Las bacterias
Por Federico Bello
Landrove
Este no es un relato científico, ni de ciencia-ficción, sino una parábola
sobre un futuro posible de la Humanidad, cuya idea rectora me vino en un sueño.
Y en mala hora, pues para estructurarla, desarrollarla y ponerle un final
medianamente aseado, me he visto obligado a trabajar más de lo que habría querido.
La culpa de todo
la tuvo el que se le ocurriese a alguien decir que las condiciones del suelo de
Marte eran bastante parecidas a las de la zona onubense del río Tinto. Por
tanto, metidos a organizar una expedición científica al planeta rojo para sembrarlo de bacterias y otros microorganismos
terráqueos, ¿qué mejor que incorporar como astronauta a uno de los españolitos
más familiarizados con Acidiphilium y
Thiomonas? Les juro que, pese a tan
sospechosas amistades, soy varón de buenas costumbres y que no había llegado
más allá de la Universidad de Wisconsin, cuando me propusieron un viajecito de
dos años y medio por el espacio. El periodo de entrenamiento se calculaba en
otro año más, aunque me aseguraron:
-
No
será para usted un tiempo muerto, ya que en los laboratorios de la NASA podrá
continuar con su línea de investigación.
-
Eso
será si me quedan fuerzas después de las pruebas físicas y técnicas, rezongué.
-
Usted,
Valladares, siempre negativo, nunca positivo, bromeó el profesor Gómez, mi jefe
científico.
-
No,
siempre, repliqué mohíno. Pero hay cosas que… Por ejemplo, hablamos de llevar a
Marte bacterias, arqueas, tartígrados y no sé cuantas cosas más. Sospecho sus
razones, aunque me repugne la contaminación espacial. Mas, ¿no han pensado en
la probabilidad de lo contrario?
-
¿Lo
contrario?, repitió con suficiencia el teniente coronel Thornton, preconizado
jefe de la expedición espacial. ¿Cree en marcianos?
-
Los
creo posibles, siempre que los marcianitos sean bacterias o similares. Después
de todo, si allí la vida fuese imposible, ¿a qué ton llevamos nosotros especímenes
colonizadores?
-
¿Y
qué mayor honor, después de todo? –inquirió Gómez-. Ya es grande exportar a
Marte las bacterias de Riotinto. ¡Cuánto más traer a la Tierra alguna procariota
marciana entre los pliegues del traje espacial!
No repliqué, pero
un escalofrío me sacudió con fuerza, ignoro si por miedo atávico o de emoción
científica. Por la noche, mientras me lavaba los dientes en un gigantesco hotel
de Houston, me vinieron incontenibles a la boca aquellos versos del Tenorio:
Si buena vida os quité,
Mejor sepultura os di.
Pero la cosa no
llegó a tanto. No negaré que hubo momentos malos, agotadores y, sobre todo,
mortalmente aburridos –cualquier concreción a este respecto me supondría una
severa condena por violación de secretos militares-, pero lo que es volver,
volvimos todos. Fuimos noticia en todos los medios y yo personalmente recibí la
gran cruz de Alfonso X el Sabio y mi peso corporal en jamón de Jabugo. Todo lo
habría perdonado, por no pasar aquella horrible cuarentena en Cabo Kennedy,
primero, en la nave y luego, en el autoclave,
como llamábamos al recinto sellado y vigilado, en que habríamos de pasar seis
meses en observación y prevención de posibles contagios y daños corporales.
Como mejor
demostración de que no siempre soy negativo, hice denodados esfuerzos por
ganarme el afecto de Lucy, la simpática inglesa, experta en radiaciones, con la
que había compartido experiencias inolvidables cultivando y esparciendo Deinococcus radiodurans por el Valle Marineris.
Al regreso, tal vez, por el aislamiento, conseguí con ella una cierta
intimidad, llegando a jugar juntos contra el programa de ajedrez, o a ingerir a
escondidas modestas cantidades de Saccharomices
cerevisiae en su líquido ambiente. Luego…, luego…
No sé cómo
decirlo, pero la mocita empezó a resultarme un poco cargante, con su
superioridad ajedrecística y sus despiadadas críticas a mi costumbre de llevar
el ritmo de la música chasqueando los dedos. Su ligero estrabismo ya no me
parecía gracioso, sino de mal agüero; su manía epistolar (no nos dejaban
ordenadores con Internet, por razones de seguridad) la encontraba como una
forma de pasarme por las narices que ella tenía una familia más grande y más
querida que la mía. Y así, sucesivamente. Pero eso no era todo.
Thornton abofeteó
violentamente en público al pobre experto informático, Ryuichi Takeda, tras
sorprenderlo en flagrante uso de un teléfono móvil, aparato también prohibido, por razones de seguridad, naturalmente.
Los deportes de equipo dejaron de practicarse, al dedicarse los astronautas al
más feroz individualismo –lo que los hispanos castizos denominamos chupar-, con entradas y choques de lo
más malintencionado. No había programa televisivo que conviniera a varios de
nosotros. La gente pasaba cada vez más tiempo sola en sus mínimas habitaciones
y, en los pasillos, eran constantes las miradas cruzadas de desprecio y
arrogancia.
Así que tampoco
era tan extraño que Lucy y yo hubiésemos perdido todo interés por tratarnos;
solo que entonces no lo encontraba relacionado con el mal ambiente general que
reinaba en la base y que iba descomponiendo cualquier tentativa de amable
convivencia. En fin, no se me daba un ardite, siempre que los análisis y
reconocimientos periódicos fuesen normales y pudiera escapar de aquella jaula
de grillos en junio, camino de mi amada Costa de la Luz. Pero entonces, justo a
los cinco meses y medio de estancia, en el penúltimo examen médico, la cosa explotó.
***
Debió de pasar lo
mismo con todos, pero yo contaré, por supuesto, lo que me acaeció
personalmente. Es ello, que el mayor-médico Price me puso ante una batería de
placas de escáner y, por modo retórico, inquirió:
-
Freddy, ¿qué diría usted que son estas
esferitas más oscuras que tiene esparcidas por ambos pulmones, en cantidad casi
inconmensurable?
-
Lo
ignoro, doctor, repuse poniéndome en lo peor. ¿No habrá un defecto en la
máquina?
-
Es
más probable que el defecto esté en sus bronquiolos, espetó severamente. ¿Qué
tal se encuentra? ¿Respira con dificultad?
-
Todo
lo contrario, mayor. Al principio de estar aquí, me ahogaba en la celdilla que
llaman dormitorio y apenas podía hilvanar dos o tres asanas de yoga. Ahora paso las horas muertas en mi habitación sin
la menor ansiedad y, no solo concluyo mi sesión de yoga, sino que doy diez
vueltas al patio sin aparente esfuerzo.
-
Puede
ser la comida –evidentemente, mentía-. ¿Y el ajedrez y las estadísticas de
laboratorio?
-
Bien,
gracias.
-
Relaciones
con los compañeros; la canicie capilar; los sentimientos hacia Lucy…
-
Regular;
estacionaria; ¿a usted que le importa?
-
Ya
veo que no quiere usted colaborar –sonrió-. Más o menos, como todos.
Rellenó
meteóricamente un impreso lleno de casillas y paró en seco la batería de
preguntas que le tenía preparadas:
-
Gracias,
mister Brioso. Salga y diga a su
colega Kuryakin que pase.
***
Unos días más
tarde, la inquietud de los pacientes era ya insoportable. Lucy fue recluida en su
habitación por tirar la sopera a la cabeza de uno de los camareros. El propio
Thornton, siempre tan en sus puntos, agarró del cuello al médico que lo
auscultaba y no lo soltó, hasta que el galeno le prometió una explicación pública
y veraz de lo que nos estaba sucediendo. Me correspondió la tarea de ir a
advertir a Lucy de que, debiendo asistir a la reunión, le quedaba suspendido el
arresto. Mi antiguo cariñito, se
mostró poco interesada:
-
Puedes
irte por donde has venido. No tengo ningún interés en que me ratifiquen que
padezco cáncer de pulmón.
-
¿Qué
dices Lucy? Pero si estás guapísima y llena de vida. Además, nos han convocado
a todos, lo que quiere decir que…
-
Que
todos estamos podridos, querido. ¡Quién nos mandaría ir a Marte cargados de
bichos! Seguro que mutaron y ahora se han vuelto contra nosotros. ¡Ay, Freddy,
no saldremos de aquí, ni como humo por la chimenea!
Nos abrazamos por
mera solidaridad emocional pero, en un santiamén, aquella ternura ante la
desgracia, se convirtió en un movimiento pasional tan acelerado y violento, que
solo me dio tiempo de decir, o pensar, estas palabras:
-
No
hay mal que por bien no venga.
Una hora más
tarde, aporrearon enérgicamente la puerta. Lucy, sin pudor alguno, cantó un ¡adelaaante!, que dio paso al mayor-médico,
acompañado de Thornton. Aquél, desmadejado ante el espectáculo de la cama,
murmuró:
-
Lo
que nos faltaba: un embarazo en estas circunstancias.
El
teniente-coronel aulló:
-
¡Les
doy cinco minutos para vestirse y comparecer en la sala de conferencias!
Lucy enrolló la sábana cimera alrededor de su
cuerpo –dejándome, de paso, como cuando nací- y pasó por delante de nuestros
visitantes, con todo el descaro del mundo:
-
Jefe, dijo, puede usted ahorrarse cuatro
de los cinco.
***
La explicación ofrecida
resultó tan abstrusa e increíble, que solo la disciplina nos mantuvo en las
sillas hasta el final. Como lo juzgo así y su contenido es ya de conocimiento
público, expongo brevemente un resumen de la explicación de los médicos:
-
Señoras
y señores astronautas, pueden ustedes respirar
con total tranquilidad. Los ominosos nódulos bronquiales han resultado ser
reservorios de bacterias, al modo de los de las raíces de algunas leguminosas,
en las cuales aquellas realizan una beneficiosa actividad.
-
…
-
No.
En el caso de ustedes no es, como en las lentejas o las judías, la fijación del
nitrógeno del aire. Aquí se trata del carbono. Son bacterias anaaerobias, que
asumen dióxido de carbono, cuyos componentes disocian. Utilizan parte del
oxígeno para convertir el ión ferroso en férrico y el resto y el carbono, para
iniciar los procesos de autotrofia.
-
…
-
Desde
luego, extraño; extraño y todavía muy confuso. No obstante, creo que podemos
reducir todo el proceso a las siguientes fórmulas químicas.
Un individuo con
bata, sentado a la izquierda del mayor-médico, se levantó y escribió en la
pizarra:
(1)
Dióxido
de carbono + óxido ferroso = Óxido férrico + monóxido de carbono
(2) Monóxido de carbono + agua =
Compuestos orgánicos energéticos
Y se volvió a
sentar, entre un murmullo de sorpresa e indignación, que el doctor trató de
calmar, continuando la explicación:
-
Sorprendente,
sin duda; pero nada nos puede extrañar, si se parte de que nos hallamos ante
bacterias de estructura y metabolismo desconocidos en la Tierra. Vamos, para
entendernos y con toda la prudencia aconsejable, de microorganismos marcianos
similares a nuestras bacterias. Observen ustedes cómo parten para sobrevivir de
sustancias abundantes en su planeta, como el dióxido de carbono y el hierro.
-
¿Y
el agua?, inquirió Kuryakin, laureado en química por la Universidad Lomonósov.
-
¡Ah,
el agua!, exclamó el mayor, transmutándose en poeta. El regreso al pasado.
Nuestros pequeños vivientes aún recordaban en su código genético los buenos
tiempos de la vida en Marte, cuando el agua no escaseaba allá. Solo que ahora…,
ahora son ustedes quienes se la están suministrando.
Lucy echó mano a
su pecho con aprensión. El doctor sonrió:
-
Sí,
querida, es usted la nodriza –y muy bien dotada, por cierto- de unos cuantos billones
de bacterias que, a cambio del dióxido de carbono que usted desecha y de unos
centímetros cúbicos de su agua bendita,
le otorgarán, digo bien, le darán… la
vida eterna.
A estas alturas, la reunión se convirtió
en pandemonio. Kuriakyn hacía sonoras pedorretas, con la mano como trompetilla.
Thornton, desde lo alto de una silla, recitaba fragmentos del Discurso de Gettysburg. Mi fogosa Lucy, desenrollando la
sábana que cubría su cuerpo, se contoneaba lascivamente, guiñando el ojo y
canturreando love me for ever. Hasta el
inexpresivo Takeda, genuflexo a la oriental, daba gracias a los dioses por
poder convertirse en uno de ellos. Y yo, la verdad, me sumaba al bullicio,
marcándome un fandanguillo, con lujo de taconeo y castañeteo digital.
La presidencia levantó tácitamente la
sesión, hasta que se restaurara el orden, con la ayuda de los fornidos guardias
de servicio. Cosa de media hora más tarde, pudo proseguirse. El
brigadier-general Lauderdale, que había decidido relevar a Price en la
presidencia del ruidoso evento, puntualizó:
-
Pues sí, señores, así es. Como les decía el mayor,
dos espléndidos beneficios reportan esos jodidos bichejos, a cambio de un poco
de su agua y de su hierro. El primero es que, como la combustión por dióxido de
carbono es más lenta que con oxígeno, su cuerpo estará sometido a un desgaste
oxidativo mucho menor y, en consecuencia, pueden dar por hecho que vivirán, por
término medio, el doble que ahora; vamos, de ciento veinte tacos para arriba.
-
¡...!
-
Y lo segundo es que, con el tiempo, la respìración
aerobia de los seres vivos necesitará cada vez más dióxido de carbono y menos
oxígeno, con lo cual...
-
¡...!
-
... Con lo cual, adiós problemas medioambientales,
cambio climático y demás zarandajas de maricas y progresistas.
-
¡Fantástico –exclamó Lucy-, como los sauces y los
magnolios! ¡Soy un rosal sin espinas, soy un pino centinela, soy... soy... un
bambú cimbrado por el viento!
-
¡Señorita Miller –rugió el general- vuelva a
taparse las vergüenzas, o por mi madre que la tengo en cueros toda la noche,
dando vueltas al patio de la base!
Lucy volvió a vestirse, en un santiamén y
sin rechistar, a lo Julio César. Para cambiar de conversación, levanté la mano
y pregunté:
-
Y todos esos beneficios materiales, ¿no tendrán
alguna contrapartida psicológica? Me ha parecido observar en estos meses que...
El general Lauderdale, para mi sorpresa,
replicó con desabrimiento:
-
De eso, spaniard,
tendremos la respuesta dentro de unos cincuenta años.
Miré en torno mío, buscando ayuda. Quien
más, quien menos, cuchicheaba con sus vecinos, haciendo planes para su próximo
siglo de vida. El mayor Price concluyó:
-
Señoras y señores: aclarado el efecto sumamente
beneficioso de las bacterias que tan amorosamente albergan, dentro de una
semana podrán salir de aquí y hacer vida normal. ¡Ah!, y no se preocupen del
contagio. Por lo que sabemos, estos bichitos son sumamente expansivos. Muy
pronto –quiéranlo o no-, habrán hecho un magnífico regalo a sus próximos, en
quince millas a la redonda. ¡Pero no lo divulguen! Podrían ser ustedes
malinterpretados y provocar una alarma innecesaria.
A la salida, me esperaba Lucy, un tanto
mustia:
- ¿Te vuelves a España?
- Claro. Tengo que cumplir con el deber
patriótico de difundir los simbiontes
marcianos entre mis coterráneos.
- Te echaré de menos. Aunque, bien mirado,
siempre podemos quedar para dentro de
cincuenta años. Todavía estaremos de buen ver.
***
Tenía razón la buena de Lucy. Ya han
pasado veinte años de aquello y me conservo de esa manera, que los castizos
definen como no pasar día por ti. Bien es
verdad que otro tanto acontece ya con la mayoría de los humanos, amorosamente
colonizados por el Mirobacter pandorae, que es
como los científicos denominan al bichito.
¿Que por
qué de Pandora? Muy sencillo. Los psicobiólogos
han comprobado que la bacteria tiene un tremendo efecto destructor de la sociabilidad
humana y de la prudencia que debe presidir la actuación de los seres vivos, por
muy humanos que sean. Dentro de esa línea general, los psicologistas se refieren
al efecto deletéreo de sentirse invulnerable y casi inmortal; en tanto los
biologistas aluden a toxinas
secretadas por las bacterias, con no sé que funestos efectos en las endorfinas
y el sistema límbico. De algo podemos estar seguros, en todo caso, y ustedes me
darán sin duda la razón: Nuestras relaciones sociales se pierden en la
insensibilidad, el egoísmo y la violencia; y el medio ambiente se nos vuelve
irreversiblemente hostil, por muchas bacterias que traigamos de Marte, o por
muchas colonias que establezcamos en la Luna.
Y es que, parafraseando a mi antecesor
en la astronáutica, Neil Armstrong, ha sido
Un paso vital para el hombre, un salto mortal para la
Humanidad.
***
Nota
del autor.
Enviada esta historia al editor y a punto
de salir de la imprenta, me llega una postal de Lucy, con matasellos de
Bora-Bora, con el siguiente contenido:
Querido Freddy: Llevo aquí dos meses,
reponiéndome de mi anterior matrimonio. ¿Tienes algo que hacer en los próximos
diez años? Sigo usando la misma talla de sábana y aquel perfume a base de
feromonas, que tanto te excitaba. Mi número de móvil es el... y mi dirección de
correo electrónico... Te espero.
Así que, después de todo, los efectos
destructivos del mirobacter admiten
excepciones. Queda por ver que sea yo una de ellas.
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