Lejos se escucha una
canción
Por Federico Bello
Landrove
1. El Congreso de Poesía
necesaria
La conocí durante
un congreso sobre el uso vulgar de la poesía. Habían escogido un tópico para
bautizar el acontecimiento: Poesía
necesaria. Era lo suficientemente ambiguo como para que me animara a
asistir, y en calidad de conferenciante. Lo primero tenía su fundamento en que
nunca había cruzado el Océano y me apetecía visitar Panamá. Lo segundo tomaba
su razón de que yo era un profesor adjunto de escasos posibles, en una
Universidad tan pobre como yo. No podía, por tanto, correr con los gastos de
viaje y estancia en tierras americanas. Tenía que ganarme los subsidios con el
sudor de mi frente. De modo que apelé a una de mis manías: el seguimiento de
las canciones populares, en busca de letras inspiradas y hasta artísticas. En
consecuencia, ofrecí mi concurso para una disertación sobre el tema Las cien mejores poesías de la canción
española (1950-2000).
La Universidad Panameña
contestó amablemente a mi oferta, pero rebajó el nivel de esta, del de
conferenciante, al de ponente en una de las mesas
redondas, la que versaría sobre Persistencia
de la rima en la poesía popular. La diferencia práctica consistía en que,
no percibiría honorarios, sino solo dietas, es decir, una cantidad que cubriese
mis gastos y me ahorrara pagar matrícula por asistir a todos los actos
congresuales. No era lo que yo había esperado, pero acepté a regañadientes y me
dispuse a sangrar mi magra cuenta bancaria en unos cientos de euros, moneda que
ese mismo año había entrado en circulación[1].
Eso fue durante el
invierno. Luego, olvidé mi compromiso internacional, enfrascado como estaba en las
clases sobre uso y normas de estilo de nuestro idioma, así como en los
primeros, ardorosos y difíciles progresos con Shirley, una deliciosa irlandesa
que fungía por aquel entonces de lectora de inglés en la Facultad. Para Pascua
Florida, aprovechando las vacaciones y la ausencia de la rosa de Galway[2],
reconvertí mis Cien mejores… en
modelo y ejemplos para esa anacrónica subsistencia del verso rimado en los
cancioneros, frente a su casi total olvido en la poesía seria. Y por ahí andaba una tarde, cuando recibí una llamada
telefónica completamente inesperada:
-
¿Don
Alfredo Santelices? Encantada. Soy Amelia Cascajares, catedrática de Español en
la Universidad de Puerto Rico -campus de Ponce-. ¿Podemos hablar un momentito,
sí?
-
Desde
luego, pero, por favor, tutéame, que soy un simple adjunto y bastante joven,
por añadidura.
-
Gracias.
Yo, de joven, nada, como no sea en espíritu. Pero, a lo que iba: Me han
designado presidenta o moderadora de la mesa redonda en la que ambos participaremos
en Panamá el próximo julio. Estoy llamando a todos los participantes, a fin de
acordar unas intervenciones variadas y no pisarnos
los temas. No es cosa para hablar ahora por teléfono, de aquí te pillo,
aquí te mato. ¿Podrías mandarme un esquema de tu intervención? ¿Sí? Pongamos en
un mes… Estupendo. Pues nada, feliz trimestre final del curso y aquí me tienes
para lo que se te ofrezca.
Eso fue todo.
Aunque me pareció algo apremiante, cumplí con mi compromiso. Amelia me contestó
a vuelta de correo electrónico: Gracias
por tu inusitada rapidez. Tu sugerencia temática me parece estupenda.
Personalmente, me alegrará el día, pues no sería extraño que hubiese cantado
algunas de esas canciones en España, cuando era niña.
Así que Amelia era
una emigrante de cierta edad. Eso fue lo primero no profesional que supe de
ella.
***
Lo siguiente lo
aprendí ya en Ciudad de Panamá, durante el Congreso de marras. La mayor parte
de los asistentes becados fuimos
acogidos en unas instalaciones residenciales modernas y muy atractivas en la
Zona del Canal lindante con el Pacífico, pero bastante alejadas del centro de
Ciudad de Panamá. Esa circunstancia nos hacía sentir un poco prisioneros en
medio del Edén que formaban los amplios y -como antes se decía- lujuriantes jardines tropicales, en
parte felizmente abandonados a la sabia naturaleza. Todo este preámbulo valga
para decir que nos sobraba tiempo libre por las tardes y que estábamos deseando
entablar compañía y conversación con la primera persona agradable que paseara
por los alrededores.
En ese sentido,
doña Amelia -la verdad, me costó mucho apearle el tratamiento cuando la conocí
en persona- fue una adelantada. En las habitaciones en que fuimos alojados los
miembros de la ponencia que ella dirigía, ya teníamos un atento saludo suyo, en
tarjetón de la La Nacional[3].
Como lo guardé de recuerdo, puedo trasladar literalmente aquí lo que decía la
remitente:
Estimado colega: Para irnos conociendo y
cambiando impresiones acerca de nuestra común tarea académica del próximo día
11, le ruego se ponga en contacto conmigo cuanto antes, bien personalmente en
el Congreso, o bien por mi celular, número…
Agradezco su atención y deseo haya tenido
buen viaje, que prosiga con una aún mejor estancia.
Afectuoso saludo de (seguía su firma, perfectamente
legible).
Tuve a gala el
seguir siendo puntualísimo con ella y me faltó tiempo para telefonearla. Se
echó a reír cuando me identifiqué:
-
Tenías
que ser tú, infatigable pese al jet lag[4].
Me pillas deshaciendo la maleta. Si te apetece, podemos comer juntos en el
restaurante de aquí al lado. ¿Te parece a la una? ¿Qué vas a llevar para que te
reconozca? ¿Cómo, que no se te ocurre nada? Pues yo llevaré una boina violeta
parisina monísima. Claro que no me la pondré hasta que esté bajo la fuerza del
aire acondicionado, no sea que se me derritan los sesos, si ando al sol con
ella.
***
La catedrática
puertorriqueña resultó ser una señora de rostro agradable y cuerpo macizo, de
mediana estatura y también mediana edad, de ese periodo vital indefinido, que
podríamos denominar de la conservación,
porque solemos decir de quien lo atraviesa que -verdad o mentira- se conserva
bien. Un servidor, a punto de cumplir los treinta, debió de parecerle un pipiolo, a juzgar por esa forma
confidencial y afectuosa con que las mujeres tratan a quienes quedamos por
debajo de su edad crítica de atracción. Por mi parte, una vez constaté que mi
juventud era compatible con su respeto, dejé que me tratara con la llaneza y
jovialidad que tuviese por conveniente. Por lo demás, aprecié -para mi
tranquilidad y satisfacción- que valoraba la rapidez de mis respuestas como
interés y dedicación por el trabajo. Vamos que, en términos copiados de una
película inolvidable[5],
aquello podía ser el comienzo de una hermosa amistad.
Aunque el almuerzo
era de bufé, y no de alta calidad, la conversación compensó la desilusión
culinaria. Nos acompañaba a la mesa una alumna suya de posgrado que, de no
haber sido por la fidelidad rendida a la memoria de Shirley, habría podido ser
un aliciente adicional a la Poesía
necesaria. La pobre, totalmente
eclipsada por la inagotable charla de su profesora,
casi no hizo otra cosa que comer, mirar y sonreír. Si hizo de catalizador para
que nosotros eleváramos el nivel expresivo y la locuacidad, es algo que solo
puedo juzgar en mí, pues soy muy dado a presumir de lo que carezco en presencia
de las jóvenes de buen ver, alumnas incluidas.
En un momento
dado, la conversación giró al tema de nuestra mesa redonda y, por curiosidad
muy personal -según aseguró-, Amelia me preguntó por los cantares que me iban a
servir de ilustración para unas letras de aceptable calidad poética.
-
A
ser posible, agregó, que sean anteriores a los años setenta. Fue cuando salí de
España y me desconecté casi plenamente de la música popular de allá.
-
Precisamente
me han dado mucho juego dos canciones de amor de los sesenta que tienen en
común el gran valor dispensado a la palabra, así como el hecho de que, en mi
opinión, sea mejor la versión española que la original, dicho sea desde el
punto de vista literario.
-
Adelante,
solicitó Amelia, como pretendiendo que me soltara como vocalista a capella, lo que por supuesto soslayé.
-
Una
de ellas -proseguí, como si no hubiese mediado interrupción- me parece muy
atractiva de principio a fin. Es la reducción libérrima de una balada de los
británicos Bee Gees y creo que la
recuerdo literalmente. Dice así:
Tu sonrisa quiero ver /
en el momento del adiós,
Así podrá permanecer /
en el recuerdo de los dos.
La luz del sol se apaga
/ la oscuridad empieza a dominar:
Es el ocaso de un amor
/ que no debiera terminar.
Son palabras nada más /
que hablan de mi amor por ti,
Mas son palabras que
jamás / en otra volverás a oír.
Tal vez podamos proseguir
/ lo que se queda atrás.
Me quedé esperando
el juicio crítico de Amelia, pero esta estaba mirando por el ventanal y así
permaneció por unos momentos, ante la sorpresa de su alumna y la mía. Cuando
por fin se volvió, noté en su mirada un brillo especial. Sonrió y, finalmente,
acertó a decir: Una joya para quienes
vivimos para buscar y ordenar palabras.
-
Pues
la otra canción -enlacé- tampoco es manca, a la hora de remarcar el valor de
ciertas palabras. La primera versión fue catalana y -la verdad- yo no poseo la
música de esa lengua, como para valorar su poesía. La letra en castellano, muy
fiel al original, tiene de todo, pero creo que pueden destacarse estos versos:
Palabras de amor,
sencillas y tiernas,
Que echamos al vuelo
por primera vez,
Apenas tuvimos tiempo
de aprenderlas,
Recién despertábamos de
la niñez.
Nos bastaban esas tres
frases hechas
Que entonaba un
trasnochado galán,
Historias de amor, sueños
de poetas:
Esta vez, la
catedrática se sonó con contundencia, levantóse y musitó:
-
Voy
un momento al servicio. Perdonadme.
La posgraduada y
yo nos miramos, algo extrañados. Ella aventuró:
-
Yo
diría que la Doctora se ha emocionado.
-
Quizá,
respondí. Le recordarán su juventud en España.
¡No sabía yo bien
hasta qué punto acertaba! Para confirmarlo, tuvieron que pasar un par de días.
En concreto, hasta la tarde del último día del Congreso.
2. El encarguito
Habíamos paseado
tanto por sus avenidas y senderos, que creíamos conocer el parque aledaño como
la palma de la mano. Sin embargo, Amelia parecía no encontrar el lugar preciso
para sentarnos y tener un ratito de
confidencias, como me había anunciado en la cena que cerró nuestra mesa
redonda, si no como broche de oro, sí con broche de langosta del Caribe y arroz
con coco. Mientras encontrábamos banco en que sentarnos, Amelia me tomó del
brazo e inició un suave monólogo, apenas punteado por mis monosílabos de
aquiescencia o de comprensión.
-
No
tienes idea -musitaba- de la perturbación que me produjiste el primer día, al
recitar aquella canción, Palabras. No
hay ocasión en que la escuche que no me emocione, recordando la primera vez que
la oí. De hecho, estando ya prácticamente olvidada, he tenido que ejercer de masoca y grabarla de un viejo vídeo de
Internet, con Rosalía interpretándola en un escenario con molinos de viento[8].
Todavía, un par de días antes de venir para Panamá, la escuché al atardecer,
que es mi momento favorito para ello, y para otras cosas. Así que figúrate lo
que sentí cuando, a continuación de esas Palabras
tan conocidas, dejaste caer en mis oídos las otras Palabras de amor, que yo desconocía hasta ahora pues, si alguna vez
escuché a Serrat, mi ignorancia del catalán no me permitió entenderlas bien.
¡Ay, Alfredo, qué daño me has hecho!
No sabía qué
contestar, pero aproveché la ocasión para lo que estaba deseando:
-
Estás
muy alterada, Amelia. Anda, vamos a sentarnos. Reposaremos y te explicarás con
más claridad, pues no soy consciente de mi culpa para contigo.
Así lo hicimos. Yo
estaba intrigado de veras, de modo que le pregunté:
-
¿Qué
veneno es el que vertí en tus oídos, capaz de causar un dolor tan hondo?
-
¡Bah!,
no me hagas mucho caso. Una, aunque romántica, ha corrido mucho. No te hagas
mala sangre. Pero, en fin, pese a su mediocridad, los versos que me
trastornaron, y que han quedado grabados a fuego en mi memoria, son estos:
Él, ¿dónde andará? Tal
vez aún me recuerde.
Un día se marchó y
jamás volví a verle,
Pero cuando oscurece,
lejos se escucha una canción,
Vieja música que acuna
viejas palabras de amor.
-
Ya
veo, comenté. No hay cosa más peligrosa que una canción para invocar malos
recuerdos.
-
¿Malos,
dices? De ninguna manera. Tristes, tal vez. Pero hay que ser positiva y yo lo
soy un rato, sobre todo, desde que… Espera: prométeme antes que me escucharás,
sin juzgarme y sin revelar a nadie lo que vaya a contarte.
-
Tienes
mi palabra[9].
-
Óyeme,
pues, con atención y con paciencia, pues tal vez te resulte el relato algo
confuso y bastante prolijo.
-
Hay
mucha tarde por delante. ¡Vamos! Soy todo orejas.
***
Como casi todo el
mundo -comenzó la Profesora-, yo tuve un primer amor. La diferencia con la
mayoría es que el mío respondía a una elección tan sabia, que podría haberse
dicho que estábamos hechos el uno para el otro; y no es que lo pensara yo, sino
que todos lo comentaban. Aquello fue por mis catorce y sus dieciséis, con lo
que hace la media de quince años, que fija la canción. Duró, exactamente un año
y cinco meses -todavía ahora puedo precisar los días y hasta los minutos- y
acabó de una forma que hoy juzgo absurda, por lo egoísta, aunque no puede
olvidarse que, hace treinta y tantos años, la distancia era mucho más
importante que ahora. El caso es que, cuando Enrique -ese era su nombre- me
hizo saber que marcharía a estudiar la carrera a Barcelona porque el nivel era muy superior al de Facultad
de nuestra Salamanca, se me cayó el mundo encima y me pasé llorando toda la
noche. A esa edad, no sólo imaginaba el tremendo vacío y la soledad, sino que surgían
ante mí los peligros crecientes del desamor y la aparición de rivales, por
efecto de la lejanía y de los inacabables seis años que duraban, como mínimo,
los estudios de Medicina. Al compartir mi dolor con otros, no encontré sino
voces ramplonas y consejos egoístas, que oscilaban entre el suspender
amistosamente el noviazgo y dar tiempo al tiempo -sugerencia de mis padres-,
hasta hacerme valer y ponerle en la
tesitura de ceder o romper, consejo casi unánime de mis amigas.
La verdad es que
Enrique tampoco me ayudó en aquellos dramáticos momentos. En lugar de construir
un hermoso castillo de cartas, llamadas telefónicas y vacaciones juntos, donde
pudiera habitar en los años de su forzada ausencia; en vez de jurarme amor
eterno y prometerme mil veces que las demás chicas serían para él estatuas de
sal; lejos de cubrirme de besos y atenciones, pintando de color de rosa nuestra
futura vida en común, merced a sus futuros saberes de médico; en lugar de todo
eso -digo- se encerró en un silencio hosco y ofendido, que solo rompía para
echarme en cara mi egoísmo y cortedad de miras. Ahora, desde la perspectiva que
da el tiempo vivido, comprendo que, aunque muy inteligente, también él carecía
de recursos verbales y experiencia para sobreponerse a mi angustia y vacilación.
Como diría alguna de las letras de tus canciones de amor, éramos dos barcos
que, en vez de capear el temporal, nos empeñábamos en mantener nuestro rumbo
hacia una imparable colisión. Así hubo de ser, por más que, en el último
momento, estuviésemos a punto de arrojarnos al agua, tratando de llegar a buen
puerto. Primero fue él, cuando me comunicó su partida, días antes de producirse
la misma: El tren sale a las diez de la
mañana. Iré solo a la estación, pues mis padres trabajan a esas horas. A
buena entendedora…
Ese día, un siete
de octubre, me levanté sin ningún propósito de ir a despedir a nadie: Me habría
parecido una rendición o un acto sin sentido. A mayores, era mi primer día del curso en el Instituto: Ya se sabe, misa, presentación de profesores, distribución de
horarios, información sobre los libros de texto y, a media mañana, a casita
hasta el día siguiente. Quizá fuese la penumbra pacificadora de la capilla, o
tal vez la futilidad del programa matinal. El hecho es que miré el reloj al
acabar la misa: las diez menos veinte. La idea cruzó mi mente como un
relámpago, todavía sin precisar su sentido ni su finalización. Pedí a dos
amigas que disculparan mi ausencia cuando pasasen lista, alegando
indisposición, y salí como alma que lleva… el ángel de la guarda, camino de la
lejana estación.
Tal vez habría
sido mejor llegar tarde, pero lo cierto es que, a la carrera, logré hacerlo dos
minutos antes de la salida del tren. Enrique debía ya de haber subido a su
vagón, uno de los dos que formaban la mínima composición de Salamanca a
Valladolid. Pude, pues, haber recorrido con la vista, desde el andén, todos los
compartimentos. Pude haber cambiado con él unas palabras, o prometer
telefonearlo. Pude despedirlo con una sonrisa y un gesto amistoso de la mano.
Hasta pude tirarle un beso. Pude, pude… pero no lo hice. Me quedé como un
pasmarote, medio oculta por el quicio de la puerta de acceso, hasta que el
convoy inició su marcha y desapareció de mi vista.
Salí luego a la
calle, lentamente, con disgusto, todavía buscando ante mí misma una
justificación de mi renuncio o, mejor aún, de mi cobardía. Crucé la plaza y, al
pasar junto a un bar, la máquina lanzaba al aire del otoño la voz de Rosalía,
en aquellos versos que tú conoces bien -y yo no he podido olvidar desde
entonces-: Tu sonrisa quiero ver en el
momento del adiós… No soy de llorar, ni ahora ni entonces, pero las
lágrimas afloraron a mi rostro y me poseyeron los sollozos. Tuve que meterme en
un portal para no hacer el ridículo. Yo era muy tímida, no vayas a creer.
Aquella separación
bien pudo ser provisional, pero se convirtió en definitiva. No voy a
eternizarme con explicaciones, que ni yo misma encuentro. El orgullo, la
frialdad de sentimientos otrora candentes y la propia fuerza del amor, que
tiende a rebrotar incontenible, todo se conjugó para que cada uno siguiese su
propio camino y sus nuevos afectos. Adiós
o hasta luego fueron las únicas
palabras que intercambiamos mientras nos vimos en la común ciudad de nuestros
padres. Luego, él desapareció de ella. Ya sabes,
Un día se marchó y
jamás volví a verle.
En cuanto a mí, ya
habrás imaginado mi odisea, aunque sin retorno a Ítaca, por ahora: absurdo matrimonio,
a los veinte años, con un abogado puertorriqueño, al que conocí de estudiante
en Salamanca; carrera académica en la Universidad de Puerto Rico; dos hijos,
ahora ya con su vida hecha, independiente de la mía; ruptura matrimonial y
divorcio, tan pronto los chicos volaron del nido; flirteos y romances, inocuos
o dolorosos, pero siempre frustrantes. Y, como brutal colofón, hace tres años,
un cáncer muy femenino que, al mismo tiempo que me laceraba el cuerpo, ha hecho
brotar en mi espíritu una energía y unas ganas de vivir, que ya tenía por
perdidas o, simplemente, desconocía hasta ahora.
***
Amelia calló,
entre el cansancio y el artificio. Decidí hacerle la continuación algo más
fácil:
-
Y,
con renovados bríos y esperanzas, tal vez estés pensando en buscar al Enrique que
¿Dónde andará? Tal vez aún me recuerde.
-
Exactamente,
amigo Alfredo; solo que, con el estímulo de tus canciones y la inestimable
ayuda de Internet, he dado finalmente con él anteanoche.
-
¡Espléndido!
¿Y cómo piensas abordarlo?
-
Poco
a poco -dijo ella conteniendo la risa-. Por ahora solo sé que trabaja en el
Hospital de León y, aún eso, con dudas, pues su nombre y apellidos son bastante
corrientes.
-
Ya
pero, si además coincide la profesión, no creo que tu… aproximación concluya en un fiasco.
-
Eso
no me importaría, pero sí me preocupa, y mucho, meter la pata con el auténtico Quique. Y ahí es donde tú podrías
ayudarme sobremanera, con un mínimo esfuerzo. Te conozco desde hace bien poco,
pero tengo en tu buen criterio una confianza grande.
Ante mi inquietud
y sorpresa, Amelia me propuso ser su cónsul
en León. Era muy fácil -según ella-. Se trataba, en primer lugar, de comprobar
que era el mismo Enrique de antaño, para cuya comprobación añadía los datos del
lugar y fecha de nacimiento, además de los ya conocidos por mí. En segundo
lugar, habría de hacerme el encontradizo y sacarle a colación el nombre de mi
atrevida mandante y una breve referencia a su vida y milagros -pero no le mientes el cáncer, me dijo
muy digna-. Finalmente, si el médico leonés mostraba el suficiente interés,
tendría que informarme sucintamente de su situación familiar y sentimental, con
el objetivo implícito de no interferir en un matrimonio feliz y bien avenido.
-
¿Y
no podrías hacer tú todas estas gestiones, de modo más directo, pasando unas
vacaciones en España?, inquirí. A fin de cuentas, nada hay más normal e
inocente que reencontrarse con un viejo novio o amigo, después de tantos años.
-
Es
posible que así sea en general, pero yo no sería capaz de hacerlo en
descubierta y a lo que salga. Seguro que me traicionaría, o llegaría más allá
-o más acá- de lo pertinente. ¿Y si él entra
al trapo, sin estar yo preparada para ello?
-
No
entiendo lo de la preparación, repliqué.
-
Quiero
decir que, si tus gestiones resultan… positivas, yo podría ir liquidando con tranquilidad
mis asuntos en Puerto Rico y, sobre todo, abriéndome camino en España, donde
tengo algunas ofertas de trabajo, universitarias y en editoriales. ¡No me voy a
dejar caer en León con el día y la noche, para que me mantenga Enrique y sin
hacer nada en todo el día! Y, a la inversa, no quemaré las naves en Ponce para
encontrarme en España compuesta y sin novio.
-
Y,
de tu familia española, ¿no hay nadie que pudiera echarte una mano en este
tema?
Amelia pareció
incomodarse con mis reticencias:
-
Tengo
a mis padres ancianos y un hermano al que apenas he tratado en todos estos
años… Puedes hacer lo que quieras; decirme que sí o que no, o darme buenas
palabras y luego dejarme en la estacada. Pero quiero que sepas que eres tú o
nadie… Bueno, podría conocer a alguien como tú dentro de veinte años, pero
entonces Enrique y yo ya no tendríamos una buena parte de la vida por delante,
sino de la agonía.
¿Qué habrían hecho
ustedes en mi caso? Seguro que todo lo contrario de lo que yo hice.
Le dije que sí.
3. Aprendices de brujo
Aunque Valladolid
-mi residencia de entonces- y León -la de mi objetivo- son ciudades próximas y bien comunicadas entre sí,
resolví hacer todas las gestiones que pudiese por medio de Internet y del
teléfono. En seguida comprobé que un médico llamado Enrique López Rodríguez era
jefe del Servicio de Pediatría en el Hospital de León[10],
así como profesor de la asignatura en la Escuela Universitaria de Enfermería de
la misma ciudad. Esa vinculación académica me permitió pedir a los
administrativos de mi Facultad que comprobaran con sus colegas leoneses los
datos personales del probable Quique,
que me había facilitado Amelia. A los pocos días, recibí la confirmación: el
susodicho había nacido en Guijuelo (Salamanca), el 13 de julio de 1951. Las
fotografías que de él venían en Google presentaban
a un individuo moreno, con rostro ancho; serio, adusto casi, de fruncido
entrecejo; arrugas ya conspicuas, cabello entrecano aún abundante y peinado
hacia atrás con raya, y un inicio del busto que presagiaba una moderada
corpulencia. Por supuesto, en todas las imágenes lo reproducían pulcramente
trajeado y -cosa curiosa- con corbata indefectiblemente de color azul.
En la
documentación oficial de la Universidad figuraba su estado civil, casado. Era
todo lo más que podía conseguir y que interesase a Amelia. Había llegado, pues,
el momento de abandonar, o de continuar las pesquisas sobre el terreno. Como lo
primero lo excluía y esto segundo me parecía engorroso, resolví tomarme tiempo
y calmar la muy probable impaciencia de la Profesora -como había decidido
llamarla, obviando cualquier descuido-.
Mandé un correo a Amelia comunicándole mis avances y pidiéndole me diese
tiempo, ya que los comienzos del nuevo curso me tenían muy ocupado. Claro que
la tarea se multiplicaba, al haber regresado ya de sus vacaciones la buena de
Shirley, bastante más morena y bastante menos inclinada a mí de lo que se fue.
No sé que espíritu
malévolo metería en mi cabeza la idea de que tal vez interesase a la rosa de Galway la romántica tarea en la
que me había implicado. El caso es que, una tarde en que languidecía nuestra charla
en la cafetería, me dio por comentarle:
-
Creo
que no te he relatado un encuentro curiosísimo que tuve en Panamá con una vieja profesora puertorriqueña. Fue de
lo más curioso.
Empecé el relato y
percibí que iba concitando en mi amiga una curiosidad creciente. Al llegar a Palabras -¡canción que ella conocía,
naturalmente en inglés!-, su rostro arrebolado estaba a dos palmos del mío y,
cuando le hablé del cáncer femenino,
me pareció que una lágrima asomaba a su ojo derecho.
-
¿Qué
tipo de cáncer?, preguntó con el mayor interés.
-
No
sé…, femenino, me dijo ella.
-
Ya,
pero ¿de qué parte?: ¿mama, útero, ovarios?
-
Chica,
Shirley, no me lo aclaró y me daba corte pedirle detalles.
-
Tú
siempre tan superficial, replicó desdeñosamente. Pues ¡anda, que no hay
diferencia entre que te extirpen unas cosas u otras!
-
Ahora
que lo dices -admití-, veo que habría sido interesante aclararlo.
Al interés por la
historia, se agregó algo que me alegró mucho más vivamente. Al despedirnos en
el portal de costumbre, me susurró casi al oído:
-
La
verdad, Alfredo, no te creía tan generoso y tan…, tan sensitive[11].
Y me obsequió con
un beso que me supo a gloria.
Desde entonces,
para mal o para bien, estuvimos juntos en el afer[12].
***
Shirley no conocía
León; a mí me resultaba grato y familiar. Quiere decirse que no tardamos en
acordar una visita a dicha ciudad. La cosa prometía:
-
Podíamos
aprovechar un fin de semana -sugirió ella-. Así, además de detectives,
podríamos ser turistas.
-
Me
parece perfecto. Y mejor aún, si cogemos un fin de semana largo. Precisamente
la fiesta del 1 de noviembre cae en viernes. Si estás de acuerdo -añadí-, puedo
ir haciendo las reservas hoteleras, que son días de mucho movimiento.
-
¿Reservas?
-pregunto mi rosa, fingiendo un deje de
candidez-. Pienso que con una habitación podríamos tener suficiente.
Tan fausta ocasión
merecía un entorno a su nivel. Tan pronto llegué a casa llamé al Hostal de San Marcos[13]. Luego, adelanté a Cecilia el propósito
de trasladarme a León para avanzar en las indagaciones. A vuelta de electrones,
recibí su agradecimiento, con la oferta de compensarme por los gastos. Por lo
pronto, rehusé el reembolso, con una frase hecha, aunque bastante adecuada a la
situación: Lo hago encantado.
¡No lo sabía ella
bien!
***
Afortunadamente,
la vivienda de Enrique estaba en una de las calles del Barrio Húmedo, gracias a lo cual Shirley y yo montamos el
observatorio en una mesa de bar al lado del escaparate. De esta suerte,
mientras tomábamos muy despacio un copioso desayuno, permanecíamos ojo avizor,
por si aparecía nuestro médico. En
estas, sin previo aviso, mi irlandesa se levantó como un cohete y salió a toda
prisa del establecimiento, rumbo a las fachadas de enfrente, desapareciendo de
mi vista. Un par de minutos más tarde reapareció sonriente, con un papelito en
la mano, a guisa de trofeo. Se explicó:
-
Vi
que salía una señora y me apresuré a entrar en el portal antes de que volviera
a cerrarse la puerta. Y he aquí lo que está escrito en el casillero del doctor
López.
Figuraban tres
nombres: el de Quique, el de una
mujer -seguramente, la suya- y el de un hijo, a juzgar porque compartía los
primeros apellidos de Enrique y de la señora.
-
Me
extraña que solo hayan tenido un hijo, comenté dubitativo.
-
Con
la edad que dices que tiene -corrigió Shirley-, puede haber tenido otros que ya
no vivan con él. ¡Hasta puede tener nietos!
Era un lince
aquella chica.
Por más que
dilatásemos su ingesta, el desayuno se nos acabó, pero la emprendimos con el
periódico. Una noticia de primera plana me sugirió una posibilidad. Decía así:
Como todos los años, los leoneses visitarán
masivamente los cementerios.
Expliqué
brevemente a Shirley la razón de tal afluencia en los primeros días de
noviembre, cosa que resultó innecesaria, pues también en Irlanda celebraban de
forma parecida sus All Saints’ y All Souls’ Days el 1 y el 2 de
noviembre. Lo que ella no comprendía era mi interés por los difuntos en estos
momentos. Se lo expliqué mientras dábamos un paseo hasta la Plaza Mayor, para
hacernos unas fotos ante el Consistorio. Luego regresamos y volvimos a
apostarnos al lado de la casa, en otro bar inmediato. Le dije:
-
Van
a dar las once. Raro será que, en tal día como hoy, no salgan a misa o camino
del cementerio.
-
¿Y
qué vamos a conseguir, si es que son católicos y deciden hacerte caso?
-
Algo
querrá decir que compartan las devociones y vayan juntos a ellas, respondí.
Hasta es posible que sorprendamos algunas palabras o signos, que nos permitan
deducir algo sobre cómo son sus relaciones.
-
Por
lo menos, veremos cómo son ellos y qué gusto tienen para vestir -concedió
Shirley-. Hasta podemos sacarles unas fotos sin que se enteren.
Todo fue a pedir
de boca. Poco antes de las once, la pareja mayor, acompañada de un muchacho, salió
del portal y se encaminó a la iglesia de San Marcelo, seguida por nosotros.
Shirley, más decidida, se puso casi a su altura y, según me contó luego, solo
acertó a escuchar algunas palabras sueltas, como flores, tu madre y a ver si no nos llueve.
-
La
cosa está clara, interpreté. Cuando termine la misa, seguro que van a comprar,
o a coger de casa, flores para la tumba familiar. Previamente, recogerán a la
suegra de Enrique en su domicilio. Seguidamente, se dirigirán al cementerio,
con la preocupación de que estas nubes se pongan a desaguar pues, aunque vayan
en coche, tendrán que dejarlo en el aparcamiento del camposanto, en vista de la
aglomeración de hoy.
-
Muy
agudo, señor Holmes, pero habría
valido más que te hubieses acercado tú a nuestros amigos, que conoces el
español mucho mejor que yo. Y, ya de puestos, ¿cómo piensas que sigamos a los
López, si tenemos el coche en el aparcamiento del Hostal?
-
Queridísima
doctora Watson -respondí, con mi
mejor sonrisa- no tengo interés en conocer la tumba de la familia Valdeón. Como
mucho, me conformo con ver cómo es el ramo de flores que van a llevar los López
Valdeón a sus deudos.
Como ven, las
pesquisas estaban llegando aparentemente a su fin. Aunque la iglesia estaba
llena, ocupamos de pie un sitio desde el que se veía de cerca a Enrique y demás
familia, que siguieron la misa con respeto -la homilía, con algún bostezo- y se
dieron la paz con besos. Acabada la ceremonia, el chico, que tendría unos
dieciocho años, se despidió de sus padres y tomó la dirección de la calle de
Ordoño II, en tanto los mayores regresaron a su casa, de la que salieron con un
hermoso ramo de margaritas y crisantemos; entraron en un aparcamiento junto a
la fuente de San Marcelo y, al poco, salieron en un hermoso turismo de color
verde, que Shirley inmediatamente identificó: ¡Un Rover 75!, exclamó, como
el de mi tío Jonathan.
La tomé suavemente
del brazo y dije:
-
Acabado
el espionaje, ahora, darling, vamos
con el turismo, empezando por la Catedral.
-
Me
parece estupendo, baby, pero tenemos
que estar libres para la una y media. Te reservo una sorpresa.
-
¿De
qué se trata?
-
¡Cómo
sois los españoles de acelerados! Disfruta de la emoción del momento.
***
A la una y media
en punto, estábamos sentados a la mesa, Shirley y yo, con una agradable y
espigada pelirroja, de nombre Siobhán -como si dijéramos, Juana-. Me la
presentó con un imperceptible guiño y estas palabras:
-
Esta
es Siobhán, que está estudiando en León para enfermera.
¿Cómo demonios
habría dado con ella?; porque, desde luego, no parecían conocerse mucho. Con
todo, una buena comida, bien regada con el tinto de la tierra, anuda lazos y
desata lenguas; tanto más si el que va a pagar es quien hace las preguntas. En
realidad, fue Shirley la que llevó el grueso de la conversación, usando incluso
del inglés en ocasiones, para facilitar la elocución de su compatriota.
Tampoco fue mucho
lo que Siobhán pudo decirnos de su profesor de Pediatría. Lo definió como un
señor más severo que agradable, preciso y al día en sus clases, muy entregado en
las prácticas. De su vida privada poco podía decirnos: sabía que era casado y
con hijos -precisamente uno de ellos estaba ejerciendo de médico residente en
el Hospital leonés, en Traumatología-. No había oído nada escandaloso acerca del doctor López quien, por otra parte, le
parecía demasiado serio como para propiciar el acercamiento, siquiera amistoso,
de sus alumnas. En cuanto a su actitud dentro del Hospital, teniendo que tratar
con niños, era lógico que se mostrase más receptivo y cariñoso; en cualquier
caso, en plan profesional.
Acabamos de comer
y, tras un paseo por la orilla del Bernesga hasta Papalaguinda, nos despedimos
de Siobhán y emprendimos el regreso. Yo estaba asombrado y preocupado a la vez:
-
¿De
qué conocías a esa chica? ¡Ya es casualidad que una irlandesa esté estudiando
Enfermería en León y con el doctor López como profesor!
-
Pura
curiosidad -me contestó Shirley-. En mi residencia universitaria pregunté si
alguien conocía a algún estudiante de Enfermería de León y una inglesa me dijo
que había coincidido en un vuelo de Air
Lingus con una chica de Dublín que venía a estudiar el tercer curso de
enfermera a una ciudad llamada León. A la inglesa le hizo gracia el nombre del
lugar y, por eso, recordaba el encuentro. De ahí, a localizar a Siobhán y
planear la entrevista, ha habido un suspiro.
-
¿Y
cómo justificaste el interés por el doctor López?
-
Muy
sencillo: le dije que tú eras un detective privado que le estabas haciendo un
seguimiento por cuenta de su mujer.
Debí de poner tal
cara de espanto, que Shirley rompió a reír a carcajadas. Entre una y otra,
apenas acertaba a decir es broma, es
broma, pero ya no sabía a qué atenerme. Finalmente, recuperó la formalidad
y me dijo, tan tranquila:
-
Le
conté la verdad, aunque sin entrar en detalles. Es lo mejor que puede hacerse.
Con sinceridad, una va a todas partes. Fíjate que le pareció, incluso,
divertido y romántico.
-
No
lo dudo, pero figúrate si lo comenta con alguien de su confianza que, a su vez,
se lo cuenta a no se quién, que acaba yendo con el cuento a Enrique. Le
faltaría tiempo al Doctor para atar cabos y dar con la identidad de quien nos
ha confiado esta gestión, que se supone tenía que ser secreta.
-
¡Qué
tonto eres! No hay cosa que más les guste a los hombres que las argucias de las
damas para acercarse a ellos. Si llega a saberlo, se envanecerá y crecerá su
amor propio. Y, a fin de cuentas, estando tan lejos en el espacio y en el
tiempo, si tiene el corazón ocupado y es feliz, lo tomará a broma o, como aprendí
el otro día, a beneficio de inventario.
-
¿No
has oído también la famosa frase quien
evita la tentación, evita el pecado?
-
¡Bah!,
ese es un programa para débiles y aburridos.
No quise seguir el
derrotero de una probable discusión. La acaricié el cabello y sugerí que nos
llegásemos a San Isidoro. Shirley preguntó:
-
Entonces,
¿qué vamos a hacer con la profesora
de Puerto Rico? Me apena que ella lo esté pasando mal, mientras nosotros
estamos tan a gusto, en parte gracias a ella.
-
Mi
querida tentadora, supongo que, si ha esperado más de treinta años, no le
importarán dos días más. Disfrutemos de este maravilloso fin de semana y el
lunes decidiremos.
***
Me había quedado
clavado en la mente aquel plural empleado por Shirley, acerca de la decisión a
tomar en el caso Amelia. No es que
dudara de su perspicacia femenina, ni que no mereciera ser tenida en cuenta en
vista de lo que me había ayudado. Por otra parte, un sexto sentido me avisaba
de que, de llevarle la contraria, podría peligrar nuestra incipiente relación.
Las dudas me estropearon un poco aquellos días de vino y rosas. Finalmente hice
lo que casi siempre en mi vida, cuando se me atraviesa un problema: decidir
demasiado tajante y demasiado pronto. Vamos, quitármelo de en medio y tranquilizarme.
El mismo lunes, 4
de noviembre, al terminar las clases matinales, me fui para el despacho y envié
a Amelia un correo, en el que presentaba a su antiguo amor como un hombre
maduro, con un matrimonio bien consolidado, tres hijos -uno de ellos,
dependiente por bastantes años- y a punto de ser abuelo -hipótesis plausible
pero, por supuesto, no probada-. Le manifestaba que no veía posible ampliar las
indagaciones y, por si mi consejo servía de ayuda, le transmitía mi opinión de
que valía más dejar, por ahora, que
el pasado fuera solo recuerdo.
Se ve que no soy
yo solo el aficionado a las decisiones rápidas y unilaterales. Esa misma tarde
quedé con Shirley, dispuesto a no decirle, por
ahora, ni pío del e-mail mañanero.
Pero ella estaba radiante y, apenas pedimos los cafés, me lanzó:
-
Si
te digo lo que he hecho esta mañana, te vas a desmayar.
Con semejante
preámbulo, el susto ya no me provocó ningún vahído, pero sí una gran alarma.
Resultó que, en uno de esos artilugios que entonces empezaban a generalizarse,
llamados pen drive o memoria
portátil, había grabado Palabras y Palabras de amor y se lo había mandado
al doctor López, con una nota que decía algo así:
Si todavía recuerdas estas canciones y te
emociona escucharlas, dímelo cuanto antes a la siguiente dirección:
Departamento de Español.- Universidad de Puerto Rico.- Ponce.
-
¿Qué
te parece?, preguntó, toda sonriente.
-
Pues
me parece fatal -exploté-. Precisamente esta misma mañana he escrito a Amelia
diciéndole que las cosas no pintaban bien para ella y que yo no podía hacer
nada más. Figúrate, si el tal Quique le escribe, cómo voy a quedar yo.
De la sonrisa,
Shirley pasó con toda brusquedad al enfado:
-
Así
que, sin decirme nada, ya tomaste la decisión y has hecho lo que te ha venido
en gana… Se ve que yo no cuento para ti; que mi interés y cooperación no valen
nada. Haces y deshaces a tu antojo y a mí que me parta un rayo.
De buena gana le
habría respondido que el encargo era solo mío y ella, una entremetida que había
pasado, de colaborar, a intervenir sin previo aviso. Pero estaban muy próximos
los tres maravillosos días que habíamos pasado juntos. Callé y dejé que amainara
la tormenta. Desgraciadamente, no dejó de tronar y aquella tarde fue la última
de nuestra relación. Y conste que -escarmentado en cabeza ajena- insistí en ocasiones
sucesivas con Shirley hasta que, casi literalmente, me mandó a paseo. Tal vez
algún día reciba, procedente de Galway un pen
drive con Oh, Danny boy y The last rose of summer[14].
Si fuera hoy, la contestaría cariñosamente a vuelta de correo.
No sucedió otro
tanto con Enrique. Aunque me vi obligado a informar a Amelia de la intentona
del pen drive, como si hubiese sido idea
mía, la cosa finalmente no dio resultado. De todas formas, la catedrática me
agradeció vivamente el esfuerzo, aunque ya suponía ella que habría de resultar
baldío. Me lo aclaró:
Las canciones que le grabaste para mí lo
son todo, pero no formaron parte de mi vida junto a él. Nuestra canción
favorita era entonces Concierto para enamorados, cantada por Karina[15].
Anda, que si llega
a enterarse Shirley…
4. De la comedia a la tragedia media un instante
Pasaron dos años.
Shirley se me perdió entre las brumas de Irlanda y yo saqué la Cátedra de
Lengua Española y sus Literaturas en la Universidad de Oviedo. La verdad es que
me vino estupendamente para ello el fracaso sentimental, pues me volqué como
nunca en el estudio y las publicaciones. Con todo, andaba sudando tinta para
sacar adelante mi primer curso como máximo
docente, cuando me encontré con un encarguito
que dejaba chico el de Amelia, años atrás. La Ministra de Educación[16]
me nombraba instructor de un expediente disciplinario a un compañero de León.
Parece ser que los colegas leoneses se habían abstenido masivamente, por
supuestas razones de amistad con el denunciado, tocándome a mí la china, como
catedrático más moderno de la Universidad más próxima. En fin, lo comenté en el
café y uno de los contertulios, magistrado de lo Contencioso, me tranquilizó:
-
No
te apures, Alfredo, que yo te echaré una mano, bajo cuerda. Cuando te llegue el
pliego de cargos, hablamos.
La cosa resultó
peliaguda. Una alumna de diecinueve años había mantenido relaciones sexuales
con su profesor, de resultas de las cuales había quedado embarazada. Mi mentor
aclaró los términos de la futura investigación:
-
Siendo
mayor de edad, al profesor solo puede alcanzarle cierta responsabilidad
administrativa, si la relación ha tenido algo
que ver con la docencia. No sé, cosas como haber mantenido la relación en
el despacho del catedrático; haberla amenazado con el suspenso, de no aceptar
sus requerimientos; algo así.
-
Ya
veo: comprobar si el acoso y derribo ha
supuesto algún abuso o amenaza por parte del profesor.
-
Eso
mismo. Y, como perro viejo, yo te recomiendo que aclares a la chica que la vía
disciplinaria no comporta ninguna pena de cárcel, ni tampoco indemnización. Si
se fuese con la denuncia a lo criminal, el expediente que instruyes quedaría en
suspenso y la instrucción correría a cargo de los jueces penales.
-
Eso
no voy a hacerlo -repliqué muy en mis puntos-. La alumna tiene abogado, que ya
habrá sopesado los argumentos para ir a un órgano o a otro. Mejor para el
compañero, si la cosa queda solo en
una sanción administrativa.
No crean que esta
última reticencia era únicamente fruto de mi piedad. Es que, a esas alturas, ya
me constaba la identidad del expedientado: el profesor titular de la Escuela
Universitaria de Enfermería de León, don Enrique López Rodríguez.
***
Había terminado de tomar declaración al doctor
López en el Rectorado de León, en presencia de su abogado, el secretario del
expediente y la administrativa de turno. Como es natural, Quique había negado cualquier presión o engaño de su parte como
causa de que la alumna aceptara la relación con él. ¿El embarazo? A saber quién
era el padre. ¿El lugar de las relaciones? Desde luego, fuera de la
Universidad. ¿Cuántas veces? En tres ocasiones.
Para sorpresa del
resto, cuando ya habíamos firmado y nos poníamos de pie, dije:
-
Don
Enrique, ¿quiere quedarse un momento, por favor? Lo que vamos a hablar no
tiene, desde luego, nada que ver con el expediente.
Salieron todos,
menos el profesor López. Volvimos a sentarnos, pero esta vez en sendas sillas
del mismo lado de la mesa de despacho. Mi entrada
fue como para sorprenderle:
-
Le
he pedido que se quedase porque le traigo saludos de una amiga común: Doña
Amelia Cascajares.
Enrique quedó
petrificado. Seguro que era la última persona en quien pensaba como remitente de recuerdos para su persona.
Pronto se repuso y dijo:
-
¡Ah,
sí! Nos conocemos de Salamanca, cuando éramos mozos. Hace que no la veo… un
montón de años.
-
Pues
ella lo recuerda muy bien. ¡Pobre mujer, lo mal que le ha ido por allá!; en lo personal, quiero decir.
Y, de manera
sucinta, le expuse todo lo que de sí misma me había relatado Amelia,
obviando -naturalmente- lo relativo a la persistencia de su interés por Quique. No obstante, este adivinó que yo
lo sabía casi todo de sus amores adolescentes y confesó:
-
No
se crea que, fuera del cáncer, en lo demás estoy a la par de ella, ahora que se
me ha venido el mundo encima, cumplidos los cincuenta.
De pe a pa, por
desahogo o para darme lástima, me refirió que el desliz con la alumna le iba a
costar el divorcio de su mujer y la indignación de los hijos, que casi no le
hablaban.
-
Y
León se me ha vuelto inhabitable. Dése cuenta de que yo soy un forastero, sin
parientes ni amigos propios; todo lo contrario de mi esposa, que vive aquí de
siempre y pertenece a una familia adinerada y de arraigo en la provincia. Pase
lo que pase con este nefasto expediente, ya tengo decidido pedir la excedencia
en la Escuela de Enfermería y el traslado a otro Hospital, lo suficientemente
lejos de esta tierra.
-
¿No
sería posible llegar a algún acuerdo con la alumna?, pregunté osadamente.
-
Imposible.
Entre nosotros, le diré es muy probable que la
criatura sea mía -en todo caso, el ADN dirá- y su madre, enamorada de mí,
olvidando que puedo ser casi su abuelo, me ha dicho que no acepta otra solución
que la de que me divorcie, nos casemos y reconozca al niño. Así que la lógica
postura de mi mujer no hace sino colocarme a los pies de Valentina, al ponerle
en bandeja un nuevo matrimonio con el divorcio del anterior.
-
Pues
sí que… -es cuanto acerté a decir-.
La charla se había
alargado y me preocupaba que el abogado y los demás que esperaban fuera
empezasen a sospechar que le estaba haciendo a Enrique un tercer grado, al margen de cualquier control. Sin embargo, él no
acababa de levantarse, como si quisiera añadir algo más. Por fin, se decidió:
-
¡Cuánto
mejor me habría ido con Amelia! Ya de chiquilla, tenía mucho carácter, pero
éramos uña y carne. De no haber sido por su familia y sus amigas, que la
malmetieron, podríamos haber superado la ausencia y…
-
Bueno,
creo que también usted colaboró, no haciendo ningún esfuerzo por volver y
hacerse perdonar.
-
¿Perdonar…,
lo qué? Pero, en fin, con reproches y lamentaciones no se logra otra cosa que
tristeza y culpa. No vaya a pensar que no la he añorado antes, pues las cosas
con mi mujer hace mucho que no iban bien, pero, ni sabía por dónde andaba ella,
ni, mucho menos, lo mal que le iba. Si llego a saberlo…, creo que la habría ido
a buscar.
Ante tamaña
confidencia, no puede menos que descubrir todo el pastel:
-
Una
amiga mía, a quien le conté lo más superficial de la historia, creo que le
gastó una broma y le mandó un lápiz de memoria con un par de canciones…
-
¡Ah,
sí! A mí me olió a broma o a tomadura de pelo. ¡Si hasta venía con una carta plagada
de faltas de ortografía y de redacción!
-
No
me extraña nada: es extranjera…, polaca, por más señas -había que ocultar la
identidad de la pecadora, ya que yo
había confesado su pecado-. Pero, en cualquier caso, ¿no le llamó la atención
que las dos canciones que le envió hicieran referencia tan directa a amores
rotos, deseos de volver y cariños a los que no se ha vuelto a ver?
-
Cada
cual tiene sus canciones favoritas. Amelia y yo nos emocionábamos mucho con una
de Karina, que bailamos en nuestro
primer encuentro, en una boîte, como
decíamos entonces[17].
-
Concierto para enamorados -puntualicé-. No me parece muy
adecuada para llorar rupturas y desencuentros.
-
Para
eso que usted dice, yo tengo también una música particular: el Perdóname, del Dúo Dinámico[18].
-
Tampoco
habría sido mala, aunque sí más ligera, Y
volvamos al amor[19].
Aquello estaba
tomando la apariencia de una disertación sobre música pop entre dos carrozas[20]. Me levanté, le estreché la mano y,
olvidando por un momento mi severa condición de instructor de un expediente
sancionador, le sonreí y deseé suerte. Como suele decirse, lo cortés no quita
lo valiente.
***
El expediente
disciplinario siguió su curso, que para mí terminó cuando lo mandé al
Ministerio con una propuesta de archivo, por entender que Enrique no había
usado de malas artes académicas para tener relaciones con aquella alumna, mayor
de edad. Pero el fin del proceso administrativo no supuso la terminación de mis
inquietudes como cónsul de Amelia en
España. Una y otra vez, volvía al hecho de que, aun con la mejor voluntad,
había equivocado los síntomas familiares y afectivos de Quique, en perjuicio de los deseos y sentimientos de la Profesora
puertorriqueña. Y ¡qué mejor momento que este, para que intentasen volver al amor, como impetraba la chica
de aquella canción!
Llegaron las
vacaciones de verano y mi cabeza seguía dando vueltas al mismo problema, que
también empezaba a abrirse paso en mis sueños, haciéndome despertar entre la
angustia y el sentimiento de culpa. Así pues, estaba maduro para tomar una
decisión. Y en esto que, de la forma más inesperada, lo vi.
Fue ante la
fachada del teatro Campoamor. En el
primer momento dudé de que fuese él: No esperaba verlo en mi actual ciudad.
Pero también se percató de mi presencia y se me acercó muy ceremonioso:
-
¡Qué
ganas tenía de encontrarme con usted! -dijo-. Tengo pendiente darle las gracias
por su resolución de mi expediente.
-
Era
la procedente -respondí-, y así lo entendió el Ministerio confirmando el
criterio de archivarlo.
-
Sí,
sí, pero en esta época de feminismo rampante no todos se atreven a dar la razón
a un hombre, y profesor para más inri.
Yo creí que
habíamos acabado e iba a despedirme, cuando Enrique me invitó:
-
¿Hace
un café?... No se me disculpe, que preciso hablarle de un asunto un poco
peliagudo.
No tuve más
remedio que aceptar. Una vez sentados en la cafetería, me explicó. En resumen:
Se había trasladado voluntariamente al hospital de Avilés, perdiendo categoría,
visto que ya nada bueno lo ligaba a León; pero lo perseguía la alumna, con sus
obsesivos requerimientos amorosos. Comoquiera que él siguiera terne en no
casarse con ella, la chica le había planteado una demanda de reconocimiento de
paternidad de la hijita que la tal Valentina había tenido. Como él ya esperaba,
las pruebas biológicas fueron positivas y aquí
me tiene, pagando pensión de divorcio, la de alimentos de mi hijo más pequeño y
la de esa niña. Y, con todo, Valentina seguía visitándolo inesperadamente
en los sitios y momentos menos propicios, para -según él- dejarlo en evidencia
o en ridículo.
El tiempo corría y
yo empezaba a estar un poco harto de ser víctima
de aquel desahogo; de modo que decidí cortarlo:
-
En
fin, Enrique, quien más, quien menos tiene sus problemas; y me va a perdonar,
que he quedado con unos colegas.
-
Tiene
razón, estoy dándole un rollo tremendo y, total, para no haberle planteado lo
que quería pedirle.
-
Pues
usted dirá, pero con brevedad, se lo ruego.
-
En
mis circunstancias, había decidido dar un nuevo rumbo a mi vida, ya me
entiende.
-
Creo
que vislumbro adónde quiere llegar pero mejor será que se explique.
-
Me
refiero a Amelia. Si ella estuviera dispuesta a mantener el ofrecimiento del
que le habló, años atrás…
-
Pues
no lo sé. ¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Si lo desea, puedo
facilitarle su cuenta de correo electrónico.
-
Hace
unos años, no solo le habría aceptado la idea, sino que yo mismo habría volado
a Puerto Rico para ponerme de rodillas ante ella y pedirle que volviera a
aceptarme. Pero ahora, en mis lamentables circunstancias, se me cae la cara de
vergüenza solo de pensarlo.
-
¿Entonces
que variaría por el hecho de que hiciese yo de intermediario?
-
Podría
decirle que me ha encontrado casualmente por Valladolid y exponerle mi
situación actual. Solo eso. Y que ella decidiera espontáneamente entrar en
contacto conmigo, o no.
-
Vamos,
que yo tome la iniciativa, mientras usted permanece en la sombra.
-
Comprendo
que se sienta molesto pero, a fin de cuentas, fue usted quien abrió la caja de
Pandora, explicándome los sentimientos y los sufrimientos de Amelia.
-
Me
lo voy a pensar -concluí-. No le prometo nada y le ruego que no me pregunte por
este tema, por lo menos, hasta finales de año. Necesito tranquilidad y tiempo.
***
No aguardé a la
Navidad, sino que escribí a Amelia a principios de agosto, cuando comenzaba en
su isla el año académico, según tenía entendido. Cansado de andar con medias
verdades y paños calientes, le contaba de cabo a rabo todo lo que me había
referido Enrique en la cafetería, y que ustedes también conocen. Por si acaso,
terminé con esta frase, de todo punto innecesaria:
Te escribo todo esto, no porque entienda que
te conviene aceptar la proposición indirecta de tu antiguo amor, sino porque me
gusta llevar a término las gestiones que se me encomiendan. Si ese término es,
o no, un buen fin, es cosa que tú, mi gentil mandante, habrás de valorar.
La respuesta me
llegó, cosa de un mes más tarde, de manos de alguien que ya conocía:
Muy estimado doctor:
Me veo en la precisión de contestar su
correo del pasado 20 de agosto por encargo del Director del Departamento de
Español, ante el doloroso fallecimiento de nuestra querida doña Amelia, que
falleció el pasado 13 de mayo, recién cumplidos los cincuenta y dos años de
edad.
La versión oficial es que el deceso se
produjo por efecto del cáncer que padecía, pero eso es una verdad a medias que,
dada la confianza con usted y el tenor de su correo, no quiero transmitirle. Lo
cierto es que la reciente recidiva de la enfermedad le había producido
considerables dolores y una depresión psíquica, que la llevaron a administrarse
una sobredosis de los medicamentos recetados para aliviar las molestias y
conciliar el sueño. Fue víctima de ese exceso medicamentoso como nuestra
querida Profesora falleció.
No puedo ni quiero presumir que la soledad
en que se había encerrado últimamente contribuyera a su decisión pero tampoco
le voy a ocultar mi tristeza por el hecho de que su misiva llegase demasiado
tarde. Tal vez confortada por el cariño del doctor López y con el objetivo
vital de hacerlo menos desdichado de lo que lo era, doña Amelia habría
recobrado nuevos bríos y ganas de vivir, para enfrentarse al dolor y luchar
contra su enfermedad.
Lo recuerda siempre con mucho cariño,
María de la Providencia Céspedes.
Posdata. La desaparición de mi maestra y
mentora me ha dejado aquí huérfana de apoyo académico y de afecto. ¿No habría
en su Facultad algún trabajo o colocación para mí, por modesta que fuese? Estoy
segura de poder serle útil y de que, a su lado, seguiría con dedicación y
acierto mi carrera universitaria. Espero con gran emoción su respuesta.
***
Voy a poner fin a
este verídico relato preguntándoles, una vez más, ¿qué habrían hecho ustedes?
Es probable que todo lo contrario de lo que hice yo. Veámoslo.
Para empezar,
contesté a María de la Providencia. La posdata de su correo, por decirlo
coloquialmente, me había escamado. La
verdad, no tenía nada que ofrecerle desde el punto de vista profesional y, en otro orden de cosas, la joven me había parecido
agradable y simpática, pero no como para asumir el compromiso de hacerla venir
del otro lado del océano para tomarla a mi cuidado.
En último extremo, si tanto le repelía el Ponce post Amelia Cascajares y
tan gran interés tenía en mi pobre persona, que se la jugara motu proprio y diera el salto sin red,
como quien dice. De modo que le contesté:
… En lo tocante a colocación en mi Facultad,
he de decirle (noten que la trataba de usted, como ella había hecho) que, por lo que me indican los veteranos en
ella, hace muchos años que no hay colocación para extranjeros que no
pertenezcan a la Unión Europea, ni hayan obtenido el status de refugiados. Y,
por lo que hace a otros trabajos, yo soy nuevo en esta ciudad de Oviedo y
carezco de influencias para conseguirle ninguna colocación…
En previsión de
que, más adelante, pudiera interesarle el dato a Enrique, pregunté a mi
corresponsal por el lugar del último descanso de Amelia. Providencia me
respondió:
La Profesora no dejó nada ordenado. Según
eso, fue su hermano -que vino desde España a su funeral- quien indicó que se la
incinerase y llevó las cenizas consigo. Supongo que las habrá colocado en un
nicho del cementerio de Salamanca, su ciudad natal y actual domicilio de los
padres de doña Amelia.
Con todos estos
datos, y no deseando dar personalmente la información a Enrique, le envié una
carta al hospital de Avilés, exponiéndole todo lo sucedido con Amelia, salvo el
suicidio como causa de su muerte, que yo achaqué directamente al cáncer.
Después de todo, ¿quién puede asegurar que Amelia muriese por propia voluntad y
no por confundirse en la dosis de sus medicinas?
Contra lo que yo
me temía, el doctor López dio por suficiente mi informe y, ni me llamó para
ampliarlo, ni tampoco -todo hay que decirlo- me dio las gracias por la
deferencia. En cierto modo, su mensaje, última noticia que de él tuve, me llegó
a través del periódico La Voz de Avilés
que, mes y medio después, traía la siguiente noticia:
Un médico de Avilés se
suicida en Salamanca
Nuestro colega en la información, la Gaceta Regional de Salamanca, informaba ayer del trágico fallecimiento
en el cementerio de aquella ciudad castellana del médico pediatra del Hospital
“San Agustín” de esta villa, don Enrique López Rodríguez quien, aunque llevaba
poco tiempo entre nosotros, se había ganado el aprecio de sus pacientes y
compañeros.
Al parecer, el doctor López había
solicitado una excedencia por motivos de salud, que aprovechó para trasladarse
hasta Salamanca, de donde era natural, y allí puso fin a su vida anteanoche,
cortándose las venas de las muñecas con un bisturí.
La Dirección del Hospital donde trabajaba
el finado ha manifestado a este diario su consternación por lo sucedido, siendo
su propósito celebrar una misa por su eterno descanso, de cuyas circunstancias
se avisará oportunamente.
Si el autor de
este relato se dejara llevar de rumores y habladurías, estaría pronto a
aseverar que el doctor López Rodríguez se dio muerte al pie del columbario
donde reposaban los restos de Amelia Cascajares, buscando reencontrarse para
siempre con ella en el Más Allá.
[1] Luego
esta primera parte del relato se desarrolla durante el año 2002.
[2] Juego de
palabras basado en la existencia de una variedad de rosa de ese nombre y en el
hecho de que Shirley había nacido en ese condado de Irlanda.
[3]
La Universidad de Panamá, fundada en 1935, es generalmente conocida en el País
con el apelativo de La Nacional, al ser de titularidad estatal, a
diferencia de otras varias que radican en dicha República. Su lema es Hacia la Luz.
[4]
Por muy profesora de Español que fuera, Amelia se despachó con este anglicismo,
que la Real Academia Española aconseja traducir como desfase horario.
[5] Por
descontado, Casablanca (Michael
Curtiz, 1942).
[6]
La original inglesa se titula Words,
original y popularizada por el conjunto The
Bee Gees, grabada como single en
1967. La versión en español que se recoge en el relato fue grabada por la
cantante Rosalía (Rosalía Garrido
Muñoz) en 1968.
[7]
La original catalana (Paraules d’amor)
tiene como autor y popularizador a Joan Manuel Serrat, y data de 1968. La
versión más conocida en castellano (a la que corresponde la letra recogida en
el cuento) fue cantada por Amaya Uranga en 1986, con el título de Palabras de amor.
[9]
Y la he cumplido, incluso ahora, pues este relato es completamente verídico,
pero con las debidas y mínimas alteraciones para que sus protagonistas no
puedan ser identificados.
[12]
Equivalente español del affaire francés
o del inglés affair, traducible por asunto. Seguramente, el autor quiso
seguir la pauta marcada por Shirley con su sensitive.
[14]
Famosísimas canciones del folklore irlandés.
[15]
Inspirada en un minueto de J.S. Bach dedicado a su hija Ana Magdalena, fue
compuesta en 1965 por Sandy Linzer y Denny Randell y popularizada en inglés por
el trío femenino, The toys. En
español, la inmortalizó en 1966 la cantante Karina,
tal y como recordaba la catedrática, Amelia Cascajares.
[16]
Por las fechas, es casi seguro que fuera María Jesús San Segundo, que ejerció
dicho cargo entre abril de 2004 y el mismo mes de 2006.
[17] Dicha
palabra francesa fue pronto sustituida en el español común por discoteca.
[18]
Compuesta por dicho Dúo, que la estrenó en 1962.
[19] Canción
de 1964, popularizada por la actriz y vocalista francesa, Marie Laforêt.
[20]
Sustantivo que, hacia la época del relato, tomó la acepción de persona mayor de
costumbres anticuadas.
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