Expiación (Historia de un amor
transfigurado)
Por Federico Bello Landrove
Je viens, le coeur tendre et les
mains nues[1]
A mitad de camino
entre el ensayo realista de Espido Freire[2] y el apasionado romanticismo de la
canción popularizada por Nana Mouskouri, este relato se aproxima al tema del
amor revivido de otra manera por alguien que, no solo quiso revestirlo de
expiación, sino hasta cambiar de identidad para no ser el de antes. Lo que consiguió en
este noble y peliagudo empeño es el argumento de este cuento largo, o novela
corta.
1. Un viajero poco común
Viendo a Gabriel
Ascaso sentado en la zona de embarque del aeropuerto de Madrid, esperando el
avión de Aeroméxico para Ciudad de Panamá, nadie habría creído que fuese
un viajero poco común, como más arriba he dejado dicho. Unos sesenta
años de edad; estatura algo más que mediana; delgadez sin exceso; cabello casi
enteramente canoso, con amplia calva en la coronilla. Vestía en plan informal,
casi deportivo, y velaba sus ojos con gafas oscuras, que disimulaban por el
momento unas facciones anodinas, en el más estricto sentido de la palabra.
Junto a él, la típica maleta autorizada para cabina, así como un sombrero de
paja, tipo panamá, como correspondía al país de destino. Entre las
manos, un pequeño bolso del que, a cada momento, saca un cuadernillo de pastas
duras, escrito de su puño y letra, que precisamente encierra la clave de lo
extraordinario del viajero. Podríamos titular ese texto Biografía de
Guillermo Albentosa, hasta el día de hoy. Y lo curioso es que no se trata
del borrador o proyecto de una novela, o de la peripecia vital de un hombre
real y distinto. No. Guillermo Albentosa será el nombre de Gabriel Ascaso,
desde el momento en que aterrice en su meta centroamericana. Y no es fácil
inventarse de cabo a rabo una existencia no vivida. Por eso se comprende que la
haya recogido por escrito y que constantemente esté repasándola, para memorizar
todas sus imaginadas vicisitudes.
¿Cuál es el motivo
de que un señor mayor, de apariencia respetable, pretenda cambiar de identidad,
al hacerlo de continente? No piensen mal de él. No le guía el deseo de ocultar
fechorías, ni de aparentar excelencia. Todo lo que quiere es tender un puente
hacia su pasado y hacer a cierta persona el bien que antaño no le hizo, aun
debiendo. O, para ser más exactos, compensarle por el daño que, casi sin
querer, le causó. Si les digo que la víctima de otrora es una mujer, más o
menos de su edad, empezarán a sospechar la verdad: de amores frustrados anda el
juego. Si les informo que la señora se llama Berta del Amo, poco sacarán en
limpio, a no ser que sean ustedes fieles seguidores de los congresos y los
textos docentes de Lengua. Y, desde luego, les faltará aún por descifrar la
causa por la que Gabriel/Guillermo vuela hasta ella ocultando su personalidad
real. Así pues, veo que lo mejor será remontarnos a más de cuarenta años atrás
y exponer cronológicamente y de forma escueta lo sucedido a Gabriel y a Berta, siempre
que tenga importancia para seguir y comprender este relato.
***
Digámoslo
claramente: Gabriel Ascaso es un sujeto que fracasó en conservar y fructificar
su primer amor, cuando ninguna razón de fondo había para ello. Quiero decir que
Berta y él se querían y formaban en ciernes una pareja perfecta. Claro que
siempre pueden encontrarse disculpas que, en la inexperta y torpe época de la
adolescencia, parecen causas o dificultades insuperables. En el caso que nos
ocupa, la tierna edad de los chicos y las diferencias entre las familias -políticas
y socioeconómicas- estuvieron en el fondo del fracaso. Y no sería yo quien
ridiculice los obstáculos, ni eche en cara a Gabriel el no haber intentado
vencerlos. Bien sé lo que, en aquel entonces, contaban la menor edad y las
intromisiones familiares; como me consta que lo que a la sazón se llevaba era
que fuesen los hombrecitos quienes dieran los pasos precisos para declarar y
defender el amor, mientras las jovencitas maniobraban en la sombra, con
apariencia de pasividad y sumisión. En fin, el hecho es que aquella prometedora
relación se fue al traste, con muy distintas consecuencias para cada uno de los
afectados por la ruptura.
Nunca se saba bien
si es el carácter el que influye en los acontecimientos, o si son los hechos
los que forjan el modo de ser. Pero, inclinándome en este caso por la segunda
de las opciones, me atreveré a resumir que la huida de Gabriel fue el
punto de partida de una forma de entender el cariño de modo vitalista y
acomodaticio, buscando por encima de todo la tranquilidad y el interés propio,
y no insistiendo en obtener el cariño de una mujer, cuando ello da pesares o
precisa de paciencia y perseverancia; antes al contrario, aceptando sin la menor
dificultad el rechazo inicial que pudiera recibir. En consecuencia, Gabriel tenía
por cierto que el amor y la mujer de nuestra vida no llueven del cielo, como un
don personalísimo e irrebatible, sino que se ajustan a la idea de un atractivo
razonable, que luego va ahormándose a fuerza de tiempo y de convivencia. La
palabra favorita del vocabulario femenino de Gabriel era el epíteto agradable,
matizado, si acaso, por el cuantitativo muy.
Por el contrario,
Berta había salido de aquel primer desengaño -en el que todo el protagonismo
había correspondido a Gabriel y a sus familias respectivas- muy afectada en su
forma de entender el amor. Con Gabriel se había hecho la idea de que el cariño
era el más íntimo y entregado sentimiento espiritual, a cuya consecución
confluían todas aquellas personas que la querían bien y miraban por su
porvenir. El fracaso fue para ella bastante más que la casi inevitable crisis
del primer amor: Se convirtió en una radical mutación, que la edad no hizo sino
profundizar. Donde antes habían imperado la mente y el espíritu, ocupó ahora la
preeminencia la sexualidad, dentro de los niveles que en aquella época eran
tolerables; y de ser una niña dócil y confiada, se transformó en la típica
adolescente cerrada y rebelde, dispuesta a no dar la menor relevancia a las
opiniones paternas sobre sus eventuales parejas, y hasta a llevarles la
contraria, como signo de independencia; un tanto masoquista, la verdad sea
dicha.
En la ulterior
evolución de Gabriel y de Berta debió de tener mucha importancia un ingrediente
en que -por cierto- no había caído hasta ahora: me refiero al paso del tiempo.
Aunque Gabriel tuvo siempre una mente alerta y una notable capacidad de
decisión, lo cierto es que -por unas cosas u otras- se entregó a su formación y
estudios, sobre cualquier otra dedicación. Por otra parte, bastante tímido y
poco apasionado, dio tiempo al tiempo, sin enfrascarse en relaciones de
verdadero noviazgo; y así, llegó a sus veinticinco años disponible, con
la carrera académica conclusa y ganadas las oposiciones de catedrático de Instituto
en la especialidad de Geografía e Historia. Solo entonces, como quien prepara
un ejercicio adicional de los exámenes, buscó y halló a la mujer que
compartiera su vida con él. Fue en el instituto de su primer destino, en la
persona de una compañera de Matemáticas, quien -adelantémoslo ya- cumplió
sobradamente sus expectativas pues, además de físicamente agradable, fue
una excelente esposa y madre, así como una abnegada ama de casa. Puede decirse
que, mientras ella vivió, maldito lo que se le ocurrió a Gabriel repensar su
vida sentimental y buscarle tres pies al gato de sus pocos y cortos amores
pasados, incluido el primero.
Por el contrario,
Berta tuvo la suerte de espaldas. Pese a su joven edad y a la opinión negativa
de sus padres, se empeñó en casarse con un estudiante panameño de Medicina, que
cursaba estudios en la Universidad de Castellar -la ciudad donde vivían
entonces nuestros personajes-. Ella no había cumplido aún los veinte años, ni
acabado su carrera, pero todo se precipitó, al menos, por la imposición del
novio de casarse antes de que tuviera que regresar a su país para ejercer la
profesión. De común acuerdo con Berta, se salió con la suya. Estoy convencido
de que la diferencia de edad y la indudable mayor experiencia en cosas del sexo
contribuyeron decisivamente a tal desenlace.
De todos estos
avatares, Gabriel y Berta no tuvieron noticias recíprocas, o fueron muy escasas
y por terceros. Solo estoy seguro de que él supo del matrimonio de ella y de la
identidad del novio, dado que Castellar era un pañuelo, estudiaban en la
misma Facultad y tenían amigos comunes. Luego, una y otro tomaron muy distintos
rumbos y no tengo otra idea de sus saberes y recuerdos, que la que se irá
deduciendo de lo que nos digan en capítulos sucesivos, o seamos nosotros
capaces de inferir de los hechos.
2. Sublime decisión
Hemos de partir de una premisa: Buena
parte de lo que narraré en la primera parte de este capítulo fue desconocido
por quienes no protagonizaron los hechos, hasta años después de haber estos sucedido.
Por ejemplo, la viudez de Gabriel, como consecuencia de un cáncer de su esposa,
se produjo a los cuarenta y cinco años de su edad, pero es muy probable que no
fuese conocida por Berta, habida cuenta de que el óbito se produjo en Galicia y
las respectivas familias no se trataban. De hecho, Gabriel nunca recibió un pésame
que acreditara, si no la tristeza, sí, al menos, el conocimiento del fatal desenlace.
Ni -menos aún- es probable que llegara a oídos de Gabriel el conflicto
matrimonial de Berta, que fue desembocando sucesivamente en pésima convivencia
entre los esposos, conflictivo divorcio, tensiones con sus hijos y mala
situación económica. Adelantemos que, con harto esfuerzo y soledad, Berta fue
sobreponiéndose a las adversidades. El marido acabó por dejarla en paz, cuando
decidió contraer nuevo matrimonio y los hijos llegaron a una edad en que no
eran influenciables, para malmeterlos contra su madre. Los dos chicos acabaron
por reconocer las razones y, sobre todo, las buenas cualidades de su madre y
ligaron con ella una pasable convivencia, mientras concluían sus estudios y volaban
del hogar materno, para vivir su propia experiencia vital. Por último,
Berta sacó partido de su buena formación literaria; homologó sus estudios de
España y los acabó con la graduación panameña, incorporándose al claustro de la
Universidad Católica de Ciudad de Panamá, donde fue ascendiendo escalones
docentes, a la par que se hacía un cierto renombre con sus ensayos sobre
escritores del país. Quienes tuvieron la ocasión de conocerla en aquellos años,
dan unánimemente testimonio de que aquella desdichada época la cambió de manera
muy notable, convirtiendo a la joven alegre y confiada en una mujer, a la par
que fuerte, dura y resentida, dueña de su destino y muy cerrada para los demás.
Claro está que no dejó de hacer unos pocos amigos y de mantener esporádicamente
relaciones con diversos hombres, sin que tales escarceos tuvieran mayor
importancia, fuera del de Iván Céspedes, al que pronto aludiré muy brevemente.
De todo ese
calvario tuvo Gabriel parcial y tardía noticia por la madre de Berta, a quien
casualmente encontró por la calle en Castellar, en una de las escasas visitas
que giraba a su ciudad natal. Al preguntarle por su hija, la señora fue fiel,
aunque escueta, relatora de las desgracias, con esa fruición que muchos ponen
en que los demás se enteren de nuestras cuitas y -al menos, formalmente- nos
compadezcan. El encuentro ya fue cuando Gabriel estaba viudo, aunque él se
abstuvo de ofrecer ese detalle a quien apenas era un desvaído recuerdo de su
juventud. Guardó la información en su mente y siguió adelante con los
quehaceres de su profesión y la preparación de sus hijos, que ya transitaban
por los difíciles años del final de las carreras y la obtención de un título y de
experiencia para afrontar una vida económicamente independiente. Con todo, en
la soledad de su dormitorio, no dejaba de imaginar en ocasiones la felicidad
que Berta y él habrían podido tener juntos -nunca se le ocurría que su unión hubiera
podido fracasar- y los problemas que ambos se habrían evitado, de haber puesto
él algún sacrificio y paciencia de su parte. Inevitablemente, se consideraba el
responsable de aquella prehistórica ruptura pero, por el momento, el
sentimiento de culpa no traía consigo el cumplimiento de ninguna penitencia. De
hecho, haciendo bueno el dicho quien evita la tentación, evita el peligro,
nunca se le ocurrió poner unas letras a quien ya figuraba en los datos de la
incipiente Internet ni, menos todavía, tratar de coincidir en Castellar
con ella, supuesto que solía hacer una visita anual a sus ya ancianos padres.
Y voy con la
prometida referencia a Iván Céspedes, a quien cronológicamente he de situar
aquí, aunque en la memoria de Gabriel no entrase sino mucho tiempo después.
Hubo de enterarse de que era un distinguido colega de Berta en la Universidad,
con quien vivió un tórrido romance, aun sabiendo que se trataba de un individuo
casado y con hijos. Todo lo más que llegó a saber de buena tinta, es que se
trataba de un intelectual de éxito y escritor de menos pelo del que a sí mismo
se atribuía. Bajo seguridades de que su matrimonio estaba espiritualmente
muerto y de que no tardaría en rezarle el miserere, Iván superó las
objeciones morales de Berta, en tanto las murallas de su dureza y desconfianza
se vinieron abajo, de la misma o parecida forma que con su marido antes del
matrimonio, a saber, con una dosis de sexo y vida alegre, que el amante
sufragaba con el cuantioso patrimonio de su mujer. No es de extrañar, pues, que
el miserere nunca llegase a recitarse y que el señor Céspedes volviese al
redil conyugal. Berta sufrió un -relativo- desengaño y nunca llegó a decidir si
valorarlo como un miserable o como un hombre débil, que la había vuelto a la
vida por un tiempo, como ella misma llegó a confesar. Gabriel pensaba que a
Berta le había tocado sufrir más por los débiles que se batieron en retirada,
que no por el oportuno listo, que otrora había recogido los despojos.
***
Los años pasan
rápidos, sobre todo, en la fase central de la vida. Frisando los sesenta,
Gabriel se encontró con los hijos colocados, dos nietos que vivían al otro lado
del país y la atractiva posibilidad de la jubilación al cumplir la sesentena,
una bendición para los profesores hispanos de escuelas e institutos, aunque nazca
de la malévola opinión de que los maestros mayores, ni comprenden a sus
alumnos, ni están al día de sus especialidades. Pero Gabriel -el Gabi,
para sus confianzudos discípulos- no tenía en ese sentido amor propio e,
impenitente paremiólogo, respondía con aquello de tú dame pan y llámame perro.
En suma, decidió coger la licencia definitiva a los sesenta, pese a los malos
augurios de algunos de sus hijos -biológicos o políticos- de qué iba a
hacer en casa y cómo se las iba a arreglar solo. Él sonreía y, para sus
adentros, empezó a tramar el plan que ha dado con sus huesos en Barajas y con
su historia, en este humilde blog.
Ahora sí que, tras
el examen de conciencia y el dolor de los pecados, tenía la posibilidad
pintiparada de cumplir una penitencia o, por mejor decir, de imponérsela él
mismo. Berta y él tenían una edad parecida, aún interesante. Los dos
estaban solos en casa, con los hijos fuera del hogar y, mayormente, lejos de
las ciudades de residencia de sus padres. Y, por lo que a él se le alcanzaba,
ella no había vuelto a ligar en serio, después del fiasco de Céspedes.
Así que, ¿por qué no viajar a Panamá para ayudar y acompañar a su primer amor,
de la mejor forma posible? Era algo que se le habría ocurrido al más obtuso. Lo
que pocos hubieran imaginado era llevar a cabo la empresa de incógnito, es
decir, sin darse a conocer como Gabriel Ascaso, sino como un españolito que,
por razones a determinar, aparece de sopetón a orillas del Pacífico y se topa
con una compatriota, profesora de rompe y rasga, al decir de sus colegas.
Parece una estupidez, a poca memoria visual que le quedase a Berta, pero la
cosa no es descabellada. ¿Han probado ustedes -si ya tienen los sesenta- a
comparar una fotografía suya de chavales o de chiquillas y otra de ahora mismo?
Pues, si han hecho la prueba, además de coger una depresión regular, habrán
notado que el parecido es tan relativo y discutible, que una persona que haya
pasado cuarenta y pico años sin verlos a ustedes no es fácil que los reconozca,
sin un punto objetivo de enlace o -más a mi favor- si el identificable niega
ser quien creían. En cualquier caso, es muy probable que Gabriel tuviese
algunos motivos para presentarse como otra persona. A definirlos me voy a
aplicar a continuación, pero no les aseguro el acierto, ni la verosimilitud. Y
es que, aunque sea amigo mío, ¡tiene cada ocurrencia!
3. La trama
Como les decía, ¿qué
pudo impulsar a Gabriel para cambiar de identidad, en orden a reaparecer en la
vida de Berta? Para empezar, se me ocurre jugar a la contradicción. Si se
presentaba como quien era en realidad, podría cosechar de entrada un fracaso,
si su antiquísima amadora le guardaba rencor o juzgaba absurda su iniciativa,
tras casi medio siglo de silencio. Pero puede ser que Gabriel tampoco quisiera
jugar al éxito, es decir, al triunfo del recuerdo y la nostalgia de una señora
a la que le había salido fatal cuanto había intentado después de lo suyo. Una
tarde, cuando todo hubo pasado, mientras tomábamos el fresco en el Parque
Grande, me dijo una cosa que, bien analizada, puede darnos la explicación:
-
Yo
no me creía digno de recuperar su amor, tanto tiempo después. Mi objetivo era
convertirme en un compañero leal. Bastaba con eso para justificar mi viaje y
llenar mis aspiraciones.
¡Y qué mejor, para
no aprovecharse -para bien o para mal- de lo de antaño, que no ser el mismo!,
en el más estricto sentido de la expresión.
Sea como fuere,
tomada la decisión de vivir aquella aventura, y de hacerlo como un perfecto
desconocido, Gabriel comenzó por forjarse su nueva personalidad. Era como un
juego, cuyas únicas reglas consistían en no complicar tanto la trama, que
resultara difícil de memorizar o de sostener, y no simplificarla tanto, que se
prestara a un fácil descubrimiento de la superchería. En consecuencia,
mantendría de su identidad todo aquello que no resultara en exceso sospechoso.
No sería profesor, pero sí maestro; no vendría de Castellar, pero sí de una
capital próxima que él conocía bien y Berta, no; sería un recién jubilado,
viudo -aunque reciente- y con los hijos y nietos que Dios le había dado; culto
y en buena posición económica, pero procurando no alardear de lo uno ni de lo
otro. En cuanto al nombre, escogió uno que siempre le había gustado y hasta se
atrevió con un apellido infrecuente y un tanto ostentóreo[3].
Y para aprovechar camisas y pañuelos con sus iniciales bordadas, mantuvo
las capitales G.A. en su apelativo.
Con todo -según ya
he dicho-, Gabriel preparó un cuaderno con gran lujo de detalles, tanto para
evitar errores, como para rodear sus nuevos datos personales de detalles y
peculiaridades. Con su tradicional gusto por los refranes, tenía muy presente
aquel, tan conocido: Se coge antes a un mentiroso que a un cojo.
Hubo dos
cuestiones que le trajeron muy preocupado durante cierto tiempo: Por qué se le
había ocurrido Panamá como destino para su nueva vida y qué demonios iba a
hacer en la Universidad donde Berta ejercía de profesora. Lo primero lo
despachó con bastante aseo, fundiendo una inexistente prescripción médica con
un concienzudo estudio geográfico sobre el bello País del Istmo. El resultado
le quedó así: Padeciendo debilidad y fuertes dolores óseos, había consultado en
una clínica especializada de Madrid con un doctor puertorriqueño, quien le
recomendó un clima como el de su tierra para aliviar mucho su dolencia. Poco
amigo de la bandera de las barras y estrellas, había estado dando vueltas al
consejo y, finalmente, se decidió por la pequeña República panameña, de cuya
capital y naturaleza le había contado maravillas un amigo, profesor de la
Universidad castellarense, que las había conocido durante un congreso.
Solucionado el
tema del dónde y el porqué, Gabriel hubo de enfrascarse con el de su inopinada
y repentina afición por la literatura centroamericana. Aquí le ayudó mucho la
información de Internet, gracias a la cual supo de la dedicación docente
y creativa de la profesora Berta del Amo. Sabedor de que era autora de una
colección de relatos de tipo erótico, estuvo en un tris de apuntarse a la vena
lúbrica, lo que acabó descartando por diversas y obvias razones. Finalmente,
optó por presentarse como un entusiasta de la vida y obra de Rodolfo Caicedo[4],
a cuya labor periodística Berta había dedicado un ya añejo ensayo. Leyó lo
suficiente de y sobre Caicedo, como para sostener una charla inteligente sobre
el tema, que -dicho sea de paso- le encantó desde el punto de vista histórico.
***
Si engañar a Berta
era el mayor problema, tampoco era moco de pavo explicar a sus hijos la
aventura tropical, sin que entraran en sospechas o lo tuvieran por perturbado.
Aunque no estaba cometiendo un crimen, excluía de antemano revelarles su objetivo.
Tampoco iban a tragarse lo del consejo del médico puertorriqueño. Así
que optó por mantener oculto su designio hasta un par de meses antes de la
partida y presentar su marcha como la momentánea cana al aire de un
enamorado de la naturaleza y los viajes exóticos. Claro que Gabriel no era
hombre que hubiese caído en la calvicie por arrojar las canas al alto, ni por
viajar más allá de Europa y Egipto, pero, aderezó el manjar con la sal y
pimienta de la jubilación y la hipocondría de quien afirma quién sabe lo que
me quedará de vida, que ya tengo más años que mi hermana Feli cuando murió, y
no digamos que vuestra santa madre.
Mal que bien, la
cosa coló; sobre todo, cuando dejó claro para las personas interesadas de la
familia, que había encontrado una habitación en una mansión deliciosa, que le
ofrecía media pensión por la mitad de precio que en España. ¡Si hasta voy a
ahorrar dinero!, decía, con más de un punto de exageración.
Efectivamente, por
Internet había hallado una pensión deliciosa o, en expresión personal
suya, muy agradable. En realidad, no era tanto un hostal, cuanto una
casa particular, cuya dueña -viuda y con hijos, en cierto apuro económico-
alquilaba tres habitaciones del piso superior de su chalet, en el Complejo
Los Libertadores, a un paseo de la USMA[5].
Gabriel tomó nota y telefoneó a la señora, doña Anita Arosemena, abriéndosele
todas las puertas cuando dijo que era un maestro español jubilado, que
preparaba una larga estancia en Ciudad de Panamá, por motivos de salud. Con
todo, no eran la ubicación ni el precio los mayores atractivos del aún no visto
alojamiento, sino la circunstancia de que, grosso modo, distaba no más
de un quilómetro de la vivienda de Berta y tenía una excelente comunicación con
la Universidad Católica, aunque cuatro o cinco quilómetros de recorrido no se
los quitaba nadie. A una mala, Gabriel se consideraba un buen andarín, con
cuerda para rato.
Hechos todos los
preparativos, mi amigo decidió embarcar en los primeros días de setiembre, que en
La Universidad panameña era el comienzo, no del curso, sino del tercer ciclo o
trimestre del mismo. Así tendría todo el verano hispano para despedirse de
hijos y nietos, aunque insistió en asegurarles que solo sería una
temporadita, según me pinte el clima y me canse de tanta exuberancia tropical. Una
de sus nueras debió de entender lo de la exuberancia en otro sentido, pues le
guiñó el ojo y comentó:
-
Ten
cuidado, que las caribeñas tienen mucho gancho.
A lo que,
aparentando indiferencia, replicó el suegro:
-
En
Panamá serán más tranquilas, ya que lo baña el Pacífico[6].
En fin, lo que les
he contado resume los principales preparativos de Gabriel para su viaje
penitencial. Tampoco merecía mucho más, habida cuenta de que Berta podría calarlo
a las primeras de cambio y dejarlo compuesto y sin novia, como quien dice.
Eso mismo imaginó Gabriel mientras atendía la llamada a embarcar, pero la
presencia de dos esculturales azafatas al final de la manga llevó sus
pensamientos hacia más placenteros objetivos.
4. El fanático de Rodolfo Caicedo
No les ocultaré
que, antes de hacer definitiva su resolución viajera, Gabriel actualizó la
imagen de Berta, a través de Facebook y, sobre todo, de algunas
fotografías en actos académicos, existentes en Internet. Pese a los cambios y
estragos inevitables por la edad, parecía aún una señora de buen ver, de rostro
inteligente y con un notable incremento de masa corporal, afortunadamente bien
repartido. Así, a la vez que confirmaba su caritativo designio, suavizaba el
impacto de la decepción y se preparaba para volverla a ver sin excesos
emocionales, así como a reconocerla sin dificultad.
En llegando a
Ciudad de Panamá, nuestro hombre se tomó su tiempo, entre la prudencia y el
temblor de piernas. El alojamiento resultó tan grato como lo parecía en las
fotos. La habitación era amplia, amueblada con gusto en el estilo que denominamos
colonial, y con una amplia terraza al sol poniente, desde la que se columbraba
el inicio de la llamada Vereda peatonal que, en poco más de un
quilómetro, llevaba hasta el edificio principal universitario. Tras un cambio
en la pieza inicialmente prevista, Gabriel consiguió el único dormitorio con
cuarto de baño interior, aceptando una subida de precio de tres dólares diarios[7].
En cuanto a la media pensión, acordó que la comida incluida sería la cena,
suponiendo que el almuerzo lo haría con harta frecuencia en el café de la USMA
o -si se lo autorizaban- en los comedores universitarios.
Como era
previsible, una vez provisto de un plano, su primera visita fue para los
exteriores del domicilio de Berta -de cuya ubicación no daré detalles precisos,
para evitar cualquier indeseada identificación[8]-,
una casa de campo de época y estilo parecidos a los de la pensión Arosemena,
pero de una sola planta y con más amplio pensil, que lindaba con el de otro
edificio gemelo. La zona tenía la apariencia de una ciudad jardín, por lo que
colijo que en principio fuese una pequeña urbanización, que con el tiempo había
ido transformándose. Entre paréntesis: la verja, cubierta con un frondoso seto
vivo de madreselvas y buganvillas, apenas dejaba vislumbrar algo de la casa. pues
solo sobresalían los ápices de arbustos de adelfa y las copas de dos árboles de
porte, que más adelante sabría que se trataba de un guayacán y un flamboyán,
típicos de la zona.
Su segundo centro
de interés fue la propia USMA, un conjunto encantador de edificios, estilo
geométrico de los años sesenta, de uno o dos pisos a lo sumo, acogedores y nada
pretenciosos, ya fuera por el espíritu recoleto que los había inspirado[9],
ya por la moderada afluencia de estudiantes[10].
Como si del padre -o del abuelo- de un presunto alumno se tratase, Gabriel
husmeó por construcciones y jardines, deteniéndose, no solo en el edificio
principal, sino también en el de Posgrado, el gran café con sus enormes
cristaleras y -como si fuese una premonición- la biblioteca, que llevaba el nombre
de M.G. McGrath[11]. Con
cierta sorna, me confesó:
-
Dejé
para el final la capilla, donde no te oculto que recé por el éxito de mi
misión. Fíjate qué pomposidad. Desde entonces, me quedé con el lema
religioso de la Universidad: Intellectum da mihi ut viviam[12].
Me pareció una
buena petición para mi amigo a quien, según mi parecer, le sobraba inteligencia
teórica, pero andaba falto de sabiduría para la vida, a la que a veces
llamamos gramática parda.
***
Después de darle mil vueltas a la
peliaguda y transcendental cuestión, Gabriel optó por la forma más sencilla y
directa de abordar a Berta: informarse de que todas las tardes lectivas,
excepción hecha de los viernes, se hallaba en su despacho de la Facultad de
Humanidades, sección de Profesorado de Primaria y Media[13],
con general disponibilidad para los estudiantes. Así pues, se fijó una fecha,
dio un completo repaso a sus apuntes sobre Caicedo[14],
vistió -pese a la todavía alta temperatura de mediados de octubre- un traje
color tabaco con corbata tono verde agua, y se caló el jipijapa y las gafas
oscuras, sin olvidar el repuesto de unas graduadas de montura de carey para el
gran momento. Un inciso: Gabriel apenas usaba las gafas de miope en el cine o
ante el televisor, pero le pareció un disfraz apropiado, a fin de alejar
aún más su rostro del que tuvo en la protohistoria de Castellar.
Gabriel (a
partir de ahora, Guillermo, Guillermo Albentosa) resumía la entrevista con
este juicio: fue de dulce. La verdad es que no debió de ser ligera la
sorpresa de la profesora, al presentársele un alumno en los umbrales de la
tercera edad, desconocido y, a mayores, no matriculado. Pero el neófito tenía
a su favor unas cualidades irresistibles: Venía de España -y de muy cerquita de
Castellar, según él-; hablaba con fluidez y cortesía en ese castellano tan rico
en jotas guturales, ces linguo-dentales y elles palatales, a la castellarense. Y,
para rematar, le pedía orientación y ayuda para enfrascarse en el más atractivo
de los escritores panameños, si no por sus obras literarias, sí por su variedad
y apasionante biografía. Tan emocionado aparentaba estar Guillermo con su tema,
que llegó a pasarse un poco, a juzgar por el comentario que le dedicó Berta,
con una sonrisa:
-
Veo,
señor maestro, que poco va a necesitar de mi auxilio. Antes, al contrario,
tendré que aprender de usted.
Luego, ya en
serio, agregó:
-
Me
parece que, por el momento, sabe usted de Caicedo lo suficiente para empezar.
Tendré que encaminarle a la biblioteca, para que pueda usted bucear en su
abundante obra. Preséntese usted allá a doña Rita Veragua, a quien
inmediatamente avisaré por teléfono de su empeño.
Yo le preguntaba:
-
¿Y
no te decepcionó que fuera a ser tu mentora otra persona, que no Berta?
-
¡Quita
allá!, me respondió. No sabes lo tranquilo que me quedé. Según le hablaba, me
parecía que iba a descubrirme de un momento a otro. Tanto como me había
preocupado por la fisonomía y olvidé lo que menos cambia con la edad: la voz[15].
Para dar tiempo,
decidió relajarse y pasar unos días de verdadero turista, visitando el viejo Panamá
y el Panamá Viejo, lo que no es un mero juego de palabras[16],
y hasta dándose un chapuzón en Playa Farfán, donde en seguida percibió que la
temperatura de las aguas del Pacífico no estaba hecha para su edad y delgadez. Diré
de paso que Guillermo tampoco se convirtió en un fan del ceviche, por lo que él
llamaba la funesta manía de acidificar, en vez de acidular. Verdad es
que mi amigo se llevaba mal con el limón, pero bastante bien con el
diccionario.
Por fin, al lunes
siguiente de la visita a Berta, Guillermo se presentó en la biblioteca McGrath,
para saludar a Rita Veragua y solicitar su cooperación en las tareas de
aportación bibliográfica. Encontró a una señora rellena y menuda, unos diez
años más joven que él mismo, de rostro simpático y sonrisa abierta, con gafas
de montura de titanio, apenas perceptibles[17].
De la impresión que Rita le produjo da cuenta muy gráfica la siguiente frase de
mi amigo:
-
Era
un encanto de mujer, el colmo de la sencillez y la amabilidad. Te digo la
verdad: Si no hubiera estado bien casada y con una familia feliz, no sé si no
habría cambiado a Berta por ella.
De entrada, la
biblio -como era generalmente apodada por los estudiantes- le había
preparado una mesa aparte en la gran sala, junto a su despacho, donde ya se
encontraba media docena de libros de Caicedo y las fichas referenciales de otros
varios: en total, unos doce -no todos los suyos, le dijo, pero la
mayor dificultad vendrá si quiere acceder a sus artículos periodísticos, en los
que la profesora Del Amo es una autoridad-.
Al verse ante menú
tan apetitoso como extenso, Guillermo se vino un poco abajo. ¿Cuándo voy a
reencontrarme con Berta, si antes tengo que leer y digerir todos estos
libracos?, se dijo. Pero tampoco eran tantos, ni tan extensos. En quince
días de trabajo esforzado y constante, estaba en condiciones de asegurar que
poemas, dramas, fábulas y escritos políticos habían caído bajo su vista,
resumidos en más de cincuenta fichas, redactadas con su admirable letra,
regular y menudísima, que hacía la desesperación de Rita cuando las echaba un
vistazo, por encima del hombro de Guillermo.
-
¡Hombre
de Dios!, exclamaba con sobresalto de los circunstantes. Va a perder la vista
con esa miniatura de letras.
-
Es
que los pensionistas españoles apenas ganamos para material escolar, bromeaba.
Los malos augurios
de alejamiento de Berta no se vieron confirmados. No había pasado un mes desde
su entrevista con ella, cuando Rita le dijo, al acabar la jornada matinal:
-
¿Tienes
algo que hacer este mediodía? -Nótese que Guillermo había logrado, tras arduos
esfuerzos, imponerle el tuteo, poco corriente entonces por allá-
-
Almorzar
y volver al tajo, respondió.
-
Espléndido.
La doctora Del Amo quería que comieseis juntos, para charlar de tu trabajo. Te
espera a la una en el Café de la Universidad. Prepárate -bromeó-, que te va a
hacer un examen en toda regla.
Naturalmente,
pasados los primeros momentos, en aquella comida a dos se habló de casi todo,
menos del trabajo. Berta había recibido el asombrado y encomiástico informe de
Rita, que nunca había visto a un jubilado trabajar tanto. Los resultados,
todavía era pronto para discutirlos -dijo Berta-. Así que…
-
…
Vamos a hablar un poco de España o, por mejor decir, de Castilla. Ya sabes que
soy de Castellar -tuteo espontáneo- y, desde que murió mi madre, no he vuelto
por allí.
-
¿No
te queda nadie por aquellos pagos?
-
Un
hermano, pero te confesaré que, muertos nuestros padres, no tengo muchos ánimos
de regresar. De hecho, prefiero que sea él quien se dé una vuelta por aquí,
pero se ha vuelto un comodón. Va a hacer diez años de su última visita.
Berta -como era
natural- se callaba las verdaderas razones del distanciamiento fraternal: una
cuñada a la que no tragaba y los líos hereditarios, tan frecuentes cuando
alguno de los herederos está muy lejos del caudal.
-
¿Y
amigos?, insistió Guillermo.
-
¡Uf!
La mayoría, en ignorado paradero y el resto, a cuarenta años de distancia y
difíciles de reunir en vacaciones. Pero ¿y tú?; ¿cómo es que, tan pronto te has
retirado, te viniste para esta tierra, tan hermosa, como olvidada por nuestros
compatriotas?
Era el momento de soltar de carrerilla buena
parte de los apuntes de la citada Biografía de Guillermo Albentosa, pero
este comprendió que, con un resumen, bastaba por ahora. De modo que se limitó a
esposa, viudez, hijos y nietos, a más de la consabida milonga sobre el
médico puertorriqueño y la bondad del clima tropical para sus huesos. Berta,
desconocedora de los entresijos terapéuticos, simplemente comentó:
-
Desde
luego, calor no te va a faltar, aunque no sé si la humedad no será
contraproducente.
-
La
verdad es que, por ahora, los dolores se me han quitado casi del todo, y hasta
la artrosis parece haber ido a menos. Y, en cuanto al principio de
osteoporosis…
Berta empezaba a
aburrirse de tantas palabras acabadas en osis. En consecuencia,
Guillermo concluyó:
-
En
último extremo, si no me pinta bien, con coger el avión de vuelta y los papeles
sobre Caicedo, tengo todo resuelto.
La profesora
asintió:
-
Pero
antes tienes que hacer un periplo por este país. No puedes irte sin un buen
recorrido de naturaleza, playas y restos coloniales. Durmiendo en la
biblioteca, como quien dice, ¿qué has podido ver de por aquí, hasta ahora?
Guillermo se lo
contó, incluso lo del ceviche y la frialdad del agua marina. Berta concluyó:
-
Tienes
que salir más… Por cierto, el próximo viernes vienen a cenar a casa Rita y su
marido, con algunos otros amigos. ¿Por qué no te sumas?... Darás la nota
-buena-, de traje y corbata, y con tu facilidad de palabra… Eso sí, dulcifica
un poco tus jotas y sesea algo: los indígenas te lo van a agradecer.
5. Nadando entre dos aguas
El día de la
invitación -pensó Guillermo- coincidía casualmente con el del cumpleaños
de Berta, que recordaba perfectamente era el 24 de octubre. En consecuencia,
para no quedar desmarcado, decidió comparecer con un regalo más aparatoso que
la tradicional tarta o botella de vino o licor. Merodeó por el casco antiguo de
la capital, hasta dar con una librería anticuaria, en las proximidades del
Palacio de las Garzas[18].
Me lo refería:
-
Entré
buscando alguna edición dieciochesca de una obra española y salí con un libro en
inglés, de principios de siglo -del XX-: una edición ilustrada de Ben-Hur,
que supongo la retrotraería a los tiempos de su infancia, si es que volvió a
leerla. Se la dediqué respetuosamente, remarcando nuestro común interés por los
libros y la tradición. Cuando fui a pagar, me llevé la sorpresa de que me
cobraron veinticinco dólares, pese a su excelente estado de conservación. Hacía
mucho que no realizaba un obsequio de compromiso por tan poco dinero.
En lo del amor por
la tradición, la casa de Berta le dio toda la razón a mi amigo. Dejémoslo en el
uso de la palabra:
-
Chico,
si por fuera ya daba el cante su zócalo de azulejos talaveranos, por
dentro parecía un consulado de España. Todo, los muebles, los adornos, los
cuadros, las fotografías, tenían acento español, como correspondía al esfuerzo
y gasto realizados para desmontar y traer desde España buena parte de la casa
de sus padres. Yo la recordaba de mis escasísimas visitas en las fiestas y días
señalados. Figúrate, pues, la curiosidad y la emoción que sentía; hasta el
punto de que, abandonando la reunión del jardín, me perdí por el
interior de la vivienda, hasta dar con mis huesos en la magnífica biblioteca.
Allí me pilló Rita, enviada en mi busca, cuando estaba yo tratando de encontrar
los libros escritos por Berta. La rescatadora, ante mi explicación, aclaró: Los
libros de su autoría los expone en el salón.
Como Guillermo
había sospechado, se trataba de una fiesta de cumpleaños, siquiera en pequeño
grupo, para lo que se estila en los países de tradición norteamericana: Rita y
su marido -por descontado-; un profesor ayudante de su cátedra, con quien me
había cruzado por los pasillos de la Universidad; dos vecinas, una con su
esposo y otra, con su madre; Alfredo, el hijo mayor de Berta, con su único
vástago, un hercúleo adolescente; quizás alguien más, y yo. Un camarero ejercía
su función de servir, sin perjuicio de que Berta también atendiera a los
invitados, como delicada anfitriona.
Cenaron a una
amplia mesa ovalada, con hermosos adornos florales y música española e
hispanoamericana, emitida alternativamente. Yo pegué la hebra con la pareja
de vecinos -comentó Guillermo-, que dijeron haberme visto paseando por
los contornos. Les aclaré que estaba de pensión a un paso de allí. Por
curiosidad, se acercó a Alfredo y se le presentó, como un viejo posgraduado que
estaba tutelado por su madre. El hijo primogénito de Berta y de su ex marido le
explicó que era ingeniero y trabajaba en Colón, siendo el muchacho allí
presente su único hijo. ¿Su hermano pequeño no vive por aquí? -preguntó
Guillermo, a quien le constaba que Berta había tenido dos retoños-. ¡Qué va!,
contestó, ejerce como pediatra en Baltimore[19].
El resto de la velada, la pasó
charlando con Rita y su marido, quien resultó ser un cirujano encantador, hasta
el punto de gastarle Guillermo la broma de que le había resultado tan grata su
conversación, que no le importaría proseguirla en el quirófano. Con todo, tan
pronto iniciaron el desfile los primeros invitados, Guillermo se sumó a
la despedida. Berta hizo ademán de acompañarlo, pero lo apartó hacia una
salita, cuyas paredes estaban literalmente cubiertas de pinturas.
-
La
mayor parte, explicó, son obra de mi padre, que en paz descanse. Las
reconocerás, pues casi todas son paisajes de Castellar y alrededores.
Guillermo se puso
en guardia:
-
Viví
y estudié magisterio en Durocelo, y luego pasé a ejercer en Galicia, donde me
casé. Así que poco anduve por tu tierra, de la que solo conozco los principales
lugares y monumentos.
Berta cambió de
conversación:
-
Entre
todos mis invitados, apenas he podido atenderte… ¿Has traído coche?
-
¡Qué
va! Me alojo a diez minutos de aquí… Busqué un sitio muy próximo a la
Universidad.
-
Pues,
a pesar de todo, ándate con cuidado, que por la noche no es extraño que ronden
individuos poco recomendables. ¿Quieres que le pida a mi hijo, o al marido de
Rita, que te acompañen?
-
Gracias,
déjalos tranquilos. Por esta vez, me arriesgaré.
-
Si
notas algo raro, llámame al móvil. Toma nota de mi número.
Seguidamente,
Berta cogió un libro de sobre una cómoda y se lo entregó, diciendo:
-
Me
dijo Rita que te habías perdido buscando mis obras. No creo que merezcan
la pena pero, ya que tienes tanto interés, voy a regalarte una. Así que libro
por libro.
Guillermo
agradeció el obsequio y, todavía más, las palabras que siguieron:
-
El
próximo fin de semana tengo que ir dar una conferencia a Chiriquí[20].
Si quisieras acompañarme, tendríamos tiempo de hacer turismo. Es una zona
preciosa.
El caballero
accedió encantado; tanto que casi se va de bruces al bajar los cinco escalones,
de la puerta al jardín. Incluso, se le cayó al suelo el libro. Al recogerlo, a
la tímida luz de la lámpara de la entrada, leyó el título: Sueños en el
Parque Encantado. La dedicatoria le puso sobre aviso, por segunda vez
aquella noche:
A un gentil desconocido/de una
extraña afinidad
Se sobresaltó por
aquellos dos octosílabos, pero muy pronto cambió esa sensación por la de una
ominosa inseguridad, que ya no lo abandonó hasta entrar, sin novedad, en la
pensión Arosemena.
***
Dejemos por un
momento el punto de vista de Guillermo y atrevámonos a imaginar, con cierto
fundamento, la confusión en que se encontró Berta, ante aquel individuo que
-como reflejó en la precedente dedicatoria- se le presentaba como un
desconocido, pero en quien encontraba algo muy familiar. ¿Serían la edad y la proximidad
de origen? Tal vez, pero eso mismo -como la viudedad y la amplia cultura, por
no citar la voz- le traían retornos de lo vivo lejano, como escribiría su
admirado Alberti[21]. Por
momentos, se le ocurrían muchas ideas para descubrir el enigma, aunque todas
ellas lentas y poco realizables, tales como pedirle una credencial para
extenderle el título de investigador, o de prestatario de libros de la
Universidad, o dirigirse a algún conocido común de Castellar y preguntarle por
el paradero de Gabriel Ascaso. En aquellos momentos, cuando entraba en dudas y
no sabía cómo aclararlas, sentía una profunda indignación, y hasta vagos
sentimientos de una venganza, que hasta entonces había estado lejos de ella, no
tanto por bondad, cuanto porque Gabriel solo había sido, hasta el momento, un
desvaído recuerdo. En el fondo, aquella hostilidad era la consecuencia de la
lamentable equivocación en que el viajero había incurrido al calibrar las reacciones
de Berta. Esta, solo de pensar que Gabriel y Guillermo pudieran ser la misma
persona, se encocoraba hasta el extremo, sintiendo próximo algo que muy pocas
veces había consentido a nadie: que le tomasen el pelo.
Con amor propio y
sin él, era una mujer muy femenina y práctica, por lo que debió de
pensar: ¿Para qué ir por derecho y pegarse un batacazo, rompiendo inexorablemente
el comienzo de una gran amistad? Frecuentándolo, malo había de ser que, si era
un fraude, no acabase cayendo en algún renuncio, o confesando lisa y llanamente
su identidad. Mas no había por qué abandonar formas menos perifrásticas o
paulatinas de acción. La de escudriñar su documentación le parecía la más
acertada. Decidió servirse de Rita, aunque sin explicarle las razones últimas
de la gestión. En suma, al lunes siguiente del cumpleaños, pidió a su amiga:
-
Veo
que Guillermo lleva camino de permanecer entre nosotros una temporada larga.
Cumplamos pues las normas: Pídele que se documente, para extenderle tú, su carné
de lector y prestatario de libros, y yo, el de investigador temporal y privado
de la USMA.
Rita, in albis,
protestó:
-
Mujer,
con que nos traiga unas fotografías, será suficiente.
Berta buscó una
disculpa razonable, que no la descubriera:
-
Es
que siento verdadera curiosidad por saber su verdadera edad.
La bibliotecaria
se echó a reír:
-
¡Acabáramos!
La señora le ha echado el ojo y vuelve a las andadas de que no quiere
ligar con un tipo más joven que ella.
La profesora se
ruborizó, pero mantuvo el tipo:
-
Piensa
lo que quieras, pero documéntalo… Por cierto, el próximo fin de semana nos
iremos juntos para Chiriquí. ¿Nos recomiendas algún hotel en la floresta?
***
Con lo sabido y lo
que auguraba, Rita no estaba muy dispuesta a complicarle la vida a Guillermo,
pues intuía que la disculpa de Berta no era toda la verdad. No obstante,
tenía que cumplir las reglas y acatar lo señalado por la catedrática. En
consecuencia, pidió al viajero que le mostrara el pasaporte, o algo
equivalente, para documentarlo en la USMA. Afortunadamente para él, esta
era una de las eventualidades que había previsto en su Biografía:
-
¿Sabes
lo que es la ETA?, preguntó muy misterioso a Rita.
-
¿Unos
terroristas?, inquirió a su vez la bibliotecaria.
-
Exactamente;
una banda terrorista que me la tiene jurada por una faena que, con toda
justicia, les hice yo a algunos de sus miembros, internados en la cárcel de…,
bueno, en una cárcel de Galicia.
Y, como el mejor
de los émulos de los hermanos Grimm, le contó la historia inventada de que
había ejercido como maestro de la prisión, lo que le permitió descubrir unas
triquiñuelas de los reclusos y el Gobierno vasco, por virtud de las cuales este
les estaba concediendo a aquellos títulos académicos -incluso universitarios-,
sin tener los requisitos para ello. Guillermo había denunciado los hechos,
provocando el fracaso de dicha dinámica y la oportuna actuación penal por
falsedad documental. En su consecuencia, ETA lo había amenazado de muerte, poco
antes de alcanzar su jubilación. Para evitar el posible cumplimiento de tan
terrible advertencia, la Policía le había facilitado el acceso a una
personalidad distinta, aconsejándole que se ausentara de España durante una
temporada.
-
Entonces,
¿cuál es tu verdadera identidad?
-
La
misma que voy a reflejar en los impresos que me has dado, salvo mi nombre, que
es Guillermo, etc., etc. Y perdona que no te revele los apellidos. Es más,
tengo que pedirte, por mi seguridad y la tuya, que no digas a nadie lo que he
tenido que confesarte.
-
Descuida,
Guillermo. De saber lo grave que es la cosa, ni a Berta, ni a mí se nos habría
ocurrido preguntarte.
Guillermo
comprendió al punto que Berta estaba detrás de lo sucedido. Para desactivar su
preocupación, concluyó:
-
Insisto.
Puedes asegurar a la profesora Del Amo, si te pregunta, que solo he alterado
los apellidos. Todo lo demás corresponde a mi verdadera identidad.
Rita pareció
querer justificar a su amiga y, al tiempo, hacerle a Guillermo una confidencia
importante, por el bien de ambos:
-
No
sé si te has percatado de que Berta te tiene en mucha estima. Quizá por eso… En
fin, la vida no ha sido muy generosa con ella, ni siquiera ahora, cuando podría
estar tranquila y mirar cara a cara el porvenir.
-
¿Le
pasa algo grave?, preguntó Guillermo, preocupado.
-
Tiene
el corazón más débil de lo que sería aconsejable -se dio cuenta del equívoco y
sonrió-…; la víscera cardiaca, quiero decir. No es extraño, con lo que ha sufrido.
Y, además, está la herencia genética: Su padre falleció a los cincuenta y
cuatro años de insuficiencia cardiorrespiratoria… En fin -concluyó-, que lo
paséis muy bien por Chiriquí.
6. Unos corazones bastante delicados
Hasta la excursión
de aquel fin de semana, no había presenciado Guillermo ninguna clase ni
discurso de Berta, por lo que tuvo ocasión entonces de admirar las cualidades
de claridad, conocimientos y don de gentes, que hacían estar al auditorio
pendiente de sus palabras, aunque no le fueran especialmente interesantes o
afines. En el Instituto, él tenía fama de buen orador y de profesor con
cualidades pedagógicas. Por tanto, podía juzgar con conocimiento de causa, si
bien -sonriendo- imaginaba la considerable diferencia de actitud entre
universitarios panameños y adolescentes españoles. Los profesores hispanos
llevaban años luchando por dar sus clases en un ambiente medianamente
respetuoso y receptivo: la batalla entre el interés por enseñar y el
desinterés por aprender, la había llamado la veterana Jefa de Estudios del
Instituto madrileño de la Alameda de Osuna, donde él había finado su actividad
profesional.
De esto y otras
cosas parecidas charlaban Guillermo y Berta, de regreso al hotel de David[22],
donde ya se habían alojado la noche anterior, en habitaciones contiguas y con
comunicación interior, como la cosa más natural del mundo. Mi amigo se
sinceraba sobre ello, años después:
-
Habrás
oído que la así llamada otrora la batalla de los sexos tiene su origen
en el prejuicio de que los caballeros tienen como constante y primordial
objetivo en las relaciones mixtas el de llevarse a la cama a las señoras. ¡No
sabes lo bien que me entendía yo con Berta, gracias a que ni se me habría
ocurrido insinuarme siquiera! Yo estaba allí, cual el caballero Sir Galahad[23],
como paladín de mi dama, de la que ni siquiera habría aceptado el pañuelo con
sus colores para ponerlo en el asta de mi lanza.
-
Pero,
Gabriel, ¿y la dama? ¿Estaba Berta tan ayuna como tú de pensamientos
libidinosos? ¿No pensaría que no te gustaba nada?
-
Tal
vez, pero inicialmente lo achacaría a que un longevo estudiante no se atrevería
a aspirar a poseer las gracias de una catedrática universitaria.
Pero volvamos al
relato. Acabado el compromiso de Berta como conferenciante, condujo a Guillermo
hasta un pueblecito costero, junto al Pacífico, en cuyo muelle degustaron una
deliciosa langosta (al) ajillo, servida a la caricia de la brisa marina.
Guillermo manifestó a su acompañante lo mucho y bien que había quedado
impresionado con su disertación. Berta quitó importancia a su actuación:
-
¡Bah!,
mero resultado de la preparación del tema y de lo predispuesto que estaba el
auditorio. Verías que el coloquio estuvo muy poco animado, y es ahí donde un
profesor se la juega. Los alumnos tendrán sus opiniones, pero se las suelen
guardar en público; y no digamos ante una profesora a la que apenas conocen.
A media comida,
Berta le preguntó:
-
En
acabando de comer y de dar un paseo por la playa, hemos de regresar a David
para recoger los equipajes. ¿Qué prefieres que hagamos luego: mar o montaña?
-
Me
da igual. Elige tú lo que prefieras, que no te suponga conducir mucho tiempo.
-
En
este país no hay largas distancias, pero sí que es cierto que las carreteras
son bastante mediocres por lo general… No sé… Me recuerdas mucho a un novio que
tuve en España. El pobre hacía lo poco que podía en el agua pero, en cambio,
era un andarín impresionante en toda clase de terrenos.
Guillermo mantuvo
un rostro impenetrable, aunque le daba la impresión de que Berta se estaba
refiriendo a él, en una traída a colación, de esas en que se dice lo de aprovechando
que el Pisuerga pasa por Valladolid…
-
Insisto
en que elijas tú -reiteró Guillermo-, ya que eres la guía de la expedición… Por
lo demás -añadió sin poderse contener, aunque entrase en terreno peligroso-, el
recuerdo de ese novio no sé si será una comparación grata u odiosa.
-
Hace tanto tiempo -suspiró Berta -, que su
recuerdo puede estar alterado por la nostalgia del tiempo pasado. Con todo,
puedo asegurarte que le sigo teniendo cariño, cosa que no puedo decir de la
mayoría de los que vinieron después…
-
…
Que habrán sido bastantes, a juzgar por tus indudables atractivos.
Berta rompió a
reír y replicó:
-
No
creas. A mi marido le fui fiel durante todo nuestro matrimonio. Luego, entre mi
mal carácter y la vitola de profesora, doctora, catedrática universitaria y
escritora, no han sido muchos los que se me han arrimado… Y tú, mi
atractivo y animoso pensionista, ¿has aprovechado el tiempo, una vez guardaste
el luto debido a tu esposa?
-
Un
caballero no habla de señoras y, menos aún, ante una de ellas.
-
¡Vamos
que, como se decía en mis tiempos en España, no te has jalado una rosca!
También en eso me recuerdas a aquel Gabriel de mi adolescencia: mucho pensar,
bastante hablar y muy poco… actuar.
Como en un
fogonazo -tal vez, al escuchar de sus labios su verdadero nombre- Guillermo
comprendió que Berta lo estaba tentando para que se delatara, de una u otra
manera. Le estaba dando toda clase de facilidades para descubrirse, incluso
contando con que -en apariencia, al menos- parecía recordarlo con cierta
ternura y excelente memoria. Pero no cedió. Me lo explicaba así:
-
Si
en verdad seguía acordándose de mí con nostalgia y afecto, yo no debía
aprovecharme de ello, acogiéndome a un pasado idealizado, sino ser aceptado por
lo que era en el momento presente. Y, si todo era una trampa para hacerme caer,
no había montado todo aquel complejo y caritativo tinglado, para que saltase
por los aires a las primeras de cambio.
En consecuencia,
la plática languideció, se terminó la langosta y la pareja, finalmente, pasó el
siguiente día tomando el sol y bañándose en el Pacífico, pese a su fría
temperatura. Después de la tensa charla del chiringuito, hubo una tregua, con temas menos comprometidos y
superficialidad, Paseando uno junto a la otra, o tumbados al sol, toalla con
toalla, Guillermo sentía -como los monjes poco vocacionales- crecer la ternura,
el deseo de tomar su mano o rozar sus mejillas. Quizás Berta lo percibiese,
pero no regresó a las insinuaciones.
En el camino de
retorno a Ciudad de Panamá, la profesora puso varios CD de música de su
época. Uno de los discos le resultó particularmente grato a Guillermo, pues
la cantante era de sus favoritas y, aunque cantaba en francés, él lo entendía
casi perfectamente. Al llegar a uno de los temas centrales, el hombre se
estremeció: Nunca se había percatado de que una canción pudiese expresar tan
acertadamente cuanto él había sentido mientras viajaba hacia Berta. Esta
preguntó, precisamente mientras sonaba el tema:
-
¿Te
gusta Nana Mouskouri[24]?
-
Es
una de las grandes damas de la canción de la segunda mitad del siglo XX
-respondió-. Tuve la suerte de escucharla en directo en Saint-Jean-de-Luz, en
su mejor momento.
-
A
mí me encanta escucharla -agregó Berta- y, más aún, bailarla mecida por su
maravillosa voz.
A Guillermo se le
escapó una confidencia sobre su real carácter, que a la doctora no le pasó
desapercibida:
-
Cuidado
que me gusta la música, pero bailar ha sido siempre para mí un suplicio.
***
El Caicedo progresaba;
tanto que, de común acuerdo, Berta y Guillermo recibieron con cierto interés la
sugerencia que les hizo Rita:
-
Podíais
hacer un buen trabajo en equipo. Berta se ocuparía de tratar la parte poética y
periodística, y Guillermo, de los aspectos históricos y políticos. Como
panameña, os puedo adelantar que sería un tema candente, que pondría a la obra
en el top ten de ventas[25]:
el proceso de independencia de Panamá, así como en las implicaciones de este
con el Canal y la intromisión americana[26].
Y es que, a pesar de los esfuerzos de Guillermo por meterse por las sendas
literarias, yo lo veo mucho más curtido en Historia.
-
Pero
eso -objeto Berta- nos obligaría a una labor de discusión y coordinación
bastante compleja. Tendríamos que pasar mucho tiempo juntos o, al menos, con
amplia disponibilidad.
-
¿Y
qué problema tienes? -inquirió Rita, un poco molesta-. Guillermo no sale de la
biblioteca en todo el día.
-
Ya
sabes, Rita -le replicó Berta, contemporizando-, que, para las publicaciones,
me gusta más trabajar en casa, sin que nadie me moleste.
Guillermo estaba
empezando a ponerse nervioso, sintiéndose como una pelota de tenis, lanzada de
una mujer a otra. Finalmente, intervino:
-
Aunque
la idea de trabajar al alimón sea interesante, será mejor dejarlo. Berta no
tiene especial interés en el personaje y, en cuanto a mí, soy un novato, que de
ninguna manera puede aspirar a ponerse al nivel de una catedrática.
Berta convino
inmediatamente en la idea de dar de lado El Caicedo a cuatro manos.
Rita, un tanto mohína, cuando se quedó a solas con Guillermo le espetó:
-
No
te gusta mezclar el trabajo con el placer, ¿eh?
-
Me
parece que, tanto la profesora, como yo, somos bastante individualistas. Si nos
empeñásemos en cambiar a estas alturas, seguro que saldríamos tarifando.
Por lo que vemos,
mi amigo se estaba convirtiendo en un experto en el arte de responder a lo que
no se le preguntaba. Con todo, quedó bastante incómodo, hasta que Berta le
demostró que había acertado en su postura. Fue a finales de noviembre, mientras
almorzaban en un restaurante del Baluarte de las Monjas, en su habitual salida
de los fines de semana:
-
Habrás
notado, Guillermo, que Rita se desvive por emparejarme con alguien, a la
primera que da con algún pretexto. Y eso que la riño en cada ocasión.
-
Como
en lo de Caicedo… Supongo que lo hará con la mejor intención pero, la verdad,
no creo que haya estado muy afortunada, fijándose en mí.
-
¡Toma,
ya salió Don Humildito! Puedo asegurarte que no me he topado con nadie más
aparente, desde los tiempos de Céspedes, el literato huidizo.
-
La
verdad, Berta, es que te estoy muy agradecido por la atención que me dispensas,
y sorprendido de lo bien que nos entendemos, en el más superficial sentido de
la expresión.
Berta se echó a
reír:
-
Por
supuesto: una profesora no debe seducir nunca a un alumno… Pero, ¿por qué
sorprendido? ¿Acaso te me habían presentado como una mujer dura, severa, a la
defensiva, que le canta las verdades al lucero del alba?
-
No
me refería a eso, que cada cual tiene su carácter y sus circunstancias. Aludía
al hecho de que, habiéndonos conocido ayer, como quien dice, parece que
hubiésemos estado juntos toda la vida.
Sin percatarse,
Guillermo había entrado en el berenjenal menos apetecible, y Berta aprovechó la
ocasión, replicándole con retintín:
-
Eso
mismo pienso yo. ¿No será que nos hemos tratado antes y no nos acordamos? Tal
vez, en otra vida, como creen los hinduistas.
-
Yo
no creo en la metempsícosis. ¿Tú, sí?
-
Más
bien, en la comunicación con los espíritus. Fíjate que la otra noche tuve un
sueño la mar de raro. Mi madre, que mucho sufrió teniéndome tan lejos durante
tantísimos años, se me aparecía con cara muy sonriente. Al preguntarle yo por
qué se la veía tan contenta, me respondió con una frase extraña, cuyo sentido
se me escapa: Ya que Panamá no va a España, España viene a Panamá. ¿Qué
te parece?
-
Me
parece que te echaba en cara el ser tan descastada y haberlos visitado
menos de lo que habrían deseado. La segunda parte, la alegría porque España
viaje a Panamá, no creo que se refiriese a mí, pues no veo de qué modo mi
llegada pueda significar un cambio a mejor en tu vida.
-
¡Y
dale con hacerte de menos!... En fin, valioso o no, ello se verá pero, hasta el
momento, lo único que me has dado a lamentar es que no hayas venido antes,
mucho antes.
***
El día 4 de
diciembre, cuando Guillermo se hallaba trabajando en su habitual puesto de la
biblioteca, Rita se asomó a la puerta de su despacho y lo invitó a entrar.
Parecía muy atribulada y tropezaba al hablar:
-
¿No
te ha dicho nada?... Claro, si es que es más dura que una piedra… Has de saber
que el caso es grave… Bueno, hay que confirmarlo con el cateterismo…
Poco a poco, su
interlocutor recibió toda la información de manera inteligible. Berta había
pasado su semestral revisión de cardiología y la habían encontrado muy
desmejorada. El electrocardiograma había salido sumamente irregular; había
frecuentes extrasístoles; el pulso, muy agitado. En fin, los médicos habían
decidido profundizar en el diagnóstico pero, entre tanto, habían aconsejado
reposo casi absoluto y completa tranquilidad psíquica. La bibliotecaria
continuó, pesimista:
-
Vamos,
todo lo que Berta no está dispuesta a hacer, ni aunque la aten a un sillón.
Sigue viniendo a la Universidad y dando clases, como siempre, y si le dices
algo, suelta la cantinela de costumbre: Lo que haya de vivir, que sea de
verdad.
-
No
sabía nada -repuso mi amigo-. De hecho, no ha cancelado la excursión de este
fin de semana a Bocas del Toro[27].
-
¡Está
majareta!, exclamó Rita. Parece dispuesta a hacer contigo lo mismo que con sus
padres.
-
¿A
qué te refieres?
-
Todos
los sinsabores, problemas y enfermedades los pasó ella sola, hasta que los
hijos empezaron a tener una edad y yo, a intimar con ella. Ni una sola noticia
de ello llegó a España. Cuando yo se lo eché en cara, me dijo: Bastante daño
les hice a mis padres viniéndome a este rincón del mundo, como para tenerlos
preocupados a ocho mil quilómetros de distancia.
-
Entiendo
-respondió Guillermo-. Tenme informado, que yo me encargo de que no sea así
conmigo.
-
Haré
lo que pueda -replicó Rita, con decaimiento-, pero no me va a ser fácil. Si me he
enterado de esto, ha sido porque me avisó uno de los cardiólogos, que es amigo
mío. Así que no se te ocurra decirle a la profesora que me he ido de la
lengua.
Guillermo
suspendió su tarea diaria, salió al campus y estuvo paseando, como
técnica suya de reflexionar. Llevaba así casi una hora, cuando notó que lo
tocaban en el hombro. Quedó boquiabierto cuando, al volverse, se vio cara a
cara con Berta.
-
He
ido por la biblioteca para invitarte a café y resulta que te encuentro haciendo
novillos -dijo ella, con sorna-.
-
¿Y
qué se le ofrece a la doctora Del Amo?, preguntó él, siguiendo su registro.
-
Nada,
que creo que tendremos que aplazar lo de Bocas del Toro: Anuncian mal tiempo
por allá. Si te parece, podemos cambiar por un paseíto romántico por Panamá
Viejo[28].
-
Me
parece de perlas pues, tal vez por la humedad, me está fastidiando la rodilla
derecha. Y, además, tengo un pequeño problema.
-
Cuenta,
cuenta. A ver si puedo hacer algo por ti, para variar.
Guillermo había
pergeñado en la hora anterior una de esas decisiones fulminantes suyas, que le
habían proporcionado tanto éxitos, como batacazos. Como cuento, estaba bastante
bien urdido, con el objetivo de estar lo más cerca posible de Berta, para el
caso de que lo necesitara:
-
Estoy
bastante harto de los otros huéspedes de mi pensión. Son ruidosos, escuchan
música a las tantas y no me dejan dormir, pues tengo el sueño muy ligero. La
patrona no ha sido capaz de poner orden; así que le he dicho que dejo la
habitación para Navidades, aprovechando que pienso pasarlas en España y no sé
si volveré.
A Berta casi le da
un colapso por la falsa noticia. Guillermo la invitó a sentarse en un banco del
paseo y le aclaró que lo de marcharse de Panamá era una disculpa para la
patrona:
-
Lo
que sí es cierto es que, como mi estancia acá va para largo, estoy pensando en
alquilar una casita e instalarme con más espacio y comodidad. ¿No habrá algo libre
en tu vecindario inmediato?
-
Pues
no sé -respondió-, pero voy a ponerme en contacto con mis vecinos, a ver si
ellos saben de algo. Y, entre tanto, ya estás cogiendo los bártulos y
viniéndote para mi casa, hasta que encuentres algo que te complazca.
Guillermo le
habría respondido con gusto que vivir junto a ella era lo que más podría
satisfacerle, pero reaccionó al contrario:
-
No
puedo aceptar, Berta. Te daría más trabajo, te quitaría intimidad y, para
colmo, ya sabes lo que empezaría a rumorearse.
Berta lo miró de
hito en hito con gesto de displicencia:
-
Me
importa un pito lo que piensen. Y, en cuanto a lo del trabajo, tengo una criada
estupenda hasta las cuatro de la tarde. Del resto -agregó, muy seria- te
encargarás tú, que estás acostumbrado a ser amo de casa.
Guillermo calló,
aceptando la oferta, a la que la profesora puso un plazo fijo:
-
Mi
hijo de Estados Unidos vendrá a pasar unos días en las próximas fiestas. En
cuanto se vaya él, te vienes tú.
El domingo por la
noche, mi amigo recibió una llamada de Rita, toda emocionada:
-
He
telefoneado a Berta, para quedar en la hora y acompañarla mañana a la prueba, y
me ha dado la noticia.
-
No
sé a qué te refieres.
-
¿A
qué va a ser? A que vas a estar a su lado a partir de ahora.
-
Bueno,
ella se empeñó, pero solo hasta que yo encuentre acomodo.
-
¡Je!
Si no fuera por la buena intención que te guía, te echaría un buen sermón. ¡Quién
lo iba a decir, con lo distintos que parecéis!
Guillermo se
incomodó, aunque se contuvo:
-
¿Algo
más?
-
Nada,
chico, nada. Solo decirte que la ingresan mañana a las nueve y le harán el
cateterismo por la tarde.
-
Ya
lo sabía. Me lo dijo ayer, en la excursión, aunque quitando importancia a su
dolencia y rogándome que no apareciera por el hospital… Comprenderás que no la
voy a hacer caso.
-
Por
supuesto. Además, ahora que lo pienso, necesitas que te examinen el corazón,
casi tanto como ella. ¡Vaya pareja de corazones delicados!
7. Viviendo junto a Berta, que no con
ella
La estancia
provisional de Guillermo en casa de Berta se convirtió en definitiva, por obra
y gracia de su delicado estado de salud. Claro es que, si su presencia hubiese
resultado incómoda para la profesora, tal cosa no habría sucedido. Mas llegó el
momento en que tener a su lado a una persona agradable y de confianza fue para
ella una fuente de calma y de seguridad. Guillermo me lo interpretaba así,
algunos años después:
-
Los
ahogos y angustias nocturnas, fruto de violentas extrasístoles, le hacían temer
que no volviera a ver la luz del día. Y, por otra parte…, ejem, estaba el
consejo médico de abstenerse de cualquier esfuerzo, incluidos los actos
sexuales. Ella y yo sabíamos que, bajo ningún concepto, iba yo a propasarme,
ni siquiera a petición suya o con su consentimiento. No digo que fuese una
buena situación, ni que bastase para aplacar habladurías, pero marcaba para
nosotros placenteramente las reglas del juego. Ella ya no estaba para muchos
trotes, y yo había venido a Panamá solo para ser amigo y ayudante.
Otra regla -esta,
sobreentendida- respetó Berta a partir de entonces. Aunque la procesión fuera
por dentro, no volvió a jugar a los detectives con la presunta identidad oculta
de Guillermo. Temía que cualquier descubrimiento indeseado pudiera provocar el desvanecimiento
de aquella visión, tan real. No obstante, pequeños errores o indiscreciones
de mi amigo debieron llevarla -pienso yo- a un convencimiento casi pleno de que
aquel compañero de fatigas había sido su primer amor. Pronto tendría ocasión de
intentar probarlo.
Los días
transcurrían con monótona languidez, como habría dicho Verlaine[29],
siendo las noches el momento de las angustias. Finalmente, Berta disfrutaba de
una licencia por enfermedad, por lo que disponía teóricamente de mucho tiempo
para sí. Por las mañanas, se encerraba en la biblioteca de su casa, teniendo
Guillermo prohibido entrar sin llamar previamente y esperar la venia. Como la
tarea semi secreta suponía el manejo de libros y el amontonamiento de papeles,
suponía que la enferma estaría ordenando sus trabajos finales y, si acaso,
disponiendo de sus bienes de manera pormenorizada. El ordenador funcionaba casi
todo el tiempo pero Berta empleaba los lápices de memoria para guardar los
archivos de cuanto hacía. Por las tardes, tras una breve siesta, mecida por las
músicas más variadas de su elección, Guillermo y ella cogían el coche -que
ahora conducía él- y buscaban las frondas de los parques o la brisa a la orilla
del mar, charlando y leyendo, hasta la puesta del sol. De regreso a casa, daban
un paseo terapéutico de no más de media hora, por terreno llano y con bancos
para descansar. Luego, Guillermo completaba los preparados de la criada con
alguna ensalada aliñada en el acto, cenaban y veían toda o parte de alguna
película, televisada o en DVD. Aparentemente, descansaba cada uno en una
habitación independiente pero, cuando la creía dormida, Guillermo abría la
puerta del dormitorio de Berta y se echaba en un diván del salón, para estar
más cerca de ella y oír su posible llamada de socorro. Ella hacía como si no se
enterara, aunque lamentaba el posible efecto negativo que dormir en un sofá
tendría para los huesos de Guillermo. Se despertaban temprano, aunque el enfermero
obligaba a la paciente a permanecer en la cama, al menos, hasta las ocho, y
allí le servía un buen desayuno, para que aguantes ese trabajo tan
misterioso que te traes entre manos. Enseguida llegaba la asistenta, en cuyo
poder dejaba la casa, pasando a ocuparse de su Caicedo, que cada vez le
resultaba más cargante. La propia Rita solía ser quien le traía a casa los
materiales de trabajo necesarios, cuando pasaba, día sí y día no, a ver cómo
seguía su amiga del alma.
Podría redondear
la información con lo relativo a los controles médicos, las medicinas a tomar y
los síntomas, cada vez, más evidentes, desde el jadeo, a las angustias y la
tumefacción de los miembros; pero no quiero caer, ni hacer caer, en la
hipocondría. De modo que sigamos adelante, no sin antes resaltar un hecho, que
permaneció por el momento sin el menor comentario. El día del cumpleaños de
Gabriel/Guillermo, que llegaba a mediados de enero, encontró sobre su cama,
apenas deshecha, una rosa blanca y un libro, que resultó ser El primer amor
de Casanova[30]. Es
de suponer que la sorpresa fuera seguida por una hilaridad incontenible.
***
La siguiente
revisión trimestral trajo noticias alarmantes, que Berta exigió a los galenos
ser la primera en conocerlas. Empezó a hablarse de riesgo de muerte en un
tiempo corto, aunque los médicos se negaron, razonablemente, a determinarlo. La
única diferencia que apreció Guillermo en la imperturbable Berta fue su manera
de despedirse cada noche: le echaba los brazos al cuello y lo besaba
amorosamente en ambas mejillas, mientras repetía el mismo latiguillo: Por si
es la última vez. Todo lo demás continuaba igual, aparentemente. La verdad
es que el descenso de la salud era muy paulatino, con esos inesperados saltos o
escalones que da nuestro cuerpo, cuando ya no es capaz de aguantar más en su
anterior estado de equilibrio.
Una mañana de
principios de abril, después de pasar una noche de las llamadas toledanas o
de campeonato, Berta abandonó su trabajo cotidiano y apareció por el
enlosado del jardín, donde Guillermo había trasladado provisionalmente sus
trebejos para estar más fresco.
-
Tengo
que darte una buena noticia, Guillermo. A falta de retoques, he terminado la
tarea que me tenía tan ocupada: así que ahora estoy en condiciones de hacer lo
que me apetezca.
Sorprendido de
tanta ligereza, mi amigo preguntó:
-
Pues
¿qué es lo que quieres hacer? Espero que no sea de esas cosas que les sacan a
los médicos de sus casillas.
-
Algo
así, replicó, pero necesitaría contar con un buen amigo en que apoyarme.
-
¡De
eso nada!, exclamó Guillermo. Si quieres matarte, hazlo tú solita.
Apenas hubo
hablado así, se arrepintió: No era ella quien se mataba, sino una dolencia
irremediable. Corrigió al punto lo incorrecto:
-
Perdona,
me he disparado. Explícame qué estás maquinando y lo que pretendes de mí,
suponiendo que sea yo ese amigo que ha de servirte de báculo.
A Berta se le
iluminó la cara, al decir:
-
Hace
cinco años que no me dejo caer por España. Ya va siendo hora de hacer las
maletas pues no quiero morir sin despedirme de cuanto dejé allí.
-
Como
idea, no es mala -valoró mi amigo-. Falta por saber lo que opinan los médicos.
Berta lo miró,
entre desdeñosa y condescendiente:
-
Si
el viaje no es muy largo y lo llevamos con calma, no creo que vaya a ponerme
peor de lo que estoy. Mira tú que no mejore con los recuerdos y las emociones.
Y, en último extremo, creo que en España también hay hospitales y cementerios.
Guillermo
vacilaba. Berta insistió:
-
Prometo
hacerles caso en todo, menos en que desista del viaje. Dejaré que opongas tu veto
a cualquier visita o recorrido. Y te aviso de que, si tú no te atreves a
acompañarme, haré el viaje con la ayuda de una señorita de compañía…, o de un
señorito.
Su interlocutor se
echó a reír:
-
¡Eres
el colmo! No pretenderás darme celos… Está bien, te acompañaré al cardiólogo y,
según lo que nos diga, decidiré seguirte o quedarme.
Berta pidió en
seguida consulta. Su resultado fue bastante ambiguo:
-
Por
el viaje en avión, no hay problema, aunque convendría hacerlo en primera, para
poder estirar bien las piernas. En cuanto a la estancia en España, las
recomendaciones son las mismas que para cualquier otra parte. Si acaso, añadiré
que no conviene que pasen de los ochocientos metros de altitud. Con todo, aún
sin prohibirle la experiencia, no puedo menos de desaconsejársela pues, en su
estado, no es conveniente cambiar a médicos que no conozcan bien su caso.
-
Usted
extiéndame un informe bien detallado para que yo lo enseñe a quien proceda, no
esos pocos párrafos trufados de siglas que gastan usualmente.
Todavía a la
salida, redondeó su precedente exabrupto, con un nuevo desdén:
-
¡Será
presuntuoso el matasanos! ¡Pues no hace alarde de poder prohibirme la
experiencia!
Guillermo no sabía
si reñirla o reírse con su mal genio:
-
Berta,
Berta, no te excites, que te suben las pulsaciones.
Ella sonrió:
-
Ya
me calmo. Encárgate de sacar los billetes de avión para los primeros días del
mes que viene. Anda, que no voy a presumir ni nada, viajando en primera clase.
8. El último viaje
Diez días antes de
la fecha fijada para el viaje, Berta le presentó a Guillermo el plan detallado
del mismo. Mi amigo, aunque suficientemente atareado con el equipaje, la
medicación a llevar y aportar los documentos precisos, no había dejado de
urgirla a que finalizara su proyecto, pues trataba de contar desde un principio
con las reservas precisas de hoteles y trenes. Ella le había estado dando
largas de una forma, que él sospechaba ocultaba el propósito de tenerlo ayuno
de información. ¿Para qué? Sin duda, a fin de que no tuviese tiempo de discutir
sus designios, ni de -como ella le había autorizado- vetar alguno de ellos.
-
Tú
bien sabes -decía Berta- que haremos centro en Castellar y que no saldremos apenas
de esa ciudad y sus alrededores. Por el alojamiento, no te inquietes: tengo
suficientes familiares y amigos allá, como para que me reciban en su casa con
los brazos abiertos. En cuanto a ti, eres un hombre recio y austero: cualquier hostal
o pensión te bastará.
-
¡Mira
qué simpática! A ver si a mis años voy a repetir lo que me pasó por casualidad,
cuando llegué a mi primer destino sin tener nada precontratado.
-
¿Qué
te sucedió?
-
Pues
que, tras muchas vueltas infructuosas, conseguí una habitación en lo que
resultó ser una pensión de mala nota. ¡No sabes cómo se lo pasaron los
compañeros de claustro cuando les conté lo movidito de la noche!
-
Yo
también podría contarte alguna anécdota, pero opuesta. No sé si te he dicho que
una de las veces que viajé a España, me acompañó el gran literato Céspedes.
¡No sabes lo orgullosa que viajaba con él a mi lado, dispuesta a enseñarle o
presentarle los lugares y las personas que lo fueron todo en mi niñez y
juventud! Yo estaba dispuesta a que se alojara en casa de mis padres -que aún
vivían entonces-, aunque en habitaciones separadas, por aquello del respeto a
los mayores. No sé si fue eso lo que le pareció mal: El caso es que se empeñó
en buscarse un hotel, pero con tal nivel de exigencias, que estuvimos toda una
tarde de establecimiento en establecimiento. Finalmente, acabó por aceptar lo
de casa de mis padres y… no veas la que lio en plena noche y bastante bebido,
buscando mi habitación… Seguro que no hubo más confusión en la pensión de que
me hablas, ni en la venta del Quijote[31].
Guillermo
retrocedió a la alusión al amante, para su comentario:
-
Así
que las cosas con Céspedes llegaron hasta el trámite de presentárselo a tus
padres…
-
A
ellos, a mi hermano y a medio Castellar… Pero no me importa: guardo de aquellos
días uno de mis mejores recuerdos.
Mi amigo pareció
algo herido por tan elogiosa memoria y le soltó una andanada que Berta, moribunda,
no merecía:
-
Dice
el refrán que bien está lo que bien acaba pero, para ti, parece que acontece justamente
al revés.
-
Para
eso estás tú, querido Guillermo -le replicó Berta-: para conseguir que algo
termine bien para mí…, aunque seguramente sea ya demasiado tarde.
***
Efectivamente, el
plan de Berta era muy prudente con su salud y, aparte del paso obligado por
Madrid en función del aeropuerto, se reducía a la estancia en Castellar, que
trillaban por arriba y por abajo, desde los museos, al cementerio; de la
familia íntima, a compañeros y amigos, con los que se había puesto en contacto,
para que programaran desde allí las oportunas reuniones colectivas. Incluso,
había previsto una charla pública organizada por el periódico en que ella
colaboraba, y una firma de ejemplares de sus obras, en unos grandes almacenes
de la ciudad. Todo normal y bien planeado. Alguna escapada le hizo gracia a
Guillermo, como aquella que definía como: excursión al Pinar para merendar
tortilla de patata y sangría, con la inestimable compañía de mi caballero
andante. Lo que más le llamó la atención -así, de golpe- fue la alusión a
una estancia de uno o dos días en Durocelo, por más que quedara solo a una hora
de viaje. Preguntó:
-
¿Dos
días en Durocelo? ¿Conoces a alguien allí?
-
Yo
no, repuso Berta, pero supongo que tú sí, ya que eres de allí.
Prendido en sus
propias redes, deseó que lo tragase la tierra. Salió como pudo:
-
No
me queda allí nadie que recuerde con interés. O están muertos, o no sé dónde
paran. De hacer la visita, iría yo solo, pues no creo que tú tengas interés…
Claro que, si quieres ver un montón de iglesias románicas…
-
¡Oh,
no! Era porque no me consideraras una egoísta. Si tú no tienes ganas de ir…
-
Prefiero
que aproveches todo tu tiempo. Ya tendré ocasión yo de volver más adelante.
-
En
eso tienes razón. Es de suponer que tengas por delante mucha más vida que yo.
Al menos, es lo que espero y deseo.
Guillermo
comprendió que había salido a duras penas de Málaga, para meterse de hoz y coz
en Malagón. Tomó la mano de Berta, la besó y susurrole:
-
¿Quién
sabe? Lo mismo vienes de allá hecha una chavala. Ya sabes la historia de Anteo[32].
-
Con
que resista bien el viaje, me doy por contenta -concluyó Berta-.
***
Era uno de esos
días de mayo que el calor ya aprieta en Castilla; tanto, que decidí interrumpir
mi paseo de después del almuerzo y entrar en la cafetería del Hotel del
Parque, para refrescarme y tomar un café con hielo. Y, en esto, descubrí a
Gabriel, sentado a una mesa del fondo, tecleando en el ordenador. Soy buen
fisonomista y, por otra parte, no me costó trabajo reconocerlo, ya que habíamos
coincidido solo veinte años antes, cuando hice una excursión por Galicia
con los alumnos que acababan el bachillerato. Antes de eso, habíamos sido
compañeros de Facultad y nos habíamos ayudado en la preparación de los temas de
la oposición a cátedras. Incluso, tenía una pálida memoria de verlo paseando
por Castellar con una chavalita, que con toda probabilidad sería Berta. Claro
que eso debió de ser en primero de carrera, cuando él y yo apenas nos
conocíamos, pues Gabriel había estudiado en el Instituto con una beca, en tanto
que yo era un niño bonito del colegio privado más elegante de la ciudad.
Aunque parecía muy
enfrascado en su trabajo, no era cosa de dejar pasar la oportunidad de
saludarlo, tras dos décadas sin echarle la vista encima. Así que me acerqué y le
di un abrazo, tan pronto se levantó de la silla. A juzgar por todo lo que les
he contado hasta ahora, es claro que lo pillé en una hora tonta,
proclive a las confidencias, aunque con alguna reserva, como ustedes
comprenderán. Solo cuando volvimos a vernos, años después, se sinceró hasta el
extremo que este relato revela.
Lo que Gabriel me
contó entonces puede resumirse en la siguiente forma: Por razones de salud y de
desconectar de su monótona vida, se le había ocurrido pasar una
temporada en el Caribe, aprovechando parte del tiempo con alguna
ocupación intelectual. En el curso de la misma, había recibido el generosísimo
apoyo de un par de profesoras de la Universidad. Una de ellas, castellarense de
origen, había querido volver a su tierra antes de morir -pues se encontraba muy
enferma-, y él se había brindado a acompañarla porque no se atrevía a viajar
sola.
-
Y
aquí me tienes -concluyó-. Llevamos una semana por acá y todavía pasaremos
otra, si el tiempo y la salud lo permiten. Ella está ahora echada la siesta y
yo he bajado para poner al día el trabajo que me he animado a emprender. ¡Qué
casualidad afortunada, la de haberte visto!
-
¡Cómo
que haberme visto! Tenemos que reunirnos a comer, o a cenar. Si traes a tu
profesora, yo puedo venir con mi mujer, a la que creo recordar que no conoces.
-
Imposible
-se escudó-. Tenemos la agenda completamente ocupada y no puedo dejarla a sol
ni a sombra. Y, en cuanto a salir con ella de restaurante, no sabes la dieta
severísima que tiene impuesta. Pero veré si puedo escaparme yo solo, durante
alguna de las tediosas visitas a sus familiares. Dime tu número de teléfono y
te llamaré, si me es posible.
Me olió a disculpa
y, en efecto, se marchó de España sin avisarme. Pero en Navidades de aquel año
recibí una felicitación suya, a la que añadía esta posdata: No estaré ya
mucho tiempo por aquí. Tan pronto regrese, te lo haré saber y almorzaremos
juntos. Te lo prometo.
Así fue pero, por
el momento, miró la hora y se despidió deprisa y corriendo. Verdad o mentira,
lo justificó diciendo: ¡La pastilla de las cuatro!
***
De aquella quincena
mágica -como Gabriel/Guillermo la llamaba-, mi amigo nunca me dio una
narración cronológica y pormenorizada, sino una serie de flashes o
pinceladas, precedidas de una impresión general. Una de las ideas que en esta
transmitía era la de que, como si hubiese querido volver a bucear en la real
identidad de su acompañante, Berta había procurado visitar todos los lugares
que habían significado algo importante en los días de su adolescencia en común.
Claro es que, junto a ellos, surgían otros -especialmente de su infancia- que
pertenecían solo a Berta. En todo caso -y aquí surge una segunda idea-, aquel
baño de ternura y de nostalgia parecía sentarle muy bien a la enferma, hasta el
punto de que el cardiólogo con quien, por precaución, consultaron tras diez
días de viaje, dijo encontrar a Berta bastante mejor de lo que auguraba el
informe de sus colegas panameños. Por el contrario, además de la tensión por la
responsabilidad asumida, Guillermo sentía un intenso dolor en aquellos lugares,
lamentando haber perdido tanto tiempo de felicidad y unión.
-
Lo
que en Panamá me parecía un maravilloso regalo del cielo, lo máximo a que podía
aspirar, en Castellar me recordaba el suplicio de Tántalo: pasar por aquellos
lugares evocadores, sin poder gustar de su disfrute placentero, ni poder
transmitir mi amor a Berta, no siendo con el suave roce de unas manos arrugadas
o de unos labios marchitos.
Ella percibía la
actitud decaída de su protector. El día de la tortilla de patatas a la sombra
de los pinos, le dijo:
-
Me
parece el reino de la paradoja. Yo, que estoy en las últimas, me siento
enormemente feliz. En cambio tú, que estás más sano que una manzana, pareces
deprimido. ¿Hay algo en este viaje que te esté resultando desagradable o
triste?
-
¿Te
parece poco lo que acabas de decirme, que es probable que te pierda pronto?
Después de estos meses que hemos pasado juntos, mi vida carecerá de sentido, si
llegas a faltarme. Valdría más que pudiera irme contigo.
Berta sonrió:
-
Para
ser un simple alumno aplicado -dijo-, te tomas muy a pecho la enfermedad de tu
profesora favorita. Anda, no seas aguafiestas y recuerda que, si algo bueno
tienen los muertos es que esperan a los vivos. hasta que estos se les unan. Y
no te preocupes por qué hacer que, si no tienes nada mejor, ya te dejaré yo
algunos encargos, para que no te aburras.
***
La última noche que habrían de pasar en
Castellar empezó especialmente triste, no solo por cuanto significaba de
despedida, sino por lo poco grata que había sido la visita a su hermano, en la
tarde anterior. Guillermo la acompañó hasta el portal, pero rechazó subir con
ella, para evitar cualquier riesgo de identificación o de malentendido de las
relaciones entre ellos. Me quedaré en la cafetería Moka. Cuando te despidas,
me telefoneas y, en tres minutos, me tendrás esperándote.
Sin esperar a
llamarlo, Berta apareció por la cafetería al cabo de poco más de media hora.
Nada denotaba externamente su nerviosismo, a no ser un leve temblor en las
manos. Pidió al camarero una tila, que bebió despaciosamente, sin articular
palabra. Guillermo nada le preguntó, fuera de un ¿estás bien?, al que
ella contestó con un mero gesto de asenso. Consumida la tisana, sonrió a su
acompañante y le preguntó:
-
¿Te
importaría que regresásemos al hotel? No estoy de humor.
Regresaron, pasito
a pasito, por los enarenados senderos del parque. Solamente pronunció otras dos
frases:
-
Les
pareció muy mal que no me presentara en su casa hasta el último día de mi
estancia… Ya me dirás para qué.
Llegados al hotel,
subieron a sus habitaciones, donde Guillermo acabó de hacer el equipaje,
mientras Berta se echaba sobre la cama, con una toallita húmeda sobre la
frente. Guillermo iba y venía, guardando ropas y regalos, con el orden y
habilidad que observaba para estas cosas. Berta fue cambiando su semblante
hosco y cansado por un gesto de relajación y ternura. Por fin, su caballero
concluyó la tarea y lo confirmó con unas palabras de alivio:
-
Bueno,
ya está todo, salvo lo de última hora. Podemos bajar a cenar cuando quieras.
-
Prefiero
que nos quedemos en la habitación.
-
¿Qué
te apetece?
Berta le contestó
con un fragmento de canción, que él apenas recordaba; que, de hecho, nunca le
había escuchado cantar:
Qué más da lo que pueda pasar;
Prefiero equivocarme de nuevo.
Lo único que ahora quiero
Eres tú[33]
Gabriel nunca me
comunicó su reacción, ni yo me atreví a preguntárselo.
9. Y fin
Berta falleció en
agosto, a los tres meses -día por día- de su retorno a Panamá. En ese tiempo,
en la habitación de la casa, convertida en una especie de enfermería, y los
momentos finales en el hospital, nunca hablaron de lo que habría de suceder, una
vez ella lo dejara. Por otra parte, el agravamiento del estado de la profesora
hizo menudear las visitas de las personas de su entorno, en especial, de Rita y
el hijo mayor de Berta, quien fue disponiendo el ritmo y personal de la
atención médica de su madre. En consecuencia, y conforme a su manera de ser,
Guillermo levantó el campo de la casa de Berta y retornó al chalet próximo,
desde donde retornaba para acompañarla, por lo general, un buen rato por la
mañana y otro por la tarde. Me contaba:
-
El
mejor momento era por las mañanas, en el jardín. A esas horas, quien más, quien
menos, andaba a sus ocupaciones y nos dejaban en paz. Escuchábamos música, leíamos
-con frecuencia, yo le hacía de lector- o veíamos las fotografías del viaje a
España, cuyo etiquetado y ordenación fue la última empresa que abordó, antes de
venirse físicamente abajo. Poco antes de marchar, intubada y en camilla, camino
del hospital, me susurró: No te entristezcas. Todo está preparado.
Que podía ser ese todo,
Guillermo lo fue sabiendo, de labios de Rita y de boca del notario. Comenzando
por esto último, constituyó una sorpresa, tanto para mi amigo, como para la
familia de Berta. Esta había añadido últimamente un codicilo a su testamento de
dos años antes, en que legaba a su gran amigo, Guillermo Albentosa, el
usufructo de su casa en Ciudad de Panamá por el tiempo máximo de seis meses, a
fin de que procediese, con todo cuidado y tranquilidad, a la recogida y
ordenación de los papeles personales de la causante, guardados en carpetas y
portafolios rotulados Mis memorias, que quedarían en su poder durante un
periodo de cinco años, con plena libertad para sistematizarlos y publicarlos en
biografía, pasado el cual, todos los citados documentos pasarían a ser de la propiedad
del hijo mayor de la finada. Ítem más, las cenizas de la difunta serían
trasladadas a la sepultura familiar de Castellar, junto a sus padres,
encargándose de todas las gestiones pertinentes el susodicho señor Albentosa.
El propio texto del codicilo asignaba el dominio de sus trabajos literarios y
académicos, pendientes de publicación a su muerte, a la biblioteca McGrath de
la Universidad Santa María la Antigua, actuando como fideicomisaria su amiga y
bibliotecaria, Rita de Casia Veragua.
Puedo asegurar
-como quien se lo oyó decir a Gabriel- que lo que más le llamó la atención y, a
la vez, lo preocupó fue que el notario le pudiera pedir la documentación
personal, de la que habría de deducirse que Guillermo Albentosa no existía, a
efectos jurídicos. Afortunadamente, el notario no le reclamó carné ni
pasaporte, dando por bueno lo que todos asumían… y que Berta había matizado
reservadamente al fedatario, a saber, que el Guillermo era perseguido por
terroristas españoles y tenía autorización de su país para usar de una
identidad supuesta.
***
Este relato llega
a su fin, aceptando lo que me apuntó Gabriel en nuestra última entrevista: A
nadie le interesa mi vida sin Berta. Claro que una persona puede influir en
otra, y hasta seguir viviendo en ella, más allá de la muerte. Eso resultó
indudable cuando Rita le entregó un lápiz de memoria -el famoso adminículo que
la profesora guardaba bajo llave, no fiándose ni de su ordenador bajo
contraseña-. Iba dentro de un sobre dirigido a él, con una nota interior, de
puño y letra de Berta: Yo ya acabé mi parte. Ahora te toca concluir la tuya.
Se trataba de aquel Caicedo al alimón, sugerido por la bibliotecaria,
aparentemente sin efecto. Pues bien, sacando fuerzas de flaqueza, Berta había
confeccionado la sección literaria y periodística del personaje. A Gabriel le
correspondería terminar la relativa al biografiado, como político, aventurero y
bohemio. Rita habría de prologar y tratar de publicar la obra, testimonio de un
esfuerzo común.
No era el único,
ciertamente. Bien por confianza plena, bien por darle algo que hacer, Berta
ponía en las manos de Guillermo la compleja tarea de organizar, y publicar en
su caso, las Memorias de su amada, antes que, por el transcurso de cinco
años, aquel acervo documental pasase a manos del hijo mayor, único que residía
en Panamá. Podría decirse, pues, que la difunta le había dejado bastante
trabajo, como para no aburrirse en unos años. Si lo había decidido
espontáneamente, o para evitarle la inclinación de irse con ella, es
cosa imposible de asegurar, aunque la mayor probabilidad -según mi opinión-
corresponde a la segunda de dichas opciones.
***
¿Alcanzó Berta en
vida el convencimiento de que Gabriel y Guillermo eran la misma persona? Él nunca
llegó a saberlo. Tal vez era demasiado dubitativo, o es que ella jugó a no
darle una respuesta concluyente. Lo más cerca que estuvo de la certeza fue
cuando encontró, en la última carpeta de las Memorias, una cuartilla con
la letra, en francés, de la canción Pardonne-moi[34].
Tras los versos de dicha tonada,
Berta había agregado la siguiente coda:
Vive y muere en paz, amor mío, que
yo, de todo corazón, te he perdonado.
Je viens, le cœur tendre et les mains nues,
Je viens puisque tu ne reviens plus.
Je viens comme un enfant pour prier,
Comme un pénitent les yeux baissés
Pardonne-moi de t'aimer tant,
D'avoir si froid quand je t'attends;
Pardonne-moi de t'implorer,
Pardonne-moi de t'adorer.
Je viens comme un pécheur vers son Dieu,
Je viens comme un martyr vers le feu;
Je viens comme un fou vers sa folie,
Comme un nouveau-né qui veut la vie.
Pardonne-moi de t'aimer tant,
D'avoir si froid quand je t'attends;
Pardonne-moi de t'implorer,
Pardonne-moi simplement de t'aimer.
Vengo con las manos sin llenar,
Vengo, porque tú no has vuelto más,
Vengo como un niño que se pierde,
Vengo por volver de nuevo a verte.
Perdóname por
tanto amor,
Por no vivir
sin tu calor.
Perdóname por
no saber
Dejar morir mi
corazón.
Vengo como un ciego hacia la luz,
Siento en tus ojos mi quietud.
Siento que mi vida está en tus manos.
Vengo, porque no puedo olvidarlo.
Perdóname por
tanto amor,
Por no vivir
sin tu calor.
Perdóname por
serte fiel,
Perdóname si
aún te quiero yo.
[1]
Traducible por Vengo con el corazón tierno y las manos vacías. Es el
primer verso de la canción Pardonne-moi que, con letra de Claude Lemesle
y música de Alain Goraguer, popularizó, sobre todo, la cantante greco-francesa,
Nana Mouskouri, en su disco long play titulado Alléluia, de 1977
(cara B, corte 1). Existe versión española de dicha canción, por la indicada
intérprete.
[2] Espido Freire, El primer amor, 1ª
edición, Ariel, Barcelona, 2000.
[3]
Juego aquí con un conocido vulgarismo que, si inicialmente fue signo de incultura,
me vale muy bien como una fusión de los adjetivos ostentoso y estentóreo,
en su acepción de llamativo o muy sonoro.
[4] Rodolfo
Caicedo Arroyo (1868-1905), notable literato y hombre público panameño.
[5]
Siglas de Universidad de Santa María la Antigua, o Universidad Católica
de Panamá, fundada en 1965.
[6]
Era una manera de rebajar la posible excitación pues, si bien la Capital está a
orillas del Océano Pacífico, la República de Panamá tiene también una extensa
costa al Mar Caribe.
[7]
En Panamá, desde 1904, son de curso legal, tanto los dólares estadounidenses,
como los balboas panameños, estando su valor equiparado por ley.
[8] Como es natural, mi amigo Gabriel me
hizo muchas confidencias, a condición de que mantuviese en mi relato nombres
supuestos. Así que, para mayor confusión, Gabriel, como su sosias Guillermo,
tampoco se llamaba así; ni tampoco son nombres auténticos los de los demás
protagonistas de nuestra historia.
[9] El mayor
empuje inicial para la fundación correspondió a los Agustinos Recoletos.
[10]
Datos correspondientes al año 2016, indican que estaban matriculados unos 6.000
estudiantes de todos los grados, con la docencia de unos mil profesores. Es de
tener en cuenta que ciertas titulaciones se imparten de modo virtual, no siendo
necesaria la presencia de los alumnos.
[11] En
honor de Marcos Gregorio McGrath (1924-2000), arzobispo de Panamá entre 1969 y
1994.
[12]
Traducción libre: Dame inteligencia para vivir.
[13]
Literalmente, Profesorado en Pre Media y Media. Los estudios duran dos
años y no precisan de hacerse presencialmente.
[14] Véase nota 3.
[15]
Según expertos, si no hay percances o descuido grave, el timbre y la fuerza de
la voz se conservan incólumes hasta los sesenta años, incluso en cantantes de
ópera.
[16] El viejo Panamá alude a la zona histórica de
la capital actual de la República. Panamá Viejo es la zona arqueológica a que
ha quedado reducido el primitivo emplazamiento de Ciudad de Panamá (unos diez
quilómetros al nordeste del actual), tras la destrucción por el pirata inglés,
Morgan. Panamá Viejo fue la capital de la zona del Istmo entre 1519 y 1670.
[17]
Mi amigo recordaba el dato por el hecho de que, en aquella época, tales
monturas eran poco o nada conocidas entre el público español.
[18]
Denominación del edificio sede de la Presidencia de la República de Panamá.
Responde a la curiosa costumbre de tener casi siempre unas cuantas garzas
paseando por el patio principal.
[19]
Colón es una importante ciudad de Panamá, distante de la capital unos 70
quilómetros. Baltimore es la capital del estado norteamericano de Maryland.
[20] Una de
las provincias de Panamá, cuya capital es David. Allí tiene la USMA una de sus
sedes.
[21]
Rafael Alberti Merello (1902-1999), poeta español, publicó en Buenos Aires el
año 1952 uno de los más hermosos poemarios inspirados por la nostalgia del
destierro: Retornos de lo vivo lejano.
[22]
Recuerdo que es el nombre de la ciudad capitalina de la provincia panameña de
Chiriquí.
[23] El
caballero perfecto y casto de entre los fantásticos de la Tabla Redonda del rey
Arturo de Bretaña.
[24]
Adelantaré que la referencia original de este CD, en su forma analógica de long
play, es la siguiente: Nana Mouskouri, Alléluia, año 1977. La
canción a la que se alude en el relato era Pardonne-moi (música de Alain
Goraguer, y texto lírico de Claude Lemesle), que ocupa en el disco el corte 1
de la cara B. Ioanna Nana Mouskouri es una versátil cantante griega,
nacida en 1934. Existe versión castellana de este tema -Perdóname-
cantada por la señora Mouskouri, audible por Internet (Youtube, etc.).
[25] Es
decir, entre los diez libros más vendidos del momento.
[26]
Dicho muy brevemente, Panamá formó parte de Colombia, hasta independizarse en
1903. Parece seguro que tal proceso no se habría producido, de no ser por el
interés de los EE.UU. en conseguir de un nuevo Estado, pequeño y amigo, las
mejores condiciones de control y extraterritorialidad para una obra
fundamental, que los americanos consideraban como propia: el Canal de Panamá.
Posteriormente, esa dependencia de los EE.UU. fue muy lamentada por los
panameños, que a duras penas lograron la soberanía sobre la zona del Canal en
1977 (Tratado Torrijos-Carter).
[27]
Una de las provincias de Panamá, lindante con Costa Rica, famosa por sus bellos
paisajes caribeños y parques naturales.
[28] Véase la nota 15. También se le denomina
Panamá la Vieja.
[29]
Paul Verlaine (1844-1896), poeta francés, cuyo poema más famoso, Chanson
d’automne, recoge esa expresión: une langueur monotone.
[30]
Es el título dado en español a la novela, originalmente en neerlandés, del
escritor de esta nacionalidad, Arthur Valentijn Japin (1956), titulada Een
schitterend gebrek (2003). Que yo sepa, la primera traducción al español
fue publicada en 2006 por la editorial Roca, de Barcelona.
[31] Véase
la Parte Primera, capítulos XLIII y XLIV.
[32]
Gigante mitológico, que recuperaba todas sus fuerzas en cuanto tocaba la tierra
con su cuerpo. Hércules lo estranguló hasta la muerte, gracias a mantenerlo
alzado con sus brazos.
[33]
La canción es Terciopelo y fuego, cantada inicialmente por el grupo
español Falcons, que fue número 1 en las listas de Los 40 Principales
durante cinco semanas (1978-1979).
[34]
Recuérdese la nota 1. Para una mejor comprensión del texto, incluyo al final
del relato las versiones íntegras, en francés y en español, de la susodicha
canción.
[35]
Insisto en que no se trata de una traducción literal, sino de las dos versiones
de la letra de la canción, en su francés original y en español.
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