El desertor
Por Federico Bello Landrove
Un militar alemán,
harto de los nazis y de la guerra, decide desertar en la primavera de 1944,
aprovechando un permiso en la patria. Su plan tiene éxito, pero en el camino ha
olvidado valores esenciales, que lo convierten en alguien no muy distinto de
los individuos y políticos a los que desprecia. El desenlace del relato tiene
algo del sabor de las moralejas de los cuentos morales.
Río Wutach
1.
La preparación
-
¿Y
cómo es, teniente, que no va a disfrutar de su permiso en Stuttgart, como la
última vez?
-
Verá,
mayor, los recientes bombardeos han destruido la casa familiar y mis padres han
tenido que refugiarse entre amigos o familiares. En estas circunstancias, una
hermana de mi madre está dispuesta a albergarme en su domicilio, que está
intacto, gracias a radicar en una pequeña localidad de montaña.
-
Sí,
en Blumberg, por lo que leo en su petición. Pero ¿dónde demonios queda eso?
-
Cerca
de Donaueschingen. Ahí tendré que ir a presentarme cuando llegue, que no me va
a llevar pocos días.
-
Está
bien, aprobado. Que disfrute de la licencia y no se retrase al regreso... Puede
retirarse.
Gustav recogió el
documento, ya firmado y sellado, saludó y salió del despacho, aliviado. Lo que
más temía no había sido mencionado: O no desconfiaban de él, o el mayor y su
oficina no estaban muy impuestos en geografía. Blumberg quedaba a cinco
quilómetros de la frontera suiza que, en aquellos parajes, marcaba el curso del
río Wutach. Lo conocía bien, de cuando había pasado de niño algunos veranos en
casa de su tía Beate. No era un riachuelo, pero tampoco ofrecía mucha
dificultad para cruzarlo a nado o, incluso, vadearlo. Lo malo era la época del
año: El permiso era para mayo, cuando todavía vendría crecido por el deshielo y
las lluvias de la primavera temprana. Pero él era joven y buen nadador, pese a
los dolores y el leve agarrotamiento que padecía en la pierna izquierda, a raíz
de la herida de metralla que había sufrido el año anterior. En fin, la licencia
ya estaba en su bolsillo y los demás preparativos, en su mochila o en su
cerebro. Ahora se trataba de no cometer errores ni dejarse llevar por los
buenos sentimientos. Vamos, como decía su capitán, al iniciar una tarea, pensar,
corregir y no cagarla.
***
Es probable que,
si lo hubiesen destinado a Infantería, como soldado raso, Gustav Häusler no
habría resistido psicológicamente tres años de lucha en el frente oriental o,
lisa y llanamente, no habría vivido para contarlo. Mas, gracias a sus estudios
de ingeniería -aunque no concluidos, por culpa de la guerra-, logró su
asignación a un batallón de Ingenieros, con la graduación inicial de sargento.
Lo destinaron a una división del 18º Ejército, perteneciente al Grupo de
Ejércitos Norte, ahora, de Curlandia. Quiere decirse que avanzaron
gloriosamente, hasta tropezar con la desesperada resistencia rusa en
Leningrado, y ahí acabaron los éxitos, al menos, para su Ejército. Él, gracias
al paso del tiempo y a desempeñarse acertadamente en su cometido, ascendió a
teniente. En la primavera de 1943, había sido herido en la rodilla izquierda por
un proyectil de artillería en las inmediaciones de Tosno, recuperándose casi
totalmente tras dos meses en el hospital. Pasó tribunal médico pero, ni lo
licenciaron, ni -conforme a su petición- lo destinaron a servicios auxiliares,
o al frente occidental en Italia. El informe denegó la solicitud con las
disculpas de ser su preparación para el cargo muy poco frecuente y no precisar
de largos desplazamientos a pie, dada el Arma en la que combatía. Ni siquiera
habían tenido la consideración de concederle un largo permiso para convalecer
en su casa. Claro que lo hacían con su cuenta y razón: Los permisos estaban
empezando a resultar negativos, a juzgar por las caras que traían los
compañeros que regresaban de Alemania y de las confesiones que, en voz muy
baja, se hacían unos a otros, a riesgo de ser acusados de derrotismo:
-
Los
bombardeos son cada vez más frecuentes e intensos -afirmaban-, y no afectan
solo a fábricas o comunicaciones: las ciudades están sembradas de ruinas y hay
cientos de muertos civiles casi todos los días.
-
¿Qué
sabéis de Stuttgart?, preguntaba Gustav, desconfiando de que sus padres
pudieran o quisieran decirle la verdad.
-
Estamos
teniendo suerte, relativamente -le precisó, al fin, un paisano que volvía de
permiso allí-, pero las visitas son constantes y, más tarde o más
temprano, acabarán por destruir la ciudad[1].
Las horas en el
frente se hacen a veces interminables y, como los presos sueñan con su fuga, así
los soldados imaginan huir de la guerra por algún medio, incluso, la deserción.
El problema no es, solo, el del fracaso y el fusilamiento[2],
sino el de a dónde escapar. El teniente Häusler no había perdido mucho tiempo
en semejantes imaginaciones, hasta que se conjugaron los hechos de sufrir su
primera herida de guerra grave y el de convencerse de que aquella interminable
contienda estaba llamada a acabar con la ruina del mundo personal que había
conocido hasta entonces. Podía tener sentido luchar por la victoria o, cuando
menos, por alejar de la patria y la familia el fantasma de la inseguridad y la
invasión. Pero ¿qué sentido tenía implicarse peligrosamente en la continuación
de los combates, mientras Alemania, su ciudad y su familia sufrían la
destrucción y el terror, tanto o más que él mismo? Por una razón de sentido
común, de defensa propia, que no de cobardía, Gustav llegó a la conclusión de
que nada lo vinculaba moralmente a aquella guerra que, por otro lado, nunca
había gozado en su conciencia de la consideración de justa, ni siquiera de
razonable.
Todo ello era
preferible olvidarlo, en la medida en que la evasión resultaba imposible por el
momento, dado que pasarse al enemigo soviético era tan peligroso como seguir
combatiendo, y, desde luego, le repugnaba mucho más que seguir bajo la bandera
nazi, que no dejaba de ser la de su patria. Un permiso en Alemania podía dar la
oportunidad de esconderse hasta el final de la guerra, pero él no imaginaba
quién podría facilitarle un escondite adecuado, ni las probabilidades de salir
con bien del empeño eran lo suficientemente grandes como para intentarlo, bajo
la pena de muerte que, como oficial, sin duda le aplicarían.
Las noticias de
bombardeos aéreos, aunque imprecisas, iluminaron la mente de Gustav, para urdir
un plan preparatorio de deserción, consistente en aprovechar la oportunidad de
acercarse, sin peligro ni suspicacias, hasta la frontera suiza, gracias a la
tía Beate, como hemos visto. La idea era prometedora pues en aquella zona, que
él conocía bien de años atrás, la frontera carecía de infraestructuras ni
vigilancia seria. Lógico era que la situación hubiese cambiado con la guerra,
pero bien merecía la pena comprobarlo. Así pues, tan pronto le concedieron un
amplio permiso, al estabilizarse el frente tras los vigorosos ataques rusos de
aquel invierno, Gustav decidió intentar que le autorizasen a pasarlo en
Blumberg, en vez de en Stuttgart, alegando la presunta afectación de la
vivienda familiar en los bombardeos del pasado mes de febrero. Como hemos
visto, la petición coló, quizá en consideración a tratarse de un buen
oficial, y así tuvo la posibilidad de intentar la fuga a Suiza.
Desde la línea de
fuego, pocas cosas podía preparar Gustav para aumentar sus posibilidades de
éxito, sobre todo, si no quería delatarse. Nada de manifestar sus propósitos en
las cartas a casa, ni de pretender hacerse con mapas de Suiza, ni con dinero de
este país, para el caso de haber sido posible. Pero sí ahorró cuanto pudo en su
soldada en marcos, para así tener dinero para comprar en Alemania cuanto le
fuera imprescindible para su empeño, o para sobornar, en último extremo, a
posibles guías o gendarmes. También cargó el petate cuanto pudo con víveres que
canjear o de los que alimentarse, con el pretexto de dar una alegría a
su familia, dado que los economatos de la Wehrmacht en Pskov o en Ostrov
estaban más surtidos que muchas tiendas alemanas, y a bastante mejor precio.
Finalmente, antes
de volver a su unidad, una vez obtenido el permiso, visitó al capitán médico
que le había operado la pierna meses atrás y, exagerando las secuelas, le rogó:
-
Tenga
la bondad de extenderme un certificado de mi historial, para presentarlo a mi
médico en Alemania, aprovechando el permiso.
-
¿Te
encuentras peor? ¿Quieres que te recete algún calmante?, preguntó el médico
militar.
-
No,
déjelo. Quedándome tan pocos días de estar aquí, prefiero esperar.
Faltaba un último
detalle, y no menor. En la convicción de que no le dejarían llevar la pistola
reglamentaria, estando de permiso en la retaguardia, pero que tampoco
comprobarían que la dejaba en la taquilla de su Unidad, se arriesgó a esconder
su Walther[3]
en un bolso interior de la mochila. A fin de cuentas -pensó-, siempre podría
alegar que lo había hecho para su seguridad personal. En cualquier caso, como
esperaba, nadie se propasó a registrar las pertenencias de un oficial fuera de
toda sospecha.
2.
Viaje y retorno al pasado
El teniente
Häusler tuvo la suerte de coger un sitio libre en el avión militar de pasajeros
que hacía dos veces por semana el trayecto Pskov-Berlín, con escala en un
aeródromo de los alrededores de Varsovia. Ello le permitió tomar, en el segundo
día de su permiso, un tren con destino a Munich y, de aquí, realizar trasbordo
hasta llegar a Ulm. Desde esta ciudad, todavía no muy afectada por los
bombardeos aliados[4], cabía
la posibilidad de seguir por vía férrea hasta Stuttgart, pero Gustav tenía
claro que no debía perder tiempo ni arriesgar sus planes, yendo a ver a sus
padres y hermana soltera, ni siquiera informándolos de su inmediata presencia
en Blumberg. Mientras se encaminaba en taxi hasta la terminal de los autobuses
para Donaueschingen, no tenía otro pensamiento que el de llegar pronto a esta
ciudad, última parada en su viaje a Blumberg. Consiguió billete, gracias a su
uniforme y a la propina que bajo mano dio a la taquillera. Tras casi
tres horas de viaje, llegó a su destino. Buscó un hotel y, desde allí, llamó
por teléfono a su tía, usando del mismo método que él conocía por su familia: a
través de una tienda vecina. Dejó el recado y, apenas un cuarto de hora más
tarde, recibió la llamada de Beate, sorprendida y muy contenta.
-
¡Qué
alegría me das, máxime sabiendo que te has acordado de mí para estar más
tranquilo, no porque a tus padres les suceda nada malo! Ven para acá lo antes
que puedas. Tienes a tu disposición la habitación que ocupabas cuando niño.
Claro que, si te cuesta trabajo subir las escaleras, podemos poner un catre en
la sala…
-
Ni
se te ocurra, tía. La pierna me molesta, pero no hasta el extremo de no poder
subir un piso.
-
Pues
no se hable más. Desde hace quince días, tenemos un tiempo estupendo. Verás qué
bien te sienta la estancia aquí.
Donaueschingen. Nacimiento del río
Danubio
Al día siguiente -tercero de su licencia-,
el Teniente compareció en el acuartelamiento principal de la Wehrmacht en la
ciudad, para hacer la presentación oficial a las autoridades de la zona donde
iba a pasar su permiso. El Hauptsturmführer[5]
que lo atendió debía de tener más claro que los del frente en dónde se
encontraba Blumberg, pues le pidió toda clase de detalles sobre tía Beate, su
domicilio y las veces que, de niño, había estado en el pueblo. Gustav le
respondió con precisión y respeto, aunque empezaba a perder la paciencia, como
correspondía a un militar que llevaba dos años y medio en el más temido frente
de la guerra, frente a un sujeto que posiblemente estuviera emboscado desde
el principio de la guerra. Finalmente, su interrogador concluyó:
-
Está
bien, teniente. En cuanto llegue a Blumberg preséntese al jefe de puesto de la
Gendarmería[6]. Si hace
tanto que no ha vuelto por allí -agregó, como para acabar con amabilidad-, verá
que el pueblo ha cambiado mucho.
Gustav creyó que
el Hauptsturmführer exageraba pero, en todo caso, pensó: Lo esencial
es que no haya cambiado mucho la frontera.
***
De buena gana habría salido corriendo,
para recorrer los dieciocho quilómetros que lo separaban de Blumberg, pero
tampoco era cosa de realizar sospechosas heroicidades. Compró un bastón fuerte,
con vistas a exagerar la debilidad de su pierna izquierda. Buscó un taxi y, en
algo menos de media hora, pararon en la Hauptstrasse de
Blumberg, a la altura del Ayuntamiento, que le serviría a Gustav de orientación
para buscar la bocacalle en que vivía Beate, que se le había despintado con el
tiempo. Avanzando un poco más, divisó el grueso bulbo de la iglesia católica[7], que
lo orientó para tomar la Friedhofstrasse, en cuyo
número 4, pasado el regato Mühlegraben, moraba su tía, en una casa adosada a
otra, ambas unifamiliares, de planta y piso. En el número 9 de la acera opuesta
se hallaba la tienda que le había facilitado la comunicación telefónica del día
anterior.
Gustav temía desde niño la incisiva
costumbre de su tía de preguntar hasta los más nimios detalles de cuanto le
interesaba, un hábito que él calificaba de pueblerino, pero que
seguramente tenía más que ver con ser una viuda que vivía sola, pues sus dos
hijos trabajaban lejos. Solo mostrando una insaciable curiosidad por las vidas
ajenas podía tener abundantes temas de conversación y en qué pensar, de la
forma en que ella solía hacerlo, es decir, en soliloquio o, cuando menos,
bisbiseando, si es que había alguien que pudiese oírla. Pero aquella mujer, ya
en la sesentena, era admirada en la familia pues, siendo la hermana mayor de
unos niños pronto huérfanos, se había erigido en una especie de madrecita para ellos hasta su mayoría. Luego, se había casado
con un italiano de los que, a finales del siglo XIX, habían recalado a cientos
por el Württenberg, como mano de obra en los ferrocarriles y las minas de
hierro. El tío Andrea era bastante mayor que su esposa pero, su estampa de lateinischer liebhaber[8], su
carácter jovial y la llamativa afición al trabajo -que los autóctonos admiraban
en Einer aus dem Süden[9]- conmovieron a Beate hasta el punto de aceptarlo como esposo e irse a
vivir con él a aquel pueblo perdido, donde
Andrea había permanecido como capataz de obras del ferrocarril que previamente
había ayudado a tender: el tren del Wutachtal, llamado de la cola de cerdo, por las abundantísimas curvas -incluso una de
círculo completo-, para salvar un notable desnivel del terreno sin que la
pendiente rebasara el uno por ciento[10]. La
única condición que puso a su esposo la tía Beate fue la de vivir en el pueblo,
no en la casa junto a la estación. Así fue como pasaron a morar en la Friedhofstrasse, en aquel edificio de planta baja y piso, con
desván, que Gustav llegó a conocer tan bien, y que, en el tiempo de este relato,
aún llamaban Simones Haus los
veteranos de Blumberg, en recuerdo del apellido del tío Andrea, fallecido doce
años atrás.
En fin, retomemos el hilo del relato y
volvamos al punto de la insaciable curiosidad de Beate
por la vida y milagros de su prójimo. Gustav la temía, pues tendría que
inventarse alguna excusa muy plausible para justificar el haber escogido
Blumberg para pasar su permiso y que, en el camino, ni siquiera hubiese pasado
por Stuttgart para ver a sus padres. Claro que podía hacerse el descastado, pero no sería buena forma de entrar en casa de su
tía, despreciando a su hermana pequeña Lisa, madre de Gustav. Veamos la
explicación que el Teniente ofreció a su tía:
-
En mis actuales condiciones, la situación en
Stuttgart y el grave peligro de nuevos bombardeos no aconsejaban mi estancia
allí. Por eso decidí acogerme a tu hospitalidad, sin informar de ello a mis
padres, ya que el mando censura toda la correspondencia del frente. Pero en los
últimos días del permiso, pasaré por casa y así podré pasar un corto tiempo con
ellos, antes de proseguir mi retorno a Rusia.
-
Podrías llamarlos antes por teléfono y avisarlos de
que estás aquí, sano y salvo.
-
Tengo que actuar con mucha cautela: Haber venido a
pasar contigo el permiso es una conducta sospechosa, al estar Blumberg tan
cerca de la frontera suiza.
-
¿Quién podría pensar de forma tan maliciosa?,
preguntó su tía, algo alarmada.
-
El mayor de las SS que me entrevistó en
Donaueschingen. Me ordenó presentarme al jefe de la Gendarmería de Blumberg en
cuanto llegase.
La tía Beate se tranquilizó:
-
¡Ah, bueno!, suspiró aliviada. Es el sargento
Konrad Morath. Es un camisa parda[11] de primera
hora, pero no es mala persona. Tal vez lo recuerdes: Ya vivía aquí cuando
venías tú a pasar el verano.
-
Pues eso es lo que hay, concluyó Gustav. Mañana iré
a presentarme en el cuartelillo y a ver si le caigo bien y no me pone
obstáculos a salir del pueblo. Me han dicho los médicos que, aunque me duela la
pierna, debo dar largos paseos, preferiblemente por terreno blando, no en
asfalto.
De buena gana, habría preguntado a su tía
por las medidas de control de la frontera a raíz del comienzo de la guerra,
pero prefirió dejarlo para más adelante, si es que no podía comprobarlo él personalmente.
Decidió, en cambio, pedirle aclaración a lo de los grandes cambios que, según el
mayor de las SS, había experimentado últimamente el pueblo. Beate se lo
explicó:
-
Ya sabes que hay minas de hierro en los
alrededores: poca cosa y antigua, para cuya explotación se construyó el
ferrocarril. Luego, se abandonó durante muchos años el laboreo y Blumberg
volvió a ser la aldea rural y tranquila que tú conociste en las vacaciones. Más
tarde, cuando dejaste de venir por aquí, volvieron a ponerse en explotación los
pozos y el pueblo se convirtió en una pequeña ciudad, construida deprisa y sin
cabeza[12].
Afortunadamente, en abril de 1942 volvieron a cerrar las minas, aunque se mantienen
algunos talleres e industrias. En cuanto pasees un poco por el pueblo, te
percatarás de la existencia de poblados y barrios enteros en las afueras, que
no existían hace diez años. ¡Con decirte que está construido todo, desde el
centro hasta la estación!
Gustav se alegró con esas nuevas: En
principio, cuanta más gente hubiese que vigilar, menor control podrían ejercer
sobre individuos concretos. En todo caso, habría que andar con pies de plomo y,
a ser posible, ganarse la confianza del tal Morath, a quien, si es que lo había
conocido antaño, ahora no lo recordaba en absoluto.
Blumberg
***
El sargento de la Gendarmería, Konrad
Morath, resultó ser un sujeto corpulento, con el pelo cortado al cepillo y un minúsculo
bigote, que seguramente pretendía imitar el de su amado Führer. Recibió en su despacho a Häusler, que, para la
ocasión, había vuelto a vestir el uniforme con sus condecoraciones, con el
aditamento del bastón para su aparente cojera. Aunque se puso en pie para
recibirlo, dada la superior graduación de Gustav, enseguida hizo valer su
carácter de policía militar al mando en la comarca:
-
Ya lo esperaba, pues me informaron ayer desde
Donaueschingen que vendría a pasar el permiso en casa de su tía Beate.
El Teniente comprendió que aquellas
palabras encerraban una especie de advertencia, en el sentido de que estaba muy
controlado. Morath se le quedó mirando fijamente durante unos momentos, lo que
luego explicó:
-
Es muy probable que lo haya visto antes, pero no
recuerdo su cara.
-
No me extraña, sargento: La última vez que estuve
en Blumberg tenía trece años.
-
Claro, siendo así… ¿Cómo es que no ha vuelto por
acá en tanto tiempo?
Gustav decidió contestar aprovechando los
datos que le había proporcionado su tía:
-
El mayor encanto de Blumberg para un vecino de
Stuttgart era ser tan pequeño y campestre. Cuando reabrieron las minas, todo
eso cambió y mis padres decidieron que no volviese a veranear aquí.
-
¿Y por qué se le ha ocurrido ahora disfrutar de su
permiso en este pueblo?
Gustav estaba ya harto de que le hicieran
la misma pregunta, pero transigió en responderla cortésmente:
-
Ya sabe usted que mi ciudad está siendo bombardeada
con cierta frecuencia. No es el mejor ambiente para quien quiere olvidar la
guerra por un mes y, además, no puede correr hacia los refugios, debido a los
dolores que sufre en la pierna.
Konrad pareció ablandarse:
-
Sin
duda, una herida de guerra. ¿Cómo no le han alejado del frente, en vista de
ella?
-
Ya
ve, sargento. No abundan los oficiales expertos en ingeniería. Por otra parte,
dada nuestra misión, no siempre estamos en la línea de fuego.
El sargento
pareció concluir la entrevista, con esta indicación:
-
Pese
a todo, Blumberg sigue siendo muy pequeño y seguro que nos veremos. No
obstante, le ruego que venga a presentarse a mí todas las semanas: el lunes, a
ser posible.
-
De
acuerdo… Supongo que, entre tanto, tendré libertad de movimientos por los alrededores.
El aire del campo y los paseos me vendrán muy bien para fortalecerme.
-
Por
supuesto. Lo que no le aconsejo es que se acerque a la frontera. Como no se han
hecho trabajos de fortificación, los hombres de la Gendarmería la vigilan muy
atentamente y con las armas prestas a disparar.
-
¡Qué
extraño que no hayan levantado defensas! -comentó Gustav-. Claro que está el
río y la zona estará poco concurrida.
-
Algo
sí que hay -replicó ambiguamente Konrad-. Avisándonos, puede echar un vistazo
para saciar su curiosidad de oficial de Ingenieros.
De mutuo acuerdo,
ambos se pudieron en pie; pero todavía tenía Morath algo más que decirle:
-
Yo
no me acuerdo de usted, pero mi hija Sophie me ha dicho que sí que lo recuerda,
y con afecto. Si le apetece saludarla, está arriba en este momento. Ya sabe
que, como jefe del puesto, tengo vivienda encima del cuartelillo.
3.
La viuda de guerra
Porque no lo tomase a desinterés, Gustav
aceptó al punto la sugerencia del sargento, que lo acompañó hasta el primer
piso, para hacer las presentaciones, despidiéndose acto seguido para seguir con
sus ocupaciones oficiales. En principio, quedaron un poco cortados, dado que
ninguno de los dos recordaba al otro. Fue el joven quien rompió el silencio,
pidiendo a Sophie que le relatase el episodio o circunstancias por las que se
acordaba de él con afecto. Ella sonrió y, tras invitarle a sentarse en
la sala, le contó:
-
Tendría
yo unos diez años. Jugando con otros niños en las afueras del pueblo, caí en un
regato y me ortigué todas las piernas. Los chicos no tenían otra ocurrencia que
la de que dejara que me orinasen en las picaduras. En esto que pasaste tú por allí
en bicicleta y, viendo al grupo tan revuelto, paraste, te informaste de
lo que sucedía y, mandándome que no me tocase las heridas, me llevaste hasta
una mata de acederas y frotaste con suavidad mis piernas con las hojas que ibas
arrancando. Hecho esto, me llevaste en la bici hasta casa de tu tía, donde ya
me lavó la zona con agua fría y jabón. Luego, con un pañuelo mojado en agua
bicarbonatada, me extendió aquel bálsamo e indicó que descansara en vuestra
casa durante un rato. Yo tenía tanta vergüenza, que no obedecí y marché
inmediatamente para mi casa, sin aceptar tampoco tu ofrecimiento de llevarme.
Tú tenías dos o tres años más que nosotros, pero era un mundo de diferencia
entonces. Bueno, a mí no se me ha olvidado; entre otras cosas, porque durante una
temporada hube de arrastrar el mote de sauer[13],
por el remedio que tan gentilmente me aplicaste.
-
Ya
me acuerdo -admitió Gustav, aunque su recuerdo fuese mucho más vago-. Debió de
ser el último verano que pasé aquí.
-
Seguramente,
concedió Sophie, pues no volví a verte los años sucesivos, aunque aquí me
tienes desde entonces, y, por cierto, salí una buena discípula tuya, puesto que
trabajo en la farmacia del pueblo. Hoy estamos de guardia y me toca el turno de
la noche.
Pasaron un buen
rato poniéndose al corriente de sus últimos diez años. De lo de Sophie, lo que
más puede interesarnos es que, casada muy joven, para que su novio marchara a
la guerra con la seguridad del matrimonio, había quedado viuda dos años
atrás, al morir su esposo en África, combatiendo a las órdenes supremas de
Rommel[14].
La joven se expresó con total sinceridad, al agregar:
-
Así
que algunos me envidian, por cobrar una pensión de viudedad. Otros me
compadecen, por haberme quedado sin marido y con el deber moral de guardar un
largo luto, por respeto a haber muerto por la patria. ¡Menos mal que tengo el
trabajo de la farmacia para salir un poco de casa y entretener muchas horas! No
creas, que con la guerra escasean bastantes medicinas y estamos volviendo a las
fórmulas magistrales y el trabajo de laboratorio…, incluidas las acederas.
Se echaron a reír.
Sophie añadió:
-
Con
todo, también tengo que ayudar en casa, pues mamá ha ido a Hüfingen para ayudar
a mi hermana mayor, que va a tener a su primer hijo. Así que ahora tengo que echarte,
pues voy a hacer la comida para mi padre y para mí.
Bajando ambos las
escaleras, Sophie se percató de las supuestas dificultades de Gustav para
hacerlo y le sugirió que se pasara por la farmacia, cuando ella estuviera, para
despacharle algún buen analgésico. Él declinó la oferta y su interlocutora le
preguntó:
-
¿Es
porque eres muy sufrido o porque no te apetece verme?
Gustav le siguió
la broma, en la misma línea:
-
Por
volver a verte, estoy dispuesto a presentarme a tu padre todos los días.
Sophie tornó a la
seriedad:
-
Es
un buen hombre; solo que, desde que las cosas no nos van del todo bien
en la guerra, en la Gendarmería están cada vez más nerviosos y exigentes.
***
Tía Beate se había
preocupado mucho por la larga visita de su sobrino al sargento Morath. Gustav
hubo de explicarle que había pasado la mayor parte del tiempo con su hija,
Sophie, desgranando viejos recuerdos. La anciana sonrió:
-
Es
muy agradable -afirmó- y comprendo que, después de las penurias y limitaciones
de la guerra, estés deseoso de hablar con chicas. De todos modos, ten cuidado
con lo que hablas y, sobre todo, avísame si vas a demorarte tanto de forma
imprevista.
Gustav empezaba a
valorar la situación de forma inversa a como la juzgaba su tía. Ciertamente, no
podía sincerarse demasiado con la hija de un nazi de la Gendarmería, pero la
compañía de aquella podía franquearle sin sospechas el acceso a ciertos lugares
e informaciones que, de otro modo, le habrían estado vedados. Así pues, menos
por los motivos que Beate presumía, que por las razones que lo habían llevado
hasta Blumberg, el Teniente decidió cultivar la amistad de la joven, en la
medida que ella no rechazara su acercamiento.
Apenas en un par
de días, la alta figura de Gustav, un tanto deformada por su cojera y apoyo en
el bastón, se hizo familiar a los vecinos del pueblo, que comentaban
admirativamente lo mucho que, pese al dolor, se esforzaba por caminar. Al
segundo día, hizo el recorrido entre el centro del pueblo y la vieja estación,
mucho más próxima a la frontera, entablando conversación con su jefe, a quien
había conocido de niño. De forma insensible, le fue sacando información sobre
la frecuencia y horario de los trenes, la afluencia y vigilancia habituales en
los mismos y las modificaciones habidas en la zona fronteriza por mor de la
guerra.
-
Cuando
éramos chiquillos -le recordó Gustav- recorríamos a pie y, a veces, en bici, el
camino que había junto al río, tan agradable al transitar entre árboles. Muchas
veces nos bañábamos, que en verano el río no tenía peligro, y hasta pasábamos a
la orilla suiza, para presumir de cosmopolitismo.
-
¡Ya
lo creo!, aseveró Herr Koulmann, el ferroviario. El camino todavía sigue
ahí, bastante cerrado por la maleza, pero tendieron alambre de espino entre los
árboles próximos, al comenzar la guerra. La verdad es que, desde entonces,
nadie pasa por él, pero me han dicho que jabalíes y otros animales han hecho
huecos a ras de suelo para pasar a beber en el Wutach.
En vista de la
información, Gustav rebuscó entre las herramientas de casa de su tía, hasta
dar, afortunadamente, con unas cizallas pequeñas, que calculó podrían ser
suficientes para cortar el mallado. En cualquier caso, no se atrevía a ir a
comprar nada de ese género, para evitar sospechas. Todo lo más, afiló el corte
con el hierro para los cuchillos.
El horario de la
farmacia era muy amplio, por lo que no era fácil quedar con Sophie. Con todo,
fue a buscarla una tarde a la hora de cerrar, aprovechando que los días de mayo
ya eran bastante largos. La invitó a dar un pequeño paseo y, luego, a merendar.
Ella aceptó lo primero pero rechazó el ágape, para no dar que hablar. Fueron
paseando hasta la Realschule[15]
donde Sophie había estudiado y, seguidamente, bajaron hasta el centro,
acompañándola Gustav hasta su casa. Por casualidad, o no, el Sargento estaba a
la puerta, aunque vestido de civil. Al acercársele, les sonrió y dijo:
-
¡Ya
decía yo que te entretenían mucho hoy en la botica!
-
Gustav
me ha ido a buscar y le he ido a enseñar el lugar donde me atormentaron de
chiquilla, bromeó Sophie.
Herr Morath
captó enseguida la humorada:
-
No
lo pasó tan mal -se dirigió a Gustav-; lo que pasa es que no tenía mucha
afición a estudiar.
Konrad invitó al
Teniente a pasar a la casa, pero este se disculpó, por estarle ya esperando su
tía para cenar.
-
Tenemos
pendiente una visita a las defensas fronterizas, recordó el Sargento.
-
Cuando
le venga bien -replicó con fingida displicencia Gustav-. Ya sabe que andaré por
aquí todavía tres semanas.
Tren del Wutachtal
***
Al domingo
siguiente, Sophie y Gustav fueron de excursión al Buchberg, aunque no subieron
hasta la cima, para no cansar en exceso la pierna del joven. La chica había
preparado la comida campestre, que disfrutaron gozando de las espléndidas
vistas desde el lugar, con el bosque descendiendo como una alfombra hasta el
pueblo. Allí, lejos de las miradas y habladurías de la gente, Sophie se
mostraba tan abierta y cariñosa, que a Gustav le costaba mucho trabajo seguir
viéndola como lo que, desde un principio, había decidido, es decir, como la
persona que podía liberarlo, en lo posible, del control y las suspicacias de su
padre. En ese sentido, todo parecía ir a pedir de boca, pues se notaba que
Konrad estaba satisfecho de ver feliz a su hija y, tal vez, soñara con que esta
pudiera rehacer su vida con aquel ingeniero, una vez terminase la guerra. Pero,
en otro orden de cosas, Gustav lamentaba que aquella mujer tan agradable y
cariñosa, estuviera llamada a servirle meramente de instrumento para una
evasión que los alejaría para siempre, dentro de pocos días. En cualquier caso,
nada se solucionaba rechazando las muestras de afecto de la joven, que él
recibía con cada vez mayor respuesta.
De regreso, muy
amartelados y aún lejos del pueblo, Sophie dijo a Gustav:
-
El
domingo que viene es la Maifest en Weizen[16].
¿Quieres que vayamos?, porque, si es así, hay que sacar los billetes del tren
con antelación.
Gustav, como un
rayo, vio la oportunidad y decidió cogerla:
-
Me
parece muy bien. De hecho, estoy deseando volver a Weizen porque era mi
excursión favorita cuando niño; pero no me apetece ir contigo en un día de
aglomeración y borracheras. ¿Por qué no vamos uno o dos días antes?... ¡Anda,
pide permiso en la farmacia! ¡Me haría tanta ilusión estar a la orilla del
Wutach a solas contigo!
Sophie sopló, como
si la agobiara. pero en seguida aceptó:
-
El
jueves volvemos a estar de guardia comarcal. Echaré dos turnos y así podré
librar el sábado. Pero esta vez, cariño, dile a tu tía que nos prepare las
viandas.
-
Descuida,
yo la ayudaré y prepararé también el Maibowle[17].
-
No
pretenderás ponerme piripi para propasarte conmigo…
-
No
se me ocurriría, ni aunque tu padre no fuera sargento de la Gendarmería.
La joven se echó a
reír y agregó:
-
La
verdad, Gustav, ya va siendo hora de que algún joven atractivo haga que me
sienta querida…, muy querida.
4.
El paso de la frontera
Ciertamente, el
teniente Häusler llenó la mochila, pero no a base de Maibowle,
precisamente. Luego veremos algunos de los pertrechos que cargó, así como su
utilidad. En honor de su inteligencia, hay que reconocer que metió todo lo necesario;
y, en detrimento de su conciencia, que formó un plan solo en busca del éxito de
su objetivo, sin importarle la suerte de otras personas.
El día amaneció
con niebla bastante densa, pero ninguno de los dos excursionistas pensó ni
remotamente en cancelar el pequeño viaje, para el que ya habían sacado los
billetes en el tren de la mañana. Por propia iniciativa, Sophie había hablado
con su padre el día anterior, para explicarle los detalles y hacerle una
petición muy especial:
-
Por
favor, papá, ordena a los gendarmes que nos dejen en paz. Diles quiénes somos,
para que no nos sigan por el hecho de que vayamos a pasear y a comer en las
orillas del Wutach.
-
¿Puede
saberse de quién partió la idea de elegir ese lugar?, preguntó Konrad, un tanto
amoscado.
-
De
mí -afirmó la joven, con una media verdad-. He querido escoger un sitio
romántico para la ocasión.
-
Ten
cuidado -advirtió el Sargento-. Creo que te estás ilusionando demasiado pronto
con ese ingeniero.
-
Se
llama Gustav -le recriminó Sophie-, y te confieso que voy estando muy harta de
no pensar más que en el pasado y en el porvenir.
-
Está
bien -aceptó el padre, con poco entusiasmo-. Avisaré al cabo de Weizen de
vuestra visita, pero no hagáis ninguna tontería.
El tren iba casi
vacío y solo ellos y dos o tres lugareños bajaron en la estación de Weizen,
mucho más cercana a la frontera que la aldea que le daba nombre. Mientras el
resto tomaba el camino de la población, Gustav y Sophie cogieron una vereda
descendente que, entre árboles, llevaba a las orillas del río. Un gendarme,
apostado en la puerta de la estación, los saludó de palabra, sonriendo. La
joven comprendió que su padre había cumplido lo prometido, pero, por vergüenza,
nada le comentó a su acompañante.
Era casi mediodía
cuando el convoy había llegado a Weizen, por lo que poco tiempo faltaba para la
hora de comer. No obstante, Gustav demoraba el momento de tomar asiento entre los
árboles de la ribera. Sus ojos iban una y otra vez hacia las tres líneas
paralelas de alambre espinoso que los separaban del río que, no obstante, al
quedar a inferior nivel, dejaba ver su agua, límpida y verdegueante, cuya
espuma presagiaba una corriente no despreciable. Las manos se le escapaban
hacia la mochila, anhelando coger las cizallas y tratar de cortar aquellas
leves defensas, que se erigían entre su persona y la tierra de la libertad.
Sophie, notando algo extraño en el comportamiento de su amigo, apretó su brazo
y estrechó su cuerpo contra el de Gustav:
-
¿Qué
pasa, querido? -dijo jocosa-; ¿no encuentras un buen sitio donde aposentarnos?
-
No
es eso, repuso él. Estaba tratando de orientarme y buscar el lugar en que, de
niños, hacíamos campamento, fingiéndonos indios sioux. Esos puñeteros alambres
no me permiten apreciar bien el punto exacto del río adonde íbamos a abrevar
nuestros imaginarios caballos.
-
Sentémonos
ya y comamos -contestó Sophie, besándolo en la mejilla-. Luego continuaremos la
exploración.
Había llegado el
momento que Gustav temía y deseaba a la vez. Se apartó unos pasos del lugar en
que Sophie había tomado asiento, abrió la mochila y taimadamente, al principio,
resueltamente, después, realizó la faena que su propio progreso fue haciendo
inexorable.
***
En pocos minutos,
y sin apenas oposición de Sophie, esta quedaba atada de pies y manos a un álamo
de mediano porte, invisible desde el camino del río; amordazada con un pañuelo
dentro de la boca y otro que pasaba por las comisuras de los labios y anudaba
en la nuca. Había sido en vano que, mientras pudo farfullar, Sophie le jurase
no denunciar su fuga hasta volver junto a su padre, en el tren de la tarde.
Gustav ya no miraba sino por sus planes y la seguridad de conseguirlos. Tenía
entendido que no era la primera vez que los gendarmes violaban la frontera
helvética, en persecución de deserciones calientes. Tan solo la tranquilizó:
-
A
la caída de la tarde, tu padre dará orden de búsqueda y, sabiendo a dónde nos
dirigíamos, vendrán por aquí y te encontrarán esta misma noche.
No perdió más
tiempo con ella. Cogió las cizallas y, con considerable esfuerzo, cortó el
alambre inferior, para superar reptando el obstáculo. Escondido tras un árbol
corpulento, se quedó en ropa interior, metiendo la vestimenta en el atado que
había hecho con la comida, cantimplora, pistola y ropa de repuesto, usando como
envuelta su impermeable militar. Comprobó que nadie viniese por el camino, hizo
con la mano libre una seña de despedida a Sophie y exploró durante unos
momentos la orilla alemana del Wutach. Creyó encontrar un vado; se descalzó,
entrelazando ambas botas y echándoselas al cuello. Dos minutos después, sin
haber tenido que nadar apenas, alcanzó la margen suiza. Sin mirar atrás,
escondido entre la maleza, se secó cuanto pudo, volvió a vestirse y calzarse,
recompuso el contenido de la mochila y, casi de memoria, con la ayuda de una
brújula, tomó la dirección de Schleitheim, la población helvética más cercana.
Media hora después, alcanzaba un camino bien apisonado que llevaba al pueblo.
No quería aparecer por allí hasta el anochecer; así que, ocultándose en una
arboleda, comió y bebió y se quedó adormecido.
Orillas del río Wutach
Se iba poniendo el
sol, de la parte de Alemania, cuando Gustav se desperezó, alisó y sacudió sus
ropas, y recorrió el corto trecho que lo separaba del pueblo. De buena gana
habría entrado en alguna de las acogedoras Gasthausen[18]
que lo invitaban con sus luces y aromas tentadores, pero todo su dinero era
alemán y no quería pregonar que él también lo era, estando tan cerca de la
frontera. De manera que, simuló ser un excursionista ginebrino que había
llegado hasta allí para visitar las ruinas de Juliomagus[19].
El acento fingido y la mezcla con palabras francesas le dieron buen resultado:
Fue tomado por lo que decía y un lugareño le hizo sitio en un granero, a las
afueras del pueblo. Al día siguiente, después de asearse y afeitarse en casa
del granjero, confirmó el camino para llegar a Schaffhausen[20],
sin darle ninguna pista sobre su viaje ulterior. Tan solo se atrevió a
preguntarle por la posibilidad de cambiar los marcos alemanes que llevaba por
francos suizos. Aunque en su pequeña localidad había una sucursal bancaria[21],
su interlocutor le sugirió que hiciese el trueque en la capital cantonal, donde
podría encontrar empleados menos formalistas.
En Schaffhausen,
Gustav tuvo al santo de cara. Apenas mes y medio antes, unos treinta aviones
americanos habían bombardeado por error la ciudad, causando numerosas
víctimas y abundantes daños[22].
La gente estaba indignada y más proclive que nunca a mirar con buenos ojos a
los desertores del Ejército alemán, a quienes ya de antes tenían tendencia a
ocultar y proteger[23].
En la segunda oficina bancaria en que lo solicitó, un cliente que lo oyó
mientras hacía cola hizo el cambio de moneda por él, sin aceptar otra recompensa
que tomar un café juntos. La verdad es que aquella invitación fue providencial
para Gustav pues Arnold Fischer, el convidado, era un pozo de certera
información. Sentados a una mesa del Cafe de la Toussaint, Arnold se
explicó:
-
Mi
ciudad es muy hermosa y bastante animada, pero en este momento hay escasas
posibilidades de colocación; más, para un extranjero que ha entrado en el país
por la puerta falsa. Por otra parte, estamos muy cerca de Alemania y la Gestapo[24]
podría intentar algo contra usted. Mi consejo es que se pierda en
alguna ciudad grande o se esconda en alguna aldea alejada de la frontera… ¿A
qué se dedicaba antes de incorporarse al ejército?
-
Estaba
terminando la carrera de ingeniero civil.
-
Me
temo que es demasiado rango para que se coloque en él un desertor, comentó
escéptico. Desde luego, yo no sé de nadie que pudiese ofrecerle un trabajo
ajustado a sus estudios.
-
El dinero que me ha ayudado a cambiar es todo
cuanto tengo -confesó Gustav-, por lo que apenas podré vivir de ello un mes. Me
conformaría con cualquier cosa.
Arnold se quedó
pensando durante medio minuto, aspirando el aroma del café. Al cabo, cogió una
servilleta y garabateó en ella un nombre y una dirección, dando el papel al
Teniente.
-
Tome,
son las señas de un primo mío, que trabaja en el Ayuntamiento de Winterthur. Es
una ciudad grande para Suiza, muy activa y está cerca[25].
Vaya de mi parte que, si logra causarle una buena impresión, tendrá mucho
ganado.
Acabados el café y
la conversación, Arnold lo encaminó a la estación de autobuses y lo despidió
con estas palabras:
-
¡Ánimo!
Los primeros tiempos son difíciles, pero verá cómo todo va solucionándose. El
caso es evitar que lo internen en un campo de concentración pues la vida no es
nada agradable en ellos[26].
Villa romana Juliomagus (Schleitheim)
5.
Las cosas se tuercen
Desde luego, el
primo de Arnold Fischer no estaba hecho de la misma pasta. También es verdad
que un funcionario municipal no es la persona más indicada para acoger a un
inmigrante que haya entrado en la ciudad de manera ilegal. Con todo, para no
desairar a su pariente, Herr Winkel, empleado en el servicio de aguas
municipal, lo remitió de su parte a un amigo, al que aludió como
empresario importante, que solía ocupar temporalmente a inmigrantes en su
negocio. La sede de la empresa estaba en las afueras, ya en la carretera de Zúrich,
y su ramo alcanzaba al transporte de combustibles líquidos y una red de
gasolineras.
-
¿Qué
sabes hacer?, preguntó a Gustav. ¿Tenías carné de conducir camiones en
Alemania?
-
He
sido oficial de Ingenieros en el frente; así que he conducido toda clase de
vehículos y maquinaria.
-
Tal
vez no sea una buena idea, no teniendo documentos en regla. Quizá, mejor, de
gasolinero en alguna estación de los alrededores… Supongo que serás un tipo
honrado…
-
Nadie
es buen juez de sí mismo -contestó Gustav, en el colmo del escepticismo-.
Pruébeme y verá cómo respondo.
Al empresario
Amann le gustó la respuesta. Llamó por teléfono interior a las oficinas y
preguntó por alguna plaza vacante de vendedor de gasolina. Le dieron un nombre,
que al jefe le pareció bien:
-
Hay
un puesto libre en Rickenbach, a mitad de camino de Frauenfeld. Está a unos diez
quilómetros de Winterthur; así que puedes coger una habitación allí, o ir y
venir en autobús o autostop. Tú verás. Desde luego, el sueldo es pequeño y no
te conviene hacerte ver mucho.
-
Con
tener para vivir me conformo -aseveró Gustav-. Por lo demás, creo que será
mejor que me quede por allá.
-
Pregunta
a algún compañero -concluyó Amann-. Él te dirá de algún buen sitio donde
alojarte.
***
No le fue difícil
a Gustav el aclimatarse a aquel pequeño mundo de Rickenbach: De la pensión, a
la gasolinera; de esta, a la taberna donde comía o, a la caída de la tarde, en
unión del compañero de turno, tomaba una botella de sidra o, como mucho, una grüne
Fee muy rebajada[27].
En los ratos libres del trabajo, leía el Zeitung[28],
con la grata sensación de enterarse de la verdad y, con frecuencia, la
desagradable de saber de las desgracias de su patria, como los terribles
bombardeos de Stuttgart de finales de julio[29],
que probablemente habrían afectado a las casas de su familia. Con todo, no
estaba dispuesto a escribirles, con el riesgo de descubrir a los censores nazis
su actual paradero. En cuanto a las constantes derrotas y retiradas de las
fuerzas alemanas, Gustav las veía casi con satisfacción, en la esperanza de que
la guerra concluyese cuanto antes y él pudiera regresar a su tierra, aunque
fuese para hallarla en ruinas.
En la pensión,
trabó amistad con Frida, hija de los dueños, que estudiaba en la prestigiosa
Escuela Politécnica zuriquesa, pero en los veranos se veía en la necesidad de dilapidar
la mayor parte de las vacaciones ayudando en el negocio familiar, para
aliviar la labor de sus padres. Que Gustav era un desertor del ejército alemán
era en la fonda un secreto a voces, como también que estaba trabajando en Suiza
sin el pertinente permiso de las autoridades, cosa frecuente en aquel entonces.
Poco a poco, Gustav fue cambiando sus atardeceres en la taberna con sus
compañeros, por los paseos con Frida, charlando de todo tipo de cosas
-excepción hecha de las circunstancias de la deserción-, lo que facilitaban sus
relativamente similares experiencias universitarias.
A mediados de
agosto, cuando llevaba casi tres meses trabajando para Amann, lo llamaron a la
central de la empresa. Uno de los encargados le explicó lo que se pretendía:
-
Estamos
contentos de su trabajo -le dijo a Gustav-, por lo que nos gustaría seguir
contando con sus servicios; pero para ello es preciso legalizar su situación,
obteniendo los permisos de residencia y de trabajo. No es fácil, pero los
sindicatos nos presionan para que, salvo por periodos cortos, no demos a los
extranjeros ilegales el trabajo que precisan nuestros compatriotas. Decida
usted, si quiere que demos el paso y, siendo así, tendrá que facilitarnos todos
los papeles alemanes que tenga y rellenar la pertinente solicitud.
-
Por
lo que me dice -respondió Gustav-, no es fácil que me brinden asilo, pero
querría saber si, según su experiencia, la petición puede volverse en mi
contra, de ser denegada.
-
No
tiene por qué -aventuró el encargado-, pero no voy a ocultarle que corre el
riesgo de que lo internen. Pero, hasta que resuelvan, usted estará tranquilo y
quién sabe si, antes de que responda la Administración, pueda haber acabado la
guerra.
-
No
creo, replicó el Teniente; pero, si no me arriesgo a que me expulsen de Suiza a
Alemania, haré lo que me sugieren.
-
Por
ese lado, puede estar tranquilo, siempre que su única falta haya sido la
deserción.
-
Conforme.
Los tendré informados.
En unos días,
Gustav presentó la solicitud en la delegación del Departamento de Justicia y
Policía, con el aval del Señor Amann. El oficinista que lo atendió le hizo las
oportunas advertencias sobre mantener el mismo domicilio y presentarse
periódicamente a las autoridades de Policía. Le entregó un justificante del
procedimiento en trámite y lo despidió con una observación final:
-
Tal
y como van las cosas, no espere respuesta oficial en este año.
Gustav volvió al
trabajo, ahora de manera más abierta, aunque un poco melancólico por la marcha
a Zúrich de su amiga Frida, una vez acabadas las vacaciones veraniegas. Mas no
fue esto lo peor: No habían pasado quince días de la presentación de la
instancia para lograr la legalización, cuando se presentaron en la estación de
servicio dos gendarmes, preguntando por él. Al constatar que estaba trabajando
solo, por enfermedad del otro empleado, le dejaron la citación y lo conminaron
para que se presentara en la comisaría central de Winthertur, tan pronto fuese relevado.
Como es lógico, a sus preguntas, los gendarmes respondieron con el silencio.
Rickenbach
Cumpliendo lo
ordenado, Häusler se presentó a las seis de la tarde de aquel mismo día en la
comisaría. Lo recibió un agente de paisano, con categoría de subcomisario,
quien, en resumen, le aclaró:
-
Al
tramitar en Zúrich su solicitud de asilo y permisos de trabajo y residencia,
han comprobado que la Policía alemana lo tiene reclamado, con petición de
entrega, por un delito grave cometido en Blumberg, el pasado 20 de mayo.
Gustav hizo
memoria y recordó que había sido el día en que pasó la frontera. En
consecuencia, aclaró:
-
Fue
el mismo día en que, cruzando el Wutach cerca de Blumberg, pasé a Suiza. Según
eso, el delito al que se refieren es la deserción, pues era soldado en el
frente ruso.
El policía hizo un
gesto negativo con la cabeza:
-
Hay
algo más. Aquí dice que se le reclama como presunto autor del asesinato de una
mujer, llamada Sophie Morath.
***
Gustav pudo, al
fin, regresar a la pensión cerca de las once de la noche. No tenía ganas ni
medios de cenar tan a deshora. Cogió una manzana del trinchero del comedor y se
retiró a reflexionar a su habitación. ¿Cómo podía haber sucedido aquello de lo
que le acusaban? ¿Sería cierto, o solo una añagaza para que cayera en sus manos
y aplicarle la pena capital de los desertores? En este sentido, el subcomisario
había sido bastante concluyente:
-
No
le ocultaré que sus paisanos emplean con frecuencia malas artes para lograr que
vuelvan ustedes, pero ¡de eso a fingir un asesinato!
-
Puede
que sí haya muerto esa persona, pero me lo están achacando por el mero
hecho de que yo estuve con ella ese día y luego, como tenía previsto de
antemano, me pasé a Suiza.
-
No
digo que no. Yo no tengo aquí la petición original alemana con las pruebas que
la sostengan: Todo ello me lo mandarán desde Zúrich o Berna, en cuanto les
informe de que ya lo hemos localizado. Y ahora, sin más demora, voy a tomarle
declaración. ¿Exige usted la presencia de un abogado?
-
No
lo veo necesario. ¿Qué le parece que debería hacer?
El policía sonrió
y se encogió de hombros:
-
Solo
es una manifestación preliminar -dijo-. Si el procedimiento sigue adelante,
tendrá ocasión de nombrar un letrado. De hecho, salvo que reconozca ser el
autor de ese homicidio, pienso dejarle en libertad vigilada. No le digo más…
-
Entonces,
señor, vamos con el trámite. Cuanto antes acabemos, mejor.
El subcomisario
debía de pensar lo mismo, pues redujo la declaración a mínimos: El compareciente
era, en efecto, Gustav Häusler; confesaba conocer a la difunta, Sophie
Morath, y haberla acompañado el 20 de
mayo en el tren hasta Weizen; reconocía que, después de despedirla en la zona
de la estación de ferrocarril, bajó hasta la orilla del Wutach y, tras cortar
el alambre de espino, pasó a Suiza; que huyó de Alemania, no por haber cometido
ningún delito, sino para eludir el seguir prestando servicios militares en el
frente ruso; presentaba justificante de haber solicitado formalmente de las autoridades
helvéticas asilo, así como permisos de trabajo y residencia.
Concluida la
declaración, el policía lo dejó marchar, con la obligación de presentarse todos
los días en el puesto de la Gendarmería de Rickenbach y la de no ausentarse de
dicha localidad sin advertir de ello en dicho puesto. Lo despidió, diciendo:
-
Cuando
recibamos la documentación alemana completa y la resolución de mis superiores,
lo volveremos a llamar.
Después de mucho
cavilar, Gustav, entre todas las opciones posibles, concluyó que la más lógica
-si es que los nazis decían la verdad- era la de que alguien de mala sangre
hubiese pasado por el bosque y, viendo a Sophie amarrada e indefensa, se
hubiese propasado con ella y, para evitar ser denunciado y reconocido, le
hubiese dado muerte. Por lo demás, no era ilógico que, en principio, pensaran
que él era el autor, pues las pruebas circunstanciales lo inculpaban y, además,
de ese modo vengaban su deserción.
Pasó un par de
días sobre ascuas. Al tercero, un par de individuos de mediana edad aparecieron
en un Daimler-Dolphin y le pidieron que llenase el depósito. Para
empezar, resultó que el vehículo tenía el tanque más que mediado. Ello alertó
al Teniente, con la sospecha de que pudiera tratarse de policías alemanes o
suizos, que estuvieran haciendo alguna comprobación sobre él. Gracias a ello,
ni se inmutó cuando oyó a sus espaldas que decían en voz alta: ¡Gustav!
El interpelado siguió a lo suyo, como si la cosa no fuera con él. Eso
desconcertó a la pareja que, cuando el joven se volvió a ellos para
preguntarles si querían algo más que combustible, insistieron:
-
Perdone,
¿no se llama usted Gustav?
-
Desde
luego que no, contestó. Mi nombre es Wilhelm.
Ante esa
respuesta, no insistieron. Pagaron y, sin esperar la vuelta, se perdieron en el
mismo que habían venido. Gustav memorizó la matrícula, que correspondía al
cantón zuriqués, y quedó convencido de que aquellos individuos eran de la Gestapo,
adscritos a la Embajada o al Consulado General alemán en Zúrich. Por supuesto
que, de ser ello así, volverían sin tardar y no actuarían con tanta perplejidad
y flojera como la primera vez.
Por otra parte, de
la visita reseñada, Gustav sacó otra consecuencia: Sophie había muerto,
en efecto, y la Policía alemana parecía convencida de que él era el culpable.
No sería extraño, dada la debilidad de su posición en Suiza y la proximidad a
la frontera[30], que la
Gestapo no esperase a la respuesta helvética y se tomara la justicia por
su mano, de una forma u otra. Pero, a fin de cuentas -concluyó Gustav-, todo
eso eran conjeturas, insuficientes para tomar una decisión importante, aunque
no para precaverse. En consecuencia, colocó en el cinto, bajo el mono de
trabajo, la pistola Walther que lo había acompañado en su largo viaje
desde Curlandia.
***
Fueran quienes
fuesen, los dos supuestos policías alemanes no volvieron por la gasolinera.
Quienes sí lo hicieron, al cabo de pocos días más, fueron dos funcionarios
suizos que, tras mostrar sus credenciales, le rogaron que los acompañase. Para
entonces, Gustav ya había tomado la decisión, digamos, definitiva. En
ello había sido determinante el gendarme que diariamente lo recibía en el
puesto de Rickenbach para que firmara en el libro de presentaciones. Era un
hombre ya mayor, al borde de la jubilación, y mostraba un afecto especial por
los desertores alemanes, creyéndolos a todos antinazis convencidos:
-
Hitler
lleva diez años tratando de comerse Suiza -le dijo a Gustav-. No le iba
a ser fácil. Nosotros no somos como los austriacos, que lo recibieron con ramos
de flores; pero la verdad es que no sé cómo estamos aguantando, rodeados por
todas partes de los nazis. Por eso os tengo un gran respeto: Cada alemán que
tira el fusil y se pasa con nosotros es un peligro menos y, si viniesen mal
dadas, un hombre que lucharía a nuestro favor. ¿No opinas tú lo mismo?
-
Desde
luego -contestó Gustav, siguiéndole la corriente-: con ustedes, en cuanto fuere
preciso, pero con los rusos, ni hablar. Los comunistas son iguales o peores que
los nazis.
-
En
eso también estamos de acuerdo. Pero, dime, por tu honor, ¿has matado a esa
mujer de que te acusan?
-
Le
juro que no. Es una trampa que me han tendido para que caiga en sus manos,
porque no soy un soldado cualquiera, sino un teniente de Ingenieros.
-
¡Cáspita!
Pues ya lo siento porque, con trampa y sin ella, como nuestras autoridades
comprueben que ha habido una muerte y que te acusan con algún fundamento, te
entregarán sin vacilar. ¡Hay mucho miedo en Berna a que los nazis se sulfuren!
Y total, a ellos ¿qué les importa tu vida? Lo siento chico, pero las cosas
están así. He conocido bastantes casos parecidos. Si yo pudiera, haría algo por
ti, pero, claro, no voy a jugarme el puesto.
Quizá podría haber
intentado escapar u ocultarse, pero el hecho es que Gustav permaneció en su lugar,
por una mezcla de cansancio, fatalismo y mala conciencia. No fue, pues, un
pronto lo que lo llevó a pedir a los policías que venían por él:
-
Denme
cinco minutos para que me lave y me quite el mono. Tengo todo lo necesario en
el vestuario de la gasolinera.
Los agentes
accedieron y uno de ellos lo acompañó hasta la puerta del reservado, que dejó
entreabierta. Al momento, sonó una detonación. Alarmado, el policía entró y vio
a Gustav tendido en el suelo, con la Walther todavía empuñada. Tenía el
cráneo destrozado. Por deformación profesional, lo primero que hizo fue
comprobar la hora: Eran las 11:13 horas de un día como cualquier otro, el
sábado, 22 de septiembre de 1944.
6.
Lo que Gustav no llegó a saber
Sobre la mesa del
subcomisario quedó el expediente relativo a la petición de extradición del
ciudadano alemán, teniente de Ingenieros de la Wehrmacht, Gustav
Häusler. En uno de sus folios, bajo el conocimiento y responsabilidad del
médico forense del juzgado de distrito de Villingen-Schwenningen, se decía:
… La difunta
falleció como consecuencia de la asfixia paulatinamente sufrida durante horas,
por obstrucción de vías respiratorias altas, como consecuencia de haberse
tragado parcialmente el pañuelo que hacía de mordaza en el interior de la boca.
La severa hipoxia sufrida durante tan largo tiempo acabó por provocar daños
irreversibles en el cerebro y la pérdida de función del nervio vago, esencial
para regular la función respiratoria…
Dos folios antes,
el expediente reflejaba que el cadáver de la Señorita Sophie Morath no había
sido hallado hasta dos días más tarde del momento en que la joven había llegado
en tren a Weizen; llevando en el momento de ser localizada unas treinta horas
muerta.
Desde luego, lo
que no recogía el informe es que, juzgando que la tía Beate había tenido
bastante que ver, si no en los hechos, sí en acoger maliciosamente a su sobrino
en su casa, fue detenida y torturada en el cuartel de la Gestapo en
Villingen, con la indudable participación del sargento Morath, falleciendo a
resultas de los maltratos, unos días después.
Ignoro si las
nefastas consecuencias del crimen de Weizen alcanzaron a otros miembros de la
familia de Gustav. En cualquier caso, resulta obvio que, en aquellos tristes
sucesos, hubo más comportamientos nazis que los de los que lo eran de
ideas o de profesión; solo que el Teniente purgó sobradamente su delito, en
tanto otros -que se sepa- salieron indemnes del suyo.
Pistola Walther PO 38
[1]
Pese a ser un objetivo militar de primera clase, dada su industria, Stuttgart
salió bastante bien librada de los bombardeos aéreos, hasta el año 1944.
Sucesivos raids en febrero, julio y octubre de dicho año destruyeron el
68% del centro de la ciudad, causando unos 5.000 muertos. El peso de las bombas
lanzadas se calcula en 27.000 toneladas y los escombros recogidos, en 15
millones de metros cúbicos.
[2]
Se calcula que la justicia militar alemana dictó durante la guerra unas 23.000
condenas a muerte por deserción, de las que fueron efectivamente ejecutadas
21.000. Las ejecuciones por objeción de conciencia al servicio militar en
tiempo de guerra ascendieron a 300, en su mayoría -250- testigos de Jehová.
[3] Walther P38, una de las pistolas
reglamentarias de la Wehrmacht. Era una semiautomática de calibre 9 mm,
con cargador de ocho cartuchos. Pesaba algo menos de 800 gramos y tenía una
longitud total de 340 milímetros. Iniciada su fabricación en 1939, fue
desplazando a la mucho más aparatosa y cara Luger P08.
[4] Lo sería a partir del raid aéreo de 17
de diciembre de 1944. Al final de la guerra, se calcula que estaba en ruinas el
80% del centro de la ciudad.
[5] Grado de las SS equivalente al de capitán.
[6] Feldgendarmerie, policía militarizada
de las zonas rurales, especializada en la localización de desertores.
[7]
Actualmente (2021), la antigua iglesia católica ha pasado a ser propiedad de la
confesión Evangélica.
[8]
Equivalente al latin lover inglés, alusivo a los galanes apuestos y
morenos, de apariencia sudeuropea.
[9] Uno
del Sur.
[10]
El Wutachtalbahn, conocido por Sauschwänzlebahn, salva los 9,5
quilómetros en línea, entre las estaciones de Blumberg y Weizen, con un
recorrido de 26,5 kilómetros, para un desnivel de 250 metros. Tiene dos
estaciones intermedias: Epfenhofen y Fützen.
[11] Esa camisa de color pardo formaba parte del
uniforme del Partido nazi.
[12]
Esta evolución se produjo a partir de 1935, bajo la supervisión de Hermann
Goering. Blumberg multiplicó por diez su población en muy pocos años,
alcanzando los 7.000 habitantes. Luego, en 1942, las minas fueron abandonadas,
al obtener Alemania suficiente hierro en territorios conquistados. Con todo, se
mantuvo hasta el final de la guerra una cierta actividad industrial,
calculándose que 1.650 obreros trabajaban en sus fábricas. Véase, Joachim Sturm
(Editor), Die Geschichte der Stadt Blumberg. Dold-Verlag, Vöhrenbach,
1995, obra colectiva de nueve autores, en la que lo que aquí interesa
corresponde a la colaboración de Thorsten Mietzner.
[13] Acedera, en alemán, se dice Sauerampfer.
Acortando el sustantivo, queda el adjetivo sauer, traducible por ácido o
agrio, incluso en sentido figurado.
[14] Erwin Rommel (1891-1944), mariscal alemán,
que comandó el Ejército expedicionario (Afrika Korps) entre febrero de
1941 y marzo de 1943.
[15]
Escuela secundaria alemana, de inferior nivel de exigencia al del Gimnasium,
más pensado para preparar el acceso a la Universidad.
[16]
O Fiesta de Mayo, para celebrar la entrada de la primavera
meteorológica. La fecha habitual para ella suele ser el primero de mayo o el
primer domingo de dicho mes, pero cabe que se celebre en otras fechas próximas.
[17]
Bebida alcohólica propia de la Maifest, a base de dos partes de vino
blanco corriente y una de vino espumoso, aromatizado en ocasiones con hierbas y
frutos silvestres.
[18]
Una Gasthaus es un establecimiento rústico de hostelería, que suele
radicar en pequeñas poblaciones. La comuna de Schleitheim tenía a la sazón unos
1.500 habitantes, repartidos en diversos núcleos.
[19]
Importante villa romana, muy bien conservada, cuyas ruinas, hoy museo,
están situadas en la comuna de Schleitheim.
[20]
Lógicamente, a Schaffhausen ciudad, capital del cantón del mismo nombre, en el
que se encuentra Schleitheim, que dista por carretera de la capital cantonal
unos 13 quilómetros.
[21] En concreto de la Caja de Ahorros de
Schaffhausen (Ersparniskasse Schaffhausen), fundada en 1817 y que, desde
1992, tiene el carácter de sociedad bancaria.
[22] El hecho se produjo el 1 de abril de 1944. El
bombardeo causó 40 muertos y 150 heridos, así como unos daños que fueron estimados
en 4 millones de dólares, abonados por el Gobierno de los Estados Unidos a
finales de aquel mismo año.
[23]
Desde luego, la actitud de las autoridades helvéticas era menos compasiva, por
razones obvias de neutralidad. Sobre estos temas, y otros conexos, puede verse
el notable resumen periodístico de Julio Tovar, ¿Por qué Hitler no invadió
Suiza?, en ABC Historia, 22 de agosto de 2015. Dos libros recomendables:
Stephen P. Halbrook, Target Switzerland. Swiss armed neutrality in World War
II, Da Capo Press, New York, 1998; André Lasserre, Frontières et camps:
le refuge en Suisse de 1939 à 1945, Payot, Paris, 1995.
[24]
Acróstico de Geheime Staatspolizei, o Policía secreta de seguridad del
Estado nazi, fundada en 1933 y con grandes afinidades con las SS. En la época
del relato ambas organizaciones estaban bajo el mando de Ernst Kaltenbrunner
(1903-1946).
[25] A algo
menos de 30 quilómetros.
[26]
Por exigencias de la neutralidad, se calcula que, del medio millón de
refugiados que pasaron por Suiza a lo largo de la II Guerra Mundial, unos
300.000 acabaron internados en los campos; de ellos, más de cien mil eran
desertores de ejércitos extranjeros. Se explica que, aunque Suiza fuese un país
próspero, no le fuera fácil albergar y alimentar a esa plétora de inmigrantes
internados, contando en aquel entonces con una población nacional de 4,2
millones de personas, en una extensión de unos 40.000 km2.
[27]
Grüne Fee -literalmente, hada verde, por su color- es la forma
habitual de denominar a la absenta en Suiza.
[28] Su nombre completo es Neue Zürcher Zeitung.
Fue fundado en 1780 como Zürcher Zeitung, añadiendo el Neue en
1821. Se edita en Zúrich, capital del cantón del mismo nombre, al que pertenece
Winterthur y su distrito.
[29]
Concretamente, los días 25 a 29 de julio de 1944.
[30] Aproximadamente,
unos 40 quilómetros.
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