Un encuentro sorprendente, o el escamoteo del parné
Por Federico Bello Landrove
Nadie debería ignorar la vida y
carácter de los padres de ciertos personajes históricos de gran relevancia, pues
con frecuencia estos han construido su peripecia vital por acción o por
reacción con la de sus progenitores. Este es el caso del protagonista histórico
del presente relato, que enmascararé hasta su final, para provocar mayor
interés en los lectores. Con independencia del influjo que pudiese tener en sus
descendientes, se trata de un tipo casi casi fascinante, al que otrora se le
llamó, desde Gallo
de vuelo corto, a Chulo de la Bombi. Y hasta aquí puedo contar… por
ahora.
Facsímil de un billete de mil pesetas
(emisión de enero de 1940)
1.
Una obra de caridad
Después de la
guerra, mi vida iba normalizándose por sus pasos contados. Por méritos propios
y por mi buena fortuna, había logrado sortear el triste destino que decían
esperaba a los alféreces provisionales[1].
Más aún, tras ser condecorado por ciertos hechos en el frente de Teruel, inicié
mi tercer año de contienda con una estrella más en el uniforme, habiendo
seguido previamente el curso de promoción a tenientes provisionales, en la
Escuela Militar de Toledo[2].
Así, al alcanzarse la paz, me hallé con media carrera de Derecho aprobada -y
casi olvidada-, una familia maltratada y en la ruina, y muy oscuras
perspectivas de colocación en la vida civil. ¡Qué duda cabe de que también me
influía el deseo juvenil de presumir de oficial y gozar de una paga segura a
fin de mes, aunque no fuese nada boyante! Conclusión: Decidí seguir el curso de
transformación para pasar a teniente efectivo e incorporarme como tal a la vida
militar. Podía no ser mi vocación, ni tampoco la profesión definitiva, pero
ayudaría un poco a mi familia y a afrontar mi futuro con cierta seguridad.
Luego… ya se vería.
Aprobé sin
dificultad el citado curso en Zaragoza y tuve la suerte de que me destinasen a
un regimiento de guarnición en Granada, como es sabido, ilustre ciudad
universitaria. Allí, en las convocatorias -un tanto aceleradas- de 1940 y 1941,
finalicé la carrera de Derecho y -con fundamento en ello y en mi naciente
inclinación de abandonar el cuartel por alguna otra dependencia de mayor
tono- solicité una comisión de servicio como secretario de uno de los
juzgados militares especiales de Madrid. Mi objetivo no era otro que el de
preparar entre tanto los exámenes al Cuerpo jurídico militar. Aunque los
vencedores en la contienda y su Caudillo empezaban a dar muestras de que la guerra
podría durar todavía mucho tiempo, jamás habría imaginado que la Justicia
militar hubiera de encargarse del trabajo sucio -y sangriento- durante más de
veinte años[3]. Así
fue, y sobre cómo reaccioné en consecuencia es cosa que no trataré aquí, por no
ser del caso.
No habiendo
logrado una buena plaza en ninguna de las residencias para oficiales militares
solteros, opté por alquilar habitación en una fonda con buena fama de la
Glorieta de Bilbao. Desde allí, debidamente uniformado, me trasladaba por las
mañanas en tranvía hasta los juzgados y, tres tardes por semana, ya de civil y
a pie, hasta la Gran Vía, donde se hallaba la academia en que preparaba las
oposiciones. Ello me daba ocasión de recorrer un buen tramo de la calle de
Fuencarral e irme haciendo con el conocimiento de algún bar de pocas
pretensiones en que tomar un buen bocadillo para merendar, una vez recitados
los temas preparados para el examen. Y fue en una de esas tardes de otoño,
ya oscurecido, cuando me lo encontré por primera vez.
Estaba yo sentado
al fondo, leyendo el periódico que acababa de comprar para amenizar la merienda
en solitario. En el banco corrido tenía a mi lado los apuntes y el Código de
Justicia Militar. Sobre un plato, el emparedado de salchichón a medio comer y una
caña de cerveza apenas iniciada. Estaba sumergida mi atención en la crónica del
partido de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona[4],
cuando unas voces destempladas desde el mostrador me alarmaron. Levanté la
vista y aprecié a tres mozallones apechugando a un señor muy mayor, pero
corpulento y que no se achicaba ante la superioridad física del trío ofensivo, la
cual intentaba compensar con gritos e improperios. El tabernero no daba muestras
de intervenir para separar a los contendientes, de modo que, pertrechado con mi
condición militar, me levanté y eché mano a uno de los jóvenes, en plan de
pacificador:
-
Vamos,
vamos, camaradas, que no es propio de falangistas tratar así a un anciano.
(Y es que, al
acercarme, me había percatado de que llevaban la típica camisa azul mahón)
-
¡Usted
no se meta, que la cosa es entre este viejo y nosotros!
Me pareció una respuesta
inadecuada y, alzando la voz, saqué la tarjeta militar y repuse:
-
¡Claro
que es cosa mía, y ya estáis haciendo caso de un oficial del Ejército!
El carné y su
exhibición templaron los ánimos. Se vinieron a razones, aunque uno del terceto trató
de justificar aquel desacato a la vejez:
-
¡Es
que se ha metido con el Generalísimo, y ya no es la primera vez!
De algo había de
servirme el dominio de los argumentos lógicos:
-
No
creo que a alguien que está tan alto le llegue a ofender un viejo y, además,
bebido.
-
¡No
estoy borracho -bramó el anciano-; y, en todo caso, yo digo lo mismo cuando
estoy sobrio!
-
¿Lo
ve usted?, replicó uno de los jóvenes, volviendo a encampanarse.
-
Vamos,
vamos -insistí-. Vosotros ya habéis cumplido; ahora, yo me encargo.
Debieron de
entender que yo me comprometía a llevar al lenguaraz a la comisaría más próxima;
se dieron por satisfechos y volvieron a su mesa. El encargado del bar,
entendiéndolo también así, terció por primera vez en el incidente:
-
No
se lo tome usted en serio, oficial -me susurró-, que es un viejo de más de
ochenta años, que vive aquí cerca y anda muy delicado de salud.
-
Algo
habrá que hacer para que no vuelvan a encenderse los ánimos, repuse.
-
Yo
mismo lo llevaría a su casa -agregó, echando una mirada de piedad al sujeto,
que había vuelto a sentarse frente a su frasca de vino y su vaso-, pero estoy
solo y no puedo cerrar el bar. Si usted tuviera la bondad… Vive en esta misma
calle, en el número 47.
No me fue fácil
convencer a aquel tipo tan bilioso de que abandonase su blanco de Valdeiglesias[5]
y acompañara de buen grado a un joven desconocido con un carné de teniente.
Opté por coger mi consumición, el diario y el material de trabajo y sentarme a
su misma mesa, hasta que uno y otro quedamos servidos. Ni él ni yo abrimos la
boca, como si rumiásemos lo recién acaecido. Luego, me levanté y dije con mi
mejor voz de mando:
-
Vamos
a dar una vuelta hasta su casa y en el camino me cuenta lo que tiene contra ese
señor que vive en El Pardo[6].
Lo ayudé a
levantarse y noté un desgarro en el cuello de su desbocada chaqueta:
-
Parece
que se le ha descosido un poco en el rifirrafe -comenté, al tiempo que
procuraba recolocar el desperfecto-.
-
Ya
estaba así de antes -replicó-. No todos tenemos salud ni dinero para ir como un
figurín.
***
La taberna estaba
poco más arriba del Tribunal de Cuentas[7],
de modo que era poco el trayecto a recorrer hasta casa del anciano quien, en su
caminar y gesto, no aparentaba estar afectado por la bebida. Para iniciar la
conversación, me decidí a preguntarle:
-
Ya
me han dicho que vive en el 47. Supongo que recordará el piso y la puerta.
-
Estoy
algo chocho, pero no hasta ese punto -repuso-. Si se le apetece, me deja en el portal, que yo subiré sin problemas hasta mi casa, ya que vivo en un primero.
-
Feliz
usted, que vive en un principal en una buena calle de Madrid -ponderé-. Aquí,
un servidor solo tiene una habitación de pensión, que el alojamiento está por
las nubes.
-
…
Un principal y en propiedad -aclaró, para agregar, con cierta sorna-,
pero no se agobie, que le quedan muchos años, y muchos ascensos para llegar
adonde lo hemos hecho otros.
-
Tiene
usted razón -admití-. Lo importante es haber salvado la vida en la guerra. Lo demás
-como dice el Evangelio- se nos dará por añadidura.
-
Déjese
de monsergas de curas -reaccionó con crudeza-, que los hay que se están
quedando ya desde ahora con el santo y la limosna… Así que combatió y con
suerte…
-
Del
primer día al último -exageré-, y no solo con suerte, también con maestría. No
todos los alféreces provisionales ascendieron a tenientes, y con dos cruces de
guerra, en Teruel y en el Ebro.
-
¡Vaya,
todo un héroe!, exclamó entre el cinismo y la sinceridad. ¿Y no ha tenido
bastante mili después de tres años?
-
Estoy
preparándome para los exámenes de jurídico militar, añadí-. Ya soy abogado.
-
Para
lo que le va a servir el Derecho en los consejos de guerra al uso…, comentó
despectivamente. Tanto da que les pegasen cuatro tiros en una cuneta, como en
los buenos tiempos.
Dijo esto último con
sorna y yo no intenté siquiera matizar sus palabras. Ello debió de animarlo
para hacerme una pregunta comprometida:
-
Dígame,
¿luchó con los nacionales por convicción o porque le pilló la guerra en su
zona?
-
Si
solo hubiesen contado las ideas políticas -osé responder-, me habría quedado en
mi casa, estudiando la carrera. Y eso que, al principio, la guerra pudo parecer
necesaria, inevitable casi; pero, a estas alturas, me confirmo en la opinión de
que la decencia y el encanallamiento no son patrimonio de las derechas ni de
las izquierdas, sino de las personas.
Fuencarral, 47 (Madrid) -edificio
blanco- en la actualidad
Poco a poco y con algunas paradas, habíamos
llegado frente al número 47. Era una casa de tres pisos y buhardilla,
enjalbegada, con un estrecho alero de madera y cuatro balcones a la calle,
protegidos con persianas a la mallorquina. Llamativamente, uno de los balcones
del primero estaba convertido en airoso mirador, tras cuyos cristales lucían guirnaldas
y macetas, con un fondo de cortinajes. El caballero me lo señaló y dijo:
-
Esa
es mi casa, el primero, izquierda… Insisto en que no hace falta que me
acompañe. No haría más que preocupar a mi mujer.
Comprendí su
objeción y me despedí como debería haber comenzado, presentándome:
-
Sea
como quiere. Rubén Garzón, en la pensión Bilbao de la glorieta del mismo
nombre, para lo que guste… No sería extraño que volviésemos a encontrarnos,
pues frecuento esta calle.
-
Rafael
Salgado, retirado de casi todo. Aquí tiene usted su casa… Y, si hemos de
coincidir alguna vez más, espero devolverle el favor y sacudir un bastonazo a
quienquiera que lo importune.
Me eché a reír y
repliqué:
-
Aceptaré
encantado su ayuda, pero, a ser posible, que los apaleados no sean de Falange.
2.
Una familia bastante peculiar
Lo volví a
encontrar al día siguiente de Difuntos[8]
o, tal vez, fue que se hizo el encontradizo pues, tan pronto intercambiamos
unas palabras, me dijo, muy imperioso:
-
Lo
invito a merendar en Iruña[9]
y, de paso, charlamos un poco.
Tuve que desandar lo
avanzado desde la Gran Vía, en compañía de don Rafael quien, aun hallándose sobrio,
caminaba muy despacio y de modo vacilante, pese a la ayuda del bastón. Me dio
por agarrarle del brazo, como el que no quiere la cosa, pero él se desasió con
viveza. Deje, que todavía me apaño, explicó escuetamente. No le repliqué,
pero la verdad es que aquella tarde parecía que le hubiesen echado de pronto todo
su montón de años encima.
Ya frente a
nuestros chocolates con picatostes, el anciano sacó a relucir el tema familiar,
de forma bastante incidental:
-
El
otro día me dijiste que eras de Cáceres. No habrás conocido a un tal Juan
Carlos Hervás, que también era de por allí y yerno mío…
-
Ahora
no caigo. ¿A qué se dedica?
-
Está
criando malvas desde febrero de este año -me aclaró con frialdad-. No era mal
sujeto; solo tuvo dos defectos, pero gordos: hacerle a mi hija Concha diez
hijos antes de morirse y ser un requeté de los de boina roja y detente bala[10].
Pase que un navarro sea carlista, por tradición, pero ¡anda que un
cacereño, ya tiene delito!
-
El
caso era tener un uniforme que ponerse y un motivo para matarse, repuse filosóficamente.
-
Así
que también en tu familia…
-
De
ningún modo. Podría decirse que éramos de izquierdas, pero sin militancia significativa
ni, menos aún, prácticas violentas. Pero ¡velay! Mis padres, maestros los dos,
depurados: Mi madre suspendida de empleo y sueldo por cinco años, que cumplirá
el próximo, y mi padre expulsado del magisterio nacional. Aunque lo peor fue lo
de mi hermano mayor: Era practicante de la Casa de Socorro, afiliado a la UGT,
y lo ejecutaron en el otoño del 36, cuando yo ya, por si las moscas, me
había alistado voluntario. Y aquí me tiene: bastante mal visto por casi todos
los míos, pero sacándolos adelante con parte de mi paga. Ya lo dice mi hermana pequeña,
Lucía: Rubén es un pagano incomprendido.
Don Rafael se echó
a reír, entre toses, y comentó:
-
Yo
también he pasado lo mío pues perdí en la guerra a Blas, mi hijo menor, que era
mi preferido, aunque he de reconocer que era un cabeza loca. Los otros la
verdad es que, a costa del alzamiento, se han colocado muy bien, incluso muy
por encima de sus cualidades. Ya sabes lo que son las guerras: Unos pierden
contra toda justicia y otros ganan más allá de sus merecimientos.
Durante unos
minutos interrumpimos nuestra conversación, para dar buena cuenta del chocolate
antes de que se enfriase. Pero, apenas cumplido el objetivo alimenticio, el
viejo volvió con su parentela, como si tuviese prisa por ponerme en
antecedentes:
-
A
mi familia -prosiguió- no la rompió la guerra, que ya estaba escacharrada de
antes. Te cuento.
Apenas dedicó
cinco minutos a la disección de aquella familia cadáver que, en el
fondo, no era sino la consecuencia de la incompatibilidad de caracteres entre
Don Rafael y su esposa, fallecida ya durante la República. La ruptura había
llegado a términos de separación, al quedarse la madre con los hijos en Galicia
y pasar el padre a vivir en Madrid, aprovechando que le habían ofrecido un buen
destino en la Capital. La cosa, en sí misma, no había resultado en exceso
traumática. Don Rafael no se había desentendido de su familia en el plano
económico y sus hijos pronto lograron colocación para vivir independientes. Lo
gordo -como él lo calificaba- es lo que había sobrevenido, a poco de
establecerse el señor Salgado en su residencia madrileña:
-
Yo
ya tenía una edad -me dijo-, pero no soy hombre para vivir solo, quiero
decir, sin mujeres a mi lado. El caso es que conocí a una chica muy agradable y
bastante culta, que arrastraba con ella el estigma de haber tenido una hija de
soltera[11].
Yo me avine a traer también a la niña a vivir con nosotros; me encariñé con
ella y la prohijé. Desde entonces, quien más, quien menos, mis deudos no han
perdido la oportunidad de censurarme y, lo que es peor, de ofender a mi
Josefina, de la que lo mejor que se les ha ocurrido es llamarla ama de
llaves, para ocultar todo lo que ha sido para mí durante más de treinta
años.
-
Así
que sus hijos siguen enfadados con usted, incluso después de quedarse viudo…
-
Unos
más que otros. Hay uno que no puede ni verme y, de hecho, aunque vive cerca de
Madrid, no me visita, ni me escribe. El mayor, que ahora trabaja en el
extranjero, me viene a ver todos los meses, ahora que estoy tan viejo y
delicado de salud. Y la hija no quiere respirar el mismo aire que Josefina,
pero sí deja que vengan por casa mis nietos, cosa que cada vez hacen menos,
pues ya van para mayores. Así que hay de todo, pero una cosa tengo clara: Los
tres, a una, en cuanto yo cierre el ojo, echarán a Josefina de mi casa y procurarán
dejarla en la miseria.
-
Parece
lo probable, por lo que usted cuenta -convine-, pero tampoco dé por sentado que
no tengan en cuenta lo que ella ha hecho por usted todo este tiempo.
-
A
las pruebas me remito -replicó el viejo-. Mi hijo Blas -el cabeza loca,
que te decía- tuvo la ocurrencia de divorciarse de su mujer y casarse por lo
civil con la joven con la que venía conviviendo. Ya sabes que eso podía hacerse
durante la República. Pues bien, cuando Blas murió en el año 38, a su segunda
esposa la abandonaron en todos los sentidos y, no conformes con ello, dejaron legalmente
sin efecto todos los divorcios republicanos y los matrimonios civiles
subsiguientes. ¿Qué te parece la cabronada?
-
Me
parece mal -contesté-. Las leyes pueden y deben modificarse, pero respetando
siempre los derechos adquiridos y la irretroactividad de las perjudiciales.
-
Es
lo que yo digo -apoyó don Rafael-. A mí estuvieron en un tris de cogerme con
esa estratagema legal, pues, al quedarme viudo, propuse matrimonio a Josefina,
pero ella, que es muy mirada, se negó en redondo: Ya me juzgan mal ahora,
figúrate lo que dirían si me haces tu esposa: que me quiero quedar con todo lo
tuyo.
-
Una
actitud muy digna -coincidí-, pero poco práctica, si ella no tiene profesión ni
bienes propios. Casándose, habría tenido algunos derechos, sin por eso privar
de los suyos a sus tres hijos vivos y a los nietos del ya fallecido.
Se estaba haciendo
tarde y, además, notaba que don Rafael empezaba a respirar fatigosamente. Menos
mal que, ¡por fin!, habíamos llegado a donde él quería, desde que me invitó a
merendar.
-
Seguro
que, estudiando para Jurídico, sabrás mucho de todas estas cosas y podrás asesorarme
sobre lo que puedo hacer en favor de Josefina y de su hija para el momento en
que estire la pata que, por lo que dice el médico y yo barrunto, será cosa de
muy poco tiempo.
-
La
verdad es que el programa de mis oposiciones está dedicado casi en exclusiva a
las leyes militares, pero aún recuerdo el Derecho civil estudiado en la
Facultad. En consecuencia, si me plantea cuestiones no muy abstrusas, estaré en
condiciones de responderle.
-
Eres
un amigo… Pues bien, medita sobre todo lo que te he contado y búscame todas las
vías posibles para que pueda dejar a Josefina y a Juanita lo mejor asistidas
posible; pero que sea por derecho y sin darme falsas esperanzas. No sabes la
inquina que las tienen mis hijos: Son capaces de pleitear hasta por la
colección de yataganes que me traje de Filipinas.
3.
El banco de la maleta
El auténtico “Don Rafael
Salgado”
Repasé el Código
civil y el De Buen[12]
y, como habíamos acordado, llamé por teléfono a don Rafael a su casa. Cogió el
aparato Josefina, que estaba al tanto ya de mi identidad y papel de consejero:
-
¡Cuánto
lo siento! Hoy anda por aquí el hijo mayor de Rafael, que viene a verlo todos
los meses y, como es natural, será mejor dejar la cosa para otro día.
-
Por
supuesto. Llamaré de nuevo pasado mañana, y me alegro de que reciba visitas de
la familia: Seguro que lo animan.
-
No
crea usted. A veces sucede todo lo contrario. Ya sabe cómo se excita y se
enfada cuando le llevan la contraria, o algo no le gusta.
-
Bueno,
lo dicho, y hasta pronto.
-
Que
así sea, y muchas gracias por su ayuda. Nos hace mucha falta.
Habría preferido
que quedásemos citados en algún café, pero don Rafael se había empeñado en que fuese
en su casa:
-
No
son cosas para tratar en público -me explicó-, y así conoces a Josefina.
Aunque ya había
rebasado aquello que se llama la mediana edad, Josefina Alhama era
todavía una mujer atractiva, con sus ojos azules, cabello castaño sin apenas
canas, figura menuda y proporcionada, y una simpatía reflejada en su permanente
sonrisa y su charla breve y precisa. Le eché unos veinticinco años menos que a
su pareja, lo que me hizo suponer que Juanita no tendría menos de treinta y
tantos años. Lo que luego me explicó don Rafael me lo confirmó:
-
Ya
no vive con nosotros. Se casó hace unos años, pero no hizo una buena boda, ni
en lo económico, ni en lo sentimental. De hecho, sigue muy unida a nosotros y
no pierde la ida por la venida, aunque vive en las afueras[13].
Así que, de alguna forma, me sigo sintiendo preocupado y responsable por ella.
-
Pues
lamento decirle que su prohijamiento no tiene ninguna validez jurídica, en la
medida en que no ha concluido en adopción.
-
Estoy
al cabo de la calle sobre eso -respondió un tanto ásperamente-. Lo que quiero
que me resumas son los derechos de Josefina a mi herencia.
-
Casi,
casi, otro tanto que los de Juanita. En la medida en que nunca han sido ustedes
marido y mujer, solo podrá transmitirle por testamento el tercio de libre
disposición. El notario le informará con más detalle acerca de la forma de hacer
y valorar las partijas, para que no se le echen encima los otros herederos. En
mi opinión, si quiere evitar problemas, lo mejor sería dejarle dinero contante
y sonante.
-
¿Por
qué no la casa en que vivimos? Ha sido su hogar durante más de treinta años.
-
Si
tiene con qué compensar a sus hijos, no veo inconveniente. Usted sabrá a cuánto
puede ascender la herencia.
-
Tengo
una buena casa en El Ferrol y algunas otras cosillas. Sería cosa de
tasarlo todo, pero temo que con ello levante la liebre.
-
Pues
también tendrá que hacer testamento, si es que aún no lo tiene.
-
Pero
eso se puede hacer privadamente, ¿no? Testamento ológrafo, creo que lo llaman.
-
La
verdad, don Rafael, si las cosas están tan tensas, no se lo aconsejo, pues se
presta a muchas impugnaciones a propósito de su autenticidad. Vaya a otorgar su
última voluntad a cualquier sitio alejado de Madrid, donde no lo conozcan.
El anciano
titubeaba, no dando su brazo a torcer. Todavía se le ocurrió un subterfugio:
-
¿No
sería posible que Josefina usufructuara la casa hasta su muerte? A fin de
cuentas, aquí hemos vivido como pareja.
Me estaba sacando
de mis casillas. Prueba de ello es que, por primera vez, le hablé con
brusquedad:
-
Don
Rafael, para esa gente, lo suyo con Josefina es un amancebamiento en
toda regla, que solo se libra del Código penal porque usted se ha quedado viudo
hace años. No le dé más vueltas y póngase en manos de profesionales… Ni que lo
suyo fuera un caso policiaco.
-
No
sabes de la misa la media, teniente -replicó irritado-, pero no puedo informarte
de nada más. Bástete con saber que no soy un paranoico, sino que mis hijos,
sobre todo Gerardo, tienen mucho poder y serán capaces de saltarse las leyes a
la torera con tal de hacerle a Josefina el mismo daño que, según dicen, ella
le hizo a su madre, mi difunta esposa.
Se puso en pie con
esfuerzo y arrastrando los pies inició la marcha camino del pasillo, al tiempo
que me indicaba:
-
Hagamos
un alto y que Josefina nos ponga algo para merendar. Pasemos al cuarto de
estar.
Mientras abandonábamos
aquel suntuoso despacho, di en pensar que, ni en él, ni en ninguna otra pieza
de la casa por la que había pasado, había visto una sola fotografía, ni otro
título que el de maestra de Josefina. Para la gran panoplia de los yataganes,
me había ofrecido una explicación poco detallada:
-
De
cuando anduve de joven por Filipinas, años antes del 98.
La verdad, soy
poco curioso pero empezaba a sospechar que don Rafael no me había contado más
que lo que podía serme útil para ayudarlo mejor. ¡A ver si, efectivamente, iba
a estar en presencia de un caso policiaco!
***
Si esperaba que
Josefina se sincerase algo más que don Rafael, me quedé con las ganas. Como si
así estuviese convenido, nos sirvió el café con una bandeja de pastas y dejó
también una botella de coñac, por si queríamos tomar la citada infusión con unas
gotas. Seguidamente, se ausentó pretextando una carga de plancha. Fue don
Rafael quien, al verla partir, pareció emocionarse y me dio algunos detalles
sobre ella, que yo no conocía:
-
Habrás
visto su título de maestra en el despacho. La verdad es que nunca llegó a
ejercer como tal, fuera de algunas clases particulares y permanencias. Es de
buena familia. Su padre era secretario de Ayuntamiento en un pueblo importante
de Segovia[14], pero ella
vino a estudiar a Madrid, a casa de unos parientes. Nada más acabar la carrera,
falleció muy joven una de sus hermanas, dejando una niña, Juanita, de apenas
dos años, que aquella había tenido de soltera. Josefina se la trajo para la
Capital dispuesta a hacer de madre. A poco la conocí yo, por razón de vecindad
y creo que, más que por mis cualidades, me la gané por el cariño que tomé a la
niña y no poner objeciones a que viviese con nosotros… El resto ya lo conoces…
En fin, acabemos el tentempié, que tengo que enseñarte algo que te va a
impresionar.
En efecto. Terminada
la merienda, me pidió:
-
¿Te
importaría ir a la cocina para que Josefina te dé la escalera? Pesa demasiado
para mis actuales fuerzas.
Cumplí el encargo.
Lo aparente de su situación, me hizo suponer que la señora ya contaba con la
petición de aquella pesada escalera de tijera, capaz para llegar sin esfuerzo a
los altos techos de aquella casa, ya añosa.
-
Ven
por aquí, me indicó don Rafael. Ten cuidado no tropieces.
Pasamos a una
habitación interior con una pequeña ventana al patio de luces, una de cuyas
paredes ocupaba un armario empotrado. El amo de la casa procedió a cerrar las
contraventanas y encender la luz.
-
Coloca
la escalera junto al armario y súbete hasta alcanzar holgadamente las puertas
del altillo… Ábrelas del todo y vete dejando caer las prendas de ropa que veas,
hasta que aparezca una maleta… Eso es; ya falta poco… ¿La ves?... Justamente,
esa es… No te pesará mucho… Sácala del todo, con cuidado de no vencerte… sujétala
del asa y pósala en el escalón más bajo que puedas… ¡Ajá!, ya la tengo cogida…
Puedes soltarla e ir bajando de la escalera.
Una vez abajo, me
hizo colocar el bulto encima de una mesa estrecha, adosada a la pared, que
recordaba a una tabla de planchar. Don Rafael saco del bolsillo una llave, con
la que abrió las dos cerraduras de la maleta y a duras penas echó para atrás la
tapa sin que cayera la valija al suelo. Favorecí su equilibrio separando
ligeramente la mesa de la pared y, solo entonces, me percaté del contenido: Entre
capas de ropa de caballero, aparecía un saquete de lona gris, con la boca
cerrada por un cordón corredero. El anciano me pidió que pusiera la maleta en
el suelo para dejar expedita la mesa. Abrió la bolsona y fue sacando de su
interior fajos de billetes del Banco de España, asegurados con bandas de papel
o gomas elásticas. Los que yo pude ver eran de cien pesetas para arriba[15].
Mientras volvía a embolsar los fajos de la muestra, me preguntó:
-
¿Cuánto
dinero crees que puede haber aquí?
-
¡Qué
sé yo! Por dar una cifra, le diré que 50.000 pesetas.
-
No
vas desencaminado -reconoció-, pero es posible que por la casa haya algún otro
escondrijo más.
-
¡Pero
hombre de Dios!, exclamé, ¿cómo no tiene toda esta fortuna en el banco?
-
Anda,
anda -replicó-; volvamos a dejarlo todo como estaba, y luego te contestaré…, brevemente,
pues se está haciendo tarde y es mi hora del paseo. Ya sabes, la de
pelear con los falangistas, como aquel día.
Y no dejó de
reírse hasta que estuvimos de nuevo sentados en el cuarto de estar y escanció
dos generosas copas de Tres Cepas[16],
para asentar el estómago después de tantas emociones.
***
-
Cuando
estalló el Movimiento -empezó diciéndome-, me pilló veraneando en mi casa de El
Ferrol, creo que por suerte, pues en Madrid las cosas se pusieron muy
difíciles, como sabes, tanto por las ejecuciones, como por el asedio y los
bombardeos; pero me pasó algo aleccionador y que no olvidaré mientras viva:
Perdí todos los ahorros que tenía en los bancos de Madrid y, aunque salvé los
de la Caja Postal, fue a costa de tener que tragar con que me dieran solo cien
pesetas mensuales, como si fuese una limosna. Como también tardaron en
normalizar el pago de las pensiones de jubilación, Josefina, Juanita y yo las
pasamos de a quilo. Por supuesto, ni mis hijos, ni mi mujer y su familia, nos ayudaron
en nada. Me prometí que, si salía de aquella, nunca más volvería a confiar en
los bancos: ¡trece mil pesetas perdí de una tacada!
-
Pero,
don Rafael, bien está su punto de vista cuando hay una guerra, ¡pero ahora!
-
Ahora
tenemos la Mundial en la frontera y a unos gobernantes estúpidos que parecen
los siervos de Hitler. ¡Menudo cabrón, el nazi ese! Si nos ayudó cuando la
guerra civil fue por el interés, como Stalin en el otro bando. No se les ocurre
cosa mejor que mandar la División Azul a combatir a Rusia[17]…
¡Como para estar confiado!
-
¿Y
el riesgo de que puedan robarle el dinero en casa?
-
No
creas que estamos muy tranquilos, pero ahora tengo un motivo adicional y muy
importante para no llevar el dinero a un banco: De esta forma, cuando yo muera,
Josefina podrá quedarse con todo, como si me lo hubiese gastado en vida. Y mis
hijos, que se fastidien, que ya tienen ellos bastante.
Iba comprendiendo
al anciano, pero todavía no tenía idea del puesto que me tenía reservado en todo
aquel enjuague. Pronto lo sabría:
-
Claro
que todo esto tiene un fallo. Habría que sacar cuanto antes el dinero de esta
casa o, si no, en cuanto sepan que me muero, vendrán esos buitres aquí y no
vacilarán en registrar todo, hasta encontrar el parné.
-
…
-
Pero,
claro, mi Josefina no tiene otra residencia donde esconderlo y del marido de
Juanita me fío aún menos que de mis hijos.
-
…
-
Vamos,
que necesitaría a una persona de toda confianza para que me guardase el dinero
hasta después de mi muerte y de que Josefina tuviese una nueva casa donde
vivir.
-
…
-
Y
la cosa corre muchísima prisa, pues yo estoy para espicharla el día
menos pensado.
-
…
-
En
fin, teniente Garzón, que Josefina y yo pensamos que nos has venido que ni
llovido del cielo para hacernos esta obra de caridad… Por supuesto, que te
compensaríamos de la gestión… digamos que con un diez por ciento.
-
¡Eso
ni se le ocurra!, exclamé ofendido. Si me vuelvo tan loco como para entrar en
este juego sin conocerlos casi a ustedes, será -como usted dice- por caridad, o
solidaridad con su situación, o como quiera usted llamarlo; pero, por interés,
¡nunca!
-
Está
bien, hombre… Ya esperaba yo esta reacción… En fin, piénsalo unos días y, si -como
espero- aceptas, prepararemos la logística y la táctica de la operación.
Prometí darle la
contestación en una semana, como máximo, y me despedí. A punto ya de abrir la
puerta a la escalera, me atreví a preguntar, en voz muy baja:
-
¿De
cuánto dinero estamos hablando?
-
No
andará muy lejos de las ochenta mil pesetas.
Impresionado por
la cifra, recuerdo que bajé rezongando:
-
¿Quién
demonios será este sujeto para haber hecho semejantes ahorros?
Ahora lo que me
pregunto, rezongando también, es esto:
-
De
haberlo sabido entonces, ¿me habría comportado como lo hice?
4.
Una necrológica sonada
Había quedado en
darle mi respuesta por teléfono, ahorrando cualquier detalle que pudiese
comprometernos. Don Rafael me citó para la tarde del día siguiente en el parque
de la Fuente del Berro. Empezábamos a comportarnos como espías.
Sentados en un
banco y echando miguitas a las palomas, el anciano me resumió sus ocurrencias, previas
a hacerme entrega de la cifra redonda de 50.000 pesetas que había en el banco
de la maleta, aludido en el capítulo anterior.
-
Dejo
fuera un buen pico-me explicó-. Una parte va a irse en pagar algunas deudas,
legales o morales. El resto servirá para acallar las sospechas de mis hijos y
satisfacer las ansias de Concha que, tocante a avaricia, es la peor de los
tres.
Cascada del parque de la Fuente del
Berro (Madrid)
Pero, antes de entregarme el dinero, yo tenía
que cumplir con urgencia un trámite inmobiliario:
-
La
habitación de una pensión no es sitio para guardar ese dineral. Tienes que
alquilar de inmediato un piso en un buen barrio. No importa cómo sea por
dentro: La cosa es ponerle una buena cerradura.
De improviso y a
escondidas, deslizó dentro de mi chaqueta un sobre bastante abultado, acallando
cualquier protesta por mi parte con el siguiente argumento:
-
Ahí
tienes dinero para la fianza y el alquiler de unos cuantos meses, así como para
que compres los muebles indispensables, si es que no encuentras un piso
amueblado. Lo que te sobre, si no lo quieres, lo añades a las cincuenta mil y
en paz.
El siguiente paso
resultaba bastante más sencillo, pero era el más comprometido:
-
Cuando
tengas preparado todo, me llamas y vienes a casa, provisto de un bolso de viaje
en que quepa el saquete que ya sabes. Vienes en taxi y te bajas unos portales antes
del 47. Ya concretaremos el día y la hora. Tú me dejas por escrito las señas
del piso alquilado y yo te entrego el dinero. Por su reintegro no te preocupes:
Josefina se pondrá en contacto telefónico contigo cuando lo estime oportuno.
Solo a ella harás la entrega, pues yo ya estaré en La Almudena[18]
o dondequiera que mis hijos me entierren. Cuando ella reciba el dinero, te
entregará de mi parte una carta, que te explicará por fin el intríngulis de
todo este asunto.
-
Todo
eso lo veo razonable -opiné-, pero ¿no sería bueno que las sucesivas entregas
del dinero se hiciesen bajo recibo?
-
¡De
ningún modo! No puede haber prueba alguna de la operación. Por extraño
que parezca, la mayor garantía de que todo salga bien es que no tengamos entre
nosotros otro vínculo que la confianza mutua.
Las migas de pan
se le habían acabado y las palomas nos abandonaban, decepcionadas. Don Rafael
hizo ademán de incorporarse, pero volvió a tomar asiento; me asió del antebrazo
y, mirándome de hito en hito, se me confió con emoción:
-
Hay
algo que quiero tengas por seguro y en cuya certeza empeño mi honor. Todo el
dinero que tengo ahorrado proviene de mis pocas rentas y de mi buena pensión.
Jamás me quedé con nada ajeno ni me dejé corromper en mi trabajo, y conste que
muchas y buenas ocasiones tuve para ello… Es de lo poco que puedo blasonar en
mi vida: de honradez y diligencia en mis tareas. Del resto…, del resto, amigo
Garzón, que Dios se apiade de mi alma.
***
En vísperas de
Navidad, tenía ultimado el asunto del piso, por lo que acudí a casa de don
Rafael conforme a sus instrucciones. El mes escaso que había pasado desde nuestra
cita en la Fuente del Berro parecía haber sido para él un año, por lo menos.
Respiraba trabajosamente; apenas se levantaba del sillón y su rostro estaba
demacrado y amarillento, con los ojos hundidos y la voz temblorosa. Quiso que
en nuestra entrevista estuviera presente Josefina en todo momento.
-
¡Menos
mal que ya está todo listo, porque estoy vivo con permiso del enterrador!, me confió.
Ve con Fina a recoger la bolsa y cuenta el dinero, si quieres.
-
No,
por cierto, repuse. Además, traigo aquí tres mil quinientas pesetas que me han
sobrado, para incluirlas en el montante.
-
¡Quédate
con ellas!, ordenó tajante. Serán para el alquiler del piso hasta que Josefina
pueda liberarte de nuestro enojoso encargo.
Guardado el dinero
en el bolso de viaje, volvimos junto a don Rafael. Este insistió:
-
Josefina,
¿has apuntado bien las señas del piso de Rubén?
-
Sí,
Rafael.
-
Pues no se hable más y coge un taxi para ir
hasta casa. No vayas a hacer lo que yo, cuando tomé un tranvía con diecisiete
mil pesetas encima… ¿No te lo he contado nunca?
Josefina pareció incomodarse
y recordó a su hombre que debía marcharme cuanto antes, pero él no se privó de
referirme la sorprendente anécdota:
-
Va
para diez años. Acababa de cobrar en un banco de la calle de Alcalá mi pensión del
último trimestre y los dividendos de unas acciones: en total, diecisiete mil
pesetas. Según mi costumbre, mezcla de economía y de exceso de confianza, cogí
el tranvía, que iba muy lleno y con todos los asientos ocupados. Debió de ser
algún sujeto que me viera en el banco y mi siguió. El caso es que, cuando
llegué a mi parada, me dio por echar mano al bolso interior del gabán y vi que
el sobre con el dinero había volado. ¡Menudo disgusto, y menudo bochinche que
armé! El caso es que no sirvió de nada y nunca más se supo del ladrón ni de mis
diecisiete mil pesetas del alma… Pero no acabó aquí la cosa. Días más tarde,
recibí un telefonazo de mi hijo Gerardo. Por un momento, sabiendo la posición
que ocupa y el dinero que tiene, soñé que me fuera a reembolsar lo sustraído o,
cuando menos, a preguntarme si me quedaba para llegar a fin de mes. ¡Quiá! ¿Sabes
lo que me dijo el desnaturalizado de él?
-
…
-
Pues
que a ver si no iba por Madrid armando escándalos, que luego lo abochornaban, y
que, en lo sucesivo, no se me ocurriera viajar en tranvía, siendo ya tan viejo,
cuando menos, en las ocasiones en que llevase mucho dinero encima[19].
-
Sabios
consejos, ironicé. ¿Y le hizo usted caso?
-
Lo
mandé a freír espárragos y, por supuesto, he seguido utilizando el tranvía,
salvo cuando llevo conmigo algo valioso, que entonces voy en taxi, como en este
trance te lo he indicado. Este es un país de ladrones, empezando por los de
guante blanco, y hay que andarse con tiento.
Al despedirme de Josefina, ya en el
vestíbulo, le rogué:
-
Me
gustaría que me avisara cuando fallezca don Rafael; no para asistir a las
honras fúnebres, dadas las circunstancias, pero sí para rezar por él e
ir preparando la entrega del dinero.
-
Descuida,
que lo haré. Por lo demás, en cuanto a lo de no asistir al entierro y el
funeral, muy probablemente yo tenga que hacer lo mismo.
***
El martes, 24 de febrero de 1942, fue
noticia importante en los periódicos de todo el país: Había fallecido el padre
del Jefe del Estado. Las referencias estaban cortadas por el mismo patrón. Por
ejemplo, en uno de los diarios de mayor tirada de Madrid, los titulares eran
literalmente los siguientes:
Fallece en Madrid el padre de S.E. el
Jefe del Estado
Misa córpore insepulto en el Palacio
de El Pardo
El entierro en Nuestra Señora de La
Almudena
Nieto y bisnieto de marinos, el
excelentísimo Sr. D. Rafael Salgado Ruiz de Lorenzana era Intendente General de
la Armada en la reserva[20]
¡Para qué voy a
encarecer a ustedes la sorpresa y la preocupación que aquella necrológica me
produjo! Ahora quedaban explicadas todas las inquietudes y reticencias del
finado don Rafael e identificadas las diversas personas cuya identidad me había
ocultado, con el obvio propósito de que no me retrajera de ayudarlo, por interés
o por cobardía. Pero, a esas alturas, qué podía hacer, sino cumplir su encargo
y rezar, no solo por su alma, sino para que los Salgado no se enteraran del
escamoteo de las cincuenta mil pesetas… y del teniente de Infantería que tan
importante había sido para ello.
En fin, para su
tranquilidad, les informaré de que, en su momento, cumplí con el encargo recibido
y de que, desde entonces hasta ahora, no he sufrido percance alguno por ser tan
eficaz mandatario. No me cabe duda de que semejante placidez responde al hecho
de que nuestra aventura ha permanecido ignorada por los herederos de don
Rafael. Así que háganme el favor de no comentar con nadie lo que acaban de leer.
5.
Información final para los lectores
Si este relato -historia novelada o ficción realista- podía resultar más atractivo era, en mi opinión, dejando para el final el conocimiento de la auténtica identidad de sus personajes, cosa imposible, de haberlos llamado por su nombre. Ese ha sido el motivo de emplear en todo momento unos seudónimos, que ahora voy a convertir en los nombres verdaderos. Helos aquí
- Rafael Salgado Ruiz de Lorenzana alude a Nicolás Franco Salgado-Araujo
- Josefina Alhama se refiere a Agustina Aldana
- Juanita Alhama fue Ángeles Aldana
- Gerardo Salgado quiere significar a Francisco Franco Bahamonde
- Rafael Salgado (hijo) alude a Nicolás Franco Bahamonde
- Blas Salgado se refiere a Ramón Franco Bahamonde
- Concha Salgado fue Pilar Franco Bahamonde
- Juan Carlos Hervás quiere significar a Alfonso Jaraiz Pérez-Fariña
Por supuesto, el
personaje del teniente, don Rubén Garzón, es imaginario, por lo que pueden
seguir ustedes llamándolo así, si les place[21].
Emblema del Cuerpo de Intendencia de la Armada
[1]
Grado militar en nuestra guerra civil (1936-1939), que se concedía, previo un
curso de formación en academias especiales, a combatientes del bando nacional
con edad superior a los 18 años y titulación académica mínima de bachiller. Se
calcula en unos 30.000 el número de alféreces provisionales de tierra, marina y
aviación. Por su bisoñez y puestos de vanguardia, se preveía que muchos de
ellos fallecieran pronto en acción de guerra. Se decía: alférez provisional,
cadáver efectivo. Y también, de la primera paga, a la mortaja.
[2]
Academia especial para promoción de los
alféreces provisionales distinguidos, a tenientes del mismo tipo. Unos 8.000
alcanzaron dicho rango. Incluso, 500 llegaron a capitanes provisionales.
[3]
En concreto, casi sin matices ni
excepciones, hasta 1963, cuando se creó la Jurisdicción civil de Orden
Público.
[4]
Dicho encuentro tuvo lugar en el campo
madrileño de Chamartín, en la tarde del domingo, 19 de octubre de 1941,
concluyendo con la victoria del Real Madrid por 4-3. Esa fecha permite situar
perfectamente la cronología del presente relato.
[5] San Martín de Valdeiglesias es centro de una
zona vitivinícola del sur de la provincia de Madrid.
[6]
El Jefe del Estado español, Francisco
Franco Bahamonde, tenía como residencia el palacio de El Pardo, en las
inmediaciones de Madrid.
[7] Dicho Tribunal tiene su sede en el número 81
de la madrileña calle de Fuencarral.
[8] Es
decir, el 3 de noviembre (en este caso, del año 1941).
[9] Famoso café de la Gran Vía madrileña, activo
entre 1932 y 1975.
[10]
Especie de escapulario con una imagen religiosa, que llevaban algunos
combatientes para que parase milagrosamente las balas que les fuesen
dirigidas. Por su más acendrada religiosidad, parece que abundaban más en los combatientes
carlistas (también llamados tradicionalistas y requetés) que en otros hombres
de armas.
[11]
Esta es mi convicción literaria. En la opinión de otros, se presenta a la niña
como la hija huérfana de una hermana de su acogedora quien, según eso, sería su
tía. En la de otros más, la niña sería hija de Don Rafael y de su
manceba, pero ello se compagina mal con la circunstancia, generalmente
aceptada, de que, cuando uno y otra iniciaron su convivencia, ya estaba la niña
junto a ambos. En fin, esto no es un ensayo, sino una historia novelada; de
modo que no tengo por qué ofrecer certeza objetiva, para el caso de que esta fuese
posible.
[12]
Demófilo de Buen Lozano (1890-1946), ilustre magistrado y profesor, autor, entre
otras obras, de la que consultó Rubén Garzón: Derecho civil español común, 2
vol., edit. Reus, 1ª edición, Madrid, 1936.
[13] Lo referente a Juanita Alhama es
imaginario, quizá inspirado en lo que he leído en algunas de las pocas
referencias a ella en Internet: Que, ya que no su madre ni don Rafael,
finalmente ella sí pudo acogerse a la ley del divorcio, que se aprobó en España
en 1981. Diré aquello de se non é vero, é ben trovato.
[14] En realidad, se trataba de Aldea Real
(Segovia), que tenía a la sazón unos mil habitantes.
[15] En
aquel entonces, los de valor superior a cien pesetas eran de quinientas y de
mil.
[16]
Marca de brandy de las bodegas de Pedro Domecq, producida en la época
del relato.
[17] Dicha operación político-militar se inició en
junio-julio de 1941 y, sorprendentemente, no provocó la declaración de guerra
de los Aliados a España.
[18] En este
caso, alude al cementerio madrileño del mismo nombre.
[19]
En el caso real, que esta anécdota novela, el prócer acompañó sus sabios
consejos con la orden de que pusieran a disposición de su padre un vehículo
oficial. Al parecer, el anciano no se avino a utilizarlo.
[20]
Con la salvedad del nombre ficticio empleado en el relato, coincide con lo
publicado en el diario ABC de Madrid, correspondiente al 24 de febrero
de 1942, p. 7. Intendente General de la Armada es el mayor rango que puede
alcanzarse en el Cuerpo de Intendencia de la Armada, equivalente al de
Vicealmirante, o al de General de División.
[21]
No quiero cerrar este relato sin sugerir dos lecturas muy fiables y de libre
acceso por Internet, acerca del personaje histórico de D. Nicolás Franco
Salgado-Araujo (1855-1942) y de su posible influencia en la forma de ser y la
peripecia vital de su ilustre hijo, Francisco Franco Bahamonde (1892-1975),
Jefe del Estado español entre 1936 (1939, para toda España) y 1975. Dichos
textos de recomendable y fácil lectura son los siguientes: Enrique González
Duro, Franco: Una biografía psicológica, edit. Raíces, Las Rozas de
Madrid, 1992, pp. 19-38; Rafael Abella, Nicolás Franco, el gallo de vuelo
corto, Tiempo de Historia, año VII (1981), núm. 74, pp. 54-57. El primero
de ellos ha constituido la principal fuente informativa de mi relato.
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