Caminos de amor y de
muerte/Maitasun eta heriotzaren bideak
Por Federico Bello
Landrove
En el duro ambiente de un país azotado por
el terrorismo, una pareja intenta que su cariño venza al tiempo y de seguir
caminos de amor, no de muerte. ¿Podrán conseguirlo? No lo desvelaré por ahora,
pero sí aclaro que el ambiente y los escenarios son reales, en tanto los personajes
son, por principio, imaginarios.
1. El guardaespaldas
Hace unos meses,
me comunicaron el fallecimiento de don Fernando de la Nava. Hacía tantos años
que no lo veía, que me pareció normal su muerte. Luego, hablando con unos y con
otros, me he informado de que acababa de cumplir, solamente, setenta años y de que había pedido continuación
profesional por otros dos años más. Un cáncer de páncreas puso rápido fin a sus
propósitos.
Lo conocí en 1990,
cuando yo formaba parte de la unidad policial adscrita a la Fiscalía Antidroga
nacional, con sede en Madrid. Un par de años antes, en el curso de una
operación en un polígono industrial de Móstoles, traficantes colombianos me
habían metido dos balas en el cuerpo. Las secuelas -discreta cojera y unas
digestiones fastidiadas- me habrían permitido solicitar un puesto de oficina,
pero tenía solo treinta años y se me hacía duro convertirme en un burócrata.
Solicité, pues, un destino intermedio, no alejado del ambiente en que hasta
entonces me había movido. El comisario Vidriales me lo ofreció:
-
¿Qué
tal servir de conductor y escolta a uno de los fiscales antidroga?
-
No
está mal. Si Su Señoría no pone inconvenientes a que le proteja un cojo…
Su Señoría, no solo no protestó, sino
que tuvo un rasgo de humor, que el comisario no pudo menos que contarme:
-
Me
parece perfecto, dijo. A mis años, bueno será que me vaya haciendo a ir más
despacio.
Fue el primer
punto a favor de don Fernando en la libreta de mi consideración; y eso que
todavía era para mí un sujeto prácticamente desconocido.
***
A juzgar por la
edad que tenía al morir, mi protegido andaría en aquel entonces por los
cuarenta años. No hacía mucho que se había incorporado a la Antidroga de la
Audiencia Nacional, procedente de Galicia. Quiere decirse que no me ofrecía
muchas dudas lo primero que me contaron de él:
-
Figúrate
la experiencia que tiene, con una década de trabajo en Pontevedra.
-
Ya
veo. Milagro que ha vuelto a pedir una plaza de la misma naturaleza.
- Estaba
muy amenazado en Galicia. Ha debido de agarrarse a lo primero que le han
ofrecido en Madrid.
Lo siguiente que
supe de él me habría puesto sobre aviso, de haber seguido ejerciendo como
policía testigo ante los tribunales:
-
Dicen
que conoce como nadie los intríngulis legales; hasta tal punto, que lo han
dispensado del trabajo de investigación y lo reservan para actuar en los
juicios.
-
Eso
es bueno, ¿no? ¡Cuánto trabajo se pierde por no atar bien los cabos, con
abogados tan preparados y acusados tan escurridizos!
- Ya,
pero en ocasiones se pasa. No sabes la de veces que nos llama a su despacho
para aclarar cosas y apretarnos las clavijas. ¡Es peor que los propios
defensores!
Y la tercera
noticia que tuve de él fue cuando, ya designado para servirle de chófer y
guardaespaldas, me entrevisté con el compañero que lo había sido antes, para
tener una idea previa de en dónde me iba a meter:
-
Lo
vas a tener fácil -comentó mi colega-. Tiene una vida muy tranquila y apenas
sale, no siendo un sábado al mes para visitar a sus padres en Castellar. Eso
sí, vas a llevarte una sorpresa con una de sus escasísimas visitas.
-
¿De
qué se trata? ¿Quién es?
-
Si
te lo digo, ya no será una sorpresa. Solo te adelanto, para que no te inquietes,
que no supone ningún peligro para él…, aparentemente, al menos.
La risotada con
que acompañó estas últimas palabras me tranquilizó.
***
En mi memoria, el
recuerdo de la visitante sorpresa se mezcla con el comentario que hizo don
Fernando en mi presencia, mientras esperaba, tomando un café en la cocina, a
que él terminara su fuerte y variado desayuno. Habíamos establecido la rutina
de que, como no tenía hora fija para ir al trabajo, yo subiría a su casa todos
los días, a eso de las ocho y media, y me tomaría una infusión mientras lo
esperaba. A cambio, acostumbraba a llevarle el par de diarios de la mañana que
más le gustaban. Yo hojeaba el ABC mientras
él hacía lo propio con El País.
Luego, dejábamos en casa los dos periódicos hasta que, de regreso a aquella, yo
me llevaba el que no había leído y le dejaba el otro para leer durante la
tarde. El caso es que un día se le escapó una exclamación, lo que en él no era
nada habitual. Me sobresalté y se sintió obligado a explicarse:
-
¡Este
Ministro! Todo lo que tiene de buena persona, lo tiene de bocazas.
Se trataba de la
explicación que el titular de Justicia había dado para la recién estrenada
política penitenciaria de dispersión de
los terroristas de ETA.
-
¡Cuidado
que podría haber dado razones técnicas para ello, pero no! Tenía que argumentar
con el objetivo de presionar sobre los presos para que dejen de seguir las
consignas de ETA y se acojan a los beneficios penitenciarios.
-
¿Y
no es lógico que se haga eso?, pregunté extrañado.
-
Lógico,
tal vez sí -me contestó-, pero legalmente es muy discutible, tanto con nuestra
normativa penitenciaria, como para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Por aquel
entonces, la cosa quedó así. Si me acuerdo con detalle, quizá sea porque don
Fernando me preguntó:
-
¿Te
importa que recorte la noticia y me quede con ella?
Esa misma mañana,
camino de la Audiencia Nacional, mi Fiscal
volvió a la carga, como si hablara consigo mismo:
-
Hace
falta ser tan lerdos como malos políticos. ¿De cuándo acá hay que explicar las
razones de la dispersión de delincuentes organizados? ¡Lo que habría que
justificar, y bien clarito, es el motivo por el que hasta ahora se los tenía
juntos a cientos, en dos o tres cárceles muy alejadas de sus anteriores
domicilios!
Dicho queda. Y no
lo olviden ustedes pues tendrá mucha importancia para lo que vendrá luego.
2. Un fiscal sospechoso
Cuando don
Fernando tenía la visita, me lo daba
a entender de la siguiente forma:
-
Ángel,
el día … no subas a casa. Bajaré para ir al trabajo a eso de las …
Era una cautela
que solo observaba en estos casos, pero no cuando recibía a algún familiar, de
los pocos que pernoctaban en su domicilio.
No era muy
hablador, pero el roce genera confianza y, a veces, hasta confidencias. El caso
es que, tal vez por la cantidad de compañeros míos que caían, se sintió
obligado a explicarse brevemente:
-
No
vayas a creer que la he conocido hace cuatro días en la Audiencia. Es una
amistad de más de veinte años. Figúrate, no había cumplido yo los veinte y ella
era una mocita de colegio.
Yo pensaba que ya
era casualidad encontrarse por razones profesionales, tantos años después.
También pensaba otras cosas, como qué vería en aquella abogada de colmillo
retorcido, menuda, vivaracha y -en mi opinión- algo descuidada de apariencia.
Eso, hasta que una tarde, recién partida la letrada para su tierra, acerté a
ver una fotografía sobre la mesa baja del salón, en la que una encantadora muchachita,
casi niña, en traje de ballet, ensayaba un sencillo arabesco. ¡Cómo cambiamos
con el tiempo! Apenas la habría reconocido, a no ser por la leyenda en vasco al
pie: Fagoaga Ballet Taldean, 1960ko hamarkada[1]. Bueno, por eso y porque, al día
siguiente, don Fernando había guardado ya el retrato.
***
Pasó
aproximadamente un año, sin novedades dignas de mención. No obstante, un día de
la primavera de 1991, el comisario Vidriales me convocó en su despacho. Cuando
llegué, me presentó a un inspector de la brigada antiterrorista. Por la cara de
circunstancias de mi jefe, intuí que me iba a plantear lo que se llama una embajada. En efecto, así fue:
-
Ángel,
aquí el inspector Bermúdez me dice que están muy preocupados por la actitud de tu fiscal y ha venido a pedirnos ayuda.
-
Bueno
-protesté-, yo creo que con protegerlo de los traficantes y de los cárteles ya
tengo suficiente, como para dedicarme además a los etarras.
-
No
me has entendido -replicó Vidriales-. No se trata de que nosotros lo protejamos
a él, sino de que nosotros nos protejamos
de él.
Me quedé patidifuso.
Bermúdez hizo una seña, como pidiendo licencia para intervenir, y me resumió la
situación:
-
Verás,
compañero, como ya sabes, de la Nava mantiene una relación muy… estrecha con la
famosa abogada Esnaola, quien está a
partir un piñón con los etarras. Y mucho nos tememos que le ande pasando
información sobre nuestras operaciones, que a su vez pueda obtener de sus
colegas de la Audiencia Nacional.
No pude menos de
indignarme, tanto por lo improbable de la sospecha, como por basarla en tan
leves fundamentos:
-
¡Eso
es una canallada!, exclamé. La abogada y él son amigos desde hace un montón de
años y el hecho de que, de vez en cuando, se vayan a la cama, no impide que de
la Nava sea un buen fiscal y un hombre decente.
Bermúdez recogió
velas. Era una mera hipótesis, cierto, pero lo suficientemente grave como para
tomar precauciones y cerciorarse del tema a fondo:
-
No
quiero imaginar -concluyó- que le ande pasando a sabiendas información
sensible, como para preparar un atentado, por ejemplo; pero sí que podría
sentir simpatía, o lástima, por algunos terroristas y echarles una mano por
conducto de su amiguita.
Vidriales decidió
abreviar y cortó la discusión. Despidió ceremoniosamente a Bermúdez, diciéndole
que continuaría la conversación solo conmigo y que informaría a su jefe de lo
que acordásemos. Al quedarnos solos, se echó a reír y me aclaró el porqué de su
hilaridad:
-
¡Pues
anda que si te llega a decir lo que pretendía, le arrancas los ojos!
-
Lo
mismo propone mandar a don Fernando de vuelta a Pontevedra.
-
No
tanto, hombre: Solamente ponerle unos
micrófonos por la casa.
-
¡La
madre que…! Y, claro, yo le abriría la puerta y le ayudaría con los circuitos.
Vidriales volvió a
reír, aunque pasó de golpe a la seriedad:
-
Parece
un disparate, pero vamos a tener que ofrecerles una alternativa lo
suficientemente buena, como para que se tranquilicen. Y ahí es donde sí que vas
a tener que colaborar, te guste o no, salvo que dejes el puesto para un
compañero con más tragaderas que tú.
No me pareció lo
mejor, ni para mí, ni tampoco para don Fernando; de modo que decidí escuchar la
oferta de mi jefe y regatearle cuanto pudiera. En último extremo, siempre
cabría que me sincerase con el Fiscal y le sugiriese una actitud más prudente.
Vidriales,
perspicaz como siempre, volvió atrás en la conversación:
-
¿Por
qué sabes que la Esnaola y tu protegido son amigos de antiguo?
-
Toma,
pues porque él me lo ha dicho. Se sintió obligado a justificarse conmigo a raíz
del atentado de Getxo del pasado noviembre[2].
-
¿Y
será verdad? Él no ha vivido nunca, que se sepa, en el País Vasco y ella está
casada y con hijos.
-
Se
conocieron de muy jóvenes y, al parecer, cuando volvieron a encontrarse en la
Nacional, reanudaron la amistad y… ya ve.
-
Sí,
ya veo -corroboró Vidriales-, pero quiero ver
más. Para empezar, partamos de algo seguro, o poco menos, a tenor de lo que me
ha contado el inspector Bermúdez y de lo que se rumorea entre togas: Que ese fiscal
está ayudando a la Esnaola en algunos de los asuntos de terrorismo en que ella
interviene. Te doy quince días para indagar qué hay de cierto en todo eso, con
pelos y señales. Y, aunque lo romántico no se me da, ni creo en ello en casos
como este, procura rellenar los vacíos entre la mocedad de esos tortolitos y la relación que ahora mismo
mantienen. ¿Estamos? En un mes, como máximo, lo quiero todo por escrito,
justificado y firmado. ¿De acuerdo?
-
De
acuerdo, jefe. Todo, menos hacer el cabrón y poner micrófonos en su casa a un
fiscal de prestigio.
-
Déjate
de finezas, Ángel. Si él tuviera sospechas de ti, seguro que no se andaba con
tantos miramientos.
***
A pesar de mis
numerosas amistades en la Nacional, poco o nada saqué en limpio de lo que
Vidriales me reclamaba y, menos aún, con la precisión y probanza que me exigía.
Quien más me ilustró fue un secretario veterano en el tribunal, que me hizo un
completo retrato de la abogada Esnaola:
-
Viene
de una familia burguesa que le dio una esmerada formación y eso se nota en las
buenas formas y la aparente templanza. Claro que todo ello quiere decir muy
poco sobre su carácter e ideas políticas, que son las que todos sabemos. Pero
por lo menos trata a los funcionarios con respeto y es proverbial su corrección
en sala.
-
¿Y
qué tal como profesional?
-
¡Hombre!,
tiene una experiencia y una soltura de la que carecen la mayoría de los
defensores de etarras pero, desde luego, no es elocuente ni creo que haya
descubierto la pólvora. Cuando quieras escuchar algo original o brillante a esa gente, tendrá que ser de los labios
o la pluma de Ander Irunberri. Y eso que últimamente la Esnaola ha tenido
algunos éxitos notables en juicio y en los recursos en materia penitenciaria.
Se ha comentado entre los magistrados.
Lo mismo que a
ustedes, se me encendió una lucecita. ¿No estaría don Fernando detrás de todo
ello? A fin de cuentas, los casos de terrorismo y de narcotráfico tenían
bastante en común, empezando por la complejidad de las pruebas y las
triquiñuelas procesales; y, en lo tocante a los presos, en uno y otro caso se
intentaba evitar que siguiesen haciendo de las suyas, negándoles en lo posible
el pan y la sal jurídicos.
Con la intuición
de que los contactos profesionales entre
la Abogada y el Fiscal fuesen estrictamente académicos, resolví sincerarme con
de la Nava y dejar que fuese él quien confirmara mis sospechas. Para ello, no
tuve más remedio que esquematizar a mi modo la entrevista en el despacho de
Vidriales. Don Fernando, sonriendo, quitó dramatismo a la situación:
-
No
me dices nada que no supusiera ya. Miren -la letrada Esnaola, quiero decir- es
objeto de seguimiento, al menos, desde que pone los pies en Madrid. Procuramos
no encontrarnos fuera de esta casa pero, claro, vosotros estáis al corriente, algo
que ni a ella ni a mí nos ha preocupado hasta ahora.
-
Pues
va a ser cosa de que empiece a hacerlo, porque mis colegas de antiterrorismo
están pensando que entre ustedes se intercambian algo más que muestras de
cariño.
El Fiscal pareció
sorprendido y me pidió explicación:
-
¿Qué
tipo de intercambio? No irán a pensar que…
-
Me
temo que eso precisamente: algún tipo
de información que les venga bien a los etarras.
Después de tantos
años, no he olvidado su réplica:
-
Hace
falta estar muy desesperados para imaginar tamaño desatino.
-
Lo
mismo opino yo, repuse. Con tantos muertos, uno ya no trabaja tanto en
beneficio de los demás, cuanto en defensa de la propia vida; y, como se
consigue tan poco y tan despacio, los dedos se vuelven huéspedes y piensan
estas cosas.
De la Nava hizo un
gesto de asentimiento y permaneció en silencio. Ello me dio pie para proseguir,
con atrevimiento:
-
Para
evitar males mayores, ¿no sería posible que dejaran ustedes de verse, al menos,
durante una temporada?
-
No
estoy por la labor, replicó tajante. No obstante, tengo que poner al corriente
a Miren de lo que me estás contando y, para ello, preciso saber el tipo de
problemas a que podemos enfrentarnos.
Hasta entonces me
había guardado la que creía noticia bomba. Decidí soltarla:
-
Para
preparar pruebas contra usted, están dispuestos a ponerle micrófonos por el
piso.
Entre la risa y la
sonrisa, don Fernando exclamó:
-
¡Ah,
bueno, si es eso todo…! Ya me tienen intervenido el teléfono, pues que pongan
lo que quieran en casa. Así se convencerán de que no tengo nada que ocultar… De
todas formas, gracias por avisarme: Conviene adoptar algunas precauciones en el
dormitorio.
Creo que me
fastidió tan irresponsable actitud, frente a lo que yo consideraba un ultraje y
había pugnado por impedirlo. Proseguí:
-
No
solo en el dormitorio, don Fernando. De sobra sé que usted no hablaría con la
señora sobre ciertas cosas, pero sí sobre otras que también pueden perjudicarle
si llegan a saberse de cierto.
-
¿Por
ejemplo?, preguntó, aparentando ignorancia.
-
Pues
lo que todo el mundo comenta en la Audiencia -exageré-: lo mucho que ha
mejorado la práctica profesional de la abogada Esnaola, desde que ha vuelto a
encontrarse con Su Señoría.
-
¡No
me digas!, bromeó. Va a resultar que, cuando nos vemos, me dedico a darle
clases particulares de Derecho.
Dando por cierta
la especie, decidí concluir, aún a riesgo de planchazo:
-
Usted
verá, don Fernando. Puede parecer una cosa baladí, hasta lógica entre dos
juristas que están tan unidos; pero creo que, si la cosa trasciende y se
acredita, le puede costar una sanción bastante gorda.
3. Las relaciones peligrosas
Ante mi severa advertencia, el Fiscal resolvió explayarse:
-
Voy
a tener que explicarte algunas cosas y tú harás de ellas el mejor uso. Después
de haberme revelado lo de los micrófonos, sería injusto no depositar en ti toda
la confianza.
Y, de manera
precisa y pausada -como en él era costumbre-, me confesó la labor de corrección
y asesoramiento que, desde tiempo atrás, venía haciendo con algunos asuntos de
la Esnaola. Unas veces, se trataba de casos concretos, en especial, cuando ella
venía a defenderlos en Madrid. Otras, de consejos generales para mejor enfocar
cierto tipo de temas. No se trataba de nada ilegal; antes al contrario,
consistía en descubrir los puntos flacos u oscuros de la acusación, o de
aplicar la jurisprudencia más amplia y al día de nuestros tribunales, o de los
internacionales. La experiencia y, sobre todo, el profundo saber jurídico de
don Fernando se volcaban sobre la mente, mucho menos inteligente y concienzuda,
de su amiga hasta ponerla en el camino más certero para imponer su criterio o
suavizar al máximo la situación de sus defendidos. El parecido de los temas de
traficantes en drogas con los de terroristas -en particular, en el orden
procesal- facilitaba mucho el trabajo, sin necesidad de que el Fiscal tuviese
que hacer un estudio a fondo de los casos de la Abogada.
Todo aquello, que
a de la Nava daba la impresión de parecerle normal
entre amigos del mundo del Derecho -expresión literal suya-, a mí me parecía
rebasar claramente la línea de lo decente. No podía menos de considerar quiénes
eran, en último término, los beneficiarios de aquel magisterio, que tanto había
mejorado -según los expertos- el
ejercicio profesional de la Esnaola. Por supuesto, me abstuve de objetarle con
severidad, pero le fui pidiendo aclaraciones, en un intento de que él mismo
comprendiera el verdadero alcance de sus actos. En mi época se explicaba en las
clases que Sócrates solía emplear el mismo método. Así pues, pregunté:
-
¿Le
importaría indicarme de quién partió la idea de una colaboración tan… especial?
-
Sinceramente,
no lo recuerdo. Supongo que le haría alguna pregunta sobre los casos que la
traían hasta la Nacional. Ella me comentaría superficialmente alguno y yo le
indicaría o sugeriría algo. Miren es muy suya y con mucho amor propio, no vayas
a pensar. De hecho, no acabo de creer que su presunta mejoría no derive de su
propio esfuerzo, o del de sus compañeros de bufete. No sé si sabes que trabaja
con otros dos abogados, también bastante conocidos.
Quedó unos
momentos con la mirada perdida. Luego, sonrió y dijo:
-
Solo
en dos o tres ocasiones me ha pedido consejo de forma expresa, pero de modo
general y para conseguir mojarle la oreja a un colega que la trae a mal traer,
por su pose y suficiencia: un tal Irunberri, de quien se dice que está metido
en la política independentista hasta
las cejas.
-
He
oído hablar de él, confesé. En la Nacional se dice que es el mejor y más
brillante de los abogados de etarras.
-
¡Huy,
como te oiga Miren!, bromeó de la Nava. Según ella, todo es fachenda. Harroa lo apoda con desprecio[3].
En fin, todos hemos de tener algún aliciente para superarnos, y el de Miren es
llegar a ser tanto como su bilioso colega que, para más escarnio de una chica
donostiarra, es de Bilbao.
Aprovechando el
tono distendido de sus últimos comentarios, me atreví a ser más directo:
-
Bien,
ya veo lo que puede haber movido a la señora Esnaola a aprovechar su ayuda, y
es bien lógico. Lo que no tengo yo tan claro es lo que le haya inducido a usted
a prestársela.
-
¡Hombre!,
sin necesidad de apelar a romanticismos, creo que el cariño que nos tenemos es
suficiente explicación. Con mucha menos intimidad, más de una lección y de un
consejo tengo dados, y recibidos, de muchos compañeros y abogados.
-
Pero,
en este caso, don Fernando, ya sabe quiénes se van a beneficiar en último
extremo y quiénes pueden, podemos,
ser víctimas de ello.
-
¡Alto,
alto!, amigo Ángel, que el deber y el sentido común están por encima de
cualquier otra consideración.
Y, sin importarle el reloj ni mi escaso
conocimiento previo del tema, de la Nava me fue explicando los límites y las
razones de su cooperación, centrada siempre en el respeto de la ley, de la
equidad y de la presunción de inocencia. En cualquier otro, lo habría
considerado disculpas pomposas de quien estaba rebasando la línea roja de su
cometido y de la prudencia, pero aquel hombre parecía sincero a la hora de
armonizar su mente y su corazón, cuadratura del círculo que había conseguido,
felizmente para él.
-
En
resumen -concluyó-, nunca apoyaré una causa al margen de la ley y de la
objetividad, pues son las solas bases sólidas de mi profesión; pero tampoco
comulgaré con las ruedas de molino de en
la guerra, como en la guerra; el fin
justifica los medios; o hay crímenes
tan horrendos, que sus presuntos autores no tienen derecho a vivir. ¡Qué
quieres que te diga! Si yo estuviese en tu posición, tal vez pensase de otra
forma. En la mía, perdería el derecho de juzgar a los demás, si no procurase
hacerlo desde la estricta legalidad. No estoy seguro de que Miren comparta
plenamente mis valores pero, fuera de ellos, te aseguro que nunca ha recibido
mi apoyo.
No había más que
hablar…, o sí. Don Fernando recordaría entonces mi relato de la entrevista con Vidriales
y Bermúdez, pues añadió:
-
Me
decías que tu jefe pone en duda los remotos orígenes de mi conocimiento de
Miren. Está bien, creo que tengo por aquí un documento interesante.
Se levantó del
sillón y salió de la sala, rumbo al despacho. Regresó a poco con una carpeta de
anillas tamaño folio y una añeja fotografía en blanco y negro. Esta última era
la ya citada de una Miren casi niña con traje de ballet. La carpeta, similar a
otras muchas que de la Nava amontonaba en su biblioteca, contenía treinta y
siete folios numerados, escritos pulcramente a máquina, y llevaba por título, Maitasun bideak[4].
-
Aquí
tienes, dijo, la mejor prueba de lo que hablábamos. Esta foto es de Miren, poco
antes de que nos conociésemos y puede decirse que se la birlé de su casa, la única vez que estuve en ella. La carpeta
contiene el relato detallado de mi estancia en Guipúzcoa en el sesenta y seis.
Es verdad que lo redacté bastante después, pero los datos y el ambiente revelan
a las claras la época de los hechos.
Repasé la
fotografía, que don Fernando en seguida recuperó. Cuando me disponía a hojear
la carpeta, su dueño me dijo:
-
Puedes
leerla y tomar notas con tranquilidad, si quieres. La voy a dejar sobre el
secreter durante unos días, a tu disposición. Eso sí, no quiero que la saques
de casa.
***
En los capítulos
siguientes haré un amplio resumen de lo que leí, en todo aquello que tenga que
ver con mi relato. Prosigo ahora con mis gestiones cerca de Vidriales, para
tratar de evitar la colocación de los micrófonos. Para no perder el tiempo con
escritos -no saben lo que me aburre hacer atestados e informes-, le fui con una
exposición oral de cuanto había ido sabiendo de las relaciones entre don
Fernando y la Esnaola. Como ya suponía, el comisario fue inflexible:
-
Para
empezar, Ángel: mucho o poco, tienes que poner por escrito todo lo que me has
dicho pues, de otro modo, mis colegas de antiterrorismo me van a echar la
bronca por paralizar sin motivo su operación durante casi un mes. Y, en cuanto
al fondo del asunto, te anticipo que van a seguir con su intención inicial. No
es muy tranquilizador, que digamos, el hecho de que el Fiscal se muestre
crítico con la forma de tratar a los etarras y que le dé lecciones a su
abogada, para que tenga mayor éxito.
-
No,
si ya me lo figuraba. De hecho, he advertido a don Fernando de que no debe
seguir por ese camino, si no quiere tener problemas.
-
¡¿Qué
tú…?! ¡Lo que nos faltaba, poner sobre aviso al sospechoso!
Ya esperaba yo el
sofión, pero sabía de sobra que la mejor forma de entrarle a Vidriales era
yendo de sincero y fiel. Así que respondí:
-
¡Caramba,
jefe, que quieres que haga! Ni voy a engañarte a ti, ni voy a dejar a mi
protegido con el culo al aire. Hasta ahora ha sido nuestra vez, llevando las
cosas con prudencia y respeto. A partir de este momento, que tomen el relevo
los anti ETA, que no tienen responsabilidades con de la Nava y son como son.
Que pongan micrófonos y hasta se metan debajo de la cama del Fiscal. No seré yo
quien me oponga, ni te dé problemas, que bastante tienes con los inevitables.
El comisario
sonrió:
-
¡Buen
zorro estás hecho!, exclamó. No me
extrañaría que fueses a tu protegido con el cuento de los micrófonos, ni que le
hubieses puesto ya sobre aviso de que se le vigila. ¡Eres muy capaz!
-
Pues
no señor -mentí-. Me he limitado a llamarle la atención, como si fuera cosa
mía. ¡No sabes la confianza que me tiene! Pero, en todo lo demás, chitón. Así
que, si los colegas microfónicos se
columpian y no consiguen nada, será problema suyo, no culpa nuestra.
-
Está
bien, Angelito, rezongó Vidriales.
Redacta el informe y, en su momento, presta a los colegas de antiterrorismo
toda la ayuda que te soliciten.
-
De
acuerdo, jefe. Les abriré la puerta y pondré la música alta mientras taladran.
Una semana más
tarde, los micrófonos quedaban instalados. Yo avisé de ello al Fiscal y le
sugerí algunas triquiñuelas para hacer la escucha menos operativa. Me miró de
arriba abajo con fingida displicencia y dijo:
-
Inspector,
no olvide que está usted hablando con un fiscal especial antidroga.
4. La excursión a San Miguel de Excelsis
En las notas que
tomé del texto Maitasun bideak se
recogen las siguientes referencias literales a la citada carpeta verde de don Fernando, redactadas por él -según me dijo-
unos doce años después de los sucesos que en ellas se narran, correspondientes
al verano de 1966. Con lo que acabo de decir, ahorraré la repetición de
comillas, o la letra cursiva, a todo lo largo de este capítulo y del siguiente.
Y, como es habitual, los puntos suspensivos harán referencia a fragmentos de
párrafos que deje incompletos. Vamos con ello.
***
Puede resultar
llamativo que un muchacho de diecinueve años, como yo ahora, con dos cursos de
Derecho superados, no haya pasado nunca los montes que separan Castilla de la
cornisa cantábrica. Hasta ese punto llega mi indiferencia por conocer nuevas tierras,
por el simple hecho de ser diferentes o para mí desconocidas. Ahora, con la
mera experiencia de contemplar desde el tren esta tierra verde y quebrada, he
cambiado completamente de idea. He tenido que levantarme de mi asiento, salir
al pasillo, bajar la ventanilla -pese a la humareda- y clavar los ojos en el
espectáculo que se cierra ante ellos. ¡Y los nombres! Alsasua, Olazagutía,
Legazpia, Zumárraga… Aquí me esperaba el tío Ignacio: ¡Vaya, Fernando, al fin te decidiste! ¿Qué tal el viaje? Y empiezo a
lamentar mi demora en aceptar su invitación de años anteriores. Tuvo que mediar
mi ruptura con Mary y la perspectiva ingrata de una mili como voluntario, para decidirme, dejando casa y amigos, a salir
de Castellar, rumbo a una familia cariñosa pero casi desconocida, y a un mundo,
a la vez, tan próximo y tan diferente…
Eztordeka es una
villa de ocho mil habitantes, industrial y bien comunicada, a unos cuarenta
kilómetros de la capital. Mi tío -que lleva viviendo aquí casi treinta años- me
dice que es muy vasca, muy nacionalista.
Se oye hablar bastante en vascuence, sobre todo a los caseros que bajan al
mercado para vender sus productos…
Aunque ignoro cómo
resultará, el caso es que mi tío, para que no me aburra, me ha procurado un
enlace con el mundo juvenil de esta localidad. Se trata de un chaval de mi
edad, llamado Mikel, al que conoce bastante por haber seguido aprendizaje en la
fábrica en que tío Ignacio trabaja. Así
-me dice- ocuparás las tardes y conocerás
la zona, pues mi mentor es muy montañero. Las mañanas ya las tengo
ocupadas: lectura en la terraza y viaje en el tren de cercanías hasta San
Sebastián, para bañarnos en su famosa playa de La Concha. Por cierto, aunque no
hacemos otro recorrido que el de la estación a la playa, la ciudad me ha
parecido muy hermosa, bien cuidada y con mucho ambiente. La playa es perfecta,
aunque me han advertido del peligro de sus corrientes. Tendré que tenerlo en
cuenta, sobre todo, por lo deficiente de mi capacidad natatoria.
… He tenido la
suerte de congeniar con Mikel o, mejor dicho, de que él haya congeniado
conmigo. Supongo que habrá sido una mezcla de atracción por las diferencias y
de atención a quien -como yo- muestra todo el interés por conocer su tierra… Aunque un año más joven, me sobrepasa en estatura,
fuerza y prestancia. Creo que es el líder de la pandilla, para la que es Ayesta, apócope de su apellido que, por
ahora, yo me abstengo de emplear… En general, chicos y chicas funcionamos separadamente,
aunque coincidimos en ciertos lugares. Por ejemplo, ayer acudimos todos juntos
a escuchar a una muchacha acordeonista del pueblo de al lado. Por lo que me han
dicho, también nos juntaremos en romerías y excursiones… Según lo que veo y
aprecio, me parece que tiene razón mi padre cuando dice que los vascos tienen
muchas cosas buenas, pero que la joya de esta tierra son sus mujeres. En lo que
hace a las chicas, las diferencias con las de Castellar en estilo, trabajo y
carácter me parecen notables y casi siempre a favor de las vascas… Por decirlo
de una vez y con un tópico, son más
europeas.
Mencionaba antes a
mi padre y creo que, a distancia, va a ser clave en el éxito que su hijo pueda
tener para ambientarse por acá. No me parece que mi tío sea popular en el
pueblo, por lo que he creído notar, tal vez por ser castellano y muy exigente en su trabajo de la
fábrica. En cambio, ha sido enterarse de que mi padre fue gudari[5] en la Guerra civil, y la pandilla ha
empezado a considerarme uno de los suyos… Y lo soy un poco más porque, como es frecuente,
ya me he ganado un apodo en vasco: soy Garoa.
Solo a mí se me ocurre, ante una panda tan poco intelectual, sacar a relucir
mis recuerdos de Literatura del bachillerato y citar a Aguirre y a Orixe[6].
Me acordaba de la famosa novela del primero de ellos -de la que apenas uno del lagun-talde[7] había oído hablar y ninguno leído- y su
título me servirá de alias hasta el fin de mis días en Eztordeka. Me lo tengo
merecido… y me gusta, además.
Ayesta ha tomado vacaciones y,
aprovechando las mañanas que no están para playa, cogemos un bocadillo y tomamos
por el primer camino que se le ocurra. Cualquiera que sea, me toca echar los
bofes, cuestas arriba, entre la neblina y los caseríos, que parecen dormidos.
Cuando le parece, entramos a campo traviesa y nos sentamos en unas piedras a
tomar el almuerzo y conversar… Él lleva de ordinario el rumbo de la charla,
aunque respeta nuestro nivel de confianza y lo que cree son los centros de mi
interés… El otro día, un poco más a tumba abierta, me planteó su disgusto, y el
de los vascos en general, con la política y la economía de nuestra época. Por
supuesto, compartí con él la mala opinión de Franco y sus partidarios, pero le
hice ver que, tan privados de libertad como los vascos, lo estábamos los demás
españoles. Aún reconociéndolo, me hizo ver que ellos tienen razones adicionales
de agravio, como el idioma y la pérdida del régimen foral… Lo que me hizo
discrepar totalmente de él fue cuando me dijo, a la letra, que los castellanos estaban viviendo a costa de
los vascos, que eran saqueados por otras regiones. Sacando mi vena
materialista, intenté hacerle ver el absurdo de juzgar perdedores económicos a
quienes tenían más industrias, más bancos y mejores servicios: Eso es tanto como que tú juzgues que los
obreros estáis viviendo a costa de los pobrecitos patronos. Pareció encajar
la crítica, que yo cerré con una expresión mía favorita: Son cien mil madrileños los que viven a costa de todos los españoles.
La discusión, civilizada pero áspera, acabó como empezó, con cada uno en sus
trece, pero me disgustó el tono absoluto de sus argumentos: Los vascos
representarían la libertad y el progreso, a poco que se les dejase libres. Los
castellanos -así, globalmente- parecen los responsables y beneficiarios de un
supuesto saqueo de las Vascongadas…
A consecuencia
-supongo- de este contraste de pareceres, no hemos vuelto a quedar para salir
los dos solos. Por el contrario, en grupo, todo ha seguido como hasta entonces,
con Ayesta como mi apoyo y anfitrión
ante el talde. Es más, en señal de
respeto o apaciguamiento, no ha vuelto a sacarme la polémica conversación…
… La doble fiesta
del domingo, 17 de julio y la festividad política del siguiente día 18 la ha
aprovechado mi tío para darme un paseo por Fuenterrabía y, pasando la frontera,
por San Juan de Luz y Bayona, lugares muy hermosos hasta para un individuo,
como yo, que mira de soslayo el mar, al modo de mucha gente de tierra adentro,
para la que es un mundo desconocido y peligroso… Al regreso, los amigos me dan
la noticia de que preparan para el siguiente fin de semana una larga caminata
hasta el santuario de San Miguel de Excelsis, en la navarra sierra de Aralar.
No soy yo mal andarín y estoy teniendo cierto entrenamiento; de modo que, a
pesar de los cuarenta kilómetros del recorrido, me he apuntado sin dudar… y sin
contar con el mínimo equipo necesario, dado que no había pasado por mi mente
tamaño periplo. (Es muy probable que tal impreparación fuese decisiva para
vivir los momentos más hermosos e inolvidables de mi estancia en tierra vasca)
***
… Nos fue
presentada a quienes no la conocíamos como Miren, prima de Arancha, una de las
chicas de la pandilla. Había venido desde San Sebastián, donde vivía, a
participar en la excursión al Santuario de Aralar. La chiquilla no era
precisamente de llamar la atención. Bien proporcionada y agradable de rostro,
resultaba entre el elemento femenino de la pandilla menuda, delgada y muy
morena. Más adelante, ella misma me dijo que hacía honor a su apellido, Esnaola[8],
pues ciertamente parecía extraña a todas, por su tamaño, su porte y el color
atezado de ojos, cabello y piel…
… Pese al
esfuerzo, me fui quedando atrás, no tanto por falta de fuelle, como por el ridículo calzado que portaba en aquellos
andurriales: unas alpargatas de lona azul, con delgada suela de goma sin apenas
resaltes… Por un momento, Miren se detuvo para beber agua, posando en el suelo
su grande y bien provista mochila. Al llegar yo a su altura, debió de fijarse
en mi escaso equipaje -apenas una bolsa al hombro, con cantimplora y unos
bocadillos- y ofreció:
-
¿Quieres
tomar algo? No me vendría mal aligerar un poco el peso.
-
No,
gracias, estoy bien, pero podríamos cambiar de carga por un rato.
Quedó tan atónita del
inusitado ofrecimiento, que no dijo palabra mientras yo levantaba penosamente
su mochila y me la echaba a la espalda, tras posar en el suelo mi bolsa.
-
Anda,
coge la mía, insistí. Y luego añadí: Ya has oído que me llamo Fernando y estoy
pasando un mes en el pueblo. Y debo de estar loco, concluí, para haberme
atrevido con una excursión tan dura como esta.
Miren se me
definió, a su vez, como una chica de
ciudad, pero que estaba acostumbrada al monte y no le parecía el recorrido
tan agotador. Lo que pasa -agregó- es que mis abuelos me han cargado la mochila
como si fuese a ir al Tíbet.
Caminamos juntos
un buen rato, a cola del grupo, charlando fluidamente, salvo en las cuestas
pronunciadas… Al cabo, ella se paró de repente y dijo con inapelable firmeza: Es momento de cambiar. Sin una protesta,
cargué sobre sus hombros el fardo y sentí en los míos la ligereza de aquella
bolsa, que ahora parecía llena de aire. Miren pronunció entonces las palabras
mágicas:
-
Aunque
estoy delgada, no te vayas a creer. Tengo las piernas fuertes, como que hago
ballet.
Si algo me
entusiasmaba entonces -y lo sigue haciendo- es la música clásica; y, si una
cosa me ha resultado siempre imposible, es dar unos pasos de baile sin
desconcertar a mi pareja. Ambas cosas se unieron en mi llamativa respuesta,
malinterpretada para bien:
-
¡Cuánto
me gustaría bailar contigo el vals de la Bella Durmiente!
-
No
está en mi repertorio -me contestó Miren, con ironía-, pero podríamos ensayarlo.
… Caminamos juntos
toda la tarde, sin dejar de hablar de mil cosas, ni de intercambiar nuestro
respectivo equipaje cada media hora de reloj. Gracias a ello, superé casi sin
sentir las crecientes molestias en las plantas de los pies y conseguí llegar
con el resto del grupo hasta el santuario, cuyas excelencias históricas y
artísticas me pasaron bastante desapercibidas, al no haber leído previamente
nada sobre él, ni contar con ningún guía experto, más allá de lo de que el Arcángel
parece que lleva una escafandra, o que los matrimonios vascos subían hasta aquí
para implorar del santo descendencia…
***
… El regreso fue
para mí épico. Las ampollas de los pies, crecidas durante la noche, fueron
reventando en el camino, obligándome a vendarlos precariamente con mi pañuelo y
otro que algún compañero me ofreció… Durante todo el tiempo, Miren fue mi
apoyo, moral y a veces físico, haciéndome descansar de tanto en tanto y
animándome con su charla y referencias a lo poco que iba quedando… Al reanudar
la marcha tras el refrigerio, la niebla cayó, repentina y espesa, sobre el
camino insinuado entre las rocas de la montaña. Afortunadamente, ya faltaba en
verdad poco. Ayesta y la prima Arancha redujeron la marcha y, así, escudriñando
señales y aprovechando el desnivel negativo, fuimos bajando hasta Amézqueta,
donde estaba previsto coger el coche de línea hasta Eztordeka…
A la vista ya de
nuestra villa, rompí el silencio y le manifesté a Miren mi vehemente deseo de
volver a verla. Ella, tal vez habiendo esperado mi petición, encontró la broma
fácil:
-
¿Podrás
ir hasta Donosti [9]
con los pies como los tienes?
-
¡Y
con muletas, si es preciso!
Ella se echó a
reír.
-
Tendrá
que ser en los próximos días, pues mis padres regresan el miércoles de un viaje
a Italia y nos iremos seguidamente a Ezcaray, como todos los años.
-
Cuando
me digas.
Miren rebuscó en
los bolsos de su mochila, hasta dar con un bolígrafo y una libreta. Escribió el
lugar y la hora de la cita, así como el teléfono para avisarla, caso de no
poder acudir. Yo hice lo propio con el teléfono de mis tíos…
Según me iba
acercando a casa, pensaba menos en mis pies tumefactos y mucho más en la
disculpa que pondría a mi familia para viajar en solitario a San Sebastián,
tres días después…
… Habíamos quedado
en la Plaza de España, junto al puente de Santa Catalina, a eso de las once y
media… La vi venir de casa de sus abuelos, por el Paseo de los Fueros, con
atuendo amarillo y un amplio bolso azul colgado del hombro, a paso rápido, casi
corriendo, pese a ser su retraso de muy pocos minutos. Al llegar ante mí, pude
apreciar que, en realidad, el cuerpo del vestido, sin mangas, era de color beis,
detalle que, como los bolsillos pegados y la conspicua botonadura, han quedado
grabados en mi memoria, gracias al seno generoso que celaban, mucho más
evidente ahora que con la amplia camisa de cuadros que llevaba en la excursión,
tres días atrás…
Aunque mi
costumbre era de baño matinal, tenía decidido cambiar el momento para la tarde,
no fuera que, encontrándonos casualmente en la playa o en sus alrededores,
descubriesen mis tíos que el chico
donostiarra con el que les dije que había quedado se había convertido en una
jovencita. Así pues, cuando Miren se disponía a cruzar y tomar el camino de La
Concha, la sujeté suavemente el brazo y le dije que el baño podía esperar; que,
ya que estábamos en su ciudad, le pedía que recorriésemos aquellos lugares que
formaban parte de su vida diaria. Aunque extrañada de mi ruego, pareció
satisfecha por mi interés hacia ella y comentó risueña:
-
Como
me parece que empiezo a conocerte, nos limitaremos a los más respetables. Y
estando donde nos encontramos, podemos empezar por el colegio, en que a veces me
parece haber nacido, aunque ya pronto habré de abandonarlo.
Cruzamos el río y,
en un santiamén, nos topamos con el Colegio de la Presentación. Llevaban su
dirección unas monjas de procedencia francesa que, entre otras cosas, mantenían
un excelente nivel de aquel idioma y cierto rango de elitista distinción que,
unido al color verde del uniforme, había ganado para las alumnas el remoquete
de las lechuguinas. Le pregunté qué
tal estudiante era y me confesó que, entre su mediana inteligencia y la cantidad
de actividades complementarias que le imponían sus padres, tan solo se iba defendiendo, en cualquier caso,
sin suspender. Estaba cursando el bachiller de letras, lo que parecía
predestinarla a seguir la carrera de Filosofía. Eso me encantó pues implicaba
la razonable probabilidad de trasladarse a Castellar, si quería estudiar como
alumna oficial. Ella sonrió y, con su amabilidad habitual para conmigo,
replicó:
-
Seguro
que serías un anfitrión estupendo, pero se me iba a hacer muy duro salir de
Euskal Herría.
-
Esto
va a ser un poco más largo, me dijo enigmáticamente, según dejábamos atrás su
colegio.
Dado mi total
desconocimiento de aquella zona, tuvo Miren que explicarme que estábamos
cruzando en diagonal todo el barrio de Gros, hasta dar con la espectacular
iglesia y convento de los Claretianos, junto a la línea de la playa. A ella fue
lo primero a que se refirió la muchacha, por si acaso me daba algún repente
natatorio:
-
Esta
playa es bastante peligrosa, pero la vista desde aquí es espectacular.
Una vez aclarado
aquel se ve, pero no se toca, Miren
me aclaró la razón de la visita:
-
Tengo
buen oído y regular voz. Yo pienso que no tengo nada que hacer, pero mi madre
se ha empeñado en que tengo que acabar en el Orfeón Donostiarra, nada menos, y
aquí vengo dos veces por semana a ensayar y cantar en el coro.
-
¿Por
qué aquí, precisamente?, inquirí. ¿Acaso es tu parroquia?
-
¡Qué
va, me queda lejos de casa! Es que tenemos muy buen director y ha logrado que
este coro del Corazón de María sea nombrado entidad colaboradora del
Donostiarra. De vez en cuando, viene por aquí Ayestarán[11]
a probar voces a los mayores de dieciocho años.
-
Entonces
todavía tienes años para mejorar. Por cierto, Ayestarán, como mi amigo de Eztordeka.
-
Es
un apellido bastante común. Creo que significa algo así como valle de
abundantes cuestas.
-
Siendo
así, comprendo sin dificultad que sea muy corriente por aquí.
… Nos sentamos
durante un buen rato en los jardines sobre la playa. Miren sacó dos
emparedados, que en principio había destinado para después del baño matinal.
Nos supieron a gloria, contemplando el mar, que cabrilleaba al sol de mediodía,
al cual los restos de la neblina ya no impedían lucir. No sé cómo ni por qué,
sacamos el tema de nuestras ciudades respectivas. Ella estaba enamorada de la
suya, sentimiento que yo compartía, aunque en mi caso fuese un amor
superficial, a primera vista. En cambio, le presenté la mía como el típico
ejemplo de la obra de antiguas generaciones, despreciada y casi destruida por
las modernas, en aras de un mal entendido progreso. Cómo estaría yo de lanzado
a las confidencias, que le hice a Miren la que solía esconder a todo el mundo:
-
Y,
para acabar de rematar, asocio Castellar al lamentable y doloroso hecho de que,
habiendo echado a perder mi primer amor, me veo obligado a recorrer en soledad los
mismos lugares de antaño y hasta a tener que encontrarme con ella por doquier, incluso en la
Universidad.
-
Es
triste, suspiró. ¿Cómo se llama?
-
Mary.
Me miró, entre
sonriente y sorprendida:
-
¿Sabes
qué significa Miren en vasco?
-
No
estoy seguro; tal vez, Carmen.
-
Si
tu novia hubiese sido vasca -aclaró-, se habría llamado Miren.
***
Contorneando toda
la Zurriola, llegamos al puente y volvimos a cruzar el Urumea. En esta ocasión,
Miren me había puesto al corriente de nuestro siguiente destino: la Escuela de
Danza María Teresa Fagoaga, el sancta
sanctorum del ballet donostiarra. La jovencita volvió a insistirme en lo
importante que era para ella la danza, en la doble modalidad que allí se
enseñaba, clásica y vasca. Y, así como de sus habilidades canoras poca loa
hacía, de sus dotes para el ballet Miren estaba orgullosa. Por mejor decir, lo
estaba de sus cualidades unidas al trabajo, y hasta a la capacidad de sufrimiento,
que el baile clásico requiere mucho sacrificio, aunque siempre con la sonrisa
en los labios…
El edificio era
una airosa arquitectura de cinco plantas, con profusión de piedra moldurada y
onduladas rejas en los balcones. Miren hizo intención de entrar en el portal,
pero yo le rogué que siguiéramos adelante, con el pretexto de que se estaba
haciendo hora de comer. Ella, muy risueña, me recordó:
-
¿No
dijiste que querías bailar conmigo el vals de la Bella Durmiente?
-
Contigo
hago el ridículo sin importarme, pero con espectadores ya es otra cosa.
-
¡Claro!
Don Fernando ya es casi un abogado y hay que cuidar las apariencias.
***
Dejamos atrás la
calle Euskal Herria, donde radicaba la Escuela Fagoaga; bajamos por Aldamar,
cruzamos el Bulevar y, empezada la calle Oquendo, mis ojos tropezaron
casualmente en un escaparate con un vestido de hechura análoga al que llevaba
Miren, aunque en tonos verdes. El precio era imponente, para ser un modelo prêt-à-porter. Le hice una seña
indicativa y Miren comprendió:
-
La
modista de mi madre hace maravillas de imitación. De todas formas, para salir
hoy contigo, no habría sido demasiado un Féraud
[12]
auténtico.
-
Gracias,
princesa -dije con una inclinación de cabeza-. Espero que no lo estropee el
galipote.
… Eran ya las dos
y creo que ambos, pese a lo bien que estábamos pasándolo, nos encontrábamos
cansados y hambrientos… Como si hubiese llegado allí por casualidad, a la
altura de los jardines de la Catedral, Miren se detuvo en los porches de la
acera opuesta y preguntó:
-
¿Dentro
o fuera?
Nos hallábamos
ante el Bar Restaurante Iturrioz. Casa
fundada en 1935. No tuve ninguna duda:
-
Fuera.
Nunca preguntes a un castellarense, en habiendo soportales…
Comimos a base de
raciones, por lo que terminamos relativamente pronto. Imaginé que Miren
sugeriría marchar a la playa, para hacer allí la digestión y bañarnos luego. De
hecho, progresamos por la calle de San Martín en dirección a La Concha, pero a
los pocos metros, la muchacha paró y reclamó mi atención:
-
¿Qué
te parece ese edificio de enfrente?
Se echó a reír durante bastantes segundos.
Luego, explicó su hilaridad:
-
Tienes
toda la razón. Si lo sabré yo que llevo sufriendo su vista desde que tengo uso
de razón, pues vivimos justo en frente. No obstante, señor abogado, debería ser
más moderado en su juicio, ya que es la Audiencia de San Sebastián, nada menos.
-
Pues
como llegue a ser juez -que es mi pretensión-, tendré dos razones contrapuestas
para elegir un destino donostiarra: la contraria, en el mazacote, y la
favorable, en la casa de enfrente.
-
En
el segundo piso, exactamente -dijo Miren, siguiendo la corriente-. Anda, vamos a subir. Así conocerás también mi
hogar y, de paso, me cambiaré de vestido, no sea que coja galipote, que luego no
hay dios que lo quite.
Yo me quedé un
poco cortado, pues no tenía muy claro si había familiares en la casa. Ella lo
percibió y, al tiempo que abría el portal, aclaró:
-
No
hay nadie arriba. Mi hermano está con los abuelos y ya te dije que mis padres
andan por Italia.
***
La casa de la
familia de Miren era lo esperable, dadas las características del inmueble y el
nivel económico y cultural de los padres. Grande, de habitaciones espaciosas,
con un mobiliario de empaque, notablemente pasado de moda, como los adornos que
colmaban repisas, consolas y aparadores. Si yo tuviera que haberlo definido de
manera subjetiva, habría dicho que se parecía a la casa de mis abuelos
maternos, antes pasar por el expolio de la Guerra Civil. De todos modos, mi
encantadora anfitriona no me hizo los honores de mostrarme todas las
dependencias, sino que me pasó directamente al salón y, solo más tarde, tuve
ocasión de conocer su habitación y, a modo de reconocimiento de mis presuntos
gustos, el espléndido despacho-biblioteca, presidido por el retrato del abuelo
Alberdi -materno para Miren-, que parecía mirar con severidad el solemne
repostero verde esmeralda de la pared opuesta, con el lauburu[13] bordado en seda carmesí…
… Se empeñó en que
tomásemos café -lo que no habíamos hecho en el restaurante- y pareció
incomodarse cuando, conforme a mi natural cooperativo, la seguí a la cocina,
presto a ayudarla con el servicio y, en su momento, a recogerlo. Con un genio
solo en parte fingido, me conminó a seguir sentado en el sofá. Si quieres hacer algo, pon música: Ahí
tienes los discos y el picú[14]. Ni que decir tiene que espigué entre
los grandes de música clásica, hasta dar con uno de mi romántico amigo, Carlos
María von Weber.
… La solemnidad de
la sala y la grata ligereza de las melodías, nos tuvieron absortos y en
silencio. Reanudé la charla de forma poco recomendable:
-
Me
dijiste por la mañana que se te hacía muy duro marchar de aquí para estudiar
una carrera. ¿No te limitará mucho esta sujeción? ¿O es por no alejarte de tus
padres?
-
Por
turismo o perfeccionar el francés, llevo viajando desde los diez años, por lo
menos. Pero una cosa es estar fuera quince días o un mes, y otra dejar todo lo
conocido para pasar cinco años de la vida fuera de mi ambiente y de toda la
gente que quiero.
-
¿Entonces,
tus estudios universitarios…?
-
Me
figuro que acabaré estudiando Derecho en Deusto, aunque no es precisamente lo
que más me gusta.
-
Y,
además, te tocaría ir a vivir a Bilbao.
-
Bueno,
regresaré todos los fines de semana y, además, aquello es como esto,
solo que más grande y más feo.
Me di perfecta
cuenta de lo que quería decir. Tanto, que lo di por supuesto y proseguí:
-
Tendrás
un buen conocimiento del idioma vasco.
-
En
casa procuramos hablarlo y hay una buena biblioteca en euskara. Luego te la
enseño.
-
Ya
he visto que tenéis un lauburu muy
llamativo en el despacho. En San Juan de Luz he tenido ocasión de que me
explicaran su simbolismo. Sois valientes al exhibirlo.
-
Mi
familia es nacionalista, pero también prudente. No se nos ocurriría ponerlo de
colgadura en el balcón.
-
¿Y
tú, mi Mary vasca, te reservas para
algún donostiarra de apellidos polisílabos?
Miren se echó a
reír de la ocurrencia, pero su contestación reconcomió mi ánimo:
-
Alguno
me anda rondando, no vayas a creer, pero te diré lo que la madre Bénédicte: el corazón tiene razones que la razón no
conoce[15].
-
Eso,
suponiendo que sea de razón valorar a un enamorado por su procedencia, repliqué
muy serio.
La cosa se estaba
poniendo complicada y la chica optó por lo más sensato, cambiando de tema:
-
Ven,
que voy a enseñarte mi habitación y, luego, te quedas aquí muy quietecito,
mientras yo voy a cambiarme.
-
No
se me ocurriría molestarte, repuse, equivocando el sentido de la advertencia.
-
Me
refiero a que no retires el servicio ni se te ocurra fregarlo, que te conozco.
Justo en aquel
momento, la Filarmónica de Londres atacaba la Invitación al vals. Miren y yo nos miramos, entre la emoción y la
complicidad. Ella anduvo más rápida:
-
Si
alguna vez aprendes a bailarlo a satisfacción tuya, invítame y acudiré.
-
¿Aunque
esté lejos del País Vasco?
-
Los
seres queridos nunca están verdaderamente lejos.
Desde entonces, no
he dudado acerca de la romántica inspiración, casi milagrosa, de esa
hermosísima composición -por cierto, solo a medias obra de Weber[16]-.
***
Hasta aquí, mis
notas sobre Maitasun bideak. Muchas
aclaraciones habría querido pedir a don Fernando, en especial, sobre lo que
pasó después de aquellos tres días, que tanto parecían haberle afectado. Lo
cierto es que entonces no me atreví. Después de todo, yo era un policía nada
romántico, que había tenido acceso al texto con la exclusiva finalidad de
constatar cómo y cuándo se habían conocido la abogada Esnaola y el fiscal de la
Nava. Eso fue lo que trasladé al comisario Vidriales, en un resumen de treinta
y cuatro palabras:
Según documento incontrovertible, don
Fernando de la Nava y doña Miren Esnaola se conocieron casualmente en Guipúzcoa
en julio de 1968; no habiendo constancia de que volviesen a verse hasta unos
veinte años después.
6.
La encerrona
Habían pasado
seis meses desde que quedaron instalados los micrófonos. Don Fernando, parecería
que se hubiese acostumbrado a convivir con ellos, sin alteración de sus
costumbres ni de su libertad de expresión. Es más, en algunas ocasiones lanzaba
a propósito un exabrupto o una diatriba contra algún fallo de la Policía o alguna
decisión inadecuada del Ministro de Justicia. Si yo estaba presente, solía acompañar
su exhibición verbal de un guiño de complicidad. Con todo, el Fiscal no era
temerario y, cuando tenía que tratar de algo reservado, tomaba sus
precauciones.
Supe
indirectamente de ello porque, a raíz de aquella intervención policial, empezó
a bajar con Miren, a la caída de la tarde, a una pequeña cafetería próxima a su
casa, con el evidente propósito de tratar allí de sus comunes inquietudes jurídicas. Por lo que colegí
de algunas palabras que cacé al vuelo, don Fernando no manifestó a su amante el
motivo real de aquellas meriendas en público, sino que las disfrazaba de
superación del secreto de sus relaciones, dentro de la lógica discreción. A mí,
como su guardaespaldas, me llevaban los demonios pues la Abogada no pasaba
desapercibida, como corresponde a alguien que sale en la prensa y la televisión
con frecuencia. Llegó un momento en que yo ya no sabía si quienes
insistentemente fijaban en ellos la mirada eran clientes curiosos, terroristas
suspicaces o policías de servicio, que supongo que de todo habría. Menos mal
que Miren, también molesta de la expectación que despertaba, acabó por
levantarse una tarde de la mesa, con cierta brusquedad y, desde entonces, se acabaron las salidas vespertinas que de la Nava había promovido.
No sé si
recordarán ustedes algunos datos sobre la ETA de entonces, que resultan
necesarios para entender plenamente lo que voy a contarles. Desde cinco o seis
años atrás, los terroristas tenían una dirección tríplice, conocida como el
Colectivo Hirutasuna[17],
con un reparto de competencias entre sus jefes que parecía funcionar a plena
satisfacción de la banda. En términos de asesinatos, 1991 terminaría con un
total de cuarenta y seis -cifra que no se alcanzaba desde 1980-, a los que se
añadirían otros diecinueve solo en el primer trimestre del año 1992, año de la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de
Barcelona. Eran buenas razones para que gobernantes y fuerzas de orden público
estuviesen especialmente tensas y no tolerasen tonterías, aunque vinieran de personas de la categoría de don
Fernando.
Fue una mañana de
mediados de noviembre. Estábamos, como de costumbre, sentados en la cocina a la
hora del desayuno. De la Nava parecía no tener ninguna prisa por ir al trabajo;
no hablaba apenas, ni mostraba el menor interés por hojear el periódico; comía
pausadamente, contra su costumbre, como si no le entrase el alimento o
pretendiera alargar todo lo posible su ingestión. Finalmente, como quien lo ha
estado pensando detenidamente y, finalmente, estalla, me comentó:
-
Ayer
me echaron una buena bronca, a cuenta de los dichosos micrófonos. Vas a haber
tenido tú razón, cuando me advertiste de que me la estaba buscando.
-
¿Una
bronca a usted? Supongo que ningún policía se atrevería a tanto.
-
Por
supuesto, aunque estén entre bastidores. La cosa ha venido de más alto.
Por abreviar, haré
un resumen de su narración de los hechos. Parece ser que, últimamente, los
consejos de don Fernando a la Esnaola acerca de recurrir judicialmente el
alejamiento y la dispersión de los presos etarras, habían tomado forma. En
contra de la opinión de su colega Irunberri -que no veía mucho futuro a la
idea-, Miren se la había hecho llegar a alguno de los tres jefazos, que la
había recibido con muy buena disposición. Figúrense el pitote que podía
organizarse si se venía abajo la política penitenciaria del Gobierno, con la
ayuda inestimable de un Fiscal. Eso es lo que se había liado el día anterior,
cuando el mío fue convocado al
despacho de su Jefe, en presencia del Comisario General antiterrorista y del
Director General de Justicia. Allí, tras haber reconocido de la Nava la verdad
de su apoyo a la Esnaola -malamente podía negarlo, sabiendo que estaba siendo
grabado por la Policía-, le echaron en cara la traición a su Carrera y a la Patria, tanto más imperdonable, cuanto
que él era castellano y, ya talludo, se había dejado llevar del cariño a una
colaboradora etarra, que lo manejaba como a una marioneta.
-
No
vayas a creer que me callé -precisó don Fernando-, pero casi fue peor, porque
no estaban dispuestos a escucharme y tuvieron que oír de mí cosas muy gordas y
no precisamente en voz baja. En fin, para evitar escándalos, han decidido mandarme
de vuelta a Pontevedra -supongo que sin protección-. ¡Ah!, y que no se me
ocurra volver a ver a Miren ni en fotografía.
-
¿Cómo
van a devolverlo a Galicia, si está usted destinado en Madrid?
-
Fue
en comisión de servicio, para evitar que me mataran allá. Ahora, me quitan el
beneficio. Están en su derecho.
-
¿Para
cuándo va a ser eso? Se lo pregunto porque yo también tendré que buscar otro
acomodo.
-
Por
eso te lo he dicho inmediatamente. He tenido la suerte de estar a medias de un juicio muy gordo y a punto de
iniciar otro, que me conozco al dedillo. Entre los dos, puedes calcular la
demora en un mes o mes y medio.
Tras pensar en mí
y mi futuro, me dio por reparar en el suyo. ¿No cabría que algún policía amigo
lo protegiese extraoficialmente? ¿No podía pedir otro destino, una vez se
reincorporase a su plaza en Galicia?
-
Es
posible todo lo que me preguntas, pero ¿sabes una cosa? Lo que más me duele y
preocupa ahora es cómo se lo va a tomar Miren.
-
No
le diga nada de los micrófonos, ni de que le van a retirar la vigilancia
policial. Fuera de eso, yo pienso que lo primero es su Carrera y su seguridad.
Con todo respeto, doña Miren tiene una vida propia, en todos los sentidos, y lo
mismo que se pasaron el uno sin la otra veinte años, pueden ahora, por necesidad,
pasarse otros tantos.
Don Fernando se me
quedó mirando con tristeza. Bebió ya frío el resto de café con leche de la taza
y, mientras se ponía de pie, gruñó:
-
¿Sabes,
Ángel? A veces tienes una forma endiabladamente cruel de decir las verdades.
***
Aquel margen de
mes y pico para acabar de resolver lo más perentorio tuvo, en el devenir de
estos acontecimientos, una trascendencia imprevista. En realidad, todo había
comenzado años antes cuando un importante colaborador de ETA en Ondárroa empezó
a pasar información a la Guardia Civil, indignado por el hecho de que los
miembros del comando de la zona se
entendieran con su mujer y su hija menor de edad, mientras permanecían
escondidos en su domicilio. Los tres miembros de dicho comando fueron detenidos
a poco y el delator, entre el despecho, el interés y la presión, ingresó simuladamente
en ETA, pasó al sur de Francia y empezó a dar nuevos informes, gracias a los
cuales, por la técnica del hilo al ovillo, los guardias acabaron por dar en el
País Vasco francés con uno de los tres miembros de Hirutasuna. Con eso y la colaboración que empezaba a prestar el
Gobierno francés, era cuestión de tiempo lograr el indeclinable propósito del
Ministro Morcuera: cazar a los tres gerifaltes etarras, incluido el jefe
militar, que casualmente había nacido en Eztordeka, la villa en que don
Fernando había pasado su inolvidable julio del sesenta y seis.
Pero una cosa era
echar el guante a un pez gordo -lo
que en el otoño de 1991 ya era factible- y otra que cayera en la red toda la
cúpula de la Organización, para lo cual era preciso conocer con cierta
antelación el lugar y el momento de una de sus pocas reuniones generales.
Morcuera, no obstante, era inflexible:
-
O
todos, o ninguno.
-
Pero,
Ministro, ¿vamos a dar al traste con una operación de casi tres años porque
pueda escurrírsenos alguien?
Morcuera se
mostraba inflexible, al añadir:
-
Vale,
siempre que el que se escabulla no sea Patxiki
-es decir, el eztordekarra-.
Ardua tarea,
aunque Patxiki no era lo que se dice
un fantasma. El inspector Bermúdez me lo comentó, cuando nos hicimos medio
amigos a cuenta de la instalación de micrófonos:
-
Fíjate
si tiene huevos el tipo, que da
personalmente la bienvenida, las primeras consignas y la pistola a todos y cada
uno de los etarras, cuando formalmente ingresan en la banda, una vez concluido
el periodo de formación.
-
Pues
aquello parecerá Lourdes, bromeé.
-
Ya,
pero cada vez en un sitio distinto, y los llevan con los ojos vendados todo el
trayecto.
-
Justo.
Al estar ante San Francisco de Gomadós[18],
recobran instantáneamente la vista.
-
Eres
imposible, Ángel. Te lo tomas todo a chacota.
-
Mejor
nos iría, si mitificásemos menos a esos canallas, le repliqué.
Valga lo dicho,
para valorar en sus justos términos el soplo que, a primeros de diciembre,
recibieron en Intxaurrondo[19],
de quienes se ocupaban de los abogados de ETA -la verdad es que ignoro muchos
detalles-. La cosa era, más o menos, así: Los esfuerzos de Miren Esnaola por
interesar a los jefes terroristas en el plan anti dispersión y anti alejamiento,
sugerido y fundamentado por su amigo el Fiscal, empezaron a producir su efecto.
Según los informadores, el tema había generado bastante discusión, empezando
por la conocida, y personalista, entre Esnaola e Irunberri, para seguir por las
discrepancias entre el jefe político, Txelete
-al que ya estaba siguiendo en Francia la Policía- y otros varios mandos
subalternos. ¿El motivo?, preguntó el coronel al mando de la investigación.
Esta fue la respuesta que le dieron, la cual explicaría mucho de lo acaecido
después con el plan en cuestión[20]:
-
Txelete ve peligroso, para la moral y el
control de los presos, que estos se dispersen y se les aleje de sus familiares.
En cambio, otros sostienen que, cuanto más duramente se les trate, más se
indignará la gente vasca con el Estado. Los presos todavía están muy enteros
-dicen-; tiempo habrá de rebajar la tensión y el sufrimiento, dentro de unos
años.
Pues bien, para
detener el rifirrafe, Patxiki tenía
pensado resolver el dilema en una próxima reunión plenaria de los mandos de la
banda, incluidos los tres componentes de Hirutasuna
y, para conocer todos los detalles de propia mano,…
-
Ha
convocado a la Esnaola y el Irunberri, en lugar secreto de Iparralde[21],
en fecha próxima.
-
¿Qué
diablos significa fecha próxima?, tronó el coronel. ¿Cómo de próxima?
-
Yo
creo que no más de un mes, mi coronel, pero bien sabe usted que estas reuniones
no se fijan con precisión hasta unas horas antes. Tendremos una aproximación,
si logramos seguir a los dos abogaditos
hasta donde les manden esperar el momento oportuno.
-
Ahí
está el problema, rezongó el coronel. Los acabaremos perdiendo, como tantas
otras veces.
Hasta aquí el
preámbulo. Veremos ahora como todo este follón acabó salpicando -¡y de qué
manera!- a don Fernando de la Nava.
***
El sábado, 14 de
diciembre, con los micrófonos todavía por el piso y libros y adornos ya embalados
en cajas de mudanza, el Fiscal me recibió de mañana con una sonrisa enigmática:
-
Hoy
no voy a trabajar. Ayer tarde formulamos conclusiones definitivas y el lunes me
toca informar, lo que ya tengo suficientemente preparado. ¿Te importaría que
pasáramos la mañana volviendo a poner libros, cuadros y figuras en sus sitios
de origen? Luego, te invito a comer en Horcher[22].
-
¿Puedo
llevar también a la mujer y los niños? No estaría mal que comiesen allí una vez
en la vida.
Don Fernando se
echó a reír con mi ocurrencia. Luego, ya más en serio:
-
No
puede ser porque quiero contarte algo, en privado y con toda tranquilidad. Y ahora,
a desayunar, que tenemos trabajo.
Ni que decir tiene
que me pasé toda la mañana dando vueltas a la causa de la jovialidad de mi
protegido y a los motivos del retorno de libros y cachivaches a su lugar de
procedencia. ¡Y cuidado que había libros! A eso de la una y media paramos, con
la cintura y las piernas hechas un dolor. Fue la primera vez que me duché en su
casa y en que, para completar mi indumentaria, me dio barra libre en su corbatero. Quizá
te iría bien una pajarita, bromeó.
Me van a permitir
que, una vez más, recuerde el menú de aquella comida de Las mil y una noches,
antes de pasar al tema que nos había llevado hasta Alfonso XII, 6. Es de las
pocas ligerezas que voy a emplear en este relato, tan extenso, como verídico.
Ensalada de bogavante. Stroganoff a la
mostaza de Pommery. Baumküchen. Vino tinto, Señorío de Nava, reserva (me permitirás este rasgo de amor hacia mi patria chica, dijo don
Fernando). Champán Veuve de Clicquot, brut jaune (de la Viuda, naturalmente, le espetó a un ceremonioso camarero, de rigurosa
etiqueta). Café moka. Coñac Château de Fontpinot V.S.O.P. (¡ni idea del significado de tales iniciales![23]).
Tanto mi invitante
como yo, nos abstuvimos de los habanos: él, porque no fumaba y yo, por no hacer
más gasto.
***
Apenas habíamos
acabado el brindis de apertura y atacado el bogavante, don Fernando me explicó
con detalle el motivo de su alegría y de la invitación consiguiente:
-
Anteayer,
cuando terminamos la sesión matinal del juicio, tenía en el escritorio una nota
de mi jefe, pidiéndome pasase por su despacho lo antes posible. Así lo hice,
contando con que la llamada tendría que ver con mi inmediato cese en la
Nacional. Sorprendentemente, nada más verme, telefoneó para que se nos
incorporase el Inspector Jefe de la unidad antiterrorista adscrita a la
Audiencia. La cosa me olió mal, la verdad.
-
El
inspector Cifuentes es un buen tipo y lo sabe todo acerca de ETA, comenté, por
decir algo.
-
¡Y
tanto! En cuanto aportó por el despacho, el Fiscal Jefe le cedió el uso de la
palabra, para que me pusiera al corriente de
algo que iba a interesarme mucho. Figúrate mi sorpresa cuando el tal
Cifuentes salió con que estaban a punto de pillar a toda la cúpula de la banda,
pero que faltaba algún detalle, para
el que podía ser de utilidad mi cooperación.
-
¡Arrea! A ver si ahora va a tener que cambiar a los clanes de
la droga por los terroristas. No sé -añadí-, puede que le fuera mejor.
-
No
digas tonterías… Bien, el caso es que lo que me sugerían no era tanto mi
cooperación, como la de Miren…, indirectamente, por supuesto.
Yo no entendía
casi nada y lo poco que se insinuaba me parecía muy propio de mis colegas, pero
totalmente indigno de don Fernando. No obstante, era a él a quien tenía delante
y se explicaba con total tranquilidad, sonriente, incluso.
-
Como
supondrás, me faltó poco para mandarlos a la mierda y salir de la habitación,
pero ahí es donde el Jefe intervino de forma muy oportuna. Ya nos ha puesto usted al corriente -dijo al policía-. Ahora déjenos a solas. Lo volveré a llamar,
si fuese preciso.
-
Y
fue entonces cuando, a lo que parece, lo convenció a usted de colaborar.
-
No
lo digas con tanta malicia, que no me dejé llevar al huerto así como así. Para
empezar, me aseguró la máxima discreción y completa seguridad para Miren, que
ya se sabe cómo las gastan los etarras con los que llaman traidores. En segundo lugar, me prometió la prórroga de mi comisión
de servicio en Madrid, reservándome una de las primeras plazas que quedasen
libres en la Fiscalía del Tribunal Supremo, para quitarme de encima la espada
de Damocles de los cárteles y organizaciones de traficantes. Y, lo mejor de todo,
aceptarían que siguiese viéndome con
Miren, con mi palabra de honor de no darle información ni asesoramiento, más
allá de lo que hasta ahora haya comprometido.
-
Palabra
de honor -aventuré con la seguridad de acertar-, apoyada por los micrófonos en
el piso, que seguirán allí mientras dure su relación con la señora Esnaola.
-
¡Qué
negativo eres! A estas alturas, ¡anda que no he aprendido trucos para burlar
las grabaciones!
-
Bueno,
bueno: usted es quien ha de decidir. Así que se dio por conforme y supongo que
volvería el Inspector para ultimar los detalles.
-
Espera,
hombre, que todavía falta algo para llegar ahí. El Jefe se me puso trascendente
y, para acabar de vencer mi reticencia, me recordó la cantidad de sangre y de
dolor que Hirutasuna ha causado en
los últimos seis años, así como el riesgo de futuras matanzas en los eventos de
la Expo y la Olimpiada. Y, a mayor
abundamiento, los expertos en la lucha contra ETA ven posibilidades de que los
que vengan detrás sean bastante menos brutales y se dejen influir por los
movimientos políticos abertzales[24] que están surgiendo en el País Vasco.
Como sabe que me gusta la Historia, concluyó: Esto es como si te hubieran dado la oportunidad de acabar con Hitler,
solo que sin necesidad de matarlo. ¿Habrías tenido la menor duda, por el hecho
de tener que apoyarte en una mujer, sin daño para ella?
-
Ya
veo, don Fernando. Una proposición irresistible. Yo tampoco habría dudado.
El Fiscal se me
quedó mirando, como si intentara descifrar la seriedad de mis palabras. La
compostura de mi gesto, lo llevó a seguir con los sucesos de aquella mañana:
-
…
Y, ahora sí, el Jefe volvió a llamar al tal Cifuentes, para concretar los
términos de nuestra intervención en
esa operación, que llaman Adarrak[25];
pero tendrás que perdonarme que no te diga más, pues he prometido absoluta
reserva al respecto, tanto por el éxito de la misión, como por no poner en
riesgo a Miren. Bástete con saber que creo haber acertado plenamente, a la hora
de aceptar esta gran oportunidad. A ver si entre todos la llevamos a buen fin
y, en años venideros, puedo decir con orgullo y con verdad: yo participé en el descabezamiento de ETA,
en 1992.
El descabezamiento coincidió con la
llegada a nuestra mesa del imponente baumküchen
del postre. Me era muy difícil seguir hablando con la boca llena; así que
opté por no contestar a don Fernando quien, por su parte, entre la exquisitez
del dulce y la abundancia de libaciones, tampoco estaba en condiciones de
mantener una charla fluida.
***
Al terminar la comida,
no estábamos -yo el primero- en condiciones de coger el coche. Decidimos cruzar
la calle y perdernos por el Parque del Retiro, pese a la frialdad del ambiente,
buena, por otra parte, para despejarnos. Burla
burlando, llegamos hasta la Casita del Pescador, en animada charla. Vi entonces
la ocasión que estaba esperando desde mi lectura de la carpeta Maitasun bideak. Fui llevando sutilmente
la conversación hasta los momentos finales del relato, con el propósito de
averiguar los motivos y la forma de aquella ruptura. En resumen, don Fernando
me explicó:
-
Le
mandé varias cartas, sin recibir contestación a ninguna. Nervioso y deprimido,
tuve la ocurrencia de escribir a Míkel Ayesta,
para que preguntase a la prima de Miren que vivía en el pueblo. El muchacho
cumplió puntualmente el encargo, y la respuesta se correspondía formalmente con
su carácter, espontáneo y directo: Me
dice Arantxa que su prima tiene novio desde el año pasado, un harrosko[26] de familia rica, amiga de la de Miren.
Seguramente por eso no te haya contestado. Y me dice Arantxa -y lo suscribo yo-
que, si quieres salir con alguna chica del pueblo cuando vuelvas, no te va a
faltar partido.
-
Pero
el caso es que no volvió por allá.
-
En
efecto. Entre la mili, el revés
sentimental y la violencia que pronto surgió, no regresé al el País Vasco hasta
hace cinco años, al funeral de mi tío. Fue un viaje relámpago, pero suficiente
para pernoctar en San Sebastián y, a la mañana siguiente, recorrer uno por uno
todos los sitios en que había estado con Miren, tantos años antes.
-
¿No
la llamó?
-
¡A
buena parte vas! Por quien sí pregunté en el pueblo fue por Ayesta y lo que me dijeron no te diré
que me resultase muy extraño… Pertenece a ETA desde los años setenta y, hasta
ahora, ha logrado conservar la vida y la libertad. Lo más probable es que ande
por el sur de Francia. ¿Sabes una cosa? Si un día me llamara y me invitase,
como antaño, a txistorra[27] y chacolí, acudiría a la cita sin
dudar.
-
Pues
no cuente con que lo acompañe… ¡Ay, don Fernando!, es usted un sentimental
incorregible.
7. La escapatoria
Me lo contaba
el inspector Bermúdez, ya todo un comisario, en la celebración de las bodas de
plata de su promoción, a la que yo asistía como amigo de varios de sus
componentes:
-
A
mí nunca me han hecho tilín los relojes de Cartier,
pero aquel habría merecido exponerse en el museo de la Escuela de Policía,
tanto por lo valioso del servicio que prestó, como por el trabajo que hizo con
él el manitas de Ceferino. Por
cierto, ¿has sabido algo reciente del fiscal de la Nava?
-
Desde
que se marchó para Canarias, no lo he vuelto a ver. Las primeras Navidades me
mandó una felicitación y, luego, si te he visto, no me acuerdo. Como todos.
-
¿Y
qué se le había perdido a él por las Islas? No parecía muy dado al sol ni a las
suecas.
-
Yo
creo que estaba harto de Madrid. Como sería, que rechazó ir al Supremo y lo
cambió por la tenencia[28]
de Las Palmas.
-
Así
se aseguraba de no volver a ver a la Esnaola -me dijo, con un guiño-. La verdad
es que cada día está más gorda y más fea.
-
¡Qué
sé yo! Para ellos parecía que se hubiese detenido el tiempo en 1966.
-
Pues
ya estamos en el 2001, colega. ¡Cómo se pasa la vida!
Tendremos que
retroceder hasta los últimos días de 1991, para toparnos con el famoso reloj y situarlo
correctamente en el relato. Se trataba de ir preparando la jugada y encontrar
algo que llevase habitualmente Miren, para acoplarle un pequeño emisor de alta
frecuencia, con un radio de transmisión efectiva de unos tres kilómetros. Solo
así podrían estar seguros los policías o guardias que la siguieran hasta
Francia, de no perderla en el momento decisivo de encontrarse con Patxiki. Todo habría resultado más
fácil, de haberla acompañado en el viaje don Fernando, y a fe que semejante
absurdo estuvo a punto de producirse, gracias a las ganas locas de la Esnaola
por lograr el éxito en su empeño jurídico, contra Irunberri y su escepticismo
en que aquel pudiera prosperar. En las grabaciones consta la conversación clave
al respecto:
-
¡Qué
bueno sería que vinieses conmigo a la entrevista con Patxiki!, suspiraba Miren. Tú conoces mucho mejor las normas y
tienes una labia maravillosa.
-
No
hablarás en serio -replicaba de la Nava-. Sería el primer fiscal que llamara a
las puertas de ETA, para que le pegasen dos tiros.
-
No
así, avisando y yendo conmigo y con Irunberri. Esos pistoleros han de aprender
que los miembros de la Mesa Nacional de Herri
Garailea[29] merecemos
respeto y tenemos el derecho de tomar libremente decisiones.
-
Todo
se andará, Miren, pero, a día de hoy, eres tú quien tienes que ir a ver a ese
sujeto, en el lugar, día y hora que le venga bien; y supongo que tumbada en el
suelo de un vehículo y con cara tapada, para que no puedas memorizar el camino.
-
Eso
último ya lo veremos. En cuanto a lo primero, no hay más remedio. Los franceses
cada vez colaboran más con el Gobierno español.
Y Miren volvía a
la carga:
-
Podríamos
encontrarnos en Donostia y dar los últimos toques al argumento. En ningún caso
te pido que pases la frontera, para que no te fichen los guardias, al verte conmigo.
-
No
te digo que sí ni que no. Cuando sepas la fecha del encuentro con una mínima
aproximación, veré cómo tengo la agenda de juicios.
-
Puedes
cambiarlos con algún compañero.
-
No
es tan fácil. Ya sabes lo complicados que son de preparar nuestros asuntos.
Tan pronto
escucharon esta grabación, los de antiterrorismo se pusieron en contacto con el
Fiscal Jefe antidroga, para ofrecer a don Fernando toda clase de facilidades:
-
Nada
de cambiar los juicios -resolvió el Jefe-. Cuando tengas que marchar, te pones enfermo y en paz. Yo me encargo
de hablar con el Presidente de la Sala.
-
Eso
nos facilita mucho las cosas -opinó el inspector Cifuentes-. Estando con ella
hasta el último momento, puede saber lo que va a ponerse o a llevar a la
entrevista con Patxiki y acoplar el
emisor en cualquier parte: el bolso, la suela de un zapato, el portafolios…
-
¡De
ninguna manera! No quiero ser yo quien elija, a riesgo de que luego no lleve lo
previsto, ni estoy dispuesto a que me descubra Miren, con lo manazas que soy.
-
Entonces,
¿qué sugiere usted? -preguntó Cifuentes-. Nosotros solo podemos manipular el
coche de la abogada, pero no hay duda de que la última parte del trayecto la
hará en otro vehículo, preparado y conducido por los esbirros de ETA.
Los tres interlocutores quedaron en silencio, buscando ansiosamente una
solución. Pasaron tres o cuatro minutos de esa guisa. El Fiscal Jefe miró
ostensiblemente su reloj de pulsera:
-
Me
vais a perdonar -empezó a decir-, pues a las doce y cuarto tengo…
-
Inspector
-interrumpió de la Nava-, ¿puede meterse un transmisor de esos en un reloj de pulsera?
-
Supongo
que sí, respondió el interpelado, pero tendría que consultarlo con un experto.
¿De qué tamaño estaríamos hablando?
-
Es
bastante grande para ser de mujer. Se trata de un Cartier Santos[30],
que le regalé a Miren…, a la abogada Esnaola, hace año y medio. Por tanto,
conservo factura y les puedo indicar la relojería donde lo compré.
***
El manitas de la Policía Científica se
tranquilizó, cuando supo que el reloj a trucar tenía no menos de tres
centímetros en cuadro. Como era de cuarzo, su mínima maquinaria permitía
embutir sin complicaciones el mini transmisor. El mayor problema sería
aislarlo, para que el campo magnético no alterase la marcha del reloj,
provocando su colapso: Mientras lo llevara Miren en su muñeca, tendría que dar
la hora exacta. Luego, allá penas.
Previamente -como es natural-, Bermúdez fue a comprar el
carísimo Cartier Santos, de oro y
acero, igual al regalado por don Fernando. Después, bajo la supervisión de
este, un platero amigo de los policías grabó una inscripción idéntica a la del
reloj original:
M & F 26-7- 1966
-
Ha
quedado muy bien, dijo don Fernando. No creo que se dé cuenta del cambiazo.
-
Pesa
quince gramos más, gruñó el Manitas,
pero no puedo hacer otra cosa.
De lo que pasó
después, puedo dar fe en parte, pues acompañé al Fiscal en su viaje a San
Sebastián -como es natural-, hospedándonos en el Hotel de Londres y de Inglaterra[31]; todo ello, a raíz de la llamada de
Miren a don Fernando, tan pronto supo por intermediarios que Patxiki la recibiría en los próximos días. La estancia
resultó un poco extraña pues los contactos diarios de la pareja habían de
mantenerse en secreto para ETA y muy reservados para la familia y los conocidos de
Miren. Así que de la Nava y yo quedábamos en libertad para hacer turismo
discretamente, hasta las cinco de la tarde, hora acordada para regresar al
Hotel y esperar la llegada de la Esnaola. Don Fernando aprovechaba para repasar
en su habitación la documentación que había traído, en tanto yo me apostaba en
algún discreto sillón del vestíbulo, provisto de diarios y revistas, hasta el
momento de aparecer la señora, en que avisaba al Fiscal por mi antediluviano
teléfono móvil. El primero y el segundo días, Miren se quedó hasta las tantas,
supuesto que había que preparar a fondo la presentación del trabajo y no se
sabía a ciencia cierta el tiempo con el que se contaba. Que, además de para
estudiar, la pareja aprovechase el tiempo para relajarse, es cosa bastante probable, a juzgar por el alivio que
sintió don Fernando el segundo día, que me comunicó con estas palabras:
-
¡Uf!
Aprovechando que lo había dejado en la mesilla, he hecho el cambio de relojes y
no se ha dado cuenta.
-
¿No
habrá sido demasiado pronto?, pregunté alarmado. Figúrese si el día señalado se
pone otro, o se lo roban de aquí a entonces.
-
¿Y
qué querías que hiciese, no sabiendo el día que la van a convocar? Si se cae el
cielo, nos pillará a todos.
Actitud tan fatalista no podía dejar
tranquilo a don Fernando por mucho tiempo. Al día siguiente me dijo:
-
He
quedado con Miren en que, a cualquier hora que sea, me avise para que la
acompañe hasta la frontera. Así, si la veo con otro reloj, siempre puedo
pedirle que se ponga el mío, como si
yo mismo la acompañase en espíritu.
-
Bien,
bien, bromeé. Ahora solo nos falta rezar para que no se lo roben.
-
Yo
rezaré y tú la protegerás las veinticuatro horas del día. ¿Qué te parece?
-
Me
parece que, con mirar por usted, ya tengo bastante.
Por fortuna Patxiki no tenía muy cargada la agenda.
En la tarde de la quinta jornada de nuestra estancia donostiarra, don Fernando
recibió la llamada de Miren, para trasladarse juntos hasta la frontera. Fueron
en el coche de ella y yo los seguí en el nuestro. Cuando lo recogí en la barra del
restaurante Trinkete de Behobia[32],
tenía una sonrisa de oreja a oreja:
-
Lo
llevaba, me dijo simplemente.
-
Estupendo,
respondí. Paguemos la consumición y salgamos sin mirar hacia el salón. El
abogado Irunberri se dispone a cenar, antes de seguir viaje.
-
No
creo que me conozca. De hecho, no nos han presentado.
-
En
la Audiencia Nacional nos conocemos todos de vista. Vamos, volvamos al hotel.
***
A la semana
siguiente, la última completa de febrero, Miren hizo uno de sus habituales
viajes a Madrid, lo que de la Nava aprovechó para deshacer el cambiazo y dejar
en poder de su amada el reloj original. Desde la Audiencia, llamó al inspector
Cifuentes:
-
Dígale al especialista que se pase una tarde
por mi casa, para retirar el transmisor del reloj.
Cifuentes era un lince:
-
¿Piensa
quedarse usted con la máquina? Creo que ha sido la Policía quien ha pagado el
reloj y la inscripción.
Pero tampoco don
Fernando era tonto:
-
¡Menudo
trofeo si, como es de esperar, al final cae en sus manos Hirutasuna! No, no. De ninguna manera quiero que ande por ahí de mano
en mano y acabe en un museo. Y no se preocupe por el presupuesto de la Policía:
Si me pasa la factura su Director General, no tendré inconveniente en abonarla.
De todos modos, lo
que más importaba a mis colegas eran los detalles sobre la casa en que Patxiki había recibido a Miren y a
Irunberri, exactamente localizada, gracias al transmisor que aquella llevó sin
saberlo. Era muy frecuente que los etarras cambiaran de casa y realizasen
entrevistas en refugios o viviendas de ocasión. De aquí, la importancia que
dieron a la grabación de la charla que la Esnaola mantuvo con su amante, en la
que esta afirmaba:
-
Era
una especie de villa, con terreno alrededor, pero no aislada, sino en una pequeña
urbanización… Por la forma de estar amueblada y dispuesta, yo diría que Patxiki nos convocó en su residencia
habitual… Olía a guiso y me pareció escuchar voces de mujer… Debía de estar
bastante aislada, a juzgar por la de tumbos que dimos por los caminos, antes de
llegar.
Cifuentes y los demás jefes se frotaban las
manos, me confesó
Bermúdez, y añadía:
-
Si
todo va bien, tenemos totalmente controlado a Txelete y conocemos la casa donde para Patxiki. Así que basta con cruzar los datos sobre uno y otra, para
que caigan los dos. Pero el Ministro se empeña en pillar a todos, en una
especie de reunión plenaria de las que organizan de vez en cuando. A ver si no se
nos tuerce la cosa, por ser tan ambiciosos. Por falta de gente no será:
policías, guardias civiles, gendarmería gala. Eso sí, todo discreto y bien
dirigido.
Como nos cuenta la
Historia, la operación fue un éxito. Tras un primer intento fallido, a finales
de marzo fue detenida Hirutasuna en
pleno, más otro jefe destacado de ETA, el chófer-guardaespaldas de Patxiki, la amante de Txelete y algunos colaboradores o apoyos
logísticos. Al percatarse del cerco e inminente detención, los terroristas se
encerraron a destruir y quemar documentos comprometedores de la banda. Solo uno
de ellos hizo algo más gallardo y peligroso: enfrentarse a tiros con las
fuerzas asaltantes. Murió en el empeño: se llamaba Mikel Ayestarán Unanue y
había nacido en Eztordeka.
***
A finales de
abril, Miren reapareció por Madrid. Parecía haberle sentado muy bien lo que el
Ministro Morcuera llamaba, con su imperdible acento vasco, La descabezamiento de ETA en Bidegurutza. Para empezar, la prisión de Hirutasuna
abría la puerta a una actuación terrorista menos masiva e indiscriminada. De
otra, Herri Garailea daba sus
primeros pasos de manera firme y esperanzadora, para los abertzales que creían en algo más que en la fuerza de las bombas y
las pistolas. En la Mesa Nacional de
los garaileak tomó por fin asiento
Miren Esnaola -aunque fuese al lado de su enemigo cordial, su colega, Ander
Irunberri-. ¡Por fin empezaban a reconocerse los méritos de la famosa abogada,
los cuales, al menos en parte, eran de su querido Fernando! Así lo admitía ella
sin empacho, por más que él lo pusiera en duda, a juzgar por el escaso éxito
que estaba teniendo la campaña en pro de solicitar apoyo judicial para los
derechos, presuntamente conculcados, de los presos etarras. Don Fernando
preguntaba:
-
Vamos
a ver, Miren, ¿por qué os limitáis a comunicados y manifestaciones? Una sola
sentencia a vuestro favor valdría más que todo un año de protestas, por masivas
que fueran.
-
Yo
creo que Irunberri se está llevando el gato al agua, con la cantinela de que
los tribunales españoles nunca nos darían la razón.
-
Ese
tipo es un farsante -se excitaba de la Nava-. ¡Cuántas veces le han dado la
razón la Audiencia Nacional y el Constitucional! Y, donde no, puede acudirse a
Estrasburgo, o a la misma ONU.
Miren callaba. El
Fiscal volvió a la carga:
-
¿Quedasteis
en algo con Patxiki, antes de que lo
detuviesen? ¿Qué opina ahora Herri
Garailea?
-
Sinceramente,
Fernando, la gran mayoría de la Mesa y
de ETA no quieren reconocer competencia a los Tribunales españoles, ni deberles
nada, en el caso de que declarasen ilegal la dispersión o el alejamiento.
Bastantes piensan…
-
…
Que les sirven de más los presos convertidos por la propaganda en víctimas, que
no siendo sujetos de derechos garantizados por los jueces. Y, para amplificar
el escándalo y el sufrimiento voluntario, auto aislamiento y huelgas de hambre.
Miren seguía
callada. De la Nava, mordaz, inquirió retóricamente:
-
Me
pregunto, y te pregunto, para qué ha servido lo que hemos trabajado tú y yo
durante todo este tiempo. Y, al fin y al cabo, para mí ha sido algo secundario,
que no precisa de otra recompensa que la de ayudarte. Pero, ¿y tú?; ¿qué forma
de defender es esa, que rechaza acudir a los medios más eficaces y técnicos,
por pura táctica política?
-
Hablas
como un Fiscal que apenas conoce la realidad vasca -replicó, al fin, la
Esnaola-. Como abogada, no puedo usar en favor de mis defendidos aquellos
métodos que no me autoricen a emplear. Y, como buena conocedora de aquella
tierra, te digo que todos cuantos han escogido el camino de las armas son
soldados de una idea, estén en libertad o en prisión, y acatarán las consignas
de sus jefes con disciplina y espíritu de sacrificio.
-
Me
vienes a reconocer -repuso don Fernando- que ellos son, presos o no, los
responsables de su situación y de no atenuar sus sufrimientos y los de sus
familias. Si es así, ¿qué es lo que achacáis al Estado?
-
Que
no reconozca nuestra identidad y no nos conceda la independencia. Ese es el
fondo de la cuestión.
Es posible que de
la Nava estuviera actuando de aquella manera, por saber que la conversación
estaba siendo grabada. De otra forma, me extrañan la extensión y el rigor de
aquel verdadero interrogatorio. También es verdad que, una vez que se
apasionaba por un tema, solía desarrollarlo hasta el final. A eso lo llamaba tirarse a la yugular. Solo que en este
caso no era la de un traficante de la ría de Arosa, ni de un esbirro del cártel
de Cali, sino la de su amada Miren, para la que siempre había preservado en
aquel hogar, violado por las grabadoras, los recuerdos más entrañables y el
afecto menos contaminado. ¿Era consciente de que, obrando de esa forma, la
alejaba de sí de modo irremediable? ¿Había llegado, por fin, al convencimiento
de en aquella mujer, endurecida y fondona, apenas quedaba nada de la neska donostiarra que, como un recuerdo
congelado de la mente, pobló sus sueños? ¿O, tal vez, estaba siendo
consecuente, rechazando la continuación de una farsa hecha de micrófonos,
relojes trucados y caricias compradas a precio de deslealtad a su pueblo y a su conciencia? ¡Quién
sabe! Yo solo recojo palabras reproducidas por una máquina.
Es probable que
Miren sacase el tema para suavizar la aspereza, o para contentar a Fernando. El
caso es que dijo:
-
No
creas que no entiendo tu repugnancia, que es en buena parte también mía. El fin
no siempre puede justificar los medios, ni calificar de gudariak a quienes atormentan a la población civil y juegan con las
limitaciones impuestas a sus antagonistas, aunque estos frecuentemente se las
salten.
-
¿A
dónde quieres llegar?, preguntó el Fiscal. De sobra conozco las enormes
diferencias entre un soldado de ayer y un terrorista de hoy en día.
-
Voy
al hecho de que las cosas están cambiando. Hace pocos días, el veinte por
ciento de los militantes de Herri
Garailea votaron por limitar el poder y la violencia de ETA,
considerándolos exagerados y negativos para la causa vasca.
-
Excelente,
respondió don Fernando, con sarcasmo-. Ya tenemos a un abertzale de cada cinco con un nivel de conciencia aceptable. Pero
ahora, Miren, dime: ¿Cuántos, de ese veinte por ciento, han pasado a sentarse
en la Mesa de los cincuenta, de la
que tú ya formas parte? ¿Qué propuesta o qué exigencia habéis hecho a ETA para
que piense, en vez de disparar?
Nuevo silencio de
Miren. Golpe final de don Fernando:
-
Te
ruego que quedemos en San Sebastián el próximo fin de semana. Pondremos un
digno colofón a este silencio, a este silencio que mata.
***
Para el siguiente
septiembre, don Fernando pasó -según ya he dicho- a trabajar en Canarias. Esta
vez, la comida de despedida fue en Lhardy[33],
tan suculenta como la de Horcher,
pero mucho menos alegre. Don Fernando y yo nos prodigamos bastante menos con
las bebidas alcohólicas que en la ocasión anterior. No obstante, como última
confidencia, me atreví a preguntarle por Miren y aquella cita anunciada. Tras
prometerle guardar el secreto mientras él viviera, me contó:
-
El
truco del reloj me quemaba en la conciencia
y, por otra parte, su revelación podía ser una buena forma de que ella me
despreciara por la infidelidad y así le fuera menos gravosa nuestra ruptura…
-
Perdone
don Fernando -le interrumpí-, pero debe de estar loco. ¿Comprende lo que puede
pasarle a usted, e incluso a ella, si trasciende que en el famoso descabezamiento tuvieron ambos bastante
que ver?
De la Nava sonrió,
con cierta amargura:
-
No
hay peligro por ese lado, dijo. Miren es muy cauta y no tiene mal corazón…
Bien, volviendo a la historia, obrara alocadamente o con cordura, lo cierto es
que la cité en el Peine del Viento[34].
Una vez allí, para su estupor, saqué del bolsillo el segundo Cartier y se lo puse en la mano. Ella
miró instintivamente hacia su muñeca, para comprobar que, efectivamente, el
primer reloj seguía allí. Nos sentamos y le conté en detalle todo lo sucedido,
incluso mi reconcomio, al haber sido incapaz de anteponer su amor a mi deber y
conveniencia. Como yo esperaba, se entristeció profundamente, pero comprendió
los motivos y aceptó la inevitable consecuencia: Ni ella ni yo éramos capaces
de anteponer el cariño a la conciencia de cada uno, siendo así que estas
resultaban insuperablemente diversas.
-
Bueno;
bien está lo que bien acaba.
-
Digamos,
más bien, que casi todos los amores
tienen su fin y que más vale que sea lo menos malo posible.
Quedamos callados
por unos momentos. Don Fernando rompió el silencio:
-
¿No
quieres saber qué fue de los dos relojes?
-
Supongo
que los habrán guardado de recuerdo.
-
Te
equivocas. De mutuo acuerdo los arrojamos al mar, como viene haciéndose con las
cenizas de muchos enamorados en aquel lugar mágico.
-
De
usted podía esperarlo, rezongué, porque es todo un romántico, pero de la señora
Esnaola… En fin, uno nunca sabe.
***
Aquella fue la
última vez que vi a don Fernando en esta vida. Pero no me extrañaría que, si
alguna vez me paso por el Peine del
Viento, imagine su rostro entre las olas, con aquella sonrisa irónica que
se gastaba, diciéndome:
-
Ya
sabía yo que, al igual que Miren, acabarías por venir a visitarme.
[1]
Traducción aproximada: En el grupo del
Ballet Fagoaga, década de 1960.
[2] Probable
alusión al atentado con bomba-lapa en la localidad vizcaína de Guecho, el 6 de
noviembre de 1989, que mató al usuario del vehículo, policía nacional Eladio
Rodríguez García.
[4]
En español, caminos de amor.
[5] Soldado
al servicio de la causa vasca.
[6]
Alusión a los literatos en lengua vasca, Domingo Aguirre Badiola (1864-1920),
cuya novela más famosa es Garoa (El
helecho), aparecida en 1912, y Nicolás Ormaechea Pellejero (1888-1961), apodado
Orixe, cuya obra magna es el poema
épico Euskaldunak (Los Vascos),
publicado en 1950, aunque concluido hacia 1934.
[7]
Equivalente, aquí, a pandilla.
[8]
Esnaola significa, a la letra, forastero, quien no es de aquí.
[9] Donosti es una forma coloquial por Donostia, denominación vasca de la
ciudad de San Sebastián.
[10] Neska equivale a chica, muchacha.
[11] Antxón Ayestarán era en 1966 subdirector del
Orfeón Donostiarra. En 1968 sería nombrado Director, cargo en que cesó por
fallecimiento, en 1987.
[12]
Louis Féraud (1921-1999), famoso modisto francés de alta costura, pionero del prêt-à-porter.
[13]
Literalmente, cuatro puntas o extremos, especie de cruz gamada de
formas redondeadas, considerado emblema representativo, entre otros, del pueblo
vasco. Véase ilustración en el texto.
[14]
Fonética a la española de la palabra inglesa pick-up, equivalente a tocadiscos.
[15] Frase
muy conocida del filósofo y científico francés Blaise Pascal (1623-1662).
[16]
La melodía es de C.M. von Weber (1786-1826), pero la orquestación corresponde a
Hector Berlioz (1803-1869).
[17]
Equivalente a La Trinidad.
[18]
Patxi es diminutivo familiar de
Francisco. Goma-dos fue el explosivo más usado por ETA.
[19]
Barrio de San Sebastián en que radicaba el cuartel de la Guardia Civil, desde
el que se dirigía el dispositivo antiterrorista en la provincia de Guipúzcoa.
[20]
De hecho, hasta marzo de 2017 no se ha dispuesto de una jurisprudencia clara
del Tribunal Constitucional español y del Tribunal Europeo de Derecho Humanos
en la materia, lo que indica el enorme retraso del planteamiento judicial de la
cuestión por los presos etarras y sus abogados. Por cierto, los dos Tribunales
citados no anularon la política de dispersión y alejamiento, dando finalmente
la razón al abogado imaginario Ander
Irunberri.
[22] Famoso restaurante fundado en Berlín en 1904,
del que es continuador el homónimo de Madrid, abierto en 1943. Su dirección en
la capital de España es la más abajo citada (Alfonso XII, número 6).
[23]
En realidad, el acróstico V.S.O.P. corresponde a las palabras inglesas Very Superior Old Pale, con que se
distingue a los coñacs de reserva, cuyo aguardiente ha sido envejecido entre
cuatro y seis y medio años.
[26] Otra
forma del epíteto harro (véase la
nota 3).
[27] Especie
de embutido vasco, navarro y aragonés, de contenido y apariencia similar al
chorizo.
[28] El
Teniente Fiscal es el segundo jefe de cualquier Fiscalía española.
[29]
Equivalente a Pueblo Vencedor.
[30]
Extensa colección de relojes de la marca Cartier,
que llevan el apellido del pionero en su uso, el aviador brasileño Alberto
Santos Dumont (1873-1932). Véase imagen en el texto.
[31]
Histórico hotel donostiarra, con origen en 1866, que continúa activo a día de
hoy (2018).
[32]
Behobia es un barrio de Irún, contiguo a la frontera francesa. El restaurante
aludido es uno de sus establecimientos más tradicionales y simbólicos.
[33]
Emblemático restaurante de Madrid, situado en la Carrera de San Jerónimo,
fundado en 1839.
[34]
Conjunto de tres esculturas (1976) situadas junto al Mar Cantábrico, entre la
playa de Ondarreta y el Monte Igueldo de San Sebastián, obra de Eduardo
Chillida Juantegui (1924-2002).
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