Cuatro cuentos morales
Por Federico Bello Landrove
He aquí cuatro
relatos con regusto a viejos tiempos, de los de animales, moralejas y fantasías
milagreras -o casi-. Con todo, tienen bastante de cierto y hasta de conocido. ¿Morales?
Me remito a la acepción que ofrece la Real Academia Española: conforme -o disconforme- con
las normas que una persona tiene del bien y del mal.
Los milagros de la Virgen
Ricardo no sabía
casi nada de vírgenes, pero sí le constaba que, mes tras mes, aparecía en la
alacena de su casa una lata terciada de sardinas, que, en la última semana de
cada mensualidad, alegraba las cenas o las meriendas de aquella corta familia -mamá,
Virtudes y el propio Ricardo-, que a duras penas iba saliendo adelante, desde
que el padre, ferroviario, los había abandonado para formar nueva familia en
Alsasua. Aunque pequeño e inocente, Ricardín, era un rayo: Apenas tenía
seis años, cuando intuyó alguna relación entre la visita mensual de la Virgen
limosnera[1]
a su humilde vivienda y el grato suplemento alimenticio en forma de sardinas de
lata, que aparecía en la mesa dos o tres días después. Su madre, al preguntarle
él, se sinceró a medias:
-
Una
bondad de la Virgen, hijo. Ya sabes que es la Milagrosa.
-
Entonces,
¿es que hace un milagro todos los meses?
-
Hasta
ahora, siempre ha escuchado mi plegaria, pero, ahora que ya vais grandecitos tu
hermana y tú, rezaremos juntos, y como la Virgen quiere: Que nadie más que
nosotros y ella sepa de nuestra devoción.
Y así fueron
pasando las veladas de los días 21 de cada mes y las cenas de los días
sucesivos. Ricardo y Virtudes, ya mozalbetes, mantenían aparentemente su
creencia, aunque más en su madre de la tierra, que en la así llamada Madre
del Cielo. Pero un buen día del año 1931, la visita de la Virgen no llegó.
La madre se lo explicó en pocas palabras:
-
Las
cosas se han puesto feas para la religión y el párroco ha decidido que la
Virgen no vuelva a salir a las casas, que los acogedores se están dando de baja
y la imagen corre peligro por las calles.
-
¡Adiós
milagros!, comentó Virtudes, con la malicia de quien había descubierto
secretamente a su madre, ayudando al milagro con un cortaplumas.
-
En
San Andrés la tienes de tamaño grande, replicó con severidad la madre.
***
Cinco años más
tarde, allá por el verano, so pretexto de hacer la guerra, o la revolución, un
tropel de milicianos y populares invadió la parroquia de San Andrés y, como
primera providencia, se dedicaron a sacar bancos, imágenes y objetos de culto
al atrio, haciendo montón con todo ello, para quemarlo seguidamente. Entre los
asaltantes, un muchacho, con divisa de un sindicato cualquiera, participa de la
algarada general de forma activa y despreocupada, hasta que se fija en una de
las estatuas preparadas para la quema. Aprovechando el pandemonio, arrambla con
la estatua y la traslada hasta un rincón apartado del atrio, mal cubriéndola
con unas tablas. Pero alguien se ha percatado de su fechoría y se lo
afea a gritos:
-
¿Qué
demonios estás haciendo? ¿También tú eres un meapilas, amigo de la clerigalla?
Otros tales
prestan atención a las voces, descubren el conato y rodean amenazadoramente al
chico.
-
A
ver, explícate, ordena un uniformado, con correaje y pistola al cinto. ¿Por qué
coño pretendes librar del fuego a esa virgen?
-
Es
que es la Milagrosa -no puede menos de explicar el interpelado-.
El corro prorrumpe
en una sonora carcajada. El jefecillo concluye:
-
Mucho
sabes de vírgenes para ser un sindicalista auténtico. Lo que tú eres es un
faccioso emboscado.
La virgen vuelve a
la montonera y Ricardo, detenido, toma el camino de la cárcel. Dos días más
tarde, comparecerá ante un tribunal popular. El fiscal se guasea del
acusado:
-
De
modo que te comportaste así porque era la Milagrosa. ¿Se puede saber qué
milagro le atribuyes a semejante fetiche?
-
El
de la multiplicación de las sardinas, contestó desdeñosamente el reo.
Fue condenado unos
minutos más tarde y fusilado al amanecer.
2.
Los ojos de Argos[2]
No creía que el
haber dado tierra a su compadre Manuel pudiese haberle afectado tanto. Verdad
es que el finado se había convertido en su inseparable desde que, tres años
atrás, se había quedado viudo. Tampoco parecía cosa extraordinaria: tiraba de
él por las mañanas, sacándolo de la cama para dar ese paseo de una hora que le
había ordenado el cardiólogo; si se terciaba, comían juntos el magro menú del
hogar para ancianos, paliando con su compañía el escaso atractivo del plato del
día; y -tal vez, lo más importante-, quitaba dramatismo al desapegado silencio
de sus hijos y se tomaba a chacota sus fatigas y aprensiones. Él le gruñía: Tienes
la ligereza de un chiquillo. Y Manuel: Es que voy camino de la segunda
infancia.
Desvelado, no
paraba de dar vueltas en la cama, cada vez más confuso y angustiado. No
resistiendo más la pasividad del decúbito, se levantó, echóse al coleto un par
de cápsulas del somnífero y se sentó en la penumbra del cuarto de estar, apenas
iluminado por la luz que se filtraba de la calle. Mientras la benzodiacepina
iba empezando a producirle efecto, trataba de vislumbrar las hileras de libros
que, por su degeneración macular, ya no podía leer; las ristras de CD y de casetes,
de los que la sordera progresiva y los acúfenos le impedían disfrutar; los bibelots
y cachivaches traídos con tanta ilusión de viajes y lugares que ya no recordaba,
o confundía; las fotos familiares enmarcadas, de personas fallecidas o lejanas.
Finalmente le envolvió la modorra del medicamento; se volvió para la cama y fue
transportado al mundo de los sueños.
Allí lo esperaban los
de siempre, aunque aquella noche parecía tratarse de una reunión general. Como
en el velatorio de Manuel, iban desfilando ante sus hijos, enalteciendo sus
méritos y congratulándose de que Dios se lo hubiese llevado cuando todavía la
vida le era amena o, cuando menos, soportable. Es ley de vida. Solo que
en su sueño él estaba vivo y los apesadumbrados llevaban años criando malvas.
Desde el rincón en que presenciaba el ritual del pésame, hacía esfuerzos por
aproximarse al panel encristalado para cerciorarse de quién yacía en el túmulo
del otro lado, entre flores y bandas de condolencia. Era inútil: el personal le
impedía el paso, indiferente a su propósito, sin mirarlo siquiera. Como en tantas
ocasiones, el sueño entró en recurrencia: Una y otra vez, él empujaba
intentando aproximarse y ver, pero, otras tantas, era rechazado o, por mejor
decir, bloqueado con desdén. ¡Qué bueno sería darme por enterrado y salir de
aquí!, pensó, buscando sin fruto la puerta de aquel recinto fúnebre en las
afueras, cuyo calor húmedo y hedor a flores fúnebres lo sofocaban.
El duermevela, por
asociación con el sueño, le trajo el recuerdo de aquel don Emeterio, a cuyos
herederos habían comprado la casa, a quien no habían conocido, pero que era de
tradición oral el haberse precipitado a la calle desde la terraza corrida,
quién sabe si por chochera. Tantos años atrás, su difunta esposa le había
confesado que hubiese preferido no enterarse, que esas cosas acaban por
obsesionar y quién sabe si provocan un morbo imitativo. ¡Mujer, esos
disparates son propios de los viejos; ya se sabe que la vejez es muy triste y
no todos la soportan!
Venciendo el sopor
residual del somnífero, se levanta camino del retrete, que, aunque el reloj
asegure que apenas lleva dos horas y media durmiendo, la próstata impone sus
exigencias. Entre tanteos y tumbos, avanza por el pasillo. Tiene seco el
gaznate y decide hacer un alto para beber un par de buches de agua. Tropieza
con un objeto blando y lo sorprende un gañido. Un par de ojos húmedos y
escrutadores lo contemplan desde una manta vieja, echada en el suelo de la
cocina. Esboza una disculpa, se agacha y acaricia al animal que, aunque tenso,
se deja.
-
¿Querrás
creer, amigo Argos, que ya había olvidado que estabas aquí? -conversa
con el perro-. Veo que tú tampoco duermes mucho.
Comprueba que
tenga agua en el bebedero y echa al comedero un poco más de pienso; lo arropa y
prosigue su interrupto viaje al aseo. Mientras se alivia, maldice la ocurrencia
de Manuel, al dejarle en herencia su perro y el dinero preciso para
cubrir los gastos. Pero se ve que se está volviendo demasiado blando porque, de
vuelta para el dormitorio, levanta manta y perro y los traslada junto a su cama.
Entre tanto tinnitus como le aqueja de noche, le parece escuchar la socarrona
voz de su amigo:
-
No
olvides levantarte temprano, que Argos tiene costumbre de salir a las
ocho para hacer sus necesidades.
3.
En silla de ruedas
Ya fue mala suerte
que, jugando al tenis en vísperas de salir de vacaciones, se torciese a lo
bestia el tobillo izquierdo, provocando un esguince grado II del ligamento
deltoideo superficial, con rotura parcial de este y fisura del astrágalo. El
traumatólogo había sido concluyente:
-
Habrás
de llevar una férula y guardar reposo absoluto durante tres semanas.
-
Pero
doctor, rezongó la moza, ¿cómo voy a quedarme en casa todo ese tiempo, estando
de vacaciones? Si todavía fuese en la ciudad, entre mis amigos… Pero en ese lugar
de veraneo, al que vamos por primera vez y que tiene la playa como su mayor
encanto…
Su madre terció,
saliendo al quite de una posible tacha de egoísmo:
-
No
hace falta decir que estoy dispuesta a quedarme aquí con ella, pero no quiere,
ni a bien, ni a mal.
-
No
digo que no resulte un incordio -reconoció el galeno-, pero pueden llevarse una
silla de ruedas ligera y plegable. En el caso de una chica joven y acompañada,
no resulta precisa una a motor, que es tan voluminosa.
Y allá que marchó
toda la familia para Ares, con la susodicha silla en la baca y la esperanza de
que acompañase el tiempo. Rosana entretuvo el viaje y mitigó el dolor,
imaginando una broma que le prometía diversión si, como era habitual, algún
jovencito caía en las redes de su evidente encanto. Tanto sonreía con tales
pensamientos, que su hermano, comprimido contra la portezuela para permitirle
que llevase las piernas alzadas sobre el asiento, gruñó:
-
¡Cómo
se nota que vas como una reina!
-
Ya
llegará tu hora en la playa, mientras yo hago crucigramas en el paseo marítimo
-le replicó, ceñuda-. Por cierto, mamá -agregó-, me figuro que habrá paseo
marítimo…
***
En efecto, había
paseo marítimo, y los indispensables socorristas de toda playa abierta al
público. Y, como poco a poco fue cogiendo confianza y bajando con silla y todo
hasta la arena, empezaron a parar mientes en ella. En especial, era sujeto de
las atenciones de uno de aquellos chicos de la playa, respetuoso y un
poco tímido, que acabó congeniando con su padre tanto o más que con ella. El
motivo era que el muchacho, Andrés, estaba estudiando Derecho en Santiago,
facultad donde el papá de Rosana había concluido su licenciatura, veinte años
atrás, para aprobar en enésima convocatoria el par de asignaturas que se le
habían atravesado en Salamanca. El abogado evocaba sus recuerdos y el alevín de
jurista lo ponía al día de lo poco que seguía tal cual y lo mucho que había
cambiado o desaparecido desde entonces.
No tardó Rosana,
interesada por Andrés, -tanto más, cuanto que este no le hacía mucho caso-, en
tejer en su derredor la telaraña del enredo. Para evitar meteduras de pata de
su familia, los incluyó también en la patraña:
-
Creo
que el socorrista está empezando a hacerme la corte y quiero asegurarme
de que no lo hace por mi cara bonita… ni por el dinero de papá.
-
Parece
un buen muchacho -opinó el padre- y el hecho de que se emplee todo el verano no
significa necesariamente que esté lampando.
-
Y
tampoco creo que tengas que llegar a tanto para probarlo -agregó la madre-. A
ver si va a castigarte Dios y se hace realidad lo que simulas…
-
Vosotros
dejadme hacer a mí -concluyó Rosana-, que ya me encargaré de que no se comente el
asunto delante vuestro.
A la tarde
siguiente, libraba Andrés e invitó a la joven impedida a dar un paseo hasta el
pintoresco pueblo limítrofe de Redes. Rosana objetó:
-
Deben
de ser por lo menos cuatro quilómetros. ¿No será demasiado empujar la silla?
-
Merece
la pena el entorno, repuso Andrés. Además, con los entrenos del socorrismo, me
encuentro en forma, bromeó.
-
Ya
lo veo, ya -ponderó la chica-. Pareces uno de los vigilantes de la playa[3].
Ya en Redes, a la
orilla del mar, Rosana se sinceró:
-
Fue
hace un par de años, yendo en coche con un chico demasiado amigo de la
velocidad. Nos salimos de la carretera y dimos no sé cuántas vueltas de
campana. Él falleció y yo quedé como puedes ver, inválida para toda la vida.
-
¡Dios
mío!, exclamó Andrés. ¡Y yo que creía que sería algún problema pasajero! Como se
te ve tan… normal, y lo mismo a tu familia.
-
Hacemos
de tripas corazón y procuramos que la vida siga, a pesar de todo. Una de las
normas que nos hemos fijado es la de no hablar de mi percance, de no ser
estrictamente necesario.
Andrés reaccionó
de una manera, que llegó a admirar, y preocupar, a Rosana. Se despidió del
trabajo y no la dejaba a sol ni a sombra. La trataba con la mayor ternura y, de
forma apenas velada, le hizo declaración de su cariño y promesa de reunirse con
ella en Madrid, tan pronto pudiera hacer el cambio de matrícula y obtener algún
empleo de circunstancias. Hay colegios mayores que te hospedan gratis, a
cambio de ciertos servicios a los demás colegiales, afirmó con la seguridad
de quien ya había sondeado esa posibilidad.
-
No
te sientas obligado a seguirme porque me veas tan perjudicada -le advirtió
Rosana-, que empezaba a darse cuenta de que, con tal caballero andante, la
broma podría estar llegando demasiado lejos.
-
No
te quiero por tu invalidez, sino precisamente por todo lo demás, contestó
Andrés.
Pero, en el fondo
de su ser, y pese a las espléndidas cualidades positivas de la joven, estaba
persuadido de lo contrario.
***
Cumplidas las tres
semanas preceptuadas por el traumatólogo, Rosana y su padre viajaron a La
Coruña para retirar la poco evidente férula y comprobar radiológicamente el
estado del tobillo. Todo iba perfectamente y el doctor solo aconsejó
evitar excesos deambulatorios y ayudarse de una muleta ortopédica. A su
regreso, telefoneó a su amigo y trató de prepararlo para la monumental
sorpresa:
-
No
quedemos esta tarde. Mañana nos veremos y voy a darte una alegría, que ni te
imaginas.
Al día siguiente,
fue en vano que Rosana le diera toda clase de explicaciones y le asegurase que todo
continuaría como él había previsto hasta entonces. Andrés era incapaz de
reaccionar, ni de hablar apenas. Las palabras de su amada le llegaban incomprensibles
y distantes, inhábil para adaptarse a esa nueva realidad, tan diversa y llena
de peligros. El hermano de Rosana acertó a pasar por la cafetería donde
estaban; le dio a Andrés una palmada en el hombro y bromeó:
-
¿Qué
te parece mi hermanita? Hasta ahora, has tenido que empujarla; a partir de
mañana, te tocará correr detrás de ella.
En cierto modo, no
hubo mañana. Cuando, preocupada por el retraso en acudir a la cita, llamó a la
pensión donde paraba Andrés, Rosana constató que su insecto había roto
la telilla:
-
No,
no está… Marchó por la mañana temprano, con todo el equipaje… Lo siento, no ha
dejado para usted ningún mensaje.
4.
La urraca ladrona[4]
Como en los
cuentos de Perrault o de las Mil y una noches, Carmina había recibido de
su abuela en herencia un animal, solo que, en este caso, la posesión y -no
digamos- la propiedad eran discutibles, pues se trataba de una urraca bastante
esquiva y cuyo sexo era objeto de discusión[5].
Y aludo sarcásticamente a su género, dado que la primera palabra que el
preciado animal había aprendido a graznar era, precisamente, marica;
algo que la abuela Isabel se había encargado de explicarle, en cuanto tuvo los
años precisos:
-
Es
que a estos bichos se los llama así, entre otros muchos nombres.
Por lo demás, la
abuela se libraba muy mucho de tratar a la marica al ridículo modo de las pocas
que actualmente fungen de mascotas. Nada de jaulas, ni de semillas comerciales
ni, menos aún, de besitos en el pico. Alguna galleta revenida, pizcas de
recortes inservibles de carne y, por supuesto, puesto en el alféizar y con la
ventana bien abierta, sin asomo de trampa ni de servidumbre. En cierto modo, todos
comprendían que el bicho era quien había adoptado a la abuela Isabel, no
a la inversa.
-
¿Para
qué quiero yo la marica, abuela? Ya podías dejarme algo más a propósito, como
ese costurero que sabes me gusta tanto.
En el así llamado lecho
de muerte, la abuela sonrió y le concedió el deseo:
-
Anda,
ve a cogerlo y tráelo acá, que te vas a llevar una buena sorpresa.
Mujeres y
costurero reunidos, Carmina abrió este, hallándolo mucho más despejado de
hilos, retales y cachivaches de coser, gracias a lo cual se percató de la
presencia de ciertos objetos extraños: un trocito de espejo, un par de canicas
de cristal, una contera metálica de lapicero… y un precioso dedal chapado en plata
con cuatro turquesitas engastadas. La abuela se sinceró:
-
A
los pocos meses de hacer amistades, la marica empezó a traer a casa los objetos
más variados, siempre coloreados y brillantes, y a esconderlos en
cualquier rincón de la habitación, con preferencia, en el costurero, entre carretes
y alfileteros. La mayoría de los aportes carecían para nosotros de todo valor,
por lo que opté por dejarlos donde el bicho los depositaba, o dentro del
cesto de las madejas de lana. Pero un día apareció con una moneda de a duro en
el pico, que, a los precios de entonces, me solucionó la compra del día
siguiente. Otro, me vino con unas tijerillas de fantasía, que cambié a doña
Benita, la vecina, por una pieza de tocino entreverado. Poco después, llegó una
piedra de amatista, seguramente desprendida de alguna pulsera, que troqué por un
pañuelo de seda, y este, por una muñeca de Reyes para ti, que seguramente recordarás.
Ni que decir tiene que yo nada hacía por estimular la costumbre de la marica,
más que tratarla como siempre y respetar sus tesoros, cuando lo que
traía me era de ningún valor. Ahí tienes algunos ejemplos.
-
Pero,
abuela, ¿y el dedal?
-
Ese
me llegó el mes pasado, cuando ya no podía salir de casa. Haz tú lo que quieras
con él, dentro de lo que yo le tengo prometido a San Antonio, patrono de las
cosas perdidas.
-
¿No
sería mejor encomendarse a San Judas Tadeo[6]?,
preguntó Carmina, sarcásticamente.
Sin dignarse
contestar, la abuela prosiguió:
-
San
Antonio y yo hemos convenido en que cualquier objeto de valor que traiga a casa
la marica será empleado para remediar una necesidad, o con otro buen fin. Y, si
algún día salimos de la pobreza, habrá de aplicarse a satisfacer las penurias
ajenas.
-
¿Y
está el bicho al tanto de ese voto? Lo digo -precisó Carmina- por si
algún día se cansa de carretear oropeles y los hambrientos han de quedarse
ayunas.
-
Hasta
ahora, la bondad del santo no nos ha abandonado, y eso que la marica ya debe de
haber cumplido los quince años, que se le suponen como duración de su vida.
***
Murió la abuela y
Carmina tomó a su cargo las atenciones de la urraca, confiando en que esta
hiciese lo propio. Mas el ave era desconfiada -a más de segura conocedora de
las humanas fisonomías- y no aportó por la abierta ventana de la casa durante
más de un mes. Allí fueron perdiéndose las suculentas viandas que la
chica depositaba sobre la solera, pese a que se esmeraba en su calidad. ¡Valiente
joya me fue a legar la abuela!, rezongaba, desesperanzada.
Al fin el ave
volvió y, hablando de joyas, portando en el pico un precioso anillo de oro
blanco, con un gran rubí orlado de diamantes. Carmina quedó deslumbrada, aunque
no imaginase el valor real de la presea. ¡A buenas horas iba a comerciar con
aquella maravilla, siendo así que no la acuciaba el hambre! ¡Y menudo riesgo
podía correr si la sortija era buena y el perista o el de la casa de empeños le
pedían justificante de propiedad! En fin, por unas u otras razones, el
cumplimiento de la promesa a San Judas habría de esperar. Entre tanto, se probó
la joya y ya lo dice el refrán: le venía como anillo al dedo.
Cosa curiosa,
Carmina comprobó que cada vez era más diestra en ponerse el anillo y menos
hábil en quitárselo. Y así, fue pasando del ratito en casa ante el espejo, a
dormir con él y, finalmente, a ceder a la tentación de ir el domingo de paseo bien
enjoyada. De casualidad era el 28 de octubre[7].
A los pocos minutos, una airada señorona, cuyo rostro le resultaba familiar, se
plantó delante de ella, con un guardia, echándole en cara a gritos el ser una
ladrona, por haberle robado ese anillo que llevas, recuerdo de mi familia. En
vano intentó Carmina restituir el objeto de inmediato, ofreciendo toda clase de
disculpas emplumadas. El anillo no salía ni a la de tres -prueba
evidente de que le era ajeno-, y la responsabilidad del blanquinegro córvido creó
el más divertido equívoco que darse pueda:
-
Así
que te lo ha pasado un marica, ¿eh? -se guaseó el agente-. Por mí, como si te
entiendes con Alí Babá en persona.
***
Aunque resulte
extraño, este cuento es relativamente famoso en los anales de jurisprudencia,
en los que viene reflejado que una tal Carmen S.B. fue condenada a tres años de
cárcel por hurto doméstico, utilizando como medio comisivo los servicios de una
urraca, al modo que conocidos espías de antiguas guerras empleaban palomas
mensajeras para enviar sus comprometedoras informaciones. Por el contrario, no
he hallado en la sentencia alusión ninguna a lo que se hiciera de la marica,
cuya existencia y malas mañas se dan por probadas, aunque sin haber logrado la
policía su localización. ¡Claro que en el siglo pasado ya no se llevaba en los
países cultos imponer penas a los animales!
[1] Sobre la devoción de las Vírgenes
limosneras -y a otros santos-, véase: María José Manzanares y Rosario
Gallego, Religiosidad popular: capillas domiciliarias, Patronato
Municipal de Cultura, Alcázar de San Juan, 2009. Es un artículo de 51 páginas,
accesible libremente por Internet.
[2] El personaje mitológico de ese nombre lo veía
todo y siempre (panoptes), pues tenía cien ojos. Argos es también
el nombre del perro de Ulises, según la Odisea.
[3]
Serie de televisión norteamericana (Baywatch), emitida entre 1989 y 2001,
cuyos protagonistas eran socorristas de ambos sexos, de apostura deslumbradora.
[4]
Pese a la buscada coincidencia de título, este relato no alude a la famosa
ópera La gazza ladra (1817), con libreto de Giovanni Gherardini y
Louis-Charles Caigniez, y partitura de Gioacchino Rossini. Tampoco pretende
abonar la creencia popular en la avidez de las urracas por los objetos coloreados
y/o brillantes, que ha sido negada no hace mucho, aunque con escaso resultado
práctico: véase, T.V. Shepard, S.E.G. Lea & N. Hempel de Ibarra, “The
thieving magpie”. No evidence for attraction to shiny objects, Animal Cognition,
18 (2015), pp. 393-397. Por lo demás, el resto de las referencias de este
relato al comportamiento y relativa domesticación de las urracas comunes (Pica
pica) es cierto o, al menos, verosímil.
[5]
Con todo, renuncio a referirme a un posible urraco, por más que este
masculino sea aceptado vulgarmente para animales y objetos coloreados en blanco
y negro, desde los toros de lidia, a ciertos selectos Lamborghini,
producidos en los años 1972 a 1979.
[6]
Considerado por muchos el patrón de las causas muy difíciles o perdidas y, por
extensión, de los jóvenes en apuros y de los ladrones y otros malhechores, a
fin de que vuelvan al buen camino. Prueba de ello es que en Méjico se le
considera, a la vez, santo intercesor de los policías.
[7] Día en que se celebra, precisamente, a San
Judas Tadeo.
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