Historias de
traición (VII). El ingeniero fiel
Por Federico Bello
Landrove
El tema de la traición y la fidelidad es
llevado en esta narración al mundo hosco y extremo de nuestra Guerra Civil y la
inmediata posguerra. ¿Quién marca las ideas a que cada cual ha de ser fiel?
¿Valen más los uniformes que las necesidades? ¿Qué pasa cuando nuestro bando nos
parece tan falso y encanallado como el otro? Dejemos que una joven pareja y sus
padres nos den algunas respuestas, aunque sean políticamente incorrectas, es
decir, desagradables para los vividores de la política (así, con minúsculas).
1. El novio desvelado
Si de Maxi hubiera
dependido, habría pasado la noche en su habitación de la Residencia de
Oficiales, pero su madre había insistido de una forma razonable e insistente,
que lo convenció:
-
Es
costumbre que el novio salga el día de la boda de la casa de su familia, para
así acudir todos juntos o, al menos, con la madrina, camino de la iglesia.
Siendo cuatro, podemos ir en el mismo taxi.
En efecto, cuatro,
ni más ni menos: Su madre; la tía Amelia que, por su soltería, había compartido
su hogar desde siempre y quería a sus sobrinos como si fueran hijos suyos; su
hermana pequeña, Tati, a quien correspondía el honor del madrinazgo, aunque
solo fuese por la amistad que la ligaba con la novia; él, por supuesto, y pare
usted de contar. Rita, la hermana mediana, había excusado su ausencia con media
docena de líneas, casi con displicencia: El
viaje sería muy largo y Albertito es aún muy pequeño para someterlo a él o
dejarlo aquí solo… Total, lo previsto, y gracias a Dios que contaba con
tres familiares que lo acompañasen hasta el altar, tantos como Inés…
Pero no
adelantemos acontecimientos y dejemos que Maxi, después de comprobar por
enésima vez traje, anillos y arras, se siente a oscuras, en la intimidad del
despacho paterno, y ponga en orden recuerdos, preocupaciones y proyectos, en
voz alta pero apenas audible, como suele hacer cuando piensa en algo que lo
emociona o inquieta. Agucemos, pues, el oído y estemos atentos, pues no será
fácil sacar algo en limpio del desordenado soliloquio, que por momentos le
lleva a levantarse del sillón, paseando arriba y abajo de la amplia sala, sin
otra luz que la mortecina que, desde la calle, dejan pasar cortinajes y
visillos.
-
¡Cómo
me acuerdo de mi padre! Parece que lo estoy viendo, sentado aquí mismo,
preparando sus clases del Instituto o redactando aquellos apuntes de Álgebra
que, aun encuadernados y valiosos, nunca quiso dar a la imprenta y duermen
ahora el sueño de los justos en esta librería. ¡Anda, que no me vinieron bien
para enamorarme de las Matemáticas y pasar con las mejores notas los cursos del
bachiller! Claro que luego…
Luego, Maxi se creyó plenamente
capacitado para superar el reto de la Ingeniería de Caminos y allá que se fue a
Madrid, con apenas dieciséis años, a seguir las clases de la Escuela
Preparatoria, casi obligadas para conseguir aprobar el examen de ingreso en la Escuela
Especial. Según él, un tercio de excesiva confianza y dos tercios de mala
suerte le hicieron suspender. Vamos, una tragedia o, quizá mejor, un ridículo y
una vergüenza: tener que confesar una y mil veces a las amistades de Castellar
que él, la lumbrera de todo matrículas de
honor, había fracasado por primera vez en la vida. Aquí fue Troya, la que
se armó entre él y su padre, y que acabó como no podía ser de otra forma,
siendo él un mocoso y su progenitor,
todo un carácter, catedrático y, por si fuera poco, destacado político
socialista de la ciudad, aunque -como él mismo decía- en estado de hibernación, en tanto durase la Dictadura[1].
Finalmente, el dictamen de su padre fue tajante:
-
Aunque
solo sea por formar tu voluntad y tu carácter, no consiento que tires la toalla
y abandones tus objetivos, como un fracasado. Volverás a la Preparatoria, con
renovados bríos y menos confianzas y, no solo ingresarás, sino que alcanzarás
el respeto de ti mismo y de quienes se miran en ti, empezando por tus padres y
tus hermanos.
Pero el padre
propone y Dios dispone. Escuchemos su personal ejemplo, de los labios del mismo
Maxi:
-
¡Qué
diferente, y posiblemente mejor, me habría sido la vida, si no se hubiera
metido a redentor el bueno de don Vicente[2],
convenciendo a mi padre para que llegásemos a una transacción, lo que,
naturalmente, a mí y en aquella situación me pareció de perlas.
Parece ser que el
tal don Vicente solía proponer esa solución para animar a todos los buenos
alumnos de la Preparatoria, que no ingresaban a la primera en Ingenieros de
Caminos. Nunca vino mal a un cazador que
su escopeta fuese de dos cañones, aducía. El segundo cañón no era otro que
el de intentar el acceso -bastante más fácil- al Arma de Ingenieros militares,
desde la cual no era difícil pasarse luego a la ingeniería civil. En todo caso,
el foguearse en una oposición solía tranquilizar al opositor y ocupar el
tiempo, a veces, demasiado largo entre una convocatoria y otra.
-
Tuve
que darle mi palabra de honor a papá
de que no abandonaría la preparación de la ingeniería civil -proseguía Maxi-. La
verdad es que, aunque teníamos familiares marinos de guerra, ni a él ni a mí
nos gustaban los uniformes. En fin, entré en la Academia con la gorra -nunca mejor dicho- y, a fin de cuentas, me gustó el
ambiente y fui dando largas a cumplir mi promesa. Ahora era ya todo un cadete y
tampoco estaba dispuesto a consentir que mi padre se me impusiera, aunque fuese
yo todavía menor de edad.
¿Dice Maxi la
verdad, o nos está ocultando algo? La verdad es que aquel muchachote de
diecinueve años mal cumplidos se dejó llevar por el brillo del uniforme y de la
vida fácil, en aquellos años de academia en Guadalajara, en los que ni Academia
había[3],
por lo cual el orden cuartelero y la disciplina se relajaron un tanto. Pero,
sobre todo, Maxi no nos confiesa que aquellos años fueron los del embeleso, que es como tilda el periodo a
caballo entre el final de la Dictadura y el primer bienio de la República[4].
Fue precisamente en 1929 cuando, con veintidós años, don Maximino Palanca
Dobarro obtenía el despacho de teniente y pasaba a ejercer sus competencias en
el Regimiento de Pontoneros de Castellar. Y, ahora sí, escuchemos lo que tenga
que decirnos de aquella época y de Berta Bustamante, principal culpable del
citado embeleso:
-
No
quiero eludir compromiso ni responsabilidades, aduciendo que lo que más nos
unió fue la intimidad de nuestras dos familias, por la afinidad política de
nuestros respectivos padres. Es verdad que eso nos facilitó mucho las cosas y
contribuyó a que nos sintiésemos unidos quienes, por carácter y aficiones,
éramos muy dispares. Por otro lado, ella era -¿cómo lo diría?-… muy impetuosa y
yo, tímido e inexperto hasta dejarlo de sobra. Si tuviera que definirlo de
algún modo, señalaría que éramos una pareja con los roles tradicionales
cambiados. En fin, el hecho es que, en cuanto surgieron las dificultades -y por
verdaderas tonterías-, no supimos tener fe en lo nuestro, ni cómo reaccionar; y en eso sí que yo fui el más
culpable, tengo que reconocerlo.
Una vez más, me
veo obligado a apostillar las confidencias de nuestro peripatético Maximino,
precisando qué tonterías eran
aquellas, para que ustedes puedan juzgar si la dificultad era tan baladí como
él da a entender. Ciertamente, tendríamos que situarnos en aquellos tiempos
republicanos para entender lo sucedido. Es el hecho que, por su condición de
militar -por poco vocacional o atípico que fuese- Maxi empezó a encontrarse
desplazado y hasta hostilizado en su ambiente por el mero hecho de llevar
uniforme. Su padre le urgía, una y otra vez, a que cumpliera su palabra de
aspirar a la ingeniería civil, advirtiéndole de la posible incompatibilidad de
la condición de militar tradicional con el nuevo Régimen y con su propio
apellido. Su único hermano varón, tres años menor que él, abogado y activista
político muy de izquierdas, lo
zahería constantemente por su profesión militar y talante equilibrado y
reflexivo. La propia Berta, tan encandilada, en un principio, con sus dorados y
apostura, empezaba a mostrarse incómoda y a rogarle que, ante ella por lo
menos, apease entorchados y saludos marciales -seguramente, inducida a ello por
los comentarios de sus padres y compañeros de estudios de la Universidad-. En
fin, Maxi llegó a sentirse tan incómodo en Castellar, que optó por marchar a
Madrid, en un concurso de traslados, aparentando ante su familia que lo hacía
para cumplir finalmente el compromiso de preparar el ingreso en la Escuela de
Caminos.
-
No
sé si hice bien o no. Hasta que entró el Frente Popular[5],
los excesos antimilitaristas se aplacaron y mi propio padre suavizó sus ínfulas
socialistas, cuando vio en el 34 adónde llevaban[6].
No le habría venido mal mi ayuda en casa, para apoyarlo en las peloteras con el extremista de mi
hermano. Y digo lo mismo del padre de Berta: No es que él tuviese líos en el
hogar, pero sí que comprendió que las cosas no marchaban por buen por buen
camino y trató de corregir el rumbo en lo que podía, que no era mucho, siendo
un mero Teniente de Alcalde de una capital de provincias.
Añadamos a las
lamentaciones de Maxi por su huida a
Madrid, la ruptura definitiva con Berta, que no estaba dispuesta a convertirse
en una novia viuda -expresión suya-
porque al señorito le diera por marchar a
los Madriles, sabe Dios a qué. Pero para esto, como para otras muchas
cosas, al novio le sobraban disculpas. Escuchémoslo:
-
No
creo yo, decía, que nos hubiese ido muy bien. Ella tenía un carácter muy fuerte
y yo, aunque algo apocado, soy de pocos aguantes. No sé si hubiésemos durado ni
un año. Además, lo nuestro, más que un noviazgo, era una relación atascada. De
hecho, oportunidad tuvo de reanudarla y me mandó a freír espárragos.
No dejemos a Maxi
que queme etapas en su vida, que lo de intentar volver con Berta tuvo posteriormente
su momento y su razón. Encontrémoslo, pues, en Madrid, a donde se había
trasladado en el año 35, poco antes de recibir el ascenso a capitán, fruto de
seis años de antigüedad y del excelente número dos que fue de su Promoción -ya
se sabe, el uno fue para el hijo de un general; por cierto, un chico muy majo,
que todo hay que decirlo-. El soliloquio también entra por estos vericuetos:
-
¡Que
verdad es que el trato crea cariño o, cuando menos, amistad!¡Quién me iba a
decir que el Ejército, en el que entré de rebote y como por casualidad,
iba a llegar a formar parte importante de mí! Yo pienso que fue como reacción a
lo vivido en aquellos años, que ya se sabe soy de los que se crecen cuando les llevan la contraria. A mí la reforma de Azaña[7]
se me daba un ardite, puesto que era un oficial joven y especializado, pero sí
me quemaba el desprecio general de los políticos más indocumentados hacia los
militares, como si fuéramos todos vagos y autoritarios. Mis primeras reacciones
de indignación fueron convirtiéndose en una actitud de legítima defensa,
sintiéndome amenazado, como profesional y como persona. Tal vez, si hubiese
permanecido en Castellar, habría pensado de modo distinto, pero en aquel Madrid
del Frente Popular llevar uniforme por la calle te hacía blanco de miradas
torvas y de insultos.
No entremos en
críticas y dejemos que Maxi termine su perorata, que cada vez bosteza más y
habla con mayor lentitud. Está claro, como él dice, que su afirmación militar y
el cambio paulatino de sus escasas y moderadas ideas sobre la democracia y el
patriotismo en ningún caso lo llevaron a afiliarse a la UME[8],
ni a dar la menor adhesión o pábulo a las conspiraciones del año 36. De hecho,
siendo hermano de un diputado del PSOE[9],
la mayoría de sus compañeros eludían tratar con él de ciertas cuestiones. Sin duda, hizo bien, personalmente hablando
pues, habiéndole sorprendido en Madrid el alzamiento militar contra el Gobierno,
su adhesión a aquel habría podido suponer con toda probabilidad la ejecución
inmediata o la cárcel, cosas de similares consecuencias, no siendo por la mayor
o menor rapidez del fusilamiento[10].
De cualquier forma, el 18 de julio de 1936 le pilló preparando las maletas para
pasar unas semanas en San Sebastián, tras hacer alto un par de días en
Castellar para visitar a la familia, también ya con un pie en el estribo, con
viaje previsto a Galicia. Pero todos los proyectos se les vinieron abajo y, en
cierto modo, como acaba diciendo Maxi, a punto de abrir la puerta del despacho
y encaminarse a su dormitorio:
-
A
todos nos pilló el estallido de la guerra en el lugar equivocado pero, por lo
menos yo, he logrado contarlo.
2. El traidor capitán
Palanca
Maximino Palanca
guarda celosamente en casa de su madre una carpeta, en el cajón inferior de uno
de los armarios-librería del despacho, cuya rúbrica reza así: Notas de mi estancia en Madrid y de la
Guerra (octubre de 1935 – abril de 1939). A su vez, la carpeta se guarda en
una cartera de cuero, oportunamente cerrada con llave. Como yo tengo una copia
y el dueño, ¡por fin!, se ha ido a la cama -ignoro con qué resultado-, voy a
abrirla y a consultar su contenido, recogiendo literalmente aquí algunos de sus
párrafos más significativos. Procuraré conservar el orden cronológico de las Notas, salvo que resulte conveniente
alterarlo para su mejor comprensión. A fin de cuentas, el texto no fue
redactado por Maxi en tiempo real, como un diario, sino a posteriori, reflejando sus recuerdos cuando ya estaba de regreso
en Castellar, o combatiendo por los facciosos[11]
en los frentes que le cupieron en suerte.
Naturalmente, uno
de los puntos más importantes y dudosos de sus notas es el que se refiere al
conocimiento que fue teniendo del destino seguido por los familiares y amigos
que habían quedado en su ciudad natal. Es muy probable que se hayan mezclado
referencias del momento con otras que supo después, a su retorno a Castellar.
En todo caso, a nosotros nos servirán para saber qué fue de aquellos
desventurados, en los primeros meses de la guerra:
Muy pronto pude comprender, aunque solo
fuera por lo que pasaba en Madrid, que mi familia habría de sufrir las mayores
desgracias. Mi hermano Enrique, diputado de Castellar por el PSOE, que estaba
pasando con su mujer y sus hijitos unos días de descanso en casa de mis padres,
fue inmediatamente detenido por la Guardia Civil en nuestra propia casa, el día
20 de julio. Quince días más tarde fue sometido a consejo de guerra en el cuartel
del Regimiento de Caballería y condenado a muerte. La última pena se le aplicó
el 10 de agosto siguiente, sin que prosperasen los desesperados intentos de
última hora para conseguir su indulto. La condena de mi hermano por delito de
rebelión militar no tuvo otro fundamento que su significación política que, al
ser de relevancia nacional, como diputado en las Cortes, se consideró con
agravantes y fue castigada con la máxima pena.
… El abandono de la política por mi padre,
a raíz de su desengaño por los excesos del golpe de estado y rebelión armada de
octubre de 1934, seguramente le salvó la vida. Su condena fue a treinta años de
reclusión mayor que, cuando yo pude pasarme a la zona nacional[12], se hallaba cumpliendo en el penal de El Puerto de Santa María. Gracias
a mi intercesión, en marzo de 1937 fue trasladado a la cárcel de Segovia, donde
podían prestársele algunos cuidados médicos[13] para su diabetes y enfisema pulmonar, además de ser más factible la
visita de la familia, al estar mucho más próximo a Castellar. Nada de ello
resultó positivo para su salud y, rechazando las Autoridades todos nuestros
ruegos para que pasase sus últimos días en su casa, falleció recluido el 18 de
diciembre de 1937, a los cincuenta y cuatro años de edad.
… Mi madre fue cesada fulminantemente en
su puesto de funcionaria del Registro de la Propiedad, por el mero hecho de ser
esposa y madre de quien era, así como miembro de la asociación de Mujeres
Republicanas. Quiere decirse que, hasta que yo pude volver y ayudar
económicamente, las cuatro mujeres[14] quedaron
a merced de la caridad de algunos pocos
amigos, pues no les fue fácil colocarse a mis hermanas, sin experiencia laboral
y con el apellido que llevaban a sus espaldas.
… Entre las personas de cuyo destino tuve
noticia por la prensa en Madrid, se encontraba don Amancio Bustamante,
correligionario de mi padre y Teniente de Alcalde de Castellar[15]. Juzgado también en consejo de guerra, a fines octubre de 1936, fue
fusilado el Día de Difuntos[16]. Después he sabido que don Amancio había permanecido escondido durante
casi tres meses en casa de unos renteros suyos del pueblo de Muela de
Zapardiel, a los que su benevolencia les costó una condena de seis años de
prisión.
Tras recoger
objetivamente estos hechos y algunos otros parecidos, Maxi apostillaba:
Es muy probable que, de haber sabido con
antelación todas estas cosas, habría reaccionado de manera diferente a como lo
hice, aunque solo hubiera sido por dignidad o por venganza. Lo cierto es que,
hallándome en Madrid, pude comprobar de primera mano cómo aquellos republicanos
que decían descontrolados trituraban
al Ejército, impidiendo de paso que pudiese intentar ganar la guerra. Y, si no
de manera presencial, sí de forma completamente segura, tuve la seguridad de
que el asesinato era moneda corriente e impune en las cárceles y en las
denominadas chekas. En cierto modo,
fue para mí una suerte que la guerra me partiera en dos, pero de manera
sucesiva. Así pude tomar en cada momento las decisiones que juzgué más
correctas: abandonar, primero, aquel ambiente revolucionario en que peligraban mi vida y mis convicciones; ayudar a salvar, luego, lo poco o mucho que los
nacionales habían dejado de mi sangre y de mi vida pasada. De paso -y ya no me
duele decirlo-, me he convertido en un traidor para uno de los bandos y en un
sujeto poco de fiar para el otro; pero mi conciencia no me condena, ni por esto,
ni por aquello.
A mi parecer, lo
más curioso y de más insegura cronología son las consideraciones que Maxi hace
en las Notas acerca de la influencia
que tuvo en su cambio de bando la marcha de la guerra y lo que él denomina lo inexorable de la Historia. Yo
barrunto que pueda tratarse de reflexiones hechas después de acabar la contienda.
Desde luego, si son de octubre del 36 o por entonces, indican una perspicacia
digna de todo elogio. Veamos el texto al que aludo:
Tan pronto cruzó el Estrecho el Ejército
de Marruecos y lograron unirse las zonas norte y sur del bando nacional,
comprendí que la guerra estaba perdida para la República. Nuestro Ejército
regular estaba descabezado y a punto de ser sustituido por milicianos sin
conocimientos, organización ni disciplina. El Norte, clave para la minería y la
industria del Gobierno, estaba inexorablemente aislado y condenado a la
pérdida, por no hablar de la poca confianza que ofrecía la adhesión de la
Euzkadi del PNV[17]. Y yo pensaba -creo que razonablemente- qué sentido tenía mantener una
guerra tan encarnizada y destructiva, cuando la suerte estaba echada. Nada
bueno podía derivar de una contienda larga y penosa. Cuanto antes acabara todo,
mejor, por malo que fuese. Y, si Madrid se consideraba la clave -a mi juicio,
equivocadamente-, ¡pues que se perdiera Madrid! Por eso rezaba por la derrota
y, por eso, cuando la misma no se produjo de forma inmediata -como deseaba-,
opté por irme con los que iban a vencer. No era cobardía ni oportunismo, sino estado
de necesidad y deseos de ayudar a quienes de verdad[18] eran los míos: mi familia. Al fin, el ser militar y llevar uniforme
podría servirme de mucho; por supuesto, no entre aquellos energúmenos
revolucionarios, pero sí entre sus contrarios, que luego pude comprobar eran, a
su modo, tan energúmenos como los del otro bando.
***
El novio duerme,
por fin: su fuerte respiración lo delata. Sigamos, pues, hojeando las Notas y tomando de ellas lo más
significativo para saber cómo pudo Maximino Palanca pasarse a los nacionales. Al fin y al cabo, si este
relato es una historia de traición,
ahí es donde puede estar el meollo de la historia.
La aproximación de las columnas de los
nacionales a Madrid provocó la necesidad de fortificar y minar las zonas más
expuestas de su perímetro, para lo que fue una bendición la decisión del
general Franco de entretener el avance con la toma de Toledo y el levantamiento
del cerco de su Alcázar[19]. Se ve que el Generalísimo no participaba
de mi voluntad de acabar la guerra cuanto antes: Él sabrá por qué. Lo cierto es
que los militares de Ingenieros y los civiles hicimos cuanto pudimos por bloquear los
accesos a Madrid, sobre todo, por la zona de la Casa de Campo y la Ciudad
Universitaria. La llegada de refuerzos republicanos y de las primeras Brigadas
Internacionales hizo el resto, de modo que cuando empezó la batalla por
Madrid[20] la resistencia resultó insuperable a los
facciosos.
Obviamente, en mi condición de capitán de
Ingenieros hube de mantener el tipo y dirigir lo mejor que
supe las tareas de fortificación. A fin de cuentas, los hombres y mujeres que
se iban a jugar la vida en la defensa no tenían la culpa de que yo no
participara de su entusiasmo. Pero, al propio tiempo, tenía que ganarme la
confianza y la ayuda de la Quinta columna[21], si quería tener alguna esperanza en mis
propósitos de huida. Era el momento de aprovechar el conocimiento que, meses
atrás, había hecho de quienes luego se harían famosos como la célula más ilustre de los falangistas madrileños,
la llamada de Golfín y Corujo[22]…
… Dio la
casualidad de que fui testigo presencial del atentado de la terraza del Bar
Roig, en el que murieron un electricista y dos falangistas, que eran el
objetivo de los asesinos[23]. Ayudé en lo que pude y, con tal motivo,
entré en contacto con dos jóvenes, llamados Máximo y Juan Manuel[24], los cuales, al saber que yo era un oficial
militar de paisano, se ofrecieron para prestarme vigilancia o escolta cuando lo
juzgase necesario. A tal fin, y sin propósito por mi parte de hacer uso del
ofrecimiento, me dejaron sendas notas con sus nombres y direcciones. Ello me
sirvió de punto de partida para volverlos a encontrar, una vez iniciada la
guerra, cuando hube decidido escapar de la ratonera madrileña del modo que fuese,
incluso por canje o a través de los servicios de alguna Embajada… Estos últimos
métodos los deseché tempranamente, pues ni era un oficial famoso o de alta
graduación, ni había por el momento peligro concreto que me acechase… Decidí,
pues, esperar el lugar y momento propicio para desertar por las líneas del
frente y, entre tanto, aproximarme a las mismas, asumiendo tareas de minado y
fortificación.
… Dice el refrán que al que algo quiere,
algo le cuesta. Aquellos avezados espías de la Quinta columna vinieron a
decirme que, si quería su ayuda para escapar, habría de facilitarles
información de mis trabajos, cosa que -según ellos- me resultaría facilísima,
dada mi función y rango. Estuve a punto de rechazar su exigencia, pues tal
conducta de informador para el enemigo me generaba una profunda repugnancia.
Luego, considerando mejor lo que me jugaba, resolví aceptar, a base de
suministrarles datos de poca importancia, con pequeños errores de posición y
potencia, que en la práctica los harían poco útiles para los nacionales. Aún
así, he de reconocer que no me siento nada orgulloso de mi labor de espionaje,
que no pienso admitir ni revelar, más allá de aludir a ella en estas líneas,
escritas solo para mí y para quienes, una vez muerto yo, las encuentren y
decidan publicarlas.
… Estoy muy agradecido al comportamiento
eficaz y valiente de mis cómplices de
la Quinta columna, que me ayudaron a atravesar las líneas del frente en la
noche del 13 de diciembre de 1936, aprovechando una de las nieblas más espesas
que yo haya conocido -y eso que soy de Castellar, ciudad famosa por este
meteoro-, hasta el punto de hacer cesar los combates durante unas horas[25]… Mi
guía conoce, pese a todo, el terreno como la palma de su mano, y me conduce
durante una hora que se me hace eterna, dando constantes tropezones, por
vericuetos infames, hasta que se escucha distintamente el cerrojo de un fusil y
el consabido ¡Alto! ¿Quién vive? Conforme
a la tradición bien conocida contesto que ¡España! y, antes de que me pregunten el santo y seña, que lógicamente
desconozco, agrego con énfasis: ¡Soy el capitán Palanca, del Regimiento de
Zapadores Minadores, que viene a ponerse a las órdenes del general Varela![26]
La presencia de mi guía, ya conocido por
otros pasajes anteriores, acaba de aclarar la situación y dar confirmación de mi
pregonada identidad.
La poca luz que
emite la lámpara de mesa del despacho está cargando mis ojos con la lectura,
por no aludir a la caligrafía del manuscrito de Maxi, no siempre fácil de
entender. De modo que, si a ustedes no les parece mal, este narrador lo va a
ser en su integridad, refiriéndoles con voz propia lo que he llegado a saber de
Maximino Palanca, una vez escapó de la ratonera
madrileña, como él dice. Desde luego, no puedo ser un relator omnisciente,
pero sí veraz. Lo poco o mucho que sepa de su vida y milagros se lo referiré
con tal verdad, que no echarán en falta las Notas,
las cuales, sin embargo, no guardaré todavía, por si fuere pertinente
volver a ellas.
3. Aventuras de un desclasado
Una vez producida
la oportuna y completa identificación, no le fue fácil a Maxi pasar por el
filtro que sus compañeros sublevados imponían a los oficiales republicanos que
cambiaban de bando. En su caso, tenía la agravante de que su coronel al mando
el 18 de julio había tomado parte en el levantamiento del Cuartel de la Montaña
y, como rebelde, había sido juzgado y ejecutado[27].
Comoquiera que, además, el Regimiento de Maxi tenía su sede en el citado
acuartelamiento, le fue forzoso explicar su ausencia en el levantamiento de los
días 18 y 19 de julio de 1936. El capitán fue poco sincero:
-
Yo
tenía autorización para pernoctar fuera del cuartel, así como un permiso
mensual para tomarme las vacaciones de verano.
-
Pero
se enteraría de que sus compañeros -cuando menos, los mejores- acudían al
llamamiento del general Fanjul[28],
empezando por su coronel.
-
Me
resultó imposible superar el cerco de policías y milicianos que asediaban el
acuartelamiento -mintió-.
-
Eso
sería porque no lo intentó en serio. Otros muchos lo lograron.
-
¿Qué
habría sido mejor para ustedes: que
hubiera habido un oficial muerto más, o que haya sobrevivido para incorporarme
a la Quinta columna y haya podido pasarles buena información?
El comandante que
lo interrogaba gruñó algo sobre prudencia y cobardía, dando por terminada la
entrevista. Seguramente que, por entonces, desconocía el significado político
del apellido Palanca que, desde luego, no ignorarían quienes, días después,
ordenaron lo procedente respecto del
capitán:
… Se le reconocen provisionalmente el grado
y los derechos inherentes al mismo, debiendo ponerse a disposición del General
de la VII División Orgánica en Castellar, hasta que se resuelva lo procedente
por dicha Autoridad, con carácter definitivo.
Era lo que
habitualmente se acordaba para casos análogos, pero Maxi sospechaba con
fundamento que, en su caso, la decisión iba a resultar complicada, a la vista
del color político de su familia; tanto más, cuanto que en Castellar era
sobradamente conocido. Adelantaré que las cosas fueron bastante mejor para el
tránsfuga de lo que él imaginaba. Su expediente cayó en manos de un teniente
coronel de Ingenieros, de servicio en la División, que lo había tenido a sus
órdenes años atrás y sabía de sus capacidades y de la tibieza de sus ideas. No
debía de ser un mal hombre, cuando se justificó así ante Maxi:
-
Capitán,
voy a recomendar su plena incorporación a nuestro Ejército. No es que esté
convencido de su adhesión al Movimiento, pero creo que su familia ya ha sufrido
bastante.
¡Si lo sabría
Maxi! Nada de bueno había logrado descubrir en el Castellar al que llegó,
justamente en vísperas de Navidad, no siendo las sonrisas, saludos y taconazos
que recibía, más por el uniforme que llevaba, que por la alegría de recuperarlo
para la zona nacional. En su casa, a
la tristísima desaparición de los varones, se unía el desmantelamiento por los
varios registros y múltiples incautaciones sufridas. Por supuesto, las chicas
de servir habían volado y las fechas
festivas entrañables hacían aún más vivo el dolor por la muerte del hijo y la
prisión del padre. La aparición de Maxi supuso, además de una alegría, la
bendición de la ayuda económica y la protección frente a los abusos de toda
laya, aunque él se encargó de advertirles que aún estaba bajo sospecha y podía
acabar expulsado del Ejército e, incluso, encarcelado. Indudablemente,
exageraba la nota, a fin de no tener que reconocer que había cambiado de bando
en plena batalla y que, por tanto, podría ser que no lo aceptasen en el
Ejército hasta entonces enemigo, mas no era probable que fuesen a premiar con la prisión su deserción y
trabajo en la Quinta columna. Pero, ¿qué versión había dado a su familia de su
desaparición de Madrid para reaparecer en Castellar?
Su primera parte
era creíble: En una noche de espesísima niebla, inspeccionando las
fortificaciones de primera línea, había perdido el rumbo y acabado en un puesto
avanzado de los nacionales. Lo
increíble venía después: Aunque era un oficial enemigo, su vinculación a un Arma
especializada y de pocos efectivos, como era la de Ingenieros, le había evitado
la cárcel y la expulsión del ejército, con la obligación de incorporarse a las
fuerzas de Franco. Su hermana mayor, Rita -prometida de un médico que había
tenido que alistarse como alférez de Sanidad Militar y andaba por el frente del
Norte con las tropas de Mola[29]-,
le preguntó, un poco como portavoz de las cuatro mujeres:
-
¿Y
no te va a dar repugnancia luchar al lado de quienes nos han hecho tanto daño?
-
No
veo otra forma de que podamos comer y salvar yo la libertad, y quien sabe si la
vida, replicó con hosquedad.
-
Deja
que Maxi decida lo juzgue pertinente -intervino la madre, contemporizando- y
disfrutemos de su presencia y de su ayuda. Eso sí, agregó, procura dorar la
píldora cuando vayas a hablar con papá.
También él temía
ese momento, a la par que lo anhelaba. Aunque el padre aceptara la patraña del
extravío en la niebla, no creía que su conciencia tragara con el cambio de
bando; y no por el honor militar, sino porque toda su vida la había dedicado a
luchar por el socialismo y la prosperidad de la República. Pero se llevó una
sorpresa mayúscula, cuando aquel hombre admirado y fuerte, hecho ahora un
guiñapo físico, sacó fuerzas en la voz y la mirada, para espetarle:
-
Por
encima de todo, haz mis veces y protege con tu vida a tu madre, a tus hermanas y,
en lo que puedas, a los hijitos de tu difunto hermano. En situación de
necesidad, lo primero es lo primero y a ello hay que sacrificarlo todo, menos
la honradez. Mucho hemos hecho y entregado en esta familia por una República,
de la que lo menos que puede decirse es que nos ha defraudado y que, con la
inestimable colaboración de sus enemigos, ha acabado por llevarnos al desastre.
Aquellas palabras
-que guardó en su corazón como un tesoro a compartir con nadie- acabaron por
tranquilizar su conciencia y fueron su mayor consuelo cuando le tocó pechar con
la incomprensión y el desprecio de quienes lo rodeaban. Claro que estos
llegaron a conocer muy pronto de esa deserción, que él había intentado ocultar
pero que en seguida fue voz pública. Era un tanto muy goloso para los de derechas encarecer la razón y el
atractivo de su causa, que hasta eran reconocidos -¡y de qué manera!- por
republicanos de toda la vida. De paso, el honor del republicano de toda la vida era puesto en solfa, pues poco podía
haber más cobarde y vergonzoso que pasarse al enemigo durante el combate. Maxi
se sentía, ante sus compañeros y conocidos, objeto de desprecio y de burla, sin
poder reaccionar ante lo que, como mucho, se exteriorizaba por gestos, frases
de doble sentido o bisbiseos a sus espaldas.
Si la actitud de
sus diversos generaba a Maxi un
disgusto relativo, el rechazo de los afines
le resultaba mucho menos soportable. A diferencia de los otros, se le
acercaban mucho menos pues, en aquellos peligrosos tiempos, quienes se sentían
amenazados procuraban valerse por sí mismos y pasar lo más desapercibidos
posible. Con todo, a las sonrisas, saludos y parabienes de los primeros días,
habían sucedido los cambios de acera, miradas para otro lado y gestos de
disgusto o de abierta reprensión. Cuando paseaba con su madre -todavía cesante-
o con su hermana pequeña -aún parada-, los saludos o las preguntas por su padre
eran todos para ellas. Él era el garbanzo negro, el traidor, el símbolo
vivo y despreciable de que podía uno cambiar, transigir o adaptarse, sin que
por ello se hundiese el mundo o se dejara de ser uno mismo. Quedaba por saber
-pensaba el Capitán- qué habrían hecho ellos
por salvarse o prevalecer, de haber podido. Eso no lo sabía él; lo que sí conocía bien eran las canalladas que
los de izquierdas y los de derechas hacían por vencer, por prosperar, por
vengarse.
El peor momento
que le hicieron pasar en este sentido, fue cuando su madre le recordó la
conveniencia de acudir a casa de los Bustamante, para que les diera el pésame
por la muerte del cabeza de familia. En uno de esos gestos de apoyo que la
habían hecho imprescindible en la familia, la tía Amelia se ofreció para
acompañarlo. Ante todo, le puso en antecedentes de la situación de aquella
familia, otrora tan cercana:
-
Mejor
le ha ido a doña Ascensión que a tu madre, pues no había olvidado su profesión
de soltera y tiene unas manos estupendas para todo tipo de costura. Esta claro
que como modista fina tiene poco presente, y ya veremos el futuro, pues unas
señoras no van a ella por no darle a ganar y otras no vamos porque no tenemos
un duro. Pero, ¿sabes cómo se las ha arreglado y bastante bien? Pues cosiendo
para los militares. No imaginas la de trabajo que dan, con tantos uniformes
como se necesitan. Claro que pagan poco y hay que cortar y coser muy aprisa, pero
se las va componiendo para cumplir los encargos.
-
La
ayudará Berta -aventuró Maxi, recordando a su antiguo cariño-.
-
Hum
-replicó Amelia-. Ella es de otra pasta; no sé cómo decirte: más emprendedora,
con más iniciativa. Se ha colocado en la Perfumería
Moderna y, por razones de trabajo, va hecha un pincel. Claro que, cuando
terminan de cenar, también ayuda, pero me da a mí que de mala gana.
-
Pues
entonces…
-
Queda
la pequeña, Inés; no sé si te acuerdas de ella. Ascensión no ha querido que
dejase de estudiar hasta acabar el bachiller, gracias a una beca que, por
milagro, no le han quitado. Pero, en cuanto llega del colegio, se pone a
hilvanar y a coser ojales y botones hasta las tantas. Y, cuando no dan abasto,
llaman a alguna vecina para que las ayude.
-
Ya.
¿Y el chico, Rafael, qué es de él?
-
Pegando
tiros por el frente de Madrid. Milagro si no llegasteis a estar los dos frente a frente.
La visita resultó
protocolaria, casi fría. Ambas niñas estaban
cada una a su afán fuera de casa, y poca confianza y trato había tenido hasta
entonces Maxi con doña Ascensión. Se quedó con las ganas de preguntarle por los
réditos del trabajo del taller de costura y del empleo de Berta, por si podía
él ayudar modestamente en algo. En cambio, la señora le solicitó alguna
recomendación para el capitán de su hijo, un energúmeno -según ella-, que le
tenía vedados los permisos y censuraba las cartas hasta tal punto, que
resultaban ininteligibles, de tantos tachones. Como Rafael luchaba en
Infantería, ningún contacto ni conocimiento tenía Maxi con el presunto
autoritario, pese a lo cual prometió -con la boca pequeña- que intercedería por
el soldado. Terminó la visita en algo menos de media hora y, al salir a la
calle, dijo el sobrino a su tía:
-
No
sé por qué me da que doña Ascensión no ha tomado a bien que yo haya vuelto y
siga de capitán, mientras su hijo anda de soldado raso y, a lo que parece,
bastante jorobado por un oficial fascistón.
-
Hijo,
hay que comprenderla. No sabes lo bien que le vendría un hombre de valía en
casa, y no solo por cuestiones económicas, sino de apoyo moral. Fíjate hasta
dónde están llegando las cosas, que se rumorea que el casero de los Bustamante
anda requebrando a la viuda, solo por hacerse valer y escarnecerla.
-
¡Qué
me dices, tía! Eso sí que no lo puedo consentir, que para algo ha de valer el
uniforme.
-
Ándate
con cuidado, que él es un ricachón con agarraderas y tú, por mucho que digas,
estás en la cuerda floja.
Fuera por precisar
más los datos respecto a lo del casero, fuera porque el cariño de antaño no
estuviera del todo apagado, Maxi se informó del horario del comercio y, días
más tarde, a la hora de cierre, esperó a Berta enfrente de la perfumería y la
abordó con afecto. La chica, pasadas la sorpresa y curiosidad del primer
momento, fue mostrándose cada vez más fría. Por si contribuía a ello lo gélido
de la tarde, la invitó a tomar un café en la Plaza y charlar en un ambiente más
acogedor. Berta le salió por los cerros de Úbeda:
-
Para
mostrarnos en público, podrías haber venido más discreto, no de uniforme.
-
Perdona,
mujer, pero en general estamos obligados a llevarlo; tanto más yo, que todavía
estoy sujeto a expediente de depuración, por haber estado en el Ejército republicano.
-
Ya
que lo has mencionado, Maxi, sácame de la duda. ¿Cómo es que, con todo lo que nos han hecho, te has pasado a los de
Franco?
Maxi se paró en
seco. No estaba dispuesto a aguantar filípicas ni a dar explicaciones a aquella
muñequita, que -ahora que se fijaba
bien y frente por frente- parecía un anuncio de Guerlain[30]. En voz baja, pero recalcando los
conceptos, dijo el capitán:
-
Pues,
entre otras cosas, he cambiado de bando para poder ayudar y proteger a mi
familia y a los amigos que lo necesiten. De modo que, como te cuento en el
número de mis amistades, quede explícito que puedes disponer de mí para todo
aquello en que pueda serte útil. Se lo dije a tu madre el otro día pero, como
no estabas presente, he querido decírtelo hoy en persona.
Berta se ruborizó
visiblemente y entreabrió los labios, como si quisiera replicar algo, pero
abortó el propósito. En consecuencia, Maxi recuperó la sonrisa y dijo:
-
Entonces,
¿hace el café, aunque vaya de uniforme?
-
¿Para
qué? -repuso Berta con displicencia-. Ya me ha quedado claro cuanto has venido
a decirme.
-
Pues,
entonces, lo dejaremos para otro día. Vamos, te acompañaré hasta casa.
Eran apenas
doscientos metros pero, con todo, el silencio resultó embarazoso; tanto, que
Maxi se hizo el firme propósito de no volver a buscarla nunca más. Claro que
los que conocían bien al capitán sabían que la firmeza de sus enfados duraba entre media hora y unos cuantos días.
En eso sales a mí -decía con orgullo
tía Amelia-: el que se enfada pierde en
razón y gana en tristeza.
Baste lo que les
he contado en este capítulo para enlazar con el que sigue, tras llegar a una
conclusión evidente: Cuando llamaron del Gobierno Militar al capitán Palanca
para comunicarle su destino al Batallón de Pontoneros de la 13ª División, en el
frente del Jarama[31],
casi se alegró. La incorporación habría de hacerse con efectos de 1 de febrero
de 1937. Así empezaría la vida militar del Capitán con su nuevo Ejército. A partir de aquí, si quiere referirles a ustedes
algo más sobre ella, que sea él quien lo haga por medio de sus Notas porque, la verdad, para contarles
su historia personal -vale decir, su vida sentimental- no creo preciso dar
muchos detalles de sus acciones de guerra.
4. Justicia militar
Veamos, pues, esas Notas,
con la celeridad que aconseja lo avanzado de la noche, que puede dar lugar a
que en cualquier momento suene el despertador, que sin duda habrá puesto Maxi
para levantarse con tiempo de sobra y estar listo, una hora antes de la boda.
No me fue grato el primer contacto con la
que habría de ser mi Unidad durante toda la guerra. La 13ª División -mal número
para quien sea supersticioso- era por aquel entonces una mera columna de las de los primeros tiempos de la
contienda, vale decir, una amalgama de efectivos africanos -tanto de la Legión,
como moros-, mezclada con voluntarios españoles y algunos de reemplazo, no
mayor que una Brigada, en la que el así llamado Batallón de Pontoneros alcanzaba a ser por entonces poco más de
una Compañía, aunque su prevista expansión ya se reflejaba en estar mandado por
un comandante de los retirados de Azaña[32],
un cuarentón riojano apellidado Del
Cerro, que -según me dijo- se había reincorporado a filas tan pronto se produjo
el Alzamiento, por escapar de las deudas y de su mujer. No sé lo que habría de
verdad en ello, pero lo cierto es que no demostraba tener muchos conocimientos,
ni ganas de jugarse el tipo. De modo que, aunque me esté mal decirlo,
inmediatamente me convertí en el jefe efectivo del Batallón, incluso cuando este
fue alcanzando sus correctas dimensiones. Eso sí, siempre me trató con el mayor
respeto y compartió conmigo las abundantes exquisiteces que desde Calahorra le
enviaba su familia, como si de un pobre recluta se tratara…
… Era Barrón[33] un militar de cuerpo entero, competente, severo y enérgico. Procedente
del Arma de Caballería, me cogió cierto apego[34], al menos, lo suficiente para quitarme la vitola de capitán poco afecto
a la causa y merecedor de ser vigilado. De él recibí el elogio más certero que
me hicieron durante la guerra: Capitán -me dijo-, es usted la persona más tranquila que
me he echado a la cara en el frente. Trabaja bajo las balas como si estuviese
en una obra civil. A lo que creo recordar
que le respondí: ¿Y por qué iba a comportarme de otro modo, mi coronel? Los
principios de la Física son los mismos para cualquier puente, esté donde esté. Serví a sus órdenes durante más de dos años,
hasta que acabaron las hostilidades; me concedió o propuso para tres
condecoraciones, y cuando pedí destino para el Regimiento de Ingenieros de
Castellar, informó favorablemente mi solicitud y valoró elogiosamente mi
ejecutoria durante la contienda.
… Para quienes conozcan el brillante
desempeño de mi División, nada tengo que exponer sobre los
constantes peligros y combates a que estuvimos sometidos durante toda la
guerra. Me estrené en el Jarama, para seguir con Brunete, Belchite, el Alfambra
y la reconquista de Teruel, la campaña de Lérida y la ruptura por el Mediterráneo,
la batalla del Ebro, la toma de Cataluña con la entrada en Barcelona y,
finalmente, el derrumbe del frente del Sur en los últimos días de la contienda.
Suerte tuve de no ser herido seriamente más que una vez, no quedándome otra
secuela que la previsión del tiempo cuando
cambia a más húmedo o frío.
… La escasez de ingenieros en nuestra
División, así como la poca eficacia de mi comandante, dio lugar a que apenas me
concedieran permisos lo suficientemente largos, como para permitirme pasarlos
en Castellar con mi familia. Tan solo logré uno, y eso porque me concedieron la
Cruz de Guerra por mi labor de pontonero en el paso del Ebro por Quinto[35].
Hacía quince meses que no veía a mis mujeres, a las que
hacía llegar íntegros mis haberes... Mi hermana Tati había dejado finalmente
sus estudios y se había empleado como oficinista interina en la Confederación
Hidrográfica del Duero… Por ella supe de la familia Bustamante, pues se había
hecho amiga de Inés, la pequeña de aquella parentela, quien, una vez acabado el
bachillerato, estaba colocada en una notaría de la ciudad, cuyo titular había recordado, al fin, que el padre de Inés y él habían formado parte de la misma
tertulia del Círculo de Recreo.
… Si algo lamento es no haber podido
asistir al entierro de mi padre, precisamente en la Nochebuena de 1937. Había
fallecido el 18 de diciembre, pero llevó varios días que autorizasen el
traslado de Segovia a Castellar. Mi madre pudo avisarme pero me fue imposible
conseguir un permiso, al haberse desatado, días antes, el ataque republicano
contra Teruel[36], cerca del lugar del frente donde nos encontrábamos… Había dejado una
carta cerrada a mi nombre, que naturalmente abrieron sus carceleros antes de
entregármela, aunque sin censurar ninguna frase. En ella insistía en
constituirme en guardián y protector de la familia, así como en bendecir mis
decisiones de seguir la carrera militar y encontrarme luchando del lado
nacional. En otras
circunstancias, yo te censuré -y más que lo habría hecho después- que tomases
decisiones contrarias a mis convicciones… Después de todo lo pasado, por España
y por nosotros mismos, no puedo menos de arrepentirme de muchos de mis actos y
reconocer que tú tenías -tienes- razón. Solo los cobardes y los torpes son
incapaces de reconocer sus errores y de adaptarse a las circunstancias
insuperables… Un día no lejano, que yo ya no veré, llegará la paz y, con ella,
la posibilidad de que te afiances en los valores que, cuando eras un niño o un
muchacho, hice lo posible por inculcarte con la palabra y con el ejemplo…
… Aunque en el batallón de Ingenieros era
excepcional la presencia de moros, estos formaban la parte más numerosa y
valiente de la División, junto con los legionarios. A partir de Belchite[37], la
13ª División fue incluida en el Cuerpo de Ejército Marroquí, que estuvo al
mando del general Yagüe[38]…
Los moros veían algo de mágico o, cuando menos, de extraordinario en mis
croquis y obras de ingeniería, lo que los llevaba a acercarse a mí con una
mezcla de curiosidad y de respeto… Bueno y malo, aprendí mucho de ellos, de su
manera de ser, creencias y lengua… De una cosa estoy seguro: Estos mercenarios
resultaron esenciales para ganar la guerra, aunque quienes los mandaban eran
frecuentemente incapaces de mantener la disciplina y de contener sus impulsos
más reprobables. Hubo veces que me pregunté si la tolerancia no se ejercía a
posta, para provocar su impavidez ante la muerte, así como el pánico del
enemigo…
***
De lo que voy a
exponer en el resto del capítulo, si me permiten la presunción, sé yo tanto
como Maxi, por la sencilla razón de que, como Teniente Jurídico de la Auditoria
de la Séptima Región[39],
era el encargado de preparar los expedientes de nombramiento de los oficiales
llamados a desempeñar funciones estables de Instructores militares, o nombramientos temporales, como miembros de los
consejos de guerra. En el ejercicio de mi función, un día de octubre de 1939,
me llamó a su despacho el Coronel Auditor y me confió la noticia:
-
Nos
mandan de arriba que nombremos para
el Juzgado de Instrucción vacante a un capitán de Ingenieros, al que juzgan idóneo para el cargo.
-
Vamos
-interpreté con desenfado-, que quieren hacerle una mala faena. ¿Sabe usía que
es lo que tienen contra el ingeniero en cuestión?
-
Parece
que es hijo de un diputado socialista fusilado en el treinta y seis[40]
y quieren probar hasta qué punto tiene la disciplina y adhesión al Movimiento
que se exige a los oficiales de nuestro Ejército.
-
O
sea -volví a interpretar-, si cumple la ley con rigor, lo crucificarán sus
antiguos correligionarios pero, si se muestra débil o ayuda a sus antiguos
amigos, le formarán expediente y lo echarán del Ejército. Vamos, que lo tiene
difícil.
El Coronel, buen
amigo de mi padre, contemporizó:
-
¡Hombre!,
después de la guerra, las cosas no van a ser tan duras como antes, al menos,
aquí en Castellar[41].
De todas formas, cuando venga a tomar posesión, puedes darle unos cuantos
consejos de los tuyos.
-
Descuide,
mi coronel. Hasta le echaré una mano, si me cae bien y se deja ayudar.
Por supuesto, Maxi
me cayó estupendamente. Para empezar, resultó que el fusilado no había sido su
padre sino su hermano, un diputado del que en mi casa, aunque eran de derechas,
había oído hablar con respeto y piedad. Luego, me confesó algo que -si me
permiten la expresión- convertía la faena en una auténtica putada. Me dijo:
-
Una
vez concluida la guerra y puesta en marcha mi familia, me hice el propósito de
abandonar el Ejército y pasarme a la ingeniería civil, aprovechando lo decisivo
que es para entrar en ella el haber sido excombatiente y oficial. Pero, en vez
de concederme la excedencia, la Superioridad me denegó la solicitud y, al cabo
de quince días, el coronel de mi Regimiento me hizo saber que, ya que el cuartel me quedaba pequeño, tal
vez una sala de justicia me acomodara mejor.
-
Luego
usted, por los motivos que fueran, no quería quedarse en el Ejército…, deduje
muy sorprendido.
-
Pues
no. ¿Por qué le extraña tanto, teniente?
No pude menos de
resumirle mi conversación con el Auditor, a lo que agregué:
-
Así
que, por lo que acaba de exponerme, no se trata de que lo quieran probar antes
de dejarle hacer carrera en el Ejército, sino de que alguien se la tiene jurada
y va a jorobarle todo lo que pueda, aprovechando que es usted militar.
-
Eso
parece, admitió encogiéndose de hombros.
-
Pues
vamos a darles trabajo -aseguré-. ¿Acepta un poco de ayuda?
-
¡Hombre,
cómo no, viniendo de un compañero oficial con formación teórica y experiencia
en la materia!
-
De
acuerdo, concluí. Fijemos brevemente un plan de acción. Luego, iremos
solucionando sobre la marcha las cuestiones concretas que vayan surgiendo.
***
El capitán Palanca
era un buen alumno, estudioso y despierto. En el poco tiempo con que contó
hasta tomar posesión de su juzgado, dio un repaso completo a mis apuntes y
resúmenes sobre las leyes penales militares[42].
Aunque el secretario de su juzgado era un sargento sin formación jurídica, sí
tenía experiencia y, a mi admonición para ello, nos prometió que extremaría la
diligencia y el consejo para compensar la bisoñez del Capitán. El resto sería
cosa de la prudencia y buen criterio de Maxi, así como del hecho de que cada
vez afluían a los juzgados menos y menos graves asuntos de la peliaguda
rebelión militar.
La Justicia es un
mundo muy cerrado, sobre todo, en una ciudad de tamaño medio, como Castellar.
Pronto empezaron a correr rumores sobre lo cuidadoso de la labor de aquel
Palanca que, quizá como novato, olvidaba con frecuencia que la instrucción de
las causas criminales había de ser sumaria o, incluso, sumarísima. En cambio,
abogados y justiciables parecían muy conformes con su manera equilibrada y
objetiva de investigar, así como de la exactitud y detalle de los apuntamientos o resúmenes que enviaba a
los consejos de guerra, para que estos se enterasen de todo lo actuado hasta
entonces. Por si acaso decidían cortarle las alas desde la Auditoría, pedí y
obtuve de mi Coronel que me designara auditor de todos los casos del juzgado de
Maxi. Aún así, me las tuve que ver con el Fiscal, que rezongaba con la
premiosidad de aquel, achacándola a las ideas que sin duda tenía, como no podía
ser menos procediendo de semejante
familia. Afortunadamente, no tuve que protagonizar ningún enfrentamiento
entre colegas, pues por aquellas mismas fechas me dijo mi superior, el Auditor
de Capitanía General, que había recibido elogios de un par de sumarios que se
habían mandado al Jefe del Estado, para ver si se indultaban o no las condenas
a muerte[43]. Parece
que, por teléfono, Martínez Fuset[44]
o alguno de sus ayudantes, le había dicho, más o menos textualmente, que,
aunque debían seguir prevaleciendo la rapidez y energía en el castigo, la
llegada de la paz a España y de la guerra a Europa aconsejaban unas formas
y unas actitudes menos drásticas que en años anteriores. El Coronel
concluyó:
-
Creo
que puedes atribuir la felicitación al juzgado de tu amigo y, si vienen a
hincharnos la cabeza con críticas o reproches contra él, ya tenemos con qué
cerrarles la boca.
Ignoro si hice
bien o no en esto: No hice saber a Maxi que a sus detractores les estaba
saliendo el tiro por la culata. No quería que, fiado de un apoyo tan alto,
llegase con su benevolencia demasiado
lejos.
El paso siguiente en el progreso de Maxi por
el proceloso mundo de la Justicia militar se produjo a consecuencia de un hecho afortunado. Se ve que no todos los militares con autoridad lo tenían entre ceja
y ceja, pues a mediados del año pasado[45],
le fue concedido el ascenso a comandante, a los treinta y cinco años de edad y
trece de carrera militar. No era un mal currículo, ni mucho menos, pero a lo
que voy es a que, con su nueva graduación -que le daba la categoría de Jefe[46]-
sobrepasaba las habituales de los jueces de los juzgados militares, que solían
ser tenientes o capitanes. No tuvieron más remedio que cesarlo de juez y
retornarlo a su regimiento, en expectativa de un nuevo destino. Pero algunos todavía seguían maniobrando en
su contra pues detuvieron el traslado y, aprovechando que no tenía trabajo como
Ingeniero, decidieron dárselo como juez, de la única forma que aún cabía: como
presidente de los consejos de guerra[47].
Pero ahora, ya fogueado en las lides judiciales y buen conocedor de las leyes militares,
Maxi desempeñó su función con soltura y energía, compatibles con la moderación
y la objetividad. Y -lo que tal vez fuera más importante, aún-, auditores y
fiscales dejaron de censurar sus cualidades y formaron frente común con
abogados y acusados, a la hora de respetar y encomiar su labor. Indudablemente,
el respaldo de Madrid le estaba
haciendo justicia, como también la marcha de la que ya era Guerra Mundial, cada
vez menos clara y favorable para Hitler y sus
amigos[48].
5. La jovencita y el solterón
Estoy muy
agradecido al teniente jurídico, David Minguijón, por la inestimable ayuda que
me prestó en mis tiempos de juez militar, así como por otras muchas muestras de
amistad que me ha dado en estos años, y que prefiero omitir aquí, aunque solo
sea para no herir su modestia. Por todo ello, no he podido negarme cuando me ha
pedido colaboración para completar el curioso regalo, que ha querido ofrecerme
con motivo de mi boda: Hacer un relato de mi vida, a modo de biografía sentimental, como él gusta de
llamarlo. Y, claro, no podía faltar el aspecto más sentimental de todos; cómo
nos conocimos Inés y yo; por qué difíciles avatares pasamos para hacer avanzar
nuestra relación, y, en fin, cómo llegamos a enamorarnos y a decidirnos a
contraer matrimonio. Solo puse una condición a mi amigo para prestarle mi
ayuda: que yo daría título al capítulo correspondiente de la historia. No sé si
aquel resulta oportuno o no, pero sí que está en la línea de mi peculiar
sentido del humor que, si es bien entendido, ha de empezar por reírse de uno
mismo. Y, como casi todas las venas humorísticas, ha de tener su punto de
exageración: Yo, con los treinta y cinco cumplidos y sin compromiso, podía
considerarme un solterón, pero Inés, a sus veintitrés abriles -en realidad,
mayos-, no era ya lo que podría entenderse como una jovencita. Dicho queda.
Como dicho ha quedado
que conocí a Inés no hace mucho, lo que es, a la vez, mentira y verdad. Como
vástago de los Bustamante, hermana de Rafael y de Berta, la he visto nacer,
como quien dice. Mas fue tanto el tiempo que transcurrió sin verla que, cuando
me la eché a la cara, hace un par de años, me quedé de piedra. No habría podido
reconocer en aquella joven esbelta, de voz dulce y -en mi opinión- guapísima, a
la chiquilla escolar con trenzas y uniforme de no sé qué colegio de monjas.
Menos mal que me la presentó mi
hermana Tati, un par de años mayor que ella, pero de su panda de amigos de
ambos sexos, que como principal actividad en común, tenían el cine de los
domingos y las excursiones campestres y los baños en los veranos.
Tati me respeta
tanto como me quiere, pero hay una cosa que nunca pudo consentir: mi falta de
dedicación al bello sexo, fruto de las preocupaciones, las pocas ganas de
comprometerme, la timidez y -¿por qué no decirlo con la tópica expresión
culinaria?- de que se me había pasado el
arroz. Casi todos mis amigos y conocidos de ambos sexos llevaban una década
casados y, por razones políticas o de distancia, habían trocado el primitivo
afecto hacia mí por la indiferencia. Con todo, no creo que mi hermana pequeña
pretendiese hacer de celestina al poner a Inés ante mis admirativos ojos, sino
-si hemos de creerla- cumplir como introductora para dar a su joven amiga un
gusto que, por ella sola, jamás habría satisfecho: el de conocerme. Me
explicaré, por boca de Tati:
-
Maxi,
¿te acuerdas de Inesita Bustamante?... Pues aquí ha venido, que tenía muchas
ganas de saludarte, debido a lo bien que le hablamos de ti su hermano Rafael y
yo misma. Claro, que yo te pondere no deja de ser una exageración de hermana,
pero que lo haga Rafael… Ya sabes lo parco que es para los elogios.
Quede entre
nosotros que Rafael Bustamante, tres años más joven que yo, se había convertido
en uno de los buenos abogados de Castellar y, por su matrimonio y relaciones
profesionales, se decía que estaba algo distanciado de su madre y hermanas.
Vamos, la segunda edición de la historia de Maxi
y sus mujeres, con la pequeña diferencia
de que yo las había sacado adelante económicamente mientras lo necesitaron. Y
dejémoslo aquí, que no me gusta hablar mal de lo que, ni sé de propia mano, ni
me afecta personalmente.
-
¡Ah,
ya!, contesté a Tati. En efecto, Rafael ha actuado como defensor en varias
causas de mi juzgado, pero ignoraba que le hubiese producido tan buena
impresión.
-
Pues
así es -afirmó Inesita-. De todos modos, le debo un agradecimiento personal desde
que, hace seis años, pasó usted por casa a darnos el pésame y yo estaba en el
colegio.
-
¡Menuda
memoria!, exclamé. Pero, ante todo, lleguemos a un acuerdo: tú dejarás de
tratarme de usted -aunque me encuentres viejo- y yo evitaré llamarte Inesita,
por más que te vea aún con los ojos de antaño.
Alguna casi
imperceptible vibración entre nosotros debió captar Tati, pues enseguida cortó
nuestra conversación, que se desarrollaba en el cuarto de estar de casa, y me
pidió, con segundas:
-
Antes
de que tía Amelia nos diga que nos quedemos a merendar, ¿qué te parece si nos
invitas a un chocolate con picatostes en El
Suizo? Pocas ocasiones tendrás de que te acompañen dos chicas cañón.
-
Eso
está hecho -contesté entre risas-. ¡Qué rabien de envidia los cadetes de
Caballería!
-
¿Ya
te marchas? -lamentó tía Amelia-, disgustada de quedarse sola, para una tarde
que, dejando mi habitación en la Residencia de Oficiales[49],
había pasado por casa, muy vacía desde que se casó mi hermana Rita y mi madre empezó
a trabajar en Zamora.
-
Te
prometo volver mañana y llevarte al cine a ver Posada Jamaica[50],
le dije con un beso, para contentarla.
***
¡Hola, soy Inés,
la prometida de Maxi! Al final, voy a ser yo la que pague el pato de la
ocurrencia de David, pues dice mi novio que cómo va él a penetrar en los entresijos de mi mente y mi corazón, hasta el punto
de aclarar en profundidad -todo esto
lo pongo con sus propias palabras- lo que me atrajo de él y me ha llevado a
compartir con él mi vida. Nunca me las he visto más negras con esto de la
escritura que, desde luego, no es lo mío, más allá de redactar documentos
notariales sobre las escuetas e ininteligibles minutas de don Salvador, mi Notario. Pero lo que se promete, se
cumple. Así que voy a ello y, cuando lo lean Maxi y David, que corrijan los
muchos defectos en que incurriré.
Para no extenderme
demasiado, empezaré el relato, precisamente, con don Salvador, que me dio
trabajo a mis dieciséis años cuando, terminado el bachiller, me quedé sin la
beca y con la perspectiva, no muy agradable, de pasarme todo el día -y parte de
la noche- ayudando a mi madre en el taller de costura, perdiendo la vista y la juventud, al decir de mi hermana Berta.
Pero don Salvador hizo honor a su nombre y, como digo, me empleó en su notaría,
en recuerdo de la buena relación que había tenido con mi padre. Y allí he ido
progresando, de chica de los recados, hasta oficial, con un sueldecito no menor
que lo que saca mi madre con la aguja, ahora que se le acabó el chollo de cuando la guerra, con los
uniformes militares. Así que, entre lo uno y lo otro, más la mitad de lo que
Berta gana en la perfumería -la otra mitad se la queda ella, para sus gastos-, estamos como reinas,
en comparación con los malos tiempos pasados. Y eso, sin que mi hermano nos
tenga la menor atención y teniendo que mantener al tío Serafín, que con
nosotras vive, y que dilapida su pequeña pensión viviendo como un señorito, en
medio de nuestra estrechez. Aunque sea su hermano pequeño y le haga tantos
arrumacos, no sé cómo mi madre -tan severa ella- le aguanta tamaño egoísmo.
¡Valientes hombres nos han tocado en suerte en nuestra familia!
Pero no es de mi
vida personal como señorita Bustamante de lo que a ustedes tengo que informar,
sino de mis cosas con Maxi. Bueno, pues, para empezar, lo de las alabanzas de
mi hermano es solo una verdad a medias de Tati. Lo cierto es que, mucho antes
de que Rafael lo ponderase como juez militar, había oído hablar de él a Berta,
mucho y mal. La verdad, soy muy distinta de mi hermana y, aunque respete sus
años -me lleva once- y su decisión de rompe y rasga, nunca he tenido en mucho
su criterio ni su ponderación. ¿Qué podía esperarse de una chica que, por la
guerra y las diferencias de ideas y de carácter, se había visto compuesta y sin
novio? Y menos mal que, aunque no con un apuesto viajante francés de Guerlain, haya acabado casándose con un
asentador de frutas, que es muy buena persona y vive holgadamente. No es lo que
Berta Bustamante habría soñado hace diez años, pero, en su situación actual y a
punto de cumplir los treinta, creo que era lo mejor que podía esperarse.
¿Y qué decir de
mí? Dicen que soy guapa y que a los hombres les llama la atención mi dulzura -según Maxi-. La verdad es
que era un poco pava, muy lejos de la
prestancia y la decisión de mi hermana. Siempre estuve bajo la férula o la
influencia de personas que me ponían en guardia ante los chicos, o me dejaban
-tal vez, involuntariamente- en un segundo plano: Sor Eusebia, mi madre, Berta,
Tati… Y la misma cantinela: primero,
colocarse y salir adelante; eres una niña, todo llegará a su tiempo; el buen
paño en el arca se vende; los hombres se divierten con las frívolas, pero se
casan con las decentes… ¡A qué seguir! No diré que no tuviera ilusiones y
pretendientes, pero nada serio ni, desde luego, que pudiera llamarse noviazgo.
Y, en esas estaba, sin novio pero -la verdad- con muchas ganas de encontrarlo,
cuando apareció Maxi.
Volviendo a lo de
antes, me resultó curioso el contraste, o la suma de pareceres, entre lo que de
él me decían las personas a las que yo frecuentaba. Mi madre aludía a su traición -nada menos- a las ideas y
valores que habían sustentado los mártires
de su familia. Rafael matizaba mucho esas críticas, haciéndole ver a mamá
que era un hombre justo, que hacía lo que podía con los pobres que caían en manos de la Justicia militar: ¡Ya habríamos dado cuanto teníamos para que entonces
hubiese habido jueces como este! Berta,
ya digo, no le encontraba nada bueno: cobarde, egoísta, petulante, por aquello
de que la había ido a esperar a la puerta de la tienda para ofrecerle sus servicios. Y Tati, todo lo contrario: No negaba que su
comportamiento militar les había sentado como un tiro, pero a ellas les había
dado seguridad y consuelo; con
frecuencia, pienso -me decía- que lo
hizo por nosotras y que para nosotras vive; pero ahora todas vamos saliendo
adelante y él se está quedando atrás, adusto y solo…, muy solo.
¿Qué por qué me
interesé por él y le tomé cariño? De lo primero, creo que he dado cuenta en lo
que dejo escrito: Cualquier buen entendedor puede comprenderlo, y doy gracias a
Dios por haberme decidido a conocerlo y a aceptar sus posteriores invitaciones
a vernos y a salir con él, pese a su cáscara
de severidad, a su soberbio uniforme, a las canas y la prematura cargazón de
hombros, que me recordaban la diferencia de edad. ¿Y por qué le tomé cariño?
¡Quién es capaz de contestar a eso, como a responder qué es el amor! Si fuese
una receta de cocina, o la fórmula de un cóctel, diría que puso ante mí un
sabroso plato, o una embriagadora bebida,
hecha de apellido entrañable, respeto, superioridad intelectual, buen humor y
humildad. Vamos, lo suficiente para enamorarme e ir segura al matrimonio. De lo
que luego resulte, los dos tendremos el mérito o la culpa. Si les parece,
dentro de cuarenta años volvemos a encontrarnos y les cuento.
Y ahora, por mí,
chitón. Que David y Maxi continúen el relato. Yo tengo un montón de trabajo por
concluir antes de despedirme de la notaría. No quiero quedar mal con don
Salvador, después de haberme hecho por la boda el regalo de un mes de sueldo. Me habría gustado obsequiarte algo más
personal, pero ¡como os vais tan lejos!, ha dicho.
6. Un ferrocarril y un testamento
Acepto el reto de
Inés y decido seguir con la historia de nuestras vidas que -se ponga como se
ponga David- estoy dispuesto a que acabe en este capítulo. A fin de cuentas, un
noviazgo suele ser muy hermoso, pero un tanto monótono para quienes no lo viven,
y archisabido para quienes tengan una experiencia semejante.
Pese a todo, me
atrevo a afirmar que el nuestro no fue tan monótono
como es habitual en los noviazgos felices. Es más, yo estaba muy extrañado
de que Inés asumiera con tanta sencillez y estoicismo las dificultades que se
nos iban poniendo. Parecía una carrera de obstáculos en que, tan pronto se
supera uno, aparece otro en el camino. Por supuesto, ninguno fue puesto por mi
familia. Mi madre, que nos contemplaba tan solo en los fines de semana que su
trabajo zamorano le dejaba libres, destacaba con fruición la unión de aquellos dos
ilustres apellidos de la izquierda
castellarense, que ahora podrían fundir sus sangres, no en la muerte, sino para
la vida. ¡Ahí es nada!, unos cuantos retoños con la sonora conexión Palanca y Bustamante, acto seguido de
los nombres de aquellos nietos imaginados. Tía Amelia descansaba en la visión
de su sobrino favorito, feliz y acompañado, y se desvivía por mostrar a Inés su
gratitud y aprecio, incorporándola a la retahíla de sobrinos carnales, en lugar
de privilegio. Y Tati seguía de cerca la relación, como cosa suya, que ella
hubiese alumbrado y no estuviera dispuesta a que fracasara. Cuando, a los diez
meses de empezar el noviazgo, le anuncié el próximo matrimonio, mi hermana
pequeña respiró aliviada y exigió su parte en la ceremonia:
-
Ya lo tenía hablado con mamá, por si al fin te
decidías. Yo seré la madrina.
-
Mujer
-la embromé-, yo había pensado en Rita: Como es la hermana mayor.
Tati bufó con
ironía y añadió:
-
¡Esa!
Si te descuidas, ni vendrá a la boda.
Y, efectivamente,
así habría de ser.
Expuesta ya la
reacción positiva de mi familia, no tengo más remedio que ofrecer el reverso de
la moneda, es decir, las numerosas dificultades y objeciones que Inés encontró
en su madre y en Berta, cuando se enteraron de que nos veíamos y, luego, de que
manteníamos relaciones. Comprendo la radicalidad de la hermana, tanto por su
forma de ser, como por emparentar, a la postre, con la bestia negra de su poco dulce juventud. Yo no creo que fuese
envidia, pero sí indignación ante el hecho de que, quien no había sabido o
querido unirse a ella, encontrase ahora acomodo en la intimidad de su misma
familia. Por fortuna, ya casada con el asentador de frutas -quien, por cierto,
no entendía la reacción de su esposa, al no estar al tanto de nuestra relación
de anteguerra-, no podía llevar sus diatribas a la constante convivencia en el
hogar, aunque sí malmeter a su madre, por si no había bastante con las propias
convicciones de esta.
No me fue posible
convencer a doña Ascensión de mis buenas razones para haberme comportado como lo
hice en el frente de Madrid, ni siquiera aplacar su oposición a que cortejase a
su hija. Las pocas veces que me avine a intentarlo, en bien de Inés, me
encontré con el doble argumento de la diferencia de edad entre nosotros -a la
que, de paso, achacaba el que yo tuviera a su hija poco menos que dominada- y
de lo injustificable de mi actitud política, pues la gente digna había salido
del purgatorio sin traicionar sus
ideales ni a sus muertos, de lo que era
ejemplo ella, entre otras muchas. Solo una vez pareció vacilar en sus
convicciones. Fue el día en que, aun sin darle muchos detalles de lo que
siempre entendí como mi secreto, le dije:
-
A
saber si los propios mártires, a los
que usted se refiere, no habrían sido mucho más tolerantes y comprensivos con
la forma en que yo he organizado mi vida y sacado adelante a mi familia.
- En la hora de la última enfermedad o de la muerte se dicen muchas cosas que no pueden tomarse al pie de la letra.
- En la hora de la última enfermedad o de la muerte se dicen muchas cosas que no pueden tomarse al pie de la letra.
Tampoco para
Rafael fui bienvenido. Quien era elogiable como juez, no le parecía tan
aceptable para cuñado. Yo creo -y también Inés- que tenía echado el ojo a un
pasante suyo, como un buen partido para su hermana pequeña. Tal vez era esa la
forma de compensarla por el abandono económico en que había tenido a unas
mujeres que, entre otras cosas, le habían pagado con el mayor esfuerzo los dos
últimos años de su Carrera. Y, en cuanto al tío Serafín, su lapidaria respuesta
me la contaba Inés sofocando la risa:
-
Tendré
que hacerme un traje a la moda. Espero que me sobre algo para hacerte un
regalito.
Sería de los muy
pocos momentos de distensión que pudo tener Inés, según se acercaba el momento
del matrimonio. No pudimos organizar una ceremonia de pedida, como queríamos, y
Berta le hizo llorar con la amenaza de no asistir a la boda. Yo me indigné y le
sugerí que hiciera uso del mecanismo legal del depósito de mujer soltera para casarse contra el consejo de sus padres[51].
Tras explicarle lo que le sugería, Inés sonrió y me dijo:
-
Puedes
estar tranquilo, querido, como lo estoy yo, pese a todo; y no hagamos una
montaña de unos granos de arena.
La verdad, yo
estaba admirado de la paciencia y la firmeza con que Inés soportaba aquella
radical oposición por parte de personas a las que tanto quería. Habría de pasar
todavía algún tiempo para que se decidiese a confesarme la fuente última de
aquella fuerza de voluntad.
***
Las dificultades
para mí vinieron de la rigurosa normativa existente para la autorización del
matrimonio de los militares y de los Cuerpos de policía. No se trataba, por
supuesto, de que nuestros Superiores nos impidieran casarnos, pero sí podían
poner su veto a la persona elegida, cuando entendiesen que suponía un
inconveniente para el prestigio o el cumplimiento de los deberes del cargo[52].
La solicitud para casarme con Inés me vino denegada, por su notoria desafección al Movimiento Nacional,
evidenciada por toda la familia de la susodicha. Sin decirle nada a Inés
del rechazo, me fui a ver al coronel del Regimiento, persona de buen criterio,
quien me había parecido sinceramente contrariado cuando recibió la comunicación
de Madrid.
-
Comandante
-me dijo-, no sé qué decirle. Claro está que lo primero es exponer a la
Superioridad que, una cosa es cómo piensa la
familia y otra, muy distinta, lo que opine su novia. Pero, por mi
experiencia, estos argumentos valen de poco, como usted mismo habrá tenido
ocasión de sufrir en sus carnes. Yo que usted, me plantaba en el Ministerio y
les presentaba una buena alternativa: ofrézcase para ocupar una plaza difícil,
lo más lejos posible de Castellar. Aproveche que está usted disponible y, en mi
opinión, están dando largas a proveerlo de nuevo destino.
-
De
acuerdo, mi coronel. Y, si no resulta, siempre podré pedir la excedencia.
-
No
se le ocurra tirar la carrera por la borda. Además, podrían tomarlo a
indisciplina y reaccionar no concediéndole el retiro temporal en una temporada,
lo suficientemente larga, como para fastidiarle los planes de boda. Tiene usted
un buen expediente y varias condecoraciones de guerra. Yo creo que, si actúa
con tacto y buenas maneras, será escuchado… y pronto podré asistir a su boda,
si es que me invita.
Todo salió a pedir
de boca, tal y como el coronel había vaticinado. El general hasta el que me
había remontado en Madrid acababa de recibir una comunicación que nos venía
como anillo al dedo:
-
Podría
hacer mucho por usted -me ofreció-, si usted pone algo de su parte por el Arma.
Claro que se trata de marchar a Marruecos[53]…
Por cierto, ¿qué sabe de ferrocarriles?
-
En
la Guerra me tocó hacer de todo, mi general. Y, en cualquier caso, con estudio
y disciplina todo se alcanza. Supongo que no seré yo quien tenga que planificar
ni dirigir las obras. Por otra parte, he convivido con soldados marroquíes y me
defiendo en su lengua.
-
Pues
no se hable más, comandante. Dé por aprobado su matrimonio con esa señorita y
vayan preparando las maletas para Ceuta, o para Tetuán.
No es cosa de que
les cuente la historia del ferrocarril de Ceuta a Tetuán, ni de las obras de
modernización del mismo, que en 1943 estaban a punto de emprenderse. Baste con
saber que, al ser su trazado dentro del territorio del Protectorado, éramos
ingenieros militares los que habíamos de llevar el grueso de la obra[54].
Volví para Castellar con la mayor ligereza física y anímica, pese a llevar en
la maleta un voluminoso expediente de la obra férrea a emprender. No me quedaba
sino dar la tremenda noticia a Inés. Si
no te manda que vayas tú solo a África -me advirtió David-, tendrás la prueba de que te adora.
-
Querida,
¿qué te parecería librarnos del frío y de las nieblas de Castilla e ir a vivir
a la orilla del mar?
-
Por
la forma en que me lo pintas -adivinó Inés-, te han destinado a Canarias, por
lo menos.
-
Más
cerca, cariño. Solo a Ceuta.
-
Contra
tu opinión -concluyó Inés-, añoraré las nieblas, los carámbanos en las fuentes
y la escarcha en los árboles del Campo…, pero me vendrá muy bien una larga
temporada lejos de mamá y de Berta, la verdad sea dicha.
En consecuencia,
pregunté días después a David:
-
Si
son esas sus razones, ¿crees que puedo dar por sentado que me adora, por el
hecho de que se venga conmigo a tierra de moros?
-
Esa
Inés -ponderó-, con toda su suavidad y su ternura, es todo un carácter.
***
Faltando una
semana para la boda, apareció Inés con un sobre grande, dentro del cual iban
unos cuantos folios escritos a máquina. No quiso que los leyera en su
presencia, pero sí me adelantó su contenido:
-
Es
el testamento moral que redactó mi
padre en la prisión, poco antes de que lo fusilaran. Aunque con bastantes
tachaduras, le autorizaron su entrega a mi madre, que desde entonces lo guarda
como el mejor de los tesoros. Que yo sepa, solo nos ha dejado leerlo a los
hijos, que junto con ella éramos sus destinatarios. A escondidas, logré sacarlo
de casa y pasarlo a máquina en la notaría, pues mi padre lo escribió a mano.
Léelo y tal vez saques alguna conclusión de por qué soy tan fuerte o, por mejor decir, resisto con tanta energía los
embates de quienes quieren separarnos.
Lo leí aquella
noche y quedé intensamente emocionado, tanto por la sinceridad y belleza de
aquel documento in articulo mortis, como
por la similitud que guardaba con las palabras de mi padre en la cárcel. Esas
eran las muchas cosas que -según doña
Ascensión- se dicen en la hora de la última
enfermedad o de la muerte y que no pueden tomarse al pie de la letra. Ahí
estaba condenada aquella trágica confusión de las ideas con lo que, hablando con propiedad, no eran sino nuestras
obsesiones o nuestras pasiones más primarias. A ellas se habían sacrificado
aquellas vidas tan valientes y generosas y, lo que aún atormentaba más al
difunto, don Ciriaco Bustamante, también la felicidad de su esposa y el amparo
de sus hijos[55]. A esas
mismas ideas querían seguir
sacrificando algunas víctimas la vida y la felicidad de las demás, perpetuando
hasta Dios sabe cuándo el sacrificio estéril y la división por el extremismo y
la intransigencia. Olvidar y, sobre todo, perdonar era el lema y el principal
consejo del prócer fusilado a su mujer e hijos.
A la tarde
siguiente, devolví a Inés el testamento, emocionado, sin decirle ni una
palabra. Lo guardó en el bolso y, ya de camino por los soportales, me susurró:
-
¿Ves
por qué no me ha sido nada difícil resistir a quienes me impulsaban a no
quererte? Me ha bastado con hacer caso a mi corazón y hacer la voluntad de mi
padre.
7. Epílogo
-
¡Qué,
has dormido bien?, pregunto a Maxi que, al fin, ha aparecido por la cocina, con
cara de insomnio.
-
¡Yo
sí! -miente-. ¿Y tú, has extrañado la cama?
-
¡Qué
va! -miento, aún más-: toda la noche de un tirón.
-
Estupendo.
Vamos a desayunarnos con un buen café, antes de que aparezcan las mujeres. He
quedado a las ocho con el peluquero para que me afeite y recorte el pelo.
-
¡Buena
idea!, respondo. Me apunto yo también y lo tendré en cuenta para cuando me
llegue el turno del casorio.
-
No
sabes lo que va a alegrarse quien yo me sé, cuando le diga que ya piensas en la
marcha nupcial, bromea mi amigo, aludiendo a su hermana Tati.
-
¡Poco
a poco, que todavía no hemos hablado seriamente sobre ello!
-
Hoy
puede ser un buen día. Ya sabes, bodas hacen bodas.
***
Van llegando a la
iglesia los invitados. Me dedico a tomar nota de presencias y ausencias. Entre
estas, las ya previstas de Rita y su marido, el pediatra; finalmente, Berta
tampoco aparece ni, por supuesto, el asentador de frutas. Llega doña Ascensión
con su hermano, el tío Serafín, con un imponente terno gris marengo, zapatos
bicolores y corbata azul marino de lunares; el Coronel de Ingenieros; Maxi y
sus tres mujeres, a saber, su madre, tía Amelia y Tati, muy seria y casi sin
saludarme, dado que ya lo había hecho en casa, donde fui invitado a pernoctar, pues
he ascendido a capitán y me han destinado a Zaragoza. Una monja, de hábito
azul, tal vez Sor Eusebia, el ángel guardián de Inés en el Colegio. Finalmente,
Inés, bellísima, en traje sastre negro, acompañada de su padrino, el abogado
Rafael Bustamante, a cuya esposa no he visto, por ahora. Dejo de fisgar, que ya
avanzan los novios y padrinos hacia el altar, donde espera el sacerdote
oficiante, dispuesto a despachar la ceremonia por lo rápido, sin misa ni música
de órgano.
***
A la salida, Inés entrega en mano el ramo
de novia a Tati. En cuanto puedo, aprovecho la ocasión:
-
¿Qué,
madrinita, bodas hacen bodas?
-
¡Qué
cosas tienes David!, me contesta, echándose a reír. Ya he cumplido los
veinticinco. Mi destino es vestir santos… o, tal vez, me vaya con esa monja a
dar clase a las niñas becarias que, para las señoritas de pago, otras profesoras
habrá más postineras.
Los grupitos se
disuelven, entre besos y parabienes. Emprendemos la marcha, dejando atrás la
iglesia. Todavía falta mucho, una eternidad, para dejar atrás la guerra, pero hoy me siento optimista. ¡Qué demonios!
Con muchas traiciones, como las de
Maxi e Inés, todo se andará.
[1]
Por las fechas a que se refiere el relato, tal Dictadura habría de ser la
llamada de Primo de Rivera, que se mantuvo entre septiembre de 1923 y enero de
1930.
[2]
Seguramente, Maxi alude a don Vicente Machimbarrena Gogorza (1865-1949),
Director de la Escuela Especial del Cuerpo de Ingenieros de Caminos y Canales
entre 1924 y 1940.
[3]
Hipérbole del narrador, alusiva a que, por efecto de un voraz incendio en 1924,
la sede de la Academia de Ingenieros Militares, sita en el guadalajareño
Palacio de Montesclaros, quedó casi completamente destruida, habiendo de
convivir y dar las clases, más mal que bien, en los restos de dicho palacio (en
vías de restauración) y en el de Antonio de Mendoza, de la misma ciudad, donde
compartía las instalaciones con la Diputación Provincial y el Instituto de
Segunda Enseñanza. En 1932, el Ministro de la Guerra, don Manuel Azaña, optó
por trasladar la Academia de Ingenieros al Alcázar de Segovia, compartido con
la Academia de Artillería, y ya no volvería aquella a la capital alcarreña,
pese a que su primitivo edificio fue completamente restaurado, cumpliendo seguidamente
servicios de cuartel de Regimiento de Ingenieros y actualmente (2019), de
Archivo General Militar.
[4] El
primer bienio republicano (o social-azañista)
duró desde abril de 1931 hasta noviembre de 1933.
[5] El
gobierno de esta coalición triunfadora en las elecciones generales, se inició
en febrero de 1936.
[6]
Seguramente se alude en el relato a la Revolución de octubre de 1934, intento
de golpe de Estado violento, en el que tomaron parte, entre otros, los
socialistas españoles.
[7]
Conjunto de reformas -solo parcialmente implementadas- que se aprobaron entre
abril y septiembre de 1931, siendo Azaña Presidente del Consejo de Ministros y
Ministro de la Guerra. Su valoración sigue siendo muy dispar y bastante
apasionada. Resúmenes de aproximación, en Michael Alpert, Una reforma inocente: Azaña y el Ejército, www.gredos.usal.es; Francisco Alía
Miranda, Historia del Ejército español y
de su intervención política, edit.
Los libros de la Catarata, Madrid, 2018, espec. pp. 80-85. Monográficamente,
Michael Alpert, La reforma militar de
Azaña, edit. Siglo XXI, Madrid, 1982.
[8]
Siglas de Unión Militar Española,
asociación clandestina de jefes y oficiales militares de derechas, fundada en Madrid en
diciembre de 1933, germen de lo que luego sería la conspiración para el
Alzamiento militar de julio de 1936.
[9] Conocido
acrónimo del Partido Socialista Obrero
Español.
[10]
El narrador alude a las masivas sacas y
asesinatos de detenidos y presos en
las cárceles de Madrid, sobre todo, en los meses de agosto y noviembre de 1936.
[11] Término
anticuado, con el que los republicanos solían referirse a los ahora llamados franquistas.
[12] Nacionales era el apelativo encomiástico
que a sí mismos se daban los sublevados contra la República.
[13]
Creo que Maxi se refiere al hecho de que la cárcel de Segovia tuvo también durante
la guerra civil el carácter de un -eufemísticamente llamado- Hospital
Penitenciario.
[14]
Maxi alude a su madre, su tía y sus dos hermanas, la mayor de las cuales pronto
se casaría y supondría una boca menos.
Aclaro que la sanción definitiva para su madre supuso la suspensión de empleo y
sueldo por tres años, así como la reincorporación al trabajo a no menos de 50
quilómetros de Castellar, lo que la obligó a trabajar en Zamora hasta su
jubilación, viajando a Castellar en fines de semana y vacaciones.
[15]
Maxi no quiere hacer alusión en sus Notas a la circunstancia sentimental de que
se refiere aquí al padre de su antigua novia, Berta. Quizás sea debido a que no
tuviese a la sazón un buen recuerdo de dicha relación.
[16] Es
decir, el 2 de noviembre.
[17] Siglas
del Partido Nacionalista Vasco, que
gobernaba entonces el territorio vasco (o Euzkadi).
[18] El
subrayado figura en las Notas del capitán Palanca.
[19]
Aunque las tropas nacionales no
tardaron más de cuatro días en tomar Toledo y romper el asedio del Alcázar, la
desviación que ello supuso bien pudo significar el retraso de un mes, o más, en
alcanzar Madrid, demora decisiva seguramente para el subsiguiente fracaso en
conquistar la Capital. Véase, entre la amplia bibliografía al respecto, Alberto
Reig Tapia, El asedio del Alcázar de
Toledo, mito y símbolo político del franquismo, Revista de Estudios
Políticos, 101 (julio-septiembre de 1998), pp. 101-129, con bibliografía
(asequible en forma libre por Internet).
[20] Suele
fijarse en el 8 de noviembre de 1936, cesando en su primera y álgida fase el día 23 del mismo mes.
[21]
Denominación que hizo entonces fortuna, para referirse a los habitantes de
Madrid dispuestos a ayudar en lo posible a sus sitiadores. La expresión fue acuñada
por el general Mola, al decir que cuatro columnas avanzaban sobre la Capital y
una quinta estaba ya dentro de ella.
[22]
Javier Fernández-Golfín Montejo e Ignacio Corujo López-Villaamil fueron los
jefes de la citada célula, formada por unas pocas decenas de activistas que
lograron la famosa hazaña de confeccionar un detallado plano milimetrado de las
minas y fortificaciones de Madrid, para hacerlo llegar al bando de los alzados.
La organización fue desmantelada en marzo de 1937, gracias a la acción de un
infiltrado, y sus dos jefes y otros ocho miembros más fueron condenados a
muerte y pasados por las armas en Barcelona, el día 24 de junio de 1938. Véase,
con acceso libre en Internet, Javier Cervera Gil, Violencia política y acción clandestina: la retaguardia de Madrid en
guerra (1936-1939), tesis doctoral, Departamento de Historia Contemporánea
de la Universidad Complutense, Madrid, 2002, pp. 412-426.
[23] El suceso se produjo el 2 de julio de 1936,
en la madrileña calle de Torrijos. Las víctimas se llamaban Aquilino Fuster (el
electricista), Jacobo Galán y Miguel Arriola. Detalles del incidente y de la
represalia que lo siguió, en Antonio César Moreno Cantano, Testimonio de un espía en el Madrid republicano (I), en la web “HERALDO DE MADRID. Periodismo e
Historia del siglo XX”.
[24]
Pese a la discreción del capitán Palanca, parece claro que puede tratarse de
Máximo Prieto Arozarena, ejecutado en los términos indicados en la nota 22, y
de Juan Manuel de la Aldea Ruifernández, que pudo escapar de la Prisión de
Estado de la calle Deu i Mata de Barcelona. Este último ha dejado escrito Mi testimonio (1936-1939), en edición de
autor, no publicada, del año 1977, según César Moreno Cantano (texto citado en
la nota 23); véanse las pp. 21-59 de dicho documento inédito.
[25] Lo
confirma Jorge M. Reverte, La batalla de
Madrid, edit. Crítica, Barcelona, 2005, pp. 419 s.
[26]
José Enrique Varela Iglesias (1891-1951), al mando del frente de Madrid en
aquellos momentos, por el bando franquista.
[27]
Se trataba del coronel de Ingenieros, Tomás Fernández (de la) Quintana, que fue
pasado por las armas, tras consejo de guerra, en Madrid, a 17 de agosto de
1936.
[28]
Joaquín Fanjul Goñi (1880-1936), general de división, que encabezó la
sublevación del Cuartel de la Montaña, por su superior graduación, ya que no
tenía mando concreto entonces. Tras consejo de guerra, fue ejecutado junto al coronel
Fernández Quintana (véase nota 27). Véase mi ensayo, en este mismo blog, El Derecho y la Guerra de España (IV).
Razones y sinrazones del General Fanjul.
[29]
Emilio Mola Vidal (1887-1937), general de brigada, jefe del Ejército del Norte del bando nacional desde el comienzo de la guerra
civil, hasta su muerte en accidente de aviación el 3 de junio de 1937.
[30] Famosa
empresa perfumista parisina, fundada en 1828, que hasta 1994 permaneció en
manos de la familia que le legó su apellido. En dicho año pasó a propiedad de
la multinacional LVMH y continúa en actividad actualmente (2019).
[31]
Aunque la División no se formó propiamente como tal unidad hasta abril de 1937,
luchó como Columna o Brigada desde el avance sobre Madrid, en
el verano de 1936, y, por supuesto, en la batalla del Jarama (febrero de 1937).
Estaba mandada por el coronel (luego, general) Fernando Barrón Ortiz
(1892-1953) y tenía el sobrenombre de La
Mano Negra.
[32]
Véase antes, nota 7. Uno de los más llamativos efectos de las reformas
militares de Azaña de 1931 fue el retiro voluntario y con paga íntegra de los
oficiales sobrantes en el Ejército,
que tenía una innecesaria plétora de ellos.
[33]
Alusión al jefe de la 13ª División, el coronel (luego general) Fernando Barrón
Ortiz (1892-1953), uno de los más eficaces y prestigiosos del bando nacional durante la Guerra Civil.
[34]
La Academia de Caballería se encontraba en Valladolid (el Castellar del relato), donde el general Barrón había estudiado
entre 1909 y 1912. Tal vez por eso, el apego de Barrón hacia Maxi.
[35]
Famosa acción de guerra, llevada a cabo entre los días 22 y 23 de marzo de
1938, decisiva para la toma de Lérida por los nacionales el 3 de abril siguiente.
[36]
La famosa batalla de Teruel se desarrolló entre el 15 de diciembre de 1937 y el
22 de febrero de 1938. En ella tomó parte destacada la 13ª División, en la que
Maxi militaba, como ha quedado dicho.
[37]
Batalla de la Guerra Civil en el frente de Aragón, desarrollada entre el 24 de
agosto y el 6 de septiembre de 1937.
[38] Juan
Yagüe Blanco (1891-1952), famoso y polémico militar del bando nacional durante la Guerra Civil.
[39]
Jurídico o, más completo, Jurídico
Militar significa que el Teniente pertenecía por oposición a ese Cuerpo
especial de letrados al servicio de la Justicia Militar. Auditoría es la
sección o departamento que, dentro del personal u organigrama al servicio de
una Autoridad militar, se encarga, entre otras cosas, de preparar los consejos
de guerra e informar las sentencias de los mismos en sentido favorable o
contrario a su aprobación o ratificación por dicha Autoridad.
[40]
Obviamente, el Coronel no estaba bien informado pues, como sabemos, el fusilado
fue el hermano menor de Maxi. Su padre fue condenado a treinta años de
reclusión y murió de enfermedad en la cárcel.
[41]
Después de tres años de ejecuciones legales e ilegales, en la zona nacional (como era el caso de Castellar)
pocos notorios enemigos del nuevo Régimen podían quedar. Otra cosa era en la
antigua zona roja, donde la Justicia
de los vencedores solo había empezado a funcionar según la iban ocupando.
[42] Como
introducción jurídica a lo que sigue, puede verse el siguiente ensayo mío,
obrante en este blog: El Derecho y la Guerra de España (III):
Consejos de Guerra y Tribunales especiales franquistas.
[43]
Los curiosos de este tema pueden consultar mi ensayo, en este mismo blog: El Derecho y la Guerra de España (VI): El macabro juego de los indultos
particulares.
[44]
Sobre Lorenzo Martínez Fuset (1899-1961), su entorno y su influencia, sigue
siendo esencial la siguiente obra: Ramón Garriga, Los validos de Franco, edit. Planeta, Barcelona, 1981, pp. 13-125.
[45] A tenor
de los demás datos explícitos o deducibles del relato, infiero que se alude al
año 1942.
[46]
Comprende los grados de comandante, teniente-coronel y coronel.
[47]
Era lo normal que los consejos de guerra estuvieran presididos por un jefe y el
resto de los miembros (vocales)
fuesen oficiales (alféreces, tenientes o capitanes). Esta regla general solo
solía romperse en los casos -infrecuentes- de que el consejo de guerra fuera de
los que enjuiciaban a militares de alta graduación o equiparados, cuando la
presidencia solía atribuirse a un general y los vocales eran generalmente jefes
(véase nota 46).
[48]
De hecho, la última ejecución en Castellar
(Valladolid), en aplicación de sentencia de consejo de guerra, se produjo en
mayo de 1943. En total, entre abril de 1939 (final de la Guerra Civil) y mayo
de 1943, se ejecutaron, salvo error u omisión, seis sentencias de muerte en
dicha provincia, procedentes de tribunales militares. Ignoro la cifra de
indultos de la pena capital.
[49]
Añado a esta lacónica referencia de Maxi que, a raíz de las desavenencias
políticas que se han apuntado antes, el capitán optó por acogerse a la
Residencia de Oficiales de su Regimiento, en vez de domiciliarse en la casa
familiar.
[50]
Película de 1939, dirigida por Alfred Hitchcock. Hacia marzo de 1942, era un film que figuraba en las carteleras
españolas. Véase ABC de Madrid del 12
de marzo de 1942, página 2, Cines de
sesión continua.
[51]
Institución de jurisdicción voluntaria que preveía la Ley de Enjuiciamiento
Civil española de 1881 (artículos 1880-3º y 1901 a 1909), para evitar que los
familiares más allegados convivientes con una mujer mayor de 20 años pudieran
obstaculizar su voluntad de casarse. Implicaba, entre otras cosas, que el Juez
le fijase otro domicilio, en que pudiera permanecer libre y segura hasta
contraer el matrimonio.
[52]
Las exigencias para las futuras esposas eran las de observar buena conducta y
ser adictas al Régimen. A nadie se le oculta lo elástico de su posible
interpretación. He tratado del tema en el cuento histórico, Atenea y Afrodita (capitulo 6), en este
mismo blog.
[53] Naturalmente, al territorio del Protectorado
Español en aquel País, que estaba repartido con Francia. Tal situación duró
entre 1912 y 1956, en que Marruecos alcanzó su completa independencia.
[54]
El ferrocarril Ceuta-Tetuán fue inaugurado en 1918. Unía dichas dos ciudades,
con una longitud de 41 kilómetros. En su segunda época, iniciada hacia 1945,
funcionaban tres trenes diarios en cada sentido (mixtos, de pasajeros y carga),
durando el viaje una hora y cincuenta minutos, contando con seis paradas
intermedias. La línea se cerró en 1958, por efecto de la independencia de
Marruecos y de la decisión de su Gobierno de primar la comunicación de Tetuán
con el puerto, ya marroquí, de Tánger.
[55]
Inés Bustamante no permitió una transcripción más amplia o fiel del testamento
de su padre. Podrán hacerse una muy buena idea de su contenido quienes leyeren la
siguiente biografía: Enrique Berzal de la Rosa y Rafael Martínez Sagarra, El fracaso de la razón (Antonio García
Quintana, 1894-1937), ediciones Fuente de la Fama, Valladolid, 2002, pp.
199-208 y 227.
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