Ciao, amore, ciao
Por Federico Bello Landrove
En las primeras horas del 27 de enero de 1967, el excelente cantautor
italiano Luigi Tenco encontraba la muerte, a los 28 años, en su habitación del
Hotel Savoy de Sanremo. La investigación judicial de la época dictaminó:
suicidio. Veinticinco años después, se descubría la existencia de una amada del cantante, de
presunto nombre Valeria, que cambiaba notablemente la perspectiva del óbito de
aquél. En diciembre de 2005, el clamor popular forzaba una nueva investigación,
ante la probabilidad de que se hubiese tratado de un homicidio. Este cuento
versa sobre todas esas cosas, con una mezcla de indagación policiaca y
fantástica historia de amor.
1. Un encargo excepcional
En tiempos, la noche de la final del Festival
de Sanremo era de fiesta para el inspector de policía Arnoldo Fratini. No sólo
era un musicómano empedernido, sino que había nacido en Imperia, capital de la
provincia, y había hecho sus primeras armas como policía en prácticas en la
comisaría sanremense. Claro que de todo ello hacía ya un montón de años: el
siglo XXI había llegado y, con él, las vísperas de una jubilación, sin duda
merecida, como comisario de la Policía Judicial en Génova. Hacía, pues, mucho
tiempo que no tomaba su día de asueto con ocasión del Festival. Como él decía:
-
Hubo algunos años gloriosos pero, desde las
desgracias del 66 y el 67, nada volvió a ser lo que había sido.
-
¿Qué desgracias, comisario?, inquirió el joven subinspector
De Santis quien, por supuesto, no había nacido aún en aquellas calendas.
Y Fratini, por enésima vez, volvía a
contar aquello de que el gran Modugno, después de ganar Sanremo junto con
Gigliola Cinquetti, había vuelto del festival de Eurovisión del 66 con cero votos; y de que, en 1967, a raíz de
ser eliminado en la fase previa, Luigi Tenco se había pegado un tiro en la
habitación 219 del hotel Savoy.
-
¿Y murió?, preguntó cándidamente de Santis.
-
Giulio, hay veces en que estoy por mandarte otra
vez a la escuela, concluyó resignadamente el comisario.
Claro que no todos eran tan ignorantes, o tan jóvenes, como De Santis.
Estaba, por ejemplo, Valentina, Valentina Rivaldi, su vecina de la genovesa via
Depretis, a la que había conocido unos diez años atrás, en los Parques de
Nervi, a la orilla del mar. Ella paseaba un discreto teckel negro de pelo duro y él acababa de darse una sentada
leyendo El oficio de vivir de Pavese.
Tal vez, se levantó del banco demasiado aprisa. Lo cierto es que estuvo a punto
de atropellar al pobre chucho y se trabó una pierna con la correa. Las
consiguientes disculpas entre personas bien educadas, concluyeron con unas
amistosas caricias a Bulletto,
aceptadas con fruición por éste. Una terraza estratégicamente instalada entre
los tamarises hizo el resto. Tras las oportunas presentaciones, los ojos de la
señora se deslizaron hacia el libro, que Arnoldo había posado sobre el velador.
Dijo:
-
¡Cielos! Una primera edición de las memorias de
Pavese.
-
Pues, no sé. Lo he sacado de la biblioteca
pública…
-
A estas alturas, es una rareza bibliográfica. Y
qué quiere que le diga. La edición de 1990 es la completa, pero yo prefiero
ésta de 1952, más púdica y a cargo de Calvino y Natalia Ginzburg, nada menos.
El aún subcomisario no sabía qué decir.
Salió como pudo, cambiando de conversación:
-
No estoy muy al tanto. Lo mío es, más bien, la
música.
Resultó que la señora del perrito también
sabía mucho de música, pero no hizo alarde de ello. Seguramente, había captado
que su interlocutor no tenía una gran cultura, aunque podían adornarle otras
cualidades. Como, en efecto, así era.
***
Llegó diciembre de 2005. Por aquellas
fechas, Arnoldo había ascendido profesionalmente, había ido y venido de Génova,
había perdido casi todo el pelo y se había mudado a un ático de vía Depretis.
Esto último nos pone sobre la pista de que Bulletto
y su dueña habían ejercido sobre él una evidente fuerza atractiva. El
comisario se decía que, puesto que cenaban juntos los jueves y se ayudaban en
las tareas de la compra y del paseo perruno, lo mejor era vivir cerca uno de
otro. Los años transcurridos les habían ido haciendo recíprocamente necesarios,
que no imprescindibles, como recalcaba Valentina con una sonrisa. Pero una mano
oculta parecía separarlos cada vez que se aproximaban más allá de lo
aconsejable. Arnoldo era tímido y paciente; la señora Rivaldi, retraída y
desengañada. El comisario, tal vez por deformación del oficio, se había
preguntado muchas veces por las causas
objetivas del modo de ser de su amiga, pero nunca había tratado de indagar
en su vida pasada: algo le decía que, si husmeaba en la intimidad de Valentina,
se enterase ella o no, se rompería el hechizo y el añoso príncipe se
reconvertiría en sapo, o la gentil y talludita
princesa, tan menuda como graciosa, desaparecería de su vida para siempre.
No obstante, había ido sabiendo cosas de
ella, de sus propios labios. Una juventud marcada por un desengaño amoroso
impreciso; un matrimonio, ya mayor,
diez años después; una hija que vivía en Roma y a la que veía de ciento en
viento; el doctorado universitario y una plaza de profesora de Historia en la
Universidad genovesa. En suma, una mujer corriente, si no fuera por su
invencible repugnancia al compromiso sentimental y por haberle dado el tesoro
de su tierna amistad a él, solterón irremediable, policía de dedicación plena y
completamente vulgar en todos los sentidos.
Rumiaba todas esas cosas, a la vez que
ojeaba distraídamente las páginas de sucesos y de tribunales de Il Secolo XIX, cuando el Jefe Superior
D’Andrea lo llamó a su despacho. Parecía más excitado que de costumbre:
-
Ciao,
Arnoldo. Tengo un encarguito para ti, de parte de las altas esferas, dijo,
mientras le tendía un oficio reservado, con el membrete de la Dirección Central
de la Policía Criminal.
Fratini leyó:
Habiéndose
decidido por el Fiscal de la República en Sanremo la reapertura de la
investigación preliminar por la muerte del Sr. Luigi Tenco, acaecida el 27 de
enero de 1967, ordeno a Su Excelencia que, dada la dificultad y relevancia del
caso, designe a un comisario de esa Jefatura, de su plena confianza, a fin de
que asesore y supervise a la Policia Judicial sanremense en dicha
investigación, dando inmediata cuenta a vuecencia y a esta Dirección Central de
cuantas incidencias de importancia vayan produciéndose.
Arnoldo, que inmediatamente
percibió en el escrito que había gato encerrado, protestó:
-
¿Por qué yo, Jefe? Ya estoy viejo para estos
trotes y sabes que en los últimos meses he tenido serias alteraciones de
hígado.
-
Habrás observado, Fratini (mal asunto, cuando se
dirigía a él por el apellido), que me piden que designe “a un comisario de mi
plena confianza”. Pues bien, para mí, nadie más adecuado que tú. Además, ¿no
eres de por allá?
-
De Imperia, exactamente.
-
Pues no se hable más. Conoces perfectamente la
zona y así no resultará tan extraño que aparezca un comisario de Génova
husmeando en las indagaciones. Te asignaré dietas máximas y un ayudante, si lo
deseas.
Nuestro comisario comprendió que no tenía
más remedio que aceptar. Sólo agregó:
-
Dame una semana, para ponerme al día del caso.
En cuanto al ayudante, una vez en el ajo, te haré saber si lo preciso.
2. Un suicidio prejuzgado
Arnoldo Fratini pasó una semana completa poniéndose al día del caso Tenco, ya casi por él olvidado, y
profundizando en sus muchos y variados interrogantes, que habían generado una
verdadera y sorda tensión entre partidarios de la tesis del suicidio y la del
homicidio. La cosa se complicaba por los casi cuarenta años transcurridos desde
la muerte del cantautor y por las implicaciones políticas derivadas de la
reapertura, literalmente, a tumba abierta de una investigación desarrollada y
archivada demasiado aprisa, así como de los rumores sobre una gestión
diplomática secreta de Tenco en Argentina y la reacción ante ella de la logia
masónica P2 y de sus sicarios, el llamado Clan de los Marselleses. Entre tesis
enfrentadas, motivaciones inexplicables o muy dudosas, jóvenes inmaduros y
mujeres fatales, había brotado, justo a los veinticinco años de la muerte, la
figura misteriosa y romántica de Valeria,
la verdadera amada de Tenco, descubierta por su hermano Valentino cuando, en el
aniversario del óbito, iba a poner unas flores en la tumba de Luigi.
Lo que ya sacó al comisario
de sus casillas fue la declaración a la prensa del Fiscal sanremense, al
comunicar su decisión de reanudar la investigación. Más o menos, había dicho:
-
No cabe
duda de que la indagación anterior se cerró de forma precipitada y se practicó
con numerosas deficiencias, pero tampoco resulta seriamente discutible la
conclusión del suicidio. No obstante hay muchas personas que reclaman un nuevo
esfuerzo de aclaración, adecuado a la grandeza de la persona desaparecida. Así
que, aunque rompamos la paz y el reposo de Luigi Tenco, he decidido que merece
la pena prestar este servicio a la historia de la música.
Fratini espetó a su jefe una
verdadera filípica:
-
Pero,
¿de qué va ese procuratore? Reconoce
fallos e insuficiencias, pero dice tener una opinión inmodificable. No parece
importarle tanto la verdad, como la opinión pública y la historia de la música. ¡Esto es el colmo! Vamos a trabajar para dar
pasto a periodistas y a fans del
señor Tenco.
-
Calma,
hombre –replicó D’Andrea-. Se trata de cubrir el expediente y de tranquilizar a
quienes han llegado con sus peticiones hasta la Cámara de Diputados, el
Ministerio de Justicia y el Consejo Superior de la Magistratura. Aunque, la
verdad, el Fiscal de Sanremo podía haber sido un poco más circunspecto en sus
declaraciones.
-
Acabáramos
–arguyó el comisario, entre enfadado e irónico-. Así que mi cometido en toda
esta farsa es que no vaya demasiado lejos y concluya como está previsto.
-
Más o
menos, amigo Arnoldo. Así que, como ya te has dado cuenta, no hace falta que te
dé las últimas instrucciones, concluyó D’Andrea con tono distendido.
***
En vísperas de Navidad, Valentina y
Arnoldo se encontraron en la cafetería del hotel Villa Bonera, en lo que resultó ser una despedida temporal. La profesora
Rivaldi iba a pasar sus vacaciones a Roma, “más que nada, para ver a mis
nietos”. Un tanto mohíno, el comisario se resistía a dar cuenta a su amiga de
la gestión que también le obligaría a ausentarse, en parte por reserva y en
otra, por vergüenza; pero no tuvo más remedio que sincerarse, cuando Valentina
le pidió:
-
Arnoldo, ¿te sería mucha molestia ocuparte del
viejo Bulletto durante mi ausencia?
-
¡Cuánto lo siento, querida! Precisamente acaban
de comisionarme la supervisión de un caso, que me va a tener fuera de Génova
una temporada.
-
Descuida, encargaré a mi vecina Anselma, pero Bulletto lo va a sentir. ¡Está tan
encariñado contigo!
Entre oportunista y mimoso, Arnoldo se
atrevió:
-
¡Cuánto me gustaría que el ama me quisiera tanto
como el perro!
Los
ojos de Valentina brillaron por un momento. Luego, se repuso y acertó a decir:
-
Hay cosas, Arnoldo, que no pueden medirse. Que
tengas una feliz Navidad. Te echaré de menos.
***
El día de Inocentes de 2005, Arnoldo
Fratini se presentaba en la comisaría de policía de Sanremo y entraba en
contacto con su Jefe. Ambos habían coincidido, hacía muchos años, en Ancona y,
la verdad sea dicha, no habían congeniado. El desapego entre ambos se evidenció
vigente, tan pronto cruzaron las primeras palabras. Era obvio que el comisario
sanremense desaprobaba la intromisión oficial del genovés, por más que acatara
las órdenes y compartiese las consignas. Lo pinchó
sin ningún motivo:
-
No te preocupes, Fratini, actuaremos al modo de
Arrigo Molinari, que en paz descanse. Después de todo, ¿a quién le importa un
caso oscuro de cuarenta años atrás?
Arnoldo se sulfuró, al oír el
nombre de Molinari, policía en entredicho y número 767 de los afiliados a la
ominosa logia P2. No obstante, medio se contuvo:
-
No tengo nada que decirte: la investigación la
ha decidido y la dirige el procuratore Gagliano.
Y, en cuanto a la antigüedad del caso, ya sabes que los asesinatos no
prescriben.
-
Entonces, ¿nos autorizas a partir de cero e
investigar a fondo?
-
Yo no dirijo la investigación, sino que la
superviso. Allá tú y el fiscal. Avísame con tiempo de todas las diligencias que
os encomienden y dame cuenta semanal de los avances. Te daré el número de mi
móvil.
-
¿En dónde vas a quedarte? Ya sabes que el viejo Hotel Savoy lleva treinta años cerrado.
-
Buscaré algún sitio tranquilo y donde no dé el cante. No quiero estorbar.
Declinó la formularia invitación de su
colega para almorzar. Paseó como un turista más: la catedral, el casino, los
jardines del entonces medio abandonado Savoy,
escenario de la tragedia. Comió solo en el majestuoso restaurante Biribissi del casino y se las arregló
para colarse en el teatro, que no tardaría en acoger –como todos los años- la
correspondiente edición del Festival de la Canción. Un ujier le echó el alto y
Arnoldo tiró de carnet profesional. El empleado se disculpó, le enseñó
obsequiosamente las dependencias más lujosas y le aseguró:
-
¿Sabe, excelencia?
Este año hemos celebrado el centenario del Casino. ¿Cuánto dinero no se habrá
perdido en él a lo largo de un siglo?
-
Dinero y lo que no es dinero, replicó Fratini de
modo sugerente.
-
¡Si yo le contara! Pero, claro, siendo el señor
policía…
Al caer la tarde, el comisario llegaba a
Bordighera, donde había decidido hospedarse. El Hotel Astoria le esperaba, respondiendo a la recomendación del subinspector
De Santis. Los jardines rodeaban el coqueto edificio de ladrillo con grandes
balcones blancos, desde los que se divisaba el solario y, al fondo, una vista
amplísima de la Riviera. A la mañana siguiente, nada más asearse y desayunar,
adquirió en recepción una postal, que rellenó, con su letra regular y clara, en
la gran terraza, recostado en una silla
extensible:
Querida Valentina: Trabajo y
placer no tienen por qué ir separados. Así que te escribo desde el Hotel
Astoria de Bordighera, deseando estés disfrutando de unas felices vacaciones.
Con cariño, Arnoldo.
Pensó en mandársela a Roma, pero ¿dónde
diablos vivía la hija de Valentina, si es que ésta no había optado por irse a
un hotel? En fin, más pronto o más tarde, regresaría a su casa de Génova. Así
que estampó las señas de la vía Depretis, mientras rezongaba:
-
Nos
conocemos desde hace diez años y no sé casi nada de ella. Voy a tener que
hablarle seriamente un año de éstos.
3. La investigación y la espontánea
Aunque la Fiscalía de
Sanremo esperó tácticamente al verano para dar cuenta pública de sus
conclusiones, lo cierto es que las nuevas diligencias de investigación duraron sólo
un par de meses: los suficientes para exhumar al pobre Luigi y hacerle la
autopsia que había estado esperando durante treinta y ocho años; realizar las
pruebas del guante de parafina, para comprobar si sus manos habían estado
impregnadas de pólvora, como corresponde a los suicidios con arma corta de
fuego; realizar una esencial caligráfica sobre la nota presuntamente autógrafa
en que el cantante había explicado su despedida,
y poco más. Arnoldo supervisó cautelosamente la marcha de los acontecimientos y
hasta tuvo la ocasión de compartir mesa y mantel con el procuratore Gagliano. Acababan de darle a éste las conclusiones de
la autopsia y estaba radiante: no había la menor duda de que las heridas, por su
naturaleza y trayectoria, eran las propias de un suicidio de manual. Por lo demás, ni él ni el comisario esperaban
mucho de la prueba caligráfica, habida cuenta del carácter indubitado de parte
de la nota de despedida y de la posibilidad de argumentar con la tensión
nerviosa y la incidencia del alcohol y de los tranquilizantes, a la hora de
sortear cualquier duda sobre el final del breve texto y la sorprendente firma.
Con todo, cualquier farsa que se precie ha
de tener algún ingrediente de sorpresa. En la que Fratini estaba tomando parte,
se produjo al conocer de primera mano (estaba casualmente en Sanremo aquella
mañana) los resultados de la prueba del dermo-test, que así mismo llegaba con
casi cuarenta años de retraso. Arnoldo no tenía ni idea de que un cadáver
mantuviese durante tanto tiempo los vestigios de la pólvora, pero los expertos
de la sección de Policía Científica de la comisaría de Sanremo, apoyados por
colegas venidos de Milán, eran tajantes:
Aprécianse en la mano
derecha del cadáver del señor Luigi Tenco restos de antimonio, señal inequívoca
de la deflagración de pólvora, consecuente con haber realizado un disparo con
dicha extremidad.
-
¿Sólo
antimonio?, inquirió Fratini. ¿Nada de plomo o de bario?
-
Nada,
comisario, respondió el subcomisario de Policía Científica.
-
¿Y en
la mano izquierda?
-
No
extendimos a ella el análisis. Como, de dispararse, lo hizo con la mano
derecha…
El Jefe de Sanremo terció,
cortando el interrogatorio, que empezaba a ponerse, para su gusto, un poco
comprometido:
-
Bueno,
chicos, todo en orden. Vamos a llevar el informe al fiscal y asunto terminado.
Arnoldo se marchó sin una
palabra. Mientras conducía hacia el hotel, martillaban en su cabeza las últimas
palabras del comisario sanremense: “asunto terminado” o, como si dijéramos, finita est comoedia; vamos, se acabó la
farsa. En su mente, aunque un poco desmemoriada, aún estaba fresca la conexión
tabaco-antimonio, como también los apuntes que estudió en su día sobre el
guante de parafina: indicativo de la presencia de nitratos de antimonio, plomo
y bario, siendo precisa la presencia de al
menos dos de dichos elementos, para entender positiva la prueba a la
presencia de pólvora; tanto más, cuanto que el antimonio es el elemento de los
tres que está presente en menor cantidad en la deflagración de la pólvora, al
disparar un arma.
Debió de cometer media docena
de infracciones de tráfico, por empeñarse en conducir y pensar al mismo tiempo.
No obstante, llegó ileso y sin multas al aparcamiento del Hotel Astoria. Salió como alma que lleva el diablo camino de su
habitación, dispuesto a confirmar en Internet lo que él ya creía saber. A la
altura de la recepción, una voz femenina le hizo pararse en seco:
-
¡Arnoldo,
hombre, que he hecho el viaje para encontrarte!
El interpelado se giró,
aunque no precisaba de la vista para identificar a quien lo llamaba. Era
Valentina, seguramente algo preocupada por su dilatada ausencia de Génova sin
más noticias que la postal de marras, quien aprovechaba el inmediato fin de
semana para conocer este paraíso, según su divertida expresión al constatar la
sorpresa de Arnoldo.
4. Algunas verdades salen a la luz
Lo
vio tan acelerado, que Valentina despidió a Arnoldo hasta la hora de cenar,
momentos aprovechados por el policía para comprobar en su ordenador todo cuanto
había venido reflexionando durante el trayecto desde Sanremo hasta allí. Una
duda le asaltaba, supuesto que había visto numerosas fotografías de Tenco
fumando: ¿hasta qué punto era frecuente en él ejercer ese hábito, entonces
todavía no mal visto? Y, a mayor abundamiento, ¿solía sostener el cigarrillo
con la mano izquierda –como era lo más frecuente en los diestros-, o lo hacía
con la mano derecha? Iba a encender
nuevamente su PC y consultar en imágenes,
pero se contuvo: eran las ocho y media, la hora pactada para encontrarse con su profesora. Por cierto, ¿no era
emocionante que hubiese ido en su busca? Recordó su frase sobre conocer el paraíso. Le había faltado
agilidad para responderle lo que ahora pensaba sonriendo para sí: para ser un paraíso, hasta ahora le faltaba
Eva.
Fratini era circunspecto en
las cosas de su profesión, pero desconectaba mal cuando estaba intranquilo o
alterado y, aquella noche, ese era su estado de ánimo. Valentina no tuvo que
insistir, para que Arnoldo se franqueara:
-
Parece
que no te has alegrado mucho de verme.
-
Perdona,
querida, pero es que…
Y, de pe a pa, aunque
bastante desordenadamente, el comisario resumió a su acompañante cuanto
nosotros ya sabemos, con esa omnisciencia propia de los que ya han estado allí. Para sorpresa de
Arnoldo, Valentina puso desde el principio del relato un gesto de estudiada indiferencia
y siguió imperturbable la narración. Sólo cuando su interlocutor pareció haber
terminado –cosa que coincidió con el postre-, le dijo, como si fuese lo más
natural del mundo:
-
Luigi
Tenco… lo conocí en Roma…hace muchos años. Un gran chico… en un mundo que le
venía grande y ajeno.
A cada pausa de Valentina, el
comisario abría más y más la boca, entre la sorpresa y la creciente estimación
de su buena suerte. La profesora aún agregó:
-
Yo
tenía entonces veintidós años, así que ya llovió.
Este último tópico pareció
animar a Arnoldo a plantear las grandes preguntas:
-
No te
acordarás de si fumaba mucho…
-
Como
una máquina de vapor, dijo sonriendo vagamente Valentina.
-
¿Con la
mano derecha o con la izquierda?
La signora Rivaldi se echó a reír. Pensó unos segundos y respondió sin
vacilación:
-
Con la
derecha. Una vez comentó que la izquierda
para la política y la derecha para las cosas importantes.
Esta vez, fue Fratini quien
sonrió. Tomó por sobre la mesa, con su mano derecha, la izquierda de Valentina
y concluyó:
-
Ya lo
creo que es importante. Se van a enterar esos cretinos. Gracias, querida, no
creí que tuvieses tan buena memoria.
***
Al día siguiente, sábado, la
pareja se desplazó hasta Sanremo, en plan turístico. No obstante, Arnoldo
llevaba un voluminoso sobre, medio oculto por el abrigo. A Valentina le
extrañó:
-
¿Llevas
algo de contrabando?, preguntó en broma.
El comisario no contestó,
pero dirigió los pasos de ambos a la central de correos, donde certificó y
depositó su envío. Al salir, tenía una sonrisa de oreja a oreja, pero no soltó
prenda hasta que hubieron completado el recorrido y recalaron para reposar en
los jardines, ante la fachada principal del casino. El día era tibio y sólo
había habido una nube, cuando Arnoldo había sugerido pasar ante el Hotel Savoy, por aquello del morbo.
-
Ni
hablar, saltó Valentina. Me parece que tus investigaciones están calando
demasiado hondo para una mera policía aficionada, como yo.
Acodados en la balaustrada
que separa el jardín de la avenida, entre palmeras y hortensias, en flor pese a
lo temprano de la estación, él aclaró lo sucedido:
-
Lo que
iba en el sobre era la justificación de que el presunto antimonio de la pólvora
es, con toda probabilidad, la sencilla e inocente consecuencia de haber sido un
fumador impenitente. Cuando la carta llegue al club de fans de Tenco, se va a armar.
-
Pero, Arnoldo,
¿no trascenderá a tus superiores y te buscarán las vueltas?
-
¡Quia!
No les doy detalles de la investigación. Simplemente he impreso unas páginas
muy aleccionadoras de Internet, para que ellos puedan replicar a los farsantes
de Sanremo y de Roma, cuando hagan públicas las luminosas conclusiones de su encuesta.
-
Eres un
hombre honesto, dentro de lo que cabe, comentó Valentina, aunque todavía no sé
lo que significaría para ti desvelar las causas y circunstancias de la muerte
de Luigi.
-
En el
fondo, querida, y a estas alturas, muy poco. Que descanse en paz y que Dios le
premie por las maravillosas canciones que nos ha dejado. ¿Qué mejor destino
podemos desear para un artista?
Y, de forma casi
inconsciente, Arnoldo tarareó, con más sentimiento que afinación, los compases
que acompañan los versos de la canción Ragazzo
mio:
Se vuoi amar l’amore,
tu non gli chiedere
quello che non può dare[1]
Miró de soslayo el rostro de
Valentina y sorprendió por un instante una lágrima al borde de sus párpados. Aunque
sin ganas, bromeó:
-
No creí
cantar tan mal, como para hacerte llorar.
***
Bajaron la escalinata,
Valentina en primer lugar. Un relámpago cruzó de parte a parte el cerebro de
Arnoldo, iluminándolo con una luz cegadora, irresistible. Susurró:
-
Valeria…
Valentina quedó clavada en el penúltimo
escalón y giró la cabeza. Su amigo del alma nunca había visto en su rostro el
aura de entonces.
Así que, después de todo, la
farsa no había sido en vano, ni tenía su final ya escrito[2].
[1] Más o menos traducible por: Si quieres amar
el amor, no le pidas aquello que no puede dar.
[2] No quiero terminar este cuento sin animar a
mis lectores para que escuchen algunas de las canciones de Luigi Tenco, seguro
de que me agradecerán el consejo. De las asequibles por medio de Internet, mis
favoritas son éstas cuatro: Ho capito que
ti amo; Mi sono innamorato di te; Lontano, lontano, y la que, por buenas
razones, da título al presente relato: Ciao,
amore, ciao.
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