Historias de traición (I)
Memorias de un
traidor a Napoleón
Por Federico Bello
Landrove
Traidor es quien atenta contra la seguridad exterior de su patria, o
quien quebranta la fidelidad o lealtad debidas; pero no es lo mismo en
muchos casos lo primero que lo segundo. En este relato se ejemplifica esa
diferencia con el caso de un magistrado francés de los tiempos de Napoleón I.
El personaje es imaginario pero su entorno es perfectamente histórico.
1. De cómo y con quién fui formando mi personalidad
Nací en la ciudad
de Chartres, un día de otoño del año 1776, en el seno de una familia de rancia
nobleza, aunque de patrimonio modesto. Mi padre, François, barón de la Tolmaye,
había casado con la hija de un hacendado de la comarca de Melun, y la pingüe
dote que la esposa había aportado al matrimonio fue invertida en su mayor parte
para restaurar nuestra mansión en la rue
des Bouchers y reparar el molino y las acequias que aprovechaban en nuestras
tierras las aguas del Eure. Tampoco fue ajena a la rápida mengua económica de
la familia la ambición de mi padre de alcanzar el título y funciones de
preboste de mi ciudad natal, lo que le supuso un poco fructífero asedio del Duque de Orléans[1],
pese a los dispendios causados por dicho seguimiento y por los obsequios consiguientes.
A causa de ello, y no por su connatural dureza -como chismorreaban nuestros
siervos y renteros-, mi progenitor se vio obligado a reclamar hasta el último
escudo a quienquiera que se lo debiese. Esa fama lo acompañó, para nuestra
desgracia, en los tremendos tiempos de la Revolución. Temiendo lo peor, a
comienzos de 1790, mi padre vendió sus bienes inmuebles y depositó los
mobiliarios en manos de sus suegros. Seguidamente, toda la familia partió
camino de Estrasburgo, con el temor de ser detenidos en el camino, o de que
algunos asaltantes nos vaciaran la lencería y bolsas de viaje de los muchos
luises de oro que llevábamos. No fue así, a Dios gracias, y todos llegamos
felizmente a las orillas del Rhin: mis padres; mi hermana mayor, Dorothée; mi
abuela paterna, y yo mismo, de nombre Adrien, a la sazón de trece años de
edad.
No quiso mi padre
permanecer en la revuelta metrópoli alsaciana -donde pugnaban duramente
partidarios y detractores de los excesos revolucionarios-, lo que tal vez nos
impidió tomar conocimiento por aquel entonces del futuro gran hombre, Klemens
von Metternich[2], quien
se hallaba entonces estudiando en la Universidad estrasburguesa. Tampoco -a
diferencia de otros emigrados de más alcurnia- optó mi progenitor por
establecerse en Coblenza. Decía él que malamente podría un Príncipe de pocos
medios resistir los embates de nuestros revolucionarios, si un día les daba por
traspasar la frontera. Así pues, tomamos la ruta del sur, hacia los territorios
del Imperio Austriaco. Como supongo que el lugar concreto no le preocupaba
mucho, con tal de no estar lejos de Francia, optó por la pequeña y pintoresca
ciudad de Friburgo de Brisgovia que, además de estar próxima a Suiza, tenía una
Universidad donde yo, conociendo el latín y algo de alemán -además del francés-,
podría cursar estudios de Derecho.
Nuestro destierro duró
tanto como los luises que trajimos de Francia. Durante él, además de suspirar,
leer los diarios y esquilmar los ahorros, yo cumplí los veinte años y me
licencié en los estudios de Leyes, hazaña que aún ignoraba para qué me iba a
servir, al tratarse de una Universidad extranjera, no muy conocida y que
impartía -como es lógico- conocimientos de una legislación ajena a nuestras
tradiciones. Pero en esto tuve la suerte de que el anterior Emperador, José II,
había sido un excelente impulsor de reformas legislativas, en la línea de
unificar las normas de sus numerosos territorios y de sujetar a la poderosa
Iglesia del Imperio a su férula de Déspota
ilustrado y justo. Ya se verá más adelante lo mucho que me adelantó en la
Patria el haber tenido tan notable y avanzada formación.
***
Mis padres
consideraron que, para el año 1797, la situación política en Francia estaba lo
suficientemente pacificada, como para que pudiera regresar una familia de
emigrados que no tenía relevancia ninguna. En consecuencia, previo aviso a mis
abuelos de Melun, emprendimos viaje de retorno a través de Suiza, por el temor
de complicaciones graves, al estar el Directorio y el Imperio en guerra. Fue
justo a tiempo pues, como es sabido, al año siguiente mis compatriotas, celosos
de los riesgos y obstáculos que la neutralidad helvética suponía para la guerra
con Austria, invadieron el país y lo convirtieron en una República al servicio
de Francia.
La patria que
encontramos se caracterizaba por las violentas fluctuaciones políticas y una
grave situación económica de paro y carestía. Los emigrados trataban en vano de
recuperar sus bienes y el pueblo los miraba con desconfianza y desprecio. Mi
padre nada tenía que reclamar puesto que todo lo había vendido, mejor o peor,
antes de partir pero, para evitar el resquemor de viejas rencillas, desechó la
idea de regresar a Chartres. Buscamos acomodo en Melun, con el apoyo de la
familia de mi abuelo materno, quien había sabido conservar la mayor parte de
sus tierras, que incrementó comprando en subasta parte de las de un monasterio
colindante. Entre él y su esposa, convencieron a los demás hermanos de mi madre
de pagarle generosamente los muebles y objetos de valor depositados al partir,
así como adelantarle su parte de la herencia, aunque con una considerable
merma. Con ese capitalito, abrió una tienda de comestibles en el barrio de Saint Aspais, junto al muelle del Sena,
en la que también se empleó mi hermana Dorothée, quien no tardaría en
matrimoniar. Mi padre, desgraciadamente, cayó en una progresiva debilidad, que
yo juzgo fruto de la melancolía más que de la edad, y falleció al año
siguiente, sin haber llegado a conocer el cambio político del 19 de Brumario[3].
No fue ese discutido
golpe de Estado la primera ocasión en que escuchamos el apellido Bonaparte[4].
El General ya se había hecho admirar por sus victorias en Italia y su mucho
menos admirable campaña de Egipto, de la que volvió solo, dejando a sus
soldados en la estacada. Para un joven como yo, y en edad militar, la gloria
guerrera era una excelente carta de presentación, y más si se administraba para
expulsar a los restos del jacobinismo y apaciguar el País. Con todo, no era yo
hombre que llevara esos sentimientos hasta el punto de alistarme para combatir
a las órdenes del gran General. De hecho, mi condición sospechosa de emigrado
me había librado de una primera conscripción, aunque también creo que ayudó a
ello algún soborno de mi abuelo al encargado del reclutamiento. Pero no era
cosa de volver a ponerse en riesgo; de modo que sentimos llegado el momento de
que me sumergiera en la masiva barahúnda de París, donde nadie conoce a nadie,
y me buscara la vida con la ayuda de mis conocimientos y de una modesta
pensión, que mi madre me pasaría en tanto yo la necesitara y la tienda de
ultramarinos rindiera como lo venía haciendo.
La verdad es que
nada me orientó mejor, ni me ayudó más, que el apoyo del Vizconde de Montgeron,
un aristócrata que había conseguido capear el temporal revolucionario, gracias
a la protección del horrible Métier, factótum y verdugo de Melun hasta los
sucesos de Termidor[5]. Dicho
señor Montgeron mantenía con mi abuelo una buena relación, pese a ser
propietarios de varios fundos colindantes, y hasta había contado con su ayuda
para administrar algunas de sus posesiones. Como es natural, al abrir mi madre
tienda en la localidad, se convirtió en proveedora de la casa del Vizconde, lo
que fue ocasión para que yo llevase allá algunos pedidos y me atreviera a
presentar mis respetos al prócer, aduciendo mi recién estrenada condición de
Barón de la Tolmaye. Accedió de buen grado a ello el señor Honoré de Montgeron,
encontrándose con la sorpresa adicional de que el joven que guiaba el carro de
las provisiones, no solo tenía título nobiliario, sino académico, algo inusual
en los franceses de mi generación, como consecuencia del cierre de la mayoría
de las Universidades de nuestro país. A mayores, supo de mi conocimiento del
idioma alemán, lo que le animó a hacerme una provechosa oferta para nuestras
respectivas mentes: Yo le daría clases de idioma tedesco, en tanto él pondría a
mi disposición su amplia biblioteca jurídica dedicada, como es natural, al
Derecho francés. De esta forma, en los apenas seis meses que duró nuestro
acuerdo, me puse al corriente de las leyes aprobadas desde el comienzo de la
Revolución, así como de aquellos usos y costumbres anteriores que mi mentor me
encareció como los más útiles en el territorio de la Isla de Francia.
Al adquirir una
mayor confianza mutua, el Vizconde me fue presentando a los miembros de su
familia que con él convivían. De entre ellos, llamó poderosamente mi atención
su hija Louise, entonces poco más que una niña, pero dotada de una belleza y
una cultura poco comunes. Por hacerle una gracia, cada vez que coincidía con
ella le dirigía unas frases en alemán, traduciéndoselas acto seguido. Acabó
incorporándose, con mi aquiescencia, a las clases que daba a su padre y así
nació entre nosotros una amistad que perduraría en el tiempo. Por esas
insondables casualidades de la vida, las clases de alemán habrían de servirla,
más adelante, para alcanzar un destacado lugar en la Corte, como más adelante
diré.
Llegado el momento
de partir hacia París por las razones antes señaladas, el Vizconde me dio
elogiosa carta de presentación para un ilustre conocido suyo, muy bien
instalado en la Capital. Con todo ese capital y con la juventud de mis
veintitrés años, un día de principios de mayo (Floréal, si ustedes quieren), tomé la diligencia de Paris. El temor
y la ilusión se repartían mi ánimo.
***
Ya en París, tuve
acierto al dirigirme en seguida a visitar al señor Cambacérés[6];
y digo esto porque, si ya en junio -cuando me recibió- era un personaje muy
notable y atareado, ¡qué decir del mes siguiente, cuando fue nombrado Ministro
de Justicia, o de comienzos del año siguiente, al sustituir como Cónsul al
señor Sieyès! El hecho es que, después de hacerse de rogar, me recibió al fin
en la tercera cita, si bien con tal atención y cortesía, que compensó con
creces la dilación precedente.
Tengo una
tendencia innata y, por lo general, certera para exponer mis intenciones de
forma precisa y apoyada en el conocimiento que procuro adquirir de los gustos e
intereses de mis interlocutores. En el caso de Cambacérés me constaba su origen
occitano y sus denodados esfuerzos anteriores por elaborar un proyecto de
Código Civil que alcanzara el favor de los legisladores, algo en lo que había
fracasado por tres veces. Exagerando un tanto mis méritos, me presenté, pues,
como un buen conocedor del Derecho austriaco que -como ya he expuesto
anteriormente- había sido objeto de una amplia labor de armonización y
codificación en los tiempos del Emperador José II. Me ofrecí, para prestarle
cualquier ayuda que pudiese precisar, a fin de conseguir para Francia lo que
ahora enorgullecía a Austria. Con evidente interés, me formuló varias
preguntas, a las que contesté con claridad y suficiencia, aludiendo también a
mi conocimiento del Derecho consuetudinario de París, que inevitablemente
tendría que servir de base a cualquier labor legislativa para toda la Nación.
Cambacérés, aunque sinceramente complacido, lamentó no poder usar de mis
servicios por el momento, dado que los constantes cambios políticos y sus
anteriores fiascos lo habían llevado a desistir, por el momento, de sus labores
codificadoras. Prometió tenerme en cuenta tan pronto se reanudasen las labores
unificadoras del Derecho Civil francés. Presto a concluir la audiencia, me
preguntó por el estado del señor Vizconde de Montgeron y su distinguida
familia. Al enterarse de que yo había frecuentado su casa como profesor de alemán, me indicó la
conveniencia de dirigirme al Ministerio de Asuntos Extranjeros, cuyo titular,
siendo yo barón, estaría bien dispuesto a tomarme como traductor oficial,
máxime con la carta de recomendación que él extendería en mi favor, la cual
podía pasar a recoger el lunes de la siguiente semana. Me atreví -conociendo su
impuntualidad- a encarecerle que cumpliese con el término, dado que mi
situación pecuniaria no era muy boyante. Él aseguró su formalidad al respecto y
ciertamente hizo honor a su palabra.
El diablo debía de
divertirse jugando conmigo a los cambios ministeriales. Si pude conocer a
Cambacérés antes de ser promovido a Ministro de Justicia, en cambio, cuando
comparecí ante el titular de los Asuntos Extranjeros, este estaba a punto de
dimitir por desavenencias con el Señor de Francia en aquel momento, el Director
Barras[7].
Claro está que el gran personaje ante el que comparecí, que ya lo había sido
casi todo en la política de la última década, no me informó de su marcha del
Ministerio, sino que se limitó a disculparse por no atender los deseos de mi buen e ilustre amigo Cambacérés, por
razones que habrá de conocer en unos pocos días, y aludió a que, por el
momento, sería mejor para mí no deber un cargo a su persona. Ya entonces mi
interlocutor, el Señor de Talleyrand, me pareció tan extraño en lo físico, como
taimado y exquisito en lo espiritual[8].
No dejó de interesarse brevemente por mis cortas experiencias vitales, que
apostilló con un comentario que aún recuerdo a la letra: Cuídese, joven, que no somos muchos los aristócratas de valía que hemos
quedado con la cabeza sobre los hombros.
***
Los meses
siguientes, hasta el de noviembre (Brumario)
fueron de tanta tensión en las altas esferas de la política, que no es extraño
que se olvidasen de mí quienes me habían recibido con tanta amabilidad. El
Directorio parecía completamente desprestigiado y los preparativos de un golpe
de Estado se entrecruzaban, pasando por el punto común de un espadón popular. Finalmente, ese General
fue Bonaparte y el más eficaz y exitoso de los muñidores, el famosísimo abate
Sieyès[9],
aunque pronto arrinconado, tanto en el poder, como en los objetivos. Con muy
buenas razones, el Abate había pretendido la pacificación de la vida francesa,
tanto en el interior, como con los países extranjeros. Sin embargo, el golpe de
Estado que provocó acabó logrando lo primero, pero no lo segundo. Bonaparte,
pronto dominador de la situación, tenía excelentes cualidades, pero ninguna
mayor que su genio militar. Lógico era, pues, que se apoyara en este para triunfar,
aunque ello supusiera seguir sacrificando en el altar de Marte a las jóvenes
generaciones de Francia, de las que yo, con solo veintitrés años, era uno de
sus integrantes.
El golpe de Estado
de Brumario devolvió al Ministerio al Señor de Talleyrand y confirmó en el suyo
a Cambacérés, con lo que, en pura teoría, se abrían ante mí dos opciones de
empleo, si era capaz de hacerme recordar y valer. Pareciéndome que podía tener
más futuro en el Ministerio de Justicia, volví a la carga y me dispuse a hacer
interminable antesala hasta conseguir audiencia. Entre tanto, para no perder el
tiempo, a más de los ahorros, frecuentaba la Biblioteca Nacional para preparar
un estudio comparativo de los dos primeros proyectos de Código Civil del gran
jurista monpelerino[10]
y una probable refundición del proyecto demasiado
largo y del en exceso breve[11].
Cuando lo tuve concluido, lo acompañé de una breve nota y opté por llevarlo al
domicilio del Ministro, en lugar de a su inaccesible despacho oficial. Mas,
comoquiera que al cabo de dos semanas no hubiese recibido ningún tipo de
contestación, decidí dirigir mis pasos al Ministerio de Asuntos Extranjeros,
donde a la sazón se desarrollaba una actividad febril para poner al Consulado
en el puesto que habría de corresponderle en el escenario europeo. No sé cuánto
habría tardado en conseguir resultados, a no ser por la favorable veleidad de
la fortuna, que hizo que me hallara en el patio del Ministerio cuando el Señor
de Talleyrand llegaba en su carroza y bajaba trabajosamente de la misma, debido
a la cojera y otros achaques que lo aquejaban de manera crónica. Me adelanté
para ayudarlo, con la decisión que me daba el serle conocido, y ello hizo que
se fijara en mí, identificándome al punto con su prodigiosa memoria. Detuvo con
un gesto a los adláteres que trataban de apartarme, se apoyó en mi brazo y,
dándome en todo momento el tratamiento de barón, subimos juntos la escalinata
del Ministerio y tuve que sufrir la filípica del gran hombre por no haberme dignado volver, ni tan siquiera para
desearle éxito en su función. Yo, en tono igualmente irónico, le repliqué que,
dado lo complicado de la situación, más podría necesitar de ayuda que de buenos
augurios, siendo lógico que, una vez le había ofrecido mis servicios, debiera
ser él quien me llamase y no yo quien lo importunase e insistiera como un
pedigüeño. No le desagradó mi respuesta: Antes bien, haciendo un alto en el
vestíbulo, se dirigió a uno de los oficiales que lo seguían y le ordenó que me
acompañase al negociado de relaciones con el Imperio, a fin de que me diesen
acomodo inmediato como intérprete. Así empecé a trabajar en la Administración,
con un sueldo modesto, en parte dependiente de las concretas traducciones que
se me encargaban.
***
Pasaron unos
meses del año de 1800, en que las relaciones con Austria, más que de
intérpretes, precisaron de coraceros, pero pronto las victorias de Marengo y
Hohenlinden abrieron paso a las negociaciones de paz en Lunéville, que
agobiaron de trabajo por un tiempo a la gente del Ministerio, por más que se
rumoreara que, para estas cuestiones de los tratados de paz, Bonaparte -cada
vez más conocido por su nombre, Napoleón- actuaba de forma directa y omnímoda
o, como mucho, apoyado en la colaboración y la presencia de su hermano José.
Para mantenerse mejor informado desde París, el Ministro movió los hilos y, junto
a otras personas de confianza, me designó para el puesto de intérprete en las
negociaciones in situ. No fue escasa
mi labor allí pues el conocimiento que tenía de las zonas fronterizas entre
Francia y los Estados del Rhin me permitió asesorar a la delegación francesa en
algunos puntos geográficos de importancia. De hecho, el propio José Bonaparte
me elogió en más de una ocasión. Sin embargo, fue para Monsieur Talleyrand para quien realicé la tarea más complicada, de
tenerle informado de manera puntual y detallada sobre las negociaciones, sin
perjuicio de rendir un informe final, que mereció su beneplácito. Era de
esperar que todo ello abocara a un ascenso en mi posición, pero aquellos días
de Lunéville hicieron nacer en mí una cierta repugnancia hacia las falacias y
cabildeos de la diplomacia, para los que me consideraba poco dotado. Y así,
cuando por fin recibí buenas noticias del Ministerio de Justicia, solicité una
licencia temporal del de Negocios Extranjeros, que expliqué personalmente al
Señor de Talleyrand, quien comprendió mis razones y con el que quedé en buenos
términos.
La llamada de
Cambacérés era consecuencia de que, finalmente, la confección de un Código
Civil para todos los franceses iba por buen camino, bajo los auspicios del
propio Napoleón. El Ministro, por fin, agradeció mis trabajos previos y, en
vista de mi superior conocimiento del Derecho consuetudinario de París, decidió
asignarme como colaborador al miembro de la Comisión redactora, Bigot de
Préameneu[12],
veterano e ilustre magistrado, uno de los cuatro redactores de la misma, que
presidiría el propio Cambacérés. La oferta ministerial, no solo comprendía una
retribución satisfactoria, en tanto durasen los trabajos, sino la promesa de
nombrarme magistrado o, al menos, Accusateur
public[13],
siempre que mi labor prelegislativa resultase valiosa, en opinión del Señor
Bigot o del propio Ministro. Eso sí que me llenaba mucho más que la oferta de Monsieur de Talleyrand que, sin embargo,
mantuve solo en suspenso, hasta que las promesas condicionadas se hicieran una
tangible realidad.
No es mi propósito
plasmar aquí en detalle los grandes trabajos llevados a cabo por los cuatro
redactores, ni mi modesta contribución, sobre todo, en materia de relaciones de
trabajo, tan mediatizada por la previa ley Le Chapelier[14],
y de laicidad del Estado, en que pude aportar mi conocimiento de la interesante
formulación josefina austriaca. Solo quiero reflejar la amistad que nuestro
trabajo común me aportó con el Señor Bigot, que luego me sería muy útil.
También quiero aludir a un extremo que ha sido debatido posteriormente, a
saber, la participación personal del Primer Cónsul en los trabajos de la
Comisión, que considero más importante para animar y dar confianza a los
redactores, que no para fijar criterios, como no fuese en temas de general
conocimiento o de inquietud personal, como los relativos a la libertad de
creencias, el divorcio o la adopción. En cualquier caso, yo no tenía
autorización para participar en las sesiones a las que asistía Napoleón; por
tanto, la referencia que tengo de las mismas es a través de Cambacérés y Bigot.
Según ellos, la lucidez y los conocimientos del Cónsul eran sobresalientes,
sobre todo, en quien carecía de estudios jurídicos.
A finales de 1803,
cuando el proyecto de Código ya había pasado por el trámite de información de
los Tribunales de Apelación y Casación, así como por la previa aprobación del
Tribunado y del Cuerpo Legislativo, quedando pendiente tan solo de la decisión
promulgadora de Napoleón, Cambacérés me convocó a su despacho y, en vista de mi
buen desempeño en opinión de Bigot, me ofreció una plaza, bien de Acusador
público, bien de juez en algún Tribunal de primera instancia no lejos de París.
Yo opté por un puesto en el Tribunal de Reims y allí comencé mi carrera
judicial, con apenas veinticinco años de edad, lo que constituía, no solo una
garantía de estabilidad profesional, sino la seguridad de no ser llamado a
filas en alguna de las constantes conscripciones que exigían las guerras de
aquellos tiempos que, al decir del Ministro Talleyrand cuando fui a despedirme
de él camino de mi primer tribunal, enlazan
la cosecha de la paz con la siembra de la guerra siguiente. Su evidente
enfado coincidía plenamente con mi opinión del Primer Cónsul, al que
consideraba tan lleno de genio como vacío de moderación.
2. De París a Viena, llevado de un sorprendente destino
Los años pasaban, aunque Napoleón permanecía inconmovible y
con él, las guerras y las paces; las Coaliciones de Europa en su contra y las
victorias terrestres de Francia; la gloria y la muerte; el brillo en la Corte y
el agotamiento en el pueblo. Muy pocos, aparte de Napoleón y algunos de sus
familiares y mariscales, se sentían felices con aquella política de permanente
confrontación, llevada en nombre de la libertad y del bien de Francia, pero
llamada a causar la servidumbre de Europa y el enriquecimiento de especuladores
y proveedores del Ejército. Nada parecía haber aprendido del pasado quien, buen
conocedor de la Historia, había llegado a afirmar que las bayonetas sirven para todo, menos para sentarse encima de ellas[15].
Esta era mi
convicción personal en aquellos años, pero en el fondo era un sentimiento
común. El Señor de Talleyrand, Gran Chambelán del Imperio y consejero siempre
apreciado por Napoleón, había llevado a tales extremos la oposición a su
política que, aunque ya exonerado del Ministerio de Asuntos Extranjeros, se las
arregló para estar presente en la Congreso de Erfurt[16]
-preparado para repartirse el bocado europeo entre los Emperadores de Francia y
Rusia- y aconsejar a este último de forma tan convincente lo contrario, que
ningún resultado tangible resultó del encuentro. Y, apenas dos meses después,
aprovechando la ausencia dilatada de Napoleón en España, el Gran Chambelán
conspiró con el Ministro de la Policía, Señor Fouché[17],
tradicional enemigo o, cuando menos, rival suyo, en orden a establecer una
Regencia, tal vez preliminar a despojar de su poder al ausente Emperador. Este
regresó a toda prisa de España, destituyó al Ministro de la Policía y afrentó
violentamente en público a Monsieur
de Talleyrand, despojándolo asimismo de su puesto oficial en la Corte, aunque
no del acceso a la misma, ni de sus funciones oficiosas de consejero.
Aunque de manera
más prudente, el Señor Cambacérés también había tenido ocasión de mostrar su
discrepancia con la intervención en España, así como con la boda del Emperador
con una Archiduquesa austriaca[18],
lo que él vaticinaba sería el primer paso para una guerra con Rusia. Había
dejado de ser Ministro de Justicia pero ostentaba el cargo de Archicanciller
del Imperio, que lo convertía en una especie de Regente durante las frecuentes
ausencias de Napoleón. Siempre más administrador que político, mi antiguo
protector ejercía con asiduidad las funciones presidenciales del Senado y del
Consejo de Estado que le atribuía la Constitución, por no referirme a las más
secretas, pero no menos influyentes, de Maestro del Gran Oriente de la
Masonería de Francia, de reciente creación.
El tercero de mis
mentores, el magistrado Bigot, tras ejercer brillantemente las funciones de
Comisario del Gobierno ante la Corte de Casación, había aceptado en 1808 el
cargo de Ministro de Cultos, que pronto llevaría consigo el regalo envenenado
de la orden imperial de hacer prisionero al Papa, enojoso asunto que acabaría
rozándome en futuras y relevantes comisiones.
Pero, ¿qué era de
mí entre tanto? Bien considerado en el Ministerio de Justicia y creo que con un
buen bagaje de trabajo y competencia, en 1808 había pasado a ocupar el cargo de
magistrado del Tribunal de Apelación de Orléans; pero, comoquiera que dentro de
su demarcación quedaba inscrito el departamento de Eure-et-Loire, cuya capital
es Chartres, solicité el traslado en comisión o en propiedad a otra plaza de
similar categoría, a fin de evitar la colisión de mis deberes judiciales con
las relaciones familiares o de amistad. El Ministerio acordó trasladarme a
París con carácter provisional. Y allí me encontraba cuando se iniciaron los
llamativos sucesos de que fui protagonista y víctima, cuya narración es el
objeto principal de estas memorias.
***
Todo comenzó en la
primavera del citado año de 1808, en los días que fui nombrado magistrado de
Orléans. Al comunicárselo a mi madre, esta me contestó en una carta en la que,
entre otras cosas, me notificaba el reciente fallecimiento del Vizconde de
Montgeron. La noticia me conmovió y, ya que tenía que pasar por París camino de
mi nuevo destino, resolví presentar personalmente mis condolencias a su hija
Louise, de quien tenía noticia de su matrimonio y traslado a la Capital, a una
dirección que desconocía. Por entonces, mi protector, el Archicanciller
Cambacérés, había sido distinguido con el título de Duque de Parma, razón o
pretexto suficiente para visitarlo en su lujoso palacio y darle mis parabienes.
Dio la casualidad de que coincidí en intención y en acto con el todavía
Ministro de la Policía, Fouché, también distinguido en aquel tiempo con el
ennoblecimiento, como Conde del Imperio. El ya Duque de Parma tuvo la gentileza
de invitarme a comer en su mesa, lo que me dio ocasión para conocer al temible
jefe de la Policía, procurando no darle la impresión de que me sentía ante él
bastante intimidado. Para ganármelo, comencé por felicitarlo, también a él, por
su condado, nacido, no de la sangre, sino
de los servicios a la Nación. Fouché se mostró complacido, tanto más,
cuanto que nuestro anfitrión le hizo saber que yo era barón por derecho de
sangre, aunque no había tenido ocasión hasta entonces de revalidar mi título ante el Régimen Imperial. El Ministro policiaco
me preguntó si no pensaba hacerlo, pues entendía que tenía posibilidades de
conseguirlo, a lo que yo repliqué que no lo hacía por no haber alcanzado hasta
el momento la renta de 15.000 francos anuales, que como mínimo se exigía.
Cambacérés elogió tal moderación de emolumentos, llevando ya cinco años en la
judicatura, pues indicaba que estaba lejos de la venalidad y la granjería. En fin,
de lo uno en lo otro, me sentí con el derecho de solicitar del Ministro su
gestión para localizar a mi amiga Louise de Montgeron, lo que me prometió
lograr en dos días, si es que moraba en París. Como es natural, ese plazo fue
más que suficiente y, al tercer día, a punto ya de marchar para Orléans, me
presenté sin avisar en la dirección indicada, contando con la amistad y la
nostalgia como sustitutivos del preceptivo recado de atención.
Resultó que Louise
vivía en un hôtel del Marais[19],
de noble apariencia, antecedido de un pequeño jardín de aspecto bastante
descuidado, como lo presentaba la propia construcción, de la época de Luis XIV.
En suma, la impresión que obtuve era la de la mansión de una familia venida a
menos, o que no había sido capaz de restaurar lo que el tiempo había ajado en
otras manos anteriores.
Las palabras de
Louise corroboraron mi suposición. La joven se había casado cinco años atrás
con un prometedor oficial de infantería, lejano pariente del Duque de Brissac,
que falleció en la batalla de Friedland, combatiendo con ardor a las órdenes de
Ney. Eso había sucedido casi un año antes de mi visita, por lo que mi amiga
vestía de riguroso luto, como también su único hijo, Gaston, un niño de tres
años. La pensión de un coronel y los intereses de su cuota hereditaria -cuyo
capital estaba retenido para trámites judiciales y por decisión testamentaria
de su padre, en tanto viviese su viuda- eran suficientes para subsistir con
parquedad, pero no para mantener los gastos de aquel palacete y de los dos
sirvientes que conservaba. Le sugerí que se trasladase a un departamento más
modesto, manteniendo solo la ayuda de una niñera y, como muestra de mi gratitud
hacia su padre -origen de mi buena estrella en Paris- y del afecto que a ella le
profesaba, acordé hacerle un préstamo de cinco mil francos, sin interés ni
plazo fijo de devolución. He de confesar que, además de esos sentimientos de
amistad y agradecimiento, la contemplación de la dulce Louise, tan hermosa y
desvalida, despertó en mi poco apasionado corazón sentimientos que otrora hube
de domeñar, ante las diferencias de clase y de edad. La joven tenía a la sazón
veinticinco años, ahora poco desfasados de mis treinta y uno. Quedé en
escribirle con frecuencia y en regalarle mis libros de literatura e historia en
alemán, que de poco podrían servirme en la carrera judicial en Francia.
Íntimamente, me prometí visitarla con toda la asiduidad que pudiese y fuera
correcta, contando con su luto y mi lejanía de París.
***
No fueron precisas
cartas para comunicarme con Louise, ni la distancia me impidió frecuentarla
personalmente, dado que -como queda dicho- mi destino de Orléans fue
inmediatamente conmutado por otro provisional en París. Habiendo ella tomado
departamento en la calle de La Victoria, yo resolví alquilar otro apenas tres
portales más allá, en dirección a la Banca Hottinguer[20].
Poco después Louise dio por concluido el periodo de luto y, habiendo apartado
también el duelo de su corazón, nos convertimos en amantes, declinando mi
amiga, por el momento, mi oferta de matrimonio, para no perder los derechos económicos
que, como viuda, le correspondían.
Apenas un año después,
en abril de 1810, el Emperador cambió de esposa, pasando a serlo una
jovencísima Archiduquesa de Austria, de quien se rumoreaba venía a Francia y a
su himeneo de muy mala gana, entre otras cosas, por la gran diferencia de edad
con su marido -unos treinta años-, por la mala fama de este como hombre rudo y
advenedizo, y por romper un idilio de adolescencia con un primo suyo. Con todo,
la joven María Luisa hubo de conformarse con la voluntad paterna y cumplir su
destino como princesa, siendo opinión general que pronto ambos esposos
superaron sus malos prejuicios mutuos, a lo que ayudó el temprano nacimiento de
un hijo que consolidara su unión[21].
Por más que la
Archiduquesa viniera bien acompañada y que, por descontado, conociese nuestra
lengua, hube de enterarme por Monsieur de
Talleyrand de que Napoleón andaba buscando damas francesas de alcurnia, que
entendiesen el alemán, para así integrar mejor a su esposa en la cultura y la
sociedad galas, sin apartarla por ello de sus raíces. Yo, que visitaba con
alguna frecuencia al ex Ministro como muestra de aprecio en su parcial caída en
desgracia, le pregunté maliciosamente si no se trataría, más bien, de instalar
ojos y oídos franceses en un lugar propicio al espionaje. El Príncipe de
Benevento sonrió, sin más comentario. Me vino entonces a la mente la persona de
Louise, que cumplía con todos los requisitos y así se lo hice saber a
Talleyrand, por si tenía la oportunidad de sugerir su nombre, aunque ya no
fuese Gran Chambelán. Él tomo buena nota, indicándome que su sucesor en el
cargo, el Conde Montesquiou[22],
era persona sabia y equilibrada, con la que se hallaba en buena relación. Bien
impresionado, volví a Louise y le narré lo conversado. Su sangre noble debió
hacerle pensar que nada de particular tenía que llegase a ocupar un lugar en la
Corte; de hecho, lo único que me pidió con preocupación es que conversáramos
todos los días una hora en alemán, así como que le adelantara tres mil francos
para poner a tono su vestuario. Felizmente, el dispendio tuvo efectiva
aplicación y Louise de Montgeron pasó a emplearse en las Tullerías. Mi
contribución a ese brillante ascenso fue, a partir de entonces, la de ocuparme
del pequeño Gaston, como si fuese su padre.
***
El conocimiento de
la lengua alemana, pero también su sinceridad y la seriedad que le imprimía su
condición de viuda y joven madre, hicieron la relativa fortuna de Louise junto
a la Emperatriz; de modo que, de dama de compañía de bajo rango, pasó pronto a
ocupar un lugar destacado en el aprecio y las labores de la Archiduquesa, a
quien también agradaba la coincidencia de sus nombres. Un papel crucial jugó
así mismo el que la primera dama de compañía, la Duquesa de Montebello, fuese
viuda reciente de un héroe de guerra, el mariscal Lannes, caído en la contradictoria
batalla de Essling; lo cual suponía una evidente coincidencia de destino con lo
sucedido a Louise un par de años antes.
Dicen que, si algo
caracterizaba a la Emperatriz, era su timidez y poca aceptación de las
frecuentes solicitudes de la Corte de Viena para que influyese en su favor ante
Napoleón. Seguramente, esto llegó a los oídos de nuestro Emperador, que hablaba
de política con cierta franqueza en la intimidad con su esposa; tanto más, a
partir del nacimiento del Rey de Roma, en junio de 1811, que implicaba el
entronque definitivo de María Luisa, madre, con los intereses personales de su
marido. En consecuencia, juzgo que lo que voy a exponer acto seguido no sea
fruto de un deliberado deseo de favorecer a Austria, sino de un inocente desliz
de la Archiduquesa, que habría de tener un aprovechamiento inesperado, gracias
a mi creciente indignación por la política nepotista y belicosa del Emperador.
Un día de
septiembre del mismo año once, mientras conversaba con Louise en casa de esta,
me comentó que Napoleón estaba muy molesto con los incumplimientos del Zar a la
pactada política de bloqueo continental, hasta el punto de haber tomado la
resolución de hacerle la guerra tan pronto estuviera concentrado el Ejército en
el Ducado de Varsovia, la próxima primavera. Lo que más llamó mi atención fue
la frase que Louise puso en labios de la Emperatriz, del siguiente tenor: Así pues, los pobres soldados que en
Amsterdam esperan cruzar a Inglaterra pronto cambiarán las ondas del Mar del
Norte por las estepas de Rusia. La expresión me pareció equivocada pues yo
estaba en la idea de que nuestro hipotético ejército de invasión esperaba en
Boulogne, junto al Canal. Apreciando lo importante de la información, decidí
correr el riesgo de quedar en ridículo con el Príncipe de Talleyrand, a quien
puse al corriente de aquella. Para mi sorpresa, el prócer me aseguró que casi
todos en Europa daban por hecha la ruptura de hostilidades entre Napoleón y
Alejandro[23], si
bien mi información podría ser valiosa, en cuanto ofrecía algunos detalles
sobre el momento y el lugar por el que se intentaría invadir Rusia, si es que
esta no lo hacía antes con el Ducado varsoviano. Recuerdo que, como
corroboración de tales planes, Talleyrand se refirió a la retirada de tropas
francesas de la Península Ibérica, pese al peligro inglés y a las consiguientes
protestas de José Bonaparte, rey de España. Como final de nuestra conversación,
el Príncipe de Benevento me preguntó si estaría dispuesto a correr ciertos riesgos, ajenos a mi función, pero connaturales
a mis valores. Le respondí que los asumiría, siempre que fuese él, con su
sabiduría, experiencia y medios, quien fijara el formato y los detalles de mi quehacer.
En ello convino mi interlocutor, convocándome de antemano para el jueves
siguiente, con el encarecimiento de no tratar del tema con mi ravissante minouche,[24] ya que lo mejor para ella sería que
olvidase incluso que me había hecho tan peligrosa confidencia.
***
Los días transcurridos
entre una visita y otra a Monsieur de
Talleyrand me hicieron reflexionar con preocupación sobre la responsabilidad
que estaba próximo a asumir, tanto por sus riesgos, como por el perjuicio que
podría causar a mi País. Estuve a punto de claudicar antes de empezar, cuando
comprendí que muchos soldados podían perderse por culpa mía, si Rusia se
preparaba mejor y más tempranamente contra la invasión de nuestro Ejército.
Finalmente, deseché mis objeciones de conciencia con la visión, cierta y
terrible, de los reemplazos de jóvenes que, año tras año, Napoleón había
llevado al matadero sin otro objeto que el ilimitado y caprichoso de aumentar
su gloria y, así, mantenerse en el poder. De otra parte, no ocultaré que se me
habría hecho muy duro pasar por la vergüenza de retroceder ante el peligro. Acudí,
pues, a la entrevista con el ánimo firme, aunque no me habría decepcionado en
absoluto que Talleyrand desistiese de nuestra maquinación, o encargase la tarea
a otro mejor preparado que yo.
Nada de eso
sucedió. El Príncipe dijo que, en la medida de lo posible, había confirmado la
veracidad o, cuando menos, la verosimilitud de mi relato. De hecho, había
preparado de su puño y letra un breve informe sobre las pruebas e indicios que
abonaban la inconsciente confesión de la Emperatriz. Y, pasando al método,
aquel insuperable diplomático había ideado el de hacer llegar su misiva, no a
las lejanas y poco fiables Autoridades rusas, sino al todopoderoso Ministro de
Estado de Austria, Klemens von Metternich, con quien le unían sólidos lazos de
conocimiento y espíritu de concordia. Por otra parte, cambiando en parte la
fuente de nuestra información -cosa que dejaba felizmente a Louise fuera de
toda complicación- Talleyrand se refería a sí mismo como quien había recibido
la confidencia de la Archiduquesa, a no
dudar, con el designio de hacérsela llegar a su padre, por un medio seguro pero
menos comprometido que la comunicación directa. De Metternich, la
información llegaría al Zar, de la forma y en el momento que este Ministro
juzgase más oportuno y útil. No excluyo
que ese zorro -aventuró Talleyrand- no
advierta con tiempo a los rusos de la que se les viene encima, pero Metternich
es muy inteligente y, en la medida justa, hombre de buena fe. Estoy seguro de
que logrará con su diplomacia más que el iluminado del Zar con sus bayonetas y
sus cosacos.
No necesitaba
saber nada más sobre el fondo de la cuestión, pero sí nos quedaba por resolver
un tema peliagudo: Con qué pretexto podría yo viajar a Viena sin levantar
sospechas y habiendo obtenido la oportuna licencia y pasaporte. El propio
Talleyrand parecía perplejo y creo que empezaba a arrepentirse de haber pensado
en un agente tan poco apropiado. Fue
en esto donde mis desvelos de días anteriores consiguieron un resultado capaz
de sorprender a aquel hombre de tantos recursos. Le sugerí un sistema
completamente plausible en aquellos días, aunque precisaba de la ayuda de una
persona de quien ambos teníamos un gran concepto: el ya Conde, Bigot de
Préameneu, mi favorecedor. Eso sí, como plenamente fiel al Emperador, no
tendríamos más remedio que ocultarle nuestro designio último; algo que, con
gracejo, Monsieur de Talleyrand
aseguró que resultaría imposible, de ser
él quien tratase de hacerle tragar el anzuelo. Así que tuve que ser yo el
engañador, y actuando deprisa, pues el tiempo apremiaba.
***
El Monitor[25] traía, desde dos meses atrás, continuas
referencias al Concilio de París[26],
auténtico conciliábulo montado por el Emperador para destituir al Papa prisionero
de él en Italia o, cuando menos, para suplantar su voluntad. No hacía falta ser
muy listo para leer entre líneas y comprender que los cardenales y obispos
concurrentes no estaban secundando los designios napoleónicos. La contienda
entre el Papado y el Imperio francés estaba en un momento álgido y, como es
natural, ello habría de ocupar y preocupar, y mucho, al magistrado Bigot,
Ministro de Cultos desde tres años antes, en sustitución de su colega Portalis,
con el que había compartido tareas de codificación civil. Al socaire de toda
aquella tensión con la Iglesia, monté la añagaza que me permitiría viajar sin
dificultades hasta Viena, con la poderosa autorización del Ministro.
Pese a lo ocupado
que estaba, nuestra amistad debió de moverlo a concederme una audiencia, a los
dos días de solicitarla. Es muy probable que contribuyese a ello la osada frase
que escribí en mi tarjeta de visita: Probablemente
pueda serle útil en la incómoda situación en que se encuentra Su Excelencia con
el Concilio.
Entrando enseguida
en materia, expuse al Conde Bigot mi escepticismo acerca de que tuviese éxito
la política oficial, en vista de la firmeza del Pontífice en toda circunstancia
y de la sumisión de la Iglesia Católica a los dictados papales. Textualmente,
le dije que lo que la Revolución con toda su violencia no había logrado con la
Iglesia de Francia malamente lo iba a lograr el Imperio, con fórmulas bastante
menos severas, en relación con la Iglesia universal. Bigot convino en ello pero
me dijo que no veía ninguna salida franca, en vista de la irreductibilidad de
las posturas y de la decisión imperial de no liberar a Pío VII[27],
si no firmaba previamente su aquiescencia con las principales demandas de
Napoleón. Fue entonces cuando le puse el ejemplo de sutileza y eficacia del josefinismo austriaco -tan parecido, por
muchos conceptos, a nuestro histórico galicanismo-, que yo había conocido y
estudiado durante mi estancia en Friburgo, el cual había conseguido las
principales exigencias de nuestras Autoridades, sin necesidad de privar de
libertad al Papa ni de forzar de malas maneras la voluntad de los obispos
austriacos. Añadí que tenía entendido que el sucesor del emperador José II, el
difunto Leopoldo II, había logrado conservar el estatus eclesiástico de su
hermano, de modo que el actual Emperador[28]
se había encontrado ya con una situación consolidada; y todo ello, sin
necesidad de discutir y firmar un Concordato, como el bonapartista de 1801[29],
que ahora constituía un pie forzado para
futuras negociaciones.
Como yo esperaba,
el Ministro mostró vivo interés hacia mi explicación, por más que hiciera
traslucir cierto escepticismo, basado en las diferencias de tiempo y nación
existentes entre uno y otro caso. Aproveché para sacar del bolsillo un breve memorial
que resumía mi tesis y podría ayudarle a plantear sugerencias al Emperador.
Insistí en que el documento carecía de la elaboración y puesta al día que podía
exigir una exposición en forma, para lo cual consideraba necesario que algún experto de su Ministerio viajase
hasta Viena y acopiase con toda diligencia la información necesaria. El
Ministro, sonriendo, dijo considerar que nadie había más capacitado que yo para
tal trabajo, que no solo exigía laboriosidad y conocimientos previos del tema y
del idioma alemán, sino una absoluta discreción sobre el objeto del viaje, algo
que no era compatible con el hecho de que el viajero fuese un alto funcionario
del Ministerio de Cultos. Usted, Adrien,
es la persona indicada. Vaya, pues, comisionado secretamente por mí, y realice
la labor que pueda sacarme de este infernal atolladero. El requerimiento de
que mi marcha fuese inmediata y el compromiso de conseguirme personalmente
licencias y bolsa para el viaje, completaron el acuerdo. Ni que decir tiene que
me faltó tiempo para relatar todo lo acontecido al Príncipe de Benevento, quien
rio de buena gana la ocurrencia y me felicitó por ella, con su consabida
alusión a que, gracias a Dios, habían
quedado algunos aristócratas de espíritu con la cabeza sobre los hombros.
En fin, en una
semana tuve todas las cartas, permisos y gajes necesarios. Louise, sorprendida,
tanto de mi partida, como de la premura de la misma, contrató los servicios de
otra niñera de toda confianza que se ocupase de Gastón durante todo el día, contando
con el asesoramiento de la mismísima gobernanta del Rey de Roma, Madame de Montesquiou, y corriendo el
elevado salario de cuenta de mis ahorros. Finalmente, a bordo de una cómoda y
rápida berlina, alquilada por cuenta del Ministro Bigot, emprendí el largo
trayecto que me llevaría hasta Viena, a través de la República Helvética, que
era el itinerario de mi predilección. Ya era tiempo, pues declinaba septiembre
y el llamado Concilio de París no tardaría en tener el final tormentoso que
nuestro Emperador solía imprimir a las reuniones en que fracasaban sus
propósitos.
3. De mis éxitos diplomáticos y de cómo el honor se cruzó con
ellos
Aún caído en
desgracia, como hasta cierto punto estaba, el nombre de Talleyrand seguía
siendo un talismán ante los Gobiernos de toda Europa, como tuve ocasión de
constatar tan pronto llegué a Viena y deposité en la residencia privada del
Ministro de Estado la carta que el Príncipe de Benevento me había entregado
para que me sirviese de presentación. A la mañana siguiente, un edecán de
Metternich compareció a primera hora en la pensión que había elegido para
hospedarme, en la Herrengasse, dispuesto a acompañarme hasta el despacho
oficial del Ministro. Me acicalé y cogí a toda prisa el cartapacio que me había
entregado Talleyrand, cerrado y lacrado con su sello y, en pocos minutos, sin
necesidad de tomar coche alguno, me hallé solo en la antesala del gran hombre,
habiendo accedido al edificio por una puerta escusada, supongo que para mayor
reserva de nuestra entrevista. Diez minutos más y la puerta del despacho se
abrió, invitándome un ujier a franquearla.
El Conde de Metternich
-título que creo ostentaba ya en aquel tiempo- era un hombre en la flor de la
edad, con la apostura y la talla prócer de su colega Talleyrand, pero libre aún
de la pesadez de la vejez incipiente y las trabas de la enfermedad que aquejaban
a este. Se sorprendió de la corrección de mi saludo y primeras palabras en
alemán, lo que fue un tanto a mi favor, como mi formación en una Universidad
del Imperio, dato que sin duda constaría en la presentación de mi persona,
escrita por mi mandante. Aún más le congració que le manifestase nuestra
indudable coincidencia en Estrasburgo y los comunes incordios sufridos durante
los excesos del primer año de la Revolución: él, en calidad de pacífico
estudiante, y yo, como emigrado in
itínere[30].
Tras este
preámbulo, le entregué el pliego sellado por Talleyrand, sin hacer observación
ninguna, tanto para evidenciar mi desconocimiento del mismo, como por respeto a
su criterio cuando lo leyese. Sin embargo, el Ministro me hizo algunas
preguntas y consideraciones a propósito de mi viaje y de las razones para
haberme prestado a servir de emisario. Como en mí era costumbre, me expresé con
total claridad, significando que lo hacía, no solo como hombre de buena fe,
sino como magistrado y de estirpe noble. Ello acabó por completar el agrado de
Metternich hacia mi persona, que evidenció al ofrecerme acomodo en una casa de
campo suya en las inmediaciones de Viena. Agradecí la gentileza pero decliné el
ofrecimiento, haciéndole ver que dificultaría el deber oficial que me traía a
Austria, más allá del pretexto: cumplimentar el informe sobre el Derecho
eclesiástico imperial, encargado por el Ministro Bigot. Mi anfitrión puso
inmediatamente a mi disposición los fondos de la Biblioteca Imperial, con orden
a sus encargados de que se estuvieran a mi disposición para facilitarme la
consulta de los volúmenes y documentos más pertinentes. Así mismo, ofreció su
mediación para que pudiese entrevistarme con el arzobispo de Viena, Conde de
Hohenwarth[31], de
quien me dijo era un hombre de Iglesia prudente y moderado, y -cosa ambivalente
para mi gestión- muy beligerante hacia Napoleón y cuanto representaba. Yo le
rogué que, pese a contar con escaso tiempo, me permitiera el acceso al Abad de
Melk, seguramente el más famoso y opulento de los pocos cenobios benedictinos
que había perdonado la reforma josefina, así como a quien pasaba en Europa por ser
el mayor defensor de las libertades eclesiásticas frente al intervencionismo
imperial, el redentorista ciego, Padre Hofbauer[32].
Metternich pareció sorprendido de mi conocimiento a priori de la Iglesia de
Austria y me dio licencia para acceder a dichos personajes, si bien dejó la
decisión última en manos del Arzobispo vienés. Nos despedimos con el compromiso
de reencontrarnos, si ello resultaba preciso, y, en todo caso, antes de mi
partida. Le respondí que tenía el compromiso de trabajar con la mayor
diligencia, teniendo intención de concluir mis indagaciones en el plazo de un
mes. Igualmente, le rogué que no informase de mi presencia en la Ciudad a
personas ajenas a nuestro afán ni, por supuesto, a la Embajada francesa.
***
Gracias a la
ayuda de mis cooperadores -inestimable para la traducción los textos latinos,
que me era dificultosa- y a mi propia diligencia, el trabajo que me había sido
encargado progresó al ritmo previsto, o incluso mayor. Cuando el Arzobispo se
percató de que mi interés por la Iglesia de Austria tenía como objetivo último
intentar suavizar las asperezas del Imperio napoleónico hacia la de Francia y,
en último extremo, respecto del Papa, se empeñó en explicarme su punto de
vista, con tal lujo de detalles y de espiritualidad, que no dudé en transcribir
sus palabras como las del oráculo por el que hablaba toda la Iglesia imperial.
En consecuencia, eludí la prevista visita al Padre Hofbauer, persona cuyo
compromiso con el Vaticano y la represión consiguiente, habían convertido en un
propagandista de ideas demasiado contrarias a las nuestras. La buena marcha de
mis tareas en Viena me animó a realizar el viaje a Melk[33],
más por curiosidad personal, que por utilidad práctica, dado que en Francia
hacía ya muchos años que la Revolución había disuelto las congregaciones
religiosas, e incautado y vendido los inmuebles eclesiásticos.
Apenas llevaba una
semana de trabajo, cuando el Ministro de Estado me mandó llamar nuevamente a su
despacho en la Ballhausplatz[34].
Tras informarle de la marcha de mi tarea y de que, a tenor de ella, era muy
probable que pudiese concluirla en el plazo previsto, o incluso unos días
antes, Metternich inquirió si estaría dispuesto a llevar de vuelta su respuesta
a Talleyrand, puesto que no imaginaba otro portador más fiel y celoso.
Respondí, por supuesto, que podía contar conmigo a tal fin. Seguidamente, agregó
otra petición: Si no tendría inconveniente en que al documento lo acompañara
una dama, amiga de infancia de la Emperatriz María Luisa, que había sido
solicitada por esta para que permaneciera a su lado durante una temporada, a
fin de paliar su nostalgia. Con sinceridad, la solicitud me pareció embarazosa
y propicia a crear complicaciones, pese a que el Ministro me aseguró que la
Corte de París había dado su plácet a la visita, sin límite de tiempo. Como
disculpa, aporté la de que mi rápida y confortable berlina era solo de dos
plazas y, por tanto, inevitablemente incómoda para un par de viajeros, y de
distinto sexo. Metternich se echó a reír y me dijo: Y más incómoda aún para tres personas, pues la Baronesa irá acompañada de
una doncella, como en Austria suelen hacer las damas. Un tanto corrido,
bajé la cabeza y escuché la fórmula ideada por mi interlocutor: Puede usted viajar en su pequeña berlina, si
le place. Otra de cuatro plazas la
seguirá, así como una escolta armada, hasta que abandone el territorio
imperial. Luego, de forma menos irónica, me aseguró que no se trataba de un
capricho oportunista. Cuando le he dicho
que la dama acompañaría mi carta a Monsieur de Talleyrand, no era una mera forma de hablar, sino una afirmación en
sentido real, que usted sabrá entender, con su natural perspicacia.
Si no entender, al menos intuí lo que quería
decir el Ministro de Estado. Pronto llegaría al fondo del asunto, gracias a
que, creyendo oportuno que nos conociésemos antes de emprender viaje,
Metternich me hizo saber que convenía visitara cuanto antes a la joven, llamada
Victoria, en su domicilio familiar de Viena, junto a la iglesia de Mariahilfer.
Continuando con las palabras sibilinas, me despidió amablemente diciendo: Ya verá como el conocimiento de la baronesa
von Ruder tiene bastante que ver con sus pesquisas eclesiales.
***
Para empezar con
las dificultades, resultó que no existía en toda Viena ningún palacio o casona von Ruder, sino de Gross-Essling. La
explicación estribaba en que, el padre de Victoria, coronel de la Caballería
imperial, había tenido un desempeño tan heroico en la batalla de Aspern[35],
que el Emperador lo había ennoblecido con el título de Conde de la localidad en
que se había dado la batalla. Victoria, huérfana de madre desde los diez años,
había heredado de esta su título de baronesa. En el momento de mi visita, su
progenitor se encontraba revisando las posesiones en el Burgenland[36],
dado que se encontraban en plena vendimia, habiendo llevado consigo a su único
hijo varón, Mathias. Victoria se hallaba en su hermosa mansión en compañía de
una hermana de su padre, llamada Gertrud, a más de la servidumbre. Gracias a la
intercesión de fraulein[37] Gertrud, accedió Victoria a recibirme
pues, pese al previo aviso del gran Metternich y a la urgencia del caso, yo no
había cumplido con la regla de cortesía de anunciarme con, al menos,
veinticuatro horas de antelación, lo que la joven consideraba inexcusable.
Puesto a encontrar
un primer motivo de conversación, recordé la frase del Ministro, sobre la
relación de la baronesa von Ruder con mis estudios eclesiásticos; de modo que
le comenté que, con haberme causado el gran Ministro una impresión excelente,
quien más me había impresionado había sido el arzobispo Hohenwarth, que parecía
un santo varón. Victoria coincidió en mi valoración, aunque confesó que solo lo
conocía por sus homilías en San Esteban y en los Agustinos, así como por
algunos escritos. Al añadir yo que -en aquel momento- pretendía visitar también
al padre Hofbauer y al abad de Melk, no pudo ocultar más su curiosidad y me
preguntó directamente por la razón de mi acceso a aquellos religiosos. Con
cierto detalle di satisfacción a su interés, lo que motivó que ella, a su vez,
me justificase el suyo. Durante tres años había sido novicia en un convento
benedictino de la ciudad de Graz en donde, estando ya próxima a profesar, había
recibido la orden de abandonar el cenobio y viajar hasta París, a fin de
acompañar y dar ánimos a su antigua compañera de estudios y amiga, la
Archiduquesa María Luisa. A mis preguntas, relató que su padre había formado
parte de la Guardia Imperial, lo que había sido el motivo de conocer a la hija
del Emperador, con la que congenió de manera tan profunda, que Palacio decidió
acogerla en la intimidad de la princesa niña, pese a no ser ella de alta
alcurnia. Aquella antigua amistad había tenido que continuar por
correspondencia, cuando Victoria siguió su vocación religiosa, siempre en
comunicación espiritual y entrañable, que la priora del convento decidió
autorizar. La marcha de María Luisa a Francia, su matrimonio y el nacimiento
del Rey de Roma no habían interrumpido apenas la relación epistolar, que pronto
se convertiría en presencial, ante los ruegos de la Emperatriz y la tristeza
que la embargaba al no poder tener apenas contacto con su pequeño hijo, por
razones de protocolo pero, sobre todo, de desconfianza hacia sus cualidades
como madre.
Era Victoria una
joven de veinticinco años de edad, menuda y morena, de agradable presencia y
con maneras y expresión que en nada recordaban la excesiva modosidad de un
convento, sino la seriedad y mesura de la buena educación adquirida en Palacio
y en su propia casa. Por su conversación, la atención que prestaba a la mía y
la duración de nuestra entrevista, colegí que mi presencia le era grata y mis
revelaciones habían ganado su confianza, más allá del hecho de serle impuesto por el hombre más poderoso de
Austria, tras el Emperador. De hecho, al despedirnos, tratando de encontrar un
pretexto para volver a verla antes del viaje, le expuse que era buen amigo de
una dama de compañía de la Emperatriz, gracias a lo cual conocía bastante bien,
por referencias fiables, muchas interioridades
de aquel mundo complejo de las Tullerías, en que, en complicado gineceo,
repartían su poder y sus divergencias la viuda del mariscal Lannes, la esposa
del Gran Chambelán Montesquiou y la numerosa y entremetida estirpe de las
Bonaparte. Victoria reconoció la probable utilidad de mis consejos, pero objetó
que partiría dentro de dos días hacia el Burgenland, para pasar unos días con
su padre antes de viajar a París. A mi pregunta de si sus posesiones se
encontraban lejos de Viena, ella me miró fijamente y dijo que apenas a dos
horas de viaje, que indudablemente merecían la pena, pues el lugar era
bellísimo y muy alegre y activo en época de la vendimia. Seguro que mi padre se muestra encantado de recibirle en nuestra
mansión de Rust[38] -dijo-. De hecho -repuse yo- estaba a
punto de sugerírselo, ya que el padre de una doncella ha de tener vivo interés
en conocer al caballero que va a acompañarla en un largo viaje. Ella se
ruborizó y se limitó a encarecer las virtudes paternas y a escribir en una esquela
la dirección de su propiedad y trazar un sencillo croquis. Quedamos en que yo
los visitaría al jueves siguiente, a hora temprana, para que la jornada diese
lo suficiente de sí para enseñarme lo mucho que había que ver.
***
Rudolf, conde de
Gross-Essling, no me resultó simpático, ni siquiera fácil de tratar. Por encima
de su ennoblecimiento en el campo de batalla, dominaba su profesión militar y
la consideración de hallarse ante un francés, es decir, un enemigo tradicional
de su Patria, a la que muy recientemente había sometido a derrotas y
humillaciones sin cuento, entre ellas, la pérdida de buena parte de su Imperio
y la prohibición casi absoluta de formar un auténtico Ejército. Mientras hubo
de hacer de anfitrión en presencia de su hija, mantuvo la amabilidad y las
buenas formas. Mas, haciendo un hueco para hablarme a solas antes del almuerzo,
me dio a entender de forma desabrida que aquel viaje de Victoria a París era
del todo contrario a su voluntad, como también el que fuese confiada durante tan
largo viaje a un caballero desconocido -todo lo respetable que se quisiera-, en
vez de permitir que fuera acompañada por su tía Gertrud, o por él mismo. En
cuanto a esto último, sin darme por ofendido, le hice ver mis credenciales de
noble, magistrado y estudioso del Derecho eclesiástico, amén de prometido con una dama de la Emperatriz,
tergiversación piadosa para insinuar mi indisponibilidad
sentimental. Y, en lo tocante a la mudanza de un convento de Graz por el
Palacio Imperial de París, le indiqué que no dejaba de ser un temporal rasgo de
amistad hacia una Archiduquesa, a la que Victoria tenía en gran estima. Fue
entonces cuando, levantando la voz y con ademanes encrespados, el Conde me hizo
saber que todo aquello no era sino una vergonzosa
tapadera para encubrir una maniobra del Ministro de Estado a fin de acabar
de convencer a María Luisa para secundar su política, influyendo cuanto pudiera
en el Emperador; sirviéndose de Victoria como enlace, cuando no espía, entre la
Emperatriz, Metternich y la Embajada Imperial en París. Y todo ello, impuesto
como un servicio a la Patria, sin contar con el parecer del Conde, ni respetar
la vocación religiosa de su hija.
Aunque el enfado
hiciera exageradas las expresiones del Conde, hube de convenir íntimamente en
que Metternich había llevado en este caso su talante conspiratorio más allá de
lo debido, implicando a personas que estaban en desacuerdo con él, pero que, al
parecer, no habían podido negársele. Solo se me ocurrió minimizar los efectos
de aquella imposición, aludiendo a que, en todo caso, la situación sería
pasajera y pronto podría volver la novicia al convento y tomar los votos. Su
padre replicó que eso era lo que menos le importaba, pues siempre había
preferido que Victoria le diera nietos
a que se sepultara en vida en un convento de clausura. En tal sentido, no
dejaba de alegrarse de la postura de la Abadesa que, sin dejar de doblegarse
ante las órdenes recibidas, había manifestado que difícilmente podría recibir
de nuevo en el convento y dejar que profesara a una novicia que se hubiera
mezclado con las torpezas de la razón de Estado y pasado una temporada entre el
lujo y la relajación de una Corte tan corrompida, como la francesa.
Al concluir la
comida, Victoria y Mathias se ofrecieron para acompañarme a un recorrido en
carruaje por algunas partes más pintorescas de la finca. En un aparte
momentáneo, susurré a la joven que precisaba hablarle a solas sobre ciertas
graves observaciones que su padre acababa de hacerme. Me aconsejó que
renunciara a la excursión, simulando alguna indisposición momentánea, lo que le
daría ocasión de quedarse conmigo para cuidarme.
Nos acomodamos, pues, en una hermosa veranda a poniente, bajo un entoldado que
tamizaba los rayos del sol, todavía fuertes, y así pude recoger de sus labios
la versión ampliada de cuanto su padre me había informado. La expondré aquí
solo en lo que pueda interesar para lo que más tarde habría de suceder.
***
Conforme me abría
su corazón, un halo de luz nimbaba el rostro de Victoria, no sé si fruto del
sol de la tarde o de la elevación de cuanto me decía. Admitía la verdad de todo
lo que me había revelado su padre acerca de la imposición de Metternich, pero
lo ponía en tiempo pasado; de modo que ahora reinaba el sosiego en lo que antes
había sido confusión. La idea de traicionar la confianza de su imperial amiga y
la imposición para abandonar el convento habían turbado su alma, colocándola en
el dilema de pecar contra la amistad y la vocación, o bien desobedecer a
quienes sobre ella ejercían la máxima autoridad en este mundo. En particular,
se sentía abandonada por la Priora de su convento, tan rigurosa, no solo para imponerle
la obediencia a los hombres, sino también para exigir de ella la renuncia a
convertirse en esposa del Señor. Mucho había llorado por no tener ya junto a
ella a la madre María, la maestra de novicias, su alma gemela, trasladada poco
tiempo antes como abadesa al cenobio de la Orden en Laybach[39].
Yo la interrumpí para preguntarle cómo era posible tal cambio, siendo
actualmente esa ciudad de dominio francés, a lo que la joven solo pudo
conjeturar que la vida de la Iglesia seguía latiendo al margen de las fronteras
de los reyes. El caso es-prosiguió- que la noche antes de tener que abandonar
el convento, había tenido un vívido sueño, que tomaba por manifestación de la
mano de Dios: Un caballero armado de punta en blanco, se presentaba cabalgando
desde lo alto, en la iglesia donde ella rezaba a la Virgen, pidiendo la
especial ayuda divina y, tomándola suavemente en sus brazos, emprendía una
cabalgada aérea, que la conducía en un suspiro hasta otra ciudad y otro templo,
en el que la esperaba su amada madre María, quien la acogía protectora,
ocultándola de los soldados que cercaban aquel lugar, mantenidos también a raya
por el caballero sin rostro, nombre
que Victoria le daba, ya que en ningún momento había alzado la visera de su yelmo.
Recordaba también que en su sueño la Virgen estaba bañada de una luz azul y
que, al remontar el vuelo, se había percatado de que la iglesia que abandonaban
tenía dos torres de diferente altura, que de lejos parecían gemelas, pero en
realidad eran como la doble imagen de su visión, a la vez, sólida y ligera. En
definitiva, por extraño que pareciera, la joven esperaba que su sueño se
hiciera realidad y en ello creía ciegamente, como los antiguos patriarcas
bíblicos.
Con todo, Victoria
admitía de buen grado que mi diferente forma de ver las cosas redujera para mí
su sueño a una esperanzadora quimera. Si me lo había referido, era tan solo para
explicar su confianza en que la Virgen Santísima proveería a su flaqueza. Tan
solo le quedaba rezar para apresurar la llegada del caballero y reconocerlo en
su humana forma, pues no era probable que la veracidad de su sueño llegara
hasta una exactitud tan sobrenatural. Yo también esperaba -o, mejor, deseaba-
que al menos ciertos detalles del sueño resultaran imprecisos o fútiles, pues
en algunos de ellos creía encontrar una similitud evidente con mi natal ciudad
de Chartres.
La tarde declinaba
y el Conde apareció por la veranda para inquirir si me había recobrado o, en
otro caso, preferiría pasar la noche en su residencia. Le dije que ya me
encontraba perfectamente y que, al punto, tomaría mi coche para regresar a
Viena. Al despedirnos al pie de la berlina, Victoria me indicó que también ella
regresaría a la Capital a tiempo de acudir a la misa de las nueve en los
Franciscanos, lo que me dio pie para entender que deseaba volver a verme: Ponerme en sus manos ha sido lo único bueno
que he recibido del señor de Metternich, agregó, rozando mi antebrazo con
sus dedos.
***
Pasé los tres días
que faltaban para la misa de nueve en los Franciscanos dando vueltas al sueño
de Victoria y a cómo podría hacerlo realidad, sin detrimento de mis compromisos
políticos ni de mi propia integridad personal. Para empezar, una cosa estaba
clara: tenía que compatibilizar la liberación
de la joven con la prosecución de mi futuro viaje de regreso a Francia. Tal
cosa era perfectamente factible siempre que ella y yo lográramos salir de
territorio austriaco; pero tal cosa era mucho más fácil de decir que de hacer,
pues Viena estaba lejos de las fronteras y Metternich -por no hablar del padre
de las muchacha- nos impediría la fuga con total seguridad. Siendo así, si el
caballero de Chartres quería volar con la dama lejos del diabólico Ministro de Estado, tendría que abrir las alas a corta
distancia de las posesiones de Napoleón. Pero, ¿dónde y cómo? Debía madurar
mucho más a fondo un plan e implicar en el mismo a mi soñadora novicia.
Para mayor
complicación, Metternich me convocó a su despacho a última hora del día
siguiente, viernes. Se le notaba inusitadamente preocupado. Ante todo, me
entregó en sobre sellado lo que denominó mi
respuesta a Monsieur de Talleyrand,
indicándome que dos miembros de la Policía me escoltarían hasta dejarlo a buen
recaudo en mis habitaciones. Seguidamente, me pidió que agilizase al máximo los
estudios de Derecho eclesiástico pues tenía informes confidenciales de que la
Embajada francesa -vale decir, sus espías- habían reparado en mi presencia en
Viena -lo que era perfectamente justificable- y en mis visitas a la Ballhausplatz, -cosa bastante menos
explicable-. Convenía, pues, que no demorara mi partida más allá de una semana
y, por supuesto, que no volviera a verlo. El
resto de las prevenciones queda de su perspicaz consideración, añadió con
alguna sorna, que acreció al concluir: Y,
por favor, informe de la rapidez que le indico a la baronesa von Ruder, a quien
conoce ya sobradamente. Cuando ya me ponía de pie para despedirme, el
Ministro tomó de su mesa dos documentos, que me entregó. Eran los
salvoconductos para Victoria y para mí, autorizándonos para viajar por el
Imperio, hasta cruzar la frontera con territorio bajo soberanía francesa, o en
dirección a él. No se hacía precisión ninguna acerca del paso que habría de ser
utilizado, seguramente porque la escolta armada que se nos aparejaría debía
recibir las precisiones oportunas; pero tampoco se indicaba nada en los
pasaportes de que hubiésemos de viajar escoltados.
Hacía mucho tiempo
que no oía misa y, desde luego, la de nueve en los Franciscanos no me sirvió
para recordar su liturgia, pues estuve toda la hora que duró medio oculto tras
un pilar, dando los últimos toques a mi calenturiento plan de vuelo caballeresco, en espera de la
conformidad y apoyo que Victoria tendría que concederme. En último extremo, si
no lo apoyaba, mi honor quedaría a salvo, sin necesidad de correr riesgos.
Al salir de la
iglesia, saludé a Victoria y a su tía Gertrud quienes me invitaron a subir en
el amplio coche de la familia, con las armas del Conde, por lo que yo despedí
el mío. Llegados a su mansión, la tía desapareció conforme a lo previsto, y me
quedé a solas con su sobrina, quien, de buenas a primeras, aunque con la mirada
baja y el rostro arrebolado, me confesó que había tenido la noche pasada el
mismo sueño de la última pasada en el convento, pero esta vez se había atrevido
a levantar la visera de la celada y el rostro del caballero era el mío. Aunque
no tenía motivo para dudar de su sinceridad, tampoco quise pasar por un juguete
en manos de oníricos delirios y, de manera algo fría y solemne, le dije que
para procurar ayudarla me bastaban el honor de caballero, sin armadura ni espada, y el afecto sincero que la profesaba; que
dejara el mensaje de su sueño reducido a la exigencia personal que parecía
imponerle, a saber, la de obedecer en todo mis indicaciones, si de cierto
quería que la ayudase. Intimidada por mi forma de hablar, balbuceó al
expresarme su completa sumisión, como enviado de Nuestra Señora para que su
alma no cayera en la tentación; que ella no dejaría de seguirme a cualquier
lugar o peligro, hasta encontrarse a salvo entre los brazos de su amada madre
María en Laybach.
En vista de tal
sumisión, no me cupo otra opción que la de exponerle mi proyecto, que no era
otro que el de viajar abiertamente hasta la ciudad de Graz, con el pretexto,
para su tía, de impetrar la bendición de su antigua Abadesa, o de recoger
alguna pertenencia importante que allí hubiese olvidado, o con el álibi que ella
mejor urdiese. Desde allí, apenas dos horas de viaje -preferiblemente, a
ocultas- nos llevarían hasta la frontera con las Provincias Ilirias, Estado
títere de Napoleón, donde los salvoconductos del Conde de Metternich nos facilitarían
abandonar Austria sin objeciones y mis documentos personales, el entrar en
Iliria sin obstáculos. Una vez allí, el camino estaría franco hasta Laybach, en
cuyo convento de benedictinas podría Victoria recibir asilo, sin que la
alcanzara la larga mano de Metternich, máxime contando con la posibilidad de
invocar ante las Autoridades francesas su antigua amistad con la Emperatriz.
La joven recibió
con alborozo la sucinta exposición de mi plan; tanto, que me pareció oportuno
rebajar su júbilo, indicándole que el viaje habría de prepararse de manera
inmediata, ya que Metternich nos quería fuera de Viena en una semana. Victoria respondió
muy sonriente que no habría ningún problema por eso, ya que reducido era el
equipaje que una novicia podía llevar a un cenobio benedictino. Por lo demás,
su padre y su hermano continuaban en las labores de la vendimia, por lo que su
posible oposición sería inexistente. En cuanto a su tía, confiaba en que se
conformara con acompañarla hasta Graz, explicándole bien el objetivo del viaje.
Yo me opuse a que fraulein Gertrud
fuese informada de la fuga de su
sobrina, ni autorizada a acompañarnos: lo encontraba arriesgado y nos impediría
utilizar mi berlina de dos plazas, tirada por cuatro caballos, en cuya
velocidad fiaba sobremanera, así como en la pericia de su cochero, Bernard, que
me acompañaba desde que salí de París, semanas antes. Por favor -le dije-, haz todo
lo posible para evitar que tu tía nos acompañe y que haya que informarle de
nuestro propósito último. Si quieres, yo puedo apoyarte, indicando que, a
partir de este momento, estoy comisionado por el Ministro de Estado para
responder de tu presencia y seguridad.
De acuerdo en
todo, quedamos en iniciar nuestro viaje a las ocho de la mañana del siguiente
martes, si bien yo pasaría por casa de Victoria a mediodía del lunes para
confirmar que no había motivo de retrasar el viaje. Para robustecer su
confianza, le revelé las sorprendentes coincidencias de su sueño con mi ciudad
natal, tales como la apariencia de sus torres catedralicias y la hermosa
vidriera azul de Nuestra Señora. Ella se emocionó grandemente, viendo
corroborada su certeza y confianza. Se levantó y avanzó hacia mí en ademán de
tomar mis manos para besarlas. En ese preciso momento entró en el salón fraulein Gertrud para anunciarnos que el
desayuno estaba preparado y podíamos pasar al comedor. Su sobrina cambió el
besamanos por un emocionado abrazo a su querida tía, a quien pronto tendría que
abandonar, quién sabe si para siempre. En nuestra conversación durante el
desayuno, quedó descartado el inicial propósito de la señora de acompañar a su
sobrina a Graz, lo que yo creo consintió, más que por respeto hacia Metternich,
por no dejar la casa sola con los sirvientes.
***
Nuestro viaje se
desarrolló en territorio imperial conforme a lo previsto. Con solo una breve
parada en Krumbach, seguimos viaje hasta Graz, donde los caballos fueron
atendidos, mientras el cochero comía en una mesa exterior a la vista de la
berlina, en tanto Victoria y yo lo hacíamos en otra al fondo del local,
procurando pasar desapercibidos. Mi amiga, que había estado todo el camino
rezando mentalmente, se mostró al fin efusiva, aunque nerviosa. El principal
motivo de ello -según me confesó- era el de haber dejado sendas cartas para su
padre, su hermano y tía Gertrud en el cajón de una cómoda de su dormitorio. El
lugar era indicado para que el hallazgo de las misivas no fuese inmediato, pero
ahora estaba inquieta, no fuera que su tía hubiese leído ya la que le estaba
destinada y, presa del miedo o del enfado, pusiera en marcha a la Policía.
Procuré tranquilizarla, ante lo poco probable de tal evento pero, no obstante,
aceleré cuanto pude la reanudación del viaje. Y así, hacia las cinco y media de
la tarde, con el sol ya muy bajo, llegábamos a la frontera con las Provincias
Ilirias. En el lado austriaco, exhibí los salvoconductos ministeriales y apenas
tuve unas palabras con un teniente, a propósito de la omisión en ellos de
Bernard, finalmente solucionada gracias al pasaporte que le había sido expedido
para entrar en el Imperio y a su indudable nacionalidad francesa. En tono
jocoso, entreverado de mucho Herr
Leutnant y otro tanto von delante
de su apellido[40], me
valí del poderoso argumento de que allí
donde van un caballero y una dama en un coche, allí mismo han de ir el cochero
y los caballos. Añadí, de modo muy efectivo: Creo que el Excelentísimo Señor Ministro de Estado, Conde de
Metternich, mi respetado amigo, no tomaría a bien que se pusiera en un brete a
las personas amparadas por un pasaporte firmado de su puño y letra, alegando
que había tenido el olvido imperdonable
de omitir al cochero.
En la parte iliria
de la frontera, guardada por fuerzas francesas, las objeciones pasaron a
centrarse en Victoria, cuya autorización para trasladarse a París para servir a
la Emperatriz probablemente estaría en manos de Monsieur Otto[41],
el Embajador de Napoleón en Viena, al que no nos habíamos dirigido en ningún
momento, por razones obvias. De todas formas, mi aval y nuestro propósito de
viajar hasta la capital iliria fueron suficientes garantías para los aduaneros, bastante impresionados,
además, por la alusión a que Victoria era buena amiga de la Emperatriz. El
capitán de húsares que mandaba la fuerza fronteriza resolvió que la cuestión
fuese decidida en Laybach, no sin acordar que un cabo y tres soldados nos escoltasen
hasta allí. Hemos hecho un largo
trayecto, capitán, -advertí- y ya
anochece. Ordene, le ruego, a nuestra guardia que nos permita pasar la noche en
Marbourg[42]. El oficial accedió, aunque nos advirtió
que no sería fácil que encontrásemos alojamiento a la medida de nuestra alcurnia. Felizmente, su vaticinio no
fue acertado.
A la mañana
siguiente, bien temprano, reanudamos nuestro trayecto, alcanzando finalmente la
ciudad de Laybach a eso del mediodía. De manera en exceso imperiosa para mi
poca autoridad, indiqué al cabo de nuestra escolta que Mademoiselle la Baronnaise[43]
se encontraba indispuesta y habría de acogerse inmediatamente a la hospitalidad
de las madres benedictinas, en cuyo convento permanecería hospedada hasta que,
una vez repuesta, se presentara a las Autoridades, si para ello fuere
requerida. Yo seguiría con ellos hasta el palacio o castillo en que residiera
el Gobernador General, para saludarle y exponerle los motivos de mi viaje. No
debía de tener el pobre Caporal órdenes
muy estrictas, ni mollera para replicar a mi aluvión de palabras altisonantes,
pues en efecto, previas las indicaciones oportunas de algunos transeúntes,
llegamos efectivamente al Convento, donde me apresuré a depositar a Victoria y
su reducido equipaje, prometiéndole una visita tan pronto cumpliera mis
obligaciones administrativas. Las puertas del cenobio se le franquearon al
conjuro de las palabras Madre María, Abadesa,
y se cerraron tras ella, para mi alivio y mi tristeza. El caballero de
Chartres había terminado su espiritual cometido.
4. De como el Papa y el Emperador acogieron mis servicios
En el un poco
siniestro Castillo de Laybach me presenté al siguiente día al Gobernador
General, Henri-Gatien Bertrand[44].
Era este un joven general de división, moreno, fornido y apuesto de quien -se
decía- era tan buen militar como matemático práctico, y muy apreciado por el
Emperador. Pronto me percaté de que su amabilidad no corría pareja con la
resolución, pues parecía perdido ante la lectura de mis credenciales y la
situación de Victoria. He de decir ante todo que, decidido a borrar todas las
huellas escritas de mis contactos con Metternich, la noche anterior arrojé al
fuego de la chimenea de mi dormitorio los salvoconductos del Ministro, así como
la carta que tenía como destinatario a Monsieur
de Talleyrand. En este último caso, es evidente que procedí a violar los
sellos y a leerla, a fin de convertir en su día el contenido escrito en un
mensaje oral. No me fue difícil memorizar el texto, ya que era poco más que una
retórica manifestación de gratitud y aprecio, a la que se añadía la alusión a
una embajada secreta del Zar, que confirmaba su designio de plantar cara a
Napoleón, para lo que solicitaba la ayuda de Austria, así como una ambigua
referencia a que Metternich haría de los informes y advertencias del Príncipe
de Benevento el uso más sensato y confidencial. En suma, todo cuanto el general
Bertrand tenía ante sus ojos era el pasaporte del Ministro de Cultos, Conde Bigot,
autorizándome para viajar a Austria con una misión ordenada por el Gobierno
francés, y regresar una vez cumplida la misma.
Después de un buen
rato de vacilación, el Gobernador General -además de invitarme a su mesa aquel
mismo mediodía- me remitió a un tal Conde Dandolo[45]
quien, según él, era la persona indicada pare resolver las cuestiones civiles
en las Provincias Ilirias. Ello me llevó a otro edificio muy diferente: un
hermoso palacio clásico en el centro de la Ciudad, conocido por el apelativo
del Caballero de la Rosa. Allí fui
recibido en audiencia por el prócer que compartía con el dubitativo Bertrand el
poder sobre Iliria, por voluntad y reconocimiento de Bonaparte, que
merecidamente lo tenía en gran estima por sus numerosos trabajos científicos,
así como por el excelente desempeño que había tenido en su anterior cargo de
Gobernador de Dalmacia. Maduro y sosegado, formaba una contrastada pareja con
el General y era un interlocutor mucho más afín a mis principios. En seguida se
percató de la muy probable fuga de la
Novicia y de lo extraño de mi retorno a Francia por la ruta del sur. A lo
primero, le repliqué que la piccola suora[46]
era una íntima amiga de la Emperatriz María Luisa que, apremiada por Metternich
para sonsacar o influir en su augusta conocida, había optado por salir del
Imperio y refugiarse en tierra iliria. Y, en cuanto a mi extraño periplo, lo
justifiqué de una forma que había maquinado en el insomnio de la noche
anterior: Visitar al Papa en su dorada prisión de Montenotte, para completar el
estudio confiado por el Ministro de Cultos. El Conde pareció aceptar mis
explicaciones, lo que aproveché para pedirle escolta durante mi trayecto por
las Provincias a su mando y una carta de presentación para Eugenio de
Beauharnais[47], actual
y bonapartista Virrey de Italia, por
si hubiera de llegar ante él. Se mostró conforme y me rogó compartiera su mesa,
lo que rechacé por la previa invitación del Gobernador General, pero
aceptándolo encantado, si la oferta se mantenía para alguno de los días
siguientes, pues pensaba permanecer en Laybach unas jornadas, para poner en orden mis anotaciones y descansar. Esto le pareció de perlas al Conde, deseoso
de charlar -me dijo- con un chevalier
d’esprit[48], pese a
que yo apenas conocía unas palabras de italiano y él tenía ciertas dificultades
con el francés.
***
En realidad, no
tenía otro motivo de demorarme en Laybach que el de despedirme en forma de
Victoria, una vez comprobado que su recepción en el convento no ofrecería
dificultades ulteriores. Por eso, acabada el grato almuerzo con el general
Bertrand y sus comensales, me presenté en las Benedictinas y solicité
entrevistarme con mi protegida. Quien finalmente me atendió fue la famosa madre María, deseosa -según me
dijo- de que no se turbase la incipiente paz de su acogida, ni siquiera por el
caballero que tan noblemente había cumplido la voluntad de Nuestra Señora.
Aunque dijo esto último sin asomo de ironía, no dejó de molestarme su objeción
a que nos comunicásemos, que puse en contraste con mis credenciales, por ella
reconocidas, de caballero sin tacha. María se mantuvo terne y yo hube de
amenazarla con la intervención de las Autoridades francesas, que podrían llegar
hasta sacar del convento a Victoria, para llevarla hasta la Emperatriz, como
estaba previsto. Ello palió entonces su resistencia, aceptando que pudiese
hablar con la Novicia a través de la reja y velo de la clausura, lo que acepté,
siempre que me jurara ante Dios que nuestra conversación no sería escuchada por
nadie y que no pondría nuevas dificultades a que nos comunicásemos por el mismo
lugar, ni a que me entregase alguna carta que resultase precisa para resolver
definitivamente su complicada situación. María exigió para ello leer
previamente la misiva, cosa que no me pareció mal ya que, de una manera u otra,
habría de llegar a su conocimiento por boca de Victoria. Finalmente, recibí de
la Abadesa la seguridad de que no sería exclaustrada a petición del Gobierno
imperial o de su padre, para lo cual fortalecería su posición, haciendo que
Victoria tomase los votos a la mayor brevedad.
Al día siguiente,
pude conversar con Victoria, con las limitaciones que dejo dichas, hallándola
feliz y confiada, así como agradecida a mi interés por su futuro. Le indiqué
que, para consolidar su estancia en el convento y apartar de mí sospechas de
entorpecer la voluntad de la Emperatriz, consideraba oportuno que, a la mayor
brevedad, redactase una carta a aquella, explicándole las razones humanas y
políticas por las que juzgaba inapropiado para ambas el viajar a París para
entrar a su servicio. También habría de mantenerme al margen de tal resolución,
que dejaría claro ser fruto de su personal y exclusiva decisión. Quedé en
regresar por la carta al día siguiente, a la misma hora, de lo que tendría que
avisar a la Abadesa, como también de que la misiva no sería cerrada con el
sello del convento hasta que yo la hubiese leído. Por último, nos despedimos
cordialmente, en la sospecha de que podría haber sido nuestra última
conversación en este mundo. Me pareció que, al retirarse, sollozaba.
He de reconocer
que la madre María se comportó honestamente. La carta era amplia y sincera,
aunque eludiendo aquellos puntos que más podían molestar al Ministro de Estado
y, por extensión, a la Emperatriz y a mí mismo. Selló ante mí la epístola y,
como despedida, me preguntó si no sentía preocupación al participar de las
intrigas en un mundo tan revuelto. Le devolví su alusión del día anterior,
aunque con algún sarcasmo: Madre, ¿qué
inquietud puede afectar a un caballero que porta la oriflama de la Virgen de
Chartres?
Cumplida esta
diligencia, nada me retenía ya en Laybach; de modo que, aduciendo la urgencia
de mi misión, me despedí afectuosamente del conde Dandolo y ceremoniosamente,
del general Bertrand, y partí hacia poniente, con descansos o paradas -si no
recuerdo mal- en Gorizia, Treviso, Vicenza, Verona, Brescia, Cremona, Tortona y
Arenzano, hasta llegar a Savona, tras unas 170 leguas de las de París y una
semana de viaje. Era tiempo suficiente, desde luego, como para preparar el
siguiente paso de mi complicada tarea, según lo había ideado yo mismo:
Entrevistarme con el Romano Pontífice, Pío VII, prisionero de Napoleón desde
casi dos años y medio antes[49].
***
El hombre fuerte
-vale decir, el factótum- en la vieja
república de Liguria era el aristócrata, marqués Antonio de Brignola[50],
persona muy joven, inteligente y liberal que, por sus servicios a Francia en la
diplomacia y el Consejo de Estado, había sido también ennoblecido por Napoleón
con el título de Conde del Imperio y nombrado Prefecto de los tres
departamentos en que había dividido la región, incluido el de Montenotte, con
capital en Savona. No creía tener ninguna dificultad en tratar con quien se
hacía llamar a la francesa, Antoine de Brignole-Sale. Si bien no estaba seguro
de conocerlo de vista, me serviría como buen aval mi relación con Cambacérés y
la circunstancia de que la Marquesa madre de Brignola era dama de honor de la
Emperatriz y, por tanto, conocida de Louise de Montgeron. Con eso y el encargo
del Ministro Bigot, no habría dificultad para acceder al Papa y exponerle mi
punto de vista sobre su relación con Napoleón, otrora su admirador, hasta el
punto de calificarlo elogiosamente de Pontífice jacobino[51].
Resultó que, tanto
el Marqués de Brignola, como el propio Pío VII, se encontraban fuera de Savona,
en una elegante villa entre esta ciudad y Génova, propiedad de la familia de
aquel, sita en el lugar de Voltri. Cuidada y recoleta, rodeada de jardines y
con vista insuperable al mar Tirreno, era lo que habitualmente se denomina una jaula de oro. El aledaño convento de
San Francisco y el santuario de San Nicolás, en lo alto de una colina,
completaban un decorado ideal para que pasara una temporada un príncipe de la
Iglesia. Otra cosa, naturalmente, es que se tratara del Papa y estuviera allí
en contra de su voluntad, como lo evidenciaba la presencia de una numerosa
guardia en torno a la reja monumental que cerraba la villa.
Antoine de
Brignole, poco más que un muchacho, diez años más joven que yo, me recibió como
a un amigo, decidiendo de inmediato que residiese en su casa. Mi exposición del
objeto de la visita lo llenó de alegría, por una doble razón: distraer al Sumo Pontífice de sus
hastíos y preocupaciones, así como poder suponer el inicio de una armonía entre
el Papa y el Emperador, tan conveniente -según él- para la conciencia de la
mayoría católica del pueblo francés. Quiere decirse que, tan pronto Pío VII
accedió a recibirlo -cosa que, por respeto filial, Antoine siempre rogaba- se
presentó conmigo en las estancias reservadas al Pontífice y, lleno de alegría,
le expresó en italiano las razones que allí me habían llevado. Yo procuré
recordar el latín de la Universidad para dirigirle unas palabras pero estaba
claro que necesitaríamos de intérprete para entendernos bien. Brignole se
ofreció al punto para ello, en la medida en que lo permitieran sus ocupaciones;
en otro caso, sería un franciscano de Grenoble, perteneciente al convento
próximo, quien lo hiciera, pues el Papa había ido siendo privado de toda
compañía eclesiástica y noble, por orden expresa de Napoleón. Y, para empezar,
el Marqués se dignó verter al italiano mi extensa exposición acerca de toda la
labor realizada desde que presentara en París el memorando a Bigot, sin omitir
ningún detalle importante, ni ocultar intenciones ni fracasos. Aprovechando los
momentos en que Antoine traducía, me fijaba en aquel Pontífice menudo, muy
moreno, de rostro huesudo y extremadamente delgado, verdadera víctima de un
Emperador despótico, al que no se le ponía por delante nada, por indigno o
excesivo que fuese, con tal de lograr sus objetivos. Al concluir mi relato, el
Papa, sonriente pero fatigado, prometió reflexionar sobre lo escuchado y darme,
en su momento, su opinión. No tuve más remedio que hacerle ver la necesidad de
una contestación urgente a los temas más conflictivos pues, de otro modo, se
corría el riesgo de que Napoleón tomara decisiones más drásticas. El Romano
Pontífice, suspirando un sempre in fretta[52],
accedió a recibirme dos días después, rogándome le presentase antes por escrito
la lista de temas más conflictivos,
para rezar y reflexionar sobre ellos de un modo preferente. Al retirarnos,
Antoine me felicitó por la sinceridad y claridad expositiva. Después de tomar
un parco refrigerio, me acogí a la soledad de mi alcoba y allí redacté la lista
de materias interesada por el Pontífice, no sin numerosas correcciones. A eso
de las nueve de la noche, una suave llamada a la puerta me anunció la presencia
de Brignole, que venía a traducir el documento, si es que ya lo tenía
preparado. Allí mismo, sentados a una mesa de tamaño mediano con tapete rojo,
yo dicté y él vertió al italiano la enumeración solicitada, cuyo contenido no
expondré por el momento, ya que quedará explicado cuando trate de mi siguiente
encuentro con el Papa.
***
Al cabo de los dos
días establecidos, el Papa nos recibió, a Brignole y a mí, con muy otro talante
que la vez anterior. Sin apenas dejarnos sentar, me dirigió una perorata que,
en el fondo, no era sino preguntarme qué hacía yo compareciendo ante él, cuando
no tenía autorización ni poderes del Estado francés para negociar. Confieso
que, aunque la cuestión era de esperar, me ofendió la forma y la brusquedad con
que se planteaba. Respondí que, en mi opinión, aquello no era una negociación
pues, estando Su Santidad prisionero, como lo estaba, cualquier acuerdo a que
pudiere llegarse no tendría fuerza de obligar y seguramente que lo denunciaría,
tan pronto recuperase la libertad. Terció entonces el Marqués, en lo que me
pareció entender era un ruego al Pontífice de que escuchara con benevolencia
mis palabras. La gran influencia que Brignole tenía sobre el Papa surtió efecto
y este se arrellanó en su sillón, entornó los ojos, con ambos índices en el
centro de su frente, y me dio licencia para exponer lo que tuviera que decirle.
Comencé haciendo
un breve exordio, en tres partes: la tolerancia que sus predecesores, y él
mismo, habían tenido con las Potencias del
pasado para concordar de forma equilibrada y armoniosa, de lo que buen
ejemplo daba la Iglesia del Imperio habsburgués; el buen resultado de su
primera postura hacia el Estado del porvenir,
Francia, cuando se abrió a ciertas ideas revolucionarias, firmó el Concordato
de 1801 y recibió el apoyo de Bonaparte para recuperar los Estados Pontificios;
y la actual situación de ruptura entre Napoleón y él, enconada, no por motivos
doctrinales, sino por excesos y cuestiones personales de ambas partes, como el
saqueo de ciertos bienes del Patrimonio de San Pedro, o la negativa pontifical
a reconocer la nulidad del matrimonio del Emperador con Josefina de Beauharnais
y la validez de las ulteriores nupcias de aquel con la Archiduquesa María Luisa[53].
Concluido el exordio -que el Papa acogió sin una palabra ni un gesto-, pasé a
tratar de los puntos que el Ministro de Cultos consideraba satisfarían las
ambiciones de Napoleón y podrían abrir al Papa las puertas de su prisión:
negociación rápida de un nuevo Concordato, a imagen y semejanza del modus vivendi de la Iglesia con Austria;
el derecho de veto del Emperador al nombramiento de obispos desafectos para
Francia; el levantamiento de la excomunión de la bula Quam memorándum[54],
a cambio de una indemnización de dos millones de francos, y la inmediata
anulación del primer matrimonio de Napoleón, en bien, no solo de él, sino del
honor y la conciencia de su segunda esposa y de los derechos indudables de su
hijo. Concluí, con cierta sorna, que, aunque yo no fuese nadie para negociar, unas palabras suyas favorables a esas
condiciones seguramente serían bien acogidas por el Ministro Bigot y aliviarían
su situación y la de los cardenales presos[55],
en tanto el Emperador las estudiaba y proponía en debida forma un texto con estructura
jurídica.
Al cabo de medio
minuto de silencio, el Pontífice preguntó si había terminado y, al responderle
que así era, abrió los ojos y dijo: ¿De
cuánto tiempo dispongo para darle contestación? No más, Santidad -repliqué-, del que me concedisteis para formular las
preguntas. No necesitaré yo tanto
-concluyó-: Mañana a estas horas podéis
pasar a recogerla. Brignole y yo nos retiramos decepcionados, pues ambos
comprendíamos que la posición del Papa sería nada contemporizadora, no
aceptando ningún diálogo ulterior para rectificarla. Y, en efecto, cuando al
día siguiente me encaminaba por los pasillos a la sala de audiencias papal, un
criado del Pontífice dejó en mis manos un folio plegado y sellado, disculpando
esa forma de entrega, porque Su Santidad se hallaba indispuesto. Ante Brignole,
para que me sirviese de testigo, rompí el cierre y leí el escueto texto, que
era una simple negativa a tratar nada con el Emperador y su Gobierno, en tanto
él y sus fieles permanecieran privados de libertad, así como un rechazo de todo
intento de comprar su voluntad mediante compensaciones dinerarias. Antoine
torció el gesto y comentó que semejante escrito no haría sino forzar al
Emperador a endurecer las condiciones del encarcelamiento. Le repliqué que no
se preocupase, que yo no habría de hacer nada que animase a Napoleón a tomar
más severas medidas. En efecto, ya en la soledad de mi habitación, quemé el
documento, no sin reflejar su contenido al final del informe para Bigot, pero
como si fuese fruto de una conversación, no un texto meditado, aunque informal.
***
Apenas hacía mes y
medio que había dejado París, pero mi retorno a la Capital me pareció un
regreso largo tiempo añorado; hasta tal punto los viajes y las gestiones habían
alterado mi percepción. Otro tanto me dijo Louise que le había pasado a ella,
cosa que no pudo menos de emocionarme. Y lo mismo exclamó el Ministro de Cultos
cuando aparecí por su despacho, lo que me ilusionó bastante menos, pues hube de
justificar ante él lo que le parecía demasiado tiempo para tener empantanado al Emperador. Un poco hosco,
le entregué mi informe, indicándole que, si mi trabajo no justificaba el buen
empleo de cuarenta y tres días, es que no merecía la consideración de empleado
trabajador y eficaz, que hasta el momento tenía bien ganada. Y mientras el
Señor Bigot comprobaba mis merecimientos, visité al Duque de Benevento en su
palacio, exponiéndole a grandes rasgos mis indagaciones eclesiásticas y, por
menudo, el resultado de mi mandato ante Metternich. No le agradó que hubiera
quemado la respuesta del Ministro de Estado, aunque dijo comprender mis
razones. De todos modos, por conducto de la Legación austriaca en París, ya
había recibido noticias acerca de la postura rusa, ahora inflexible en contra
de nuestro Emperador, como le había expresado al Ministro de Estado imperial el
emisario del Zar, conde Shuvalov[56].
Monsieur de Talleyrand bromeó sobre
un joven débil, cortejado por dos novias ávidas por recibir sus favores, a
ninguna de las cuales acepta el galán, no tanto por no saber con quién
quedarse, cuanto por no estar seguro de tener fuerzas para satisfacerlas. A la postre -concluyó- Metternich escogerá a la muchacha venida del
Este, aunque no deje de hacer arrumacos a la favorita de nuestro Emperador.
Lo que sí agradó a mi comitente es que hubiese librado a la Emperatriz de una embelecadora
y soplona del Hombre de Viena. No
dejé de sonreír al ver calificada a la sincera y espiritual Victoria von Ruder
con semejantes epítetos. En fin, el que había sido, y luego volvería a ser, el Hombre de París se despidió de mí con
claras muestras de gratitud y de elogio, de lo que, andando el tiempo, tendría
manifestaciones más tangibles.
A mi amada Louise
le encargué me preparase en las Tullerías una entrevista con la marquesa de
Brignola, aludiendo a mi reciente encuentro con su hijo Antonio. La Señora me
recibió con gran amabilidad y tuvimos ocasión de comentar el excelente papel
que su hijo estaba desempeñando para dulcificar en lo posible la triste
situación del Papa, tanto más dolorosa, cuanto que los Brignola eran católicos
fieles, hasta el punto de que otro hijo de la Marquesa era un sacerdote famoso
por sus virtudes[57].
Habiendo comprobado que le era grato, le rogué que expresara a la Emperatriz mi
deseo de entregarle reservadamente una carta de una amiga suya de la infancia,
llamada Victoria. Eso me dio oportunidad de conocer a la actual esposa del
Emperador, así como de explicarle el contexto en que tal misiva había sido
redactada. María Luisa se retiró unos momentos a otra cámara para leer el
documento en privado. Luego, regresó y, como yo deseaba, me dijo que cancelaría
su petición de que Victoria la acompañase en París, pues respetaba la voluntad
de su amiga de no apartarse del claustro, así como la de evitar las
insinuaciones de Metternich, que también ella consideraba de un oportunismo
lamentable. Acabó asegurando que escribiría a su amiga al convento de Laybach,
para confirmarle su indestructible afecto y dejarle claro que apoyaba su
decisión de acogerse a sagrado, donde se respetara su justa libertad.
El desenlace de la
misión que he procurado reflejar veraz y plenamente en estas memorias se
produjo en aquellos mismos días, cuando el Ministro Bigot me convocó para
elogiar mi desempeño, aunque era de lamentar la postura inmovilista del
Pontífice, que sin duda irritaría al Emperador, llevándolo a endurecer el
encarcelamiento de aquel, como, en efecto, sucedió. Agradecí sus cumplidos y le
pedí que viera de que se aprobara cuanto antes mi rendición de cuentas del
viaje y la autorización para volver a mis funciones en el Tribunal. Así se
hizo, aunque poco después tuve una nueva demostración de afecto por parte de
las Autoridades. El día 8 de febrero de 1812, el mismo Emperador me entregó el
título e insignias de Barón del Imperio y de Comendador de la Legión de Honor. ¿Qué opináis de Metternich?, me preguntó
de sopetón aquel Rayo de la Guerra.
Estuve a punto de decirle que el Ministro de Estado era un verdadero Genio de la Paz, pero decidí ser menos
elogioso y maticé la frase, respondiendo: Me
parece un excelente Ministro para la situación actual de Austria. El
Emperador insistió: ¿Y qué me decís del
Romano Pontífice? Hice un juego de palabras, que no quedó mal del todo: Me parece un excelente Papa, si su situación
actual fuera otra. Napoleón convino en ello y apostilló: En efecto. Habrá que ver de acomodar sus
cualidades a su situación.
Tiempo después
tendría ocasión de valorar en sus justos términos lo que el Emperador entendía
por acomodo papal. También sabría que
ese mismo 8 de febrero Napoleón ordenó la partida de la Grande Armée hacia la frontera rusa, adonde, para su mal, tardó
demasiado en llegar[58].
[1]
La concesión del título de preboste de Chartres estaba en aquella época en
manos de los Duques de Orléans.
[2]
Gran hombre de Estado del Imperio austriaco (1773-1859), que, entre otros
cargos, ostentó sucesivamente los de Ministro de Estado y Primer Ministro de
dicho Imperio entre 1809 y 1848.
[3]
Las jornadas del 18 y el 19 Brumario de 1799 en París supusieron el triunfo del
golpe de Estado que acabó con el Directorio y dio paso al Consulado, encabezado
por Napoleón Bonaparte.
[4]
Napoleón Bonaparte (1769-1821) tuvo fama militar a partir de 1795. Sería
dominador de Francia desde 1799, como Primer Cónsul, y sucesivamente, entre
1804 y 1814/1815 como Emperador.
[5]
Sucesos que, en 1794, acabaron con el Régimen
del Terror de la Convención y dieron paso al Directorio.
[6] La acentuación en francés actual sería
Cambacérès, pero el interesado firmaba con dos acentos agudos, como se recoge
en el texto del relato. Yo prefiero respetar la ortografía del personaje.
[7] Paul
Barras (1755-1829), máxima figura política del Directorio (1794-1799).
[8]
Charles Maurice de Talleyrand (1754-1838), entre 1797 y 1815 fue la figura
clave de Francia en materia de Asuntos Extranjeros, llegando incluso a Primer
Ministro en unos meses de 1815.
[9]
Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836), uno
de los ideólogos y políticos más influyentes de Francia entre 1789 y 1799.
[10] Gentilicio de Montpellier, ciudad natal de
Cambacérés. Prefiero la grafía con una sola ele para el español, aunque en
francés la letra sea doble, porque en el idioma galo no cambia la
pronunciación, a diferencia de lo que acontece en español.
[11]
Los dos proyectos más granados de Código
Civil de Cambacérés fueron rechazados por la Convención, sucesivamente, por ser
demasiado largo y demasiado corto.
[12] Félix
Julien Jean Bigot de Préameneu (1747-1825), insigne jurista, fue uno de los
cuatro redactores del Código de Napoléon (1804) y ocupó el cargo de Ministro de
Cultos entre 1808 y 1815.
[13] Nombre
con el que la Constitución francesa del Año VIII designaba a los, en español,
Fiscales.
[14]
Ley aprobada por la Asamblea Nacional francesa en 1791, que prohibía en lo
sucesivo los gremios y, de modo general, la intervención concertada de las sociedades
populares en la vida política.
[15]
El narrador parece atribuir la frase a Napoleón, quien tal vez fuese su
creador, pero el que la hizo famosa fue Talleyrand.
[16]
Reunión entre Napoleón I y el zar Alejandro I, concertada en 1808 en esa ciudad
alemana, para tratar de renovar y afianzar el Tratado de Tilsit del año
anterior. El Congreso acabó sin resultados positivos, en buena parte por la
intervención secreta de Talleyrand cerca del Zar, en contra de Napoleón.
[17]
Joseph Fouché (1759-1820), severo político durante la Revolución, Ministro de
la Policía o del Interior de Napoleón I (1804-1810) y Gobernador General de las
Provincias Ilirias en 1813. En 1815 facilitó la transición del Régimen de los
Cien Días al retorno de la Monarquía Borbónica.
[18]
La Archiduquesa María Luisa (1791-1847)
era la hija mayor del Emperador austriaco Francisco I. Contrajo matrimonio con
Napoleón I en 1810, del que hubo un hijo en 1811, conocido inicialmente por el
título de Rey de Roma, aunque no llegaría a reinar por el destronamiento de la
dinastía Bonaparte en 1814/1815, momento hasta el cual María Luisa fue
Emperatriz de los Franceses.
[19] Barrio
de París en la margen derecha del Sena, comprendido en los Distritos III y IV.
[20] Importante
banca privada, fundada en París en 1786, hoy (2019) todavía activa.
[21] El
nacimiento se produjo el día 20 de marzo de 1811.
[22] Pierre
de Montesquiou (1764-1834), Conde de Montesquiou-Fezensac.
[23] Alejandro alude al Zar de Rusia,
Alejandro I (1777-1825), emperador entre 1801 y 1825.
[24]
Encantadora gatita, en traducción
literal.
[25]
Le Moniteur Universel, gaceta cuasi
oficial del Gobierno francés entre 1789 y 1901.
[26]
Conciliábulo convocado en París por Napoleón, con el fallido propósito de
domeñar la voluntad del Papa Pío VII. Asistieron unos 95 cardenales y prelados
y sus sesiones duraron unos tres meses, siendo finalmente disuelto por el
Emperador francés, el 6 de octubre de 1811.
[27] Barnaba
Chiaramonti (1742-1823), Romano Pontífice entre 1800 y 1823.
[28]
Francisco I (en Austria) y II (en el Imperio Romano-Germánico) (1768-1835), en
el poder entre 1804 y 1835.
[29] Concordato
entre la Santa Sede y el Estado francés (Consulado), firmado el 15 de julio de
1801.
[30] Conocida
expresión latina que significa en viaje o durante un viaje.
[31] Sigmund
Anton von Hohenwarth (1730-1820), Arzobispo de Viena entre 1803 y 1820.
[32] Klemens
Maria Hofbauer (1751-1820), canonizado en 1909.
[33] Una de
las abadías más antiguas (1089), artísticas y ricas de Austria, sita en la
villa de dicho nombre.
[34]
Ballhausplatz (número 2), sede de la
Cancillería de Austria desde mediados del siglo XVIII hasta la actualidad
(2019).
[35]
Con los nombres de Aspern y de Essling se conoce una batalla de resultado
incierto (ganada por los austriacos, pero con escaso beneficio) trabada en las
inmediaciones de Viena los días 21 y 22 de mayo de 1809, entre tropas del
Imperio austriaco y del francés.
[36] A la
letra, Tierra de Castillos, región de
Austria fronteriza actualmente con Hungría.
[37] Señorita, pues la tía Gertrud se había
mantenido soltera hasta entonces.
[38] Pequeña
ciudad austriaca en el Burgenland,
junto a la actual frontera húngara.
[39] Nombre
en alemán de la actual ciudad de Ljubljana, capital de Eslovenia.
[40]
Herr Leutnant equivale a Señor
Teniente. Von, equivalente a De, delante del apellido, es indicio de
nobleza.
[41] Louis-Guillaume Otto, Conde de Mosloy
(1754-1817), embajador francés ante la Corte de Viena (1810-1814).
[42] Grafía
francesa para la ciudad de Marburg an der Drau, actualmente Maribor
(Eslovenia).
[43]
La señorita Baronesa.
[44]
Henry-Gatien Bertrand (1773-1844), en la época del relato Gobernador General de
las Provincias Ilirias.
[45]
Vincenzo Dandolo (1758-1819), sucesivamente Gobernador de Dalmacia y Gobernador
Civil de las Provincias Ilirias entre 1805 y 1813.
[46] Hermanita, monjita, novicia.
[47] Hijo
adoptivo de Napoleón I, virrey del Reino de Italia (1805-1814).
[48] Caballero ingenioso o de carácter.
[49]
Pío VII fue hecho prisionero por fuerzas francesas, por orden de Napoleón, en
Roma, en la noche del 5 al 6 de julio de 1809.
[50] Antoine
(Antonio) de Brignole-Sale (1786-1863), marqués de Groppoli y Conde del
Imperio.
[51] Así lo
calificó Napoleón, al conocer su Mensaje de Navidad de 1797, dirigido desde
Imola.
[52]
Siempre de prisa.
[53]
Napoleón pretendía anular su matrimonio con Josefina por impotencia para
engendrar, pero tal cosa era muy difícil de aceptar, habida cuenta de que ambos
cónyuges tenían descendencia, que en el caso del Emperador no fue legítima
hasta marzo de 1811.
[54]
Bula promulgada por Pío VII el 10 de junio de 1809, por la que se excomulgaba a
los ladrones y saqueadores del Patrimonio
de San Pedro, entre los cuales podían contarse Napoleón y muchos de sus
subordinados, cosa que al Emperador indignó, aunque no fuese citado
expresamente.
[55] Los
principales de ellos eran los Cardenales Ercole Consalvi y Bartolomeo Pacca.
[56]
Pavel Andreyevich Shuvalov (c. 1775-1823), conde y general ruso, desde 1807
Ayudante General del Zar, Alejandro I.
[58]
El Gran Ejército de Napoleón,
levantado para guerrear contra Rusia en 1812, no inició la invasión del
territorio ruso hasta el 23 de junio de 1812.
No hay comentarios:
Publicar un comentario