El sol de Austerlitz
Por Federico Bello
Landrove
Los románticos que no hemos hecho la
guerra, pensamos que el amor pervive pese a ella e, incluso, se acrisola y
sublima por ella. Seguramente es una falacia, fruto de la ilusión y de la
inexperiencia; ¿o tal vez no? Dejemos que nos cuente su historia un militar
alemán del siglo XX, estudioso de Napoleón; que sea él quien nos ilustre sobre
el poder amoroso del astro más guerrero, el sol de Austerlitz.
1. De Breslau a Washington
Hasta donde la
memoria alcanza, mi familia ha estado vinculada a la vida militar. Un von
Lützow ya se alistó en la gigantesca Guardia de Corps del Rey Sargento y –no sé si el mismo, o un hijo suyo- tuvo destacada
intervención en la batalla de Hohenfriedberg, mereciendo un ascenso. Con todo,
el más famoso de la estirpe fue el polémico y brillante Adolf, que levantó y
dirigió un afamado Cuerpo nacional de voluntarios en las guerras napoleónicas,
teniendo casi más dificultades que con las tropas del gran Corso, con su propio
rey y con el terrible Blücher [1]. No hubo guerra sostenida
por el Reino de Prusia o por el Imperio alemán en que mis antepasados no combatiesen
o se distinguieran. En la Gran Guerra, mi padre, general de división ya en la
reserva, rindió servicios, no obstante, en el Estado Mayor central. Yo era
entonces un niño, por lo que tuve que foguearme, un par de años más tarde, en
la contienda ruso-polaca, como teniente eventual adscrito al estado mayor de
Sikorski. Para ello, casi me tuve que escapar de casa, cosa nada difícil,
habida cuenta de que vivíamos muy cerca de la frontera. Cuando regresé, al cabo
de diez meses de ausencia, mi padre me matriculó en la Academia Militar de
Postdam, donde la experiencia me facilitó grandemente las cosas. Salí en 1925,
con el número 3 de mi promoción y pasé a fungir de Leutnant [2] en un Regimiento de Infantería de Friburgo de Brisgovia. Antes de
que Hitler llegase a la Cancillería, yo había ascendido a Capitán y aprobado
holgadamente los cursos de oficial del Estado Mayor.
Paralelamente a
la vida militar, había ido adquiriendo algunas otras habilidades. La que más
positivamente influyó en mi futuro fue la dedicación a los idiomas. Al perfecto
conocimiento del polaco, aprendido de labios de mi abuela materna y de los
vecinos al otro lado del arroyo fronterizo, fui añadiendo el ruso (facilitado
por el dominio del polaco y el contacto con los prisioneros de la guerra de
1919-1920) y el francés. También llegué a traducir corrientemente del inglés, a
fin de satisfacer mi infatigable curiosidad por la historia militar. Por ahí,
perdidos en las pocas bibliotecas y librerías que esta terrible guerra haya
dejado en pie, puede ser que aparezcan ejemplares de dos obras mías sobre la
materia: un sesudo volumen titulado El orden
oblicuo: de Leuctra a Leuthen y el tomo de la serie Grandes Batallas titulado De
Marlborough a Federico el Grande, que publicó, allá por 1935, la Kölnische Verlag. Y conste que no
refiero estos hechos para enaltecer mis méritos, sino porque algo explicarán de
cuanto voy dejar constancia en este relato. Pasemos, pues, página y
coloquémonos en aquel día del verano de 1936, en que mi padre me hizo venir de
Breslau –donde ejercía yo funciones de capitán de estado mayor en la
Comandancia de la Región militar-, para leerme la cartilla en el inmenso salón
de la casa solariega de la familia:
-
Hace
un par de días, recibí la visita del jefe de Policía de Breslau, buen amigo
mío, y me ha transmitido noticias poco tranquilizadoras sobre tus comentarios y
compañías en la ciudad. Parece que la Gestapo
ha abierto un expediente sobre ti.
-
No
tengo idea de lo que puedan acopiar contra mí. Por otra parte, siendo militar
de carrera, no entiendo que tengan competencia para investigarme.
-
Déjate
de monsergas, que ya sabemos cómo anda el tema de la legalidad en Alemania. No
te vendría mal un cambio de aires.
-
Pero
en Breslau me encuentro muy a gusto. Por otra parte, si la Gestapo ha fijado sus ojos en mí, aunque me vaya al otro extremo
del país…
-
Yo
diría aún más lejos. Me he puesto en contacto con von Bock[3], que es todo un amigo, y
hemos hablado de algún destino en el extranjero. No por mucho tiempo, desde
luego, pero sí lo suficiente para que se serenen las aguas.
-
¿Alguna
agregación militar? No me disgustaría Polonia, o la URSS.
-
No
estamos en condiciones de elegir. Una vez que te he visto dispuesto, voy a
llamar a Fedor. Por cierto, me dio la sorprendente noticia de su matrimonio.
Con cincuenta y tantos años, no deja de ser un rasgo de valentía. A ver si
aprendes de él.
-
Ya
tuve bastante con Bertha. Sufrí lo indecible, para finalmente verla morir en
plena juventud.
-
Pero,
Albrecht, si al menos hubieseis tenido hijos… En fin, aunque lamentaría no
abrazar a algún nieto, tampoco creo que sea este el momento más adecuado para
hacer planes. Ahora, procura tener la boca callada y no reunirte más que para
tomar cerveza, o charlar de las Olimpiadas. Ya te escribiré con lo que mi amigo
nos ofrezca. Tiene mucha mano en Berlín.
2. En el Estado de la rubeckia[4]
Así fue como se
gestó mi destierro en Washington. No
encontraron otra embajada más próxima para destinarme como adjunto al Agregado
militar, el Coronel Heinrich von Schalmach. Este, pomposo y retorcido, no tenía
–en mi opinión- más aptitudes para ejercer el cargo que un excelente inglés
insular, adquirido de su madre, y una gran capacidad de trasegar alcohol sin
embriagarse. Aunque no hablaba nada sobre ello, tengo la impresión de que no
era, ni mucho menos, un nazi de
formación, ni de convicciones. Dejaba este aspecto, y la consiguiente faceta de
contactos con adeptos americanos, a su otro adjunto, el Sturmbannführer Forster, que, en sus ratos libres, ejercía como
perro de presa de mi humilde persona, seguramente aleccionado por la Gestapo. Menos mal que, al llegarme el
ascenso a mayor, lo igualé en rango. Con eso, mi apellido y mis mejores
conocimientos militares, fui adquiriendo su respeto y la consideración de
nuestro común superior, hasta llegar a un tácito reparto de competencias: Forster
se dedicaría al espionaje –llamémoslo
así-, mientras que yo cultivaría las relaciones oficiales con nuestros colegas
americanos, intercambiando de paso información y conocimientos. Pero, para que
eso fuera medianamente posible, habría de adquirir el nivel de inglés que me
permitiera mantener una conversación sin hacer el ridículo. Eso me llevó, más o
menos, un año. El enamorarme de la vida en Washington y recobrar mis raíces de
franqueza y cosmopolitismo me llevó bastante menos. La vena polaca, que diría mi padre.
Allá por febrero de
1940, yo me desenvolvía en el trabajo como pez en el agua. La embajada alemana,
a partir del inicio de la guerra en Europa, se había convertido en un hervidero
de propaganda e intrigas, atizado por un elenco cada vez más numeroso de
diplomáticos y agentes de los más diversos campos y pelajes. Yo había llegado a
ser una pieza imprescindible de la maquinaria y se me toleraban ciertos
desplantes y excesos liberales, en aras de la eficacia. Cosas de Albrecht, rezongaba el coronel, mientras recibía de Berlín
plácemes por mis informes que –la verdad sea dicha- no pocas veces eran el
fruto de la simple lectura de revistas especializadas, o de meras confidencias
sin mayor malicia. La simpatía que despertaba Alemania en la URSS tras el pacto
de agosto del treinta y nueve, había ampliado mis fuentes, de las que debía
beber con cautela, pues los americanos desconfiaban de los nazis pero, por encima de todo, no podían ver a los soviéticos.
Ese febrero estaba
en pleno rendimiento uno de tantos programas orquestados por Goebbels, con su
perspicacia habitual. Se trataba de apoyarse en los germano-americanos, para
acercar al mundo de la inteligencia la nueva
Alemania y demostrar que éramos gente preparada y de fiar. Una tarde, a la
hora del té, recibí la sorprendente invitación de Forster, el de las SS, para
tomarlo en su despacho. Como me suponía, la invitación era algo más que mera
cortesía. De todas formas, la presencia de una señora como de unos cincuenta
años, elegantemente vestida y de buen ver, me animó:
-
Estimada
señora Kaufmann, le presento al Mayor von Lützow, de una ilustre familia
militar, como sabrá. Herr Major, la
profesora Lucy Kaufmann, directora del departamento de Historia Antigua de la
Universidad de Maryland.
Hechas las
oportunas presentaciones y servido el té, la señora Kaufmann tomó de manera
incontenible el uso de la palabra. Convencida, al parecer, para participar en
el programa de amistad germano-americana,
había preparado un pequeño ciclo de conferencias y…
-
Ahí
es donde encaja usted, mayor. Tengo entendido que es un experto en táctica
militar. En la biblioteca McKeldin tenemos un libro suyo sobre las campañas de
Federico II.
-
Me
tranquiliza, miss Kaufmann. Al
presentarla como jefe del departamento de Historia Antigua, temí que hubiera de
remontarme hasta Epaminondas.
-
¡Oh,
no! Ya sabe, aquí en los Estados
cualquier cosa es antigua, siendo anterior a nuestra Guerra Civil. No, nada
arcaico: me conformo con algo sobre el siglo XVIII.
-
¿Qué
le parece la batalla de Leuthen? Es verdaderamente una obra maestra.
-
Considere
que nuestros alumnos son muy jóvenes y poco duchos en historia militar. Tal
vez, algo más amplio…
-
Déjelo
de mi mano, profesora. Al hilo de Leuthen, saldrá a relucir un montón de cosas
de la época. Con un poco de suerte, hasta les preparo alguna ilustración
musical con obras de Federico el Grande.
-
¡Espléndido!
Siendo así, voy a hacer lo posible para que nos cedan el auditorio de Morrill
Hall y abrir el acto a padres y profesores. Prepárese, mayor, que el público va
a ser muy selecto.
-
Desde
luego. ¿Habré de vestir de militar o de paisano?
-
Un
traje oscuro será lo mejor –terció Forster-, con la insignia del Partido en la
solapa.
-
Y
una peluca a la Federica, bromée con gesto muy serio.
-
No
se excedan, replicó la Kaufmann. No estamos
muy bien vistos desde que se firmaron los pactos con Japón y la URSS. Y, ahora,
con la guerra…
Me cayó bien la
historiadora. Recuerdo que pensé: Kaufmann, seguramente judía; no me explico
muy bien cómo se presta a estas maniobras. Pero, en fin, voy a ver si encuentro
el Allegro assài de Federico II [5]. Sería un excelente
introito para la conferencia.
***
No es que yo lo
diga: la conferencia resultó un éxito. Cosa lógica, cuando se aborda la vida de
Federico el Grande. A las ilustraciones musicales y los croquis con los
movimientos de la batalla, agregué fotografías y un fondo de escenas alusivas
de la película Fridericus, no
estrenada aún en los Estados Unidos [6]. Al final, me permití
abrir un coloquio, que dio pie para aludir a los más variados temas, incluido
el obsesivo y oscuro de la presunta homosexualidad del Rey. Lucy Kaufmann,
exultante, se opuso a que regresara a Washington sin cenar y compartimos mesa
en un recoleto restaurante de College Park con otros dos profesores del
Departamento. A los postres, el camarero nos trajo una botella de champán
francés, con los atentos saludos del Capitán de Navío David Alexander. Lucy
oteó las mesas y enseguida localizó aquella donde el militar estaba con su
hija, terminando también de cenar. Al momento formamos grupo unido y comprendí
que nuestro amable donante estaba deseando tratar conmigo de algún asunto. Como
es lógico, la profesora Kaufmann hizo la introducción:
-
El
capitán Alexander es el segundo jefe de la Academia Naval de Annapolis. Su hija
Molly es una de nuestras estudiantes más distinguidas.
-
¡Annapolis!
–ponderé yo-. Bellísima ciudad y modélica Institución. Lamentablemente, yo soy
del Ejército de Tierra y los de caqui somos allí mal vistos. Ya sabe, beat Army!
Alexander (llámeme David) rió con mi broma y la
aprovechó con maestría:
-
Ya
hemos recibido en varias ocasiones la visita de su Agregado naval, pero estaré
encantado de acompañarle en un recorrido por las instalaciones, si es que el
apellido Lützow no lo inhabilita para acercarse al agua.
Esta vez fui yo
quien hubo de reír, entre admirado y divertido. El capitán explicó la anécdota
a los demás circunstantes:
-
El
año pasado botaron en Bremen un crucero de batalla, llamado Lützow, en honor del gran antepasado de nuestro
conferenciante. Como es lógico, le invitaron a que asistiese al acto y
pronunciase unas palabras, antes del discurso del almirante que presidía. La
revista naval que recogió la ceremonia resumió el breve parlamento del mayor,
más o menos, de la siguiente forma: El
mayor Albrecht von Lützow, descendiente en sexta generación del epónimo del
crucero, agradeció la gentileza para con su antepasado, no sin poner en duda el
acierto de la decisión, toda vez –afirmó-
que Adolf von Lützow nunca aprendió a nadar, razón por la cual estuvo a punto
de ahogarse en el Oder. Espero y deseo –agregó- que este gran barco no ponga nunca a prueba las cualidades natatorias
de sus tripulantes.
-
La
verdad es que estaba molesto por el hecho de que el Gran Almirante Raeder no se
hubiese dignado invitar a mi padre, por ciertas rencillas antiguas, y, en
cambio, me hubiera obligado a mí a cruzar el Atlántico para representar a la
familia. En fin, es agua pasada. Yo
sé nadar y no me asustaría cruzar el Severn en el buen tiempo.
-
Tanto
como eso no voy a pedirle, mi valiente amigo –replicó Alexander-, pero sí que
repita su conferencia, o alguna parecida, ante nuestros cadetes de tercer año,
en el programa de Historia.
-
Estaré
encantado, pero se me ocurre algo más apropiado para unir por una vez, y sin
que sirva de precedente, Ejército y Marina. ¿Qué le parecería una charla doble,
sobre las dos grandes batallas de Trafalgar y Austerlitz que, como sabe, se sucedieron
con poco más de un mes de diferencia? Estoy seguro de que el Agregado naval
inglés estará encantado de asumir la parte acuática. Yo me atrevería con el sol de Austerlitz.
-
Excelente
idea. Solo que –añadió irónicamente el capitán-, si los juniors [7]
me preguntan por su relación con la batalla, ¿qué podré decirles?
-
Dígales
que Austria forma ahora parte de Alemania y que suele aprenderse más de los
errores de los vencidos que de los aciertos del vencedor; y no digamos, si es
alguien tan irrepetible y atrevido como Napoleón.
-
Hecho.
Hum, se está haciendo tarde. Venga
con nosotros en el coche. Lo llevaremos hasta Washington. Desde este momento,
considérese profesor adjunto de la Academia.
-
Gracias,
David. Anchors aweigh!
***
A primeros de
abril, recibí el saluda del
contralmirante Brown, Superintendente de la Academia Naval, al que acompañaba
la cartulina anunciadora de mi conferencia y dos pases para asistir a la misma.
Entregué uno de ellos al Agregado naval de la Embajada y el otro, a mi
superior, el coronel von Schalmach. Este recibió la invitación con una media
sonrisa:
-
Conferenciante
en Annapolis… Excelente. Y eso, sin llevar el ancla en la gorra.
-
Mi
coronel, voy a tratar sobre Austerlitz. Para eso no hace falta saber mucho de
barcos.
-
Bueno,
ya sabes. Pon a los rusos lo mejor que puedas, ahora que son nuestros amigos.
-
Y
a los austriacos, que ahora y siempre han sido tan alemanes como el Rhin.
-
Desde
luego. Y ya sabes que Napoleón venció porque tuvo el sol y la niebla de su
parte.
-
Tal
vez estudiase meteorología en sus años de cadete en Brienne…
El capitán de navío Alexander me envió un coche
oficial a la Embajada, para recogerme y llevarme hasta la Academia. Llegué allí
hacia las diez de la mañana, la cual empleamos en visitar las instalaciones,
terminar de acondicionar el escenario de Mahan Hall para la conferencia y
presentar mis respetos al contralmirante. Mi acompañante volvió a recordar la
anécdota de la botadura del Lützow,
solo que para entonces yo pude agregar un curioso final, que se producía por
aquellas mismas fechas:
-
No
sé si sabrán que pronto el Lützow ya
no se llamará así. La marina alemana ha tenido a bien cederlo a los rusos antes
de que entrara en servicio, en prueba de sólida alianza[8]. Así que adiós a la unión
de mi familia con la gente de azul y oro.
-
Increíble,
respondió Brown. ¿Tantos cruceros tiene su país, como para andar cediéndolos a
aliados tan coyunturales y peligrosos?
-
Ya
ve, contralmirante. Es que, en el fondo, Alemania siempre ha puesto su
confianza en el Ejército. Somos un país ávido de tierras, no de mares.
-
En
cualquier caso, mayor, no le consiento que diga adiós a la unión de su familia
con la gente blue and gold. Aquí será
siempre bien recibido[9].
Saludamos y nos
dispusimos a abandonar el gran despacho. Wilson Brown tuvo hacia mí un último
detalle de cortesía:
-
Me
ha dicho David que no ha querido percibir un solo dólar por la conferencia.
-
Más
exactamente, que asignen mis emolumentos al fondo de huérfanos de la Armada.
Se dirigió a mí y,
en el vacío ojal de mi americana cruzada gris oscuro, colocó la insignia de oro
de la Academia. La miré emocionado de reojo y repetí de memoria su lema:
-
Eso
espero, mayor. Asistiré a su conferencia de esta tarde y pobre de usted como no
contribuya a aumentar notablemente la ciencia de nuestros cadetes.
-
Descuide,
señor. He venido perfectamente preparado: hasta el traje es color marengo.
***
Llegada la hora
del almuerzo, David me condujo hasta su casa, una deliciosa construcción
victoriana en ladrillo de dos pisos, con escalinata y pórtico sostenido por
columnas de un blanco inmaculado, y rodeada de jardín que empezaba a florecer,
cerrado con verja de hierro forjado. Me explicó:
-
Por
mi cargo, tengo derecho a pabellón en la Academia, pero mi mujer y los chicos
no quieren ni oír hablar de abandonar nuestra casa de toda la vida, que
compramos a plazos cuando me nombraron profesor asociado, hace más de quince
años.
-
¿No
siguen tus hijos la carrera naval militar?
-
Ninguno
de los tres. Bueno, la mayor es Molly, a quien ya conoces, y sabes que la
Academia no admite a cadetes femeninos.
-
Es
lástima. Seguro que te gustaría ver a algún Alexander entre los midshipmen[11].
-
No
sé qué decir, Albrecht. Se avecinan malos tiempos.
3. Brown Betty
La familia
Alexander estaba constituida, en lo esencial, por David, su esposa, Meg, y tres
hijos, Molly, Mark y Phil. Por razones académicas, los chicos no aparecieron en
toda aquella tarde. Molly, por el contrario, no quería perderse el momento. Se ve que le había caído bien, a
raíz de mi intervención en la Universidad. Se empeñó en ser ella quien, contra
todo protocolo, me enseñase casa y jardín, charlando sin parar, como si
fuésemos viejos amigos. Es una actitud no infrecuente en los Estados, a
diferencia de Alemania, donde los jóvenes se muestran mucho más circunspectos
ante la gente de cierta edad.
Terminado el
periplo doméstico con su hija, Meg, informada por su marido, ponderó la belleza
de mi gesto altruista, mientras yo hacía lo propio con la insignia de la
Academia, tratando de quitar importancia a aquel rasgo que reputaba una
bagatela:
-
Seguro
que he salido ganando. El Superintendente no es nada tacaño.
-
¡Huy!,
tendrías que verlo en la Junta económica, bromeó David. Es muy capaz de
discutir durante media hora la asignación para baterías de cocina.
-
Bien,
caballeros, la comida está a punto. Molly, avisa a tía Beth, sentenció la
anfitriona.
La tía Beth resultó ser cuñada de David,
como hermana menor de Meg. Muy delgada, de estatura mediana, impecablemente
vestida con un traje sastre color fucsia, contrastaba el negro intenso de sus
ojos y cabellos, con el blanco impecable de su tez, apenas alegrado por un
toque de carmín en las mejillas y el rojo discreto de los labios. Cojeaba
ostensiblemente de la pierna derecha, ayudándose de un bastón de carey con puño
de plata.
La charla durante
la comida fue animada y diversa, sostenida por las preguntas y comentarios de
Molly y Meg, encaminados a que yo me sintiera protagonista y les contara toda
clase de detalles sobre mi familia y la Alemania que me había tocado vivir. Se
interesaron vivamente por mis lazos con Polonia y los problemas con la Gestapo. Se me escapó:
-
Cada
vez me cuesta más contenerme. Soy un
libro abierto, como me decía Bertha.
-
¿Bertha?
¿Quién es ella?, inquirió Molly, tal vez un poco maliciosamente.
-
Era
mi esposa. Falleció hace diez años.
Se miraron, entre
sorprendidos y consternados. Beth rompió el silencio:
-
¿No
ha pensado en volver a casarse? En las familias de alcurnia es triste que se
pierda el linaje.
-
Somos
simples freiherren, caballeros,
podríamos decir. De todas formas, mi padre también es de su manera de pensar.
-
¿No
has encontrado a ninguna mujer interesante en los Estados?, dijo Meg.
-
No
lo tengo fácil, con los de la embajada espiándome y los del FBI tomando nota de
cuantas entrevistas y contactos realizo. En cualquier caso, soy feliz aquí y
tan solo echo de menos a mi padre, cada vez más desencantado y achacoso.
-
¿No
piensa regresar próximamente a su patria?, inquirió Beth.
-
Eso
dependerá de herr Hitler. En un
principio, confié en su buen criterio, en que sabría llegar hasta el límite sin
rebasarlo, como Bismarck. Ahora no tengo ni idea de cómo ni dónde estaremos
dentro de un par de años.
-
Bien,
el tiempo dirá, concluyó David. Ahora, a pensar en Austerlitz. Tenemos el
tiempo justo de tomar un café y estar a las cuatro en la Academia.
El aroma de las
tazas nos llevó al mundo de la música, allí simbolizado en un espléndido piano Steinway.
-
¿Quién
lo toca?, pregunté.
-
La
tía Beth. Sería una buena concertista si…
-
…
Si no fuese por la poliomielitis. Hago lo que puedo y, al menos, me distraigo.
Con el servicio que tenemos y con los muchachos ya mayores, tengo muy poco en
que ocuparme: flores y corcheas, podríamos decir.
-
No
es mal fundamento, si las notas exaltan su alma, como las flores le han
transmitido su belleza.
Ciertamente, me
había excedido en el halago. Beth enrojeció y salió como pudo del paso:
-
Seguro
que sí. Soy una auténtica Brown Betty de
Annapolis[12].
Ande, venga acá, mayor, que voy a colocarle mejor el nudo de la corbata.
***
Me porté en la
batalla de Austerlitz mejor de lo que lo hizo el ejército austro-ruso, que yo
representaba en aquel momento y lugar, si bien debí de mostrarme más crítico, o
menos alusivo al sol, de lo que un par de individuos del público consideraron
conveniente. Aunque las manifestaciones de aprobación de los cadetes fueron tan
ruidosas como acostumbran, el Agregado naval y el Segundo Secretario de mi
Embajada me saludaron al concluir, de forma bastante adusta. El segundo de
ellos, nazi notorio e inesperado
oyente, ya me dejó caer en el momento:
-
Ciertas
referencias suyas a las diferencias entre austriacos y prusianos…
-
En
aquella época, evidentes por demás. Recuerde que, cuando mi lejano tatarabuelo
Adolf creó un Cuerpo pangermano de voluntarios, el rey de Prusia casi lo
fusila. Lo comprendieron mejor nuestros hermanos
del este.
-
Matices
históricos ya superados, que no conviene que un oficial alemán exponga ante un
público extranjero poco entendido.
-
¿Poco
entendido? Me temo, herr Luttweg, que
algunos de esos guardiamarinas –no digamos sus profesores- nos den sopas con
honda en Historia.
-
Bueno,
bueno, terció el Agregado naval, en conjunto ha dejado en buen lugar la cultura
militar alemana. ¿Se viene con nosotros a Washington?
-
No,
gracias. Me quedaré a tomar una copa con las autoridades de la Academia.
Tenía el ceño tan
fruncido cuando volví con David, que este intuyó que había pasado algo:
-
¿Problemas,
Albrecht?
Le resumí lo sucedido. Comentó:
-
No
eres el único. Hay tipos que querrían ver a todos los militares con una mordaza
en la boca.
-
¡Bah!,
hablemos de otras cosas. Por ejemplo, ¿crees que habré caído bien a las mujeres
de tu familia?
Me miró de hito en
hito y sonrió:
-
Si
yo fuera celoso, no te volvería a invitar a mi casa. Hasta Beth, que es difícil
de contentar, me susurró al salir: Si le
gustase Mahler, sería casi perfecto.
4. Del Potomac al Sena
La campaña de Goebbels para atraerse a la
intelectualidad americana concluyó con un concierto de la Filarmónica de Berlín
en el Constitution Hall de Washington. Mi vinculación a la Embajada me permitió
estar al corriente del evento, de su programa y de su relativo fracaso
político, al excusar su asistencia –o no contestar simplemente a la invitación-
las más altas Autoridades americanas. Dicen que el Presidente de la Cámara de
Representantes resumió certeramente la situación con esta frase: ¿Quién dirige la orquesta, Hitler o
Furtwängler? Pero, si
cualitativamente el concierto fue un fiasco, el éxito estaba asegurado en
cuanto a la afluencia de público. Con todo, el gran aforo de la sala aconsejó
el reparto de unas doscientas invitaciones entre el personal de nuestra
Embajada. Yo, en particular, recibí un par de entradas, con la expresa
indicación de vestir uniforme de gala e ir acompañado por una dama. Nada
dijeron de que tuviera que aplaudir y gritar bravo calurosamente, pero se sobreentendía.
Todo esto sucedió
en mayo de 1940, cuando se desatascaron las hostilidades y el ejército alemán
cayó sobre Francia como un torrente imparable. Para mí, ello era el final de la
remota esperanza de una inteligente acción a la defensiva, que convenciera a
los aliados de la imposibilidad de dirigir un ataque triunfal contra territorio
alemán y desembocara en una paz sin vencedores ni vencidos. Envié una carta a
mi padre, por conducto de un familiar libre de toda sospecha política,
aconsejándole la venta del patrimonio familiar y la colocación de los
rendimientos en Suiza, con las debidas cautelas. Me hizo caso a medias, pues
rehusó deshacerse del palacio rural, solar de nuestra familia, y del terreno
circundante. Hoy, según creo, lo que queda de ello se ha convertido en sede de
un comando soviético en territorio polaco. Con todo, lo vendido y transferido
me permitirá vivir holgadamente, si me dejan disfrutarlo.
Pero volvamos al
concierto. El programa constaba de dos obras, la Cuarta Sinfonía de Beethoven y
la Sinfonía Romántica de Bruckner. Tan pronto lo tuve en mis manos, imaginé a
la dama que podría acompañarme, así como la manera de conseguirlo. Mandé una
esquela a Beth Rawlinson, acompañando una de las entradas para el concierto,
con un texto breve: Como Mahler es judío,
habremos de conformarnos con Bruckner. En todo caso, su compañía compensaría
para mí con creces la pérdida. Si decide no acompañarme, arroje la invitación
al Severn y yo haré lo propio con la mía, al Potomac: así podrán encontrarse en
la bahía de Chesapeake. Su respuesta fue aún más corta: Le espero entre los rosales de nuestra casa
dos horas antes del concierto.
Nada le había
comunicado al respecto, pero Beth se atavió de largo para el acontecimiento,
con un hermoso vestido añil casi recto, levemente plisado y ceñido con un
cinturón dorado. Al notar que la contemplaba admirativamente, ella explicó con
humor:
-
Es
un vestido viejo de Meg, como comprobará por los colores navales. Y he
preferido ir de largo, por razones que usted comprenderá perfectamente.
El idioma inglés
no permite distinción entre el tuteo y el tratamiento de respeto y, menos aún,
en su uso por los americanos. Solo el hecho de que me llamase mayor o por mi apellido denotaba la
distancia. Yo traté de recortarla:
-
¿Me
permitirás que te llame Beth? Por mi parte, estaría encantado de ser Albrecht.
-
¡Dios
mío! Me va a ser imposible tal ejercicio de pronunciación gutural.
-
¡Claro!,
sonreí. Llámame Albert, que es lo mismo, o incluso Bertie, como al Soberano
británico.
-
Albert
será suficiente alivio, dijo con una amplia sonrisa.
Yo no soy buen
conversador y me siento algo cortado ante mujeres que me interesan, pero que
apenas conozco. Debió de ser ella quien sacó la conversación, pero el hecho es
que, de camino hacia Washington, reaparecieron Napoleón y su más gloriosa
batalla.
-
Os
oí hablar a David y a ti del sol de
Austerlitz. ¿Puedes explicarme someramente lo que significa?
-
Napoleón
cimentó la victoria en un engaño a sus enemigos, cuyo éxito dependía en buena
parte de que sus mejores tropas no fueran vistas de aquellos. Figúrate lo bien
que le vino que la mañana amaneciese neblinosa y que el sol no rasgase la
niebla, hasta que los franceses caían sobre sus desprevenidos antagonistas.
Aquel sol facilitó la acometida de Napoleón y apabulló a los austro-rusos, que
vieron el rostro de la derrota a la pálida, pero clara, luz del sol de
diciembre.
-
¿No
te ha sucedido a ti alguna vez otro tanto?, preguntó Beth, tras unos momentos
de reflexión.
-
No
tengo mucha experiencia bélica, pero no recuerdo un caso semejante.
-
No
me refiero a la guerra, sino a la vida: estar sumida en la niebla de la
tristeza o de la rutina y, de pronto, sin esperarlo, ver el futuro y a las
personas que pueden protagonizarlo. Claro que la aparición puede ser
esperanzadora o trágica, del mismo modo que Napoleón podía ser amigo o enemigo
de los desprevenidos incautos.
-
Pues,
visto así, sí que tienes razón. Más de una vez he estado dormido o acomodado y
he precisado de una imprevista sacudida para ver claro y reaccionar.
-
Lo
cual me parece siempre positivo. Sea bueno o malo lo que nos espera, siempre
será peor permanecer en la ignorancia y la inactividad.
-
No
creas. El propio Napoleón, en su trágica jornada de Waterloo, vio aparecer el
sol, tras una terrible tormenta el día anterior, y exclamó lleno de júbilo a
sus soldados: ¡He aquí el sol de
Austerlitz! Y ya ves…
-
¡Bah!,
eso fueron ganas de engañar o de engañarse. No se puede vivir en los recuerdos,
aunque debamos vivir con ellos. Por cierto, apuesto mayor, ¿ha salido para ti
hoy el sol de Austerlitz?
-
El de Annapolis, que es mucho más cálido, al
menos en esta época del año y ataviado de azul y oro.
-
No creas. Aún no caldea lo bastante para que
florezcan las rosas.
***
Tras el concierto,
tenía reservada mesa para cenar en un afamado restaurante próximo. Para mi
sorpresa, Beth rehusó:
-
Estoy
fatigada y me duele la pierna de permanecer sentada tanto tiempo. Prefiero que
me lleves a casa. No obstante, sí te aceptaré un refrigerio.
Yo tenía la
sensación de asistir a una sesión de incoherencia femenina, o de haberme tirado
una plancha. En cualquier caso, me sentía entre ridículo e irritado. Beth
percibió mi cambio de ánimo y, seguramente, decidió explicarse, en principio, de
modo indirecto.
-
A
principios de junio, marcho como todos los años a Denver. No sabes lo bien que
me vienen la altura y aquel clima para mi dolencia.
-
¿Te
refieres a la polio?
-
Y
a un principio de asma, que cada vez me hace más difícil dormir y esforzarme.
-
Lo
siento. No sabía…
-
Albert,
tengo treinta y siete años y no puedo menos de sentirme desilusionada e inútil.
Pero he visto lo suficiente en esta vida, como para dar gracias a Dios, a pesar
de mis dolencias y limitaciones. Estudié enfermería y llegué a trabajar un par
de años en un hospital para niños enfermos crónicos: así que te puedes figurar.
-
Yo
también tuve el tremendo ejemplo de mi Bertha, fallecida de un cáncer en plena
juventud. La cuestión es sobreponerse, adaptarse a la situación y llevar al
máximo la vida que podamos permitirnos. No te ofendas, Beth, si te pregunto:
¿Tienes acaso alguna enfermedad del corazón?
-
Justamente
las que otros puedan haberme causado, empezando por mi hermana, que me adora,
pero me limita y controla como si fuese
casi uno de sus hijos. Por supuesto, están los hombres, para los que mi pierna
constituye un obstáculo casi insuperable para acercárseme. En fin…
-
Puedo
asegurarte que a mí tu pierna me trae sin cuidado y tengo alguna experiencia en
sobrellevar amorosamente los problemas ajenos, como tú, sin duda, llevarías los
de tus seres queridos.
-
Lo
sé, Albert. Por eso, te digo: mucho nos une, pero también es mucho lo que nos
distancia. Démonos un tiempo de ausencia y reflexión y, más tarde, decidiremos
qué hacer con nuestra amistad, con nuestro felicísimo encuentro, con… el sol de Austerlitz.
El camino de
regreso a Annapolis borró los últimos restos de mi enfado. Ahora sentía una
plena sensación de ternura y comprensión hacia Beth. Casi le agradecía que
pusiera dificultades a impulsos tan generosos, como atrevidos. Ni siquiera
quiso darme sus señas en Denver: El
verano pronto pasará. Carguemos nuestros corazones de sentimientos. Tiempo
habrá luego de expresarlos. Se la veía tan segura de la meta, como
precavida en cuanto al camino. No quiso que entrase en la casa a saludar a
David y Meg. Rozó levemente con sus labios mi mejilla y concluyó: Deja, que este camino sí que lo conozco
bien.
***
Llamé por teléfono
una vez a Beth, para despedirla antes de su partida para Denver. Insistió en
mantenernos incomunicados. Ahora pienso que, si yo hubiese sabido entonces lo
que iban a imponerme días más tarde, se lo habría dicho a ella y las cosas
podrían haber cambiado. Por más que el golpe fue tan imprevisto, que no
reaccioné con eficacia y ni siquiera me despedí de su familia.
Fue el 15 de
junio, porque los periódicos traían como noticia de primera plana la entrada de
los alemanes en París, el día anterior. La Embajada decretó día de fiesta y el
champán corría abundante. Renacía en mí la esperanza de una pronta paz, ahora,
con tintes de victoria razonable. Mis preocupaciones iban pronto a ser otras.
El ordenanza de von Schalmach me convocó a su despacho:
-
Albrecht,
no sé si sentirlo o alegrarme. Bueno, lo siento como compañero, pero todos
querríamos estar allí en estos momentos y…
-
Por
favor, coronel, serénese y dígame lo que se le ofrece.
-
Está
bien, toma y lee tú mismo.
Lo que había de
leer era un oficio del Alto Mando del Ejército, refrendado por el Ministerio de
Asuntos exteriores, cesando al mayor
Albrecht von Lützow en el cargo de ayudante del Agregado Militar en la Embajada
del Reich en Washington, y requiriéndole para que el plazo improrrogable de
quince días, se presente en París, Cuartel General del Comandante en Jefe de la
Wehrmacht en Francia, para quedar asignado al Estado Mayor, en el puesto que
aquel resuelva.
-
Te
aseguro que no ha sido cosa mía. No estoy seguro, pero he oído que…
-
No
me explique nada, amigo Schalmach: hoy aquí y mañana allí; es el sino del
militar en tiempo de guerra. Por otra parte, voy confiado. Conozco desde hace
años a von Rundstedt y a su familia. No creo que me envíe al paredón.
-
¡Qué
cosas tienes, Albrecht! Pero has de tener cuidado con las indiscreciones.
Y tanto. Como he
dicho antes, la vena polaca.
Me escapé unos
días a ver a mi padre. El día 30 de junio de 1940, tras haberle anunciado aquel
mi inminente presencia, daba el taconazo de ordenanza ante el gran Gerd von
Rundstedt, levantando el brazo, pero sin el heil
reglamentario. El todavía coronel general me saludó con la mezcla de
estiramiento y bonhomía que lo caracterizaba:
-
Bienvenido
a la guerra, mayor. Vamos a ver si le encontramos un destino desde el que pueda
mostrar sus mejores cualidades.
5. Tras la guerra, ¿la paz?
El excelente conocimiento del francés condicionó mi
participación en la guerra, casi hasta su fin. Mucho de ese tiempo estuve a las
órdenes del mariscal von Rundstedt, quien, como es sabido, dirigió los destinos
militares en Francia, salvo en el periodo relativamente breve que se desempeñó
en la Unión Soviética, sentando cátedra de corrección estratégica y de excesiva
independencia de criterio frente a Hitler. El fallecimiento de mi padre en
vísperas de la operación Barbarroja
llevó a mi mentor a no exponerme al frente ruso, ni siquiera en su cuartel
general. Según él, no era justo que los von Lützow se extinguieran después de
doscientos cincuenta años de servicios ininterrumpidos al ejército alemán. Dios
le bendiga. Me transfirió a la Francia de Vichy, argumentando con mi
experiencia diplomática en los Estados Unidos; con lo que esta vino a ser la
segunda palanca para apoyar mi opción a una guerra relativamente tranquila.
Ello no dejó de tener ciertos inconvenientes, como el de que no alcanzase el
generalato hasta febrero de 1945; lo que, bien mirado, tuvo consecuencias
favorables, a juzgar por el uso nefasto que de tal rango hice.
En efecto, retirado
definitivamente de la escena Rundstedt, pasé a formar parte del estado mayor
del mariscal Model, favorito de Hitler y excelente defensor de Holanda. Con él
sufrí el calvario final, de ir retrocediendo sin saber a dónde ni para qué,
hasta vernos embolsados en el Ruhr. Como es sabido, él se suicidó, dejando de
nuestra cuenta el rendirnos o seguir resistiendo. Mi vena polaca o, tal vez, el atavismo de los Lützow me llevó a
imaginar algo más realista y glorioso: sacar de la bolsa al mayor número de hombres y ponerlos en el camino de sus
casas, en vez del campo de concentración. El plan tuvo un relativo éxito y mil
quinientos atrevidos cruzaron las líneas aliadas por el sector de Hamm,
amparados en la noche y la confianza del enemigo en una masiva rendición.
Luego, como había aconsejado hacer a todos los oficiales de mayor para arriba,
me entregué a los americanos, sin ocultar mi hazaña.
Las consecuencias hube de pagarlas. Irritados por mi
ridícula gesta, que juzgaron contraria a las normas habituales de toda rendición –permanecer con todo el equipo
sobre el terreno-, los aliados me sometieron a consejo de guerra. De nada
sirvió argumentar que los acuerdos formales de rendición fueron posteriores en
unos días, ni que la mayoría de los jefes, con todo el equipo pesado y armas,
nos entregamos sin objeciones. Habían escapado muchos soldados con edad y
preparación para combatir, con varios camiones y los vehículos ligeros, que
fueron capaces de trasladar por caminos de tierra y orillas de los arroyos que
fluyen al Lippe. Acusado del crimen de guerra de incumplir las condiciones de
rendición, comparecí ante un tribunal militar anglo-americano en Dortmund. Afortunadamente, enfoqué mejor
mis cualidades civiles que las militares, pues, en correcto inglés, les dije:
-
Señores,
cuanto hice lo realicé en bien de mis hombres y sin conocer en absoluto las
condiciones de una hipotética rendición. Despedí a los soldados con el
compromiso por su honor de que volverían a sus casas, no a combatir. Marcharon
sin armas y yo permanecí custodiándolas junto a los jefes de las unidades.
Finalmente, yo no era sino un alto oficial del estado mayor, que hubo de asumir
ciertas responsabilidades ante el imprevisible suicidio del mariscal Model. Con
estas atenuantes, me declaro culpable de los cargos y apelo a su
caballerosidad, que conozco bien por haber residido cuatro años en Washington.
Los militares
jueces se miraron unos a otros, sorprendidos. Luego, el sorprendido sería yo:
-
General
Lützow –me interpeló uno de los vocales, un general inglés-, ¿es usted familia
de…?
-
En
efecto, señor. Desciendo del patriota que se atrevió a retar en duelo al formidable
Blücher el día antes de Waterloo.
-
Se
comprende, entonces, la cabezonada en que ha incurrido… Supongo que también a
usted le dirá algo mi apellido. Soy el general Uxbridge [13].
Con o sin
influencias, fui condenado a pasar un año de prisión, que cumplí en los
alrededores de Nuremberg –he de decir que con hambre y parásitos, pero también
con respeto-. Seguramente, un destino mejor que el de mi próximo, el mariscal
von Rundstedt quien, aun viejo y achacoso, todavía está privado de libertad y
amenazado con juzgarlo como criminal de guerra.
***
El respeto a que
me refiero incluía el poder recibir dos visitas a la semana, límite que casi
nunca alcanzaba. Un día, más o menos a mitad de mi cautiverio, me pasaron una
solicitud llamativa: la de una periodista del Washington Post. Tuve un presentimiento y, por una vez, se me
cumplió.
-
Adelante,
señorita Alexander. Pase, que voy a examinarla de las campañas napoleónicas.
-
¡Albert,
querido! ¡Qué delgado estás!
En efecto, era la
joven Molly, la universitaria de Maryland, convertida en toda una mujer y, al
parecer, ejerciendo el periodismo.
-
En
absoluto. Lejos de mí semejante profesión. Abandoné la Historia por el Derecho
y superé el año pasado los exámenes para colegiarme. Me pareció fascinante
seguir, con gastos pagados, los procesos contra criminales de guerra, en
especial porque mi novio es capitán de las fuerzas de ocupación en Heidelberg.
Y aquí me tienes, malvado criminal de guerra.
-
Gracias,
querida, pero siempre lo he hecho todo a medias, menos fugarme de chiquillo
para enrolarme con los polacos. ¿Cómo has sabido de mí?
-
Pura
casualidad. En el descanso para comer de una sesión de los juicios que se están
celebrando acá contra los capitostes nazis, sorprendí una conversación de quien
resultó ser el presidente del tribunal que te había juzgado. Se reía de tan
buena gana que presté atención a lo que decía: Y se encontraron los tataranietos de dos generales de Waterloo. Si
llega a haber un juez francés, habría resultado pariente de Napoleón.
-
A
decir verdad, mi pariente no era todavía general. Al menos en eso, le saco ventaja.
Como es natural,
pasamos revista a toda la familia, con las inevitables consecuencias, después
de una guerra tan cruel. Mark había salido físicamente indemne de la contienda
y ejercía de cardiólogo en el hospital Johns Hopkins pero Phil, el hermano
pequeño, había muerto en un campo de concentración japonés en Birmania. David
disfrutaba de los primeros meses de su retiro, tras alcanzar el grado de
Vicealmirante, y todavía daba algunas clases, como profesor emérito. Meg había
envejecido mucho, pero todavía reinaba en aquella casa de ladrillo rojo y
porche blanco… y en el corazón de toda la familia. Su mayor deleite, los dos
nietecitos, fruto del matrimonio de Mark.
-
¿Y
tu tía Beth? La recuerdo con mucho afecto.
-
Y
ella a ti, picarón. Revolvió lo indecible, hasta descubrir que te habías
marchado por órdenes superiores, no porque te fuese indiferente. Aclarado esto,
ya sabes cómo es: ni un paso más de lo prudente y recto. Y con un océano y una
guerra por medio… En fin, aparte haberse aprendido de memoria la campaña
napoleónica de 1805, sigue como siempre; un poco más gruñona, si acaso.
-
Esto
sabido, creo que la escribiré. ¿Querrías mandarle tú una carta mía? Me da rabia
que la lean mis carceleros.
-
Encantada.
La avisaré antes, no sea que se desmaye. Y que sea muy romántica, ¿eh?
-
Todo
lo que me permitan las pulgas y el horrible rancho de la prisión.
No voy a
engañarles: lo que sigue es solo el recuerdo de una carta escrita hace más de
dos años; pero creo que lo conservo con bastante fidelidad. Por otro lado, yo
no soy de escribir mucho…, hasta ahora.
Querida Beth: El cielo me ha traído a Molly
y, con ella, las noticias de tu entrañable familia. Las hay muy tristes (por
favor, haz llegar mis condolencias a David y Meg por la muerte de Phil).
También las hay llenas de esperanza: tú sigues firme y, al parecer, experta en
las campañas napoleónicas. Soy un criminal de guerra encarcelado, solo y muy
cansado pero, si algún día vuelvo a parecerme al Albert que conociste, ¿querrás
hacerme un hueco en tu corazón? Yo, a decir verdad, nunca te he olvidado.
La respuesta –que
tengo a la vista- me llegó dos semanas después:
Solo si vuelve a lucir en nuestras vidas el
sol de Austerlitz. Avísame cuando estés libre y me llegaré a ti, para
comprobarlo. Tuya, Beth.
***
Pasamos los dos
años siguientes tratando de recomponer nuestras vidas para una posible unión.
Ella, luchando lo indecible para que pudiese hacer realidad mi deseo de viajar
a los Estados y, tal vez, residir allí. Yo, terminada mi condena,
conseguí tras arduos esfuerzos obtener informes de buena conducta y el visado
para viajar a Suiza. No había lugar mejor para reponerme y, desde luego, para
recuperar mi menguada fortuna.
Durante todo el
tiempo, seguimos carteándonos con asiduidad. Recuerdo una de sus primeras
misivas, que incluía una fotografía suya, ataviada con el traje sastre fucsia
con que la conocí. Fue la primera instantánea de carrete en color que había tenido en mis manos. Se trata de que puedas ver en todo su esplendor los estragos del
tiempo. Si, después de ello, decides olvidarme, lo comprenderé perfectamente. Como
es natural, no pude olvidarla. Por si acaso, mi envío equivalente fue en blanco
y negro y debidamente retocado en estudio.
Cada cierto
tiempo, Beth dejaba caer la alusión a aquel tibio sol de diciembre, que alumbró
las colinas de Pratzen para ruina de los austro-rusos. Yo, un poco confuso,
empezaba a pensar que su designio tenía un sentido más real, que el del símbolo
sobre el que habíamos platicado en el vehículo que nos llevaba a Washington el
día de la Filarmónica de Berlín.
Bien, todo llega,
aunque con gran lentitud cuando se lo anhela. Heme aquí, en la cima de esta
triste Europa, recuperado, con pasaporte helvético y con dinero (explicación de
lo anterior). Y en París, la gran capital, la ciudad de la luz, que empieza a
recobrarse y que tantos recuerdos guarda
de mi época de edecán de von Rundstedt. ¿Qué hago aquí, se preguntarán? Ni más
ni menos que esperar a Beth que, vía Lisboa, ha querido reunirse conmigo lejos
de Maryland: tú y yo, solos, bajo el sol de Austerlitz.
Estamos
precisamente en diciembre, a 2 de diciembre de 1948, aniversario de la batalla.
No me cabe duda de que Beth lo ha preparado todo. Incluso que ha querido venir
desde el sur, para ir a encontrarnos… en la estación de Austerlitz. Sí, todo
perfecto, como ella lo quiere, pero ¿y el sol?
Esta pregunta me
martillaba ayer a estas horas, cuando entraba en el gran foyer de la estación, para confirmar la hora de llegada del expreso
procedente de Lisboa y Madrid, en que ella rinde viaje. Los tablones
anunciadores concitaron mi atención. Luego, impulsado por la belleza y
monumentalidad del recinto, saqué un billete de andén y accedí a la zona de
vías, inmensa y abovedada de la mano maestra de Eiffel. La tarde era plomiza y
la gran vidriera de cobertura traslucía apenas el gris de las nubes.
En esto, se
produjo el milagro. Mientras caminaba arriba y abajo, entregado a mis
pensamientos, el celaje se rasgó y los rayos del sol hirieron la inmensa
cristalera. Fue como si una atmósfera ambarina y dulcemente luminosa me
envolviera, ¡qué digo!, cubrió todo el recinto de una luz dorada, irreal y
gozosa, como aquella que imaginó Gluck para el desfile de los bienaventurados.
Por unos momentos quedé atónito, inmóvil, lleno de paz. Luego, presa del júbilo
de la revelación, caminé raudo hacia la salida. Casi tropiezo con un mozo, que
empujaba una carreta llena de bultos:
-
¿Y
pasa esto aquí todas las tardes?
-
¿A
qué se refiere, señor?
-
A
esta luminosidad maravillosa.
El buen hombre
reanudó la marcha, con gesto solemne:
-
Claro,
caballero. ¿No ha oído hablar de ello? Es el
sol de Austerlitz.
[1] Sin duda, el narrador se refiere a Ludwig
Adolf Wilhelm von Lützow (1782-1834), famoso creador del Cuerpo Negro (Lützow Freikorps), precedente de un futuro ejército
alemán, quien, tras una vida de grandes altibajos, coronó su carrera militar
con el elevado grado de teniente general del ejército prusiano.
[2] Equivalente a Segundo Teniente en otros
ejércitos. El grado de Oberleutnant
es el que equivale a Primer Teniente, o Teniente en sentido estricto.
[3] Fedor von Bock (1880-1945), respetado general
alemán, que alcanzó el rango de mariscal y falleció en los últimos días de la
guerra a resultas de un bombardeo. En el año 1936 contrajo matrimonio. Por esas
fechas era Comandante Militar del Distrito de Stettin.
[4] Flor emblemática del Estado de Maryland,
desde 1912. La referencia quedará justificada en el capítulo siguiente. La
especie concreta es Rubeckia hirta, L.
[5] Nuestro narrador debe referirse al
relativamente conocido primer movimiento de la sinfonía en Re mayor de Federico
II de Prusia. Las obras del gran Hohenzollern carecen de número al no haber
sido catalogadas oficialmente, que yo sepa.
[6] Una de las películas más famosas sobre la
vida del gran Rey. Fechada en 1936-37, fue dirigida por Johannes Meyer y
protagonizada (¡cómo no!) por Otto Gebühr.
[7] Nombre con el que son conocidos los cadetes
de tercer curso de Annapolis.
[8] Completamente cierto. Los soviéticos dieron
al crucero el nuevo nombre de Petropavlovsk.
Para compensar, el acorazado de bolsillo alemán Deutschland fue rebautizado Lützow
por aquellas mismas fechas.
[9] Blue
and gold (azul y oro) es el título de la canción que constituye el himno
oficioso de la Academia Naval de Annapolis.
[10] Cuya traducción libre es: Al dominio del mar,
a través del conocimiento.
[11]
Nombre que reciben los cadetes de Annapolis en cualquiera de los cuatro cursos
del currículo.
[12] Sin duda, Beth hace un juego de palabras
entre ella misma (Brown Betty, es decir, Isabelita la morena) y el nombre común
de brown Betty, atribuido a la flor
representativa de Maryland, aludida en la nota 4.
[13] El juez militar se refiere
a un parentesco no determinado con Lord Uxbridge, general de caballería a las
órdenes de Wellington, que tuvo destacada intervención en la batalla de
Waterloo, donde fue herido y hubo de amputársele una pierna a la altura de la
rodilla.
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