Entre dos hermanas
Por Federico Bello Landrove
Tras la muerte de la
esposa de un viejo profesor, acaecida en 1945, se desarrolla una decisiva etapa
en la vida de sus dos hijas y del hombre que habría de elegir entre ellas. La
psicología de esos tres protagonistas del relato será decisiva para marcar la
evolución y el resultado de sus relaciones, como también lo serán los efectos
de nuestra guerra civil y de la difícil posguerra, simbolizada aquí por dos
fenómenos muy relevantes y con cierto engarce entre ellos: la revista musical y
el estraperlo.
Cartel anunciador de la revista Cinco
minutos nada menos.
1.
El viejo profesor
Aunque había
tomado posesión del juzgado dos meses atrás, no había vuelto por Madrid desde
entonces. El presidente de la Audiencia, en aquella fausta ocasión, le había
dorado la píldora con argumentos propios de un guía turístico:
-
¡Menuda
suerte ha tenido usted, de meterse en Aranjuez con solo tres años de ejercicio
profesional! En mi opinión, es el mejor juzgado de la provincia, bien
comunicado y en una ciudad bellísima. Claro que su antecesor lo dejó un poco
atrasado pero seguro que no le costará trabajo ponerlo al día. ¿Está usted
casado?
-
No,
señor.
-
Mejor
así. De ese modo no habrá nada que lo distraiga de sus ocupaciones.
En efecto. El
joven juez, Don Ernesto Fraile, se había encerrado en el edificio del juzgado
-en cuyo segundo piso tenía la vivienda oficial- y sacó los atrasos en el
primer bimestre de trabajo en la localidad aracentana[1].
Apenas había hecho otra cosa, fuera de dar algún paseo higiénico y leer
el periódico después de cenar. Afortunadamente, el juez comarcal[2]
le había recomendado una buena criada, que se ocupaba de la casa hasta la caída
de la tarde. Entre tanto, había llegado la primavera de aquel 1945, y Ernesto
decidió que ya era hora de pasar un domingo en Madrid y ver esa película de
Hitchcock que se le había escapado en Castellar, las navidades pasadas[3].
No era un programa muy cargado para un día completo, aun contando con la
lentitud del tren, pero siempre podría cumplir a mayores con un deber de
cortesía, que tenía pendiente desde que había leído en el ABC[4]
la esquela de la mujer de su antiguo profesor y preparador de las oposiciones.
Claro está que podría haberle enviado una carta de pésame pero, estando a
cuarenta kilómetros de distancia[5],
había preferido cumplir el duelo personalmente y, de paso, saludar al bueno de
Don Eusebio, a quien no había vuelto a ver desde el año treinta y seis.
En la guía
telefónica no figuraba número ninguno a su nombre, por lo que no pudo avisarlo
de su propósito. Optó por hacer la visita al final de la película, aprovechando
que el domicilio estaba próximo a la estación de Atocha. Y tampoco quería que
el encuentro resultase demasiado largo, dado el motivo principal del mismo.
La vivienda actual
de la familia Floranes radicaba en una anodina bocacalle en el primer tramo del
Paseo de las Delicias. ¡Menuda diferencia con el empaque del lugar al que
acudía dos veces por semana, poco antes de la guerra! En aquellos tiempos, Don
Eusebio ingresaba emolumentos por tres conceptos, que supiera Ernesto:
magistrado de la Audiencia, profesor ayudante de Beceña[6]
en la Facultad de Derecho y preparador de opositores a Judicatura en sus
ratos libres. Ahora…, ¿qué sería de él ahora? Pronto lo sabría.
¿Se acordaría aún de su antiguo alumno?
***
Cogiendo un taxi
al salir del cine, logró presentarse en casa de Don Eusebio unos minutos antes
de las siete. Subió con el resuello al límite los cuatro pisos de escaleras,
dando algún tumbo por la poca iluminación y llamó a la puerta, en la que una
placa dorada de pequeño tamaño advertía, para su sorpresa:
Eusebio Floranes
Trabajos de mecanografía
Le abrió una
jovencita modestamente vestida, de buen ver, en la que apenas pudo reconocer
los rasgos de la pipiola que, en sus tiempos de opositor, importunaba en
ocasiones el recitado de los temas con algún chillido o carrera por el pasillo,
con el lógico enfado de su padre, que abandonaba momentáneamente el despacho
para poner orden. ¿Cómo se llamaba? ¿Valentina, tal vez?
-
Buenas
tardes, señorita -saludó Ernesto, al tiempo que le entregaba su tarjeta-.
¿Podría ver un momento a su padre?
La joven le invitó
a sentarse en el propio recibidor y pasó al interior de la casa. A los pocos
momentos, apareció Don Eusebio, derrengado, ayudándose de muletas. Eso y una
calvicie prácticamente completa eran los rasgos más notorios del paso de una
década por el profesor que, con la tarjeta de Ernesto en la mano, lo miraba
fijamente, como si tratase de recordar unos rasgos hacía tiempo difuminados. Al
fin, esbozó una sonrisa para romper el silencio y dijo:
-
¡Cuánto
bueno, amigo Fraile! Pero ¿cómo usted por aquí?
-
Ya
ve, Don Eusebio. Me enteré hace unos días del fallecimiento de su esposa, que
en paz descanse, y he subido un momento para darle el pésame.
-
¡Ah,
gracias!, ¿es que vive usted en Madrid?
-
Ya
me agradaría, pero tengo que cumplir el deber de residencia. Vivo en Aranjuez,
desde hace un par de meses.
-
Sí,
ya veo que ejerce allí de Juez de Primera Instancia… Pero pasemos al despacho.
No es tan grande como el de la calle Zurbano, pero estaremos más cómodos.
Se les fue media
hora en recordar aquellos tiempos de estudio casi en reclusión, que la guerra
cortó tan bruscamente, antes de que el opositor estuviera maduro para
examinarse. Ernesto le confesó que, gracias a la licenciatura y a los
conocimientos de la oposición, había pasado la contienda cómodamente convertido
en alférez del Cuerpo Jurídico, en su ciudad natal, el nacionalista Castellar.
-
Bueno
-matizó Ernesto-, lo de cómodamente es un decir. No era nada fácil
compatibilizar ciencia y conciencia, con los sapos que había que
tragarse en aquellos procesos sumarísimos de urgencia y los consejos de guerra,
que acababan sistemáticamente con la ejecución o los treinta años de cárcel.
Pero uno termina por acostumbrarse: En la guerra, como en la guerra, que
decía mi padre, para levantarme el ánimo. En fin, al acabar las hostilidades,
puse al día mi preparación y saqué las oposiciones en el cuarenta y dos, las
primeras que se celebraron después de la guerra… Luego, Reinosa, Toro y
Aranjuez, ascendiendo a toda velocidad, pues hay muchas vacantes. Y en Aranjuez
me tiene usted -espero que por dos o tres años-, para lo que guste mandar.
Don Eusebio sonrió
al escuchar lo de que Ernesto estaba a sus órdenes. Iba a replicarle
directamente que mal podía mandar quien había salido de la cárcel el año
anterior, en libertad condicional y expulsado de la Magistratura y de la
Universidad. Pero prefirió seguir el orden que había guardado Ernesto:
-
Pues
yo, hijo[7],
también tuve que aguantar carros y carretas durante la guerra, aquí, en
Valencia y en Barcelona, por donde la República nos fue paseando a los
jueces de los tribunales ordinarios y especiales de mayor rango. También
nosotros tuvimos que bailar al son de políticos, sindicalistas y jurados de
toda laya. Al final, decidí quedarme en España, en vez de correr el albur de la
huida a Francia y el destierro. Me detuvieron, me… trataron como puedes deducir
y, tras condenarme a muerte, me la conmutaron por treinta años de reclusión. En
la cárcel de Pamplona, entre trabajos, penurias y frío glacial, acabaron por
tullirme. Salí con la condicional el año pasado, arruinado en todos los
sentidos: salud, dinero, ánimos. Entre tanto, mi mujer había regresado con las
niñas a Madrid, que ella conocía mejor que ningún otro sitio. Cogió en
alquiler esta casa y, entre recibir huéspedes y fungir de costurera, fue
sacando adelante a la familia. Claro que mis hijas tuvieron que dejar los
estudios. Lina, la que acabas de volver a ver, no terminó el bachiller y pasó a
dedicarse a las tareas de la casa. Caty, la mayor, fue una lástima, pues estaba
a punto de acabar los estudios en el conservatorio; tuvo que colocarse para
traer a casa un sueldecito. En fin, ya ves; apenas volví a casa, empezó Carmina
con dolores de vientre: un cáncer de páncreas, que se la llevó en tres meses.
Puedes figurarte cómo nos quedamos todos.
-
¿Ha
reanudado usted la preparación de opositores? Al menos eso, supongo que no se
lo impedirán.
Don Eusebio volvió
a sonreír, esta vez, con amargura:
-
¿Y
qué títulos podría presentar para acreditarme: magistrado expulsado, profesor
cesante? Ya lo habrás visto en la puerta. Todos mis saberes reducidos a
explotar el dominio de la máquina de escribir y la buena ortografía. Algo se
saca y hay compañeros que todavía se acuerdan de mí para proporcionarme
clientes. Supongo que sabrás lo que es un negro…
-
¿Se
refiere usted a los que hacen trabajos artísticos o científicos, para que los
firmen otros como propios?
-
Justamente.
Hay quien me trae los originales a medias, o en esquema. Yo los completo, busco
bibliografía, enmiendo la redacción… No sabes la cantidad de políticos y
universitarios que andan buscando un doctorado o el ingreso en una Academia,
para redondear su currículo, hecho pegando tiros en el campo de batalla, … o en
el paredón.
-
Tendré
en cuenta lo que me dice -prometió Ernesto-, si me viene algún abogado o
procurador pidiendo prórroga de plazo para terminar algún escrito. Seguro que a
muchos de ellos tampoco les vendría mal un barniz de Sánchez Román[8]
o de Beceña.
-
Cualquiera
que sea el motivo, vuelve por aquí. Me encantará charlar contigo y que me
pongas al corriente de la marcha de nuestra maltratada profesión.
-
Cuente
con ello, Don Eusebio, dentro de lo que me autorice el Presidente de la
Audiencia, que ya sabe usted lo puntillosos que son algunos[9].
-
Ya.
Los hay que cuelan el mosquito y se tragan un camello[10].
Ernesto tenía el
tiempo justo para coger el último tren a Aranjuez. Con todo, aún llamó Don
Eusebio a su hija Lina, para que despidiese al visitante y lo acompañara hasta
la salida.
-
Mi
hija Caty está de viaje -explicó el profesor-. A ver si puedes verla la próxima
vez que vengas por casa.
-
Me
gustaría mucho -exageró Ernesto-. Apenas era una mocita en el treinta y seis.
Ya con la puerta
abierta, Ernesto quiso satisfacer su curiosidad:
-
Lina…
¿Es por Valentina?
Ella sonrió:
-
No.
Me llamo Angelina, como mi abuela paterna.
-
Pues
hasta la próxima, Angelina. Procuraré no tardar tanto como esta vez.
-
Eso
espero -replicó la joven-. A papá le vienen muy bien visitas como la suya y,
dadas las circunstancias, es posible que no lo tengamos ya mucho tiempo entre
nosotros.
2.
Una vicetiple de postín
Al cabo de otro
par de visitas dominicales muy seguidas a la casa en Tomás Bretón[11],
Ernesto comprendió que la charla con Don Emilio ya no daba más de sí,
empantanada en la repetición de recuerdos y el relato machacón de dolencias y
desventuras. Por otra parte, nuestro juez entendía que aquella familia vivía en
parte del tecleo en la veterana Underwood[12],
que no debía cesar por largas visitas que no venían a cuento. Además, Lina se
empeñaba en ilustrarlas a base de té con pastas, o de chocolate con
picatostes, lo que abochornaba al invitado, que no quería causar trabajo ni
dispendio. Durante la tercera visita, comentó:
-
He
visto que ahí a la vuelta, en el Paseo de las Delicias, hay un café del que
sale un aroma delicioso. La próxima vez me corresponde invitarlos. Así, Lina no
tendrá que andar sirviendo y fregando, que no vengo más que a dar trabajo.
Iba Lina a
objetar, cuando intervino su padre, en favor suyo:
-
Yo
ya no estoy para subir y bajar escaleras, pero a ella sí le vendría bien salir
y distraerse, que no la necesito a mi alrededor todo el santo día, menos cuando
le vienen los niños a clase.
-
Pues
no se hable más -dijo Ernesto, dirigiéndose a Lina-. Si el domingo que viene no
tengo ningún levantamiento de cadáver, vendré por ti después de comer para
llevarte al cine y a merendar. Las sugerencias de Don Eusebio son órdenes para
mí.
A falta de cadáveres que levantar, la
tarde del domingo siguiente empezó muy prometedora, con una excelente película
de Lubitsch, romántica y muy divertida[13].
Del cine, todavía comentando los golpes de la cinta, llegaron paseando
hasta el café Fuyma[14],
dispuestos a merendar en debida forma. Quizá por excesiva humildad, al franquear
la puerta giratoria y ver gran afluencia en el local, Lina le apuntó:
-
No
sé si vengo ataviada a tenor del lugar y del día festivo.
Ernesto se echó a
reír y bromeó:
-
A
merendar hay que venir casi de trapillo, por si las manchas.
La conversación
fue larga y variada. Lina aclaró lo de las clases a los niños:
-
El
final de la guerra me cogió en sexto curso[15],
con lo que no pude acabar el bachiller. Mi vocación era la de maestra y creo
estar bien preparada para enseñar cualquier materia a nivel primario. La prueba es que estoy dando clases particulares de repaso a chiquillos de hasta doce
años, hijos de vecinos y gente del barrio. Así gano algún dinero y mantengo al
día mis conocimientos. Me han dicho que está para aprobarse una Ley, por la que
no será necesario que los maestros tengan superados más que los cuatro primeros
años del bachillerato[16].
Si así fuere, podré preparar los exámenes y presentarme, si no me lo impiden
los informes que piden para opositar.
-
Si
llega el momento y necesitas alguien que te avale, no dudes en pedírmelo.
Tuvieron que
levantar el campo hacia las siete y media, para que Ernesto pudiese coger el
consabido último tren de la tarde. Tomaron un taxi y, ya en la estación, Lina
se empeñó en quedarse con su amigo hasta que saliese el convoy. El juez le
agradeció la compañía y sugirió:
-
Ya
vamos para el verano y sabes lo delicioso que dicen es Aranjuez en esta época.
En vez de venir yo al asadero madrileño, ¿por qué no vas tu a mis
dominios? Supongo que ya conocerás el palacio y los jardines, pero podíamos dar
un paseo en falúa por el Tajo. ¿Qué te parece?
La chica torció el
gesto, con tristeza:
-
¿Cómo
voy a dejar a mi padre solo, todo el día? No es posible, aseveró.
-
¡Toma!,
replicó Ernesto. ¿No puede encargarse tu hermana de él, por una vez?
Lina se puso
repentinamente muy seria. Titubeó sobre lo que decir y, al final, aplazó la contestación:
-
Ya
hablaremos otro día de mi hermana, que ahora están poniendo tu tren.
La joven notó la
decepción de Ernesto y no quiso dejarlo ir de forma tan abrupta:
-
He
pasado una tarde estupenda, ponderó. Me gustaría que siguieras viniendo a
buscarme hasta que te den las vacaciones. También en Madrid tenemos jardines
muy amenos y sombreados.
Ernesto volvió con
su broma macabra habitual:
-
Aquí
me tendrás el próximo domingo… con permiso de asesinos y suicidas.
***
El domingo
siguiente tuvo a Caty como monotema. Lina dejó la comida preparada a su padre,
y la pareja, por consejo del secretario del Juzgado de Ernesto, que era
gijonés, marchó a comer informalmente en una sidrería junto a San Antonio de la
Florida[17].
Después de comer, pese a la calorina, cruzaron hasta la Casa de Campo y se
acomodaron junto al lago. Ya de camino, Lina comenzó a explicar lo de su
hermana, continuando el relato con una horchata en las manos.
-
Durante
algún tiempo, una vez llegadas a Madrid, Caty tuvo que estar a la vera de mi
madre, atendiendo a los huéspedes y ayudando con la costura, pero la llevaban
los demonios. Yo lo comprendo ahora, que soy una mujer, pero entonces me
enfadaba el verla siempre de mal humor y discutiendo constantemente con mamá.
Al final, se salió con la suya. No sé cómo, logró colocarse en una tienda de instrumentos
y partituras en la calle de las Huertas, aprovechando sus conocimientos
musicales. Ganaba cuatro perras, pero nos venían muy bien y ella se encontraba
mucho más a gusto. La paz doméstica, sin embargo, duró poco pues, con el
argumento de que tenía que estar presentable cara al público, se gastaba
casi todo el sueldo en ropa y perfumería. Volvieron las peloteras con mi
madre, que también estaba imposible, entre el mucho trabajo y mi padre en la
cárcel. De repente, se hizo la luz. Según Caty, el maestro Rosillo[18]
pasó por la tienda, aceptó escucharle cantar y, admirado de su voz y, sobre
todo, de su escuela, le procuró una audición con un empresario de importancia,
quien la contrató como corista, o comoquiera que se llamen. A nosotras nos
contó las cosas por medio de verdades a medias, sin darnos detalles, pero había
que ser tonta para no comprender, por los horarios y los viajes, que se había
convertido en una chica de coro de revista.
-
Mujer,
Lina -protestó Ernesto-, lo dices como si hubiera ingresado en el coro del
infierno. Yo, la verdad, nunca he ido a ver ninguna de esas funciones -entre
otras cosas, porque las entradas son bastante caras-, pero todos los años se
estrenan a docenas en Madrid y Barcelona y las llevan de gira por provincias, a
teatro lleno. Y, luego, la censura les corta todo lo reprobable o de peor
gusto. ¡Hasta dicen que las mujeres empiezan a ir a verlas sin desdoro!
Lina no parecía
muy conforme con lo que decía Ernesto, pero no merecía la pena pararse a
discutir, pues había cosas más gordas que contar:
-
Es
que lo peor estaba por llegar. Hace cosa de un par de años, Caty empezó a no
venir por casa bastantes noches, con el cuento de que las funciones acababan
tarde y que se quedaba a dormir en casa de alguna compañera, que vivía cerca
del teatro o del café en que actuaba. Para convencer a mamá, empezó a
darle cantidades fuertes de dinero, comestibles y hasta prendas de vestir. Mi
madre se olió al momento lo que tenía que haber detrás de tanta
opulencia y, por si hacía falta ponerla sobre aviso, algunos vecinos y clientas
le calentaron las orejas: Que si la habían visto actuar en el Eslava o
el Martín[19]; que si
era de las que mejor lo hacía; que si alternaba en el Florida o
en Chicote[20].
Llegó un momento en que, ni mamá, ni yo, nos atrevíamos a preguntar ni a
discutir con Caty, las cada vez menos veces que se dejaba caer por casa; en
cierto modo, la dábamos por un caso perdido. Lo malo es que, entonces,
soltaron a papá.
Se le veló la voz.
Ernesto intentó que no siguiera narrando pormenorizadamente lo acaecido:
-
Claro,
el pobre hombre, sin saber nada… Me da la impresión de que, aun sin salir de
casa, ha llegado a estar al cabo de la calle.
-
Figúrate,
viéndola de tarde en tarde y recibiendo regalos y donaciones en cuanto aparece
por casa porque, lo que es, se desvive por tenerlo bien atendido en lo material
pero, por lo demás… Ni cuando la enfermedad de mamá cambió de rumbo: Claro, su
trabajo es muy esclavo, con dos funciones diarias y, en vacaciones, ¡hala!, a
viajar de turné. En fin, que mi padre, no solo se malicia lo que sucede, sino
que está lleno de vergüenza y remordimientos, por no poder hacer nada y aceptar
lo que nos da, porque nosotros solos no podríamos sostener la casa y los gastos
médicos de papá… Bueno, dejémoslo por hoy, que te estoy dando la tarde.
Demasiado educado eres, que me estás escuchando sin abrir la boca, en los dos
sentidos de la expresión.
Ernesto sonrió, le
puso una mano sobre las suyas y respondió:
-
Yo
creo que es bueno que te desahogues conmigo, pues sé guardar un secreto y, en
lo posible, procuraré ayudarte.
Lina pareció ver
el cielo abierto y soltó lo que no se había atrevido a pedirle hasta
entonces:
-
Verás:
Oyendo cosas de aquí y de allá, y haciendo las oportunas deducciones, he
llegado a la conclusión de que Caty no está actuando por propia iniciativa,
sino forzada por un sujeto con mucha mano en el mundo del espectáculo, que la
tiene dominada con su dinero y sus influencias, de modo que ella no tiene otro
remedio que estar a su entera disposición.
Ernesto se sonrió
para sus adentros y tuvo que tragarse un eso dicen todas. Prefirió
replicar a Lina de manera más educada:
-
¿Sabes
algo de ese individuo al que te refieres? ¿Lo has visto o conoces su nombre?
-
Apenas
puedo moverme de casa, como no sea para ir a comprar; así que… A ti sí que te
sería fácil, siendo juez. ¿No puedes pedir a la Policía que haga algunas
averiguaciones?
-
Mujer,
siendo -como quien dice- un recién llegado, no tengo muchos conocidos en la
Policía ni en la Guardia Civil, como para hacerles trabajar por meros rumores y
sin mediar ninguna denuncia formal… En fin, en aras de vuestra tranquilidad,
veré qué puedo hacer. Entre tanto, no hables de mis gestiones con tu padre, ni
con nadie. Y creo que lo mejor sería que no le habléis de mí a Caty: Como
mucho, que os ha visitado un antiguo alumno de tu padre, que ahora trabaja en
Madrid, sin precisarle que soy juez.
-
Descuida.
No quiero que mi hermana se entere de lo nuestro, y así se lo he hecho
saber a mi padre. Caty no me tiene en buen concepto y seguro que empezaría con
bromas y curiosidades malsanas.
A cuenta de Caty,
acabaron la tarde pensativos y preocupados. Por otra parte, Ernesto estaba a
punto de tomar las vacaciones anuales y no era plato de gusto para Lina
quedarse sin su compañía en la agobiante canícula madrileña.
-
Escríbeme
a menudo, le rogó como despedida.
-
¿Te
parece bien una vez a la semana?, preguntó Ernesto, con guasa.
-
Allá
tú, replicó Lina, muy en serio. Yo lo haré todos los días.
***
De vuelta a
Aranjuez y antes de marchar de vacaciones, Ernesto invitó a comer al teniente
de la Guardia Civil y aprovechó para pedirle los informes solicitados por Lina.
El oficial le contestó:
-
Como
tendré que solicitar la actuación a los compañeros de Madrid, será mejor que me
lo ordene como consecuencia de alguna hipotética denuncia. Por lo demás, no
sería extraño que esos conocidos suyos tuvieran razón. Aunque los empresarios
presumen de que la revista se va haciendo más y más decente, todavía hay
mucho chulo y mucho capitalista que explotan a las chicas de un modo u
otro.
A la vuelta de
vacaciones, ya tenía Ernesto sobre la mesa de su despacho el informe
solicitado, el cual, en sus partes más relevantes, recogía las siguientes
afirmaciones:
… La Señorita
Catalina Floranes Rodríguez…, conocida en el mundo artístico por Caty
Flores, pertenece desde el año 1941 al elenco del Teatro Martín, por
contrato con su propietario, Don José Muñoz Román[21],
siendo una de las coristas o vicetiples del conjunto de dicho teatro.
Desde enero del pasado año, viene actuando sin interrupción con la compañía de
la vedette, Maruja Tomás[22],
en la representación de la opereta titulada Cinco minutos nada menos[23],
que continúa representándose al día de la fecha, salvo las interrupciones
por vacación de verano, en que la compañía ha salido de tournée por
provincias. En dicha obra, la Señorita Floranes, además de las labores de canto
y baile propias de su categoría, ha actuado por sustitución en el papel de la
criada, en el segundo acto de la obra…
Consta por general
conocimiento -aunque esta Fuerza no ha podido comprobarlo directamente, dado
que los implicados se hallan por el momento fuera de Madrid-, que la Señorita
Floranes, desde hace unos dos años, es la amante de Salvador Mendoza y
Escamilla, casado…, empresario de la construcción, tenido por individuo de
dudosa conducta, con muy probables conexiones con el estraperlo de los más
diversos géneros… El susodicho frecuenta dos o tres veces por semana a la
Señorita Floranes, a la que va a buscar al teatro, al final de la segunda
función, cenando luego juntos y retirándose ambos a un piso alquilado por el
Mendoza, sito en la calle Modesto Lafuente, número… Dicho piso, amueblado a
costa de dicho individuo, constituye desde hace seis meses el domicilio
habitual de la Señorita Floranes, que cada vez frecuenta menos el de su padre,
en la calle Tomás Bretón… de esta Villa.
En relación con lo
interesado por Su Señoría, acerca de que Salvador Mendoza pudiera ejercer
violencia, amenaza o algún tipo de extorsión para obligarla a continuar en su
condición actual de amante, los Agentes actuantes no han encontrado pruebas de
ello, si bien lo consideran bastante probable, a tenor del comportamiento
habitual del Mendoza y de las relaciones que tiene con el mundo del espectáculo.
Lo que sí resulta indudable es que la Señorita Floranes recibe constantes donaciones de su amante, en forma de dinero, regalos y el propio pago del
alquiler del piso en que vive. Prueba de ello es su tren de vida, mucho más
alto de lo que permitiría su sueldo como corista… Se ha comprobado que la
Señorita Floranes tiene una cartilla de ahorro en el Banco Español de Crédito
con un saldo, a fecha 15 de julio de 1945, de tres mil cuatrocientas sesenta y
tres pesetas, con veinticinco céntimos…
Fachada del Teatro Martín (Madrid)
3.
Un plan muy atrevido
Huelga decir que a
Lina no le satisfizo el informe de la Guardia Civil: Era una especie de sí
pero no. Reconocía que Salvador era un buen pájaro, que muy probablemente
hiciera chantaje laboral a Caty para mantenerla bajo su dominio, pero decía no
haber encontrado pruebas de que su hermana hiciera lo que hacía en
contra de su voluntad. Vamos, como si estuviera cegada por la generosidad de
aquel sinvergüenza, que engañaba a su mujer y se había hecho rico con malas
mañas. Una vez más, Ernesto tenía que callar sus objeciones pues él no
compartía el escándalo de aquella niña timorata, a la que le parecía un
mundo de maldad el que un casado rico tuviera una amante, o que su rápido
ascenso social no se hubiese ajustado a las normas legales. Con todo, tuvo que
hacer frente a una nueva petición de Lina, que ya empezaba a resultarle un
tanto cargante con sus ruegos. A fin de cuentas, él no era sino un antiguo
alumno de Don Eusebio y, si acaso, un novio en ciernes de su hija menor.
-
¿No
podrías hacer tú personalmente algo por librar a mi hermana de ese Salvador?
Siendo juez, seguro que te tendría respeto y aflojaría la persecución a Caty.
-
Mujer,
los jueces no podemos hacer valer nuestro poder más que en el ejercicio de
nuestras funciones. Lo que me pides es algo totalmente particular y, la verdad,
yo no tengo carácter ni experiencia para meterme a pecho descubierto en esos
berenjenales, con individuos de armas tomar.
-
Ni
yo quiero que te arriesgues hasta ese extremo, Ernesto. Solo que intentes algo
para salvar a mi hermana, si puedo decirlo así. Bien sabe Dios que no lo
hago tanto por ella, cuanto por sacar a mi padre del purgatorio en que está
viviendo, imaginando a Caty perdida entre la inmoralidad y la ignominia. Ya sé
que tú te has movido toda tu vida en un mundo muy distinto, pero también me
consta que eres lo bastante inteligente, como para que se te ocurra algún plan
eficaz, poniendo en juego imaginación y astucia.
Ernesto no sabía
qué decir ni, sobre todo, qué hacer. Finalmente, optó por tomar la calle del
medio, es decir, contentar a Lina, sin comprometer su propia seguridad:
-
Caty
ya es mayorcita -resumió- y tiene, al menos, seis años de experiencia.
Por tanto, si está a gusto como está, no seré yo quien haga de consejero o de
confesor para apartarla del mal camino. Allá ella. Pero si -como tú
supones- está siendo forzada por el tal Salvador, siempre podrá ofrecérsele
alguna ayuda para que se libre de sus garras, incluso movilizando a la Policía
a su requerimiento. Así que, según veo yo la cosa, la clave está en entrar en
el mundo de Caty con cualquier pretexto plausible y ver qué terreno pisamos.
Ello sabido, se podrá actuar en consecuencia y si -como yo me temo- tu hermana
es más feliz así que fregando suelos o vendiendo alubias, espero que la dejéis
tranquila y, por tu parte, que dejes de tratarme algo menos como juez y algo más
como hombre.
Había dicho todo
esto con tal aplomo y frialdad, que Lina rompió a llorar en silencio. Ernesto,
empero, no se arrepintió ni se dio a la compunción. Le extendió un pañuelo y
concluyó:
-
No
soy un mentecato, pero esto hay que pensárselo con mucho cuidado. Idearé
un plan y lo pondré en práctica. No me pidas que te lo explique, sino dame un
voto de confianza. Y, por supuesto, ni palabra a Caty de que me conocéis,
aunque ella llegue a hablaros de mí.
***
El plan de
Ernesto empezaba por hacerse el encontradizo con Caty, ganarse su confianza y
ver por sí mismo cómo eran sus relaciones con Salvador, procurando que este no
se percatara en un principio de sus indagaciones. Lo primero no era difícil:
Bastaría con encontrarse con ella, como por casualidad, y refrescarle la
memoria de cuando iba por su casa de Zurbano antes de la guerra, a dar clase
con su padre. ¡Y qué mejor sitio para toparse con Caty Flores que en el Teatro
Martín, al acabar la función de la tarde, por si en la de noche la esperaba
el estraperlista Mendoza!
Era su primera vez
como espectador de una revista; de modo que no quiso pagar la novatada, ni
esperar meses para conseguir una entrada. Por un portero del teatro, se informó
de que el reventa mejor surtido paraba en un café de la calle de
Hortaleza y allá que fue a comprar una butaca al doble de su precio oficial, y
eso que era de la fila 12, pero…
-
…
No se inquiete joven, que se ven los muslos divinamente, y es casi de pasillo.
Ernesto se sonrió.
Si no por las piernas, podría identificar a Caty por la cara, si es que no
había cambiado mucho en aquellos diez años. Y, en efecto, así era. Entre el
paso del tiempo y el maquillaje, estuvo dudando toda la función, hasta que le
oyó decir el par de frases que, como criada, tenía que recitar casi al final de
la obra.
No siendo conocido
en el teatro, ni muy decidido, le costó bastante trabajo que un acomodador aceptara
pasar su tarjeta a la Señorita Caty Flores, aduciendo que era un amigo
suyo. Ya estaba dispuesto a plantarse en la puerta de artistas hasta que
saliera, cuando Caty apareció por el pasillo de los camerinos, ya vestida de
calle, con la susodicha tarjeta en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
-
¿Será
posible? ¡Nada menos que Ernesto Fraile! Veo por tu tarjeta que, por fin,
aprobaste la oposición. Pero, ¿cuánto hace de…? Sí, claro, no me lo digas:
desde el treinta y seis.
Se le echó a los
brazos y le plantó dos sonoros besos, como si de un íntimo amigo se tratara.
Ernesto se los devolvió, aunque con menor énfasis, y se dijo:
-
Empezamos
bien. Por la sorpresa que evidencia, no tiene ni idea de que he visitado a su
padre y ando rondando a su hermana.
Casi sin dejarle
hablar, Ernesto le soltó lo que ya llevaba preparado:
-
Comprendo
que no tendrás mucho tiempo hasta la función de noche. ¿Te parece que
merendemos por aquí cerca y así hablamos?
-
Perfecto,
asintió Caty. Vamos al Comercial[24].
En el camino, Caty
le hizo la pregunta que Ernesto esperaba -y temía-, para la que había ideado
una respuesta medianamente lógica:
-
¿Cómo
es que has dado conmigo, con lo grande que es Madrid?
-
La
verdad, Caty, es que te debía esta visita desde que estuviste en Castellar en
las ferias de septiembre pasado y te vi salir del Teatro Principal después de
una función.
-
¡Toma!,
y ¿por qué no te me acercaste entonces?
-
Porque
iba con unos amigos y no estaba seguro de que fueses tú. Fíjate qué chasco y
qué guasa, si llego a dar en público un patinazo, al abordar en la calle a una
espectacular vicetiple, sin conocerla.
Caty se echó a
reír, imaginando la escena. Luego, comentó:
-
Bueno,
pues ahora ya ves que soy la hija de Don Eusebio, en carne y hueso… ¿Y qué te
ha perecido la función?
Ernesto fue, por
una vez, totalmente sincero:
-
Divertidísima,
picante sin grosería y con algunos números preciosos. El que más me ha gustado,
Sueños de mujer[25].
-
Pues,
haciendo de psicóloga, diría que, con esa predilección, te me has confesado
como romántico y un poquitín feminista.
-
A
lo mejor es que me has leído las líneas de la mano[26].
-
En
cualquier caso, habrás visto que, después de varios años en el oficio, con
carrera de música y todo, no he pasado de cantar y bailar en el coro…
-
…
Y hacer el papelito de la criada.
-
Eso,
porque la titular se despidió y yo le echo mucha cara. En fin, la obra
es un exitazo, de modo que tengo el pan asegurado por una buena temporada.
Habían llegado al Comercial.
De milagro -y con propina- consiguieron una mesa y pidieron el consabido
chocolate con picatostes. Entonces le tocó a Ernesto contar algo de su vida,
que él centró en haber pasado la guerra sin disparar un tiro y trabajar a modo,
para conseguir colocarse.
-
¿Sigues
soltero? Me figuro que sí, viniendo a la revista y en horario de tarde, como
los estudiantes.
-
En
efecto, soltero estoy y, a falta de mamá o de mujer que cuide de mi moralidad, todavía
tengo que esconderme del Presidente de la Audiencia que, si supiera que ando
por Madrid sin su permiso, me tiraba de las orejas.
-
Puedes
decirle que has venido para hacer la censura de la obra[27],
sugirió Caty, con ironía. O, por mejor decir, de una de las chicas del
conjunto.
-
Te
aseguro que no es esa mi intención en absoluto -replicó muy serio Ernesto-.
Cada cual se gana la vida como las circunstancias lo permiten u obligan. Y, si
solo se hubiera tratado de ver tu palmito casi al natural, no te habría
abordado al final de la función.
-
Tienes
razón, concedió Caty. No me hagas caso. A lo mejor eres de los que no se pierde
un estreno en el Martín, el Eslava o La Latina.
-
Te
aseguro que no -dijo él, sonriendo-. Mi interés por la revista ha sido solo por
encontrar a una vieja amiga y charlar con ella un rato.
-
No
tan vieja, señor juez, que ando por los veintisiete.
-
¡Quién
los pillara! Yo ya no cumplo los treinta… Pero, bueno, ahora me toca a mí
preguntar, y puedes prepararte que, en esto, los jueces somos expertos, aunque
no apretemos tanto como los policías.
-
Puede
usted apretarme cuanto quiera, señoría. Estoy segura de que será con buen fin.
***
El interrogatorio
le habría dado a Ernesto la oportunidad de tirar del hilo, hasta sacar a
Salvador, pero temía que se rompiera el sedal, si no se andaba con tiento. En
consecuencia, se le ocurrió dar un tirón astuto, para ver cómo respondía
la moza:
-
No
sé si conoces que, hace unos meses, pasé un momento por tu casa para dar a tu
padre el pésame por la muerte de madre, de la que supe en la esquela del ABC.
Me dijeron que estabas de viaje.
Caty se ruborizó
levemente y contestó de modo ambiguo:
-
La
verdad es que viajamos bastante. ¿Y qué más te dijeron de mí?
-
Poca
cosa más. Solo fue un inciso en la conversación.
-
No
me extraña que papá no quisiera hablar mucho de mí. La verdad es que, desde que
trabajo en el teatro, estamos bastante distanciados, y bien que lo siento.
-
Don
Eusebio fue siempre muy estricto para ciertas cosas -reconoció Ernesto-. Lo da
la profesión, que nos amamantan con el Código Civil y nos destetan con moral
acrisolada y con aquello de la mujer del César[28].
-
Espero
que tú seas más moderno, aunque ya hayas cumplido los treinta.
-
Con
las amigas, desde luego. Pero no sé qué te respondería, si se tratara de la
mujer del Ernesto.
-
¡Solo
faltaría -exclamó Caty, con sorna- que una corista ligera de cascos pusiera sus
ojos en todo un juez! ¡No lo permita San Antonio!
Ernesto decidió
salir de aquel terreno resbaladizo y, de paso, aprovechar la ocasión:
-
¿Y
qué, Caty? ¿Quién, o quiénes, tienen puestos en ti los ojos? Supongo que
tendrás cola a la puerta del camerino.
-
¡Huy,
hijo, camerino! Eso es para las vedettes. Yo, vestuario colectivo
y gracias.
-
No
te escurras, Caty. ¿Qué hay de la cola?
La joven se puso
repentinamente seria y respondió en profundidad:
-
Resumiendo,
las veteranas de la revista somos de dos clases: las que andan espantando a los
moscones y las que se lían con un quídam, por interés o por soledad.
Ponme a mí en el grupo que quieras y acertarás al cincuenta por ciento.
Caty miró hacia el
gran reloj que, al fondo, marcaba aburrido la hora para aquel cativo mundo de pequeños
ocios y negocios. Se irguió:
-
¡Uf!,
hablando y hablando, se me ha hecho tardísimo. Y, a propósito de cincuenta por
ciento, aún me queda otra función, y la más comprometida, que el público de la
noche es más postinero y exigente.
Ernesto hizo una
seña a la camarera[29].
Y a Caty:
-
Te
acompaño, le dijo. Tengo tiempo para coger el tren.
-
Mejor
nos despedimos aquí. Volveré al teatro con un par de compañeras que están en
aquella mesa, sin quitarnos el ojo en toda la tarde.
-
Como
quieras -aceptó Ernesto-. Ya volveré otro día, si me lo permites.
-
¡Claro,
hombre! Ya sabes dónde encontrarme; pero, mejor, avísame antes. Toma nota del
número… Es el teléfono del Martín. Pregunta primero por Ezequías: Es mi hombre
de confianza en el teatro.
Mientras le
cobraban y devolvían la diferencia, la vio acercarse a sus compañeras y, luego,
marchar, ligera y pizpireta, con un ademán de adiós. Desde sus anhelos de
adulto tímido y respetuoso, se preguntó por qué no habría mozas tan atractivas
y desenvueltas fuera de ciertos ambientes. La verdad es que en su propio
caso tenía la respuesta: seguramente era cuestión de profesionalidad.
Programa de mano conmemorativo de las
1.000 representaciones de Cinco minutos nada menos (14-XII-1945)
4.
Empiezan las complicaciones
Ernesto empezaba a
ver las cosas un poco oscuras y resolvió hablar claro con Lina.
-
He
estado con Caty -le informó- y la he encontrado espontánea, alegre y divertida.
No deja de lamentar que su trabajo la aleje de vosotros, pero no parece
dispuesta a dejarlo, entre otras cosas, porque considera anticuado el concepto
que se tiene del mundo del espectáculo.
Lina torció el
gesto al sentirse aludida en lo de estar pasada de moda, pero se centró en lo
que más la inquietaba:
-
Bueno,
pero del estraperlista, ¿qué?
-
Hija,
no suelta prenda y me da miedo preguntárselo directamente, no sea que descubra
nuestro juego o me mande a paseo, por meterme en las honduras de su vida.
-
Pues
tendrás que arriesgarte a que se incomode. Si no, ¿para qué hemos iniciado este
plan? Yo creo que hay que seguir, aunque lleve tiempo. Merece la pena.
-
Está
bien -suspiró Ernesto-, pero no te parezca mal que, de continuar, tengamos que
vernos menos pues no puedo venir a Madrid tan de seguido y sin permiso.
-
¡Qué
le vamos a hacer! Habrá que sacrificarse. No sabes la esperanza que tiene mi
padre en que Caty pueda volver con nosotros.
Ernesto se
indignó:
-
¡No
me digas que le has ido a Don Eusebio con el cuento! ¿No habíamos quedado en
mantenerlo secreto?
-
Solo
para Caty. A papá le ha hecho mucho bien que se lo dijera. Necesitaba una
inyección de ánimo así…, y te está muy agradecido. Dice que, si vas a verlo, te
dará algunos consejos sobre cómo bajarle los humos a ese Salvador, mediante una
rigurosa aplicación de la Ley de Contrabando y Defraudación[30].
El juez se contuvo
a duras penas, pero estaba a punto de estallar:
-
O
me dejáis hacer las cosas a mi manera, o lo mando todo a la porra. Ya pasó la
época en que tu padre me daba instrucciones para completar los temas.
Lina templó
gaitas:
-
Anda,
Ernesto, no te pongas así. Verás cómo estas cosas nos acaban uniendo mucho más
que las diversiones.
O Lina era muy
cándida, o estaba obsesionada por rescatar a su hermana a cualquier
precio.
***
Así pues, con el
beneplácito de los Floranes, Ernesto volvió a la Flores, y no puede
decirse que a regañadientes. Cuando la telefoneó, Caty le tenía preparada una
sorpresa:
-
El
jueves que viene, libro en el teatro. ¿Qué te parecería que fuera a visitarte a
tus dominios? ¿Querrás creer que no he vuelto por Aranjuez desde que fui de
excursión con las monjas en tercero de bachiller?
Ernesto, aunque no
le gustó la idea, no se atrevió a desairarla:
-
Procuraré
aligerar el trabajo y terminar para la una, o así.
-
Estupendo.
No estoy acostumbrada a madrugar; así que cogeré un tren a mediodía y no tendré
que esperarte mucho. Te aguardaré en El rana verde, que es el único
sitio que me suena de Aranjuez[31].
-
De
acuerdo. Reservaré para comer allí y luego haremos turismo histórico, que es lo
que más se lleva en la localidad.
El señor juez no
las tenía todas consigo, pero Caty dio ejemplo de saber estar. Había reducido
mucho la capa de maquillaje y, en cambio, aumentado considerablemente la
longitud de la falda y la holgura del jersey, de tal modo que, con el chaquetón
puesto, podía pasar perfectamente por mi prima de Castellar, si Ernesto
hubiese querido presentarla de esa forma. Se lo agradeció de la mejor manera que
supo:
-
Te
noto cambiada, pero sigues estando estupenda.
-
Será
porque hoy puedo hacer vida de chica normal.
-
A
ver qué te parece el programa: Comemos aquí; luego, te llevo a casa, para tomar
café y que veas dónde vivo; y, finalmente, visita al Palacio y paseo por los
jardines.
Esta vez, fue Caty
quien pareció agradecer que Su Señoría no quisiera esconderla a la vista de los
aracentanos. Sonrió y dio su plena aprobación a las sugerencias:
-
Si
tienen de postre fresas con nata, será uno de los días más felices de mi vida.
Ignoro si habría
fresas fuera de temporada, pero la verdad es que Caty pasó un día feliz, y no
sería por vivir algo extraordinario sino, precisamente, por todo lo contrario.
Así lo pensaba, acunada por el traqueteo del vagón, camino de su costumbre. ¡Y
tan costumbre! Como que había tenido que espantar a Salvador hasta las diez de
la noche, para que le diese tiempo de regresar de Aranjuez y cambiarse y emperejilarse,
antes de salir a cenar con aquel amante rendido. Pero sus pensamientos de
ahora tenían poco que ver con el constructor de casas baratas, como no fuera
para establecer una antítesis con lo que sentía cuando estaba cerca de Ernesto.
Ella era entonces la adolescente que soñaba con La Scala[32];
la joven que se notaba respetada y querida; la mujer que podía imaginar con
fundamento un futuro familiar y tranquilo. Es verdad que el señor juez no era
nada del otro mundo, siendo su mayor atractivo para ella el de ser un hombre a
estrenar, una buena persona a quien entregar el atractivo y la experiencia
que ella había ido atesorando, a fuerza de reiteraciones y de batacazos. En
cambio, el otro, pasados los primeros momentos de deslumbramiento, se
había convertido en un inevitable opresor, que pretendía hacerse querer a base
de regalos, y permanecer, con chantajes y amenazas. ¡Cuántas veces se había
desvelado, tratando de descubrir la secreta razón por la que Salvador seguía
queriéndola a su modo, asediándola y tolerando mal que bien sus desdenes y
desplantes, siendo así que podía tener cuantas mujeres ambicionara! Sus amigas,
tan malhabladas ellas, lo daban el feo nombre de encoñamiento, pero Caty
sospechaba que había más profundos y reprobables motivos, de cuando ella cayó
por el Martín, como la mariposa en el nido de cucarachas[33];
una jovencita de cierta cultura, de buena familia, maltratada por los
vencedores de la guerra; una flor rara, un plato apetecido por aquel casado con
espolones, nuevo rico sin otra gramática que la parda, franquista de
conveniencia, deseoso de rebajar a quien iba a la cárcel, o al paredón, por sus
convicciones. Pero ¿qué quedaba ahora en ella de la chavalita de años atrás? ¿O
sí que resistía en su fondo algo claro y pulcro; algo que se ilusionaba
cuando alguien la trataba con respeto y la miraba limpiamente?
Le pareció que
había llegado volando a Atocha. Tomó un taxi hasta casa. Desde la calle vio luz
en el balcón de la sala. El estraperlista no había podido esperar hasta la hora
convenida. Ya en las escaleras se prometió que, si volvía a quedar con Ernesto,
averiguaría sin lugar a dudas lo que, en verdad, quería de ella.
***
No se hizo esperar
la petición de nueva cita. Caty demoró, no obstante, el encuentro, hasta el día
de Todos los Santos, en que cerraba el teatro por dos días y sabía que Salvador
iba todos los años a visitar a sus deudos al cementerio de Badajoz. Suponía
que Ernesto no tendría la misma costumbre, y acertó en ello.
Cansada de comer
fuera de casa, optó por invitarlo a probar las delicias de su cocina,
aún a riesgo de que lo viera entrar o salir el portero, de quien Caty
sospechaba con fundamento que era un correveidile de Salvador. Ernesto aceptó
de buen grado, con el interés adicional de conocer cómo era el piso que el
generoso mecenas había preparado para su amiga. Pudo comprobar, en
efecto, que no era grande: salón, dos dormitorios, cocina y cuarto de baño;
montado con ciertas pretensiones, aunque con el mobiliario mínimo. Lo mejor,
los balcones a la calle que, en la tercera planta, aseguraban buena luz, sin
pérdida de la intimidad. Vamos -como con descaro afirmó su inquilina actual-, un
picadero bastante potable.
Es posible que, al
decir eso, Caty hubiera tenido un desliz, dando por sentado que Ernesto estaba
al corriente de su vida sexual, pero más probable me parece que lo soltara, así
y de pronto, para captar su reacción y comprobar cómo encajaba la noticia en su
comportamiento futuro. Él, que ya había descontado aquella supuesta novedad,
aprovechó para cumplir la primera parte de su plan, es decir, comprobar hasta
qué punto aquella relación era libremente aceptada por la joven. Así pues,
decidió ir al grano:
-
Pues
ya veo que, quienquiera que sea, parece tratarte bastante bien. Lo malo es que,
según comenta la gente, todo lo que esos sujetos tienen de generosos, lo suelen
tener de dominantes y groseros.
Caty hizo un gesto
vago de conformidad, pero sin explicitud. Ernesto prosiguió:
-
¿Llevas
mucho con él?
-
Lo
bastante para estar un poco harta; vamos, un mucho.
-
No
me extraña, comentó él. No creo que tengas madera para aguantar una
relación de esa clase.
-
Según
tú, ¿de qué madera estoy hecha?
Ernesto fue
sucinto y analítico, como sabía cuando le parecía necesario:
-
Yo
te considero una mujer independiente, de excelentes cualidades y con buena
preparación para tu trabajo. No me parece que puedas necesitar de nadie que te proteja,
y más, a ese precio. Así que, pasados los primeros momentos que tuviste de
apuro, veo lógico que estés cansada de esta situación.
Caty parecía
satisfecha de la respuesta de Ernesto, pero dejó que fuese él quien continuara
hablando, lo que a él le pareció de perlas:
-
Claro
que, según tengo oído, esos tipos son a menudo demasiado insistentes y con
malas formas. ¿Crees que el tuyo aceptaría de buen grado que pusieras
fin a su, digamos, protección?
La joven se
encogió de hombros, no por ignorancia, sino porque quería saber antes qué
pretendía el juez. En consecuencia, este no tuvo más remedio que comprometerse:
-
Lo
digo porque, si se pone farruco el caballero, yo podría aconsejarte, o
ver de prestarte alguna ayuda. Llevo poco en la provincia, pero ya tengo
algunos conocidos que podrían echarte una mano, si se lo pido.
La corista, al
parecer, no quedó del todo satisfecha con la oferta, pues preguntó, con
aparente preocupación:
-
¿Para
qué vas a meterte en líos por mí? Lo mismo te perjudica en tu profesión.
Ernesto no tuvo
más remedio que dar un salto, de su plan, a lo que afectaba a sus sentimientos
personales. Como no tenía pensado nada al respecto, usó del subterfugio evasivo
de responder con otra pregunta:
-
¿Todavía
tengo que decirte por qué me interesan y afectan tus problemas?
Quizá fuera el
énfasis que Ernesto puso en su interrogante. Lo cierto es que Caty
no necesitó más para entender que lo que aquel deseaba de ella era ocupar, aunque
de muy otro modo, el lugar de Salvador. Eso infirió con pleno convencimiento, y
eso la llevó a actuar como lo haría poco después, cuando acabaron de comer.
Como una pareja
bien avenida, el ama de casa, con su delantal de flores, estuvo fregando el
servicio, mientras su invitado, sentado en la cocina, le daba palique hasta que
todo estuvo recogido. Seguidamente, Caty se desprendió del mandil y, fingiendo
un bostezo, preguntó:
-
¿No
estás cansado? La verdad, yo estoy rendida de tanto trabajar para ti. Voy a
echarme un rato la siesta. ¿Por qué no me acompañas?
¿Hará falta aclarar
que Ernesto aceptó encantado la tentadora invitación?
Casas de Caballeros y de Oficios
(Palacio Real de Aranjuez)
5.
Dos gallos frente a frente
Pudo ser por el
atractivo y el saber hacer de Caty, o por la novedad que supuso para
Ernesto, o por ambas cosas a la vez. El hecho fue que la chica vivió un tiempo
de felicidad, por precaria que fuese, que no había conocido antes, y su
compañero, aparte el despacho de los asuntos judiciales, no vivía más que para
encontrarse con Caty, o para recordar sus momentos juntos, cuando en efecto no
lo estaban. Claro es que ambos tenían un poderoso motivo para ser cautos, pues
el Salvador de la corista seguía siendo, o sintiéndose, su dueño y Caty
-por el bien de Ernesto, ante todo- no tenía más remedio que acoger a su
amante, a regañadientes y cada vez con más frecuentes disculpas. Las argucias
para verse a solas, sin tener que dar tres cuartos al pregonero -fuera este el
portero del inmueble, o los empleados del teatro- eran otra de las diversiones,
que hacían la felicidad de la pareja más apasionante, cuanto mayor era su
fragilidad.
Sin duda, Ernesto
no tardó en empezar a sufrir -no diré, a lamentar- su pasión física por Caty,
en la medida en que se suponía que continuaba simultáneamente su relación con
Lina. El valor que esta daba a que el plan siguiese adelante, así como
el supuesto trabajo agotador de Ernesto en Aranjuez, eran otras tantas razones
para que la benjamina de las Floranes no pusiera objeciones a la drástica
disminución de las citas con su alevín de novio. Ernesto, cuando se
veían, se inventaba los progresos morales que iba haciendo Caty, en
orden a liberarse de su esclavitud sexual pues -eso lo dejaba claro Ernesto, y
no era invención- estaba claro que el Señor Mendoza ya no era un capricho de su
amante, sino una penosa imposición.
De todas formas,
Ernesto seguía siendo una persona bastante racional y preocupada por su futuro
que, por muchos conceptos, no acababa de ver compartido con alguien del
historial y las costumbres de Caty. En el colmo de su perspicacia, dio en
pensar si no podría ser que en Lina durmiera una mujer volcánica, que solo
estuviera esperando la incitación de un hombre para entrar en erupción. Dicho
de otro modo, si no podría hallar en la pequeña la pasión de la mayor, pero con
perspectivas más halagüeñas para el porvenir. Dicho y hecho o, por mejor decir,
por intentar no se pierde nada. Tras mucho pedírselo, logró que fuera a
encontrarse con él en Aranjuez, pues-le dijo- era ilógico que no conociera,
ni su lugar de trabajo, ni su hogar. Una vez en este último, tras poner en
el gramófono un disco de boleros, empezaron a bailar muy juntitos y, cuando le
pareció que las cosas estaban a punto, sugirió a Lina que tuvieran relaciones,
acompañando las palabras de un vehemente inicio de despechugadura.
Aquello le costó
al Señor juez el estropear la tarde, así como un disgusto fenomenal con Lina,
que a duras penas logró paliar con toda clase de disculpas y muestras de cariño
platónico. Todo, dentro de lo previsible y aceptable. Lo que Ernesto no pudo
encajar, pese a la dulce promesa que encerraba, fue la frase de Lina, cuando ya
todo estaba calmado y la cita llegaba a su fin:
-
No
te digo definitivamente que no, pero tendremos que llegar más lejos en nuestra
relación y, sobre todo, haber solucionado lo de Caty.
Esa noche,
desvelado, el hombre tomaba la cosa por donde más quemaba -yo creo que de forma
exagerada e injusta-:
-
Pues
vaya con la niña. No es que yo no le guste, o que su moral vaya por
otros derroteros: Es que pretende chantajearme con el temita de su
hermana. ¡Ah, pues eso sí que no! Una vez metidos en harina, haré lo que pueda
por Caty, pero no estoy dispuesto a que Lina me dé achares porque no logre devolver
a su hermana al redil de los Floranes, con falda hasta media pierna y un misal
entre las manos.
***
La cosa, o el
plan, se iba alargando y maldito el interés que tenía ahora Ernesto en que
concluyese pronto. Total, de no estar dispuesto a proponer casorio a Caty, lo
mejor -o, por así decir, lo menos malo- era pasarlo bien con ella, al tiempo
que también la chica estaba ilusionada y era más feliz que nunca. Pero, como
antes escribí, aquella situación pecaba de fragilidad; y es que
resultaba muy difícil dar esquinazo a Salvador durante unos meses, contando
este con perspicacia y un servicio de espionaje a prueba de moscones,
como él llamaba a los pisaverdes que rondaban a Caty, ignorando que esta era terreno
acotado. En realidad, entre su sexto sentido y las reacciones de su amante,
el estraperlista conocía ya la existencia y dedicación de Ernesto, por lo
menos, desde que la pareja había tenido la ocurrencia de escaparse al Albéniz,
para ver entre bastidores una revista de gran éxito de la competencia, en la que actuaba una
primera vedette peruana desconocida hasta entonces en España[34].
Era esa una costumbre natural entre la gente de la farándula, para sacar modelo
y lección, luego aprovechable en su propio actuar diario. Lo que ya no era tan
corriente era llevar a la pareja tras el arlequín, para que también siguiese la
función desde ese lugar privilegiado. El caso es que por allí andaría algún
amigote del Señor Mendoza y le faltó tiempo para comentarlo con el constructor
de casas baratas -seguramente, con retranca-.
El problema para
Salvador surgió al enterarse de quién era Ernesto. Evidentemente, no se podía
ahuyentar a todo un juez a base de amenazas o de mojicones. Más fácil podría
resultar el intimidar a Caty -de lo que ya tenía harta experiencia- pero, de no
estar dispuesto a llevar el asunto muy en serio, solo iba a servir para
que la moza, terca como una mula, tomase aún más interés y afición por
el togado, y este por ella. De todos modos, el hijo de mi madre -decía
Salvador- no estaba dispuesto, ni a aflojar el nudo de Caty ni, menos aún, a pagarle
casa y otros gastos mientras la compartía con otro hombre; es decir, que le
estaban creciendo cuernos, aunque no estuviese casado con ella. Había, pues,
que hacer algo fuerte, por más que el tal Ernesto fuese una
autoridad. Torres más altas habían caído.
En esas estaba,
empezado ya 1946, cuando le vino Dios a ver, en forma de marido de una señora
de posibles, que le había encargado un chalecito por la zona de La Florida. La
mandante estaba casada con un magistrado de la Audiencia, que pronto reemplazó
a su esposa en la llevanza de las obras con Salvador, alcanzando este con tal
motivo una cierta confianza con el jurista, hasta el punto de tomarse la
familiaridad que se deduce de la siguiente conversación, transcrita casi al pie
de la letra:
-
Don
Francisco, es usted el segundo juez que conozco, y puedo decir que a Dios
gracias, pues el primero no me parece que sea un buen modelo para su profesión.
-
Pues
qué, Mendoza, ¿lo trató mal? ¡No me diga que lo metió en la cárcel!, agregó el
magistrado, echándose a reír.
-
Nunca
he dado lugar a ello -replicó el constructor, algo amostazado-. Mi conocimiento
de ese señor viene de un mundo que yo frecuento más de lo que debiera:
el de la revista.
-
¡Bueno!
Quien más, quien menos, cuantos hombres vivimos en Madrid hemos pasado por el
teatro… frívolo. Yo, sin ir más lejos, cuando se estrenó, fui a ver Las
leandras[35] y
todavía me acuerdo de lo bien que me lo pasé.
-
Nada
de malo hay en ello, admitió Mendoza-; pero ese señor del que le hablo, no solo
es un asiduo de los teatros, sino que ha intimado con una corista del Teatro
Martín, cuyo nombre celaré, para no ponerla en un brete.
-
Y
el nombre de mi presunto colega, ¿me lo puede dar usted?
-
Lo
llaman Don Ernesto y se dice que es juez de Aranjuez.
-
Vamos
-bromeó Don Francisco-, que es juez por partida doble.
Así quedó la
revelación pero, como era de esperar, el veterano magistrado no la dejó
guardada en su almario, sino que fue con el cuento al Presidente de la
Audiencia, al que le faltó tiempo para llamar al orden al desordenado:
-
¡Qué
escándalo, Señor Fraile! No solo incumple usted repetidamente el deber de no
ausentarse de su partido sin permiso, sino que se muestra en público con una
corista del Martín. Y no me lo niegue usted, que me ha llegado la
información por conducto de toda fiabilidad.
-
No
pensaba negarlo, Señor Presidente. En cuanto a mis escapadas, reconozco
la falta, aunque no están afectando para nada a mi trabajo en el juzgado, como
puede usted saber. Pero, en lo relativo a la señorita que trabaja en ese
teatro, quiero que sepa que no es ningún coqueteo, pues se trata de la hija de
un bueno y antiguo amigo mío, con la que mantengo una relación estable y
formal.
-
De
su ejercicio profesional no tengo queja, y eso me lleva a ser más tolerante con
sus infracciones del reglamento. Lo que no entiendo -y me gustaría que se
explicara mejor- es eso de una relación estable y formal. ¿Es que
piensan ustedes en casarse?
Ernesto había
caído en su propio cepo. Presentando su devaneo con Caty como algo sólido y con
futuro, se había colocado en una posición muy incómoda, que el Presidente había
atacado con la artillería gruesa del casorio. El juez aracentano salió como
buenamente pudo:
-
Todavía
no, Señor Presidente. Llevamos poco tiempo de relaciones y comprenderá que,
entre dos personas tan distintas, se impone un periodo amplio de conocimiento y
de noviazgo.
-
Amplio,
sí, pero poco llamativo, para no dar pábulo a habladurías que redunden en
desdoro de usted mismo y de la profesión que ejerce. Así que se acabaron las
venidas a Madrid sin mi permiso; o, mejor aún, se lo doy por adelantado y a
partir de ahora, para que venga a la capital solo una vez a la semana, siempre
que no ande mostrándose por los teatros de varietés. ¿Estamos?
-
Como
ordene el Señor Presidente.
- Pues, siendo así,
borrón y cuenta nueva: Olvidaré sus pasadas faltas y le ahorraré un incómodo expediente.
-
Muchas
gracias, Señor Presidente.
***
En reciprocidad a
la información transmitida, el Presidente comentó con su compañero, Don
Francisco, el resultado de la entrevista con Ernesto. A su vez, a aquel, cuando
vio a Salvador, le faltó tiempo para ponerle al corriente:
-
Me
ha hecho usted dar un patinazo. La relación de mi colega de Aranjuez con esa
corista es algo completamente correcto y moral.
Salvador quedó
estupefacto:
-
Pero
si han llegado a todo sin casarse…
-
No
creo que pueda estar usted tan al corriente en la materia pero, en cualquier
caso, el matrimonio parece que está al caer.
-
¿Usted
cree?
-
Así
se lo ha comunicado el novio al Presidente de la Audiencia.
El constructor, en
vista del dudoso éxito de sus maniobras, decidió que no había método
mejor que el de toda la vida y, sin más, empezó las pertinentes gestiones.
Entre tanto,
acuciado por su compromiso con el Presidente, que le impedía viajar a Madrid
con su frecuencia habitual, no tuvo más remedio que comentar a Caty lo hablado
y prometido a dicha Autoridad; claro que, en lo tocante al matrimonio, fue
mucho más oscuro que en la entrevista, pues no tenía nada claro que fuese una
buena solución a sus problemas. Caty estaba furiosa y encantada a la vez.
-
¡Qué
mundo este! -se lamentaba-. Puede que en Madrid seamos cientos las chicas que
trabajamos en el teatro, y en Barcelona, poco menos. El espectáculo está
debidamente censurado y autorizado, viniendo a vernos miles de personas todos
los días. ¡Ah!, pero si una de nosotras le hace tilín a un profesional
respetable, los guardianes de la moralidad se echan encima y pretenden
separarnos de él, como si estuviésemos apestadas.
Ernesto callaba,
con arreglo al conocido adagio de que, quien eso hace, otorga.
-
En
todo caso, Ernesto, aunque haya sido para salir del paso, no sabes cómo te
agradezco el haber aludido al matrimonio. Solo imaginarlo me hace sentir feliz,
una mujer distinta, capaz de salir de mi actual ambiente y de aspirar a una
vida respetable y normal.
Esta vez, Ernesto
callaba por no saber qué decir, temiendo complicar aún más la situación.
-
Bueno
-concluyó Caty-, no son cosas que tengamos que hablar o resolver de hoy para
mañana. Además, nos han puesto tan difícil vernos, que apenas vamos a poder
caer en la tentación -le guiñó el ojo-. Eso sí -afirmó, muy en sus puntos-,
creo que ha llegado el momento de mandar definitivamente a paseo a Don
Salvador, y que se vaya a salvar a otra pelandusca, como él dice cuando
se enfada. Mañana mismo hablaré con él y me mudaré a una pensión.
Aquella noche,
Ernesto no hacía más que dar vueltas en la cama. Sin llegar a ser uno de esos
moralistas que juzgan imposible la redención, era bastante menos optimista que
Caty en lo tocante a los cambios bruscos y totales, llamados por algunos, revoluciones
copernicanas. Caty, para bien y para mal, era como era y, aunque
dejase la revista y puliese sus modales y su apariencia, no creía él que
llegara a ser la esposa modosa y tranquila que congeniaba con su carácter, ni
el ama de casa y la matrona circunspecta, cual se esperaba de la mujer de quien
soñaba con alcanzar la presidencia de alguna Audiencia, o con sentarse en el
Tribunal Supremo. Vamos, todas las cualidades que, en cambio, adornaban a Lina,
aunque su cariño hacia ella estuviese en aquellos momentos en un nivel bastante
bajo. Por cierto, ¡menuda zapatiesta podía armarse, si ambas hermanas se
enteraban de su asunto con la otra! En ese momento, el pobre desvelado
dio un salto en el lecho: Había llegado a un extremo en que, escogiendo a
cualquiera de las Floranes, desairaría a la otra, hasta extremos de ruptura
familiar. ¿Qué pensaría de ello Don Eusebio? Ernesto acabó por levantarse y
preparar una infusión de tila. Mientras esperaba a que se enfriase, imaginó que
no estaba muy lejos de ser uno de esos personajes de vodevil que, tratando de
escapar de un trance comprometido, crean otro, aún más equívoco e inextricable.
***
Salvador puso en
marcha su método de toda la vida, cuando llegaba a un callejón sin
salida. Era el momento de ello, a juzgar por la tensa entrevista que acababa de
tener con Caty, en la que esta había roto para siempre con él. En verdad,
rupturas para siempre llevaban ya unas cuantas, que lo máximo que habían
durado eran quince días, pero en esta ocasión, había dos motivos que invitaban
a tomársela en serio: la devolución de las llaves del piso y la confesión de
que había un serio aspirante a la mano de la chica, al que esta veía con los
mejores ojos. Ni siquiera había logrado que retuviese las llaves un poco más:
-
Espera
a recoger todas tus cosas y a hacer la mudanza, dijo a Caty.
-
Ya
tengo hechas las maletas y, por supuesto, no quiero llevarme nada de lo tuyo.
-
¿A
dónde piensas ir? ¿A casa de tu padre?
-
O
a la de mi novio, si me apetece. ¿Es que vas a impedírmelo?
Si todavía guardaba
algún escrúpulo, aquella bofetada verbal, petulante y retadora, acabó por
desvanecerlo. Al día siguiente, telefoneó a Zabulón y le mandó pasarse por su
despacho, fuera de las horas de oficina, para hacerle un encargo.
No he encontrado a
ningún testigo acreditado que pudiera darme razón precisa de los términos en
que Salvador transmitió su voluntad a su esbirro de mayor confianza. Lo más
probable es que a Zabulón se le fuera la mano, a la hora de ejecutar lo
ordenado. La realidad es que, reflejando lo sucedido como suele hacerse en los
escritos forenses, puedo dar cuenta de lo siguiente:
Sobre las
veinte horas del viernes, 22 de marzo de 1946, cuando el juez de primera
instancia de Aranjuez (Madrid), Don Ernesto Fraile Revuelta, salía solo del
edificio judicial de dicha ciudad, sito en la Casa de Caballeros y Oficios del
Real Sitio, fue acometido por sorpresa por dos individuos, al parecer, varones
y jóvenes, en los soportales de la citada Casa, aprovechando que ya se había
hecho de noche, que el paraje estaba desierto y que la iluminación artificial
era escasa. Los agresores acometieron al juez a puñetazos, patadas y golpes con
algún palo o porra, pero, comoquiera que el Señor Fraile
se resistiera a ser golpeado impunemente y se defendiera de modo activo,
uno de sus atacantes sacó una navaja y le dio con ella dos puñaladas en la
región abdominal, a la altura del ombligo, huyendo seguidamente del lugar, de
modo que hasta ahora no han podido ser detenidos, ni siquiera identificados. El
herido logró llegar por su pie hasta una vivienda inmediata, donde fue atendido
y pidieron ayuda médica, en vista de la intensa hemorragia que padecía. Gracias
a dicha atención urgente, Don Ernesto Fraile no falleció, a pesar de que las
heridas eran potencialmente mortales, sino que curó a los cincuenta y siete
días de atención médica y quirúrgica (veintitrés de ellos, de hospitalización),
con otros setenta y dos de incapacidad para sus ocupaciones profesionales, con
secuela de dos cicatrices en región abdominal, por sutura quirúrgica, que
constituyen defecto estético no grave, ni especialmente visible.
A la vista de
cuanto antecede, podemos dar por buena la impresión de que Salvador no quería
otra cosa que dar a Ernesto un escarmiento, que lo apartase de su camino
amoroso. ¿Y por qué se propasó Zabulón? Yo encuentro el posible motivo en el
inciso precedente, que dice: comoquiera que el Señor Fraile se resistiera a
ser golpeado impunemente y se defendiera de modo activo… O sea, Ernesto
estuvo a la muerte por incurrir en una valentonada.
6.
Donde todo se aclara, o casi
Mientras el lecho
del dolor lo tuvo en el Hospital Clínico de San Carlos[36],
Ernesto lo pasó mal pero, por lo menos, gozó de paz. Aquellas enormes salas
colectivas, en que cada enfermo solo podía decir que eran suyas
una cama, una mesita y una silla, no se prestaban a visitas ni a confidencias.
Lo malo vino cuando, de consuno, la familia Floranes aceptó gozosa el alta
prematura del herido, con el benemérito propósito de cuidarlo en su casa de
Madrid, ya que no era aconsejable que Ernesto viajara hasta Castellar en un
renqueante tren de la época, máxime teniendo que pasar revisión con los
facultativos que lo habían operado. Una especie de ambulancia hizo su traslado
de puerta a puerta y pronto quedó instalado en el piso de la calle Tomás
Bretón, en la habitación que había sido de Caty. Omitiré la odisea que supuso
para Ernesto subir los cuatro pisos de escaleras, aunque fuese con la ayuda
voluntariosa de un enfermero y de las dos hermanas, hasta el punto de que,
dejándose caer en el asiento esquinero del descansillo entre el segundo piso y
el tercero, dijo suspirando:
-
Este
ascenso me es más trabajoso que el del Tribunal Supremo.
Pero las
dificultades no habían hecho sino comenzar. El paso siguiente fue cuando Caty
decidió que también ella se trasladaría a la casa, a fin de cuidar a Ernesto
como él se merecía. Lina, que ya sabemos no estaba al corriente de la íntima
relación de su hermana con el convaleciente, replicó, algo mosca:
-
No
te molestes, hermana: Ya me encargo yo. Además, ocupando Ernesto tu habitación,
¿en dónde ibas a dormir?
-
No
tengo problema, Lina. Pondremos un catre plegable en tu cuarto, o me arreglaré
con el sofá de la sala, si hago así menos extorsión.
-
¡Qué
cosas dices, Caty!, le reprochó Don Eusebio, encantado de recuperar a su
primogénita, aunque fuese de enfermera. Ya nos arreglaremos, que bien le vendrá
tu ayuda a Lina, pues solo conmigo tiene una buena carga.
-
Pero,
papá -insistió Lina en sus objeciones-, Caty tiene unos horarios muy distintos,
de acostarse a las tantas y dormir luego hasta las tres de la tarde. O no
dormirá ella, o los demás no podremos trabajar.
-
No
creo estar tan imposibilitado, como para precisar dos cuidadoras -terció
Ernesto, tratando de templar gaitas-. Lo mejor será, Caty, que sigas haciendo
tu vida, viniéndome a ver siempre que quieras, y que puedas.
-
Ya
veo que Lina y tú os preocupáis mucho por mí -dijo la corista, con evidente
retintín-. No veis más que dificultades, desde luego, por mi bien.
En fin, Ernesto y
Don Eusebio suavizaron las tensiones entre ambas hermanas. Caty no quiso
quedarse a comer y marchó rezongando. Al menos, quedó claro que seguiría
pernoctando en la pensión, sin que, por el momento, hubiese llegado la sangre
al río; pero Ernesto comprendía que esto sería mera cuestión de tiempo, de poco
tiempo.
***
La tormenta
estalló dos días después, en la cocina de Tomás Bretón. Las voces de ambas
hermanas fueron creciendo, hasta forzar a Ernesto a acudir al punto caliente.
En el pasillo se topó con Don Eusebio quien, en la silla de ruedas, llevaba el
mismo camino. El discípulo rogó al maestro:
-
Quédese
al margen, Don Eusebio. Yo me ocupo.
Lo dijo de modo
tan imperioso, que el padre hizo girar el vehículo y volvió al despacho, donde
tecleaba con la furia de los mecanógrafos aficionados.
La llegada del
juez, lejos de aminorar las andanadas, las orientó hacia él:
-
Ernesto
-reclamó Caty-, dile a esta boba que es cierto que somos novios y que hasta
hemos pensado en casarnos.
-
Ernesto
-suplicó Lina, casi a un tiempo-, dime que eso no puede ser verdad, puesto que
somos nosotros quienes estamos en relaciones.
-
¡Qué
más quisieras, mosquita muerta! Lo que pasa es que Ernesto tiene buen corazón y
habrás mal interpretado sus bondades.
-
¡Y
un cuerno! Si se tomó interés por ti fue a petición mía, para librarte del
sinvergüenza de tu amiguito.
Ernesto hizo uso
de una flema aprendida en los juicios conflictivos que, en ocasiones, le había
tocado dirigir:
-
Así
no podremos entendernos, dijo. Vamos para la sala.
Y, sin más
preámbulos, salió de la cocina y se dirigió a la pieza indicada.
Tomaron asiento
los tres, formando un triángulo con los vértices todo lo alejados que permitía
la habitación. Al menos -pensó el hombre- no llegarán fácilmente a
las manos.
Como buenamente supo, Ernesto resumió
el embrollo, procurando quedar en el mejor lugar posible. Allí fueron saliendo
la buena intención de Lina, en pro de la libertad de Caty y de los deseos de
Don Eusebio; la decisión conjunta de Lina y Ernesto de mantener en secreto su
plan, a fin de que Caty no rechazase la ayuda del juez; el éxito habido en lo
fundamental, liberando a la joven de los agobios y amenazas de Salvador…
Ernesto concluyó,
de forma pretendidamente emotiva:
-
Es
verdad que, en la ejecución de nuestro bien intencionado propósito, las cosas
acabaron por írseme de las manos, lo que nadie lamenta más que yo. De todos
modos, creo que ya he pagado con creces mi culpa pues nadie puede dudar de que
las cuchilladas que me tuvieron a la muerte fueron ordenadas por ese canalla
sin escrúpulos.
Caty fue la
primera en reaccionar y lo hizo con incisiva ironía:
-
Este
Ernesto tiene una forma muy fina de hablar. ¿Sabes, Lina? Llama írsele las
cosas de las manos a hacerme el amor un montón de veces y a prometer al
Presidente de la Audiencia que se casaría conmigo para lavar su imagen
de juez.
Lina, aunque
abatida por las palabras de su hermana, salió en defensa de Ernesto o, por
mejor decir, en contra de su hermana:
-
Me
consta que él fue a ti con la mejor voluntad pero, claro, tú, acostumbrada a
otra clase de hombres y con todos los ardides y triquiñuelas que conoces, le
hiciste caer, dándole lo que yo le negaba, a no ser pasando antes por la
vicaría.
La reacción no se
hizo esperar:
-
¡Allá
tú con tus remilgos y ñoñerías! Ni yo sabía que erais novios, ni tú puedes
pretender que las demás respeten lo que tú no sabes proteger ni conservar.
Iba a intervenir nuevamente
Ernesto para apaciguar los ánimos, cuando apareció a la puerta Don Eusebio, con
cara de preocupación:
-
Pero
¿qué pasa, niñas? ¿Qué son esas discusiones a voces?, preguntó.
Ernesto se
levantó, tomó las manijas de la silla y la condujo hasta el despacho, mientras
rogaba:
-
Por
favor, Don Eusebio, deme unos minutos para concluir el asunto y luego le
pondré al corriente de todo. Palabra de honor.
De regreso a la
sala, el joven ya tenía tomada la única resolución que se le ocurría para poner
fin a situación tan desagradable:
-
No
creo que, por ahora, haya más que decir. Tan pronto hable con vuestro padre,
haré el equipaje y me marcharé a mi casa de Aranjuez. Mi consejo, Caty, es que
tú también vuelvas a la pensión y a tus ocupaciones. Y tú, Lina, tranquiliza a
tu padre: va a necesitarlo después de que yo le informe de todo lo que ha
pasado.
Las dos chicas
parecieron iniciar una réplica. Ernesto se puso serio:
-
Ya
pasó el momento de discutir y lanzarnos pullas y exabruptos. Ahora, a
reflexionar y tomar las decisiones pertinentes… O me hacéis caso, o no
volveréis a verme más.
Caty musitó
despectivamente, con voz apenas audible:
-
Anda
y que te ondulen[37]…
***
Después del
sofocón con las hijas, Ernesto lo tuvo aparentemente fácil con el padre. Don
Eusebio escuchó todo el relato del fiasco sin un comentario ni una
interrupción. Solo su cabeza gacha y algún suspiro evidenciaban que el anciano
se daba perfecta cuenta de que aquella familia -o lo poco que quedaba de ella-
se desmoronaba definitivamente, sin que él pudiera hacer nada por impedirlo;
más aún, había tenido parte en aquel maldito plan, con el que se había
pretendido que él recobrara a la hija pródiga, para consuelo y esperanza
de su vejez. No obstante, en aquel ambiente que convocaba a desesperarse, halló
la recóndita salida, que tantos años de experiencia le habían acostumbrado a
intentar.
-
Bueno,
y después de todo esto, ¿qué piensas hacer?, preguntó a Ernesto.
-
No
creo que quepa hacer nada, fuera de dejar que el tiempo vaya haciéndonos
olvidar este cúmulo de errores, nacidos de la mejor intención.
-
No
lo veo yo así, replicó el profesor. A fin de cuentas, tenemos un ménage à
trois[38]. Y, como
no somos musulmanes, ni mormones, se trata de que elijas entre una u otra de
mis hijas. Ya ves que las dos están enamoradas de ti y poco te costará que te
perdonen y olviden lo sucedido. Claro, la rechazada no lo va a pasar nada bien,
pero mejor será que sufra una, que no las dos.
-
No
estoy yo tan seguro como usted de que cualquier de ellas me acepte, objetó
Ernesto, excusando decir que tampoco lo estaba él de aceptar el matrimonio con
ninguna, caso de que cupiera tal posibilidad.
-
Hazme
caso que, como padre, las conozco bien. Caty es muy apasionada y está harta de
trabajar en el teatro: Te bastará con unos cuantos arrumacos y un anillo de
compromiso. Y, en lo tocante a Lina, yo sé cuánto te quiere y estoy dispuesto a
ejercer todo el gran ascendiente que tengo sobre ella, para que deje de
disimular y te entregue todo el amor del que es capaz.
Ernesto veía que
Don Eusebio iba demasiado aprisa para su gusto.
-
Dejemos
pasar un poco de tiempo, para tranquilizarnos y madurar la decisión. No será
fácil, llegado el caso, el escoger entre las dos.
Don Eusebio
parecía tener claro ese extremo, bien por egoísmo, bien por favorecer a la hija
en mayor peligro:
-
Es
muy difícil para un padre pronunciarse en una materia como esta, pero, si de mí
dependiera la elección, me inclinaría por Caty. Ella es la que más te necesita.
Ya casi habías conseguido sacarla de la mala vida. Acaba el trabajo, por
así decir, y disfruta de aquella de mis hijas que ha sabido hacerte más
dichoso.
***
El teniente de la
Guardia Civil lo esperaba como agua de mayo, pero quiso respetar su periodo de
curación; mas, tan pronto llegó Ernesto a Aranjuez, el oficial fue a visitarlo,
con el pretexto de saber de su estado de salud. El juez temía el encuentro pues
podía estar en juego su carrera, si el Presidente de la Audiencia se enteraba
de que la agresión, que había llegado a ocupar la tercera página de los diarios
madrileños, tenía su origen en una disputa de amantes por el favor de una
corista.
El teniente
Mendívil estaba, por supuesto, al cabo de la calle de los entresijos del caso
y, como Ernesto, sabía que una indiscreción podía dar al traste con el futuro
profesional del juez Fraile. La verdad es que el guardia civil le tenía afecto,
pero fue otra la razón por la que acabó haciendo la vista gorda y dando
carpetazo al caso: Su ascenso a capitán acababa de ser firmado por el Ministro y sabe
Dios adónde lo llevaría el Boletín Oficial; desde luego, muy lejos de Aranjuez
y -afortunadamente- sin posibilidades ya de que el no resolver el caso de las
puñaladas afectase a su ascenso. De modo que, cuando Ernesto le pidió que no
removiera más el asunto, Mendívil gruñó, pero bajito:
-
Así
que no me va a dar ninguna pista sobre el agresor…
-
Por
supuesto, teniente. No lo conocía y estaba tan oscuro…
-
Claro.
Y tampoco tendrá idea de quién le tenía ganas a usted y estaba tan hecho de
hiel, que le mandó un sicario para apartarlo de su amiguita.
-
Por
supuesto que no. Yo tengo una vida muy tranquila y no me relaciono con gente de
mal vivir. ¡Vaya usted a saber si no sería algún justiciable, perjudicado por
alguna de mis resoluciones!
-
Sí,
también es posible… ¿Y no tiene miedo de que, tratando con tanta suavidad a esos
pájaros, se animen a volver a hacer de las suyas?
-
Por
ese lado, puede estar tranquilo, Mendívil. Después de todo lo sucedido y de la
visita que el Presidente de la Audiencia me hizo en el hospital, mi futuro
inmediato está muy lejos de Madrid y su provincia.
El teniente
pareció aliviado y sonrió ampliamente:
-
¡Me
parece de perlas! Si me permite el atrevimiento, ¿se marcha usted solo o acompañado?
-
Todavía
tengo que decidirlo. Por de pronto, en estando aquí unos días, iré a casa de
mis padres hasta que cumpla la licencia por enfermedad y me reincorpore al
juzgado.
-
Entonces,
señor juez, mejor que nos despidamos ahora pues asciendo a capitán y me queda
muy poco tiempo de estar en Aranjuez.
-
¡Caramba,
teniente, que sea enhorabuena! Anda que, si nos destinan a la misma ciudad…
-
Habría
cosas peores, Señoría, replicó Mendívil, echándose a reír.
***
Arranca el tren y,
con la lentitud de antaño, va ganando velocidad, entre humo y resoplidos.
Ernesto, aún en el pasillo, sube la ventanilla para no ahogarse, pero decide no
entrar aún en el departamento: Tiene cuatrocientos cincuenta kilómetros para
hacer amistad con los pasajeros que con él comparten viaje y, quizá, destino.
Una cancioncilla dulzona y pegadiza le viene a los labios y no se resiste a musitarla:
Sueños de mujer
Que me hablarán de bellas ilusiones…
Vuela el corazón
Que siempre va tras locas ambiciones[39]
[1] Utilizaré como gentilicios de Aranjuez los
dos más certeros, etimológicamente hablando: aracentano y arajovense. A todo lo
largo de la década de 1940-1950, la población del municipio fue de unos 21.000
habitantes.
[2] O juez de inferior categoría al de Primera
Instancia e Instrucción, que era el cargo de Ernesto Fraile.
[3]
Supongo, a juzgar por las carteleras españolas, que se trata de La sombra de
una duda, estrenada en España el 29 de enero de 1945.
[4] Diario
de Madrid, fundado en 1903 y que actualmente (2021) sigue apareciendo.
[5] Por
ferrocarril, exactamente, 43 quilómetros.
[6]
Francisco Beceña González (1889-1936), catedrático de Derecho Procesal,
ejerciente en Madrid entre 1930 y 1936. Fue asesinado por motivos políticos en
agosto de 1936, en la carretera entre Cangas de Onís y Sama de Langreo
(Asturias), por secuaces del bando republicano.
[7] A partir de este momento, Don Emilio, roto el
hielo, apea a Ernesto el tratamiento de usted y se dirige a él de manera
informal, como si no hubiese pasado el tiempo en que eran profesor y alumno.
[8]
Felipe Sánchez-Román y Gallifa (1893-1956), ilustre catedrático de Derecho
Civil, expulsado de su cargo en febrero de 1939, marchando seguidamente al
exilio de por vida en Méjico.
[9] En aquella época, el deber de residencia se
completaba con el de obtener el permiso del Presidente de la Audiencia para
salir del partido judicial en que se ejercía como juez.
[10] Comparación utilizada por Jesucristo contra
los fariseos: Mateo, capít. 23, vers. 24.
[11] Nombre de la calle en cuyo número 9 radicaba
la vivienda de Don Emilio Floranes.
[12] Famosísima marca de máquinas de escribir
norteamericanas, que inició su producción a finales del siglo XIX y la
concluyó hacia 1980, absorbida por la multinacional italiana
Olivetti.
[13] Estoy por apostar que se trataba de El
bazar de las sorpresas (1940), estrenada tardíamente en España, en la
Nochebuena de 1944.
[14] Café sito en Gran Vía, nº 44, donde
permaneció abierto entre 1931 y 1995. Interesantes detalles sobre el mismo en antiguoscafesdemadrid.blogspot.com,
entrada Cuatro cafés de la Gran Vía: Fuyma, Iruña, Manila y Fuentesila,
26 de febrero de 2013.
[15] El bachillerato de entonces constaba de un
examen de ingreso, siete cursos y una reválida final, llamada Examen de Estado.
[16] Ley de Educación Primaria de 17 de julio de
1945. Véase, Rosa Rodríguez Izquierdo, Formación de las maestras desde 1940
a 1970, Escuela Abierta, 1988, pp. 63-82.
[17] Seguramente, se trataría de Casa Mingo, fundada
en 1888 y felizmente activa al presente.
[18] Ernesto Pérez Rosillo (1893-1968), ilustre y
prolífico autor de comedias y revistas musicales.
[19] Dos de
los más afamados teatros madrileños, por el estreno y representación de
revistas musicales.
[20]
Florida Parque, sala de fiestas en el Parque del Retiro de Madrid. Chicote,
famosísimo bar, coctelería y restaurante de la Gran Vía madrileña.
[21]
José Francisco Muñoz Martín (1903-1968), famoso libretista y empresario de
revistas musicales. Compartía las labores empresariales en el Teatro Martín con
su hermano, Valero.
[22] Maruja Tomás
(1912-1977), actriz y vedette, protagonista de Cinco minutos nada menos -véase
nota 23-. Sobre ella puede consultarse, Juan Javier Gisbert y Carlos Figuerola,
Maruja Tomás, la estrella olvidada, en www.tipografialamoderna.com, 30 de enero de 1914. En realidad, Maruja
Tomás no tenía compañía propia al actuar en Cinco minutos nada menos:
Parece que fue el éxito alcanzado con esta revista lo que la animó a montar su
propia compañía.
[23]
Opereta -más bien, revista- de Francisco Guerrero (música) y José F. Muñoz
Román (libreto), estrenada en el Teatro Martín de Madrid el 21 de enero de
1944, que se mantuvo ininterrumpidamente en cartel hasta el mes de marzo de
1948, con un total de 1.856 representaciones, que se calcula fueron vistas por
un millón de espectadores -solo en Madrid-.
[24] Histórico café de Madrid, en la Glorieta de
Bilbao, esquina a Fuencarral, fundado en 1887 y reabierto no hace mucho (2017),
tras una completa y respetuosa reforma, al tratarse de un espacio protegido.
[25] Sobre esta revista musical y el número
aludido, véase Juan José Montijano Ruiz, Historia del teatro olvidado: la
revista (1864-2009), Tesis doctoral de la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Granada, leída en el año 2009, pp. 504-513, en especial, p.
506. Puede consultarse libremente en Internet. Posteriormente, ha sido
publicada una versión reducida de la citada tesis por Editorial Fundamentos
(Madrid, 2010), con el título de Historia del teatro frívolo español
(1864-2010). Pueden consultarse también por Internet, a nivel mucho más
básico, dos artículos/ensayos de la “Fundación Juan March, Ensayos de teatro
musical español”: Eduardo Huertas, El teatro frívolo: las variedades y la
revista; José Cruz, La comedia musical entre 1939 y 1975.
[26] Alusión al argumento de Cinco minutos nada
menos.
[27] Un par de breves artículos al respecto,
accesibles por Internet: Gemma Pérez Zalduondo, Música, censura y Falange:
el control de la actividad musical desde la Vicesecretaría de Educación Popular
(1941-1945), Arbor, vol. 187, sept.-oct. 2011, pp. 875-886; Emeterio Díez, La
censura teatral bajo el franquismo. La Vicesecretaría de Educación Popular
(1941-1945), “Teatro. Revista de Estudios Culturales”, vol. 22, diciembre
de 2008, pp. 267-276.
[28]
Conocidísima referencia a una frase de Julio César -recogida por Plutarco, en
sus Vidas paralelas-, según la cual la no bastaba con que la mujer de César fuera honesta, sino que también tenía que parecerlo.
[29]
Verdad o mentira, se dice que, El Comercial fue pionero en Madrid, entre
otras cosas, del servicio a cargo de mujeres y de los platos combinados.
[30]
Era el Real Decreto-Ley de 14 de enero de 1929, que regía a la sazón. Véase,
por extenso, Eugenio Alcalá del Olmo, Contrabando y Defraudación (Ley Penal
y Procesal de 14 de enero de 1929). Comentada, concordada y adicionada con las
disposiciones legales que la complementan o modifican, etc.,
Gráficas Uguina, Madrid, s.f. (c. 1942).
[31]
Histórico restaurante arajovense, a orillas del Tajo, fundado en 1903 y
actualmente (2021) en servicio. El género masculino responde a que su primer
dueño, un varón, era conocido por El Rana.
[32] Alusión
al celebérrimo teatro de ópera de Milán.
[33]
Alusión al drama de Federico García Lorca, El maleficio de la mariposa,
estrenado en 1920 en el Teatro Eslava de Madrid. Lorca, por eufemismo,
escribe curianitas, en vez de cucarachas.
[34]
Por los datos, se trataba de la revista, Tres días para quererte
(libreto de Francisco Lozano y música de Francisco Alonso), estrenada con gran
éxito en el Teatro Albéniz de Madrid, el 28 de noviembre de 1945. La
vedette peruana era Carmen Olmedo, limeña. Véase, Juan
José Montijano, Historia del teatro frívolo, citado en la nota 25, pp.
513-518.
[35]
Es quizá la revista musical más famosa de la Historia. Con libreto de Emilio
González del Castillo y Juan Muñoz Román, y música de Francisco Alonso, se
estrenó en el Teatro Pavón de Madrid, el 12 de noviembre de 1931,
representándose de forma continuada unas 1.800 veces, siendo la primera vedette
Celia Gámez. Véase Juan José Montijano, Historia del teatro frívolo,
citado en la nota 25, pp. 414-421.
[36] A la sazón, dicho hospital seguía estando en
su ubicación histórica de la madrileña calle de Atocha, de donde pasó
íntegramente a la de Moncloa en 1965, convirtiéndose en Universitario hacia
1968.
[37]
Palabras iniciales del estribillo del chotis Pichi, de la revista
musical Las leandras. Véase nota 35.
[38]
Conocida locución francesa para referirse a la relación amorosa de un hombre
con dos mujeres, a la vez.
[39]
De la revista Cinco minutos nada menos (número musical titulado Sueños
de mujer). Véase nota 25.
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