epitafio en
verso que se ha hecho famoso en todo Colorado[4].
Seguramente, me voy haciendo viejo y no
quiero que ciertas reflexiones sobre el caso mueran conmigo [5]. Es lo
que le dije a Thomas Dawson, el diligente periodista del Denver Tribune quien, apenas unos meses después de la famosa masacre de Meeker [6],
escribió en colaboración con Josie el famoso libro que galvanizó a todo el
Estado [7].
Tomándonos un buen café para reponernos del frío del camposanto, le pregunté:
-
Ralph, ¿crees tú que ya se ha dicho todo sobre la
guerra de los utes[8]?
-
Por supuesto que no –me repuso-, pero no creo que
seas tú el más indicado, como militar en activo, para meterte en camisas de
once varas.
-
No estoy pensando en tratar de estrategia ni, menos
aún, de política. Estoy imaginando unas reflexiones sobre las numerosas
paradojas y contradicciones que ofrece el episodio.
-
Allá tú. Yo esperaría, cuando menos, a estar
retirado de la milicia.
-
Te haré caso. Escribiré unas notas y te las haré
llegar para que las leas y corrijas. Ya sabes que soy un explorador y un
pionero con escasa educación literaria. Luego, las guardaré en un cajón, hasta
que alguno de mis herederos decida calentarse con ellas.
-
Entonces, ¿para qué diablos vas a esforzarte y a
implicarme en correcciones gramaticales?
-
En honor de esa pobre chica. Tal vez, un día mis
futuras cuartillas sirvan para que alguien fije su atención en una vida tan
desaprovechada.
***
A lo que se ve, el esfuerzo del capitán
Cline[9] ha
sido coronado por el éxito. No les voy a molestar con detalles, pero ello es
que una copia literal de su trabajo –seguramente retocado por el periodista ilustrado- llegó a mis manos por
gentileza de una corresponsal de Denver que –incredibile dictu!- frecuenta el blog de mis relatos, para repasar
sus buenos conocimientos de español. Me escribió hace unos meses:
El
material es muy interesante, aunque tendrás que aportar tu grano de arena para
convertirlo en un relato medianamente personal y creativo. A ver cómo te las
arreglas.
“Medianamente personal y creativo”. ¡No
pide nada mi amable inductora! Encontrar un hilo conductor salmantino para un
relato del oeste americano, acaecido casi siglo y medio atrás. En fin, todo sea
para hacer los honores a mi amiga virtual, Cristal. Ahí va un relato basado en
las paradojas de la vida, tal y como las apreció en su día el capitán Milton W.
Cline…, o como yo entiendo que las transmitió a quien pueda interesar.
2. La utopía de Papá Meeker
Esta historia debe comenzar –así opina
Cline en su manuscrito- con una referencia al difunto Nathan C. Meeker, padre
de Josephine, a quien no tuve el gusto de conocer, pero que, sin duda, es el
protagonista mudo de todo el relato. Nacido en 1817, en el seno de una familia
de granjeros de Ohio, pronto decidió que su vida no iba a estar ligada al
arado. He aquí, pues, la primera paradoja de esta narración, tan pródiga en
ellas. Quien luego predicaría las excelencia de la agricultura a los indios
utes, salió por pies del estiércol y la tierra removida por la reja, y eso que
no pueden compararse las cualidades para el cultivo de la tierra natal del señor
Meeker, con la de la montañosa parte occidental de Colorado, buena tan solo
para los pastizales que alimentan la ganadería extensiva.
Con todo, tras vivir una vida asendereada
durante más de quince años, en la que ejerció de marinero en el Misisipi, periodista ambulante y maestro, hubo de
regresar a la granja paterna, no por convicción, sino por serios problemas de
salud, tal vez, no muy diferentes de los pulmonares, que aquejarían años
después a algunos de sus hijos. No era cosa de someter al pobre valetudinario a
una dieta de rudo trabajo. Tuvo, pues, tiempo sobrado de entregarse a la
lectura de –entre otras- las obras del francés Fourier[10], el
famoso propagandista de los falansterios,
que ya entonces menudeaban en el país. En particular, Meeker se sintió atraído
por el denominado Trumbull Phalanx,
establecido en su propio Estado. Recién casado con una mujer, Arvilla Delight
Smith, culta, inteligente y decidida, se incorporaron a la citada Falange,
donde pasaron a desempeñar, respectivamente, los puestos de dirigente de la
comunidad y de maestra.
Aunque de esto solo hablé con Arvilla
brevemente y muchos años después, se infería de su profunda tristeza que
aquella achacaba el triste fin de su hijo George[11] a la
estancia en Trumbull. He aquí una nueva contradicción en la vida de Meeker. Él,
que se sentía capaz de imponer a los aborígenes la ubicación de sus campos de
cultivo, no había sido capaz, muchos años antes, de percatarse de los problemas
de mosquitos y agua contaminada que dieron al traste con su próspera comunidad
de sesudos filósofos y abnegados trabajadores. Hubieron, pues, los Meeker –cada
vez con más hijos a su cargo- de improvisar un nuevo medio de vida, eligiendo
el del comercio en almacenes rurales. Como notarán quienes continúen la lectura
de estas páginas, las circunstancias que alejaban a Nathan Meeker de la lógica
vital, lo conducían, al parecer, de modo inexorable hacia su triste destino.
No parecía llamar el Señor a Meeker al
mundo de los negocios, pero su cultura libresca y experiencia vital sí le
aprovecharon, durante nuestra Guerra Civil, para volcarlas en el campo del
periodismo –ya visitado en su juventud-, en el que ejerció, en diversas
ocasiones y frentes de batalla, las tareas de corresponsal de guerra. Fue el
último eslabón de una larga cadena de profesional ambulante, ya próximo a
cumplir la cincuentena. He aquí una nueva paradoja: quien aconsejaría a los
jóvenes bravos el trabajo sedentario,
se había pasado la vida como un nómada, buscando su destino.
3. El mecenas del New York Tribune
Todos los hombres de mi generación hemos conocido y profesado respeto al
señor Horace Greeley [12],
periodista extraordinario e influyente, quien durante treinta años dirigió con
mano maestra los destinos del Tribune,
el diario neoyorquino más leído entonces en nuestra nación. Años más tarde, los
confusos avatares de la posguerra, lo lanzaron directamente al mundo de la
política, por el que tuvo un fugaz y trágico paso [13].
Es el hecho que Greeley era un entusiasta
de las utopías de Fourier, además de un convencido de la emigración y
asentamiento de nuestra juventud en las tierras de la frontera. ¿Quién no
recuerda su insistente llamada a los jóvenes para marchar hacia el Oeste? Al
encontrarse Meeker y Greeley, era inevitable el mutuo entendimiento y
compenetración. Y así, aquel fue contratado por este como periodista del Tribune, pasando con su familia
–incluida Josephine- a vivir en Nueva York, se suponía que de manera ya estable
y definitiva.
Una nueva perspectiva iba, no obstante, a
abrirse en la vida de nuestro héroe. Comisionado para cubrir la noticia del
tendido férreo de costa a costa [14],
Nathan viajó hasta Colorado por el ramal de Cheyenne a Denver y quedó
entusiasmado de la belleza y aparentes posibilidades de aquel idílico mundo,
dominado por las Montañas Rocosas. Le faltó tiempo para fundir en su
pensamiento los falansterios de Fourier con la llamada al Oeste de su jefe
Greeley, acordando con este una cruzada, que tendría el Tribune como clarín y fuente de financiación. En octubre de 1869,
el periódico lanzó una Llamada[15], para
personas de alto nivel moral, que incluya
la templanza, el trabajo duro, la agricultura, la educación y la cooperación.
La respuesta sobrepasó las expectativas y se seleccionó a trescientas familias,
como primeras integrantes de la Union
Colony Utopia, cuyos primeros gastos serían atendidos con las aportaciones
de los seleccionados y la largueza del periódico y de su director.
Dicen las malas lenguas que Meeker
promovió la iniciativa y urgió precipitadamente su puesta en marcha, debido a
las esperanzas que el clima de Colorado deparaba para los enfermos del pulmón.
Es de notar, que George, segundo hijo de Nathan Meeker, padecía un avanzado
grado de tuberculosis; tanto es así, que falleció sin remisión a los pocos
meses de establecerse en la Colonia. Y no fue esta la única desgracia que se
abatió sobre el ánimo de Meeker en aquel asentamiento, al que se había
trasladado con su familia. La imposibilidad de desarrollar árboles –debido a la
altura- y el prurito de mantener una unidad religiosa, fueron otros tantos
motivos de serio descontento para los colonos, que alcanzaban ya el número de
un millar. Con todo, la proximidad al ferrocarril, las posibilidades de
irrigación y la bondad del clima, bastaron a mantener la unidad y extensión de
aquella pequeña ciudad, cada vez más llamada Greeley, en honor del magnate
neoyorquino, o Ciudad de los Santos,
por las buenas costumbres aparentes de sus moradores, que Meeker dirigía con
celo y propiciaba -¡cómo no!- desde las páginas de su Greeley Tribune.
Algo hay en la personalidad del maduro fourierista que no puede tildarse de
contradictorio, pues el mundo está lleno de hombres como él. Me refiero a que,
quien no vacilaba en ponerse al frente de nuevas comunidades y dirigirlas con
mente preclara y moral puritana, era en cambio un pésimo administrador y un
confiado financiero. Las deudas empezaron a agobiarle y a impulsar ventas y
economías. Greeley era, no obstante, un acreedor tolerante y un fiador
generoso. Su edad no parecía despertar preocupación inmediata. Pero las
calamidades que se cebaron en él en los últimos años minaron su resistencia,
personal y patrimonial. El mecenas falleció inesperadamente en noviembre de
1872 y sus herederas, a través de albaceas y abogados, cayeron sobre Meeker,
reclamándole el pago de sus deudas con carácter inmediato[16].
Y, mientras tanto, Josie se convertía en una jovencita de quince años, calificada por
algunos de chicazo salvaje, de
comportamiento impropio en una señorita, que se permitía montar a caballo sin
silla y retar a los muchachos en carreras ecuestres por las calles de la
Colonia. Yo no la conocí en aquel entonces, pero juzgo superficiales tales
críticas hacia quien, después de asistir puntualmente a la escuela, adquiría
conocimientos de medicina, seguía en Denver estudios de secretariado y, fiel a
los ideales de su madre, se estaba convirtiendo en una firme defensora de los
derechos de los indios. Pocos años después, alguien la definió físicamente como
una mujer hermosa, alta y bien proporcionada, cuyo cabello rubio escapaba
incontenible de la copa de su sombrero. Esa es la joven a quien yo he conocido,
coincidente con la de la fotografía que preside hoy los reconstruidos edificios
de la agencia india de White River, de tan triste recuerdo.
4. En una Agencia india
La necesidad de saldar sus deudas con las
hermanas Greeley llevó, pues, a Nathan Meeker a solicitar la plaza de encargado
principal de la agencia india de White River, no lejos de su frustrado
falansterio. El sueldo que con ello obtendría habría de acrecer con el
correspondiente al trabajo de su mujer y de Josephine como maestras de la
escuela aneja y, sobre todo, con el comercio –más o menos legal y honrado- que
se mantenía con los indios, para completar las raciones alimenticias gratuitas
que les proporcionaba la Oficina de Asuntos Indios, a fin de que pudieran
sobrevivir en la estación fría.
Creo que, pese a las penurias familiares,
el traslado a White River cogió a Josie estudiando en el prestigioso Oberlin College de Ohio[17],
donde se graduó casi simultáneamente. Retornó con los suyos y, al momento, pasó
a ejercer de médico en funciones y de maestra para los utes de la zona, con un
sustancioso sueldo anual de 750 dólares. No he tenido constancia de la
frecuencia y resultado de sus tareas clínicas, pero es de lamentar que su
amable docencia no recibiese la acogida merecida. En efecto, poco antes de la
famosa masacre, solamente cursaban en la escuela tres niños indios, que se
redujeron a uno (Frederick Douglass, hijo del jefe Douglass, o Quinkent) el día de los asesinatos.
Puede considerarse una paradoja más, la de que el citado muchachito fuese el
más cruel y despectivo de los adolescentes de su tribu, en el trato de las
mujeres y de los niños blancos tomados como rehenes por los utes. Yo, al menos,
así lo creo, aunque ejemplos numerosos hay de ingratitud de los alumnos hacia
sus maestros, en todas las culturas.
En el año que el señor Meeker estuvo al
frente de la Agencia, no cabe duda de que puso coto a los desmanes de
comisionistas precedentes, quienes se hacían ricos vendiendo a los indios
whisky y armas de fuego, o exigiendo dinero a cambio de los géneros y raciones
que debían serles suministrados de balde. Por el contrario, confundiendo la
moral del falansterio con la mentalidad de quien trataba con salvajes, vino en producir la mayor de
sus paradojas, a saber, que el mejor de los tratos provocase naturalmente la
peor de las respuestas. Y es que el agente se empeñó en convertir a los utes en
agricultores sedentarios, roturando algunos de sus más preciados pastizales.
Ciertas cartas enviadas por los empleados a sus familias evidencian críticas
técnicas, como la de que aquella tierra era mucho mejor para apacentar caballos
–riqueza mayor y más apreciada por los utes-, que para cultivar patatas y
trigo. Todo era inútil ante la terquedad inflexible del difunto Meeker, quien
seguía adelante con sus labores, obras de regadío y erección de graneros.
Al modo de los déspotas, que buscan el
bienestar del pueblo sin pedirle opinión, Nathan olvidaba creencias y actitudes
inmemoriales de los indígenas que le estaban confiados. Es sabido que los utes
tienen en nada el cultivo por extenso de la tierra, juzgando el cuidado de
pequeños y efímeros huertos y planteles como obra exclusivamente femenina. Los
arados, que excavan y remueven profundamente el terreno, eran considerados por
ellos como nefastos, al herir y hacer sufrir a la Madre Tierra. Los indios recordaban a Meeker en vano los anteriores
tratados con el Gran Padre Blanco[18], los
cuales entendían incompatibles con el cultivo de sus tierras por los caras pálidas. El jefe de la Agencia disputaba
sobre ello, al sostener que esta había de mantenerse gracias al terreno
circundante. Repudiaban, igualmente, los aborígenes la existencia de una
escuela a la que se convocaba a sus hijos, por juzgar que eran adoctrinados en
creencias y valores distintos de los suyos.
El rechazo de los utes por su labor –que él
consideraba desinteresada y benemérita- llevó a Meeker, en una imparable
contradicción –todo para los indios, pero sin los indios-, a endurecer su
actitud, como ningún agente lo había hecho antes. Negaba la entrega de las
raciones de comida para las familias indias, si no iba personalmente su cabeza
a recogerlas; así impedía el nomadismo y la trashumancia propias de los utes en
edad de guerrear. Seguidamente, pasó a valorar la sobreabundancia de poneys como un signo de ostentación y
belicosidad impropio de la vida civilizada, siendo así que sus dueños lo
consideraban la forma más noble y masculina de riqueza. Finalmente, ante la
rabia apenas contenida de los indios de los grupos vecinos a la Agencia–en
total, unos setecientos guerreros, más las mujeres, ancianos y niños-, solicitó
la presencia y establecimiento de un retén militar.
Lejos de mí cualquier veleidad de
justificar la reacción de los utes de los jefes Douglass, Jack, Johnson y
otros, ni de acusar al señor Meeker del desastrado fin de su agencia y de todos
los empleados. Solo pretendo exponer las contradicciones de un alma grande en
medio de un mundo que no conocía lo suficiente y que quiso acomodar a la medida
de sus designios, por muy acertados que ellos fuesen.
5. El honor de las cautivas
Dejaré en la penumbra las razones por las
que se decidió contar conmigo para recuperar a las mujeres y niños cautivos
tras la masacre. No quiero resultar pretencioso. Solo afirmaré que el motivo
decisivo para ello no fue mi conocimiento general del territorio y de los
indios, sino mi antigua y buena amistad con el jefe supremo de los utes, el
noble Ouray[19].
Y así, hube de integrarme en la embajada presidida por el general de la Militia Adams, que contaba con
credenciales y poderes del Secretario del Interior, Schurz[20]. A
los seis días de nuestra partida de Denver, encontramos el campamento indio que
buscábamos, con la satisfacción de hallar a los rehenes vivos y en aceptable
estado de salud.
Me cupo el honor y el riesgo de quedarme
en el campamento aquella noche, una vez se logró por parte de los indios el
compromiso de liberar a las mujeres y los niños sin más dilación. El general
Adams y el conde von Doenhoff [21]
abandonaron el lugar para ir a notificar inmediatamente el éxito inicial de su
embajada y preparar la acogida de los liberados. Yo hube de permanecer, junto a
los dos mayorales de los carros que esperaban la amanecida para ponerse en
camino. Junto al arroyo que proveía de agua potable al campamento, tuve una
extensa conversación con Josephine Meeker, que fue la fuente de nuestra
posterior amistad. Nada revelo que no haya llegado luego a saberse por el
público, ya por la publicación del periodista Dawson, ya por la instrucción
judicial del caso llevada por el propio Adams, o ya por las múltiples lecturas
y conferencias dadas por la propia Josie, en Colorado y en el Este. Si me
refiero ahora a aspecto tan escabroso del asunto es, pues, en la seguridad de no
revelar intimidades ignotas, así como por destacar las paradojas de la vida y
del destino de sus protagonistas.
Es ello que, tanto Josephine, como su
madre –por no referirme a la tercera cautiva, la señora Price-, evitaron aludir
en un principio a los aspectos más siniestros de su cautiverio y manifestaron
haber sido bien tratadas, dentro de lo posible entre los salvajes. Luego, Josephine se explayó por escrito, refiriendo malos
tratos y ultrajes de carácter físico y mediante privaciones y amenazas.
Finalmente, urgidas por el instructor bajo juramento, hubieron de referir las
violaciones de que fueron víctimas, aunque fuera bajo la disculpa de ser botín de guerra, por parte del jefe
Douglass y del contradictorio guerrero Persune (o Pah-sone)[22]. Y
así, aquellas mujeres, respetuosas de los derechos y conocedoras de la
mentalidad indígena, vinieron a ser el detonante de una explosión de
indignación, que sacudió a Colorado y a la nación entera, hasta cumplir, sin
distinción de inocentes ni culpables, el grito del gobernador Pitkin: Los Utes tienen que irse[23].
Y, en efecto, los utes se fueron; a la
fuerza, por supuesto. Ni la bondad de su jefe supremo, Ouray, ni la pasividad
de la mayoría de su nación en el levantamiento, ni la favorable actitud del
Secretario Schurz hacia los indios, evitaron su expulsión de Colorado, o su
reducción en Reservas menores e insuficientes. En cambio, el intento de
personalizar la justicia y que pagaran por los delitos solo los culpables
directos o espirituales, fracasó de modo rotundo. Hasta la fecha (y supongo que
por siempre), solo una persona ha sido castigada por esos crímenes: el jefe
Douglass, que permanece en la prisión de Leavenworth[24].
Mientras tanto, el violador de Josie, el
guerrero Persune, mantuvo en todo momento su situación de libertad, al respetar
nuestras autoridades las leyes indias, que le atribuían sobre la cautiva el
derecho de convertirla en su esposa
y, en consecuencia, exigir de ella el débito conyugal. Dicen que, cuando aquel
individuo se enteró de la muerte de Josephine, le guardó duelo, pintando su
cara de negro. Las cosas del amor…, aunque bien dicen que hay amores que matan.
6. Dos Secretarios del Interior y
una colaboradora suya
Respetando las prudentes advertencias del
periodista Dawson, me he abstenido hasta ahora de parar mientes en las
paradojas de los políticos. Sin embargo, esta breve y peculiar historia
quedaría incompleta, si no hiciese alguna alusión a la contradictoria actuación
de los dos Secretarios del Interior con los que colaboró Josephine Meeker
después de su liberación, a saber, Carl Schurz y Henry M. Teller.
El honorable Carl Schurz fungía el citado
cargo cuando la masacre de Meeker y el ulterior rescate de los rehenes. Tuvo
con Josie la consideración de emplearla como copista en la Oficina de Asuntos
Indios, en Washington; esa peculiar Dependencia administrativa de la que se
decía, con bastante fundamento, que tal vez fuese posible encontrar en ella a
alguien decente. El señor Schurz hizo mucho por mejorar tal opinión,
combatiendo la corrupción y otorgando cargos, no por clientelismo, sino en
razón del mérito. No obstante, en mi modesta opinión, todo ello de nada sirvió
para mejorar la condición de los indios, toda vez que prosiguió con denuedo la
campaña de encerrar a aquellos en reservas,
cada vez menores y menos fértiles. Así –decía- se logrará la más pronta
asimilación de los indígenas. Vamos, algo así como lo que él ejemplificaba, al
convertirse en un patriota americano[25],
gracias a haber tenido que exiliarse por fuerza de su tierra natal alemana.
El honorable Henry M. Teller contrató los
servicios de Josephine como secretaria, cuando todavía era senador por
Colorado. Su marcha a Washington para ejercer la Secretaría del lnterior, se
produo en la primavera de 1882, cuando la pobre Josie embocaba el último tramo
de su mortal enfermedad. Por ello, no lo acompañó a la capital federal, sino
que permaneció en nuestro Estado hasta su fallecimiento. En consecuencia, la
señorita Meeker vivió –para su satisfacción- la etapa pro-india del señor
Teller, en la que combatió en favor del mantenimiento comunal de sus
territorios, en lugar de favorecer su parcelación y venta a terceros[26]. Ya
Secretario del Interior, Teller promulgó un Código
penal de los Indios[27],
que contribuyó coercitivamente a eliminar la cultura india de las Reservas. No
digo yo que ciertas prácticas, como la poligamia, no fueran nefandas, pero
otras muchas no tenían por qué repugnar al buen sentido y la democrática tolerancia
de que han de hacer gala los ciudadanos de los Estados Unidos.
***
Y, mientras tanto, Josephine trabajaba
para esos próceres y esperaba. Su trato íntimo con el bravo Persune y el avance de su dolencia tuberculosa habían
reducido a la nada su razonable expectativa de convertir el agrado al sexo
opuesto en matrimonio conveniente y en tierna maternidad. Ya escribía al
principio de estas notas que Josephine Meeker, a pesar de la brillantez de su
fugaz paso por la vida, había sido una joven desaprovechada. En ello algunos tuvimos cierto grado de culpa, por
razones que no es del caso detallar aquí. Básteme confesar que, cuando vuelvo
la vista atrás, en mis noches de insomnio, torna a salir la luna y a correr el
arroyo; siento, húmeda y mullida, la hierba de la pradera, y la voz de Josie me
susurra dolores y esperanzas, a los que –hoy como ayer- no tengo otra respuesta
mejor que esta:
-
Lo siento. Tengo que dejarte. Las carretas están sin
vigilancia y temo que los utes nos roben los caballos. Mañana hemos de viajar
hacia la libertad.
Ella, hoy como ayer, me pregunta:
-
¿Crees que
para mí esa libertad tendrá sentido y
me traerá la felicidad?
Y yo me pierdo entre los árboles, a
cumplir con mi deber, sin saber qué contestarle.
[1] Josephine Meeker (1857-1882),
conocida familiarmente por Josie o Josy.
[2] Arvilla (o Arvella) Delight Smith
(1815-1905), de casada, Arvilla Meeker, esposa de Nathan C. Meeker y madre de
Josephine Meeker y sus hermanos.
[3] Henry Moore Teller (1830-1914),
senador por Colorado y Secretario del Interior en la presidencia de Chester A.
Arthur. Josephine Meeker trabajó durante algún tiempo para él, en funciones de
secretaria.
[4] Eludo recoger literalmente dicho epitafio,
sobradamente conocido, que aún puede leerse en la lápida de la tumba de
Josephine Meeker, en el cementerio de Linn Grove, de Greeley (Colorado, USA).
[5] El
narrador histórico de este relato,
capitán Milton William Cline (1825-1911) tenía, al momento de fallecer
Josephine Meeker, 57 años, edad avanzada para la época, siquiera aún le
quedasen muchos años por vivir.
[6] La
Masacre de Meeker se produjo el 29 de septiembre de 1879, falleciendo
violentamente en ella Nathan C. Meeker y otros diez empleados de la Agencia
India de White River (Colorado), a manos de indios utes del norte sublevados.
[7]
THOMAS FULTON DAWSON, The Ute war: A history of the White River massacre and the privations
and hardships of the captive women among the hostiles on Grand River,
Denver (CO), 1879, 184 páginas.
[8] Pomposo
nombre asignado al levantamiento, escaramuzas y un solo combate abierto, por
parte de algunos utes en la segunda mitad de 1879, que concluyó con el
desplazamiento de los utes de Colorado a una reserva, mucho más reducida y
pobre, en el actual Estado de Utah (1881).
[9] Personaje
histórico, ya aludido en la nota 5, que, a lo largo de su carrera militar,
ejerció habitualmente tareas irregulares,
como explorador (scout), tanto en la
Guerra Civil, como en las guerras indias. Alcanzó el grado de capitán y vivió
la última etapa de su vida en Colorado, donde está enterrado (cementerio de
Cimarron, en el condado de Montrose).
[10] François Marie Charles Fourier
(1772-1837), socialista utópico, cuya idea práctica de las comunidades
intencionales, llamadas falansterios, alcanzó un gran predicamento en el siglo
XIX. En los Estados Unidos, destacaron las falanges
establecidas en New Jersey, Texas, Indiana, Ohio y Colorado, estas dos últimas,
aludidas en el relato.
[11] Segundo
hijo de Nathan y Arvilla Meeker, nacido en 1847 y fallecido de tuberculosis, en
1870.
[12] Horace
Greeley (1811-1872), famoso e influyente periodista estadounidense, cuya
intervención en política llegó a plasmarse en su participación como candidato
en las elecciones presidenciales de 1872.
[13] Abrumado
por desgracias familiares y profesionales, así como por su clara derrota en las
urnas, falleció de forma repentina antes de que concluyese el recuento de los
votos electorales. La relación de causalidad entre el disgusto y la muerte
queda a la opinión del lector.
[14] La
unión del Atlántico y el Pacífico por vía férrea se concluyó en 1869.
[15] En
efecto, Greeley y Meeker lanzaron The
Call, invitación para unirse en una comunidad utópica fourierista, a establecer en el Oeste, parte de cuyos
términos se recogen seguidamente en el texto.
[16] La
insolvencia de Meeker era, no obstante, tan recalcitrante, que todavía a su
muerte, en 1879, seguía en pie la mayor parte de la deuda. Al conocer la massacre, las hijas de Greeley tuvieron
el rasgo generoso de condonar el resto del débito.
[17] Prestigiosa
institución docente, famosa por su carácter pionero en la admisión de negros y
de mujeres, así como por su apasionado apoyo a la causa de la emancipación de
los esclavos. Parece pues, lógico que fuese escogida a propósito para completar
la formación de Josephine, quien hizo honor a la semilla recibida.
[18]
Muy en especial, el de 1868, que les asignó en propiedad un extenso
territorio, que suponía aproximadamente el tercio occidental del Estado de
Colorado.
[19] El jefe Ouray (o Arrow)
(c.1833-1880), así como su segunda esposa, Chipeta o Chipita (o White Singing
Bird) (c. 1843-1912), fueron en cierto modo los artífices del rescate y los
héroes indios ante los blancos, por su comportamiento pacífico y humanitario.
Para mis lectores de habla española, no está de más recordar que este famoso
jefe apenas hablaba inglés pero dominaba, no solo su lengua vernácula, sino el
español, adquirido sin duda de los mejicanos.
[20] Charles Adams (1845-1895), brigadier
general de la Militia de Colorado.
Carl Schurz (1829-1906), importante político germano-americano, Secretario del
Interior con el Presidente Rutherford B. Hayes (1877-1881). Para otros
componentes de la embajada y su séquito, véase T.F. Dawson, The Ute war, citada en la nota 7, pág.
87.
[21] Secretario
de la Legación alemana en Washington, amigo y confidente del Secretario del
Interior, Schurz.
[22] Para estas
cuestiones, véase DEE ALEXANDER BROWN, The
gentle tamers: women of the Wild West, primera edición, Nueva York, 1958. He manejado la reimpresión de 1981,
en la que la referencia es a las págs. 21 y sigtes, en especial, 28 y sigtes.
(violaciones de Josephine Meeker) y 34 (violación de Arvilla Meeker).
[23] Frederick
W. Pitkin (1837-1886), segundo Gobernador del Estado de Colorado, entre 1879 y
1883.
[24] El jefe Douglass (o Douglas, o
Quinkent) fue liberado tiempo después, por presunta demencia, y regresó con su
pueblo. Este dato debe de haber sido posterior a las notas manuscritas del
capitán Cline, pues, de ser anterior, no
es probable que le hubiese resultado desconocido.
[25] Supongo que el capitán Cline alude aquí, con
cierta malicia, a los Speeches de
Carl Schurz, editados por primera vez en Filadelfia, el año 1865. También hay
referencias al patriotismo en sus
editoriales para el Harper´s Weekly,
pero son muy posteriores (1894-1898) y dudo que los haya leído nuestro capitán
antes de escribir su relato.
[26] Finalmente, la parcelación fue estatuida (Dawes Act, 1887) y se consumó la mezcla
de despojo y venta irreflexiva, denunciada por Teller. La tierra propiedad de
los indios, que en 1887 era de 560.000 kilómetros cuadrados, pasó a ser de
190.000, en 1934. Naturalmente, el capitán Cline no vivió para ver todo el
proceso.
[27] A la letra, Code of Indian Offenses, que se aplicó a todas las tribus indias
con excepción de las llamadas Cinco Tribus Civilizadas, a saber, cherokee, chickasaw,
choctaw, creek y seminola.
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