Escrito en las nubes
Por Federico Bello
Landrove
Como es natural, las nubes traen escrito lo que nosotros queramos –o
creamos- leer. Algunos han visto en ellas cortejos infernales; otros, vaqueros,
cazadores o amantes malditos. Con la ayuda de una canción y de un supuesto viejo
libro rumano de historias, acerquémonos a uno de mis temas favoritos: el de los
amores fallidos.
1.
Jinetes en tropel
Estamos tan
embebidos en la contaminada atmósfera de las ciudades y tan protegidos de las
fuerzas naturales, que hemos perdido el miedo a las tormentas y el placer de la
contemplación de las estrellas. A este último propósito, escribía Tagore que la
razón de no verlas podría ser nuestro llanto nocturno por haber perdido de
vista el sol. En cualquier caso, es obvio que la culpa no es de las estrellas, sino nuestra[1],
como afirmaba el Cisne del Avon,
aunque con muy otro sentido.
¡Y qué decir de las tormentas! Solo quien
haya estado a campo abierto en medio de una de ellas, puede entender las
leyendas en torno al fulgurante y sonoro cabalgar de los espíritus sobre los
cumulonimbos. Se trataba de una leyenda con muchos siglos a sus espaldas, cuando
Stan Jones[2] la convirtió, allá por
1948, en la archifamosa canción Jinetes
en el Cielo [3].
-
¡Anda,
que no la he cantado yo veces, en mis años mozos! ¡Yipiaé, yipiaó!, interrumpió
mi amigo Bernardo.
-
¿Con
la letra de Pedro Vargas o con la de Raphael [4]?, inquirió Lisa, tan
precisa como de costumbre.
-
Vaya
pregunta. ¿Qué diferencia hay entre una y otra?
-
Muchísima
–repuso Lisa-. Vargas canta una versión que es poco más que una traducción del
original inglés. En cambio, Raphael -¡vaya usted a saber por qué!- define el pecado del vaquero como de leso
amor[5] y le pone un final feliz,
pues la enamorada lo ha sabido perdonar;
borró su culpa la oración –se supone que la de ella-, por fin descansará.
-
Cursilada
tenemos, como corresponde al cantante –apostillé yo de manera inmisericorde;
pero encontré la horma de mi zapato-.
-
No
tanto, amiguito –intervino Araceli, la profesora de literatura-. Si las
leyendas de jinetes en el cielo, o cabalgando por los bosques[6], son habituales en el
folklore de muchos países, ¡qué diremos de los castigos por llevar a los
amantes al borde de la desesperación y aún del suicidio! Tal vez, lo único
ridículo de la versión rafaelita sea
el estribillo, que Bernardo tan bien recuerda.
Como la cosa no
parecía dar para más, continuamos con la merienda y cambiamos de conversación.
No obstante, Araceli no tiene, por ahora, entre sus buenas cualidades, la de
olvidar. Al jueves siguiente, puso junto a mi servilleta un ajado libro,
encuadernado en tela celeste, con su título grabado en negro: Leyendas rumanas.
-
Es
una recopilación por Theodor Bibescu –me explicó-. La traducción no es buena,
pero para el caso servirá. Te he marcado los tres relatos que vienen a cuento
de lo que hablamos el otro día. Lo he sacado de la biblioteca del Instituto;
así que con vuelta…
Ni que decir tiene
que, tan pronto llegué a casa, me enfrasqué en la lectura del primer relato. Me
resultó interesante; de modo que en días sucesivos di fin a todos los del tomo,
no solo a los prefijados. Puntualmente, en la cita cafetera de la siguiente
semana, envolví el libro en un llamativo papel satinado de color rosa y lo puse
ceremoniosamente en manos de mi profesora favorita. Araceli sonrió:
-
Eres
como los acuses de recibo de los correos electrónicos. Leerlo, lo habrás leído,
pero no puede asegurarse si de manera comprensiva, ni los resultados.
-
¿Cómo
que no?, bramé. Tengo todos los relatos en la cabeza y hasta, si me apuras,
puedo hacerte resumen y comentario, como tus alumnos.
-
¡Bravo!,
admitió conciliadora. El texto está agotado y no se reedita desde hace
cincuenta años. En consecuencia, no creo haya inconveniente en que ofrezcas una
versión reducida a los lectores de El
Noticiero de Castellar.
Dicho y hecho.
Solo que les ahorraré el comentario. Seguro que son ustedes ya lo suficientemente
mayorcitos –y listos- como para sacar conclusiones por su cuenta.
2. La judía de Iasi
Allá por los
agitados tiempos de Alejandro Cuza[7], vivía entre la numerosa
etnia judía de Iasi [8] una bella joven, llamada
Raquel, hija menor de un comerciante en vinos y cuero, de nombre Abraham Imber.
Sus prendas personales y posición acomodada no pasaban desapercibidas a los estudiantes
de su flamante Universidad, a la que comenzaban a afluir jóvenes de todas
partes de Moldavia [9].
Entre ellos, Mihai Dimitrache, hijo de un importante ganadero de Bacau, quien
pronto se ganó la predilección de Raquel, por su galantería y finas atenciones.
Antes como ahora
–aseguraba el libro, cuya primera edición rumana data de 1928-, las relaciones
y, no digamos, los matrimonios de cristianos y judíos estaban muy mal vistos
por parte de ambas comunidades. Por ello, tanto los deudos de Mihai, como la
familia de Raquel, procuraron ponerles toda clase de críticas y trabas a su
noviazgo, cosa mucho más fácil en el caso de ella, como corresponde a la
inferioridad social de la mujer en la época.
Con todo, Raquel
resistió mejor que su enamorado los vetos y encierros a que su padre la
sometía, gracias, en parte, a la colaboración de Sara, su criada de confianza,
que hacía de recadera entre los amantes, trayendo y llevando cartas y prendas
de afecto.
A tanto llegó el
dulce empecinamiento de Mihai y Raquel en sus propósitos, que decidieron huir
de Iasi hasta Alba Iulia, entonces en tierras húngaras, donde Mihai tenía
familia y creían poder alcanzar una mayor tolerancia para sus amores, en una
región de fuerte influencia protestante. Mas tales designios llegaron a oídos
del padre del joven, quien lo amenazó con cancelar inmediatamente su estancia
en la Universidad y desheredarlo, si continuaba con sus propósitos de
matrimonio con una hebrea.
La carta
conminativa de su padre hizo, al fin, reflexionar al terne Mihai, quien,
avergonzado de su cobardía, no se atrevió a dar la cara ante Raquel, sino que
resolvió escribirle una carta en que, con toda clase de reservas y
circunloquios, la liberaba de su compromiso y posponía para más propicios momentos la eventual continuación de sus relaciones.
Agobiado por la
urgencia de presentarse a un examen y ante la posibilidad de retocar o añadir
algo al texto, Mihai dejó la carta sin cerrar sobre la cómoda de la habitación
de la posada, que compartía con otro condiscípulo, hasta tanto llegase el
momento de ponerla en manos de Sara, la sirvienta. Pero, antes de que ello
tuviese lugar, la misiva llamó la atención de Petru, el otro ocupante de la
alcoba, quien leyó maliciosamente su contenido y halló pie en él para provocar
un equívoco que sirviera de diversión macabra, a él y a sus amigotes.
En efecto, sabedor
de los decaídos designios de fuga de Mihai, e imitando la letra que ante sus
ojos tenía, redactó otra carta para Raquel, poco más que una esquela, del
siguiente tenor:
Amada mía: Mi padre se empeña en que
pongamos fin a nuestro amor y amenaza con hacerme volver a Bacau
inmediatamente. Ha llegado, pues, el momento de la huida. Te espero a las diez
de esta noche en la entrada principal del Parque Copou. Ven sola y con el menor
equipaje posible. Tuyo, Mihai.
Puntual a la cita, Raquel esperó la llegada
de su adorado, llevando un hato con sus más valiosas o indispensables
pertenencias. Petru y otros tres o cuatro estudiantes de su cuerda la acechaban
entre los arbustos, cuchicheando y riendo sofocadamente. Percatóse la joven de
su ominosa presencia y su corazón se debatía con angustia entre permanecer a la
espera de su galán o escapar de aquellos importunos. Finalmente, Petru y los
demás salieron de su escondrijo, interpelando a Raquel con groseras palabras:
-
¡Eh, tú! ¿Qué vendes por aquí a estas horas?
-
¡Si esperas a alguien en vano, tal vez pueda
servirte yo!
-
¡Trae acá, judía, veamos qué escondes en ese fardo!
Raquel no dudó más y emprendió la huida,
cada vez más acelerada, hacia el centro de la ciudad, por las calles
solitarias, perseguida por los estudiantes con sus gritos y sus pullas. Enloquecida
y exhausta, corrió hasta la calle Lapusneanu. Al cruzarla desalada, tropezó en
los adoquines y fue atropellada por una silla de posta de las que hacían el
servicio de viajeros entre Iasi y Chisinau. Su cuerpo quedó exánime sobre el
pavimento, mientras sus aterrados perseguidores escapaban por las bocacalles,
intuyendo el fatal desenlace de su despropósito.
Mihai se enteró, días más tarde, del
desgraciado fin de Raquel, aunque no de las ocultas circunstancias del mismo,
que Petru y sus secuaces se encargaron de evitar que trascendieran. Aliviado,
aunque triste, el joven guardó la carta de despedida y, al domingo siguiente,
compró un ramo de flores y se encaminó al cementerio judío, para dejarlas sobre
la tumba de Raquel. Cumplido su penoso deber, en el camino de vuelta, según iba
cruzándose con las jóvenes transeúntes, creía ver en todas ellas el rostro de
su amada muerta. Lo achacó a la emoción del momento y a lo reciente de su
pérdida. Vana consideración. Pasaban los días y se mitigaba la pena, pero
cuantas mujeres jóvenes veía tenían el rostro de Raquel. Consultó con cierto
pudor a un galeno de prestigio en la ciudad, quien lo achacó a fatiga y
neurastenia, recomendándole un cambio de aires. Todo en vano. La alucinación
persistía y Mihai la encontraba más y más insoportable. Cosa lógica en estos
casos, la visión despertaba en su ánimo un sentimiento de culpabilidad. Algo
parecía sugerirle la relación del terrible accidente con su cobardía y
defección.
Pasó el tiempo, mas no la visión de aquel
rostro que un día besó y ahora odiaba. Abandonó sus estudios y se encerró en
una choza de los montaraces de su padre, allá en las cumbres carpáticas, para
no tropezar con ninguna mujer y tener que reproducir en su mente los rasgos de
Raquel. Pero, en sueños, una y otra vez se le aparecía aquel par de ojos
negros, vivísimos, ya dulces y melancólicos, ya fogosos y acusadores. Finalmente,
no pudo más...
El zagal que cada mes le subía en mula los
víveres y ropas necesarios, lo encontró sin vida en su yacija, con un papel en
el suelo, a la vera. Era la carta de despedida a Raquel que, de un modo u otro,
había acabado por ser la ruina de ambos.
El empleado recogió el documento, que
entregó al padre de Mihai. Pero sobre cómo llegó esta triste historia al acervo
común de las buenas gentes de la Moldavia, no me pregunten ustedes. Yo la
recibí de labios de mi abuela materna y, en mi niñez, aún alcancé a visitar la
tumba de Raquel y conocí el lugar donde encontró la muerte, junto a la tienda
de Noack, a la que un día llevé a grabar mi nombre en el primer diario que
escribí.
3. La
maldición gitana
En los tiempos en que Ion Bratianu el
Viejo fungía de Presidente del Consejo de Ministros[10],
uno de los mayordomos de su casa en Pitesti era un individuo, reservado y poco
sociable, llamado Dimitrie, que había alcanzado la cuarentena –edad respetable
para la época- sin abandonar la soltería. No quiere ello decir que Dimitrie
fuera insensible a los encantos femeninos, ni que no frecuentara a ciertas
jóvenes desenvueltas, incluso muchachas de servir a sus órdenes, pero lo hacía
de manera tan prudente y generosa, que nunca había dado que hablar, ni quedado
a mal con ninguna de sus efímeras conquistas.
Entre la numerosa colonia gitana del
condado de Arges [11],
sobresalía a la sazón una joven, llamada Cristina, cuya gracia y belleza eran
proverbiales en el mercado de frutas de su capital. Su pregón în cele mai
bune mere din România![12]
atraía por su musicalidad a Dimitrie cuando, cada día de mercado, acudía a
hacer personalmente la compra, seguido de una cohorte de criadas y porteadores.
Ya es sabido que los Bratianu eran personajes adinerados y de buen paladar y en
su mesa no podía faltar el pastel de manzana al gusto de Bucarest, cuyo
ingrediente básico eran las pomas, turgentes y aromáticas, que la bella gitana
cantaba con tanto salero cuanta verdad.
Un día de junio, en que el sol apretaba de
firme, Dimitrie se acercó al puesto de los padres de Cristina, congestionado y
sudoroso, a fuer de no apear su traje oscuro y su cuello duro con corbata de
lazo. La joven se percató, le ofreció un vaso de limonada y sugirió:
-
¿A qué tomarse tanta molestia, Excelencia? Yo
podría llevarle a palacio las mejores manzanas del mercado cuantas veces
quisiera.
Dimitrie tuvo en la punta de la lengua una
respuesta negativa: a fin de cuentas, poco iba a influir en sus sofocos el
suministro a domicilio del fruto del Paraíso, si había de comprar mil y unas
mercaderías más. Con todo, refrenó el pronto, lo pensó unos instantes y
respondió:
-
De acuerdo. Hasta nueva orden, me servirás todos
los jueves dos cestos de tus mejores manzanas.
Y así fue. Puntualmente, a primera hora de
la mañana, un carrito tirado por un jumento, se detenía ante la casona Florica
de los Bratianu, en el suburbio de Stefanesti; la bella hortelana descargaba
los dos cajones de manzanas comprometidos y recibía a cambio las flamantes
monedas recién acuñadas por el Banco de Rumanía [13].
Una vez cerciorado de que era Cristina quien llevaba la mercancía, el propio
Dimitrie la recibía y pagaba, pelando la pava de manera cada vez más
dilatada, con el beneplácito de la joven.
En fin, la costumbre hizo confianza, y la
confianza, intimidad. Ignora la leyenda si los padres de Cristina conocían las
relaciones de su hija con el mayordomo y, en su caso, el sentido de tal
tolerancia. En cuanto a los interesados, Cristina se dejaba querer y obsequiar
por el maduro galán, en tanto este no creía que tuviese que llevar las cosas de
forma más platónica o comprometida que con el resto de sus amigas. Y
así, en vísperas de Navidad, Dimitrie recibió una mañana las manzanas de manos
del padre de Cristina y las malas noticias, de sus labios:
-
Seguramente no conoce, señor, la noticia, pues mi
hija es muy sufrida y callada, pero ello es que, sin lugar a dudas, ha perdido
su doncellez y está esperando un hijo.
Dimitrie quedó estupefacto y sin fuerzas
para responder ni, menos aún, para negar lo indudable, o argüir en su defensa.
El padre prosiguió:
-
En otro tiempo y en otras circunstancias, lo que ha
hecho usted con Cristina hubiera terminado en matrimonio o en sangre. Sucede,
sin embargo, que la diferencia de raza y de clase hace completamente inviable
la coyunda; así que…
Dimitrie estuvo a punto de desvanecerse,
al observar que –como quien no quiere la cosa- el gitano echaba mano a la faja.
Con todo, la sangre no iba a llegar al río Arges. El ofendido progenitor
continuó diciendo:
-
Tampoco es cosa de lavar con sangre una ofensa tan
grave infligida a una pobre niña. Personas hay en esta casa que sabrán juzgar y
dar satisfacción de modo más civilizado. Precisamente, conozco a la dama de
compañía de la señora condesa. Casi todos los días van a rezar a la iglesia de
San Jorge. Así que me acercaré a ellas, las saludaré respetuosamente y les
contaré lo que sucede.
Dimitrie se quedó lívido. Ya se veía
expulsado de la casa Bratianu pues, si algo ofendía a la señora, eran los
escándalos y los abusos hacia las pobres gentes que con aquella se
relacionaban. La cabeza le daba vueltas pero, aún así, le pareció percibir una
salida, por la forma en que el gitano paladeaba sus palabras y esbozaba una
sonrisa ratonil:
-
Señor, lamento lo sucedido y estoy dispuesto a
asumir las consecuencias de ello; pero soy hombre de honor y de posibles, que
no precisa que nadie le imponga el veredicto por su conducta. ¿No podíamos
arreglar las cosas sin implicar a terceros de alto rango?
-
Nada me sería más grato, Excelencia, pues con ello
quedaría palmario a mis ojos su afecto real por mi hija y su buen corazón.
El mayordomo, recelando que alguien
escuchara la plática o se extrañase de tan larga parada del carro de la fruta a
la puerta de la mansión, citó al padre de Raquel para la tarde siguiente, en un
cafetín frente a la catedral. Aprovechó para examinar al céntimo el estado de
sus finanzas, pues algo le decía que esa iba a ser la medida de su afecto
real por Raquel y su buen corazón. Hizo cuentas, suspiró hartas veces y
aceptó el mal menor como inevitable.
El café Lalea estaba de bote en
bote aquella tarde, pero no le fue difícil a Dimitrie localizar al frutero,
entre otras cosas, porque estaba acompañado de un orondo y cetrino caballero,
como de sesenta años, tocado con un sombrero de ala corta y con un nudoso y
grueso bastón entre las piernas. Se lo presentaron como el tío Radu, uno
de los más respetados ancianos, que impartían justicia o, cuando menos,
sentencia en los litigios de su etnia en la ciudad. El mayordomo no dejó de
sentirse incómodo, por el hecho de que otras personas tuvieran conocimiento y
parte en sus problemas, pero no tuvo más remedio que aceptar la presencia del
intruso; y a fe que no hubo de arrepentirse, pues tío Radu hizo de
hombre bueno, limando asperezas y dirigiendo el regateo en que, a la postre, se
convirtió la querella de honor:
-
No se hable más, Florin –zanjó el patriarca-. Aquí,
el señor ha reconocido el honor de tu hija y hasta habría estado dispuesto a
casarse con ella, si tal cosa fuese posible. Fijemos una cantidad que le sirva
de dote para que la acepte, aun desflorada, un buen ţigan[14]
y perdonemos lo demás de la afrenta, por el honor y el buen nombre de la casa
de los Bratianu.
-
¿Y la criatura? ¿Con qué la vamos a criar?, inquirió
compungidamente su abuelo en potencia.
-
Sobre
eso, ya se proveerá, repuso tío Radu
enigmáticamente, pero Dimitrie creyó comprender.
Finalmente, el
precio del perdón se tasó en mil lei.
Todavía tuvo el pagano que insistir
para que se los aceptaran en billetes del Banco de Rumanía, pues estos eran aún
recibidos con desconfianza por el pueblo. Finalmente, se convino la entrega de
la mitad del precio en monedas de plata. Para evitar cualquier sospecha, el
padre de Raquel delegó en el tío la
recogida del dinero, que se haría efectiva tres días más tarde. A la puerta del
café, Florin, inopinadamente, abrazó y besó a Dimitrie, en prueba de perdón
definitivo y le dijo:
-
Raquel
está muy compungida por perderle. Le haré saber de su generosidad, para que le
sirva de consuelo.
***
Creyó Dimitrie
que, para su bien y tranquilidad, no vería más a Raquel. De todas formas, para
asegurarse ausencia y olvido, solicitó de sus amos el traslado a Bucarest,
aunque fuese en un puesto inferior. Adujo para ello una disculpa, que la
leyenda no ha tenido a bien recoger.
Ya en su nuevo
destino, recibió por reenvío desde Arges, una carta, llena de faltas y
paupérrima caligrafía, pero rica en noticias y sentimientos. ¿Era de puño y
letra de Raquel? La verdad es que Dimitrie nunca le había preguntado por su
alfabetismo, ni había tenido intención de relacionarse con ella por tan cultos
medios. Así que dejemos la cuestión de si era autógrafa o por amanuense y
vayamos con lo esencial de su texto, debidamente corregido:
¡Maldito seas tú y tu dinero! Fuiste
hombre para enamorarme y hacerme tuya, pero no para convertirme en tu esposa y
ser un padre para tu hijo. Y ahora huyes, con la conciencia negra y el perdón
de mi gente en tus manos. ¿Sabes para que han servido tus miserables monedas?
Pues para pagar a la abortera y comprarme un marido arrugado y gordo, que hará
mi infelicidad hasta que muera él o me mate yo. Mi padre podrá haberte
perdonado, pero yo te acuso y te maldigo. Quiera Dios secar tu corazón y cegar
a las que tú pretendas, de modo que nunca puedas querer a quien de veras de
quiera, y que aquellas a las que ames te rechacen y desprecien; de modo que el
amor no sea para ti causa de alegría y vida, sino de perdición y de muerte.
Dimitrie se
estremeció al leer la carta, más por las tristes nuevas de Raquel y su
malogrado hijo, que por una inane maldición, que juzgaba fruto de la superstición
y el despecho. Sin embargo, pronto tuvo que convenir en que, si no el mal
fario, sobre su vida actuaba la justicia. Su forma de entender el amor,
superficial y efímera, se malograba una y otra vez, por aquella discrepancia de
sentimientos que la gitana le había augurado. Si él deseaba, recibía rechazo;
si lo requerían, no sentía sino repugnancia por la oferta. El tiempo pasaba;
Dimitrie envejecía, aunque su anhelo de mujeres permanecía vigoroso. Al fin,
vio los cielos abiertos, cuando la condesa le dijo:
-
Dimitrie,
es usted una de las personas más veteranas y fieles a nuestro servicio. Quiero
hacer algo por su felicidad y su futuro, que no parece buscar espontáneamente.
Otro tanto, por vivir solo para mí, le sucede a mi dama de compañía, la
señorita Dulgher. ¿Qué le parecería que yo…?
Dicho y hecho.
Aquellas dos personas, maduras y reservadas, que llevaban media vida
conociéndose, solo por la acción e impulso de su señora se contemplaron con
agrado y con deseo. Por primera vez en años, Dimitrie vio incumplida la
maldición de la gitana: Traiana sentía por él tanto amor, como el que Dimitrie
le profesaba. Casáronse, pues, en la catedral de Bucarest, una mañana muy
temprano, bajo el padrinazgo de la condesa y de Ion Bratianu, el Joven[15]. La ceremonia y el
festejo se desarrollaron con la alegría y la mesura que los sentimientos y edad
de los contrayentes exigían. Pero esa misma noche, cuando Dimitrie, trémulo de
amor y de deseo, se disponía a entrar al tálamo, encontró a su esposa sin vida,
cual si solo estuviese dulcemente dormida. El médico que certificó la defunción
recogió el dato de que la finada yacía
sobre su costado derecho, en posición fetal.
4. Las rosas de Baia Mare
En los primeros años del reinado de Francisco José[16], vivían puerta con puerta
en la ciudad de Baia Mare las familias de los Codru y los Prunea. Fervientes
ortodoxos y partidarios decididos de la causa rumana que por sangre les
pertenecía[17],
ambas familias colaboraban en la política y en los negocios, manteniendo una
íntima amistad. Nada era de extrañar, por tanto, que siendo Alba Codru y Carol
Prunea de una edad parecida, y compartiendo en buena medida carácter y
aficiones, sus padres sonriesen al verlos tan compenetrados y empezaran a hacer
cábalas sobre un futuro matrimonio entre ellos.
Convengamos, no
obstante, en que los cuchicheos y planes de sus familias fueron mantenidos en
la reserva, dejando que fuesen los adolescentes quienes vieran brotar libre e
inconteniblemente el amor recíproco el cual, a su vez, procuraban vivir solo
para ellos, evitando compartirlo con sus próximos.
Un día de
primavera, ambas familias emprendieron una larga peregrinación al monasterio de
Barsana, para agradecer a Nuestra Señora haber salido bien libradas de la
epidemia de cólera, que había asolado la región. Allí, en un aparte, ante el
sagrado icono de la Theotokos[18], cogidos de las manos,
Alba y Carol se prometieron en matrimonio. Bueno, la verdad es que las palabras
de la promesa fueron susurradas por él, mas ella las corroboró con este voto:
-
Madre
nuestra: prometo venir a poner a tus pies las rosas del ramo de novia.
Carol, siempre
reflexivo y puntilloso, mostró a la salida sus reticencias a Alba. Esta,
alzando la voz e irguiendo su pequeña estatura, dijo:
-
¿Es
que no me crees capaz de hacer la peregrinación, por larga y difícil que ella
sea?
-
No
es eso –repuso el muchacho-. Es que podría suceder que no hubiera rosas en la
época del año en que nos casemos.
-
Pues
yo no me casaré sin rosas, concluyó la joven.
Pasó algún tiempo
y Carol, buen estudiante y con posibles, solicitó el permiso de sus padres para
ir a estudiar medicina en Viena. La despedida de Alba fue triste, pero llena de
esperanza y de promesas. La leyenda recoge literalmente las últimas palabras de
ambos enamorados:
-
Volveré.
-
Te
esperaré, siempre.
El tiempo y las
ocupaciones fueron dilatando el regreso de Carol a Baia Mare. De Viena –donde se
doctoró con honores-, pasó a París para seguir las enseñanzas del doctor
Bernard[19] y en la Ciudad Luz
ejerció la Medicina de forma brillante y entregada. Allí, aunque no
deliberadamente, encontraba con frecuencia a compatriotas, que le hacían las
mismas preguntas, despertando en él nostalgias olvidadas:
-
¿No
ha vuelto nunca, doctor?
-
No.
-
¿Y
cuándo piensa…?
-
Pronto.
Pronto, más adelante, el año que viene.
Las respuestas podían ser concretas, pero nada significaban. Formaban parte de
un ritual de disculpa por el olvido, en el que también tenían su parte las
cartas no contestadas, los enfermos que no podía abandonar, los elogios de los
colegas y las hermosas mujeres de los bulevares. De vez en cuando, veía en
sueños la figura de un ángel que, severamente, le señalaba un viejo icono,
medio escondido en la penumbra de una iglesia. No se atrevía a mirar al
espíritu a los ojos, ni necesitaba acercarse a la imagen para identificarla. Solo
repetía mañana, mañana… Y, al
despertar, tranquilizaba su conciencia la luz del amanecer y se encaminaba al
despacho, donde le aguardaba el grueso dietario, abierto por la página del día:
consultas, conferencias, comida con…, velada en casa de…
Y, en Baia Mare, ella esperaba. No lo hacía ya con
anhelo, ni siquiera con esperanza, pero aguardaba. Había hecho un voto solemne
ante el altar y era demasiado firme y orgullosa como para incumplirlo. No
valían excusas ni ampararse en culpas ajenas. Las buenas gentes no cesaban de
darle consejos, a los que Alba replicaba siempre: volverá. Escríbele; volverá.
Emplázalo; volverá. No eches a perder
tu vida; volverá. Te ha olvidado; volverá. Podía haber desfallecimientos,
desvaríos del corazón, maldiciones al destino, pero no sería ella quien
rompiera una promesa sagrada, ni se entregara a amantes que de antemano sabía
habrían de dejarla amargada e insatisfecha.
-
Esto
no es amor, hija, sino soberbia, le reprochó un día su madre.
-
Es
mi destino y nada en el mundo me apartará de seguirlo.
***
Al fin, cargado de
honores y de años, Carol regresó. Habían fallecido sus padres y urgía su
presencia para resolver las cuestiones de la herencia. Tenía en los labios una
pregunta que lo quemaba, pero que se abstenía de formular, por temor o por
vergüenza. Al fin, aprovechando la aparición en la casa vecina de personas
desconocidas para él, preguntó a su hermana:
-
¿Qué
ha sido de los Codru? ¿No son ya vecinos nuestros?
-
Han
pasado tantos años… La madre se recogió en un asilo y los hijos se dispersaron.
Uno de ellos aún vive en la ciudad, pero se mudó al casarse.
-
¿Y
qué ha sido de Alba?
-
Murió
de una pulmonía. Hará cinco o seis años.
El sol del
atardecer apenas acaricia ya la nieve helada del camino del cementerio. El
ilustre médico no ha querido, ni compañía, ni transporte, pero la edad no
perdona. Cuando llega a la puerta del cementerio, el guarda está a punto de
cerrar. Carol le convence, con una propina y su acento extranjero, para que le
permita entrar: está de paso y le es inexcusable visitar la tumba de un ser muy
querido. El empleado se encoge de hombros y accede. Le orienta hacia la
sepultura solicitada y advierte:
-
Dejaré
cerrada la verja, pero sin echar la llave. No se demore mucho, que está cayendo
la noche y empezando a helar.
Ante la tumba de
Alba, Carol inicia las hermosas y manidas palabras del responso: Dale, Señor, el eterno descanso… El
descanso… Que tu alma descanse en paz. En
paz… ¿Qué sentido ni qué derecho tiene él para impetrar el descanso ni desear
la paz? Envuelto en la dorada claridad del crepúsculo se ve a sí mismo tal cual
es. Quebrantó el juramento; abandonó a su amada; ha vivido egoístamente su
vida; ha cimentado su gloria sobre el sufrimiento y la soledad de ella. Y, ahora, aprovechando un viaje de
negocios, reza maquinalmente, como un extraño sin responsabilidades.
La angustia de la
culpa ya irremediable afloja sus piernas y pone un nudo en la garganta. Ha de
sentarse sobre la lápida, apartando un montoncito de nieve, y la encuentra
tibia, blanda, como si le esperase, acogedora. Quiere reiniciar la oración,
hablando con ella como lo hacía en el jardín de su casa, tantos años atrás.
Tiene mucho que decirle, pero las palabras no fluyen a sus labios. Solo acierta
a repetir una y otra vez, perdón, perdón…
Una quietud
inefable paraliza la naturaleza en torno suyo. Los ojos se nublan y los labios se
posan una y otra vez en el mármol, tan cálido como su boca. El viejo doctor,
todo sabiduría y amor propio, por unos instantes vuelve a su adolescencia y
convierte sus palabras en besos y en lágrimas. Luego, con relajación infinita,
reclina cabeza y brazos en el regazo amoroso de la tumba, mientras lo va
cubriendo la noche, y la luna, al salir, juega con sus manos yertas y proyecta
la sombra de la cruz sobre sus canas.
Y, al pie de la
sepultura, allá donde puso besos y derramó lágrimas, aquellos se han convertido
en rosas rojas y estas, en rosas blancas, que se reúnen como por encanto,
formando un ramo de novia.
***
En el monasterio
de Barsana, la hermana Sofía hacía el recorrido nocturno de vigilancia por las
dependencias monacales. Al entrar en la iglesia, le pareció oír el roce de un
vestido en las losas del pavimento. Apresuró el paso hacia el lugar de donde
había procedido el murmullo. Ante el iconostasio, precisamente, frente al icono
de la Madre de Dios, una joven novia posaba su ramo como ofrenda votiva.
Acercóse la monja y contempló, a la oscilante claridad de las velas, un
bellísimo ramo de rosas, frescas y aromáticas, como acabadas de cortar.
Intrigada, preguntó:
-
¡Rosas
en invierno! ¿Dónde las encontraste, hija?
-
Son
las rosas de Baia Mare, hermana.
Nuestra Señora llevaba esperándolas mucho tiempo.
Y la oferente
desapareció.
[1] William Shakespeare, Julio César, acto I, escena segunda.
[2] Stanley Davis Jones
(1914-1963), famoso compositor de música western,
en especial, para la pequeña y la gran pantalla.
[3] Su título completo es Ghost Riders in the Sky (A cowboy legend). Fue un gran éxito
a partir de 1949, siendo incluida (la verdad sea dicha, con calzador) en la película Riders
in the sky (J. English, 1949), protagonizada por Gene Autry.
[4] Pedro Vargas (1906-1989), mejicano, y Rafael Martos
(1943), de Linares (Jaén), cantantes que versionaron con éxito en español Jinetes en el cielo.
[5] Leyenda
de un jinete que galopa sin cesar,/cumpliendo la condena de cruzar la
eternidad,/por traicionar en vida lo que fue su gran amor,/sembrando llantos y
dolor en otro corazón.
[6] Evidente alusión de Araceli a la historia de
Nastagio degli Honesti, de Boccacio, pintada en cuatro escenas por Botticelli,
tres de las cuales se conservan en el Museo del Prado de Madrid y la cuarta, en
el Palazzo Pucci, en Florencia (esta última, de dudosa autoría).
[7] Alexandru Ioan Cuza (1820-1873), cuyo cenit
político se produjo entre 1858 y 1866.
[8] En rumano, Iaşi, también conocida como Jassy,
Jasy o Iasi, capital histórica de Moldavia desde 1565 y segunda ciudad por habitantes
de Rumanía. La población judía de la ciudad era muy numerosa, tanto en número,
como en cultura e influencia socio-económica. Uno de los títulos honoríficos de
Iasi es el de la ciudad de los grandes
amores.
[9] La facultad de Medicina de
Iasi fue fundada en 1859 y su Universidad, en 1860, la primera de la futura
Rumanía.
[10] Ion Bratianu (1821-1891)
fue por tres veces jefe del Gobierno rumano, destacando su Presidencia entre
1876 y 1888, casi sin solución de continuidad.
[11] Importante división administrativa en
Valaquia, cuya capital era, y es, la ciudad de Piteşti.
[12] ¡Las
mejores manzanas de Rumanía!
[13] La cita del libro nos
sugiere que la historia se desarrolla muy poco después de 1880, fecha en que
dicho Banco oficial acuñó por vez primera billetes y monedas con el leu como unidad, persistente hasta la
fecha.
[14]
Gitano, en lengua rumana.
[15] Ion Ionel Constantin Bratianu (1864-1927),
cinco veces Primer Ministro rumano, entre 1909 y 1927.
[16] Francisco José I, emperador de Austria
(luego, de Austria-Hungría), reinó de 1848 a 1916.
[17] El distrito o región de
Maramureş, cuya principal ciudad es Baia Mare, fue enseñoreado por germanos y
húngaros hasta 1919, pese a ser su población mayoritariamente de estirpe
rumana.
[18] Denominación genérica de las imágenes en que
la Virgen es representada como madre, con el Niño en sus brazos.
[19] Claude Bernard (1813-1878), probablemente, el
más famoso e influyente médico de la época.
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