Historias de
traición (IV). El caso de Vellido Dolfos
Por Federico Bello
Landrove
Para el común de los españoles, Vellido Dolfos sigue siendo el prototipo
del traidor, aunque ahora los que mezclan interesadamente la política actual
con el pasado remoto lo consideren un héroe o un modelo de fidelidad. La verdad
histórica nos mueve a creer que no fue, ni una cosa, ni otra. El imaginativo
hallazgo de un manuscrito, obra de un monje cluniacense, les aclarará bastante
las cosas, haciendo de la Historia la maestra de la vida, en vez de tópico de
ignorantes o anacrónica arma en pro de egoístas intereses.
1. La suerte de un coleccionista
En mis frecuentes
viajes entre Salamanca y Oviedo, solía parar para tomarme un descanso en la
histórica localidad leonesa de Toral de los Guzmanes. Su imponente
castillo-palacio de tapial, aunque decadente y parcialmente ruinoso, ha llamado
siempre mi atención y seguramente era la causa de detenerme precisamente a su
vera. Pero la carretera de antaño, tan amiga de los pueblos, ha sido
sustituida, hace no muchos años, por una autovía que elude atravesar las
poblaciones. Mi castillo de Toral ya
no me entra por los ojos y abre mi curiosidad a otras bellezas cercanas: Por
ejemplo, la eufónica Valencia de don Juan, cuyo imponente castillo pétreo deja
tamañito a mi antiguo amigo, el toralino[1].
En consecuencia, una mañana veraniega avancé con el coche un poco más y fui a
parar en la ciudad coyantina[2],
a la explanada del castillo y, seguidamente, decidí dar un paseo por la zona
histórica de la población, dando por sentado que bien merecía una visita,
aunque fuese un tanto apresurada.
En una callejuela
próxima a la plaza de San Miguel, me tropecé con una librería de lance, que
llevaba el rótulo de Librería Coyanza.
Encuadernación. Desde la calle, era apenas una puerta, cerrada en aquel momento con una trampa
metálica, y una ventana que fungía de escaparate, con media docena de libros
viejos irrelevantes y un par de muestras de la habilidad encuadernadora del
propietario. Pregunté a un transeúnte por la razón de hallarse cerrada la
tienda poco antes de la una, y me contestó amable y pormenorizadamente:
-
¡El
bueno de Ismael! No le hable usted de dejar la librería, aunque apenas saque
para pagar los impuestos. Seguro que estará en el campo, segando. Con las
tierras y los seguros agrícolas va arreglándose. Pero, si quiere usted comprar
algo, lo puede intentar. El dueño del bar de la plaza es primo suyo y seguro
que tiene el número de su móvil.
-
No,
gracias, era solo por curiosidad. Me llaman la atención las librerías antiguas.
-
Pues
esta lo es y seguro que de las que más de la provincia. Mire, ahí está escrito.
En efecto, no me
había percatado en el primer momento, pero al pie del letrero, en caracteres
pequeños y muy deslucidos, todavía podía leerse: Fundada en 1890. Ante tamaña longevidad, me animé a seguir la
sugerencia de mi informador; entré en el bar del primo y logré que me facilitara el nombre y número de móvil del
librero. Por si paro aquí otro día, expliqué.
Y, al poco rato,
reemprendí la marcha.
***
Para mi siguiente
viaje, el otoño iba ya avanzado, como también la mengua de las horas de sol. No
obstante, me decidí a llamar a Ismael Celada, el librero coyantino, para
asegurarme si tendría la tienda abierta. Sin
compromiso -afirmé-, solo por
curiosidad. El hombre era atento y estaba a vender, como es natural. Me
contestó:
-
Bástese
que ya lo intentó usted una vez, para que no le falle de nuevo. Solo le ruego
que, si desiste del viaje, me lo haga saber, para no esperarlo.
No solo no
desistí, sino que madrugué de veras, para no tener agobios de tiempo. Algo me
decía que el bueno de Ismael sería prolijo en la exposición de sus tesoros, como entusiasta de su
profesión.
Ante todo, se
empeñó en invitarme a un café en el establecimiento de su primo. Entre bocado y
bocado de unas mantecadas de Astorga, me explicó brevemente el origen de su
vinculación profesional y el triste sino que la acompañaba en los últimos
tiempos:
-
Ahora
no lee nadie ni, menos aún, encuaderna los libros, por mucho cariño que les
tenga. Si le digo que el único encargo que he tenido en todo el año ha sido de
tres ejemplares de la biblioteca municipal… Y, en cuanto a la compraventa de
segunda mano, los interesados se van cada vez más a Internet, directamente o a
través de casas de subastas. De todas maneras, algo tendré para enseñarle…
-
Lo
que me admira es que no cierre el negocio,
por llamarlo así -comenté-.
-
Soy
la tercera generación de Celadas al frente de la librería; así que comprenderá
usted que le tenga ley.
-
Según
eso, ¿la fundó un abuelo suyo?
-
No
señor, contestó. Primero estuvo en manos de una familia, llamada Magaña.
Nosotros cogimos el traspaso allá por los años veinte. Fue mi abuelo el que,
viviendo en Valencia de Don Juan en época de mucha más vida lectora que la
presente, pensó que sería un buen ramo comercial, máxime siendo él maestro.
Al escuchar estos
últimos datos, los fui concatenando con un trabajo anterior mío sobre un
catedrático de Latín, apellidado Magaña, cuyo padre había tenido la
administración de bienes de la familia propietaria de mi entrañable castillo-palacio toralino, hasta que decidieron
venderlo al Ayuntamiento, allá por 1896. Ciertamente, yo ignoraba que los Magaña,
o alguno de ellos, se hubiera metido a librero ni, en su caso, la razón de
hacerlo. En consecuencia, decidí callar por el momento y dejar que Ismael,
concluida y por él pagada la colación, me llevase hasta su tienda, no sin hacer
antes varias paradas en el camino, para ponderarme edificios o saludar
brevemente a algunos coterráneos.
***
No les cansaré con
el relato de mi estancia en la librería, poco fructífero para un aficionado a
los libros antiguos, en particular, si su precio no rebasa los dos dígitos. Más
por compromiso que por interés, adquirí una guía de 1928 sobre la provincia de
León[3]
y una colección de tarjetas postales con vistas de Valencia de Don Juan, de
fecha incierta. Con ello, entendí pagada la atención de Ismael hacia mi humilde
persona.
Estaba a punto de
despedirme, cuando volvió a salir el tema de los primitivos titulares de la Librería Coyanza. Esta vez, el señor
Celada apuntó con malicia:
-
No
eran tontos los Magaña, no. Se quedaron con la librería el tiempo suficiente
para ir vendiendo, poco a poco y a muy buen precio, los libros y manuscritos
que habían conseguido con dudosas artes.
-
¿Y
eso?, inquirí. No se tratará de la misma familia, uno de cuyos miembros fue el
administrador del Conde que vendió el palacio al municipio de Toral.
Ismael dio un
respingo:
-
¿Cómo?
¿Es que conoce usted la historia a la que aludo?
-
Más
o menos -repuse, prudente-. He trabajado en la biografía de uno de los Magaña y
hube de profundizar un poco sobre la vida y milagros de su padre, tema bastante
oscuro, por cierto.
-
Milagros -repitió Ismael sonriendo-. Y que lo
diga.
El amigo Celada
sabía ir al grano, con acerada agudeza:
-
Ya
sabe usted que el Conde de Guzmán, poco interesado en su castillo urbano y en
gastar lo necesario para repararlo, lo puso en venta a finales del siglo XIX.
Primero se lo ofreció a la Diputación leonesa y luego, habiendo declinado
aquella la compra, acabó vendiéndolo al Ayuntamiento toralino. Y, residiendo en
Madrid, apoderó para las operaciones jurídicas a su administrador, Don Amancio
Magaña, quien dirigió también las labores de vaciamiento del enorme edificio,
lo que fue todo un espectáculo, según refirieron quienes fueron testigos. Hubo
tal barahúnda, que todavía hay casas en Toral y su zona en que pueden verse
muebles de la casa del Conde.
-
¡Hombre!,
me parece que habrá mucho de bulo en todo eso.
-
Es
posible -concedió Ismael, de mala gana-. Pero ya sabe aquello de que quien parte y reparte… Quiero decir, que
el administrador no dejó que nadie pusiera manos en lo que le interesaba
particularmente, por su valor o antigüedad.
-
¿Y
cómo es que el Conde no le pidió cuentas?, insistí en mis reticencias.
-
Pues
porque en el contrato de venta no quedaba claro lo que podía retirar el
vendedor y qué quedaría para uso y disfrute del Ayuntamiento adquirente -me
replicó el librero, un poco desabrido-. Y así, unos por otros, el administrador
se apropió de bastantes cosas, sin dar otra explicación que la de que estarán en poder de la otra parte.
-
Estoy
empezando a imaginar a dónde quiere llegar usted -deduje-. Una de las cosas de
confusa asignación eran los archivos del Conde…
-
…
Por mejor decir, su biblioteca porque los archivos tenían que quedar en poder
de la Casa de Guzmán; pero libros, legajos y carpetas pasarían al municipio, salvo los de una antigüedad superior a
trescientos años, según recogía la cláusula décima séptima del contrato de
compraventa.
-
Ya
veo. ¿Y había muchos documentos de más de tres siglos?
Ismael sonrió,
enarcando las cejas:
-
Figúrese,
dijo: casi todo lo que había comprado cuando la Desamortización un antepasado
del Conde, perteneciente al Monasterio de San Benito de Sahagún.
Aquí quede
expectante, aguardando la correspondiente explicación, que no me tardó en
llegar:
-
Seguro
que usted conoce la vorágine de aquellos tiempos. Los monjes habían sido
exclaustrados bastantes años antes de que se procediera a la venta de los
bienes del Monasterio. Autoridades sensatas decidieron incautarse del archivo
conventual, pues no en vano era una Institución milenaria y de gran importancia
histórica. Pero lo que es la biblioteca, entró en almoneda y se adquirió por
lotes confusos y masivos. El Conde de Guzmán de aquella época participó en la
subasta de diversos bienes y, entre ellos, de libros y manuscritos que le
parecieron de realce para su Casa. De Sahagún, fue todo en carretas hasta Toral
y allí quedó lo que no merecía un viaje más largo, en opinión del magnate. De
modo que…
-
…
Que aquí quedaron los fondos bibliográficos, hasta que el administrador infiel
decidió quedárselos.
-
Bueno,
infiel, lo que se dice infiel… Digamos, más bien, aprovechado. Al cabo de dos o
tres años, abrió esta librería; puso al frente a una de sus hijas y tuvo la
precaución de no hacerlo en Toral, aunque sí en tierra leonesa, para controlar
el negocio a corta distancia, ya que también era profesor seglar del Seminario
de León.
El señor Celada
pareció concluir su relato con la referencia a la venta, prudente y
sustanciosa, de las existencias facundinas[4].
La labor llevó unos quince años, a ojo de buen cubero. Luego, agotada la
fuente, los Magaña pusieron en venta la librería, con sus muebles y mercancías,
momento en que el abuelo Celada la adquirió, no sin antes esperar dos o tres
años, a fin de rebajar las pretensiones de los anteriores dueños.
-
Cuando
el abuelo Vicente hizo arqueo -concluyó su nieto-, es evidente que los
documentos del Monasterio que valían algo ya se habían vendido. ¡Menudo debía
de ser el tal Magaña! Pero siempre se escapa algo, cuando de libros antiguos se
trata. Y aquí se les escapó algo, ¡vaya que sí!
Por unos momentos,
se perdió, pasillo adelante, camino de alguna trastienda. Cuando volvió, traía
una carpeta tamaño folio mayor, de plástico rojo y cerrada con gomas, que puso
sobre la mesa a la que habíamos estado antes hojeando libros. Una etiqueta
rellenada a mano con rotulador negro grueso, rezaba así: Informe de Fray Beltrán. Estaba a punto de recibir la sorpresa
documental de mi vida.
***
Para alguien
acostumbrado a acceder a las bibliotecas históricas y leer con bastante
facilidad las letras antiguas, aquellos folios en pergamino, de sencilla -pero
regular- letra minúscula carolingia, no suponían mayor admiración que la de su
antigüedad aparente. La conservación, aunque mediocre, no impedía apenas la
legibilidad del manuscrito, que constaba de siete páginas completas y una octava
sin concluir. Pero, cuando fijé mis ojos en el primer folio, Ismael retiró el
original de mi vista y volvió a sepultarlo en la carpeta en donde había permanecido
celado durante los últimos treinta y cinco años, justamente los mismos que
hacía de que hubiese heredado la librería de su difunto padre.
-
Perdone
que no le deje leerlo -se disculpó-. Es el único documento de verdadera
importancia de los procedentes del Monasterio de Sahagún, que fueron
escamoteados por el por usted llamado
administrador infiel. Es mi legítimo orgullo, al que no renunciaría por
nada del mundo, como no fuera en caso de extrema necesidad. Comprenderá usted
que, si se divulga su contenido, perderé mi tranquilidad, y hasta no sería
extraño que me lo expropiasen por mucho menos de lo que han valido otros
similares.
-
Creo,
amigo Ismael, que es demasiado tarde para adoptar tantas precauciones. Si yo no
fuese una persona de fiar -como parece dar a entender-, poco me costaría divulgar
a mis colegas del Estudio de Salamanca cuanto usted me ha revelado esta mañana
y no tardaría en tener a la puerta a media docena de doctores dispuestos a
conocer el texto del manuscrito, por las buenas o por las malas. Yo, que no soy
profesional ni especialista, ni vivo de o para los oropeles académicos, sino
para el ejercicio privado del Derecho, le propongo algo mucho más
tranquilizador: Déjeme leer de un tirón esos folios y publicar el relato como
si fuera un cuento. Así podrá ser disfrutado por muchos, sin que padezca su
propiedad ni su descanso. Y, si alguien lo toma efectivamente por cierto, que
saque de ello las consecuencias provechosas a que hubiere lugar.
Ismael se quedó
rumiando mi sugerencia un par de minutos. Finalmente, rompió el silencio:
-
Acepto,
con dos condiciones. Es la primera, que su historia no refleje los nombres
reales de las personas y lugares a que se refiera. A tal fin, habrá de presentarla
a mi aprobación antes de publicarla.
-
Tiene
usted mi palabra. ¿Y la segunda?
-
Usted
todavía es joven y, si el mundo se ha pasado mil años sin este documento, bien
podrá aumentar el lapso en una década más. Así podré jubilarme de esta ilustre
profesión, que ha llegado a ser tan triste y ruinosa. Luego, si alguien intenta
localizarme… ¡que me busque en la Costa del Sol! -exclamó, echándose a reír-.
-
Sobre
todo -agregué yo, en plan jocoso- si se decide a vender el manuscrito a la
Universidad de Harvard, por poner un ejemplo.
Al fin, nos
arrellanamos en un par de sillones a la castellana. Ismael volvió a abrir la
carpeta del tesoro, de la que extrajo los ocho folios; colocó sobre la mesa su
reloj de pulsera y dijo, cortante:
-
Son
las doce y cuarto. Tiene para leerlo hasta la una.
2. La relación del hermano Beltrán
Tuve la suerte de
haber hecho en mi juventud estudios de Paleografía y Latín, a fin de poder
desenvolverme en el examen de los textos históricos de carácter jurídico, toda
vez que mi dedicación académica -complementaria de mi profesión de abogado- es
la de Historia del Derecho. Por otra parte, en aquellos días ya lejanos, mi
memoria era excelente. Con todo, bien podría suceder que, ya por la emoción y
la sorpresa que la lectura me produjese, ya por las deficiencias de
conservación de los pergaminos, algunas partes del texto no hayan sido por mí
entendidas o reflejadas con total corrección. Aún así, estoy por asegurar que
errores y omisiones no van a suponer ninguna infidelidad grave de mi
transcripción. Eso sí, no pretendo imitar el estilo del autor, sino traducir de
manera llana y, en ocasiones, libre. Si acaso, notas adicionales al texto
aclararán algunos puntos oscuros.
Y vamos ya, sin
más preámbulo, con la versión castellana del documento custodiado por Ismael,
tal y como quedó entonces grabado en mi mente y recogida por escrito, tan
pronto llegué aquella tarde a Oviedo, destino de mi viaje. Advierto que dicha
versión comprende el resto de este capítulo, sin necesidad de indicaciones
gráficas, tales como las comillas o la letra cursiva. Hela aquí:
Memoria sobre
los graves sucesos acaecidos recientemente en la ciudad de Zamora, elevada a la
consideración de su padre espiritual y maestro, Hugo de Semur[5],
Abad del Monasterio de Cluny, por Beltrán de Alençon, el más humilde de los
frailes de dicho Monasterio.
En vísperas de la
Natividad de Nuestro Señor del pasado año de 1072, hallándome en la Casa
hermana de San Isidro y San Martín de la villa de Dueñas, me alcanzó vuestra
misiva por la cual, ante las dolorosas noticias que os habían llegado sobre la
muerte del Rey Sancho de Castilla[6],
me ordenabais indagar sus circunstancias y, muy particularmente, la
participación que en dicho suceso pudiera haber tenido su hermano, el ya Rey
Don Alfonso[7], al que
-como otrora con su padre- os unen tantos lazos de aprecio. No ha sido labor
rápida ni sencilla de cumplir, por más que me pusiera a ella con toda prontitud
y diligencia, pero ahora creo estar en disposición de ofrecer a vuestra
paternidad el informe veraz y completo que me habéis pedido, el cual comienzo a
redactar en el Monasterio de Nuestro Padre San Benito de la villa de Sahagún,
en el día XIII anterior a las calendas de octubre del año de Nuestro Señor de
1073 (1111 de la Era Hispánica, que usualmente se emplea para la datación en
estos Reinos).
Aún a riesgo de
resultar prolijo, me permito exponer a vuestra consideración algunos hechos
anteriores al luctuoso de Zamora, en la medida que me parecen necesarios para
entender y valorar lo allí sucedido, hace justamente un año. La circunstancia
de llevar ya en estas tierras un lustro, entregado a la misión de reforma
litúrgica y extensión monástica[8]
que me conferisteis, me ha permitido conocer lo sucedido, bien de propia mano,
bien a través de testigos y documentos plenamente fiables.
Como bien sabéis,
por haber sido muy querido por vos y gran benefactor de nuestra Congregación,
el difunto monarca Fernando, que entregó su alma a Dios en el año del Señor de 1065[9],
rompió con las leyes y tradiciones del Reino de León, recibidas de tiempos de
los Visigodos, y dividió sus posesiones reales en tres partes, tantas como eran
sus hijos varones. Se dice que le movió a ello su sangre navarra, dado que en
dicho Reino es costumbre de los reyes repartir sus territorios como si fueran
predios de propiedad privada. Para mayor confusión, es de notar que el rey
Fernando lo era de León por graciosa concesión de su esposa, la reina Sancha;
una dación que algunos creyeron absoluta y definitiva, en tanto otros la
entendieron como un gobierno real conjunto, en tanto subsistiera el matrimonio.
Es lo cierto que Fernando y Sancha se titularon conjuntamente Reyes de León, si
bien la ulterior partición del Reino fue obra exclusiva de Fernando, ante la Curia Regia[10] que se celebró en la ciudad de León,
dos años antes de su fallecimiento. Con todo, los hijos del Rey Fernando no
mostraron hostilidad hacia el reparto paterno hasta que murió su madre, la
Reina Sancha[11], lo que
puede entenderse, en mi opinión, no tanto como muestra de afecto filial, sino
del reconocimiento de que los derechos al trono leonés solamente podrían
hacerse efectivos a la muerte de la Reina titular.
No quiero decir
que las ambiciones y rencillas fraternales estuvieran justificadas por lo que
antecede, pero sí parece justo conceder a Sancho, el hermano mayor, razones
para entender que su padre se había excedido en las facultades reales ejercidas
en su testamento, máxime habiéndolo privado de la porción más digna e
histórica, al otorgar a su segundo hermano, Alfonso, el Reino de León,
cualesquiera que fuesen los motivos e inconvenientes o ventajas de tal selección.
Tengo por cierto que, si yo no fuese monje y vuestra paternidad un hombre
santo, estaríamos por entender comprensible, y hasta justo, que el preterido
Rey de Castilla hubiese hecho la guerra al de León y al de Galicia, para
conseguir la reunificación del Imperium
totius Hispaniae[12],
como las leyes históricas sancionaban.
Iniciadas ya las
hostilidades entre los reyes hermanos, Sancho y Alfonso, se dio una primera
batalla en el lugar llamado Llantada, en el año del Señor de 1068. Se ha dicho
-creo que con verdad- que, a fin de no llevar la guerra fraterna más allá de lo
indispensable, ambos hermanos acordaron tener el resultado de la contienda como
juicio de Dios, renunciando al trono
de León aquel que fuese derrotado. Resultó vencido Don Alfonso, quien huyó a la
ciudad leonesa y se negó a entregar a Sancho la corona que a juicio divino habían puesto. De ser ello así, vuestra
paternidad deducirá lo oportuno, acerca de la confianza y moralidad demostradas
por el Rey Alfonso.
En cualquier caso,
después de Llantada, los dos hermanos parecieron hacer las paces, hasta el punto
de haber asistido Alfonso a las bodas de su hermano Sancho con una dama
inglesa, llamada Alberta[13].
Se refiere que fue en tal ocasión cuando ambos hermanos acordaron hacer la
guerra al más joven, García[14],
para privarle del reino que le había sido otorgado por el testamento de su
padre. En efecto, aprovechándose de las querellas que Don García tenía con
algunos nobles de su reino, en particular, con el Conde de Portugal,
castellanos y leoneses invadieron sus dominios, vencieron la escasa resistencia
que se les ofreció y dieron lugar a que el hasta entonces rey de Galicia huyera
de sus posesiones y fuera a refugiarse en tierra de moros, en donde
permanecería hasta momento bien reciente, como luego expondré. Seguidamente,
Sancho y Alfonso se repartieron los dominios de su hermano, quedándose aquél
con el norte del Reino, o Galicia vieja, y Alfonso con el Condado de Portugal,
que linda por el sur con los estados de los infieles seguidores de Mahoma[15].
Dicen que las
amistades nacidas para perjudicar a otro no duran mucho. En efecto, poco
después de repartirse el Reino de Galicia, los Reyes de Castilla y de León
volvieron a romper las hostilidades, por la voluntad del primero de hacerse con
el reino del segundo. Esta vez, los dos ejércitos contendieron en las inmediaciones
de una localidad llamada Golpejera[16]
y, una vez más, los castellanos salieron victoriosos, solo que en esta ocasión
fue hecho prisionero el Rey Alfonso y llevado a la ciudad de Burgos, donde sabe
Dios Nuestro Señor si no habría perdido la vida, a no ser por la providencial
intercesión de Vuestra Paternidad y la de las hermanas de los dos reyes
enfrentados[17]. Y así,
como sin duda conoce, el Rey Sancho accedió a perdonar la vida de su hermano, a
condición de que fuese tonsurado y aceptase entrar en religión, fórmula que en
Hispania se toma como impeditiva de funciones regias, desde tiempos de los Visigodos.
Accedió Alfonso, forzado por las circunstancias, y se acogió al sagrado del
Monasterio de Sahagún, de la regla de nuestro padre San Benito -desde donde
estoy escribiendo esta carta a Vuestra Paternidad-, abadía muy querida del rey
tonsurado, ya que había pasado en ella diversos periodos de su juventud y está
enclavada en territorio leonés y no lejos de su capital.
Poco duró, empero,
la estancia de Don Alfonso en este Monasterio pues, disconformes seglares y
clérigos de su estado -los unos, por seguirle considerando su natural señor;
los otros, por entender sacrílego el obligar a tomar los hábitos contra voluntad-,
conspiraron para libertarlo del que para él era un forzado encierro. Y así, un
día no determinado de la primavera del pasado año, ayudado a lo que se dice por
algunos frailes y hermanos de la Abadía, acompañado por algunos nobles señores
de su agrado -tres de ellos, los hermanos Ansúrez, de la más alta alcurnia
leonesa- y, al parecer, con su hermana, la infanta Urraca, como muñidora, huyó
a tierras de los moros del Reino de Toledo, cuyo monarca había sido buen amigo
del padre de don Alfonso, al que acogió de manera amistosa.
Irritado el rey
Don Sancho por esta escapatoria y por la resistencia que le ofrecían muchos
señores leoneses a aceptar su proclamación como Rey de León, movió tropas
castellanas nuevamente contra León, teniendo que entrar por la fuerza en la
ciudad leonesa para hacer efectivo su reinado. Pero otras muchas ciudades,
villas y lugares desecharon reconocerlo como a su señor y, entre ellas, las de
Zamora y Toro, que el rey Don Fernando había asignado al señorío de las dos
infantas, sus hijas, lo que su hermano Alfonso había confirmado[18].
Por la debilidad de la hermana menor, Elvira, y la escasa fortificación de la
ciudad, hízose Don Sancho fácilmente con el dominio de Toro, pero no había de
suceder así con Zamora, plaza fuerte sobre el río Duero, muy bien cercada de
poderosas murallas, hacía poco restauradas por orden de Don Fernando, su padre.
Reuniéronse en la
ciudad, en torno de la infanta, numerosos caballeros descontentos de tener que
servir a Don Sancho, lo que entendían como traición a su verdadero señor y
pérdida de la preeminencia del reino leonés. Ya que, por entonces, era
imposible contar con Don Alfonso, ponían en su hermana -de la que luego le
hablaré con más detenimiento- la esperanza de echar a los castellanos de su
tierra. También los hombres de armas de Zamora, encabezados por Pedro Arias y
el ya anciano Arias Gonzalo, acudieron ante Doña Urraca, animándola a resistir
y prometiéndole defender hasta el extremo a su persona y heredad. Pues es de
notar que, en su malhadado testamento, el Rey su padre había establecido en
favor de las infantas Urraca y Elvira la percepción de las rentas reales de
todos los monasterios de sus reinos, con la sola condición de mantenerse
célibes. Dichas rentas eran suficientes para hacerlas ricas y, en su caso, para
comprar con ellas brazos y voluntades.
He de concluir
estos antecedentes, amadísimo Padre, indicando que, dada la gran proximidad
temporal de estos hechos con la huida de Alfonso a tierras de Toledo, no me
parece posible que el depuesto y tonsurado rey incitase a la rebeldía zamorana,
ni tan siquiera tuviese inicial conocimiento de ella; pero, habida cuenta de
que el cerco de Zamora llegó a durar más de medio año, sí juzgo indudable que
supiese de él y le diera, desde lejos, su apoyo moral, tanto más, cuanto que
tenía consigo a sus ilustres partidarios, los tres hermanos Ansúrez[19],
quienes poseían mayor libertad para salir de la ciudad toledana y para recibir
mensajeros enviados por su poderosa familia, a fin de dar y recibir noticias de
sus deudos acogidos a tierras de infieles.
***
Poco antes de
recibir la carta de Vuestra Paternidad, se celebró en la ciudad de Zamora Curia Regia, en la que Don Alfonso,
retornado ya de su exilio de Toledo con sorprendente celeridad, recibió el
homenaje de los nobles y señores de los reinos de León y de Galicia. Fray Juan
de Autun, que estuvo presente en la ceremonia, me ha contado que Doña Urraca estuvo
presente y, a falta de esposa que acompañara al Rey[20],
pareció hacer las veces de reina, habiendo yo oído, que no visto, la
circunstancia de que documentos regios hayan venido expedidos a nombre de
Alfonso y Urraca, como reyes de León. Por mucho que sea el afecto entre ambos
hermanos y la gratitud que Don Alfonso deba a su hermana, juzgo sin malicia que
no debería darse tan jugoso pábulo para rumores e insidias, que en nada
favorecen el buen nombre de la real pareja[21].
Hallábame yo entre
los hospitalarios muros de la abadía de San Isidro de Dueñas, en la frontera de
los reinos de León y de Castilla, cuando me llegó vuestra misiva. Pocos días
antes, se habían recibido en el Monasterio noticias de que el Rey Alfonso había
culminado en la ciudad castellana de Burgos la toma de posesión de sus reinos,
reuniéndose en asamblea con las autoridades de Castilla, para recibir su homenaje
real. Comentóse que la ceremonia no había sido del todo pacífica pues algunos
de los nobles presentes exigieron del rey, antes de reconocerlo como tal, que
jurase no haber tenido parte alguna en la muerte de su hermano, el anterior rey
castellano; y dicen que llevó la voz por todos el conde García Ordóñez[22],
primo segundo del rey Alfonso, que juró, en efecto, lo que se le exigía,
recibiendo seguidamente la pleitesía de los señores castellanos. Y es de notar
que el Abad de Dueñas -muy afecto a Vuestra Paternidad- explicó que, por más
que el Conde Ordóñez no sea contrario al nuevo monarca, no podía obrar de otro
modo, para no incurrir en felonía para con el finado Don Sancho, así como por
haber recibido con desagrado las largas de Doña Urraca, primero, y de Don
Alfonso, después, en poder aplicar al matador de Don Sancho el castigo que las
leyes imponen por el crimen de regicidio en estos reinos, que no es otro que su
muerte por desmembramiento[23].
Pues habéis de
saber, Padre mío, que el homicidio de Don Sancho no acaeció en acción de guerra
abierta y leal, entre otras cosas, porque los castellanos, tras comprobar la
fuerza de las murallas de Zamora y su pequeño número de hombres de armas y de
máquinas para batir la fortaleza, optaron por cercar de lejos la ciudad y
esperar a rendirla por hambre. Mas, cuando ya habían transcurrido casi siete
meses y los zamoranos habían llegado al extremo de su resistencia, salió de la
ciudad un caballero, dispuesto a cumplir la misión de intentar matar a Rey,
cosa que finalmente consiguió, traspasándolo con un venablo, huyendo
seguidamente y siendo acogido en su ciudad. Solo esto supe de principio, pero
me pareció suficiente para -con vistas a cumplir vuestro encargo- dirigirme a
Zamora, identificar al matador y aclarar las circunstancias y complicidades de
su acción.
Al llegar a la
ciudad, pude comprobar personalmente la fortaleza de sus defensas y lo
enmarañado y abrupto del terreno circundante, propicio para emboscadas. Al no
tener inmediata, ni siquiera cercana, ninguna Casa de nuestra Regla, hube de
acogerme a la caridad del párroco de la iglesia de San Cebrián, que me abrió
las puertas de su casa, tan pronto conoció de mi necesidad y la calidad de
quien me enviaba. También me cupo la suerte de que se hallara a la sazón en
Zamora su señora, Doña Urraca, a quien anuncié mi presencia y solicité ser de
ella recibido, para así cumplir con una elevada misión encargada por el
beatísimo Hugo, Abad de Cluny. Comoquiera que dilatara su respuesta favorable,
con la disculpa de hallarse entregada a las penitencias cuaresmales, aproveché
la demora para informarme sobre la identidad del homicida del Rey, gracias al
conocimiento y los buenos oficios del párroco susodicho, por nombre Antidio
Fernández. Gracias a él, supe sin lugar a dudas que el matador había sido un
caballero llamado Vellit Adúlfiz[24],
señor de vasallos en tierras zamoranas lindantes con Galicia, avecindado en
esta ciudad desde mucho tiempo atrás, con casa abierta en el barrio del
Castillo; el cual, hallándose en sus posesiones cuando Doña Urraca rechazó
someterse a su hermano Sancho y concitó la adhesión de los zamoranos, vino hasta
Zamora con hueste de unos treinta mesnaderos a caballo[25],
alzando pendón por Don Alfonso, como su rey y natural señor.
Cuando, en compañía
del párroco Antidio me dirigí a la casa de Adúlfiz, la hallamos cerrada de
puertas y ventanas. Los vecinos nos informaron de que, tan pronto abandonaron
los castellanos el cerco, la familia y sus vasallos se habían ausentado de la
ciudad, intuyendo que podrán encontrarse ocultos en algún lugar recóndito o,
simplemente, refugiados en sus posesiones del norte. Procuré averiguar cuáles
eran estas y cómo llegar a ellas, con el propósito de intentar localizar al
presunto homicida. Pues ha de saber, beatísimo padre, que aquí nadie sabe a
ciencia cierta lo que ocurrió en realidad: si el tal Vellit salió de Zamora por
su propia decisión o a requerimiento de los jefes de la resistencia; si lo hizo
solo o acompañado de sus vasallos; si se presentó al rey Sancho o lo esperó al
acecho; si, para el caso de haberse presentado, lo hizo con el pretexto de
unirse a los castellanos, o de mostrarle algún camino secreto de acceso a la
ciudad sitiada; si, finalmente, mató al monarca cara a cara o alevosamente. A
salvo lo que el propio Vellit pueda confesarme, tengo por cierto que de ninguna
forma habría podido estar junto a Don Sancho y atacarlo a mansalva, si no lo
hubiera engañado en cuanto a sus propósitos y apartado dolosamente al rey de su
guardia y escudero. Ni puedo dejar de opinar que, si salió y entró libremente
de Zamora y logró escabullirse finalmente de ella, fue porque contaba con
importantes valedores y cómplices en la ciudad, empezando por la propia infanta
Urraca, pese a las disculpas que la misma me ofreció en la audiencia concedida
días después.
En efecto, pasados
los días de su penitencia cuaresmal, Doña Urraca me recibió en el castillo de
la ciudad. Es dama de unos cuarenta años de edad, alta, de agradable presencia,
ademán imperioso y palabra pausada y firme, como de quien está acostumbrada a
mandar, más allá de lo que es habitual en una mujer, aunque sea una infanta. No
me extrañó, por lo que vi, la opinión que de ella generalmente se tiene, de ser
persona de la mayor influencia sobre su hermano Alfonso, bastante más joven que
ella, hasta el punto de decirse que en su infancia cuidó de él como una pequeña
madre[26].
Es un sentimiento de predilección humana, más que de caridad, pues su comportamiento
con otros hermanos no ha sido, ni mucho menos, afectuoso. Así puede sostenerse,
en mi modesta opinión, hacia Sancho, no haciendo nada por evitar su muerte ni
por castigar al homicida; pero a esto podría alegarse la actitud violenta y
egoísta del difunto Rey. Mas no puede decirse otro tanto del caso de García, el
más joven de los hermanos varones quien, habiendo regresado de tierras de moros
al enterarse de la muerte de su hermano Sancho, retornó a Galicia con el justo propósito
de recuperar su reino. Entonces, el rey Alfonso, con el consejo de Urraca, lo
convocó a León, para tener una entrevista y acordar las relaciones entre ambos
reinos. Una vez que García, sin nada recelar, hubo comparecido en el lugar
convenido, Alfonso le desconoció como monarca, cargólo de cadenas y lo encerró
en el castillo que llaman de Luna, de donde nadie sabe si saldrá con vida[27].
Ello ha sucedido en este mismo año de gracia del Señor de 1073, recibiendo la
nueva los gallegos y portugaleses con alegría, pues justo es reconocer que, en
lo tocante a ganar las voluntades ajenas, es Alfonso un maestro, a diferencia
de su hermano menor, sin duda mucho menos diestro en mandar y, a lo que se
dice, de carácter intemperante y tiránico.
Pues bien,
amadísimo Padre, a mis preguntas, la Infanta contestó con evasivas, o arrojando
sobre otros toda la responsabilidad de lo sucedido el pasado año en Zamora y su
entorno. Me recordó que, tanto su augusto padre, como su hermano Alfonso, le
otorgaron el pleno dominio de Zamora, como señora de la ciudad y su tierra, lo
que Sancho revocó sin razón alguna, aunque él alegase la conveniencia de que la
ciudad, por su fuerza y situación, quedase como de realengo, a su merced; que
ella nada tuvo que ver con que Alfonso abandonara el Monasterio de Sahagún y
huyera a Toledo, si bien lo consideró justo, toda vez que lo contrario hubiese
sido torcer la voluntad de su hermano y encerrarlo por vida en el convento,
como si fuese una prisión; que la Infanta no levantó a las gentes de León
contra su nuevo Rey, sino que fueron los nobles y caballeros quienes,
descontentos con Sancho, acudieron a ella, ofreciéndole ayuda y protección
contra el despojo del que iba a ser víctima; que el hecho del despojo era
evidente, como lo ejemplificaba el caso de su hermana Elvira, expulsada de Toro
sin ninguna misericordia o compensación; que, en tales circunstancias, ella no
podía dejarse engañar, aceptando el trueque de la fuerte ciudad leonesa de
Zamora, por otras villas en tierras castellanas o fronterizas, sin protección alguna
contra los ataques externos; que fueron los caballeros zamoranos y venidos de
otras partes quienes, dirigidos por el venerable Arias Gonzalo, sostuvieron la
defensa de la ciudad contra un cerco de casi siete meses, en que la ciudad
padeció toda clase de miserias y se vio llevada al último extremo de hambre;
que, finalmente, nada tuvo que ver, ni nadie le consultó, con la resolución del
caballero Vellit Adúlfiz, saliendo de Zamora y dando muerte a su hermano
Sancho, como cabeza y capitán del ejército que a la ciudad cercaba, un terrible
suceso que no puede menos de loar como Señora de Zamora, ni de llorar
sinceramente como hermana del fallecido.
Con todo lo que la
Infanta me expuso y he dejado dicho, no me quedaba otro punto que el de
inquirir por qué se recibió en Zamora a Vellit después de su fechoría y esta es
la fecha que no ha recibido castigo ninguno. A ello me respondió que nadie
había sabido del regicidio hasta que el matador estuvo dentro de la ciudad, no
considerando conforme a las leyes de la guerra el entregarlo al furor y juicio
parcial de sus enemigos. Quedó, pues, preso en Zamora, hasta que Alfonso
volviese a León y tomase de nuevo posesión de su Reino, cosa que apenas llevó
un mes y medio pero, cuando ello sucedió, Adúlfiz -seguramente ayudado por
algunos de los que habían luchado a su lado- había escapado de la prisión,
huyendo de Zamora y ocultándose tan diestramente en algún lugar ignoto, que
nadie hasta la hecha ha sido capaz de dar con él, tal y como había ordenado el
Rey y ella deseaba vivamente.
Finalmente, la
Infanta, considerando mi condición de emisario de su Paternidad, lamentó
profundamente haberle dado tanto cuidado y preocupación por su alma, que ella
considera infundados, toda vez que nada había tenido que ver con la muerte de
un hermano muy querido, al que habían cegado la ambición y la violencia, y en
quien se había cumplido la profecía de Nuestro Señor, quien a espada mata, por espada morirá[28].
***
No me ha sido
fácil entrevistarme con el Rey Alfonso pues, desde que fuera reconocido
nuevamente como soberano en la Curia
Regia de Zamora, va para un año, apenas ha parado de viajar y visitar a
todos aquellos que cuentan en sus reinos y, en particular, a los castellanos de
más dudosa fidelidad o devoción hacia su persona. Pude, finalmente, alcanzarlo
en la ciudad de Palencia y hacerle llegar la misiva que enviasteis junto a la
mía y, en su consecuencia, tuvo a bien recibirme en audiencia privada, aunque
durante muy breve tiempo, pues estaba a punto de partir hacia Carrión, según él
mismo me refirió. Habiendo leído previamente la carta de Vuestra Paternidad,
cuyo contenido yo desconocía, dio respuesta a vuestras inquietudes, sin
necesidad de preguntas mías, haciéndome saber al propio tiempo que no dejaría
de escribiros a la mayor brevedad, para exponer con mayor precisión lo que
verbalmente ahora me adelantaba.
En resumen, y a la
espera de lo que él haya de deciros por escrito, el Rey me hizo saber que,
alejado de sus reinos y casi prisionero en Toledo, no tuvo la menor noticia de
que su hermano Sancho hubiese decidido poner cerco a Zamora ni, menos aún, que
uno de los caballeros de la ciudad decidiera atentar contra la vida del
sitiador; que, por tanto, no tuvo participación alguna en la muerte de Sancho,
que no deja de considerar fruto de una acción guerrera y, como tal, no
merecedora de reprensión; que del mismo modo se había comportado, años atrás,
su hermano Sancho, cuando dio de paso la conducta del caballero que, disfrazado
de partidario del rey Ramiro de Aragón, dio muerte a este a las puertas de la
fortaleza de Graus[29];
que, no obstante, por el dolor que le causó el hecho y para contentar a los caballeros
castellanos, tan pronto volvió a tomar posesión de su Reino, ordenó prender y
juzgar a quien se decía había matado a su hermano, por si lo hubiera hecho con
alevosía, pero el tal ha desaparecido y se halla actualmente en rebeldía; que
nadie debe olvidar que el Rey Sancho nunca fue justo y efectivo señor de León
y, por tanto, los caballeros leoneses, por combatirlo, no pueden ser acusados
de felonía; que, mal de su grado, ya se ha visto forzado a jurar con verdad en
Burgos que nada tuvo que ver con la muerte de su hermano, por lo que, habiendo
puesto a Dios por testigo, nada mejor ni distinto puede hacer para convencer a
Vuestra Paternidad de su inocencia.
A mayores, pidió
que os transmitiese el profundo amor que os profesa, así como que, una vez
repuesto en el trono y restaurada la tranquilidad en sus reinos, habrá de
seguir apoyando vuestra piadosa obra como lo hizo antaño, y su padre antes que
él. También pidió vuestras oraciones para ayudar a su firme propósito de
mejorar sus costumbres, pacificar sus reinos y combatir a los infieles.
Creía con esto ya
cumplida la misión ordenada por Vuestra Paternidad, cuando, de regreso a esta
Santa Casa de Sahagún, tuve un sueño, como dicen lo tuvo antes Rey Alfonso, a
quien se le apareció San Pedro mientras dormía, para invitarle a abandonar la
abadía y escapar a lejanas tierras. Yo sentí que no habría obedecido del todo
vuestra voluntad, si no me llegaba hasta el tal Vellit Adúlfiz y escuchaba de
sus labios su versión de lo acaecido. En mi sueño contemplé lugares extraños
para mí, a los que llevaban caminos montuosos, pero una cosa vi cierta: que
Adúlfiz no se hallaba en tierra extranjera, sino en sus posesiones del norte.
Al fin y al cabo, era lo que yo, en el fondo, creía, convencido como estaba de
que el homicida contaba con la poderosa protección de la Infanta Doña Urraca,
así como de que el Rey Alfonso no tenía la menor intención de someterlo a
juicio, siempre que el supuesto rebelde no volviera a aparecer por la Corte.
Así pues, regresé
a Zamora e indagué concienzudamente la situación de los feudos y dominios de la
familia de Vellit. Resultó que se encontraban en tierras de la comarca que
llaman La Sanabria, no lejos de una abadía de monjes aquí llamados mozárabes, bajo la advocación de San Juan[30].
Llevóme una semana llegar hasta allí, portando cartas del párroco de San
Cebrián y del mismísimo Arias Gonzalo, como antes os dije, anciano caballero
que encabezó la resistencia de Zamora a Don Sancho; misivas que me recomendaban
ante la familia y vasallos de Adúlfiz y le aconsejaban recibirme y expresarse
con verdad, para así tranquilizar su conciencia y limpiar su buen nombre ante
el mundo.
***
Como Vuestra
Paternidad puede comprender, pese a mis cartas de presentación, no fui bien
recibido por Vellit Adúlfiz. Solo la sorpresa de verse localizado y mis hábitos
de monje lo disuadieron de ocultarse ante mi presencia. Para hacerme más grato
ante sus ojos, le hice ver que el propio Rey y Doña Urraca habían accedido a
entrevistarse conmigo y habían hablado de él de forma bastante favorable. Es
más, al comenzar mi encuesta preguntándole si, en otro tiempo, había sido
vasallo del Rey de León o del de Galicia, dada la situación fronteriza de sus
tierras, manifestó su orgullo de ser leonés y, por tanto, fiel en todo momento
a Don Alfonso, que tan injustamente había sido privado de su Reino por su
hermano Sancho. Con pormenor, me recordó las leyes sagradas de la infeudación,
que obligan a defender al señor propio y a romper con cualquiera que no respetare
los derechos de aquel; justamente -según su opinión- lo que había acaecido con
el despojo de Don Alfonso, a partir del cual no se sentía obligado a rendir
pleitesía a quien ocupase el trono de León, máxime no habiendo sido aún
coronado y reconocido como tal por los dignatarios del reino. Dijo ser esas las
razones por las que, abandonando sus tierras de Sanabria, acudió a la ciudad de
Zamora, donde así mismo tenía casa, para defender, no tanto los derechos de la
Infanta Urraca, como los de su señor Don Alfonso, que esperaba acabasen
prosperando con la ayuda de Dios y de sus fieles. En lo tocante a su resolución
de salir de la ciudad cercada y buscar a Don Sancho para matarlo, no fue claro
ni, a mi parecer, sincero pues dijo haber decidido la hazaña sin avisar a
nadie, ante la desesperada situación en que se hallaban los defensores de
Zamora; que salió solo por un portillo apenas utilizado, sin hacerse acompañar
por su mesnada; que, aprovechando la noche y la espesura, llegó hasta el
campamento del Rey castellano sin ser visto; que esperó escondido hasta el
amanecer, cuando, confundido con otros guerreros enemigos, pudo aproximarse a
Don Sancho, a quien traspasó el pecho con un venablo; que, aprovechando la
confusión, espoleó su caballo de vuelta, hasta las murallas de la ciudad,
pudiendo librarse de sus perseguidores, gracias a su conocimiento del terreno y
a haber atendido los defensores sus gritos para que le abriesen la puerta más
cercana; que, para levantar el ánimo de los zamoranos, refirió lo que había
realizado, siendo felicitado por muchos de ellos; que, no obstante, Doña
Urraca, lamentando sobremanera la muerte de su hermano, lo había puesto en
prisión, de la que pudo escapar a los pocos días, con la ayuda de buenas
personas cuyos nombres no revelaría jamás[31].
Preguntado por mí
si había herido a Don Sancho sin que este lo viera, me manifestó que así fue,
en efecto, toda vez que, haciéndolo de otro modo, habría sido imposible
conseguirlo, toda vez que no se trató del lance en una batalla, sino de una
escaramuza que él solo había sostenido frente a muchos. Y, en lo tocante a
premios o castigos, que nunca había pretendido otra recompensa que la de salvar
a Zamora, no considerándose tampoco merecedor de pena alguna, puesto que no era
vasallo de Don Sancho y se hallaba con él en estado de guerra. Que así debían
de haberlo entendido Don Alfonso y Doña Urraca toda vez que, en pasados los
primeros momentos de dolor y de petición de venganza por los castellanos, no
habían hecho nada por capturarlo, pese a encontrarse en las tierras del feudo
familiar, de donde no tenía pensado apartarse[32].
***
Tan pronto estuve
de regreso en esta Casa, me he apresurado a escribir a Vuestra Paternidad sobre
cuanto me pidió. Como resumen y reflejo de mi propia opinión, que gustosamente
someto a la superior y mucho más docta de Vuestra Paternidad, entiendo que el
rey Don Alfonso no es responsable, ni directa ni indirectamente, por la muerte
de su hermano, pero sí de no juzgar a su matador, como él mismo es consciente
debería hacer, embaucando a propios y extraños con la patraña de que desconoce
su paradero; que es muy difícil de creer que la Infanta Urraca desconociese o
no autorizara la salida de Zamora de Vellit Adúlfiz para intentar acabar con
Don Sancho y, simultáneamente, con el cerco de la ciudad; y que el citado
Adúlfiz no puede considerarse traidor a quien nunca había sido su Señor, pero
sí un fementido y un aleve, puesto que la única forma creíble de haber llegado
al campamento y persona del Rey era la de manifestarle, cuando menos, voluntad
de pasarse a su servicio, si no la de ayudarlo muy positivamente a hacerse con
la ciudad; siendo la manera de darle muerte, la de hacerlo por sorpresa y,
seguramente, por la espalda.
Dicho lo cual,
beso las manos de Vuestra Reverencia y entrego la carta a
3.
Epílogo abierto
Más de una vez
hablamos Ismael y yo acerca del abrupto final del manuscrito, que nada tenía
que ver con la pérdida de alguno de sus folios, ya que el octavo y último de
ellos acababa el texto hacia la mitad de su superficie, con espacio más que
suficiente para su conclusión y firma. La reciente divulgación, entonces, de la
narración y película El nombre de la rosa
contribuía sin duda a que uno y otro nos preocupáramos por el destino de fray
Beltrán de Alençon, después de tan decidida indagación de la verdad histórica y
la valoración de la misma, nada favorable para el Rey Alfonso VI y su hermana
mayor, la Infanta Urraca[33].
En cualquier caso, no dejaba de resultar muy extraño que el informe que con
tanto interés había solicitado el santo Abad Hugo de Cluny, o de Semur, hubiera
permanecido en el Monasterio de Sahagún, en vez de viajar hacia su
destinatario. No parecía probable que se tratara de una copia literal, cuando
tanta prisa tenía su autor en concluir el original y remitirlo a su Abad.
Así estaban las
cosas cuando, en una visita al imponente Monasterio de San Marcos de León
-convertido en hotel de lujo y en albergue de bastantes piezas del Museo
Arqueológico leonés-, observé en un rincón del patio el modesto fragmento de una
laude sepulcral, procedente de San Benito de Sahagún, en la que a duras penas
podía leerse el nombre de Beltrán y el año de la Era Hispánica de mil ciento
once. ¿Sería la prueba definitiva de que nuestro monje había dejado en tierras
leonesas, no solo su manuscrito, sino también la vida? Tal vez. En todo caso,
diremos lo que Ismael, cuando le transmití mi hallazgo:
-
A
la postre, tanto da dónde y cómo nos alcance la muerte. Lo verdaderamente
importante es que nos encuentre preparados.
No me cabe duda de
que así sucedería con Beltrán de Alençon, aunque algunas personas -traidoras o
no- hayan contribuido a adelantar su salida de este mundo.
[1] No he
sido capaz de encontrar el gentilicio de Toral de los Guzmanes. Provisionalmente
utilizo toralino, pidiendo de
antemano disculpas por mi probable error.
[2]
Gentilicio alusivo a la actual Valencia de Don Juan, junto a la que se levantó
la antigua Coyanza.
[3]
Nota del editor.- Con toda seguridad, se trataría del siguiente libro; José
Mourille López, La Provincia de León:
Guía general, con prólogo de Mariano Domínguez Berrueta, edit. Colegio de
Huérfanos de María Cristina, Toledo, 1928.
[4] Es decir, de Sahagún.
[5] San Hugo de Semur, o de Cluny (1024-1109),
Abad de Cluny de 1049 a 1109.
[6]
Acaecida el 6 de octubre de 1072, o en fecha inmediata a esa. El Rey, segundo
de su nombre, había nacido hacia 1038 y ejerció funciones reales desde la
muerte de su padre, Fernando I, en 1066.
[7]
Alfonso VI (c. 1040-1109). Con un breve interregno en 1072, ejerció funciones
reales entre 1066 y 1109.
[8]
Sobre estas cuestiones, que exceden con mucho del alcance de este relato, puede
consultarse, José María Mínguez, Alfonso
VI, edit. Nerea, Hondarribia, 2000, págs. 211-228.
[9] En
concreto, el 27 de diciembre.
[10]
Asamblea de los notables del reino, ante la que -en época anterior a la existencia
de las Cortes- se desarrollaban y, en su caso, aprobaban los acontecimientos
políticos juzgados fundamentales.
[11] Se
produjo el óbito el 7 de noviembre de 1067.
[12]
Título honorífico (Imperator) que se
daba a la sazón al Rey de León.
[13] La boda
se celebró el 26 de mayo de 1069. Casi nada se sabe de la novia.
[14] Tercer
hijo varón de Fernando I (1042-1090), rey de Galicia desde 1066.
[15] El
despojo y reparto tuvieron lugar en 1071.
[16] La
batalla se dio el 11 de enero de 1072.
[17]
Eran estas Urraca (c. 1033-1101) y Elvira (1038-1099). De la primera de ellas
se tratará profusamente en el manuscrito de Beltrán de Alençon.
[18] Contra lo que suele afirmarse, la concesión
de derechos señoriales sobre Zamora y Toro a las dos infantas no se plasmó en
el testamento de su padre, Fernando I, que tan solo aludió a la concesión a las
mismas de las rentas de todos los monasterios del reino, siempre
que permaneciesen solteras. En todo caso, es obvio que el señorío de una ciudad
no implicaba, por sí mismo, la consideración de reina, que solo tuvo Urraca a
título honorífico, por gentil concesión de su hermano, Alfonso VI.
[19]
Pedro, Fernando y Gonzalo Ansúrez. Sobre la estancia toledana de Alfonso VI,
véase el clásico, Juan de Mariana, Historia
General de España, edic. de Andrés García de la Iglesia, Madrid, 1669, tomo
I, libro nono, págs. 340-346. La primera edición de esta obra se publicó en
latín (1592) y en castellano (1601).
[20]
Alfonso VI tenía acuerdo de esponsales con Inés de Aquitania desde 1069 pero,
por la edad infantil de la novia, el matrimonio no se celebró y consumó hasta
cuatro años más tarde (finales de 1073 o principios de 1074).
[21]
Fue tal el entendimiento entre Alfonso y Urraca en los años del relato, que
algunos llegaron a creer que entre ellos hubiese existido intimidad sexual.
[22]
Doy por sentado -por muy probable- que se tomara a Alfonso VI dicho juramento
por la Curia Regia de Castilla, pero me
permito atribuir la iniciativa no a Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, sino al Conde García Ordóñez, de mucha mayor categoría,
poder e influencia que Rodrigo.
[23]
Muerte que algunos sostienen -casi con seguridad, equivocadamente- que se llegó
a cumplir efectivamente en Vellido Dolfos. El desmembramiento se producía
tirando de los brazos y piernas del atormentado sendos caballos (por tanto, cuatro
en total).
[24]
Vellido Dolfos ha sido identificado como un vecino de Zamora, documentado en
1057, llamado en el manuscrito histórico Vellit
Adúlfiz. Tal vez esa fecha resulte demasiado alejada del cerco (quince
años), como para aceptar que se trate de la misma persona pero, en todo caso,
el dato parece confirmar definitivamente que los Dolfos, Adolfos o Adúlfiz vivieron
en Zamora en aquella época.
[25]
La ubicación de las tierras de Vellido Dolfos y el dato de los treinta hombres
a caballo son datos de la tradición oral.
[26] Los datos de Urraca se ajustan a la realidad
histórica. No existen retratos fiables de la Infanta.
[27] En efecto, no se le liberó hasta su muerte,
sucedida en el año 1090.
[28]
Evangelio según San Mateo, capítulo XXV, versículos 51-52.
[29] Alude a
la muerte del rey de Aragón, Ramiro I (1035-1063). El suceso se produjo el 8 de
mayo de 1063.
[30] Datos verosímiles.
[31]
Esta versión de los hechos mezcla las narraciones de las Crónicas con tradiciones
orales y el juicio personal para inclinarse por versiones dotadas de lógica.
[32] Doy por reproducida, para este párrafo, la
nota anterior.
[33]
Con esta alusión apunto a la muerte del monje Beltrán a manos de personas
disconformes con el contenido de su manuscrito, o por esbirros de las mismas. El nombre de la rosa es una famosa
novela histórica y de misterio del autor italiano Umberto Eco (1932-2016), publicada en 1980.
Sobre ella se hizo el guion de una película de mucho éxito, del mismo nombre de
la novela (Jean Jacques Annaud, 1986).
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